Con "Tiene usted todo lo que desea?" llegamos a un climax en el selecto trabajo de Parker Pyne investiga, escrito por Agatha Christie, comencemos a leer.
—Par ici, madame.
Una mujer alta, con un abrigo de visón, seguía a un mozo muy cargado de equipaje por el andén de la estación de Lyon.
Esta dama iba tocada con una prenda oscura de punto que le cubría una oreja y un ojo. El otro lado revelaba un perfil encantador con una naricilla arremangada y unos ricitos dorados en torno a una oreja en forma de concha. Era una típica norteamericana de aspecto atractivo, y más de un hombre había vuelto la cabeza para mirarla a su paso por delante de los vagones del tren que esperaba.
Esos vagones ostentaban rótulos con los nombres: París-Athenes. Paris-Bucharest. Paris-Stamboul.
Frente a este último se detuvo el mozo de repente. Desató la correa que mantenía las maletas unidas y éstas se deslizaron al suelo pesadamente: «Voici, madame».
El empleado del coche-cama estaba de pie junto a los peldaños. Se adelantó con un saludo: «Bon-soir, madame», que pronunció con un empressement debido, quizás, a la riqueza y excelente factura del abrigo de visón.
La dama le entregó su billete de reserva para el coche-cama.
—Número seis —dijo el hombre—. Por aquí.
Y saltó al vagón con agilidad seguido por ella. Cuando la joven se apresuraba tras él por el pasillo, estuvo a punto de chocar con un grueso caballero que salía del departamento inmediato al suyo. Momentáneamente, observó que aquel viajero tenía una cara grande, de benigna expresión y una mirada benévola.
—Voici, madame.
El empleado abrió el departamento. Levantó el cristal de la ventanilla e hizo gestos al mozo. Un empleado subalterno levantó el equipaje y lo colocó en las redes. La viajera se sentó.
Había puesto sobre el asiento, a su lado, un maletín de color carmesí y su bolso. Hacía un poco de calor en el coche, pero no se le ocurrió quitarse el abrigo. Miró por la ventanilla sin fijar la atención. La gente se apresuraba por el andén de un lado a otro. Allí había vendedores de periódicos, de almohadas, de chocolates, de fruta, de aguas minerales. Todos le tendían sus mercancías, pero ella los miraba sin verlos.
La estación de Lyon había desaparecido para ella. En su joven rostro únicamente estaban retratadas la tristeza y la inquietud.
—Si la señora es tan amable de darme su pasaporte...
Las palabras no la inmutaron. El empleado, de pie en la puerta del departamento, las repitió. Elsie Jeffries se levantó con un sobresalto.
—¿Decía usted?
—Su pasaporte, señora.
Ella abrió el bolso, sacó el pasaporte y se lo entregó.
—Muy bien, señora. Yo me ocuparé de todo —siguió un silencio breve y significativo—. Yo voy con la señora hasta Estambul.
Elsie sacó un billete de cincuenta francos y se lo alargó. El hombre lo aceptó como algo normal, v preguntó a qué hora deseaba que se le hiciese la cama y si cenaría en el tren.
Arreglados estos detalles, se retiró y, casi inmediatamente, vino por el corredor el hombre del restaurante, haciendo sonar frenéticamente su campanilla y gritando:
—¡Premier service, premier service!
Elsie se levantó, se despojó de su pesado abrigo de pieles, echó una ojeada a su propia imagen en el pequeño espejo y, recogiendo su bolso y su maletín de joyas, salió al corredor. No había dado más que algunos pasos cuando el hombre del restaurante llegó corriendo en su viaje de regreso. Para darle paso, Elsie retrocedió un momento en la puerta del departamento inmediato, que estaba ahora desierto. Cuando el hombre hubo pasado, se preparó para continuar su camino al coche restaurante y su mirada distraída tropezó con el marbete de una maleta depositada en el asiento.
Era una maleta de piel de cerdo algo usada. En el marbete se leían las palabras «J. Parker Pyne, pasajero hasta Estambul». Y la misma maleta llevaba las iniciales P.P.
En el rostro de la muchacha apareció una expresión de sorpresa. Tras vacilar un momento en el corredor, volvió a su propio departamento y recogió un ejemplar de The Times que había sobre la mesa, junto con algunas revistas y libros.
Pasó las miradas por las columnas de anuncios de la primera página, pero lo que buscaba no estaba allí. Con una ligera contracción de las cejas, se dirigió al coche restaurante.
El camarero del restaurante la condujo a un asiento de una mesilla ya ocupada por otra persona: el caballero con quien estuvo a punto de tropezar en el corredor. En realidad, era el propio dueño de la maleta de piel de cerdo.
Elsie lo miró disimuladamente. Tenía una expresión suave, benévola y deliciosamente tranquilizadora, en cierto modo imposible de explicar. Se condujo con la acostumbrada reserva británica y sólo habló tras servirse la fruta.
—Hace un calor terrible en estos lugares.
—Lo sé —dijo Elsie—. Desearía que se pudiese abrir la ventanilla.
—¡Imposible! —contestó él con una sonrisa lastimera—. Todas las personas presentes, aparte de nosotros, protestarían.
Ella contestó con otra sonrisa. Ninguno de los dos dijo nada más.
Trajeron el café y la acostumbrada cuenta indescifrable. Tras colocar algunos billetes sobre ésta, Elsie se revistió de pronto de valor y murmuró:
—Con su permiso, he visto su nombre en su maleta... Parker Pyne. ¿Es usted... es usted por casualidad...?
Dicho esto, vaciló y él acudió en su ayuda.
—Creo que soy yo. Es decir —y repitió las palabras del anuncio que Elsie había visto más de una vez en The Times y buscado en vano poco antes—: «¿Es usted feliz? Si no lo es, consulte a mister Parker Pyne.» Sí, éste soy yo.
—Ya lo veo —dijo Elsie—. Pero ¡qué... qué extraordinario!
Él movió la cabeza.
—En realidad, no. Es extraordinario desde su punto de vista, pero no desde el mío —y le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Luego se inclinó hacia delante. La mayoría de los otros viajeros se habían retirado ya del coche—. Es decir, ¿usted no es feliz? —preguntó.
—Yo... —empezó a decir Elsie, y se detuvo.
—Usted no hubiera dicho «Qué extraordinario» si no fuera así —le indicó.
Elsie guardó silencio durante un minuto. La sola presencia de mister Parker Pyne le daba una extraña calma.
—Sí —admitió finalmente—. Soy... desgraciada. Por lo menos, estoy inquieta.
Él hizo un gesto afirmativo como expresión de simpatía.
—Ya lo ve usted —continuó ella—, ha ocurrido una cosa muy curiosa y no tengo la menor idea de lo que puede significar.
—Si quiere contármela —propuso mister Parker Pyne.
Elsie se acordó del anuncio. Con frecuencia, ella y Edward lo habían comentado, riéndose. Jamás se le había ocurrido que ella misma... Quizás sería mejor que desistiera... si mister Parker Pyne no fuese más que un charlatán... Pero parecía... ¡una persona tan correcta!
Elsie tomó su decisión. ¡Cualquier cosa para librarse de aquella inquietud!
—Se lo diré a usted. Voy a Constantinopla para reunirme con mi esposo. Tiene muchos negocios en Oriente y este año ha sido preciso que fuera allí. Se fue hace quince días. Iba a preparar las cosas para que yo pudiese reunirme con él. Esta idea me ha excitado mucho. Ya comprende, nunca había estado en el extranjero. Hemos pasado seis meses en Inglaterra.
—¿Su esposo y usted son norteamericanos?
—Sí.
—¿Y quizás no hace mucho tiempo que se casaron?
—Un año y medio.
—¿Y han sido felices?
—¡Oh, sí! Edward es un verdadero ángel. —Y continuó tras una vacilación—: Quizás no completamente a la moda de ahora. Sólo un poquito... bien, yo lo llamaría estrecho de miras. Muchos antepasados puritanos, etcétera. Pero es un encanto —añadió apresuradamente.
Mister Parker Pyne la miró un par de segundos con aire pensativo y dijo:
—Continúe.
—Fue una semana después de la partida de Edward. Yo estaba escribiendo una carta en su despacho y advertí que el papel secante era nuevo y estaba limpio, salvo por unas líneas escritas que lo cruzaban. Yo acababa de leer una historia de detectives que se refería a una pista hallada en un papel secante y sólo para divertirme lo sostuve delante de un espejo. Realmente sólo había pensado en divertirme, mister Pyne... Quiero decir, que no tenía la intención de espiar a Edward. Es un manso cordero y nadie soñaría en atribuirle alguna aventura dudosa.
—Sí, sí, comprendo perfectamente.
—Era fácil leerlo. Primero había la palabra «esposa», luego «Simplón Express» y, más abajo, «al llegar a Venecia sería el mejor momento» —y se detuvo.
—Curioso —dijo mister Pyne—. Muy curioso. ¿Era la letra de su marido?
—Oh, sí. Pero me he estrujado los sesos y no puedo ver bajo qué circunstancias había de usar estas palabras en ninguna carta.
—«Al llegar a Venecia sería el mejor momento» —repitió mister Parker Pyne—. En realidad, es muy curioso.
Mrs. Jeffries se había inclinado y le miraba con una esperanza halagadora.
—¿Qué debo hacer? —preguntó sencillamente.
—Me temo —dijo mister Parker Pyne— que tendremos que esperar hasta encontrarnos en Venecia. Aquí está el horario de nuestro tren. Llega a Venecia mañana por la tarde a las dos y veintisiete.
Y se miraron el uno al otro.
—Déjelo de mi cuenta —dijo mister Parker Pyne.
Eran las dos y cinco minutos. El «Simplón Express» llevaba once de retraso. Habían dejado atrás Mestre alrededor de un cuarto de hora antes.
Mister Parker Pyne estaba con Mrs. Jeffries en el departamento de ésta. Hasta ahora, el viaje se había desarrollado agradablemente y sin novedad. Pero había llegado el momento en que, si algo había de ocurrir, ocurriría en pocos instantes. Mister Parker Pyne y Elsie estaban sentados uno frente al otro. El corazón de la joven latía apresuradamente y sus ojos dirigían a su compañero miradas de súplica para que le tranquilizase.
—Conserve toda su calma —le dijo él—. Está usted completamente segura. Me tiene a su lado.
De pronto, llegó un grito del corredor:
—¡Oh, mira, mira...! ¡El tren se ha incendiado!
De un salto, Elsie y mister Parker se encontraron en el corredor. Una mujer de rostro eslavo se agitaba y señalaba con el dedo con un gesto dramático. De uno de los departamentos delanteros salía una nube de humo. Mister Parker Pyne y Elsie se precipitaron por el corredor. Otros viajeros se unieron a ellos. El departamento estaba lleno de humo. Los que habían llegado a él primero retrocedieron tosiendo. Apareció el empleado del coche.
—¡No hay nadie en el departamento! —exclamó—. No se alarmen, messieurs et dames. Le feu está dominado.
Se oyeron una docena de preguntas precipitadas. El tren estaba cruzando el puente que une Venecia a tierra firme.
De repente, mister Parker Pyne se volvió, se abrió paso a través del grupo que tenía a su espalda y se precipitó por el corredor al departamento de Elsie. La dama de rostro eslavo estaba allí sentada, aspirando profundamente el aire por la ventanilla abierta de par en par.
—Dispense, señora —dijo Parker Pyne—. Pero éste no es su departamento.
—Lo sé, lo sé —dijo la dama esclava—. Pardon. Ha sido el susto, la emoción... Mi corazón. —Y, dejándose caer en el asiento, indicó la ventanilla abierta. Respiraba a grandes bocanadas.
Mister Parker Pyne se colocó en la puerta. Su voz era paternal y tranquilizadora.
—No debe asustarse —dijo—. No he creído ni por un momento que el fuego fuese nada grave.
—¿No? ¡Ah, qué alivio! Ya me siento restablecida. —Y añadió, levantándose a medias—: Volveré a mi departamento.
—No, todavía no. —Y la mano de mister Parker Pyne la impulsó suavemente hacia atrás—. Le pediré que aguarde un momento, señora.
—¡Caballero, esto es un insulto!
—Señora, se quedará usted aquí.
Su voz había sonado fría e impasible. La mujer se sentó sin dejar de mirarle. Elsie se unió a ellos.
—Parece que ha sido una broma ridícula. El empleado está furioso. Hace preguntas a todo el mundo... —y se interrumpió mirando a la segunda ocupante del departamento.
—Mrs. Jeffries —dijo mister Parker Pyne—, ¿qué lleva usted en el maletín carmesí?
—Mis joyas.
—¿Tendría la bondad de mirar si le falta algo?
De la dama eslava surgió un torrente de palabras, que pasó a la lengua francesa para expresar mejor sus sentimientos.
Entretanto, Elsie había cogido el maletín-joyero.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Está abierto!
—Et je porterai plainte á la Compagnie des Wagons-Lits —acabó diciendo la dama eslava.
—¡No están! —exclamó Elsie—. ¡Falta todo! El brazalete de brillantes, el collar que me regaló papá y los anillos de la esmeralda y del rubí. Y algunos preciosos broches de brillantes. Gracias a Dios, llevaba las perlas puestas. ¡Oh, mister Pyne! ¿Qué voy a hacer?
—Si quiere usted traer al empleado del coche —dijo mister Parker Pyne—, yo cuidaré por mi parte de que esta mujer no salga del departamento hasta que él llegue.
—Scélérat! Monstre! —chilló la dama eslava. Y continuó lanzando nuevos insultos.
El tren entró en Venecia.
Loa acontecimientos de la media hora siguiente pueden ser resumidos en pocas palabras. Mister Parker Pyne trató con diferentes funcionarios en diversas lenguas... y fue derrotado. La dama sospechosa consintió en ser registrada y salió de la prueba airosa y sin mácula.
No llevaba encima las joyas.
Entre Venecia y Trieste, mister Parker Pyne y Elsie discutieron el caso.
—¿Cuándo vio usted sus joyas por última vez?
—Esta mañana. Guardé unos pendientes con zafiros que llevaba ayer y cogí otros con un par de perlas auténticas.
—¿Y todas las joyas estaban intactas?
—No las repasé una por una, naturalmente. Pero parecían estar como siempre. Hubiera podido faltar un anillo o algo así, pero no más.
Mister Parker Pyne hizo un gesto afirmativo.
—Veamos: ¿a qué hora ha arreglado el empleado este departamento?
—Cuando estábamos en el coche-restaurante, y yo me había llevado allí el maletín. Siempre lo hago. Únicamente lo dejé en esta ocasión, al salir fuera corriendo.
—Por lo tanto —dijo mister Parker Pyne—, esta inocente y calumniada Mrs. Subayska, o como quiera que se llame, tiene que haber sido la ladrona. Pero ¿qué diablos ha hecho con las joyas? Sólo ha estado aquí un minuto y medio, el tiempo justo de abrir el maletín con una llave falsa y sacar lo que contenía. Sí, pero, ¿qué ha hecho después?
—¿Podría habérselas entregado a alguna otra persona?
—Difícilmente. Yo me había vuelto y estaba abriéndome paso por el corredor. Si alguien hubiera salido de este departamento, yo lo hubiera visto.
—Quizás se lo ha echado a alguien por la ventanilla.
—Es una buena idea, sólo que, en este caso, estábamos pasando por encima del mar. Nos encontrábamos en un puente.
—Entonces debe haberlas escondido en el coche.
—Vamos a buscarlas.
Con verdadera energía transatlántica, Elsie empezó a registrarlo todo. Mister Parker Pyne participó en aquella tarea algo distraído. Al reprocharle ella su inactividad, se excusó diciendo:
—Estoy pensando que tengo que enviar desde Trieste un telegrama importante.
Elsie recibió con frialdad esta explicación. Su estimación por mister Parker Pyne había sufrido un notable descenso.
—Me temo que está usted molesta conmigo, Mrs. Jeffries —dijo él con mansedumbre.
—Bien, no ha resultado usted muy afortunado —replicó ella.
—Pero, mi querida señora, debe usted recordar que yo no soy un detective. El robo y el crimen están enteramente fuera de mi campo de acción. Mi especialidad es el corazón humano.
—Pues bien, yo sentía una cierta tristeza cuando tomé este tren —dijo Elsie—. ¡Pero aquello no era nada comparado con lo que siento ahora! Podría llorar a mares. ¡Mi precioso, precioso brazalete...! ¡Y la sortija con la esmeralda que me dio Edward cuando nos prometimos!
—Pero seguramente sus joyas están aseguradas contra robo... —dijo mister Pyne.
—¿Que están aseguradas? No lo sé. Sí, supongo que están aseguradas. Pero se trata del valor sentimental de aquellas joyas, mister Pyne.
El tren moderó su marcha. Mister Parker Pyne se asomó a la ventanilla.
—Trieste —dijo—. Tengo que enviar mi telegrama.
—¡Edward!
El rostro de Elsie se había iluminado al distinguir a su esposo, que corría a su encuentro por el andén, en Estambul. De momento, la pérdida de sus joyas se había borrado de su conciencia. Había olvidado las curiosas palabras halladas en el papel secante. Lo había olvidado todo, salvo el hecho de que acababa de pasar quince días lejos de su marido, quien, aun con sus estrechas miras, era en realidad una persona muy atractiva.
Estaban a punto de salir de la estación, cuando Elsie sintió en el hombro un amistoso golpecito y, al volverse, se halló frente a mister Parker Pyne, cuyo rostro benigno parecía radiante de buen humor.
—Mrs. Jeffries —dijo—, ¿quiere venir a verme al Hotel Tokatlian dentro de media hora? Cree que podré tener buenas noticias para usted.
Elsie miró a Edward con gesto incierto. En seguida hizo la presentación.
—Mi... mi marido. Mister Parker Pyne.
—Según creo, su esposa le telegrafió a usted que le habían robado las joyas —dijo mister Parker Pyne—. He hecho lo que podía para ayudarle a recobrarlas. Creo que tendré noticias para ella dentro de media hora.
Elsie dirigió a Edward una mirada interrogante. Éste contestó prestamente.
—Es mejor que vayas, querida. ¿Ha dicho el Tokatlian, mister Pyne? Bien, me ocuparé de que esté allí.
Media hora más tarde, Elsie fue introducida en la salita particular de mister Parker Pyne, que se levantó para recibirla.
—Le he causado una desilusión, Mrs. Jeffries —dijo—. No, no lo niegue. Pues bien, no pretendo ser un mago, pero hago lo que puedo. Mire usted aquí dentro.
Sobre una mesilla, le señaló una gruesa caja de cartón. Elsie la abrió. Anillos, broches, brazaletes, collar... todo estaba allí.
—Mister Pyne, ¡qué maravilla! ¡Oh! ¡Qué maravilla!
Mister Parker Pyne sonrió modestamente.
—Estoy contento de no haber fracasado, mi querida señora.
—Oh, mister Pyne, ¡me deja usted avergonzada! ¡Qué mal me he portado con usted desde Trieste! Y ahora... esto. Pero ¿cómo se ha apoderado de ellas? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Mister Parker Pyne movió la cabeza con expresión pensativa.
—Es largo de explicar —dijo—. Es posible que lo sepa usted algún día. En realidad, no me extrañaría que lo supiera muy pronto.
—¿Por qué no puedo saberlo ahora?
—Hay razones —dijo mister Parker Pyne.
Y Elsie tuvo que retirarse sin satisfacer su curiosidad.
Cuando estuvo fuera, mister Parker Pyne cogió el sombrero y el bastón y salió a las calles de Pera. Caminaba sonriendo para sí mismo y así llegó finalmente a un pequeño café, desierto en aquel momento. Se llamaba El Cuerno de Oro. Al otro lado, las mezquitas de Estambul mostraban sus esbeltos minaretes sobre el fondo del cielo de la tarde. El cuadro era muy hermoso. Mister Pyne se sentó y pidió dos cafés. Se los sirvieron espesos y dulces. Cuando empezaba a sorber el suyo, un hombre se sentó frente a él. Era Edward Jeffries.
—He pedido café para usted —dijo mister Parker Pyne, indicando la tacita.
Edward la apartó y le preguntó, inclinándose sobre la mesa:
—¿Cómo lo sabía usted?
Mister Parker Pyne continuó sorbiendo su café con expresión soñadora.
—Su esposa le habrá hablado de lo que descubrió en el papel secante... ¿no? Oh, pero le hablará. Debe de haberlo olvidado de momento.
Y le explicó lo que Elsie había descubierto, continuando luego:
—Pues bien, esto se articulaba muy bien con el incidente que ocurrió precisamente al llegar a Venecia. Por alguna razón determinada, usted estaba disponiendo el hurto de las joyas de su esposa. Pero ¿por qué la frase «al llegar a Venecia será el mejor momento»? Esto parecía no tener sentido. ¿Por qué no dejaba que su... agente... eligiese el momento y el lugar?
»Y luego, de pronto, comprendí el motivo. Antes de que usted mismo saliese de Londres, las joyas de su esposa fueron robadas y sustituidas por imitaciones falsas, sólo que esta solución no le satisfacía a usted. Es usted un joven concienzudo y de buen criterio. Le horrorizaba que algún criado u otra persona inocente resultara sospechosa. Era preciso que el robo se efectuase de una forma y en una circunstancia tal que no pudiesen recaer sospechas sobre nadie de su casa o que tuviese relación con usted.
»Su cómplice viaja provisto de una llave que abre el maletín-joyero y de una bomba de humo. En el momento conveniente, esta mujer da la alarma, entra en el departamento de su esposa, abre el maletín y echa al mar las imitaciones de las joyas. Puede resultar sospechosa y ser registrada, pero no puede probarse nada contra ella puesto que las supuestas joyas no están en su poder.
»Y ahora se entiende el significado de la elección de aquel lugar. Si esas joyas se hubiesen lanzado sencillamente junto a la vía férrea, hubieran podido ser encontradas. De ahí la importancia del momento en que el tren pasa sobre el mar.
»Entretanto, usted toma sus disposiciones para vender aquí las verdaderas joyas. Sólo tiene que esperar a que se haya efectuado el robo del tren para entregar las piedras preciosas. No obstante, mi telegrama llegó a tiempo. Obedeciendo mis instrucciones, depositó usted la caja con las joyas en el Tokatlian en espera de mi llegada, sabiendo que, de otro modo, yo cumpliría mi amenaza de poner el asunto en manos de la policía. Y ha obedecido también mis instrucciones al venir a reunirse conmigo aquí.
Edward Jeffries dirigió a mister Parker Pyne una mirada suplicante.
Era un joven bien parecido, alto y rubio, con una barbilla redonda y unos ojos también muy redondos.
—¿Cómo puedo hacérselo comprender? —dijo con desaliento—. A usted debo de parecerle un ladrón vulgar.
—Nada de eso —contestó mister Parker Pyne—. Al contrario, yo diría que es usted casi penosamente honrado. Estoy acostumbrado a la clasificación de los tipos. Usted, mi querido señor, pertenece del modo más natural a la categoría de las víctimas. Cuénteme ahora toda la historia.
—Puede ser contada con una sola palabra: chantaje.
—¿Era esto?
—Ha visto usted a mi esposa. ¿Se da cuenta de que es una criatura pura e inocente, sin noción de lo que puede llegar a ser el mal?
—Sí.
—Tiene los ideales más maravillosamente puros. Si llegase a descubrir... algo sobre una cosa que hice, me dejaría.
—Lo dudo. Pero no se trata ahora de esto. ¿Qué hizo usted, mi joven amigo? Supongo que se trata de alguna aventura con una mujer.
Edward Jeffries hizo un gesto afirmativo.
—¿Después de su matrimonio... o antes?
—Antes... oh, antes.
—Bien, bien, ¿qué ocurrió?
—Nada, absolutamente nada. Esto es precisamente lo cruel del caso. Yo estaba en un hotel de las Antillas. Allí se alojaba una mujer muy atractiva llamada Mrs. Rossiter. Su marido era un hombre violento que tenía los más salvajes ataques de cólera. Una noche la amenazó con un revólver y ella escapó y vino a mi habitación. Estaba medio loca de terror. Me... me pidió que la dejara quedarse allí hasta la mañana. Y yo... ¿qué otra cosa podía hacer?
Mister Parker Pyne miró al joven, y el joven le miró con consciente rectitud. Mister Parker Pyne suspiró.
—En otras palabras y hablando claro, que le hicieron hacer a usted el desairado papel de un tonto, mister Jeffries.
—Realmente...
—Sí, sí. Es una jugarreta muy antigua, pero que frecuentemente sale bien con los jóvenes de temperamento quijotesco. Supongo que, al conocerse la proximidad de su matrimonio, apretaron las clavijas...
—Sí. Recibí una carta. Si no enviaba cierta suma de dinero, todo le sería comunicado a mi futuro padre político; es decir: cómo yo había hecho desviar el afecto que esa joven profesaba a su marido y cómo la habían visto entrar en mi habitación. El marido presentaría una demanda de divorcio. Ciertamente, mister Pyne, esta historia me ha convertido en un perfecto canalla —Y se enjugó la frente muy azorado.
—Sí, sí. Ya sé. Y así usted pagó y de vez en cuando volvieron a apretar las clavijas.
—Sí. Ésta fue la gota que colmó el vaso. Yo no podía, sencillamente, disponer de más dinero. Y di con este plan —Diciendo esto cogió la taza de café ya frío, la miró distraídamente y se bebió su contenido—¿Qué voy a hacer ahora? —exclamó patéticamente—. ¿Qué voy a hacer ahora, mister Pyne?
—Yo le guiaré —dijo mister Pyne con firmeza—. Yo me encargo de sus atormentadores. En cuanto a su esposa, volverá usted directamente a su lado y le dirá la verdad, o por lo menos una parte de ella. En el único punto en que se desviará de la verdad será en el relativo a la noche en las Antillas. Debe usted ocultarle el hecho de que le hicieron... bueno, de que le hicieron hacer el papel de un tonto, como le he dicho antes.
—Pero...
—Mi querido mister Jeffries, no entiende usted a las mujeres. Si ha de elegir entre un tonto y un Don Juan, una mujer se quedará siempre con un Don Juan. Su esposa, mister Jeffries, es una muchacha encantadora, inocente y de elevados ideales, y el único modo de conseguir que encuentre la vida con usted interesante es infundirle la creencia de que ha reformado a un picarón.
Edward Jeffries le miraba con la boca abierta.
—Se lo digo en serio —añadió mister Parker Pyne—. En este momento su esposa está enamorada de usted, pero veo señales de que es posible que esto no dure si continúa usted ofreciéndole el cuadro de una cierta bondad y rectitud que se parecen un poco a la torpeza.
Edward dio un respingo.
—Vaya con ella, muchacho —dijo mister Parker Pyne bondadosamente—. Confiéselo todo, es decir, tantas cosas como pueda recordar. Explíquele luego que, desde el momento en que la conoció, renunció totalmente a aquella vida. Y que llegó al extremo de robar para evitar que aquello llegase a sus oídos. Y ella le perdonará con entusiasmo.
—Pero cuando no hay en realidad nada que perdonar...
—¿Qué es la verdad? —dijo mister Parker Pyne—. Según mi experiencia, es generalmente ¡la cosa que hace volcar el carretón cargado de manzanas! Es un axioma fundamental en la vida matrimonial que debe uno mentirle a su mujer. ¡A ella le gusta! Vaya y sea perdonado, hijo mío. Y vivan para siempre felices. Me atrevo a decir que, a partir de ahora, su esposa le observará con cuidado cuando pase cerca de una mujer bonita... A algunos hombres esto les molesta, pero no creo que le moleste a usted.
—Nunca quiero mirar a ninguna mujer más que a Elsie —dijo sencillamente mister Jeffries.
—Espléndido, muchacho. Pero yo, en su lugar, no se lo dejaría entender a ella. A ninguna mujer le gusta pensar que es aceptada con demasiada facilidad.
Edward Jeffries se puso en pie.
—¿Cree usted de verdad...?
—Lo sé —afirmó mister Parker Pyne con energía.
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