AGATHA CHRISTIE - DIEZ NEGRITOS (PARTE 2)



Llegamos a la segunda y última parte de este texto. Recordemos que para algunos tiene un tinte racista, tanto que incluso en Alemania su titulo en ese idioma ha cambiado a "No queda ninguno". Luego de saber esto comencemos...






12


La comida terminó.
El juez Wargrave se aclaró la voz, y en tono autoritario, dijo:
—Sería muy conveniente que nos reuniésemos dentro de media hora en el salón. 
Todos aceptaron la idea. Vera apiló los platos y anunció:
—Voy a quitar la mesa y fregar la vajilla. 
Lombard intervino:
—Lo llevaremos nosotros a la cocina.
—Muchas gracias.
Emily Brent se había levantado. Volvió a sentarse, exclamando:
—¡Oh! ¡Dios mío!
—¿Qué tiene usted, miss Brent? —preguntó el magistrado.
—Hubiese querido ayudar a mis Claythorne, pero no sé lo que me pasa. Me siento mareada.
—¡Mareo! —repitió el doctor, acercándose a ella—. No es nada extraordinario, es la reacción de la comida. Voy a darle alguna cosa para que se le pase...
—¡No!
La palabra salió de su boca como una bala que hace explosión. Todos se desconcertaron. El doctor enrojeció. La cara de la solterona retrataba claramente su miedo y sus sospechas.
El doctor Armstrong replicó con voz fría:
—Como usted guste, miss.
—No quiero tomar nada, nada enteramente. Me quedaré sentada aquí, tranquila, hasta que este malestar me pase.
Terminando de quitar la mesa, Blove, galantemente, dijo a Vera:
—Miss Claythorne, yo soy un hombre de conciencia y si lo desea la ayudaré muy a gusto.
Sonriente contestó:
—Como quiera usted.
Emily Brent quedó, pues, sola en el comedor. Desde la cocina le llegaban los ruidos de la vajilla.
La sensación de mareo le desaparecía poco a poco. Sentía una dulce lasitud, como si quisiera dormirse.
Los oídos le zumbaban... ¿O era en la habitación? ¡Ah! ¡Si es una abeja...! La veía en el cristal de la ventana.
¿Qué había dicho Vera esta mañana acerca de las abejas...? De las abejas y de la miel.
Alguien se encontraba en la habitación... una persona... con el traje mojado... Beatriz Taylor saliendo del agua...
Si Emily volviera la cabeza la vería... Pero le era imposible moverla. ¿Y si llamase? Pero... igualmente, imposible llamar... No había nadie en la casa, estaba absolutamente sola en la casa...
Percibió un ruido de pasos... unos pasos pesados que se deslizaban tras ella. El paso vacilante de la ahogada... un olor húmedo sentíase... en el cristal, la abeja zumbaba...
En este instante sintió la picadura. La abeja había clavado su aguijón en el cuello de miss Brent.


En el salón esperaban la llegada de Emily Brent.
—¿Quieren ustedes que vaya a buscarla? —propuso Vera.
Vera se sentó y cada uno de los reunidos lanzó a Blove una mirada interrogante.
—Escúcheme. Creo que es inútil buscar por más tiempo al autor de estas muertas sucesivas, pues es la mujer que en estos momentos se encuentra en el comedor.
—¿En qué basa su acusación? —preguntó Armstrong.
—La locura mística. ¿Qué piensa usted, doctor?
—Perfectamente verosímil y ninguna acusación voy a formular; pero... nos hacen falta pruebas antes que nada.
—Tenía un aspecto muy raro cuando preparábamos el desayuno —explicó Vera—, sus ojos.
Vera se estremeció.
—Hay otra cosa —dijo Blove—. Es la única entre nosotros que no ha querido hablar después de la audición del disco del gramófono. ¿Por qué? Porque ella no podía darnos ninguna explicación.
—¡Eso no es verdad! —exclamó Vera—. Pues ella,  más tarde,  me ha hecho confidencias.
—¿Qué le contó, miss Claythorne? —preguntó Wargrave.
La joven repitió la historia de Beatriz Taylor. El juez hizo notar:
—Este relato me parece sincero y de veras lo creo, pero dígame, miss Claythorne, ¿Emily Brent parecía experimentar remordimientos por su actitud en aquellas circunstancias?
—Creo que no. No vi en ella ninguna emoción.
—¡Esas solteronas virtuosas tienen el corazón tan duro como la piedra! —comentó Blove—. La envidia las devora.
—Son las doce menos diez y debemos rogar a miss Brent que venga —indicó el juez.
—¿No piensa usted tomar ninguna medida? —preguntó Blove.
—¿Qué decisión puedo tomar? —preguntó el magistrado—. Por ahora no tenemos más que sospechas. Sin embargo pediré al doctor que la observe. Vayamos al comedor a buscarla.
La encontraron sentada en la butaca donde la habían dejado. Tenía la cabeza vuelta hacia la puerta y no vieron nada anormal sino que no se movía, como si no les hubiese visto entrar.
Después se fijaron en su cara... hinchada, sus labios azulados y los ojos como extraviados...
—¡Dios mío! ¡Está muerta! —exclamó Blove.


La voz fina y calmosa del juez Wargrave se oyó:
—¡Otro de nosotros que es inocente...! ¡Demasiado tarde!
Armstrong se inclinó sobre la muerta. Olió los labios, examinó los ojos y movió la cabeza.
—¿De qué ha muerto, doctor? —preguntó impaciente Lombard—. Estaba muy bien cuando la dejamos.
La atención de Armstrong se fijó en el cuello por una señal que tenía a su lado derecho; tras una ligera pausa, dijo:
—Es la señal de una jeringuilla hipodérmica.
Se oyó un zumbido en la ventana y Vera gritó:
—¡Miren! ¡Una abeja! Acuérdense de lo que les decía esta mañana.
—No ha sido ese animalejo el que le ha picado. Una mano humana tenia la jeringuilla.
—¿Qué clase de veneno le han inyectado? —preguntó el juez.
—A primera vista —respondió Armstrong—, probablemente cianuro de potasio... lo mismo que a Marston. Ha debido morir instantáneamente por asfixia.
—Sin embargo esta abeja... —observó Vera—, ¿no es una coincidencia?
—¡Oh, no! —respondió Lombard—. ¡No es una coincidencia! El asesino persiste en dar un poco de color local a sus crímenes. ¡Es un alegre viejo libertino! Sigue al pie de la letra las estrofas de esa satánica canción de cuna.
Por primera vez el capitán Lombard se expresaba con voz temblorosa.
Se adivinaba que su valor, probado por una carrera llena de vicisitudes y peligros, empezaba a decaer progresivamente.
Estalló lleno de cólera:
—Es insensato... insensato. ¡Estamos todos locos!
El juez intervino y dijo con voz monótona:
—Todavía conservamos, así lo espero, todas nuestras facultades mentales. ¿Alguien ha traído a esta casa una jeringuilla hipodérmica?
—¡Yo! —contestó el doctor, con poca firmeza.
Cuatro pares de ojos se clavaron sobre él. Enfadándose contra esas miradas hostiles, el doctor añadió:
—No me desplazo jamás sin este instrumento. Todos los médicos hacen otro tanto.
—Es exacto —contestó Wargrave—. ¿Quiere decirnos en dónde tiene la jeringuilla en este momento?
—Arriba, en mi maleta.
—¿Podríamos confirmar rápidamente su afirmación?
Con el viejo magistrado a la cabeza del grupo, subieron la escalera, en procesión silenciosa, los cinco invitados. El contenido de la maleta fue volcado en el suelo. Pero la jeringuilla no apareció por ninguna parte.
Furioso, el doctor Armstrong exclamó:
—¡Me la han cogido!


Un silencio sepulcral se hizo en la habitación. El doctor estaba en pie, de espaldas a la ventana. En todas las miradas se leía la más grave acusación contra él. Miró a su vez a Vera y a Wargrave, repitiendo débilmente:
—Les juro que me la han quitado... 
Blove y Lombard se miraron.  El juez declaró:
—Estamos cinco personas en esta habitación. Uno de nosotros es el asesino. Nuestra situación es cada vez más peligrosa. Debimos hacer lo posible para salvar a cuatro inocentes. Le ruego, doctor, que me diga cuáles son las drogas que tiene.
—Aquí tengo un pequeño estuche —respondió el doctor—. Pueden examinarlo. Contiene soporíferos, comprimidos de sulfamidas, un paquete de bromuro, bicarbonato de sosa y aspirina. Eso es todo. No tengo cianuro.
—Yo también —añadió el juez— he traído algunos comprimidos contra el insomnio que creo son de veronal. Usted, mister Lombard, me parece que tiene un revólver.
—¿Y qué? —gritó Lombard, furioso.
—Sencillamente propongo que todas las drogas del doctor, mis comprimidos y su revólver sean recogidos y llevados a un lugar seguro, así como cualquier producto farmacéutico y todas las armas de fuego que encontremos. Hecho esto, cada uno de nosotros se someterá a un registro completo de su persona y sus ropas.
—¡Que me cuelguen si yo dejo mi revólver! —prorrumpió Lombard.
—Mister Lombard —replicó Wargrave—, usted es un gallardo joven y muy fuerte, pero el ex inspector también posee una fuerza respetable. No sé cuál de los dos ganaría en un cuerpo a cuerpo, pero sí puedo afirmarle esto: el doctor, miss Claythorne y yo nos pondremos de parte de Blove y le ayudaremos lo mejor que podamos. Así verá, pues, cómo la suerte se vuelve contra usted a la menor resistencia que intente.
Lombard, con la cabeza echada hacia atrás, enseñó los dientes, pero se dio por vencido.
—Desde el momento en que todos se ponen contra mí... —dijo.
—Por fin es usted razonable. ¿Dónde está su revólver? —preguntó el juez.
—En el cajón de mi mesa de noche. Corro a buscarlo —repuso Lombard.
—Es mejor, creo yo, que nosotros le acompañemos.
—¡Ah! Usted es prudente al menos —repuso Lombard, sonriendo.
Entraron con él en su cuarto. El joven se dirigió resuelto hacia la mesilla de noche y abrió el cajón. Retrocedió lanzando un juramento.
¡El cajón estaba vacío!


—¡Estarán contentos!
Desnudo como un gusano había asistido al registro de su dormitorio y de sus trajes por los tres hombres. Mientras, miss Claythorne esperaba en el pasillo.
El registro continuó de manera metódica. El doctor, Wargrave y Blove se sometieron a su vez a esta prueba.
Cuando salieron de la habitación de Blove, los cuatro hombres se unieron a Vera. El juez le dijo:
—Espero que comprenderá, miss Claythorne, que no podemos hacer una excepción con usted. Es necesario encontrar ese revólver. ¿Tendrá usted, seguramente, en su equipaje el traje de baño?
Vera afirmó con la cabeza.
—En este caso le ruego que entre en su cuarto, se desnude, se ponga el «maillot» y vuelva a buscarnos aquí.
Vera entró en su habitación y cerró la puerta.
Al cabo de unos minutos reapareció con un traje de baño de «tricot» de seda que realzaba su cuerpo.
—Gracias, miss Claythorne —dijo, satisfecho, el juez—. Espérenos aquí. Vamos a registrar su habitación.
Vera se estuvo en el pasillo hasta el regreso de los hombres. En seguida se vistió y se unió a ellos.
—Ahora estamos tranquilos sobre un punto: ninguno de nosotros tiene armas ni venenos. Vamos a colocar las drogas en sitio seguro; en la cocina hay un armario especial para guardar los cubiertos de plata.
—Todo esto es muy bonito, pero ¿quién guardará la llave? ¿Usted, supongo? —observó Blove.
El juez no respondió.
Bajaron a la cocina y descubrieron un armario. Siguiendo las instrucciones del juez, pusieron allí los diferentes productos farmacéuticos y cerraron con llave. Después, bajo la vigilancia de Wargrave, metieron el armario en el aparador, que también cerraron con llave.
Entonces dio la llave del pequeño armario a Lombard y la del aparador a Blove.
—Tienen ustedes la misma musculatura y son los más fuertes entre nosotros. Así será difícil para uno el apoderarse de la llave del otro; en cuanto a nosotros tres, no podríamos quitársela. El intento de fracturar un mueble u otro me parece insensato, pues el ruido que se haría despertaría las sospechas de los demás.
Hizo una ligera pausa y continuó:
—Tenemos que resolver aún otro grave problema. ¿Dónde está el revólver de mister Lombard?
—Me parece a mí —señaló Blove— que el propietario del arma es sólo quien puede responder a esta pregunta.
—¡Cuerno! ¿No lo he dicho? ¡Me lo han robado!
—¿Cuándo lo ha visto por última vez? —preguntó Wargrave.
—Ayer noche. Estaba en mi cajón al acostarme... preparado por si lo necesitaba.
—Entonces ha desaparecido esta mañana durante la confusión que ha ocasionado el rato en que cada uno buscaba al criado, hasta que descubrimos su cadáver.
—Seguramente está en algún sitio de la casa —declaró Vera—. Registremos un poco más.
El juez Wargrave, según su manía, se acariciaba la barbilla.
—Dudo del resultado de nuestras pesquisas. El asesino ha tenido tiempo de colocarlo en lugar seguro y desespero de encontrarlo.
Blove se expresó con voz enérgica:
—Ignoro dónde se oculta el revólver, pero me parece saber dónde encontrar la jeringuilla, síganme.
Abrió la puerta de la entrada y les condujo fuera de la casa.
Delante de la puerta del comedor vieron la jeringuilla y a su lado una estatuilla de porcelana rota... El sexto negrito. Triunfante, Blove añadió:
—La jeringuilla no podía estar en otro sitio. Después de asesinar a miss Brent, el criminal abrió la ventana y arrojó la jeringuilla, cogiendo en seguida al negrito y lanzándolo por el mismo camino.
No encontraron ninguna huella digital sobre la jeringuilla; había sido limpiada cuidadosamente.
—Ahora busquemos el revólver —dijo Vera, decidida.
—Eso es —añadió el juez—, pero hagámoslo sin separarnos; acuérdense que si no lo hacemos así favoreceremos los propósitos del loco.
Minuciosamente, desde la cueva hasta el desván, examinaron la casa, pero sin ningún resultado.
¡Ni rastro del revólver!
13


¡Uno de nosotros... uno de nosotros... uno de nosotros!

Estas palabras, repetidas sin cesar, resonaban en sus cabezas alocadas. Cinco personas vivían en la isla del Negro, obsesionadas por el miedo... Cinco personas que se espiaban mutuamente, sin molestarse en disimular su nerviosismo.
Había cinco enemigos encadenados por el instinto de conservación; no había en su trato violencias ni cortesía.
Bruscamente, todos bajaron al último escalón de la humanidad y pusiéronse al nivel de las bestias. Como una vieja tortuga fatigada, el juez Wargrave estaba encogido y con la mirada siempre alerta. Blove parecía más pesado; eran más torpes sus movimientos; su manera de andar semejaba la de un enorme oso, con los ojos inyectados de sangre. Todo él respiraba ferocidad y brutalidad; creyérasele un animal esperando caer sobre sus perseguidores.
En cuanto a Philip Lombard, sus instintos se habían agudizado. Su oído percibía el menor ruido. Su paso era más ligero y rápido, su cuerpo era más flexible y gentil. Frecuentemente sonreía, descubriendo sus dientes tan agudos y blancos.
Vera Claythorne, deprimida, pasaba la mayor parte del día recostada en un butacón; los ojos bien abiertos miraban al vacío. Se diría un pajarillo que acababa de estrellarse contra un cristal y una mano humana le ha recogido. Asustada, incapaz de moverse, esperaba sobrevivir conservando una inmovilidad absoluta.
Armstrong tenía los nervios de punta. Tics nerviosos contraían su cara; las manos le temblaban. Encendía cigarrillo tras cigarrillo para tirarlos cuando había dado unas chupadas. La inacción obligada le atacaba más que a sus compañeros. De vez en cuando lanzaba un torrente de divagaciones...
—Nosotros... no debemos estar aquí cruzados de brazos. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Tratar de encontrar el medio de salir de este infierno! ¿Y si encendiéramos un fuego grande?
—¿Con un tiempo como éste? —le respondió Blove.
La lluvia caía de nuevo a chaparrones. Un viento huracanado y el continuo tamborileo del agua azotando los cristales acababa por volverles locos.
Tácitamente, los cinco supervivientes habían adoptado un plan de campaña. Estaban en el salón y nunca más de una persona a la vez se iba de la habitación, quedándose los cuatro en espera de su regreso.
—No hay más que esperar —observó Lombard—. El cielo va a esclarecerse y entonces podremos intentar salvarnos; hacer señales, encender un gran fuego, construir una balsa, en fin, cualquier cosa.
—¡Esperar...! ¡No podemos permitirnos ese lujo! —añadió Armstrong—. ¡Estamos predestinados a morir...!
El juez declaró en voz clara, pero decidida:
—Si no estamos alerta... Pero no hay más que estar vigilando nuestras vidas...
La comida del mediodía fue despachada sin ninguna etiqueta. Los cinco se reunieron en la cocina; en la despensa encontraron gran cantidad de conservas. Abrieron una lata de lengua de vaca y dos de fruta. Comieron en pie, alrededor de la mesa de la cocina. Luego volvieron al salón, sentáronse en sus butacas y recomenzaron a espiarse los unos a los otros.
Desde entonces los pensamientos que se arremolinaban en sus cerebros volvíanse morbosos, febriles, completamente anormales.


«Ese Armstrong... me parece que me mira de una forma. Tiene los ojos de un loco... Quizá sea tan médico como yo... Es lo mismo... es un loco escapado de un manicomio y que se hace pasar por doctor... Esa es la verdad... ¿Debo decírselo a los otros? ¡Proclamar la verdad...! No, pues se pondría aún más en guardia. Por otra parte, disimula muy bien, queriendo hacernos creer que está cuerdo. ¿Qué hora es...? Sólo las tres y cuarto... ¡Oh, Dios mío! Es para volverse loco. No hay duda alguna, es Armstrong.»


«¡No me cogerán! ¡Soy lo bastante fuerte para defenderme! No sería la primera vez que me encuentro en situaciones criticas... ¿Adonde demonios ha ido a parar mi revólver...? ¿Quién lo ha robado...? ¿Quién lo tiene ahora...? ¡Nadie... claro...! Nos hemos registrado todos... nadie lo tiene... ¡pero alguien sabe dónde está!»


«Los otros se están volviendo locos... todos pierden la cabeza... tienen miedo a morir... todos tememos la muerte... yo la temo, pero esto no impide que se acerque... El coche fúnebre espera a la puerta, señor. ¿Dónde he oído eso...? La jovencita... la voy a espiar... sí, voy a vigilarla mejor...»


«Las cuatro menos veinte... ¡Dios mío, sólo las cuatro menos veinte...! El péndulo se ha parado, seguramente... no... No comprendo absolutamente nada... Esa clase de cosas no pueden ocurrir... y, sin embargo, ocurren... ¿Por qué no despertarnos? ¡Arriba! ¡Es el día del Juicio Final! No me equivoco... Si pudiese al menos reflexionar... mi cabeza, mi pobre cabeza... va a estallar... partirse en dos... Ocurren sucesos inconcebibles... ¿Qué hora es? ¡Dios mío, sólo las cuatro menos cuarto!»
«Es necesario que conserve toda mi sangre fría... Si por lo menos no perdiese la cabeza... todo está clarísimo... y combinado de mano maestra... pero nadie debe sospechar... Es preciso salvarme a toda costa... ¿A quién le tocará ahora? Eso es lo importante. ¿A quién? Sí, yo creo... ¿a él?»


El reloj dio las campanadas de las cinco, y todos se sobresaltaron.
—¿Alguien quiere tomar el té? —preguntó Vera.
Durante un momento hubo silencio.
—Yo tomaría una taza muy gustoso —dijo Blove.
Vera se levantó y añadió:
—Voy a prepararlo. Todos ustedes se pueden quedar aquí.
Wargrave le dijo muy amablemente:
—Preferimos, me parece, seguirla y mirarla cómo lo hace, querida señorita.
Vera le miró fijamente y le contestó, con una risita nerviosa:
—¡Naturalmente, ya me lo esperaba!
Los cinco se fueron a la cocina. Vera preparó el té y bebió una taza acompañando a Blove. Los otros bebieron whisky... Descorcharon una botella y cogieron un sifón de una caja que todavía no se había abierto.
—¡Dos precauciones —murmuró Wargrave— valen más que una!
Volvieron al salón, y aun cuando estaban en verano, la estancia quedaba oscura. Lombard dio la vuelta a la llave de la luz y no se encendieron las lámparas.
—No es extraordinario —indicó Lombard—. El motor no funciona; Rogers ya no puede cuidarse de él. Podríamos ir a ponerlo en marcha.
—He visto un paquete de velas en el armario. Es mejor usarlas —indicó el juez.
Lombard salió de la habitación. Los otros cuatro continuaron espiándose.
El capitán volvió con una caja de bujías y un montón de platillos. Encendieron cinco y las colocaron en diferentes sitios del salón.
Eran las seis menos cuarto.


A las seis y veinte, Vera, cansada de estar sentada y sin moverse, tomó la decisión de irse a su dormitorio y mojarse la cara y las sienes con agua fría.
Levantándose, se dirigió hacia la puerta, pero retrocedió en seguida para tomar una vela de la caja, encendiéndola y, dejando caer algunas gotas de cera en un platillo para asegurarse así de que no cayese, salió del salón.
Llegó ante la puerta de su cuarto y, al abrirla retrocedió, quedándose inmóvil... las aletas de su nariz se estremecieron... el mar... sentía el olor del mar de Saint Treddennic... Si eso era, no podía equivocarse. Pero en una isla no tenía nada de raro que se respirase la brisa del mar, pero Vera experimentaba una impresión diferente. Este olor era el mismo que el de aquel día en la playa... cuando la marea bajaba y dejaba al descubierto las rocas cubiertas de algas, secándose al sol.
«¿Puedo nadar hasta la isla, mis Claythorne? ¿Por qué no me deja ir hasta allí?»
«¡Qué niño más mimado! Sin él, Hugo hubiese sido rico... y libre de casarse con la mujer que amaba...»
«Hugo... Hugo... estaría seguramente cerca de ella... quizá le esperaba en su habitación.»
Avanzó un paso y la corriente de aire apagó la vela. En la oscuridad, Vera tuvo miedo.
«¡No seas tan tonta! ¡Por qué atormentarte? Los demás están abajo y no hay nadie en mi cuarto; me forjo unas ideas tan ridículas...»
Pero este olor... ¡este olor que evocaba la playa de Saint Treddennic...! no era imaginación, sino realidad. Seguro; había alguien en la habitación... oyó un ruido, estaba persuadida de ello... una mano fría y viscosa le tocó la garganta... una mano mojada oliendo a mar.


Vera lanzó un grito. Un grito penetrante y prolongado. El pánico se había apoderado de todo su ser. Gritó pidiendo socorro. No oyó el ruido que procedía del salón. Una silla cayó. Una puerta abierta violentamente y pasos que subían corriendo por la escalera. Vera era presa del terror.
En seguida las luces alumbraron la entrada de su habitación y todos entraron en ella. Vera recuperó un poco la serenidad.
—¡Dios mío! ¿Qué me ha pasado? ¿Qué es esto?
Estremeciéndose, cayó desvanecida. Le pareció que alguien, inclinado sobre ella, le obligaba a bajar la cabeza hasta las rodillas. Escuchó una exclamación. «¡Por favor, miren!» Al mismo tiempo, Vera se reanimó. Abriendo mucho los ojos, levantó la cabeza y vio lo que los hombres habían percibido a la luz de las bujías.
Una cinta muy larga y húmeda colgaba del techo. Esto era lo que en la oscuridad le había rozado el cuello y que tomó por una mano viscosa, la mano de un ahogado vuelto del reino de las sombras para quitarle la vida...
Vera se echó a reír. Era un alga marina... sólo un alga lo que sintió. De nuevo perdió el conocimiento. Olas enormes se echaban sobre ella. Una vez más, alguien apoyábase fuertemente sobre su cabeza, obligándola a doblar la espalda.
Le daban algo para beber y le ponían el vaso entre sus dientes. Sintió el olor del alcohol. Iba a beber agradecida, cuando una voz interior, una señal de alarma, resonó en su cabeza... Se enderezó y rechazó la bebida.
Con un tono seco, áspero, inquirió:
—¿De dónde viene esta bebida? Antes de responder, Blove la miró intensamente.
—He ido a buscarla abajo.
—No quiero beberla.
Después de un momento de silencio Lombard se echó a reír y añadió:
—¡Enhorabuena, Vera! Usted no pierde tan pronto la cabeza, a pesar del miedo que ha pasado hace un instante. Voy a buscar una botella que esté sin descorchar.
Sin saber lo que decía, Vera exclamó:
—Ya estoy mucho mejor. Prefiero beber un poco de agua.
Sostenida por el doctor Armstrong, se puso en pie, dirigiéndose al lavabo agarrada al doctor para no caerse. Abrió el grifo y llenó un vaso.
—Este coñac es inofensivo —dijo picado Blove.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntóle Armstrong.
—No he echado nada dentro —protestó Blove furiosamente—. Usted quisiera hacer creer lo contrario.
—No le acuso de nada, pero usted u otra persona habría podido envenenar esa bebida.
Lombard volvió en seguida con otra botella de whisky y un sacacorchos; dio la botella a Vera para que viera que estaba intacta.
—Tenga, muñeca, no la engañarán esta vez.
Quitó la cápsula de estaño y descorchó la botella.
—Por fortuna la provisión de licores no se agotara tan fácilmente. Este U. N. Owen es la previsión en persona.
Vera se estremeció violentamente.
Armstrong tendió su vaso, en tanto Philip lo llenaba. Este aconsejó:
—Beba, miss, acaba de sufrir un gran susto.
Vera mojó sus labios en el vaso, y los colores reaparecieron en sus mejillas.
—Afortunadamente —dijo riéndose, Lombard—, he aquí un crimen que no se ha logrado conforme al programa.
—¿Usted cree que querían matarme? —preguntó Vera.
—Esperaban... —añadió Lombard— a que muriese del susto. Esto ocurre a muchas personas. ¿Verdad, doctor?
Sin comprometerse, Armstrong respondió, ligeramente incrédulo:
—¡Hum! Nada se puede afirmar. Miss Claythorne es joven y fuerte... no padece debilidad cardíaca... por otra parte.
Cogió un vaso de coñac traído por Blove y mojó el dedo, probándolo después con precaución. Su expresión no cambió, añadiendo con cierta desconfianza en su voz:
—Tiene el sabor normal. 
Blove se abalanzó colérico contra el doctor.
—Diga que lo he envenenado, y le aseguro que le rompo la cara.
Vera, reconfortada gracias al coñac, desvió la conversación, preguntando:
—¿Dónde está mister Wargrave?
Los tres hombres cruzaron sus miradas.
—¡Qué raro, creía que había subido con nosotros!
—También yo —dijo Blove—. Doctor, usted subía detrás de mí.
—Tenía la impresión —añadió Armstrong— de que me seguía. Claro que como es un viejo anda más despacio que nosotros.
—No lo comprendo —dijo Lombard.
—Vamos a buscarle —propuso Blove.
Se dirigió hacia la puerta, los otros dos hombres le siguieron y Vera cerraba la puerta. Cuando bajaban la escalera, Armstrong expuso:
—Seguramente debe haberse quedado en el salón.
Atravesaron el vestíbulo y el doctor llamó al juez en voz alta:
—Wargrave, Wargrave, ¿dónde está usted?
¡Ninguna respuesta! Un silencio mortal quebrado tan sólo por el ruido monótono de la lluvia.
Cuando llegaron a la entrada del salón, Armstrong se detuvo. Los demás, tras él, miraban por encima de sus hombros. ¡Alguien lanzó un grito!
El juez Wargrave estaba sentado al fondo de la habitación en una butaca de alto respaldo. Dos bujías brillaban en cada uno de sus lados. Pero lo que más les sorprendió fue que estaba vestido con su toga roja de magistrado y la peluca sobre su cabeza.
El doctor hizo un signo a los demás para que retrocedieran. Atravesó la habitación como un hombre ebrio y se acercó al juez. Con la mirada fija en él, se inclinó sobre el magistrado y examinó su semblante inerte. Con gesto brusco le quitó la peluca, ésta cayó al suelo, dejando al descubierto la frente, en la que apareció un agujero redondo, teñido de rojo, de donde salía una sustancia viscosa.
Armstrong le levantó la mano, tomándole el pulso; volvióse a los demás y les dijo emocionado:
—Ha sido muerto de un tiro.
—¡Dios mío...! —gritó Blove—: ¡El revólver!
—Ha recibido la bala en mitad de la cabeza, la muerte fue instantánea —afirmó el doctor. 
Vera se paró delante de la peluca y dijo con voz en que el horror y el miedo la angustiaban:
—¡La lana gris que perdió miss Brent...!
—Y la cortina de hule rojo —añadió Blove— que faltaba en el cuarto de baño.
—He aquí la causa —observó Vera— de la desaparición de esos objetos.
De repente Lombard estalló en una risa nerviosa, y recitaba al mismo tiempo.
—¡Cinco negritos estudiaron Derecho y uno de ellos se doctoró y quedaron cuatro! Este es el final de Wargrave, el juez sanguinario. ¡Ya no se pondrá más el birrete negro! ¡Ya no enviará más inocentes al cadalso! ¡Por ultima vez ha presidido el tribunal! ¡Lo que se reiría Edward Seton si se encontrase aquí!
Esta explosión de cólera escandalizó a los demás.
—No sea así —exclamó Vera—. Esta mañana usted mismo le acusaba de ser el asesino desconocido.
La cara de Lombard cambió de expresión. Ya calmado, dijo en voz baja:
—En efecto, le he acusado... pero me equivoqué. Otro de nosotros que reconocemos era inocente... ¡demasiado tarde!
14


Transportaron el cuerpo del juez Wargrave a su habitación y le pusieron en la cama. Después bajaron al vestíbulo y se pararon, indecisos, mirándose unos a otros.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Blove.
—Primero cuidemos de reparar nuestras fuerzas. Es preciso comer para vivir —se apresuró a contestar Lombard.
Una vez más se volvieron a la cocina; abrieron una lata de lengua de vaca y los cuatro comieron maquinalmente y sin gran apetito.
—¡Jamás volveré a comer lengua! —exclamó Vera.
Cuando terminaron de comer, permanecieron sentados alrededor de la mesa, mirándose unos a otros.
—Ahora no somos —dijo Blove— más que cuatro. ¿Quién será el próximo?
El doctor le miró intensamente y le dijo:
—Tomemos toda clase de precauciones... 
Se interrumpió y Blove hizo esta observación:
—Las mismas palabras que dijo... y ¡ahora está de cuerpo presente!
—No sé —dijo el doctor, muy extrañado— cómo ha ocurrido.
Lombard lanzó una exclamación:
—¡La jugada ha sido estupenda! La cuerda fue atada en el techo del cuarto de miss Claythorne y ha desempeñado el papel previsto por el asesino. Nos precipitamos en su dormitorio ante la creencia de que ella acababa de ser asesinada, y, aprovechando esta confusión, alguien ha suprimido al viejo juez, que no estaba vigilado.
—¿Cómo explicarse —preguntó Blove— que nadie haya oído el disparo?
Lombard inclinó la cabeza pensativamente.
—En esos momentos miss Vera gritaba como una condenada, con el ruido del viento y nosotros corriendo y llamándola, es lógico que no hayamos oído nada. Pero ahora no nos engañará tan fácilmente. Tendrá que ser más listo la próxima vez.
—Contémonos —añadió Blove. El tono de su voz era desagradable; los otros cambiaron una mirada.
—Somos cuatro —dijo Armstrong— y no sabemos cuál...
—¡Yo lo sé! —afirmó Blove.
—Jamás he dudado... —comenzó a decir Vera.
—Yo creo realmente conocer... —insinuó Armstrong con calma.
—A mí me parece —añadió Lombard— que mi idea es la buena.
De nuevo todos se miraron entre sí. Vera se levantó casi tambaleándose, y dijo:
—Me siento muy mal y voy a acostarme. No puedo más.
—Haríamos bien en imitar su ejemplo —dijo Lombard—, ¿para qué quedarnos aquí mirándonos?
—Me parece muy bien —añadió Blove.
—Será mejor —indicó el doctor— subir a nuestras habitaciones, aunque alguno de nosotros no pueda dormir.
—Me gustaría saber dónde está ahora el revólver.
Los cuatro subieron silenciosamente la escalera y la escena que siguió fue digna de un «vaudeville».
Cada uno estaba delante de su habitación con la mano puesta en el pomo de la cerradura. Como si hubiesen esperado una señal entraron al mismo tiempo, cerrando la puerta y se oyó el ruido de cuatro cerrojos, el arrastrar de muebles y rechinar de las llaves.
Cuatro seres humanos muertos de terror montaron su barricada para pasar la noche.


Philip Lombard lanzó un suspiro de satisfacción cuando puso una silla tras la puerta. Se dirigió hacia la mesilla de noche y puso encima la vela. Se miró al espejo para estudiar sus rasgos y se dijo a sí mismo:
«Ya puedes hacerte el fuerte, pero todas estas historias comienzan a turbarte el cerebro.»
Desfloróse nuevamente su sonrisa de lobo. Se desnudó y puso el reloj encima de la mesilla. Abrió el cajón y se sobresaltó, pues allí estaba el revólver.


Vera Claythorne estaba acostada. La vela seguía encendida; no tenía valor para apagarla, la oscuridad le daba miedo.
No cesaba de repetirse lo mismo: «Debo estar tranquila hasta mañana. ¡Nada ocurrió la noche pasada, nada ocurrirá esta noche! He cerrado con llave y cerrojo la puerta, nadie puede entrar en mi habitación.»
Pensaba:
«Es cierto; puedo quedarme encerrada en mi cuarto... La cuestión de la comida es secundaria. Será posible esperar aquí hasta que vengan en nuestro socorro, pero si tengo que permanecer en mi dormitorio un día o dos...»
Estaba encerrada en su dormitorio... ¡bien!
Pero ¿esto seria posible?
¿Tendría valor para no salir de su cuarto? ¿Tendría que estar muchas horas sin hablar a nadie ni cambiar impresiones!
Los recuerdos amontonáronse en su cabeza. Todos eran lo mismo... Hugo... Ciryl... ese niño horrible que no cesaba de importunarla... ¿Por qué no me deja nadar hasta la roca, miss Claythorne? Siempre... estas palabras grabadas en su mente. Hasta que... «Tienes que comprenderlo Ciryl; si te dejo, mamá estará angustiada por ti. Pero mañana nadas hasta las rocas mientras yo entretengo a mamá para que no te vea, y cuando estés encima de las rocas haces señas y verás qué contenta se pone; para ella será una sorpresa.»
«¡Ah! Es usted muy amable, miss Claythorne... esto me resultará delicioso.»
Se lo prometió porque Hugo estaría en Newgray todo el día, y cuando volviese todo estaría terminado... se lo había prometido.
Pero ¿y si no ocurriese nada? Ciryl diría que miss Vera le dejó ir hasta las rocas. Pero había que correr el riesgo, pues de lo contrario... No ocurriría esto, pues la corriente es tan fuerte, no sólo para un niño, sino para una persona mayor. Y si se salvara diría: «Si yo te lo he prohibido siempre, ¿por qué mientes?»
Nadie sospecharía de ella.
¿Hugo lo había sospechado? ¿Qué significó la mirada tan extraña que le dirigió después del... accidente? ¿Lo sabía Hugo?
Desapareció de su vida y jamás contestó a sus cartas... ¡Hugo!
Vera se revolcaba por la cama. No, no. Era preciso no pensar más en Hugo. Su recuerdo le hacía sufrir demasiado. Todo terminó. Debía borrar de su alma la imagen de Hugo. ¿Por qué esta noche tuvo la sensación de que estaba a su lado?
No podía dormirse y al levantar sus ojos hacia el techo vio el cordón colgado y se estremeció al recordar aquella mano viscosa que le rozó el cuello... Ese cordón en medio de la habitación le fascinaba, atraía irresistiblemente su mirada.


El ex inspector Blove, sentado en su cama, con los ojos inyectados de sangre, espiaba las sombras del cuarto. Parecía una bestia salvaje al acecho de su enemigo.
Inútilmente probó dormirse. La amenaza del peligro era cada vez más angustiosa. De diez personas sólo quedaban cuatro; a pesar de todas las precauciones, el viejo magistrado sucumbió como los demás.
«Estemos alerta», es lo que dijo ese viejo. ¡Cuando presidía el tribunal se creía un dios! ¡Pero con todo, recibió su merecido! ¡Ahora no necesitaba estar alerta!
De las diez personas desembarcadas en la isla, sólo cuatro vivían aun.
Pronto una séptima víctima caería, pero no sería ésta William Henry Blove; vigilaría.
Pero ¿dónde estaba ese demonio de revólver? Este era el lado angustioso de la cuestión... el revólver... la frente surcada de arrugas, los párpados cerrados, Blove meditaba sobre la desaparición del revólver.
En el silencio de la noche oyó dar las doce en el reloj. Sus nervios se tranquilizaron un poco y se tumbó en la cama, sin desnudarse.
Permanecía inmóvil, sumido en sus pensamientos.
Pasaba revista, con todo, a todos los acontecimientos ocurridos en la isla del Negro con el mismo escrúpulo con que procedía en la redacción de sus partes policíacos cuando estaba en Scotland Yard. Para descubrir la verdad no hay que desperdiciar ningún detalle.
La llama de la vela amenazaba apagarse. Aseguróse que tenía a mano las cerillas y sopló la luz. Cosa rara; la oscuridad redobló su inquietud, su cerebro estaba invadido por terroríficas imágenes. Caras flotaban en el aire; la del juez con su peluca de lana gris; la de mistress Rogers con su delantal; la cara convulsa de Anthony Marston y una cara que no había visto, mas no era en la isla... hacía mucho tiempo... No podía decir quién era... ¡Ah! sí, era Landor. ¿Cómo había olvidado esa cara? Landor estaba casado y tenía una niñita de unos cuatro años. Se preguntaba por primera vez qué habría sido de ella y de su madre.
¿Dónde estaba el revólver? Esta pregunta dominaba sobre las demás. Cuanto más lo pensaba más lío se hacía. No lograba entender cómo pudo desaparecer... Alguien sabía dónde estaba.
En el reloj sonó la una de la noche.
Los pensamientos cesaron de repente. Siempre alerta se sentó en la cama; acababa de percibir un ruido muy tenue al otro lado de la puerta. Alguien se removía en la casa envuelta en tinieblas.
El sudor resbalaba por su frente. ¿Quién se deslizaba tan furtivamente por el pasillo? Alguno que tenía intenciones criminales... Blove lo hubiese jurado.
A pesar de su peso, saltó de la cama sin hacer ruido y se acercó a la puerta para escuchar. Pero no oyó nada, aunque estaba seguro de no haberse equivocado. Los pasos se habían percibido cerca de la puerta. Los cabellos se le erizaron.
Ahora conocía por primera vez el miedo.
Alguien se deslizaba furtivamente... de nuevo escuchó... pero el silencio se hizo...
Tuvo la tentación de abrir la puerta y salir a ver quién era. ¡Si tan sólo pudiera descubrir al ser que se arrastraba en la oscuridad! Pero fuera locura el abrirla; esto a bien seguro es lo que esperaba el otro, que saliese de su dormitorio impulsado por la curiosidad.
Se puso rígido de miedo. Le parecía oír ruidos... Murmullos... crujidos... Pero su cabeza los tomaba por lo que no era en realidad más que fruto de su imaginación...
De repente percibió un ruido... esta vez no era ilusión... pisadas que eran sólo perceptibles al oído muy ejercitado de Blove. Andaba a lo largo del pasillo (las habitaciones de Lombard y Armstrong estaban al fondo) y pasaron delante de su puerta sin la menor vacilación.
En este momento tomó la decisión de saber quién era el noctámbulo. Ahora bajaba la escalera. ¿Adonde iba?
De puntillas se fue a la cama. Puso la caja de cerillas en su bolsillo, quitó el enchufe de la lámpara, arrolló el flexible en el brazo de ésta, que era de acero cromado, y pensó que el aparato le serviría en caso de necesidad de arma. Con mil precauciones y descalzo, retiró la silla, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Avanzó por el pasillo y llegó hasta él desde el vestíbulo un ligero ruido. Se dirigió a la escalera. Comprendió en este momento por qué había oído tan distantemente los pasos, pues el viento se había calmado y el cielo se despejaba. Por la ventana del pasillo un pálido rayo de luna iluminaba el vestíbulo y vio una figura humana que salía por la puerta principal.
Bajó los peldaños de cuatro en cuatro en su persecución, pero se detuvo en seco. ¡Una vez más iba a conducirse como un imbécil! ¡No iba a caer en la trampa que te preparaba el fugitivo para atraerlo fuera de la casa!
Pero ¡el otro sí que acababa de hacer una bobada! Sólo tendría que examinar cuál de las tres habitaciones ocupadas por los hombres estaba vacía.
Corriendo volvió al pasillo y llamó a la puerta de Armstrong. Ninguna respuesta. Esperó un minuto y golpeó en la de Lombard. La respuesta vino en seguida.
—¿Quién está ahí?
—Blove. Armstrong no está en su cuarto, espere un minuto. 
Llamó a la de Vera:
—¡Miss Claythorne! ¡Miss Claythorne! La voz asustada de Vera se oyó:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Rápidamente se volvió hacia la puerta de Lombard y éste ya estaba de pie con una vela en la mano izquierda y la derecha metida en el bolsillo del pijama.
—Pero ¿qué demonios pasa? 
Blove le explicó la situación en dos palabras. Los ojos de Lombard centellearon.
—¿Entonces es Armstrong? Se dirigió hacia la puerta del médico y le dijo a Blove:
—Perdóneme, pero ahora no creo sino lo que veo.
Golpeó la puerta.
—Armstrong... Armstrong... 
Ninguna respuesta. Arrodillándose, Lombard miró por la cerradura.
La llave no estaba en la puerta.
—Ha debido —dijo Blove— cerrar y llevarse la llave.
—La precaución es lógica —afirmó Lombard—. Vamos por él. Esta vez lo tenemos. Espere un segundo.
Corrió hacia la puerta de Vera y la llamó:
—¿Vera?
—Sí.
—Vamos a la captura del doctor, que no está en su habitación. Sobre todo no abra la puerta, ¿comprende?
—Sí, comprendo.
—Si Armstrong sube y le dice que tanto Blove como yo hemos muerto, no haga caso. No abra la puerta más que a Blove o a mí si la llamamos. ¿Comprende?
—Sí, no soy tan tonta.
—¡Perfectamente! —aprobó Lombard. 
Se reunió con Blove y dijo:
—Y ahora corramos tras él. La caza comienza.
—Estemos alerta —recomendó Blove—. No olvide que tiene un revólver.
—¡En eso se equivoca usted! 
Abrió la puerta y le señaló:
—El cerrojo no está echado... Podría volver de un momento a otro. Soy yo quien tiene el revólver. Esta noche lo volví a encontrar en mi mesilla, lo habían puesto otra vez.
Blove se paró en la misma puerta y Lombard notó la palidez de su rostro y le dijo enfadado:
—¡No haga el idiota, Blove! No voy a matarle, y si tiene miedo quédese en su cuarto, pero voy en persecución de Armstrong.
Y se alejó bajo el claro de luna. Blove dudó un instante y le siguió. Pensaba mientras andaba: «Tengo la impresión de ir tras mi desgracia. Después de todo...»
Después de todo no era la primera vez que tenia que habérselas con criminales armados. Blove tenía muchos defectos, pero no le faltaba el valor ante el peligro. La lucha en terreno descubierto no le daba miedo, pero el peligro tachado de sobrenatural le horrorizaba.


Vera esperaba los resultados de la persecución; se volvió y arregló. Miró a la puerta dos o tres veces; era sólida y capaz de no ceder. Además estaba echada la llave y el cerrojo y una silla bajo el pomo de la cerradura. Para derribarla se necesitaba un hombre más fuerte que el doctor.
Vera pensaba que Armstrong, para cometer un crimen, emplearía la astucia y no la fuerza, y se entretuvo en pensar lo que podía suceder.
Según Lombard, podría anunciar la muerte de uno de los dos, pretendiendo estar herido, para que abriese la puerta y le curase. Otras eventualidades se presentaban a su examen. El anunciaría, por ejemplo, que la casa estaba ardiendo. El mismo podría provocar un incendio. Después de haber atraído a los dos hombres fuera, podía echar una cerilla encendida sobre una cantidad de esencia derramada por él con anticipación. Y ella, como una tonta, permanecería emparedada en su habitación hasta que fuese demasiado tarde.
Dirigióse hacia la ventana. La altura no tenia nada de particular. En caso de necesidad podría salvarse saltando por allí. Sería un salto regular, pero abajo había un arriate florido que amortiguaría el golpe de la caída.
Se sentó delante de la mesa y empezó a escribir en su diario para matar el tiempo.
Bruscamente se puso rígida y se quedó escuchando.
Creyó oír abajo un ruido que parecía el de cristales rotos. Se quedó sin moverse por ver si se repetía.
Creyó percibir pasos furtivos, crujimiento en la escalera, pero nada de ello definido, y acabó como Blove, por creer que era producto de su imaginación excitada.
En seguida le llegaron, más correctos. Voces que murmuraban... murmullos, pisadas fuertes subían la escalera, puertas que se abren y se cierran, ruidos en el desván y, por último, pasos en el pasillo y la voz de Lombard que decía:
—¡Vera! ¿Está usted ahí?
—Sí, ¿qué pasa? 
La voz de Blove:
—¿Quiere usted abrirnos?
La joven fue hacia la puerta, quitó la silla, dio la vuelta a la llave en la cerradura y descorrió el cerrojo. Quedó la puerta abierta. Los dos hombres jadeaban y sus pies y los bajos del pantalón estaban mojados. Vera insistió:
—Pero ¿qué pasa? Lombard respondió:
—¡Armstrong ha desaparecido!


Vera se sobresaltó.
—Pero ¿qué dice?
—Se ha eclipsado en la isla —confirmó Blove—. Escamoteado como en una función de magia.
—Todo esto es estúpido —dijo Vera—. Se oculta en algún sitio.
—¡De ninguna manera! —añadió Blove—. No hay ningún sitio en la isla para ocultarse.
—El acantilado está tan desnudo como su mano, miss Vera.
—Además de no haber vegetación, la luna iluminaba como si fuese de día. No hemos podido encontrarle.
—Ha vuelto a la casa —aventuró Vera.
—Ya lo pensamos —añadió Blove—, y hemos rebuscado desde la cueva al desván. No, no está aquí, se lo aseguro, ha desaparecido como el humo.
—¡No creo una palabra!
—Sin embargo —intervino Lombard—, es la verdad.
Después de una pausa añadió:
—Quiero ponerla al corriente de otro pequeño detalle. Un cristal del comedor ha sido roto... y no quedan más que tres negritos en la mesa.
15


Tres personas estaban sentadas en la cocina desayunando. Afuera, el sol brillaba como anunciador de un día espléndido, pues la tempestad se había apaciguado.
Este cambio de tiempo operó una transformación en los caracteres de los tres prisioneros de la isla. Les parecía salir de una pesadilla. El peligro continuaba existiendo, pero desaparecía el miedo con el día soleado. La atmósfera de horror que sufrieron la víspera con el huracán y la lluvia se había disipado.
Lombard sugirió a sus compañeros:
—¿Y si probásemos a hacer señales heliográficas con la ayuda de un espejo poniéndonos en el punto más elevado de la isla? Algún inteligente pescador comprenderá que se trata de un S.O.S. y por la noche encenderemos un gran fuego. Desgraciadamente no tenemos mucha madera; por otra parte puede ocurrir que crean los del pueblo que se trata de un fuego amenizado con danzas y canciones.
—Seguramente —observó Vera— alguien de la costa conocerá el alfabeto Morse y no tardarán en venir a socorrernos... antes de que anochezca.
—El cielo está despejado —indicó Blove—, pero el mar continúa embravecido. Las olas son terribles y me parece que una barca no podría llegar a la isla hasta mañana.
—Otra noche que pasar aquí —exclamó Vera.
Lombard alzó los hombros.
—Más vale tomarlo con resignación. Estaremos a salvo antes de veinticuatro horas, confío en ello. Si podemos sostenernos durante ese tiempo, lo lograremos.
—Será interesante —dijo Blove— examinar la situación.
—¿Qué le ha ocurrido a Armstrong?
—Creo que tenemos una pieza de convicción; en el comedor no quedan más que tres negritos. Eso indica que el doctor ha recibido su golpe de gracia.
—Entonces... —replicó Vera—, ¿cómo es que no encuentran su cadáver?
—Han podido echarlo al mar —observó Blove.
—¿Quién? —preguntó Lombard—. ¿Usted? ¿Yo? Usted le ha visto anoche salir por la puerta y usted ha venido a buscarme a mi dormitorio. Juntos hemos registrado las rocas y la casa. ¿Cómo diablos habrá tenido tiempo de matarlo y transportar su cadáver a otra parte de la isla?
—Lo ignoro —dijo Blove—, pero de todas maneras yo sé una cosa.
—¿Qué? —preguntó Philip.
—Con respecto al revólver, a él me refiero, es el de usted y aún está en su poder. Nada me prueba que se lo robaran.
—Pero ¡qué me está contando, Blove! Usted sabe perfectamente que todos hemos sido registrados con escrupulosidad.
—¡Cuerno! Lo escondió antes de que se hiciera el registro. Después lo ha recuperado.
—¡Cabeza de mula! Le juro que he vuelto a encontrarlo en el cajón y he sido yo d primer sorprendido.
Sin fuerzas para convencerle, Lombard se volvió de espaldas.
—No..., ¿pero por quién me toma usted? —exclamó Blove—. ¿Voy a creer que Armstrong u otro cualquiera se lo ha devuelto?
—No tengo la menor idea. Todo parece insensato, esta historia do tiene ni pies ni cabeza.
Blove prestó su asentimiento.
—Efectivamente, podía haber inventado usted otra mejor.
—Eso prueba que le he dicho la verdad.
—Escúcheme, señor Lombard; si es usted un hombre honrado como pretende serlo... 
Philip le interrumpió:
—¿Cuándo he reivindicado ese título de honradez?
Blove continuó imperturbable:
—Si nos ha contado la verdad, no nos queda sino un partido que tomar. En cuanto usted conserve ese revólver, miss Claythorne y yo estamos a merced suya. El único medio de tranquilizarnos es el de guardar el arma con los otros objetos encerrados en el armario. Usted y yo continuaremos teniendo las llaves.
Philip Lombard encendió un cigarrillo.
Lanzó una bocanada y dijo:
—¡No sea usted idiota!
—¿No acepta mi proposición?
—No; ese revólver me pertenece... lo necesito para defenderme... y me lo guardo.
—En ese caso debemos convenir en que...
—¿Yo soy U. N. Owen? Piense lo que quiera. Pero si esto fuera así..., ¿por qué no le he matado esta noche con el revólver? He tenido veinte ocasiones para hacerlo.
Blove bajó la cabeza y dijo:
—No lo sé, lo confieso. Sin duda tiene usted sus razones.
Vera no había tomado la menor parte en esta discusión. Por último medió entre ambos diciendo:
—Se portan ustedes como dos idiotas.
—¿Por qué? —preguntó, mirándola, Lombard.
—¿Olvidan ustedes la canción de cuna? Y con voz en la que la malicia se recalcaba, recitó:

Cuatro negritos se fueron al mar. Un arenque se tragó a uno de ellos Y no quedan más que Tres.

Miss Vera continuó:
—Armstrong no ha muerto. Se ha llevado el negrito de porcelana para hacer creer en su muerte. Usted dirá lo que quiera... pero yo sostengo que Armstrong aún está en la isla. Su desaparición no es más que una estratagema para desviar nuestras sospechas.
—Quizá tenga usted razón —le dijo Lombard sentándose. 
Blove objetó:
—Su argumentación es muy sutil, pero... ¿dónde se ha refugiado nuestro hombre? Hemos registrado la isla en todos sentidos.
Desdeñosamente repuso miss Claythorne:
—Ustedes también buscaron por todas partes para encontrar el revólver... sin resultado. Sin embargo, el arma no ha desaparecido de la isla.
Lombard murmuró:
—¡Caramba! Hay gran diferencia de tamaño entre un revólver y un hombre.
—Poco importa —repitió Vera—, tengo la seguridad de no equivocarme. 
Observó Blove:
—Nuestro hombre se ha traicionado en esta canción, hubiera podido modificar algo.
—¡No se dan cuenta de que tratamos con un loco! Es insensato el cometer crímenes siguiendo las estrofas de una canción de cuna. El hecho de disfrazar al juez con una cortina roja, de matar a Rogers en el momento en que cortaba leña, envenenar a mistress Rogers para que no se despertase más, de poner una abeja en la habitación cuando miss Brent estaba muerta, creo no son sino crueles juegos de niños. ¡Es preciso que todo concuerde!
—En efecto —aprobó Blove. Reflexionó un minuto y siguió diciendo—: En este caso la isla no tiene colección zoológica para ajustarse a la estrofa siguiente. Tendrá que buscarla para conseguir sus fines.
La joven les gritó:
—¡Ustedes no saben nada! El zoo, la colección zoológica... ¡somos nosotros! Ayer noche no teníamos nada de seres humanos, se lo aseguro... ¡Nosotros formamos el parque zoológico!


Pasaron la mañana sobre las rocas del acantilado dirigiendo por todas partes, con un espejo, los rayos del sol hacia la costa. Nadie parecía ver sus señales; en todo caso, no respondían. El tiempo era bueno, una ligera niebla flotaba. A sus pies el mar rugía con sus olas gigantescas.
Ningún barco aparecía en el horizonte.
Hicieron un nuevo registro por la isla sin resultado.
Vera miró hacia la casa y no pudo por menos de exclamar:
—Estamos mejor aquí, al aire libre, que en la casa. No debemos volver a ella. 
—Su idea es excelente —observó Lombard—. Aquí estamos más seguros, pues vemos si alguien sube y nos quiere atacar.
—Quedémonos aquí —concluyó Vera.
—Me parece muy bien —observó Blove—. Pero tendremos que ir esta noche a dormir.
—Esta idea me horroriza —dijo Vera, estremeciéndose—. No podría soportar otra noche como la que acabamos de pasar.
—No tenga miedo —le consoló Lombard—. En cuanto esté usted encerrada se sentirá segura.
Vera murmuró no muy tranquila aún:
—Quizá sí... ¡Es muy agradable volver a ver el sol!
«¡Qué raro! Estoy casi contenta y sin embargo sigue el peligro. Será por el aire que me da fuerzas... y me siento invulnerable a la muerte», pensaba.
Blove miró su reloj de pulsera.
—Las dos. ¿Comemos?
—Le repito lo de antes —contestó Vera con obstinación—. No entraré en la casa. Me quedo aquí... respiro a pleno pulmón.
—Vamos, no sea así, miss Claythorne, sea razonable. Hay que tomar algún alimento para sostener nuestras fuerzas.
—La sola idea de una lata de lengua en conserva me produce náuseas —dijo Vera—. No quiero comer absolutamente nada. Ciertas personas sometidas a régimen pasan a veces muchos días sin probar bocado.
—Pues yo —añadió Blove— tengo que comer tres veces al día. ¿Y usted, Lombard?
—Tampoco me vuelvo loco por la lengua en conserva. Haré compañía a miss Vera.
Blove dudaba si marcharse y Vera le indicó:
—No tema por mí. No pienso que pueda matarme Lombard, en cuanto usted vuelva la espalda. Si es eso lo que le detiene, váyase tranquilo.
—Si así piensa, peor para usted. Aunque no deberíamos separarnos.
—¿Es absolutamente preciso que vaya usted a la guarida de la fiera?
—Le acompañaré si quiere —ofreció amablemente Lombard.
—No, gracias. Quédese aquí. 
Philip se echó a reír.
—¿Todavía sigo dándole miedo, Blove? Pero ¿no comprende que si tuviese ganas de pegarles un tiro ahora a los dos, nadie podría impedírmelo?
—Sí, pero esto sería contrario al programa —observó Blove—. ¿No debemos desaparecer de uno en uno y de cierta manera? En el fondo no me siento muy seguro al pensar que estaré solo en la casa...
—Y —acabó Lombard con ironía— quisiera usted que yo le prestase mi revólver, ¿verdad? No, amigo mío, eso sería demasiado fácil. No se lo presto.
Blove alzó los hombros y bajó la cuesta que conducía a la casa.
—Esto es cual la comida de las fieras del parque zoológico... A los animales les gusta comer a horas fijas.
—¿Es que Blove peligra yendo a la casa? —preguntó Vera inquieta.
—No en el sentido que usted se imagina. Armstrong no tiene armas y físicamente Blove es dos veces más fuerte que él... A mi juicio Armstrong no está en la casa... yo sé que no está...
—Entonces, si Armstrong no está...
—Es Blove, sin duda alguna —interrumpió Philip.
—¿De veras cree usted eso?
—Escúcheme, querida amiga. Usted ha oído la versión de Blove. Si la tiene por cierta, yo soy inocente en absoluto de la desaparición del doctor. Sus palabras me disculpan pero no a él. Cuenta haber oído pasos durante la noche y visto a un hombre huir por la puerta de delante, pero todo esto pueden no ser sino mentiras. El ha podido desembarazarse de Armstrong sin impedimento alguno dos horas antes.
—¿De qué manera? 
Lombard encogió los hombros.
—Lo ignoramos. Pero si quiere creerme, sólo es temible una persona: ¡Blove...! ¿Qué sabemos nosotros de él? Menos que nada. Probablemente no ha pertenecido nunca a la policía. Puede ser cualquier cosa: un millonario quebrado... un hombre de negocios chiflado... un loco fugado de un manicomio, un hecho permanece indiscutible: que él ha podido cometer toda esa serie de crímenes.
Vera palideció y murmuró suspirando:
—¿Y si entre tanto... nos atacara? 
Lombard respondió dulcemente, acariciando en su bolsillo la culata de su revólver:
—Ya vigilo... ¡Esté tranquila!
Después miró a la joven con curiosidad.
—Ha puesto usted en mi una confianza absoluta, Vera; por ello me siento profundamente conmovido... ¿por qué está tan convencida de que no he de matarla?
—Hay que confiar en alguien —respondió Vera—. Creo que se equivoca usted acusando a Blove. Desconfío del doctor.
De repente se volvió hacia su compañero:
—¿No tiene usted la sensación de estar espiado todo el día?
—Eso son los nervios.
—¿Ha sufrido también, pues, esa sensación? —insistió Vera.
Temblorosa, se aproximó más hacia el joven.
—Dígame, ¿no piensa usted...? 
Se interrumpió, pero al cabo de un instante, siguió diciendo:
—Una vez leí un libro en que se trataba de dos jueces enviados por el Tribunal Supremo a un pueblecito de América, para aplicar justicia absoluta. Aquellos magistrados venían de un mundo sobrenatural...
Lombard enarcó las espesas cejas y, burlándose, interrumpióla:
—¿Bajaban del cielo sin duda? No creo en lo sobrenatural. Nuestra cuestión es bien humana.
—En algún momento lo dudo.
Philip la miró un buen rato y declaró:
—Es el remordimiento que la persigue. 
Tras un breve silencio, preguntó Lombard:
—Usted dejó que el niño se ahogara, ¿no es cierto?
Vera respondió indignada:
—¡No, no! ¡Le prohíbo que insinúe tal cosa!
Se puso a reír Lombard.
—¡Oh, sí!, pequeña, yo ignoro el motivo, pero adivino un hombre en todo eso.
Una repentina lasitud, un completo abatimiento abrumaron a la joven, que balbució con voz monótona:
—Sí, hay un hombre...
—Gracias..., es todo lo que quería saber. 
Vera se puso rígida de pronto y exclamó con voz ahogada por el miedo:
—¿No ha oído, Lombard? Creyérase un temblor de tierra.
—No, pero es raro, se ha producido como una sacudida y hasta me parece haber oído un grito. ¿Y usted, lo oyó también?
Los dos se miraron y volvieron sus ojos hacia la casa.
—El ruido ha venido de ese lado. Vamos a ver por qué pasa.
—No, yo no voy —dijo ella.
—Como usted quiera, pero yo corro para ver lo que ha sucedido.
Contra su voluntad, Vera se resignó y le siguió.
Los dos llegaron a la casa. La terraza parecía un sitio apacible bajo el sol. Dudaron un instante antes de entrar por la puerta principal y dieron la vuelta a la casa prudentemente. Descubrieron a Blove tendido, con los brazos en cruz, sobre la terraza orientada al Este. La cabeza la tenía aplastada por un enorme bloque de mármol blanco.
—¿Quién ocupaba —preguntó Lombard— la habitación de encima?
—Yo... Y reconozco el reloj de mármol que estaba en mi cuarto sobre la chimenea... tenía la forma de un oso.
Y repitió excitada:
—¡Tenía la forma de un oso!


Philip la cogió por los hombros y con voz ronca de cólera le dijo:
—Ahora estamos seguros de que el doctor se oculta en algún sitio. Esta vez no se me escapa.
Vera le retuvo diciéndole:
—¡Descuide, por favor! Ahora nos toca a nosotros, pues lo que quiere es que vayamos en su busca. Cuenta con ello.
—Tiene usted razón, quizá —dijo Lombard, cambiando de opinión.
—En este caso no me he equivocado; ya le decía que el doctor era culpable.
—¡Si es materialmente imposible! Blove y yo hemos registrado toda la isla palmo a palmo y luego la casa. Hemos escudriñado todos los rincones de la casa y le juro que no hay sitio para ocultarse en ella. ¡Es para volverse loco!
—Ustedes han debido equivocarse.
—Quisiera asegurarme.
—¿Usted quiere asegurarse? Eso es precisamente lo que espera. El le tiende esta emboscada.
—No olvide que tengo un revólver —dijo Lombard sacándoselo del bolsillo.
—Eso decía usted también de Blove, que era más fuerte que el doctor. Pero lo que no tiene usted en cuenta es que se trata de un loco furioso y un loco es más peligroso que un ser normal. Desarrolla dos veces más astucia y fuerza que nosotros.
—Bueno, quedémonos aquí —Lombard volvió a guardarse el revólver— ¿Qué vamos a hacer cuando llegue la noche?
Vera no respondió y Lombard continuó irritado:
—Usted no piensa en eso. 
Desesperada, repetía maquinalmente:
—¿Qué nos pasará, Dios mío? ¡Tengo miedo!
—El tiempo es bueno y tendremos luna. Podemos buscar un sitio en el acantilado. Allí pasaremos la noche y sobre todo no debemos dormirnos. Montaremos la guardia toda la noche y si sube alguien le mataré —tras una ligera pausa—: Claro que usted tendrá frío con ese traje tan ligero.
—¿Frío? Tendré más frío si muero —dijo Vera con sonrisa forzada.
Se levantó y dio algunos pasos, inquieta.
—Voy a volverme loca si me quedo aquí inmóvil. Caminemos un poco.
—Si usted quiere —asintió Lombard.
Lentamente anduvieron por el acantilado. El sol descendía hacia su ocaso y su luz tomaba suaves tonalidades y les envolvía en su manto dorado.
—Lástima que no podamos bañamos —dijo Vera sonriendo nerviosa.
Philip miraba al mar y de repente gritó:
—¿Qué hay ahí abajo? Usted no lo ve... cerca de esa roca... No... un poco más lejos a la derecha.
Vera miraba fijamente al lugar indicado.
—Diría que es un paquete de ropa.
—¿Entonces es un bañista? ¡Qué extraño! Creo que es un montón de algas.
—Vamos a ver qué es —repuso ella.
—Son trajes —anunció Lombard—. Mire, un zapato. Venga por aquí.
Ayudándose con pies y manos avanzaron sobre las rocas. Vera se detuvo y dijo:
—No son ropas... es un hombre.
El cadáver estaba flotando, preso entre dos piedras, donde la marea lo había lanzado algunas horas antes. Tras un último esfuerzo, Lombard y Vera llegaron junto al ahogado. Se inclinaron sobre la cara descolorida y lívida... las facciones tumefactas.
—¡Dios mío! ¡Si es Armstrong! —exclamó Lombard.
16


Dos siglos pasaron. El mundo daba vueltas y desaparecía en la nada. El tiempo avanzaba. Millares de generaciones se sucedían.
No, solamente un minuto acaba de pasar. Dos seres humanos estaban de pie, junto a un cadáver, mirándole constantemente.
Despacio, muy despacio, Vera Claythorne y Philip Lombard levantaron la cabeza y sus miradas se cruzaron.


Lombard se echó a reír.
—¿Y qué dice usted ahora, Vera?
—No hay nadie en la isla, nadie más que nosotros dos —respondió en voz baja.
—Precisamente. Ahora sabemos a qué atenernos. ¿No es verdad?
—¿Cómo ha podido arrojarse por la ventana en el momento preciso el oso de mármol?
Lombard alzó los hombros en señal de ignorancia.
—Sin duda se trata de un caso de brujería. ¡No dirá que no ha sido bien realizado!
De nuevo sus ojos se encontraron y Vera pensó:
«¿Cómo no se me habrá ocurrido mirar bien su cara? Parece un lobo... con sus dientes largos y puntiagudos.»
Lombard profirió con una voz que semejaba un gruñido lleno de amenazas:
—Nos encontramos frente a la verdad, y es el final, ¿comprende?
Vera respondió con mucha calma:
—Sí, comprendo.
Su mirada paseóse sobre el océano... el general MacArthur también había contemplado el mar durante mucho rato... ¿Cuándo era eso...? Ayer nada más... ¿No fue anteayer? El también pronunció la misma frase: «Esto es el fin...» y la profirió con resignación... hasta con alegría.
Pero Vera se sublevaba ante el recuerdo.
—No, no, esto no será el fin. 
Bajando los ojos hacia el cadáver, murmuró:
—¡Pobre doctor Armstrong! 
Lombard mofóse:
—¿Qué significa eso ahora? ¿Piedad?
—¿Por qué no? —replicó Vera—. ¿Usted no siente ninguna piedad?
—En todo caso no la tengo por usted. ¡No lo piense!
La joven se inclinó hacia el cadáver y dijo:
—Hay que llevarlo a la casa.
—En compañía de los demás. Así todo estará en orden —dijo Lombard con ironía—. Yo no lo tocaré. Se puede quedar aquí.
—Lo menos que podemos hacer —dijo Vera— es subirle un poco más sobre las rocas, fuera del alcance de las olas de la marea alta, para que no se lo lleven.
Lombard se echó a reír.
—¡Bueno!
Se inclinó y tiró del cuerpo de él. Vera, para ayudarle, se apoyó en su compañero. Consiguieron, tras grandes esfuerzos, sacar el cuerpo y ponerlo en el nivel superior de las rocas, al abrigo de las olas.
Lombard se enderezó y dijo a su compañera:
—Estará usted satisfecha, ¿no?
—Sí, perfectamente.
El tono de voz que empleó hizo volverse a Lombard. Cuando llevó la mano al bolsillo del revólver notóle vacío.
Habiendo retrocedido dos pasos, Vera tenía el revólver en su mano.
Lombard dijo con aire burlón:
—¿Es por eso por lo que quería ser piadosa? ¿Se propuso robarme el revólver?
Vera asintió con la cabeza, pero su mano sujetaba con firmeza la pistola.
Ahora rondaba la muerte alrededor de Lombard. Jamás la sintió tan cerca. Sin embargo, no se declaró vencido. Con voz autoritaria le ordenó:
—Devuélvame el revólver. 
Vera, a su vez, se echó a reír.
—Ande, devuélvamelo —insistió Lombard.
Su cerebro funcionaba con lucidez. ¿Qué haría? ¿Hablaría cariñosamente a Vera para desvanecer sus temores o quitárselo por sorpresa?
Toda su vida había escogido el riesgo. Esta vez también adoptó su método favorito.
Calmoso y decidido a usar argumentos convincentes, le dijo:
—Escúcheme, querida amiga, escuche bien...
En ese momento se abalanzó sobre ella... tan rápido como la pantera...
Instintivamente Vera apretó el gatillo.
El cuerpo del joven, herido en pleno salto, cayó pesadamente sobre las rocas.
Vera se acercó revólver en mano, dispuesta a tirar por segunda vez.
Pero esta precaución fue inútil...
Philip Lombard estaba muerto... de una bala en el corazón.


Vera experimentó un delicioso alivio.
Su pesadilla desaparecía al fin. No tenía que temer más y sus nervios se tranquilizarían.
Estaba sola en la isla. ¡Sola con nueve cadáveres...! ¡Qué le importaba! ¿No estaba ella viva?
Sentada sobre las rocas disfrutaba de una felicidad absoluta. Una serenidad perfecta... ¡Nada que temer!


Cuando el sol se puso, Vera se decidió a entrar en la casa. La reacción la había hasta entonces paralizado, pues todos sus pensamientos estaban concentrados en esa sensación reconfortante de seguridad...
De momento sentía necesidad de comer y de dormir. Deseaba sobre todo echarse sobre la cama y sumergirse en un profundo sueño... durante horas y horas.
Mañana podrían venir en su socorro. Pero no se inquietaba, pues quería quedarse en la isla ahora que estaba sola.
¡Oh! ¡Cómo saboreaba esta paz tan deseada! Se levantó y volvió los ojos hacia la casa. ¡No tener miedo! Esta casa moderna y elegante no le inspiraba ya terror alguno. Unas cuantas horas antes no podía mirarla sin temblar.
¡El miedo! ¡Qué cosa más rara!
Entretanto, ella había dominado sus temores. Había triunfado. Gracias a su presencia de ánimo y a su sangre fría se volvieron los papeles anonadando al que amenazaba con arrebatar su vida.
Vera se dirigió hacia la casa.
Por occidente el cielo se estriaba en bandas rojas y naranjas. Todo en la Naturaleza respiraba belleza y paz.
Vera pensaba:
«¡Quizás esto no sea sino un mal sueño!»
Se sentía cansada, terriblemente cansada. Le dolía el cuerpo; sus párpados se cerraban... no temer a nadie... dormir... dormir... ¡Oh! ¡Dormir!
¡Dormir tranquila, ya que estaba sola en la isla!
«Un negrito se encontraba solo.»
Entró en la casa por la puerta principal. Todo está en calma. «Dudaría dormir en una casa donde en cada cuarto hay un cadáver.» Pero ahora...
¿Iría ante todo a la cocina a comer algo? Dudó un instante y renunció. No podía, su cansancio era muy grande. Pero antes de subir entró en el comedor y vio tres negritos de porcelana que quedaban aún en el centro de la mesa.
Se echó a reír diciendo:
—Me parece que os habéis retrasado, mis pequeños amigos.
Cogió dos y los tiró por el ventanal. Se rompieron en la terraza, y recogiendo el tercero le habló así:
—Ven conmigo, pequeño. Hemos ganado la partida... ¡la hemos ganado!
El vestíbulo no estaba iluminado más que por la débil luz del crepúsculo. Subió las escaleras despacio con el negrito en su mano. El cansancio entorpecía sus pasos.
Un negrito se encontraba solo.

¿Cómo termina esa canción? ¡Ah; ya me acuerdo!

Se casó y no quedó ninguno.

¡Casarse! ¡Qué raro! Tuvo nuevamente la impresión de que Hugo estaba en la sala... Sí, Hugo estaba allí, esperándola.
«¡No seas tonta! ¡Estás fatigada! Tu cabeza ve visiones.»
Llegada a lo alto de la escalera, Vera dejó escapar de su mano un objeto cuya caída fue amortiguada por la espesa alfombra. No se percató de que acababa de dejar caer el revólver. No pensaba más que en el negrito que sujetaba entre sus dedos.
Hugo la esperaba en su cuarto.

Un negrito se encontraba solo.

¿Qué decía, pues, la ultima línea de la canción de cuna? Se hablaba de matrimonio... No, esto no es aquello.
Estaba ante la puerta de su propio dormitorio. Dentro la esperaría Hugo... estaba segura...
Al abrir la puerta dio un grito de sorpresa.
«¿Qué es lo que colgaba del techo? Una cuerda con nudo corredizo preparado y una silla para subirse. ¡Una silla que caería con un simple puntapié...! Era eso lo que quería Hugo.
¡Claro! el final de la canción era:

Y se ahorcó y no quedó ninguno.

El negrito de porcelana se le cayó de la mano sin darse cuenta.
Vera avanzaba como un autómata.
¡Todo se iba a terminar!
¡En este mismo sitio en que una mano húmeda y helada (la mano de Cyril, naturalmente) le había rozado la garganta.

Puedes nadar hasta las rocas, Cyril...

¡He ahí lo que fue un crimen! ¡Nada difícil!
Pero en seguida tortura el remordimiento.
Subió sobre la silla con los ojos bien abiertos y fijos como los de una sonámbula. Se pasó el nudo corredizo alrededor del cuello.
«Hugo estaba esperando a que ella lo hiciese.»
Con un puntapié tiró la silla.
Epílogo


Sir Thomas Legge, subjefe de policía de Scotland Yard, dijo enfadado:
—Pero ¡esa historia es increíble!
El inspector Maine respondió deferente:
—Ya lo sé, jefe. 
El subjefe continuó:
—¡Diez personas muertas y ningún ser viviente en la isla del Negro! ¡Eso es absurdo!
—Esto es lo que hemos comprobado —replicó impasible Maine.
—¡Pardiez! Pero alguien debe de haberles matado.
—Eso es lo que nos extraña, jefe.
—¿Alguna indicación en el oficio que ha enviado el médico forense?
—No, jefe. Wargrave y Lombard han sido asesinados de un tiro de revólver. El primero en la cabeza y el segundo en el corazón. Miss Brent por la absorción de una dosis muy fuerte de cianuro. Mistress Rogers envenenada con cloral por la dosis excesiva como soporífero. Rogers con la cabeza partida por un hacha. Blove aplastado su cráneo por un bloque de mármol. Armstrong ahogado. MacArthur fractura del cráneo por un golpe en la nuca y Vera Claythorne, colgada.
—¡Buen asunto! ¿Y no ha podido obtener alguna información por los habitantes del pueblo? ¡Deben de saber alguna cosa!
El inspector Maine alzó los hombros con aire de duda.
—Es un pueblecito de pescadores. Saben que la isla fue comprada por un tal Owen y eso es todo.
—¿Quién adquiría los víveres y tuvo cuidado del transporte de los invitados?
—Un tal Morris... Isaac Morris.
—¿Y qué dice de todo esto?
—No puede decir nada porque ha muerto. 
El semblante de sir Legge se oscureció.
—¿Tenemos datos sobre ese Morris?
—Sí, y no muy buenos. No era un tipo muy recomendable. Estuvo complicado en el asunto de Benito hace tres años... estamos seguros, aunque no tenemos pruebas. También estuvo mezclado en el tráfico de estupefacientes, aunque por ahora tampoco tenemos pruebas. Este Morris era un hombre extremadamente prudente.
—¿Y era él quien compraba para la isla del Negro?
—Sí, pero decía hacerlo por cuenta de un tercero, un cliente anónimo.
—Pero si hojeamos sus cuentas podríamos descubrir algo.
—Se ve que no conocía usted a Morris —dijo el inspector sonriendo—. Falsificaba las cifras mejor que un experto contable y no veríamos nada. Ya sabemos algo de eso desde el asunto de Benito. Ha debido embrollar las cuentas para que no descubriésemos nada.
Suspiró el jefe de policía y Maine prosiguió:
—Morris se cuidaba de todos los detalles —continuó Maine— con los proveedores, presentándose como representante de mister Owen. Fue él el que explicó a la gente del pueblo que se trataba de una prueba: «Unos amigos habían apostado vivir ocho días en una isla desierta...» Habían entonces recomendado a los pueblerinos que no hicieran caso de las llamadas que pudieran hacer los de la isla del Negro.
Descontento el jefe de policía se removió en su sillón.
—¿Usted quería hacerme creer que esas gentes no han sospechado nada?
—Usted olvida, jefe —respondió Maine—, que la isla del Negro perteneció antes al joven Elmer Robson, el millonario americano. Daba recepciones fastuosas. Al principio los habitantes del pueblo se extrañaban, pero acabaron por acostumbrarse a las extravagancias que pasaban en la isla. Si se reflexiona, esta actitud de los aldeanos es lo más natural, jefe.
Este asintió contrariado.
—Fred Narracott —continuó Maine—, que condujo los invitados a la isla, me hizo una observación muy significativa. Se extrañó de la clase de invitados de mister Owen. No tenían nada de común con la clase de amigos del joven Robson. Les juzgó tranquilos y tan normales, que a pesar de las órdenes de Morris se fue a la isla en cuanto oyó hablar de sus S.O.S.
—¿Cuándo fueron Narracott y sus hombres en su socorro?
—Las señales fueron percibidas el 11 por la mañana por un grupo de boy-scouts. Ese día fue materialmente imposible llegar a la isla por el estado del mar. Sólo se pudo abordar en la tarde del 12. Todos afirman que nadie pudo salir de la isla antes de la llegada de la canoa de socorro. Durante la tempestad, el océano estaba enfurecido. Hay una distancia de kilómetro y medio de la isla a la costa y las olas estallaban fuertemente contra los acantilados. Además, un grupo de boy-scouts y de pescadores estaban en las rocas mirando la isla y observando los alrededores.
—A propósito —preguntó el subjefe—; ese disco del gramófono que encontró en la casa, ¿no le ha servido de nada?
—Lo he averiguado. Fue hecho por un establecimiento especializado en accesorios para teatro y cine. Lo enviaron a U. N. Owen por mediación de mister Isaac Morris, para una pieza teatral que unos aficionados iban a representar por primera vez. El manuscrito fue remitido con el disco.
—¿Y qué decía el disco?
—Según las revelaciones emitidas por el gramófono he hecho una investigación a fondo sobre todos los interesados, empezando por el matrimonio Rogers, que fueron los primeros en llegar a la isla. Estos habían estado sirviendo a una tal miss Brady, que murió de repente. No he podido sacarle gran cosa al doctor que la asistió. Según él, no envenenaron a la vieja, pero cree que murió debido a una negligencia de sus criados. Y añadió que era una cosa imposible de probar. Continué con el juez Wargrave. No hay nada que decir de él. Condenó a muerte a Seton y sabemos que era el culpable y la prueba más fehaciente la tuvimos después de su muerte. Sin embargo, durante el proceso la gente creía que era inocente y acusaba al juez de encubrir una venganza personal. La joven Claythorne, según mis investigaciones, estaba de institutriz con una familia y el niño se ahogó. Nadie dice que ella fue la culpable, pues trató de socorrer al pequeño. Se tiró al mar y fue arrastrada por la corriente hacia dentro, salvándose de milagro.
—Siga, siga —apremió el jefe.
—El doctor Armstrong era un médico de moda de una integridad indiscutible; muy competente en su profesión. Imposible acusarlo de una operación ilegal. Sin embargo estaba, en el año 1925, en el hospital de Leithmore y una mujer llamada Cloes fue operada por él de apendicitis y murió en la sala de operaciones. Puede ser que no tuviese aún mucha experiencia... pero no puede calificarse de crimen una torpeza. Después viene miss Emily Brent. Beatriz Taylor estaba a su servicio. Viendo que estaba embarazada, la echó de su casa y la joven, desesperada, se arrojó al río. El acto de miss Brent no era caritativo, pero tampoco se puede calificar de crimen.
—Por lo que veo, el rasgo esencial y común a todas las víctimas —interrumpió sir Legge— es que son criminales cuyas faltas escapan a la justicia. Continúe, por favor.
—El joven Marston era un conductor de la peor especie. Por dos veces tuvimos que quitarle el permiso de conducir. Deberíamos haberle suspendido definitivamente. Los dos niños John y Lucy Comes fueron atropellados por él no lejos de Cambridge. Amigos suyos declararon a su favor y se salvó pagando una multa. En cuanto al general MacArthur, nada definitivo pesa sobre él. Una brillante hoja de servicios... conducta ejemplar y valiente durante la Gran Guerra. Arthur Richmond servía en Francia bajo sus órdenes y fue muerto en un ataque. Eran buenos amigos. En esa época las equivocaciones eran corrientes, pues ya sabe usted que muchos oficiales y soldados fueron sacrificados inútilmente... Sin duda se trató de un caso parecido. Llegarnos a Philip Lombard. Ese hombre ha estado mezclado en muchos escándalos en el extranjero. Una o dos veces rozó la cárcel. Tenía la reputación de un hombre sin escrúpulos. Uno que no retrocede para nada ante muchos crímenes a condición de sentirse al abrigo de las leyes. Llegó el turno a Blove; éste pertenecía a nuestra corporación.
—Blove —le interrumpió sir Thomas— era un sinvergüenza. Siempre lo he juzgado así. Pero sabía salir bien de los asuntos. Estoy convencido de que fue un perjuro en el asunto de Landor. Su conducta me decepcionó mucho, pero no pude descubrir ninguna prueba contra él. Encargué a Harris que hiciese una investigación y no encontró nada anormal. Pero mi opinión sigue siendo la misma. No era una persona honrada.
Después de una pausa, sir Thomas Legge continuó:
—Entonces usted dice que Isaac Morris ha muerto. ¿Cuándo ocurrió?
—Esperaba esta pregunta, jefe. Morris murió durante la noche del 8 de agosto. Tomó una dosis excesiva de soporíferos. Nada indica si fue accidente o suicidio.
El subjefe de policía le preguntó:
—¿Quiere usted saber mi opinión?
—La adivino algo, jefe.
—La muerte de Morris me parece ocurrir en un momento demasiado oportuno.
El inspector afirmó con la cabeza y dijo:
—También yo opino como usted, jefe. 
Sir Thomas Legge dio un fuerte puñetazo sobre la mesa y dijo excitado:
—Toda esta historia es absurda, es increíble... inadmisible que diez personas sean asesinadas en una roca en medio del mar... y que ignoremos quién ha cometido el crimen, en qué circunstancias y con qué motivo.
—Permítame contradecirle, jefe —dijo Maine—, sobre este último motivo. Sabemos por qué ese hombre ha matado. Seguramente es un loco imbuido en buscar criminales que la justicia ordinaria no podía castigar. Escogió a diez; que fuesen culpables o inocentes a nosotros poco nos importa.
—¿Que no nos importa? —interrumpió sir Thomas—. Me parece...
Se interrumpió. El inspector Maine esperaba respetuosamente. Legge bajó la cabeza.
—Continúe inspector. Durante un minuto he tenido una especie de intuición... creí estar sobre la pista, pero por desgracia se me ha escapado. Continúe, Maine.
—Nuestro maniático reunió en la isla del Negro a diez personas... digamos condenados a muerte. Fueron ejecutados por U. N. Owen, quien cumplió su deseo, y se evaporó como el humo.
El jefe hizo notar:
—Esto sería un caso prodigioso de magia, Maine. Pero seguramente no tiene otra explicación.
—Usted se imagina, jefe, que si este hombre se encontraba en la isla, no ha podido materialmente abandonarla y siguiendo las notas escritas por los interesados este mister Owen no desembarcó jamás en la isla del Negro. Sólo queda una solución visible: ¡que Owen era uno de los diez!
Sir Thomas hizo un gesto de conformidad.
—Ya pensamos en ello —añadió Maine—, pero por más que examinamos la situación de todos desde puntos de vista diferentes, seguimos sin saber, en parte, lo que tenía su diario; el juez Wargrave dejó algunas notas... muy breves, de su estilo jurídico, pero claras. Blove también ha dejado escrito algo. Concuerdan sus visiones en algún punto. Las muertes se sucedieron en este orden: Marston, mistress Rogers, MacArthur, Rogers, miss Brent, Wargrave. Después de la muerte del juez, Vera Claythorne escribió en su diario que Armstrong se había ido de la casa por la noche y que Blove y Lombard corrieron en su busca. En el carnet de Blove se lee esta nota: "Armstrong ha desaparecido." Ahora, jefe, habida cuenta de todos estos detalles parecería que pudiésemos encontrar una solución satisfactoria. El doctor estaba ahogado, recordémoslo. Supuesto que Armstrong era el demente, ¿qué le impidió matar a sus nueve compañeros y tirarse al mar desde lo alto de los acantilados o quizá que intentase llegar a nado y murió en la tentativa? Esta solución parecería excelente si no pecase de un defecto. Hay que tener en cuenta el certificado del médico forense. Desembarcó en la isla el 13 de agosto por la mañana. Sus conclusiones no nos han hecho avanzar mucho en la encuesta. Todo lo que nos ha podido aclarar es que esas personas estaban muertas hacía unas 36 horas al menos. En lo referente al doctor ha afirmado categóricamente que el cadáver había estado ocho o diez horas sumergido en el agua antes de ser lanzado contra las rocas. Que es lo mismo que decir que fue ahogado la noche del 10 al 11, y voy a darle algunos detalles. Hemos descubierto el sitio donde estuvo el cadáver cuando le llevaron las olas... fue apresado entre dos rocas y hemos recogido trozos de tela y cabellos. La marea alta alcanzó el cuerpo el 11, hacia las once de la mañana. Después la tempestad se calmó y las señales dejadas por la marea siguiente son muy bajas. Usted podrá suponer que Armstrong se deshizo de los otros tres antes de tirarse al agua, pero hay todavía algo más: el cadáver del doctor fue arrastrado sobre las rocas, que están encima de donde llega la marea alta. Lo encontramos en un sitio inaccesible a las mareas y reposaba estirado sobre las rocas con las ropas en orden. Luego, eso nos demuestra que alguien vivía en la isla después de la muerte de Armstrong.
Después de una pausa, Maine continuó:
—El 11 por la mañana he aquí la situación: el doctor ha desaparecido y se ha ahogado. Nos quedan tres personas: Blove, miss Vera y Lombard. Este último, su cadáver, se encuentra cerca de las rocas donde yacía Armstrong, con un tiro en el corazón. A miss Claythorne la encontramos colgada en su cuarto y el cuerpo de Blove en la terraza con la cabeza destrozada por un reloj de mármol que le tiraron seguramente desde una ventana.
—¿A quién pertenecía esa ventana? —preguntó bruscamente el jefe.
—A la habitación de miss Claythorne. Consideremos separadamente cada paso. Primero Lombard. Supongamos que haya tirado contra Blove el mármol, que luego haya cogido y colgado a la joven, y después, yéndose hacia el mar, se pega un tiro. Pero en ese caso, ¿quién cogió el revólver? Pues lo hemos encontrado delante de la puerta de la habitación de Wargrave.
—¿Han encontrado huellas digitales?
—Sí, jefe. Las de miss Vera.
—Pero, entonces...
—Adivino lo que quiere decir, jefe. Que Vera mató a Lombard, se llevó el revólver a la casa, tiró sobre Blove el pedazo de mármol y después se colgó. Esta suposición sería admisible hasta cierto punto. En su cuarto, sobre una silla, se encuentran las mismas marcas que sobre sus zapatos, lo que prueba que subió sobre la silla, pasó la cuerda alrededor de su cuello y tiró la silla de un puntapié. Pero, fíjese, jefe. La silla no estaba caída en el suelo, sino como las demás, contra la pared. Luego fue puesta en su sitio después de la muerte de Vera Claythorne por alguien. Queda Blove. Si usted me dice que después de haber matado a Lombard y colgado a Vera salió y se hizo caer encima de su cabeza ese bloque de mármol por algún medio, cuerda u otra cosa, le aseguro, jefe, que no le creería. Un hombre no se mata de esta manera, y menos Blove, que no estaba sediento de justicia. Nosotros le conocíamos bien para poder afirmarlo.
Sir Thomas Legge le dijo:
—Estoy de acuerdo con usted.
—En consecuencia, jefe, alguien debía estar en la isla además. Ese puso todo en orden una vez terminado su trabajo fúnebre. Pero ¿dónde se ocultaba y cómo se ha ido? Los habitantes de Sticklehaven están absolutamente seguros de que nadie ha podido irse de la isla antes que llegase la canoa de salvamento... Pero en ese caso...
Se interrumpió.
Repitió sir Thomas como el eco:
—Pero en ese caso...
El inspector suspiró, inclinó la cabeza y echándose hacia delante, preguntó:
—Pero en ese caso, diga, ¿quién los ha asesinado?
DOCUMENTO MANUSCRITO ENVIADO
A SCOTLAND YARD POR EL CAPITÁN
DEL BARCO «EHNA JUANA»


Tengo una naturaleza muy compleja y de una imaginación exuberante. Cuando era niño me entusiasmaban las novelas de aventuras y me apasionaba por los relatos marinos en los que un documento muy importante se introducía en una botella y se la confiaba a las olas del océano.
Este procedimiento conserva todavía a mis ojos su romanticismo y es por ello que hoy lo he adoptado. Hay una probabilidad contra ciento de que mi confesión escrita sobre estas páginas y puesta dentro de una botella lanzada al mar esclarezca un día el misterio de los diez cadáveres encontrados en la isla del Negro, y que éste haya permanecido hasta ahora inexplicable. (¿Puedo vanagloriarme?)
Desde mi infancia, me he complacido en ver morir o dar yo mismo la muerte. Yo buscaba a las avispas para destruirlas y toda clase de insectos perjudiciales en el jardín de mis padres. Sentía una cierta alegría sádica por matar...
Por otra parte, sorprendente contradicción, estoy imbuido en un muy elevado sentido de la justicia y me subleva la idea de que un ser inocente pueda sufrir y morir por mi culpa. Siempre he deseado el triunfo del Derecho.
Una mentalidad como la mía debía guiarme para escoger una profesión, y así entré en la Magistratura. Ahí mis deseos de justicia se desarrollaron y me apliqué concienzudamente al castigo del crimen. Cuanto más avanzaba en mi carrera y llegué a presidir los Tribunales, no tenía ningún placer en ver a un inocente en el banquillo de los acusados. Reconozco que gracias a la habilidad y celo de los policías, la mayor parte de los acusados eran culpables de los crímenes que les imputaban.
Ese fue el caso de Edward Seton. Su actitud y sus maneras impresionaron favorablemente al jurado. Pero las pruebas recogidas en el sumario no dejaban ningún resquicio a dudar de su culpabilidad. Abusando de la confianza de una vieja, Seton la había asesinado.
Me he creado la reputación de conducir a la gente al patíbulo con alegría. Nada más falso. Constantemente me esforzaba por respetar la verdad con la exposición final que precede a las deliberaciones del jurado.
Desde hace algunos años he comprobado en mí un cambio; deseaba actuar más que jugar... quería cometer yo mismo un crimen. Deseo comparable, quizás, al esfuerzo de un artista por exteriorizarse.
Me era necesario cometer un crimen... pero un crimen sensacional... fantástico.
Mi sentimiento innato de la justicia intervino en la elección de la víctima; un inocente no debía sufrir.
Una idea extraordinaria brotó en mi cerebro en una conversación que tuve por casualidad con un médico. Me hacía observar que muchos crímenes escapan a la justicia y quedan impunes.
Citaba como ejemplo el caso de una solterona que acababa de morir. Su cliente tenia a su servicio un matrimonio que le había dejado morir, omitiendo a conciencia el darle la medicina prescrita por él. Esos servidores, herederos de una bonita suma, se escapaban a toda persecución judicial. No obstante, el médico estaba convencido de su culpabilidad.


Esta confidencia me abrió nuevas perspectivas insospechadas. Decidí cometer no un solo crimen, sino una serie de ellos.
Una canción de cuna aprendida en mi niñez volvió a mi espíritu, la ronda de los Diez Negritos. Apenas tenía yo diez años y me sorprendió la suerte reservada a esos diez negritos, cuyo número disminuía a cada copla.
Me puse en busca de mis víctimas.
En un sanatorio donde estuve algún tiempo para operarme, una enfermera, inscrita en una sociedad contra el alcoholismo, me cuidaba. Para demostrarme los efectos perniciosos del alcohol, me citaba el caso ocurrido hace muchos años en el hospital de Londres; un médico alcoholizado había matado a una mujer que estaba operando. Yo le pregunté en qué hospital había trabajado y pude documentarme sobre el homicidio por imprudencia que había cometido el doctor Armstrong.
Una conversación entre dos oficiales retirados, en mi casino, me puso sobre la pista del general MacArthur.
Un individuo recientemente venido de las orillas del Amazonas me reveló las aventuras de un cierto Philip Lombard. 
La historia puritana de Emily Brent y su desgraciada criada me la contó en la isla de Mallorca un compatriota, indignado con la solterona, por su corazón de piedra. 
En cuanto al inspector Blove, cayó en mis manos cuando unos colegas discutían sobre el juicio de Landor.
Por último descubrí el caso de Vera Claythorne en una travesía que hice por el Atlántico. A una hora tardía de la noche me encontraba solo en el salón de fumar con un joven distinguido y de facciones agradables, llamado Hugo Hamilton. Parecía estar triste, y para ahogar sus penas bebía muchos licores. Hallábase en el momento de las confidencias. Sin grandes esperanzas de hacer descubrimientos sensacionales, empecé mi acostumbrado interrogatorio. La respuesta del joven me sorprendió y me acuerdo textualmente de sus palabras:
—Tiene usted razón —me dijo—. El crimen no es lo que se imagina de ordinario. Para matar a una persona no es necesario administrar arsénico o empujarle desde lo alto de un acantilado...
Se inclinó hacia mí y mirándome fijamente continuó:
—He conocido a una criminal... la he conocido muy bien... pues la quería con locura... Algunas veces pienso en ella. El lado dramático del asunto es que ella cometió el crimen más o menos por mí. Las mujeres son a veces diabólicas. Jamás hubiese creído que esa joven tan amable, cariñosa, en fin, un ángel de dulzura, era capaz de enviar un niño a bañarse, para dejarle a conciencia que se ahogara.
—¿Está usted seguro —le repliqué— que se trata de un crimen?
Hugo parecía salirse de la influencia del alcohol y me dijo:
—Absolutamente seguro. Nadie más que yo lo ha pensado. En el mismo instante en que la miré leí la verdad en sus ojos. La culpable comprendió que había visto con claridad su alma. No se dio cuenta que yo adoraba al pequeño.
Hugo se calló... pero me fue fácil reconstruir toda la tragedia.
Me hacía falta una décima víctima. La encontré en un hombre llamado Morris que, entre otras cosas, se dedicaba al tráfico de estupefacientes. Sabía que era culpable de haber iniciado en el uso de las drogas a la hija de un amigo mío. La joven murió a la edad de veintiún años. 
Como consecuencia de una entrevista que tuve con un médico de Harley Street tomé la resolución de realizar mi idea. Antes he dicho que sufrí una operación y el especialista decía que una segunda sería inútil.
Comprendí que no podía curarme y que al final llegaría la muerte lenta y dolorosa. Decidí vivir intensamente hasta la hora fatal.
Me hice propietario de la isla del Negro por intermedio de Morris sin que se descubriese mi personalidad.
Según todos los datos recogidos sobre mis futuras víctimas, les tendí el anzuelo apropiado a cada una de ellas y, conforme a mis previsiones, todos desembarcaron el 8 de agosto en la isla del Negro. Yo me mezclé con ellos en calidad de invitado.
La suerte de Morris estaba ya echada de antemano.
Como sufría de indigestión le ofrecí, antes de mi salida de Londres, una píldora para que la tomase por las noches al acostarse. Le dije que le sentaría muy bien sobre los jugos gástricos. La aceptó sin ninguna desconfianza. Le conocía lo bastante para saber que no dejaría ningún documento comprometedor.
Con cuidado meticuloso preparé el orden de los crímenes entre mis invitados. Primero desaparecían los menos culpables. De esta forma los sufrimientos mentales prolongados serían reservados a los más culpables.
Anthony Marston y la señora Rogers fueron los primeros. Estaba seguro de que la mujer de Rogers había cedido bajo la influencia de su marido, el principal responsable de su crimen.
Se puede adquirir cianuro de potasa para destruir las avispas. Llevé una pequeña dosis que puse en el vaso de Marston cuando el disco del gramófono se oía.
Sería inútil añadir que durante esta ocupación observaba a mis invitados. Mi larga experiencia del tribunal me permitió afirmar, sin duda alguna, que todos tenían un crimen sobre su conciencia.
En mis recientes crisis, muy dolorosas, el médico me recetó una ligera dosis de cloral para dormir.
Había suprimido este soporífero y lo guardaba hasta que tuve una cantidad suficiente para poder matar a una persona.
Cuando Rogers trajo el coñac para su mujer, lo dejó sobre la mesa.
En esos momentos, las sospechas no habían nacido en nuestro grupo y me fue fácil echarlo en el vaso cuando pasaba al lado de la mesa.
El general MacArthur murió sin sufrimientos. Escogí el momento oportuno para irme de la terraza y deslizarme sin ruido detrás de él.
Como estaba ensimismado en sus pensamientos no me oyó llegar.
Tal como lo había previsto, registraron la isla de arriba abajo. Todos convinieron en que no éramos más que siete en la isla, lo que provocó entre ellos un ambiente de sospechas.
Según el plan trazado debía procurarme un cómplice cuando las sospechas hubiesen aparecido. Escogí al doctor Armstrong para desempeñar este papel. Todas sus sospechas se dirigían sobre Lombard y yo pretendí compartir su punto de vista. Le expuse una estratagema con el fin de coger al criminal en la trampa. Armstrong no vio con claridad mi juego.


El diez de agosto por la mañana mataba a Rogers cuándo cortaba leña para encender el fuego, golpeándole por detrás. Rebusqué en sus bolsillos y encontré la llave del comedor, que había cerrado por la noche.
Aprovechando la emoción suscitada por el encuentro del cadáver me deslicé en el cuarto de Lombard y le sustraje el revólver. Sabía que tenía uno, pues según mis instrucciones a Morris, éste debía sugerirte que llevase un arma.
Cuando el desayuno, al llenar la taza de miss Brent, eché en ella lo que quedaba del cloral. Nos fuimos del comedor todos menos la solterona. Más tarde entré de puntillas en el comedor. Emily Brent parecía inconsciente y me fue muy fácil ponerle una inyección de cianuro. El soltar la abeja me pareció pueril, pero me divirtió. Me esforzaba lo más posible por seguir las estrofas de la canción de cuna.
Después de la muerte de miss Brent, sugerí que debíamos registrarnos y así se hizo minuciosamente. Yo había ocultado en un lugar seguro el revólver y no tenía ya ni cianuro ni cloral.
Propuse en seguida al doctor poner en práctica nuestro proyecto. Se trataba solamente de simular mi muerte. A los ojos de los demás —le dije al doctor— debía pasar por la próxima víctima, lo cual haría que el asesino se alarmase y a mi me permitiría ir y venir tranquilamente para espiar al criminal desconocido.
Esta idea entusiasmó al tonto de Armstrong y fue todo preparado. Un emplaste de barro colocado en la frente, la cortina escarlata del cuarto de baño y los ovillos de lana de miss Brent eran los accesorios para la decoración. Nos iluminaríamos con velas y el doctor no dejaría acercarse a nadie.
Todo ocurrió como esperaba. Miss Claythorne dio unos gritos de pánico al contacto con la cuerda de algas. Todos se lanzaron a la escalera y yo me aproveché para tomar la actitud de un juez asesinado.
El efecto producido sobrepasó todas mis esperanzas. Armstrong desempeñó soberbiamente su papel. Me llevaron a mi cuarto y me dejaron en la cama, no cuidándose ya más de mi persona. Cada uno tuvo miedo indecible de sus compañeros.
Había dado cita al doctor fuera de la casa a las dos de la madrugada. Le llevé a lo alto de los acantilados que hay tras la casa, al abrigo de miradas indiscretas —pues las ventanas de las habitaciones daban sobre la fachada—, y desde donde veríamos si venía alguien por nuestro lado.
De repente lancé una exclamación e invité al doctor a que se acercase al borde para darse cuenta de si había una cueva más abajo. Sin desconfiar, se inclinó y no tuve más que empujarle para precipitarle al mar.
Volví a la casa y sin duda mis pisadas las oyó Blove. Entré en el cuarto de Armstrong para volver a salir y producir esta vez ruido suficiente para que me oyesen.
Una puerta se abrió y bajé la escalera. Debieron verme cuando salía. Un minuto o dos pasaron antes de que los dos hombres se lanzaran a mi captura. Di la vuelta a la casa y entré por la ventana del comedor, que había dejado abierta. Después de cerrarla rompí el cristal y subí a echarme en mi cama «para hacer el muerto».
Era fácil prever que de nuevo registrarían la casa para ver si se escondía el doctor, pero sin examinar detenidamente los cadáveres. Lo necesario para asegurarse que Armstrong no les jugaba una mala pasada al sustituirse por una de las víctimas.
Olvidaba decir que el revólver lo puse en la mesilla de noche de Lombard. Lo tuve escondido en el armario de la cocina que contenía muchas conservas, dentro de un bote de bizcochos de los que estaban debajo, pues pensaba que no iban a abrirlos todos.
La cortina, muy bien doblada, la puse debajo del tapiz persa que recubría el asiento de una de las sillas del salón y la lana en el cojín de la butaca después de haberle hecho una abertura.
Llegó entonces el momento que esperaba con más ansiedad; quedaban sólo tres personas en la isla, horrorizadas las unas de las otras y podía ocurrir lo peor... y una tenía revólver.
Los espiaba desde las ventanas de la casa y cuando vi a Blove acercarse solo, cogí el bloque de mármol dispuesto al borde de la ventana. Así acabé con Blove.
Vi cómo Vera Claythorne descargaba el revólver sobre Lombard. Estaba seguro que esa joven audaz era de la talla de Lombard para enfrentarse con él.
Inmediatamente dispuse la decoración en el cuarto de Vera y esperaba ansiosamente el resultado de esta experiencia psicológica. La tensión nerviosa producida por el homicidio que acababa de realizar, la fuerza hipnótica del ambiente y los remordimientos de su falta, ¿serian suficientes?
No me engañé. Se ahorcó delante de mis ojos, pues estaba escondido en la oscuridad del armario y seguí todos sus movimientos.


Y ahora llega el último acto del drama. Salí del escondite y quité la silla, poniéndola contra la pared.
Cogí el revólver que la joven había dejado caer en la escalera, teniendo cuidado de no borrar sus huellas digitales.
Ha terminado mi misión, voy a introducir estas páginas en una botella y confiarla al mar. ¿Por qué?
Ambicionaba cometer un crimen misterioso que dejase al autor en el anónimo.
Pero todos los artistas tienen sed de gloria. También yo siento esa necesidad de dar a conocer a mis semejantes mi astucia y mi ingenio haciendo esta confesión.
Conservo la esperanza de que el misterio de la isla del Negro continúe insoluble. Puede ser que la policía demuestre más inteligencia de la que creo. No tendría nada de extraordinario que sacasen la consecuencia que uno de los diez cadáveres no ha sido asesinado. Además, la señal que dejará en mi frente la bala del revólver, ¿no es el signo de Caín?
Me queda poco que decir. Después de haber lanzado la botella al mar subiré a mi cuarto echándome en la cama. A mis lentes está atado un cordón negro. Con todo mi peso me apoyaré en mis lentes que estarán debajo de mí... y pondré el revólver al otro lado del cordón enrollado en el puño de la puerta.
Pasará lo siguiente: Mi mano, protegida por el pañuelo, habiendo apretado el gatillo, caerá sobre mi cuerpo. El revólver lanzado por el cordón elástico saltará hasta el pasillo y el pañuelo en el suelo no despertará sospechas.
Me verán tumbado en la cama con una bala en la cabeza, lo mismo que dicen las notas de mis compañeros. Cuando descubran nuestros cadáveres será imposible determinar la hora de nuestra muerte.
Cuando se calme la marejada, vendrán en nuestro socorro. Encontrarán sobre la isla del Negro diez cadáveres y un problema indescifrable.

laurence wargrave









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