AGATHA CHRISTIE - LA PERLA DEL PRECIO




"La perla del precio" es la nueva historia que traemos hoy de la gran Agatha Christie, sin mas rodeos, comencemos...








Los expedicionarios habían tenido un día largo y fatigoso. Habían salido de Ammán por la mañana temprano, con una temperatura de treinta y seis grados y medio a la sombra, y habían llegado por fin cuando empezaba a oscurecer en el campamento, situado en el corazón de esa ciudad de fantástica y absurda roca roja que es Petra.

Eran siete personas. Mister Caleb P. Blundell, ese macizo y próspero magnate americano; su moreno, bien parecido y algo taciturno secretario, Jim Hurst; sir Donald Marvel, miembro del parlamento inglés, de expresión fatigada; el doctor Carver, veterano arqueólogo de fama mundial; un valeroso francés, el coronel Dubosc; un tal mister Parker Pyne, de profesión quizás no tan claramente definida, pero que respiraba la atmósfera de la solidez británica; y por último, miss Carol Blundell, bonita, mimada y extremadamente segura de sí misma: la única mujer entre media docena de hombres.

Cenaron en la gran tienda, después de elegir las tiendas o cuevas que debían servirles de dormitorios. Hablaron de la política de Oriente Medio, el inglés con cautela, el francés discretamente, el americano de un modo inconexo y superficial. El arqueólogo y mister Parker Pyne no dijeron nada, prefiriendo, al parecer, el papel de oyentes. Y lo mismo Jim Hurst.

Luego hablaron de la ciudad que habían venido a visitar.

—Esto es sencillamente demasiado romántico para ser expresado con palabras —dijo Carol—. Pensar que estos... ¿cómo los llaman ustedes?... nabateos, han vivido aquí todo este período... ¡Casi desde que empezó a correr el tiempo!

—No tanto —dijo mister Parker Pyne blandamente—. ¿No es verdad, doctor Carver?

—¡Oh! Esto es sólo una cuestión de no más de dos mil años, y si hay romanticismo en el bandidaje, entonces sí, supongo que los nabateos eran románticos. Eran una cuadrilla de bandidos ricos, diría yo, que obligaban a los viajeros a utilizar sus propias rutas de caravanas, cuidando de que las otras rutas fuesen peligrosas. Petra es el almacén del botín que recogieron.

—¿Cree usted que no eran más que bandidos? —preguntó Carol—. ¿Nada más que vulgares ladrones?

—La palabra ladrón es menos romántica, miss Blundell. Un ladrón puede ser un simple ratero. Un bandido da la idea de un extenso campo de operaciones.

—¿Y qué me dice de un financiero moderno? —sugirió mister Parker Pyne con un movimiento de los párpados.

—¡Esto va para ti, papá! —exclamó Carol.

—Un hombre que hace dinero beneficia a la humanidad —afirmó mister Blundell en tono elocuente.

—La humanidad es tan ingrata... —murmuró mister Parker Pyne.

—¿Qué es la honradez? —preguntó el francés—. Es una nuance, un matiz convencional. En países diferentes significa cosas distintas. Un árabe no se avergüenza de robar, no se avergüenza de mentir. Lo que para él es importante es a quién roba o a quién miente.

—Es decir, el punto de vista —dijo Carver.

—Lo que demuestra la superioridad de Occidente sobre Oriente —observó Blundell—. Cuando estas pobres criaturas se eduquen...

Lánguidamente, sir Donald entró en la conversación:

—Ya saben ustedes que la educación tiene mucho de engaño. Enseña a la gente una cantidad de cosas inútiles. Quiero decir que nada altera lo que uno es.

—¿Lo que significa...?

—Lo que significa que el que roba una vez robará siempre.

Hubo un momento de silencio absoluto. Luego, Carol se puso a hablar febrilmente de los mosquitos y su padre la secundó.

Un poco desconcertado, sir Donald le murmuró a su vecino, mister Parker Pyne:

—Parece que he cometido una torpeza, ¿eh?

—Es curioso —dijo mister Parker Pyne.

Cualquiera que fuese la momentánea turbación causada por el incidente, una persona había dejado de advertirla. El arqueólogo se había quedado callado, con los ojos soñadores y distraídos. Pero, cuando se produjo una pausa, dijo de repente:

—Estoy de acuerdo con esto... por lo menos desde el punto de vista opuesto. Un hombre es, o no es, fundamentalmente honrado. Eso no tiene vuelta de hoja.

—¿No cree usted que una tentación repentina, por ejemplo, convertirá a un hombre honrado en un criminal? —preguntó mister Parker Pyne.

—¡Imposible! —dijo Carver.

En este punto, mister Parker Pyne movió la cabeza suavemente.

—Yo no diría que es imposible. Ya lo ve usted, hay tantos factores a tener en cuenta... Está, por ejemplo, el aspecto crítico.

—¿Qué es lo que usted llama el aspecto crítico? —preguntó el joven Hurst, hablando por primera vez. Su voz era profunda y bastante agradable.

—El cerebro está ajustado para llevar un determinado peso. Un detalle insignificante puede precipitar una crisis y convertir a un hombre honrado en un canalla. Ésta es la razón por la que la mayoría de los crímenes son absurdos. Nueve de cada diez veces, la causa es ese ligero sobrepeso... la gota que colma el vaso.

—Está usted hablando del aspecto psicológico, amigo mío —dijo el francés.

—Si un criminal fuese psicólogo, ¡qué clase de criminal podría ser! —dijo mister Parker Pyne. Y se detuvo como si saborease la idea—. Cuando uno piensa que de cada diez personas que encuentra, nueve por lo menos podrían ser inducidas a actuar del modo que él quisiera con sólo aplicarles el estímulo adecuado...

—¡Oh, explique eso! —exclamó Carol.

—Está el hombre que se intimida: grítele lo suficiente y obedece. Está el que lleva la contraria: exíjale lo contrario de lo que usted desea que haga. Está luego la persona sugestionable, el más frecuente de todos los tipos. Éstos son los que han visto un automóvil porque han oído una bocina. Los que ven un cartero porque oyen el ruido del buzón. Los que ven un cuchillo en una herida porque les han dicho que han apuñalado a un hombre u oyen una detonación porque les han dicho que alguien ha sido asesinado de un tiro.

—Me imagino que nadie podría sugestionarme a mí de esta manera —dijo Carol incrédula.

—Tú eres demasiado lista para esto, querida —observó su padre.

—Es muy cierto lo que ha dicho usted —añadió el francés con tono reflexivo—. La idea preconcebida engaña a los sentidos.

Carol bostezó.

—Me voy a mi cueva —dijo—. Estoy muerta de cansancio. Abbas Effendi ha dicho que tenemos que salir mañana temprano. Nos lleva al lugar del sacrificio... o lo que quiera que sea.

—Allí es donde sacrifican a las muchachas jóvenes y hermosas —dijo sir Donald.

—¡Misericordia! ¡Espero que no! Bien, buenas noches a todos. Oh, se me ha caído un pendiente no sé cómo.

El coronel Dubosc lo recogió de encima de la mesa adonde había ido a parar y se lo devolvió.

—¿Son auténticas? —preguntó sir Donald de repente. Pues descortésmente estaba mirando las dos grandes perlas que ella llevaba en las orejas.

—Son completamente auténticas —contestó Carol con energía.

—Me costaron ochenta mil dólares —añadió su padre con gran satisfacción—. Y se las pone tan flojas que se le caen y ruedan por el suelo. ¿Quieres arruinarme, muchacha?

—Debo decir que no te arruinaría aunque hubieras de comprarme otro par —dijo Carol cariñosamente.

—Supongo que no —convino su padre—. Podría comprarte tres pares de pendientes de esta clase sin que se notase en mi saldo del banco —Y dirigió a su alrededor una mirada de orgullo.

—¡Qué satisfacción para usted! —dijo sir Donald.

—Bien, señores, creo que voy a retirarme ahora —dijo Blundell—. Buenas noches. 

El joven Hurst se fue con él. Los otros cuatro se sonrieron entre sí como poseídos por el mismo pensamiento.

—Bueno —dijo con calma sin Donald—, ¡es bonito saber que no encontraría a faltar el dinero! ¡Orgulloso cerdo ricachón! —añadió rencorosamente.

—Esos americanos tienen demasiado dinero —observó Dubosc.

—Para un rico es difícil ser apreciado por los pobres —dijo mister Parker Pyne amablemente.

Dubosc se echó a reír.

—¿Envidia o malicia? —insinuó—. Tiene usted razón, señor mío. Todos quisiéramos ser ricos para poder comprar varios pares de pendientes de perlas. Excepto, quizás, el caballero aquí presente.

Y saludó con la cabeza al doctor Carver, que, según parecía ser su costumbre, volvía a hallarse abstraído. Estaba jugando con un pequeño objeto que tenía en la mano.

—¿Eh? —dijo despertándose—. No, debo admitir que no ambiciono las grandes perlas, pero el dinero es siempre útil, por supuesto. —Y su tono puso al dinero en el lugar que le correspondía—. Pero miren esto: aquí hay algo cien veces más interesante que las perlas.

—¿Qué es?

—Es un sello cilíndrico de hematites negra y en él está grabado una escena de presentación: un dios presenta a un suplicante a otro dios entronizado y más poderoso. El suplicante lleva un cabrito a modo de ofrenda y el dios augusto que ocupa el trono está protegido contra las moscas por un siervo que lo abanica con una rama de palmera. La clara inscripción hace mención del hombre como un servidor de Hammurabi, de modo que debe haber sido hecha hace cuatro mil años.

Sacó del bolsillo un trozo de plastilina y esparció un poco sobre la mesa. La engrasó luego con vaselina e hizo girar el cilindro por encima. Luego, con un cortaplumas, desprendió un cuadrado de plastilina y lo separó despacio del tablero.

—¿Lo ven ustedes?

La escena que había descrito apareció limpia y clara sobre la plastilina.

Por un momento, se sintieron poseídos por el encanto del pasado. Luego, llegó de fuera la voz musical de mister Blundell.

—¡Oigan amigos! ¡Saquen mi equipaje de esa condenada cueva y llévenlo a una tienda! Los no-see-ums[1] pican de lo lindo. No voy a poder pegar los ojos.

—¿No-see-ums? —preguntó Donald.

—Probablemente moscas de la arena —dijo el doctor Carver.

—Me gusta no-see-ums —dijo mister Parker Pyne—. Es un nombre mucho más sugestivo.

A la mañana siguiente, los expedicionarios se pusieron en marcha temprano tras varías exclamaciones acerca del color y el tono de las rocas. La ciudad «rosa-encarnada» era verdaderamente un capricho extravagante y pintoresco de la naturaleza. Adelantaban despacio, puesto que el doctor Carver caminaba con los ojos clavados en el suelo, deteniéndose de vez en cuando para recoger pequeños objetos.

—Siempre puede uno reconocer a un arqueólogo... de este modo —dijo el coronel Dubosc sonriendo—. Nunca mira el cielo, ni las montañas, ni las bellezas de la naturaleza. Anda con la cabeza inclinada, buscando.

—Sí, pero, ¿para qué? —preguntó Carol—. ¿Qué cosas recoge usted, doctor Carver?

Con una ligera sonrisa, el arqueólogo mostró un par de fragmentos cenagosos de cerámica.

—¡Esa basura! —exclamó Carol desdeñosamente.

—La cerámica es más interesante que el oro —replicó el doctor Carver.

Carol le dirigió una mirada de incredulidad.

Así llegaron a una curva pronunciada del camino y dejaron atrás dos o tres tumbas excavadas en la roca. La subida era algo difícil. La escolta beduina iba delante, pasando por el borde de los precipicios con indiferencia, sin mirar el abismo que se abría a uno de sus lados.

Carol parecía un poco pálida. Uno de la escolta se inclinó y tendió una mano. Hurst saltó delante de ella y sostuvo su bastón a modo de baranda sobre ese lado peligroso. Ella le dio las gracias con una mirada y un momento después se halló en el ancho sendero de roca. Los otros seguían despacio.

El sol estaba alto ahora y empezaba a dejarse sentir el calor.

Por último, alcanzaron una ancha meseta, casi en la cumbre. Una ascensión fácil los condujo al extremo de un gran bloque cuadrado de roca. Blundell indicó al guía que irían solos. Los beduinos se instalaron cómodamente contra las rocas y empezaron a fumar. Pocos minutos después, los otros habían alcanzado tranquilamente la cima.

Era un lugar curioso y despejado. La vista era maravillosa y comprendía un valle a uno y otro lado. Se hallaban sobre un sencillo suelo rectangular, con pilones excavados al lado y una especie de altar de sacrificios.

—Un sitio espléndido para los sacrificios —dijo Carol con entusiasmo—. ¡Pero, Dios mío, necesitarían mucho tiempo para traer a las víctimas aquí arriba!

—Antes había una especie de camino en zigzag, sobre la roca —explicó el doctor Carver—. Veremos las señales cuando bajemos por el otro lado.

Durante algún rato se cambiaron largos comentarios, sosteniéndose la conversación. Luego se oyó un ligero tintineo y el doctor Carver dijo:

—Creo que ha vuelto a perder su pendiente, miss Blundell.

Carol se llevó la mano a la oreja enérgicamente.

—Vaya, pues es verdad.

Dubosc y Hurst empezaron a buscar a su alrededor.

—Debe de estar aquí mismo —dijo el francés—. No puede haberse alejado rodando, pues no hay ningún escondrijo adonde hubiera podido ir a parar. Esto es como una caja cuadrada.

—¿No puede haberse metido en alguna grieta? —preguntó Carol.

—No hay grietas por ninguna parte —dijo mister Parker Pyne—. Puede comprobarlo usted misma. El suelo es completamente liso. Ah, ¿ha encontrado usted algo, coronel?

—Sólo un pequeño guijarro —dijo Dubosc, sonriendo y tirándolo.

Gradualmente, aquellas pesquisas fueron haciéndose con un nuevo espíritu, un espíritu de tensión. No se pronunciaron en voz alta, pero las palabras «ochenta mil dólares» estaban presentes en todas las conciencias.

—¿Estás segura de que lo llevabas, Carol? —dijo su padre con energía—. Quiero decir que quizás se te cayó cuando subíamos.

—Lo llevaba puesto cuando entramos en esta meseta —contestó Carol—. Lo sé porque el doctor Carver me advirtió que estaba flojo y me lo sujetó él mismo. ¿No es así, doctor?

El doctor Carver hizo un gesto afirmativo. Fue sir Ronald quien anunció lo que todos pensaban.

—Éste es un asunto bastante desagradable, mister Blundell —dijo—. Anoche nos habló usted de lo que valían esos pendientes. Uno solo de ellos equivale a una pequeña fortuna. Si este pendiente no se encuentra, y no parece que vaya a encontrarse, cada uno de nosotros se hallará bajo sospecha.

—Y yo, por mi parte, pido que me registren —interrumpió el coronel Dubosc—. No lo pido: ¡Lo exijo como un derecho!

—Pueden ustedes registrarme también a mí —dijo Hurst con una voz que parecía dura.

—¿No es esto lo que pensamos todos los demás? —preguntó sir Donald con una mirada altiva a su alrededor.

—Ciertamente —dijo mister Parker Pyne.

—Una excelente idea —añadió el doctor Carver.

—Yo también quiero ser registrado, señores —dijo mister Blundell—. Tengo mis razones para ello, aunque no insistiré en ellas.

—Como usted desee, mister Blundell, por supuesto —dijo Donald cortésmente.

—Carol, querida: ¿quieres irte abajo y esperar con los guías?

Sin una palabra, la muchacha nos dejó. La expresión de su rostro era tristemente resuelta. Tenía un aspecto desesperado que llamó la atención por lo menos a uno de los presentes. Y éste se preguntó cuál podría ser la causa.

El registro, que fue riguroso y completo, se efectuó con resultado enteramente satisfactorio. Una cosa era segura: nadie llevaba el pendiente encima. Una vez hubieron descendido la meseta, las descripciones y la información de los guías fueron escuchadas por un grupo de viajeros deprimidos.

Mister Parker Pyne acababa de vestirse para el almuerzo, cuando apareció una figura en la puerta de su tienda.

—¿Puedo pasar, mister Pyne?

—Por supuesto, mi querida señorita, por supuesto.

Carol entró y se sentó en la cama. Su rostro conservaba la triste expresión que él había advertido un poco antes.

—Usted afirma que arregla los asuntos de las personas que no son felices, ¿no es verdad? —preguntó la joven.

—Estoy de vacaciones, miss Blundell. No me encargo de ningún caso.

—Bien, va usted a encargarse de éste —dijo la muchacha con calma— Escuche, mister Pyne, soy muy desdichada.

—¿Qué es lo que le preocupa? —le preguntó él—. ¿Este asunto del pendiente?

—Precisamente. Usted lo ha dicho. Jim Hurst no lo ha cogido, mister Pyne. Yo sé que no lo ha cogido.

—No entiendo bien, miss Blundell. ¿Por qué habría de pensar que lo había cogido él?

—Por sus antecedentes. Jim Hurst robó una vez, mister Pyne. Fue sorprendido en nuestra casa. Yo... yo sentí pena por él. Parecía entonces tan joven y tan desesperado...

«Y tan guapo», pensó mister Parker Pyne.

—Persuadí a papá para que le diese una oportunidad de corregirse. Mi padre haría cualquier cosa por mí. Pues bien, papá le dio a Jim su oportunidad y se ha corregido. Papá ha llegado a contar con él y a confiarle los secretos de sus negocios. Y, al final, todo quedará como antes, o hubiera quedado de no haber ocurrido esto.

—Cuando dice: todo quedará como antes...

—Entienda que quiero casarme con Jim y que él quiere casarse conmigo.

—¿Y sir Donald?

—Sir Donald es una idea de mi padre, no mía. ¿Cree usted que voy a casarme con un pez relleno como sir Donald?

Sin expresar opinión alguna sobre esta descripción del joven inglés, mister Parker Pyne preguntó:

—¿Y el mismo sir Donald?

—Me atrevo a decir que me cree buena para sus tierras yermas —contestó Carol desdeñosamente.

Mister Parker Pyne consideró la situación.

—Quisiera preguntarle dos cosas —dijo—: Ayer por la noche se hizo la observación «el que roba una vez, robará siempre».

La muchacha hizo un gesto afirmativo.

—Ahora comprendo la razón de que esta observación pareciera perturbarle a usted.

—Sí, era embarazoso para Jim... y también para mí y para papá. Temí tanto que el rostro de Jim diese alguna muestra de emoción que hablé diciendo lo primero que se me ocurrió.

Mister Parker Pyne afirmó con la cabeza con expresión pensativa. Luego preguntó:

—¿Por qué ha insistido hoy su padre en ser registrado también?

—¿No lo ha comprendido usted? Yo sí. Papá tenía en la cabeza la idea de que yo pudiera pensar que todo aquello era un plan contra Jim. Ya lo ve usted: se ha empeñado en que me case con el inglés. Pues bien: quería demostrarme que no le había hecho una mala pasada a Jim.

—Dios mío —dijo mister Parker Pyne—, todo esto ilumina mucho el caso. Quiero decir en un sentido general. Difícilmente puede resultar útil para nuestra particular investigación.

—¿No va usted a dar su jaque mate?

—No, no —y guardó un momento de silencio. Luego dijo—: ¿Qué es exactamente lo que usted desea que haga, miss Carol?

—Que demuestre que no ha sido Jim quien ha cogido esa perla.

—¿Y suponiendo, perdóneme, que haya sido él? Entonces, ¿qué?

—Si cree esto, está equivocado... completamente equivocado.

—Sí, pero en realidad, ¿ha considerado usted el caso cuidadosamente? ¿No cree que esta perla hubiera podido resultar una tentación repentina para mister Hurst? Vendiéndola obtendría una suma considerable... un capital con que poder especular, por ejemplo, y que podría hacerle independiente para casarse con usted, con o sin el consentimiento de su padre y quedarse tranquilo.

—Jim no ha hecho eso —dijo la muchacha sencillamente.

—Está bien, haré lo que pueda.

Con una breve inclinación de cabeza, la joven abandonó la tienda. A su vez, mister Parker Pyne se sentó en la cama y se entregó a sus meditaciones. De pronto, se rió entre dientes.

—Mi ingenio va cada vez a menos —dijo en voz alta.

Durante el almuerzo estuvo de buen humor.

La tarde transcurrió apaciblemente. La mayor parte de ellos la pasaron durmiendo. Al entrar mister Parker Pyne en la tienda grande, a las cuatro y media, sólo el doctor Carver estaba allí, ocupado en examinar algunos fragmentos de cerámica.

—¡Ah! —dijo mister Parker Pyne, acercando una silla a la mesa—. Precisamente la persona que quería ver. ¿Puede usted dejarme ese trozo de plastilina que lleva?

El doctor se palpó los bolsillos y sacó un bastoncito de plastilina, que ofreció galantemente a mister Parker Pyne.

—No —dijo éste, apartándolo—. No es éste el que me interesa, sino aquel trozo que tenía usted anoche. Para serle franco, no es la plastilina lo que quiero, sino su contenido.

Hubo un silencio y luego el doctor Carver dijo con calma:

—Creo que no le entiendo a usted.

—Yo creo que sí —dijo mister Parker Pyne—. Quiero el pendiente de miss Blundell.

Hubo un minuto de absoluto silencio. Después, Carver se metió la mano en el bolsillo y, sacando un trozo informe de plastilina, dijo sin que su rostro mostrase expresión alguna:

—Ha sido usted muy hábil.

—Deseo que me lo cuente —dijo mister Parker Pyne. Entretanto, sus dedos trabajaban. Con un gruñido, extrajo un pendiente con una perla, algo sucio—. Pura curiosidad, ya comprende —añadió en tono de excusa—. Pero me gustaría saberlo.

—Se lo diré —contestó Carver— si me dice cómo acertó a fijarse en mí. Porque usted no vio nada, ¿no es verdad?

Mister Parker Pyne movió la cabeza.

—Únicamente he pensado en ello.

—El comienzo fue puramente accidental —dijo Carver—. Yo iba esta mañana detrás de todos ustedes y vi de pronto el pendiente en el suelo: debió de haberse caído de la oreja de la muchacha un momento antes. Ella no lo había advertido. Nadie lo había advertido. Lo cogí y lo guardé en el bolsillo con la intención de devolvérselo tan pronto como la alcanzase. Pero luego me olvidé.

»Y más tarde, a la mitad de la subida, empecé a pensar. La joya no significaba nada para esa tonta. Su padre le compraría otra sin advertir el gasto. Y en cambio, significaría mucho para mí. Con el producto de la venta de esa perla tendría el equipo de una expedición. —Y su rostro impasible se contrajo y animó—. ¿Sabe usted lo difícil que resulta en estos tiempos hacer que la gente se suscriba para costear excavaciones? No, no lo sabe. La venta de esa perla lo facilitaría todo. Hay un sitio que quiero explorar... allí arriba, en Beluchistán. Todo un capítulo del pasado está esperando que lo descubran...

«Acudió a mi memoria lo que decía usted anoche sobre los testigos que se sugestionan. Pensé que la muchacha pertenecía a ese tipo. Al llegar a la cumbre, le dije que se le había aflojado el pendiente. Fingí que se lo ajustaba. Lo que realmente hice fue apretar sobre su oreja la punta de un pequeño lápiz. A los pocos minutos dejé caer un guijarro. Ella estaba perfectamente dispuesta a jurar que había llevado el pendiente y que acababa de caérsele. Entretanto, yo apreté la perla en el interior de ese trozo de plastilina, en mi bolsillo. Ésta es mi historia. No muy eficiente. Ahora hable usted.

—Mi historia no es muy larga —dijo mister Parker Pyne—. Usted era el único que recogía cosas del suelo. Esto fue lo que me hizo sospechar. Y el hallazgo del pequeño guijarro era significativo, pues daba la pista del ardid que tan hábilmente había utilizado. Y además...

—Continúe —dijo Carver.

—Pues bien, habló usted anoche de la honradez con vehemencia un poco exagerada. Protestar demasiado... bueno, ya sabe lo que dice Shakespeare. Parecía, en cierto modo, como si intentase convencerse a sí mismo. Y habló del dinero con excesivo desdén.

El rostro del hombre que tenía enfrente parecía arrugado y fatigado. Carver contestó:

—Bien, no hay más que hablar. Todo ha terminado ahora para mí. Supongo que va usted a devolverle a esa niña su chuchería. Cosa rara ese instinto bárbaro del adorno. Lo encuentra usted ya en los tiempos paleolíticos. Es uno de los primeros instintos del sexo femenino.

—Creo que juzga usted mal a miss Carol —dijo mister Pyne—. Es una joven que tiene cabeza y, lo que es más, tiene corazón. Creo que no hablará de este asunto.

—Pero le hablará a su padre —dijo el arqueólogo.

—No lo creo, las perlas son falsas.

—Quiere usted decir que...

—Sí. La muchacha no lo sabe. Cree que las perlas son auténticas. Yo tuve mis sospechas ayer noche. Mister Blundell habló un poco más de lo necesario del dinero que tenía. Cuando las cosas van mal y uno está cogido, lo mejor es poner buena cara y fanfarronear. Y Mister Blundell estaba fanfarroneando.

De pronto, el doctor Carver sonrió. Era la sonrisa simpática de un muchachito, ciertamente extraña en un hombre de edad.

—Entonces, todos nosotros somos unos infelices —dijo.

—Exactamente —contestó mister Parker Pyne, y añadió—: Mal de muchos, consuelo de tontos. Es eso lo que nos hace tan indulgentes...








[1] «No-see-ums», es decir: «You don't see them» (Tú no los ves), en el inglés popular de la India. (N. del T.)




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