Agatha Christie fue una escritora sorprendente, sus textos siguen siendo los mas notables para el misterio, suspenso e investigación policíaca-detectivesca. En esta ocasión leeremos "El caso del soldado descontento".
Frente a la puerta del despacho de mister Parker Pyne, el mayor Wilbraham se detuvo para leer, no por primera vez, el anuncio del diario de la mañana que le había llevado allí. Era bastante claro:
El mayor inspiró profundamente y se lanzó decidido hacia la puerta giratoria que conducía al despacho exterior. Una joven de aspecto sencillo levantó la vista de su máquina de escribir para dirigirle una mirada interrogante.
—¿Mister Parker Pyne?
—Tenga la bondad de venir por aquí.
Y él la siguió al despacho interior, ante la suave presencia de mister Parker Pyne.
—Buenos días —dijo mister Parker Pyne—. Hágame el favor de sentarse. Y dígame ahora qué puedo hacer por usted.
—Me llamo Wilbraham —empezó a decir.
—¿Mayor? ¿Coronel? —preguntó mister Parker Pyne.
—Mayor.
—¡Ah! Y ha regresado recientemente de países lejanos. ¿India? ¿África Oriental?
—África Oriental.
—Un bello país, según dicen. Bien, es decir que vuelve usted a estar en casa... y no se encuentra a gusto. ¿Es éste el problema?
—Tiene usted mucha razón. Aunque no sé cómo ha podido saberlo.
Mister Parker Pyne movió una mano con gesto imponente.
—Éste es mi oficio. Ya ve usted: durante treinta y cinco años he estado ocupado en la compilación de estadísticas en un despacho del gobierno. Ahora estoy retirado y se me ha ocurrido utilizar la experiencia adquirida de un modo nuevo. Es muy sencillo. La infelicidad puede ser clasificada en cinco grupos principales... ni uno más, se lo aseguro. Una vez conocida la causa de la enfermedad, el remedio no ha de ser imposible.
»Yo ocupo el lugar del médico. El médico empieza por diagnosticarle la enfermedad al paciente y luego procede a recomendar el tratamiento. En algunos casos, no hay tratamiento posible. Si es así, yo le digo francamente que no puedo hacer nada. Pero, si me encargo de un caso, la curación está prácticamente garantizada.
»Puedo asegurarle a usted, mayor Wilbraham, que el noventa y seis por ciento de los Forjadores del Imperio retirados (como yo les llamo) son desdichados. Han dejado una vida activa, una vida llena de responsabilidades, de posibles peligros, ¿a cambio de qué? A cambio de recursos limitados, de un clima triste. Y tienen la sensación general de ser peces sacados del agua.
—Todo lo que acaba usted de decir es cierto —observó el mayor—. Lo que yo no puedo aceptar es el hastío. El hastío y la charla interminable sobre las insignificancias de una pequeña aldea. Pero ¿cómo remediarlo? Tengo algo de dinero, además de mi pensión. Tengo un agradable cottage cerca de Cobham. Tengo los medios para dedicarme a la caza o a la pesca. No estoy casado. Mis vecinos son todos personas agradables, pero sus ideas no van más allá de esta isla.
—Dicho en dos palabras: que encuentra usted la vida insípida.
—Condenadamente insípida.
—¿Le gustaría experimentar emociones y correr posibles peligros? —preguntó mister Parker Pyne.
El soldado se encogió de hombros.
—No existe tal cosa en este pequeño país.
—Perdone —dijo mister Parker Pyne con seriedad—. En esto anda usted equivocado. Los peligros y la excitación abundan aquí, en Londres, si sabe usted dónde ha de ir a buscarlos. Usted no ha visto más que la superficie de nuestra vida inglesa, tranquila, agradable. Si lo desea, yo puedo mostrarle ese otro aspecto.
El mayor Wilbraham le miró con expresión pensativa. Había algo tranquilizador en el aspecto de mister Parker Pyne. Era grueso, por no decir gordo. Tenía una cabeza calva de nobles proporciones, gafas de alta graduación y unos ojillos que parpadeaban. Y le envolvía una atmósfera... una atmósfera de persona en quien se puede confiar.
—Debo advertirle, no obstante —continuó mister Parker Pyne—, que hay algún riesgo.
Los ojos del soldado se iluminaron.
—Perfectamente —dijo. Y añadió de pronto—: ¿Y sus honorarios?
—Mis honorarios —contestó mister Parker Pyne— son cincuenta libras pagadas por adelantado. Si dentro de un mes continúa usted en el mismo estado de hastío, se las reembolsaré.
—Es un trato justo —dijo Wilbraham tras un momento de reflexión—. Estoy de acuerdo. Voy a darle un cheque ahora.
Terminados aquellos trámites, mister Parker Pyne oprimió un botón que había sobre su mesa.
—Ahora es la una —le dijo—. Voy a rogarle que lleve a una señorita a almorzar. —Y habiéndose abierto una puerta, continuó—: ¡Ah! Madeleine, querida, permítame que le presente al mayor Wilbraham, que la acompañará a usted a almorzar.
Wilbraham parpadeó ligeramente, lo que no era de extrañar. La muchacha que había entrado en la habitación era morena, de lánguida actitud, ojos admirables, largas pestañas negras, una tez perfecta y una boca voluptuosa de color escarlata. Su exquisita indumentaria realzaba la gracia de su figura. De pies a cabeza era una mujer perfecta.
—¡Ejem...! Encantado —dijo el mayor Wilbraham.
—Miss De Sara —dijo mister Parker Pyne.
—Es usted muy amable —murmuró Madeleine de Sara.
—Tengo aquí su dirección —anunció mister Parker Pyne—. Mañana por la mañana recibirá usted mis nuevas instrucciones.
El mayor Wilbraham salió con la adorable Madeleine.
Eran las tres cuando Madeleine regresó.
Mister Parker Pyne levantó la vista para preguntar:
—¿Cómo ha ido?
—Está asustado de mí —contestó ella moviendo la cabeza—. Cree que soy una vampiresa.
—Me lo figuraba —dijo mister Parker Pyne—. ¿Ha seguido mis instrucciones?
—Sí. Hemos hablado libremente de los ocupantes de las otras mesas. El tipo que le gusta es de cabello rubio, ojos azules, ligeramente anémica y no demasiado alta.
—Eso será fácil —dijo mister Parker Pyne—. Déme el modelo B y déjeme ver de qué disponemos en este momento —y recorriendo la lista con el dedo, se detuvo en un nombre—. Freda Clegg. Sí, creo que Freda Clegg nos irá perfectamente. Es mejor que hable de esto con Mrs. Oliver.
Al día siguiente, el mayor Wilbraham recibió una nota que decía:
«El próximo lunes por la mañana, a las once, vaya a Eaglemont, Friars Lane, Hampstead, y pregunte por mister Jones. Anúnciese como representante de la Guava Shipping Company.»
Obedeciendo estas instrucciones, el siguiente lunes (que resultó ser el día festivo de los bancos), el mayor Wilbraham partió con destino a Eaglemont, Friars Lane. Decimos que partió, pero no llegó allí, pues, antes de llegar, ocurrió algo.
Todo bicho viviente parecía dirigirse a Hampstead. El mayor Wilbraham hubo de mezclarse con las multitudes y sofocarse en el metro, y le costó trabajo descubrir dónde estaba Friars Lane.
Friars Lane era un callejón sin salida, un camino descuidado y lleno de roderas, con casas apartadas a uno y otro lado: casas espaciosas que habían conocido mejores tiempos y se veían sin las necesarias reparaciones.
Wilbraham se internó por él y miró los nombres semiborrados en los marcos de las puertas y, de pronto, oyó algo que atrajo su atención. Era una especie de grito gorgoteante y medio ahogado.
El grito se repitió y pudo ahora reconocer la palabra «¡Socorro!». Venía del interior de la casa junto a la cual pasaba entonces.
Sin vacilar un solo momento, el mayor Wilbraham abrió de un empujón la raquítica puerta y entró sin ruido por el camino de entrada cubierto de maleza. Allí, entre los arbustos, se agitaba una muchacha sujetada por dos negros enormes. Se defendía valientemente, retorciéndose, volviéndose sobre sí misma y pataleando. Uno de los negros le había tapado la boca con una mano, a pesar de los furiosos esfuerzos que ella hacía parar liberar su cabeza.
Con la atención concentrada en su lucha con la muchacha, ninguno de los negros había advertido la proximidad de Wilbraham. La primera noticia de él les llegó con un violento puñetazo asestado en la mandíbula del que le tapaba la boca y que retrocedió tambaleándose. Cogido por sorpresa, el otro hombre soltó a su víctima y se volvió. Wilbraham estaba preparado para recibirlo. Una vez más disparó su puño cerrado, y el negro perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Wilbraham se volvió hacia el otro, que ya se le venía encima.
Pero los dos negros tenían ya bastante. El segundo rodó por el suelo y se sentó. Al levantarse, corrió en dirección a la puerta. Su compañero le imitó. Wilbraham quiso salir tras ellos, pero cambió de parecer y se volvió hacia la muchacha, que jadeaba apoyándose en un árbol.
—¡Oh, gracias! —le dijo ésta con voz entrecortada—. Ha sido terrible.
El mayor Wilbraham vio entonces, por primera vez, a quien había salvado tan oportunamente. Era una joven de veintiuno o veintidós años, rubia, de ojos azules y algo pálida.
—¡Si no hubiese usted venido! —dijo sin aliento.
—Bien, bien —contestó Wilbraham con voz tranquilizadora—. Ya ha pasado todo. Sin embargo, creo que sería mejor alejarse de aquí. Esos hombres pueden volver.
A los labios de la muchacha asomó una débil sonrisa.
—No creo que vuelvan... después de la paliza que les ha dado usted. ¡Oh, su actuación ha sido realmente espléndida!
El mayor Wilbraham se sonrojó ante aquella expresiva mirada de admiración.
—Nada de eso —dijo con indiferencia—. Esto es algo normal cuando alguien molesta a una dama. Dígame: ¿puede usted andar apoyándose en mi brazo? Bien, comprendo que ha sido una impresión horrible.
—Ahora estoy perfectamente —dijo la muchacha, quien, no obstante, tomó su brazo. Aún se estremecía un poco. Al atravesar la puerta exterior, se volvió hacia la casa—. No puedo entenderlo —murmuró— Es evidente que esta casa está vacía.
—Sin duda está vacía —convino el mayor, mirando hacia las ventanas cerradas y observando su ruinoso aspecto general.
—Y sin embargo, esto es Whitefriars —dijo ella señalando el nombre medio borrado que podía leerse en la puerta—. Y Whitefriars es el lugar adonde yo debía ir.
—No se inquiete ahora por nada —dijo Wilbraham—. En un par de minutos encontraremos un taxi. Y luego iremos a cualquier parte a tomar una taza de café.
En el extremo del callejón encontraron una calle más concurrida y, por suerte, acababa de desocuparse un taxi enfrente de una de las casas. Wilbraham lo llamó, le dio una dirección al conductor y subieron al coche.
—No se esfuerce en hablar —le aconsejó a su compañera—. Sólo recuéstese. Acaba de pasar por una situación horrible.
Ella le sonrió con gratitud:
—A propósito, mi nombre es Wilbraham.
—El mío es Clegg, Freda Clegg.
Al cabo de diez minutos, Freda tomaba su café caliente y miraba agradecida, por encima de la mesa, a su salvador.
—Parece un sueño —dijo—, un mal sueño. —Y se estremeció—. Y poco tiempo antes estaba yo deseando que ocurriese algo... ¡cualquier cosa! Oh, no me gustan las aventuras.
—Dígame cómo ocurrió.
—Bien, podría contárselo con pelos y señales, pero me temo que tendría que hablar mucho de mí misma.
—Es un tema excelente —dijo Wilbraham con una inclinación de cabeza.
—Soy huérfana. Mi padre, un capitán de marina, murió cuando yo tenía ocho años. Mi madre murió hace tres años. Trabajo en la City. Estoy empleada en la Vacum Gas Company. Una tarde de la semana pasada, al volver a mi alojamiento, encontré a un caballero esperándome. Era un abogado, un tal mister Reid, de Melbourne.
»Se mostró muy cortés y me hizo varias preguntas acerca de mi familia. Explicó que había tratado a mi padre hace muchos años y que, en realidad, había gestionado varios de sus asuntos. Luego me comunicó el objeto de su visita:
»—Miss Clegg, tengo razones para creer que podría usted obtener un beneficio como resultado de una operación financiera en la que se interesó su padre varios años antes de su muerte.»
»Por supuesto, esto me causó gran sorpresa.
»—No es posible —continuó mi visitante— que haya usted oído hablar de este asunto. Me parece que John Clegg no se lo tomó nunca en serio. No obstante, el asunto se ha concretado inesperadamente en realidades, pero me temo que cualquier derecho que pudiera usted alegar dependería de su posesión de determinados documentos. Estos documentos habrían formado parte de los bienes de su padre y, por supuesto, es posible que hayan sido destruidos por cree él que no tenían ningún valor. ¿Ha examinado usted algunos de los papeles de su padre?»
»Yo le expliqué que mi madre había conservado varias cosas de mi padre en un antiguo cofre marino. Yo los había mirado por encima, pero no había descubierto nada que despertase mi interés.
»—Quizás no es muy probable que supiera usted reconocer la importancia de estos documentos», dijo sonriendo.
»Pues bien, me fui al cofre, saqué los pocos papeles que contenía y se los llevé. Él los miró, pero dijo que era imposible decidir, de momento, cuáles podían o no podían tener relación con el asunto a que se había referido. Que se los llevaría y se comunicaría conmigo si el resultado era positivo.
»Con el último correo del sábado recibí una carta suya en la que me proponía que acudiese a su casa para hablar del asunto. Me daba su dirección: Whitefriars, Friars Lane, Hampstead. Debía estar allí esta mañana a las once menos cuarto.
»Me retrasé un poco buscando el lugar. Crucé la puerta rápidamente y, me dirigía a la casa cuando, de pronto, salieron de entre la maleza esos dos hombres horribles y saltaron sobre mí. No tuve tiempo de llamar a nadie. Uno de ellos me tapó la boca con la mano. Retorciéndome he podido apartar la cabeza y pedir socorro. Por fortuna, me ha oído usted. A no ser por usted... —y se detuvo. Su mirada era más elocuente que todas las palabras.
—Estoy muy contento de haber acertado a estar allí. Vive Dios que me gustaría coger a esos dos brutos. Supongo que usted no los había visto nunca...
Ella movió la cabeza.
—¿Qué cree usted que significa esto?
—Es difícil de decir. Pero hay algo que parece bastante seguro. Hay alguna cosa que alguien anda buscando entre los papeles de su padre. Ese Reid le ha contado una historia disparatada para tener la oportunidad de examinarlos. Evidentemente, lo que él quería no estaba allí.
—Oh —dijo Freda—, estoy pensando... Cuando volví a casa el sábado me pareció que alguien había tocado mis cosas. Para decirle la verdad, sospeché que mi patrona había registrado mi habitación por pura curiosidad, pero ahora...
—Tenga la seguridad de que fue así. Alguien logró entrar en su habitación y la registró sin encontrar lo que buscaba. Tuvo la sospecha de que usted conocía el valor de ese documento, cualquiera que fuese, y que lo llevaba encima. Por esto preparó la emboscada. Si lo llevaba encima, se lo quitaría. Si no lo llevaba, la conservaría prisionera e intentaría obligarla a revelar dónde lo tenía escondido.
—Pero ¿por qué? —dijo Freda.
—No lo sé, pero debe ser algo muy importante para que él tenga que recurrir a estos medios.
—Esto no parece posible.
—Oh, no lo sé. Su padre era marino. Iba a países lejanos. Pudo haber encontrado algo cuyo valor no llegase a conocer nunca.
—¿Lo cree usted realmente? —y en las pálidas mejillas de la muchacha apareció una ola rosada de excitación.
—En realidad, no lo creo. La cuestión es: ¿qué hacemos ahora? Supongo que no desea acudir a la policía...
—Oh, no, se lo ruego.
—Me satisface oírle decir esto. No veo para qué podría servirnos la policía y sólo nos acarrearía disgustos. Le propongo que me permita llevarla a almorzar a alguna parte y acompañarla a su domicilio para estar seguro de que ha llegado sin novedad. Y luego, podríamos buscar el documento. Porque ya comprenderá usted que debe estar en alguna parte.
—Mi padre pudo haber destruido el papel.
—Desde luego, es posible, pero la parte contraria, evidentemente, no lo cree así y esto parece prometedor.
—¿Qué cree usted que puede ser? ¿Un tesoro escondido?
—¡Quizás sí sea un tesoro! —exclamó el mayor Wilbraham, sintiendo renacer en su interior todo su alegre entusiasmo de muchacho—. Pero ahora, miss Clegg, ¡el almuerzo!
El almuerzo les proporcionó un rato agradable. Wilbraham le habló a Freda de su vida en África Oriental. Le describió las cacerías de elefantes y la muchacha se emocionó. Cuando terminaron, insistió en acompañarla a su casa en un taxi.
Su alojamiento estaba cerca de Notting Hill Gate. A su llegada, Freda mantuvo una breve conversación con su patrona. Volviéndose hacia Wilbraham, lo condujo al segundo piso, donde tenía un pequeño escritorio y una salita.
—Es exactamente como lo habíamos pensado —le dijo—. El sábado por la mañana vino un hombre para colocar un nuevo cable eléctrico. Dijo que había un defecto en la instalación de mi dormitorio. Estuvo allí un rato.
—Déjeme ver ese cofre de su padre —dijo Wilbraham.
Freda le mostró un arca con cantoneras de latón.
—Ya lo ve —dijo levantando la tapa—: está vacío.
El soldado hizo un gesto afirmativo con expresión pensativa.
—¿Y no hay papeles en ninguna otra parte?
—Estoy segura de que no los hay. Mi madre lo guardaba todo aquí.
Wilbraham examinó el interior del cofre. De pronto, lanzó una exclamación.
—Aquí hay una hendidura en el forro —cuidadosamente, metió la mano palpando por todas partes. Y se vio recompensado por un ligero crujido—. Algo se había deslizado por allí detrás.
Al cabo de un minuto, había sacado el objeto oculto: un trozo de papel sucio y doblado varias veces. Lo alisó sobre la mesa mientras Freda lo miraba por encima del hombro. La joven dejó oír una exclamación de desencanto.
—No es más que un montón de señales raras.
—¡Cómo! ¡Pero si esto está escrito en swahili! ¡El swahili entre todas las lenguas! —exclamó el mayor Wilbraham—. El dialecto indígena de África Oriental, ya comprende.
—¡Qué extraordinario! —dijo Freda—. ¿Entonces, puede entenderlo?
—Bastante. Pero, ¡vaya una cosa sorprendente! —y se llevó el papel a la ventana.
—¿Ve algo? —preguntó Freda con voz trémula.
Wilbraham lo leyó dos veces y regresó junto a la muchacha.
—¡Vamos! —dijo riendo entre dientes—. Aquí tiene un tesoro escondido.
—¿Un tesoro escondido? ¿De verdad? ¿Quiere decir oro español, un galeón sumergido o este tipo de historias?
—Quizás algo no tan romántico como eso, pero el resultado es el mismo. Este papel señala el escondrijo de un almacén de marfil.
—¿Un almacén de marfil? —preguntó la muchacha asombrada.
—Sí, elefantes, ya comprende. Hay una ley que limita el número de los que pueden matarse. Algún cazador la desobedeció en gran escala. Le siguieron la pista y él escondió su mercancía. Hay una cantidad enorme... y aquí se dan claras instrucciones para encontrarlo. Escuche: tendremos que ir a buscarlo usted y yo.
—¿Quiere decir que esto representa mucho dinero?
—Una bonita fortuna para usted.
—Pero ¿cómo estaba este papel entre las cosas de mi padre?
Wilbraham se encogió de hombros.
—Quizás el hombre estaba muriendo o corría un gran peligro. Es posible que escribiese el papel en swahili para protegerse y que se lo diese a su padre, que pudo haberlo protegido de algún modo. Al no entender lo que decía, su padre no le dio importancia. Ésta no es más que una conjetura mía, pero me atrevo a creer que no está lejos de la verdad.
—¡Qué emocionante! —dijo Freda Clegg con un suspiro.
—El caso es: ¿qué hacemos con ese precioso documento? —dijo Wilbraham—. No me gusta la idea de dejarlo aquí. Podrían volver y hacer otro registro. Supongo que no me lo confiaría usted a mí...
—Naturalmente que se lo confiaría. Pero ¿no podría ser peligroso para usted? —le preguntó desalentada.
—Yo soy duro de pelar —dijo Wilbraham sombríamente—. No tiene que inquietarse por mí —y doblando el papel, se lo guardó en la cartera—. ¿Puedo venir a verla mañana? Para entonces ya me habré trazado un plan y quiero situar esos lugares en mi mapa. ¿A qué hora vuelve usted de la City?
—Hacia las seis y media.
—Perfectamente. Nos reuniremos y quizás luego me permitirá que la lleve a comer. Tenemos que celebrar esto. Entonces, adiós. Hasta mañana a las seis y media.
Al día siguiente, el mayor Wilbraham llegó con puntualidad. Llamó a la puerta y preguntó por miss Clegg. A la llamada había acudido una doncella.
—¿Miss Clegg? Ha salido.
—¡Oh! —a Wilbraham no le gustaba decir que entraría para esperarla y contestó—. Ya volveré.
Y se quedó vagando por la calle y esperando a cada momento ver llegar a Freda. Pasaron los minutos. Dieron las siete menos cuarto. Las siete. Las siete y cuarto. No había aún señales de Freda. Empezó a sentirse dominado por la inquietud. Volvió a la casa y llamó de nuevo.
—Escuche —dijo—. Yo tenía una cita con miss Clegg a las seis y media. ¿Está segura de que no ha vuelto o no ha dejado ningún recado?
—¿Es usted el mayor Wilbraham? —preguntó la doncella.
—Sí.
—Entonces hay aquí una nota para usted. La han traído a mano.
Wilbraham la cogió y abrió. Decía así:
«Querido mayor Wilbraham:
Ha ocurrido algo extraño. No escribiré más ahora, pero ¿quiere usted reunirse conmigo en Whitefriars? Venga tan pronto como reciba la presente.
Sinceramente suya,
Freda Clegg»
Wilbraham frunció las cejas y pensó rápidamente. Su mano sacó con aire distraído una carta del bolsillo. Estaba dirigida a su sastre.
—No sé —le dijo a la camarera— si podría usted proporcionarme un sello de correos.
—Supongo que Mrs. Parkins podrá ayudarle.
Y volvió al cabo de un momento con el sello, que el mayor pagó con un chelín. Al cabo de otro momento, Wilbraham estaba camino de la estación de metro y echó el sobre a un buzón que encontró por el camino.
Movió la cabeza. ¡Entre todas las tonterías que podían hacerse...! ¿Habría reaparecido Reíd? ¿Había logrado de algún modo que la muchacha confiase en él? ¿Qué era lo que le había hecho ir a Hampstead?
Consultó su reloj. Casi las siete y media. Ella debía haber contado con que él se pondría en camino a las seis y media. Una hora de retraso. Era demasiado. Si hubiese tenido la picardía de hacerle alguna indicación...
La carta le daba que pensar. Fuera como fuese, aquel tono frío no era característico de Freda.
Eran las ocho menos diez cuando llegó a Friars Lane. Estaba oscureciendo. Miró vivamente a su alrededor. No había nadie a la vista. Suavemente empujó la raquítica puerta, que giró sin ruido sobre sus goznes. El camino de los coches estaba desierto. La casa estaba oscura. Subió por el sendero con cautela, mirando a un lado y a otro. No se proponía dejarse coger por sorpresa.
De pronto, se detuvo. Por un instante había asomado un rayo de luz a través de uno de los postigos. La casa no estaba vacía. Había alguien en su interior.
Wilbraham se deslizó despacio por entre los arbustos y dio la vuelta a la casa hasta alcanzar la parte trasera. Por último, encontró lo que andaba buscando. Una de las ventanas de la planta baja no estaba cerrada. Era la ventana de una especie de fregadero. Levantó el marco, encendió una linterna (la había comprado en una tienda de camino hacia allí), iluminó el interior desierto de la habitación y entró en ésta.
Con cuidado, abrió la puerta del fregadero. No oyó ningún sonido. Una vez más encendió la linterna. Una cocina vacía... Fuera de la cocina había media docena de peldaños y una puerta que, evidentemente, conducía a la parte delantera de la casa.
Abrió la puerta y escuchó. Nada. La atravesó y se encontró en el vestíbulo. Tampoco ahora llegó ningún sonido. Había una puerta a la derecha y otra a la izquierda. Eligió la de la derecha, escuchó durante algún tiempo y luego le dio la vuelta al picaporte, que cedió. Abrió la puerta poco a poco y penetró en el interior.
En aquel preciso momento, oyó un ruido detrás suyo y se dio la vuelta... demasiado tarde. Algo había caído sobre su cabeza y lo derribó, dejándolo sin conocimiento.
Wilbraham no tenía idea del tiempo que tardó en recobrarlo. Volvió a la vida penosamente, con dolor de cabeza. Intentó moverse y no pudo. Estaba atado con cuerdas.
Repentinamente, tuvo plena conciencia de su estado. Ahora lo recordaba. Había recibido un golpe en la cabeza.
Una débil claridad sobre la parte posterior de la pared le mostró que estaba en un pequeño sótano. Miró a su alrededor y su corazón dio un brinco. A pocos pies de distancia yacía Freda, atada a él. Tenía los ojos cerrados, pero, mientras él la observaba con ansiedad, suspiró y los abrió. Su aturdida mirada se fijó en él y expresó la alegría con que le había reconocido.
—Usted también —exclamó ella—. ¿Qué ha ocurrido?
—La he desamparado a usted tristemente —dijo Wilbraham—. He caído de cabeza en la trampa. Dígame: ¿me ha enviado usted una rota rogándome que viniese a encontrarme con usted aquí?
—¿Yo? —contestó la muchacha, abriendo los ojos con asombro—. Ha sido usted quien me la ha enviado a mí.
—Oh, así que yo le enviado una nota.
—Sí. La recibí en la oficina. Esta nota me pedía que me reuniese con usted aquí y no en casa.
—El mismo método para los dos —gimió él, y explicó la situación.
—Ya comprendo —dijo Freda—. Entonces la idea era...
—Conseguir el papel. Debieron seguirnos ayer. Así es como han caído sobre mí.
—Y... ¿se lo han quitado? —preguntó Freda.
—Por desgracia, no puedo tocarme y comprobarlo —contestó el soldado, mirando con expresión lastimera sus manos atadas.
Y entonces, los dos se sobresaltaron. Porque habló una voz. Una voz que parecía venir del aire.
—Sí, gracias —dijo—. Se lo he quitado, no hay la menor duda sobre esto.
Y otra voz desconocida hizo que los dos se estremecieran.
—Mister Reid —murmuró Freda.
—Mister Reid es uno de mis nombres, mi querida señorita —dijo la voz—. Pero sólo uno de ellos. Tengo otros muchos. Ahora bien, siento tener que decirles que han interferido ustedes en mis planes, una cosa que nunca consiento. Su descubrimiento de esta casa es un asunto grave. No se lo han comunicado aún a la policía, pero podrían hacerlo más tarde.
»Mucho me temo que no puedo fiarme de ustedes. Podrían prometerme... pero las promesas rara vez se cumplen. Y ya lo ven, esta casa es muy útil para mí. Es, como podrían ustedes decir, mi casa de liquidaciones. La casa de la que no se vuelve. Desde aquí se pasa... a otra parte. Siento tener que decirles que esto es lo que van ustedes a hacer. Lamentable, pero necesario.
La voz se detuvo un breve momento y continúo luego diciendo:
—Nada de sangre. El derramamiento de sangre me resulta odioso. Mi método es mucho más sencillo. Y en realidad, no excesivamente doloroso, me parece. Bien, ahora tengo ya que retirarme. Buenas noches a los dos.
—¡Oiga! —exclamó Wilbraham—. Haga lo que quiera conmigo, pero esta señorita no ha hecho nada... nada. Dejarla libre no puede perjudicarle.
No hubo contestación. En aquel momento, Freda Clegg gritó:
—¡El agua... el agua!
Wilbraham se giró penosamente y siguió la dirección de los ojos de la chica. Por un agujero cercano al techo manaba con firmeza un chorrito de agua. Freda lanzó un grito histérico:
—¡Van a ahogarnos!
El sudor apareció en la frente de Wilbraham.
—Aún no hemos terminado —dijo—. Gritaremos pidiendo socorro. Seguramente, alguien nos oirá. Vamos: los dos a la vez.
Y ambos se pusieron a lanzar gritos y alaridos con todas sus fuerzas, sin detenerse hasta que se quedaron roncos.
—Me temo que es inútil —dijo Wilbraham tristemente—. Este sótano es muy profundo y supongo que las puertas están acolchadas. Después de todo, si pudieran oírnos no dudo de que ese bruto nos hubiera amordazado.
—¡Oh! —exclamó Freda—. Y todo es por mi culpa. Yo lo he metido en esta aventura.
—No sufra por eso, niñita. Estoy pensando en usted y no en mí. Yo me encontrado en otros trances apurados como éste y he salido de ellos. No se desanime. Yo la sacaré de éste. Tenemos tiempo de sobra. Según la cantidad de agua que cae, habrán de pasar algunas horas antes de que ocurra lo peor.
—¡Qué admirable es usted! —dijo Freda—. Nunca había encontrado a nadie como usted... salvo en los libros.
—Tonterías... Ésta es una cuestión de puro sentido común. Ahora tenemos que aflojar estas cuerdas infernales.
Al cabo de un cuarto de hora de esforzarse y retorcerse, Wilbraham tuvo la satisfacción de observar que sus ligaduras se habían aflojado considerablemente. Pudo entonces arreglárselas para doblar la cabeza y levantar las muñecas hasta lograr atacar los nudos con los dientes.
Una vez consiguió tener las manos libres, el resto era sólo cuestión de tiempo. Aunque entumecido y rígido, pudo inclinarse sobre la muchacha. Transcurrido un minuto, también ella quedó libre.
Hasta aquel momento, el agua sólo les había llegado a los tobillos.
—Y ahora —dijo el soldado— vamos a salir de aquí.
La puerta del sótano estaba unos cuantos peldaños más arriba. El mayor Wilbraham la examinó.
—Aquí no hay dificultad —dijo—. Un material endeble. Pronto cederá por los goznes.
Y, aplicando los hombros, la empujó. La madera crujió, se oyó un estallido y la puerta cedió a sus pies.
Fuera había un tramo de escaleras y, en su parte superior, otra puerta (muy diferente) de madera sólida, atrancada con hierro.
—Ésa será un poco más difícil —dijo Wilbraham—. ¡Aja! Estamos de suerte, no la han cerrado.
La empujó, miró a su alrededor e hizo una seña a la muchacha para que se acercase. Ambos salieron a un corredor, detrás de la cocina. Un momento después se hallaban al aire libre, en Friars Lane.
—¡Oh! —exclamó Freda con un pequeño sollozo—. ¡Oh, qué terrible ha sido!
—¡Querida mía! —contestó él, y la tomó en sus brazos—. ¡Has sido tan admirablemente valiente, Freda...! Ángel mío... ¿podrías algún día... quiero decir, querrías...? Te quiero, Freda, ¿quieres casarte conmigo?
Tras un intervalo adecuado y altamente satisfactorio por ambas partes, el mayor Wilbraham
dijo riendo entre dientes:
—Y lo que es más, tenemos aún el secreto del escondrijo de marfil.
—¡Pero esto te lo quitaron!
—Esto es justamente lo que no han hecho —replicó, riendo de nuevo, el mayor—. Como comprenderás, hice una copia falsa y, antes de reunirme contigo esta noche, puse el verdadero papel en una carta dirigida a mi sastre y que eché al correo. Lo que han cogido ha sido la copia falsa... ¡y que les haga buen provecho! ¿Sabes lo que vamos a hacer, querida? ¡Vamos a irnos a África Oriental a pasar la luna de miel y recoger el marfil!
Mister Parker Pyne salió de su despacho y subió dos tramos de escalera. Allí, en la habitación del piso más alto de la casa, estaba sentada Mrs. Oliver, la sensacional novelista, que había formado parte del estado mayor de mister Parker Pyne.
Mister Parker Pyne llamó a la puerta y entró. Mrs. Oliver estaba ante una mesa que contenía una máquina de escribir, varios cuadernos de notas, una confusión general de manuscritos sueltos y un gran saco de manzanas.
—Una excelente historia, Mrs. Oliver —dijo mister Parker Pyne de buen humor.
—¿Ha salido bien? —preguntó ella—. Lo celebro.
—Referente al asunto del agua en el sótano —dijo mister Parker Pyne—, ¿no cree usted que en una futura ocasión podría usarse quizás algo más original? —terminó con la adecuada timidez.
Mrs. Oliver cogió una manzana del saco.
—No lo creo, mister Parker Pyne. Ya lo ve usted, la gente está acostumbrada a leer estas cosas: agua que va subiendo en el sótano, gas venenoso, etc. Si se sabe de antemano, aumenta la emoción cuando le ocurre a uno mismo. El público es conservador, mister Parker Pyne, le gustan los recursos gastados.
—Bien, usted debe saberlo mejor —admitió mister Parker Pyne, recordando que estaba hablando con la autora de noventa y seis novelas de gran éxito en Inglaterra y América, y traducidas al francés, al alemán, al italiano, al húngaro, al finlandés, al japonés y al abisinio—. ¿Qué hay de los gastos?
Mrs. Oliver le acercó un papel.
—En general, muy moderados. Los dos negros, Percy y Jerry, querían muy poca cosa. El joven Lorimer, el actor, ha aceptado de buen grado el papel de mister Reid por cinco guineas. El discurso del sótano era, por supuesto, un disco de gramófono.
—Whitefriars me ha resultado muy útil —dijo mister Parker Pyne—. Lo compré para una canción y ha sido ya el escenario de once dramas emocionantes.
—Oh, me olvidaba —dijo Mrs. Oliver—. El sueldo de Johnny, cinco chelines.
—¿Johnny?
—Sí, el muchacho que ha echado el agua con las regaderas por el agujero de la pared.
—Ah, sí. Y a propósito, Mrs. Oliver, ¿cómo es que sabe usted swahili?
—No sé una palabra de ese dialecto.
—Comprendo. ¿El Museo Británico, quizás?
—No. La Oficina de Información del Selfridges.
—¡Qué maravillosos son los recursos del comercio moderno! —murmuró él.
—Lo único que me disgusta es que esos dos muchachos no van a encontrar ni rastro de marfil cuando lleguen allí.
—En este mundo, no puede uno tenerlo todo —dijo mister Parker Pyne—. Tendrán una luna de miel.
Mrs. Wilbraham ocupaba un sillón de la cubierta. Su esposo estaba escribiendo una carta.
—¿Qué fecha es hoy, Freda?
—Dieciséis.
—¡Dieciséis! ¡Válgame Dios!
—¿Qué pasa, querido?
—Nada, que acabo de acordarme de un tipo llamado Jones.
Por muy bien que se haya uno casado, hay algunas cosas que no cuenta nunca.
«Al diablo con toda la historia —pensó el mayor Wilbraham—. Debería haber llamado allí y haber ido a recoger mi dinero —y luego, siendo un hombre justo, consideró el otro aspecto del problema—. Después de todo, fui yo quien faltó a lo pactado. Debo suponer que, si hubiese ido a ver a ese Jones, algo hubiera sucedido. Y de todos modos, tal como han ocurrido las cosas, si no hubiese salido para ir a verlo, no hubiera oído a Freda pedir socorro ni nos hubiéramos conocido. ¡Y así, por casualidad, quizás tiene derecho a las cincuenta libras!»
Por su parte, Mrs. Wilbraham se decía, siguiendo sus propios pensamientos:
«¡Qué tonta fui al creer aquel anuncio y dar a esa gente tres guineas! Por supuesto, ellos no han tenido parte alguna en el asunto ni ocurrió nada. ¡Si yo hubiese sabido lo que iba a suceder...! Primero mister Reid y, luego, ¡el modo extraño y romántico de entrar este hombre en mi vida! Y pensar que, a no ser por pura casualidad, no hubiera llegado a conocerlo!»
Y volviéndose, dirigió a su esposo una mirada de adoración.
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