AGATHA CHRISTIE - ASESINATO EN BARDSLEY MEWS







comencemos...








Asesinato En Bardsley Mews

Agatha Christie


Índice
Asesinato En Bardsley Mews
Un Robo Increíble
El Espejo Del Muerto
Triangulo en Rodas


Asesinato En Bardsley Mews




Capítulo 1



—Una limosnita, señor... 

Un chiquillo de cara tiznada sonrió al primer inspector Japp para ganarse su voluntad.

—¡Ni soñarlo! —exclamó el policía—. Y además escucha bien, muchacho...

Y le dirigió un breve sermón. El asustado golfillo, emprendiendo la retirada, dijo a sus jóvenes amigos: 

—¡Cáscaras, pues no es un «poli» camuflado! 

Y la pandilla puso pies en polvorosa, cantando:



Recuerden, recuerden

el cinco de noviembre.

Pólvora, traición e intriga.

No veo razón para que esa traición

deba ser nunca olvidada.



El compañero del primer inspector, un hombrecillo menudo, de cierta edad, cabeza de huevo y grandes bigotes que le daban un aire marcial, sonreía para sí.

—Tres bien, Japp —comentó—. ¡Ha sido un buen servicio! ¡Le felicito!

—¡El día de Guy Fawkes es un buen pretexto para mendigar! —dijo Japp.

—Una tradición interesante —repuso Hércules Poirot—. Se siguen lanzando fuegos artificiales... bum... bum... bum... mucho después de que han olvidado al personaje que conmemoran y su doctrina.

El hombre de Scotland Yard estuvo de acuerdo.

—Supongo que la mayoría de esos muchachos ignoran quién fue en realidad Guy Fawkes.

—Y sin duda alguna, dentro de poco habrá confusión de ideas. ¿Es en su honor o todo lo contrario el disparo de feu d'artifice del cinco de noviembre? ¿Fue un pecado o una noble gesta el echar abajo el Parlamento inglés?

Japp rió.

—Ciertamente que muchas personas dirían que lo primero.

Dejando la calle principal, los dos hombres se adentraron en la relativa tranquilidad de los Jardines de Bardsley Mews. Habían cenado juntos y ahora se dirigían al piso de Hércules Poirot.

Mientras caminaban oían de vez en cuando las detonaciones de los cohetes que seguían estallando, y periódicamente una lluvia de oro iluminaba el cielo. 

—Buena noche para cometer un crimen —observó Japp con interés profesional—. Por ejemplo, en una noche como ésta nadie oiría un disparo.

—Siempre me ha extrañado que los criminales no aprovecharan más esta ventaja —repuso Hércules Poirot.

—¿Sabe una cosa, Poirot? Algunas veces desearía que usted cometiese un crimen.

—Mon cher!

—Sí. Me gustaría ver cómo lo hacía.

—Mi querido Japp: si yo cometiera un crimen, usted no tendría ni la más remota oportunidad de verlo... ni siquiera de saber que lo había cometido.

Japp rió de buen grado y con afecto.

—Es usted endiabladamente orgulloso, ¿no le parece? —añadió en tono indulgente.



A las diez y media de la mañana siguiente sonó el teléfono de Hércules Poirot. 

—¿Diga? ¿Diga?

—Hola, ¿es usted Poirot?

—Oui, c'est moi.

—Le habla Japp. ¿Recuerda que ayer noche volvimos a casa por los jardines de Bardsley Mews?

—Sí.

—¿Y que hablamos de lo sencillo que resultaría disparar matando a una persona en medio del estruendo de los cohetes y petardos?

—Desde luego.

—Bien, hubo un suicidio en esa zona. En la casa número catorce. Se trata de una joven viuda... una tal señora Alien. Ahora voy para allí. ¿Le gustaría acompañarme?

—Perdóneme, pero ¿es corriente enviar a una persona de su categoría por un caso de suicidio, mi querido amigo?

—Es usted muy sagaz. No... no es corriente. A decir verdad, el médico opina que hay algo raro en todo esto. ¿Quiere acompañarme? Tengo el presentimiento de que usted habrá de intervenir.

—Desde luego que iré. ¿Dijo usted que en el número catorce?

—Exactamente.



Poirot llegó al número catorce de los Jardines Bardsley Mews casi al mismo tiempo que el automóvil que conducía a Japp y otros tres hombres.

Era evidente que el número catorce acaparaba la atención general, y lo rodeaba un enorme círculo de personas... chóferes, sus esposas, mandaderos, desocupados, señores bien vestidos e innumerables chiquillos, todos con la boca abierta y mirada de asombro.

Un policía de uniforme estaba en la entrada para contener a los curiosos. Jóvenes de aire avispado deambulaban atareadísimos con sus cámaras fotográficas y se abalanzaron sobre Japp al verle descender del coche.

—Ahora no puedo decirles nada —cortó Japp apartándolos para dirigirse a Poirot—. ¿De modo que ya está usted aquí? Entremos.

Penetraron rápidamente en el interior de la casa, y la puerta cerróse tras ellos, dejándoles ante una escalera parecida a la de los barcos.

Un hombre asomó la cabeza desde arriba, y reconociendo a Japp dijo:

—Es aquí arriba, inspector.

Japp y Poirot subieron la escalerilla.

El hombre que les había hablado abrió una puerta a la izquierda y les hizo pasar a un pequeño dormitorio.

—Pensé que le agradaría conocer los datos más importantes, inspector.

—Cierto, Jameson —replicó Japp—. ¿Cuáles son?

El inspector Jameson tomó la palabra.

—La difunta es la señora Alien, inspector. Vivía aquí con una amiga... la señorita Plenderleith. Miss Plenderleith estaba en el campo y regresó esta mañana. Abrió ella misma con su llave y sorprendióse al no encontrar a nadie. Por lo general viene a las nueve una mujer para hacer la limpieza. Subió primero a su habitación, que es ésta, y luego fue a la de su amiga, que está al otro lado del descansillo. La puerta estaba cerrada por dentro. Estuvo llamando y golpeándola sin obtener respuesta. Al fin, alarmada, telefoneó a la policía. Eso fue a las diez cuarenta y cinco. Vinimos en seguida y forzamos la puerta. La señora Alien estaba tendida en el suelo con un balazo en la cabeza. En la mano tenía una automática... una «Webley», calibre veinticinco, y... aparentemente se trata de un caso claro de suicidio.

—¿Dónde está ahora la señorita Plenderleith? 

—Abajo, en la sala, inspector. Es una joven fría y eficiente, con mucha cabeza. 

—Luego hablaré con ella. Ahora será mejor que vea a Brett.

Acompañado de Poirot, atravesó el descansillo para dirigirse a la otra habitación, donde les recibió un hombre alto y de cierta edad.

—Hola, Japp, celebro verle por aquí. Este caso es muy curioso.

Japp se aproximó a él, mientras Hércules Poirot echaba un rápido vistazo a su alrededor.

Se trataba de una habitación mucho más grande que la que acababan de abandonar. Tenía un mirador y en tanto que la otra era puramente dormitorio, aquella estancia parecía más bien una especie de saloncito.

Las paredes eran de un tono plateado y el techo verde también plata y verde. Había un diván tapizado de seda verde con profusión de cojines dorados y plateados. Un canterano antiguo de nogal, una cómoda de la misma madera y varias sillas modernas cromadas. Sobre una mesita baja, de cristal, veíase un gran cenicero repleto de colillas.

Poirot, con delicadeza, olfateó el aire. Luego fue a reunirse con Japp, que estaba contemplando el cadáver.

Tendido sobre el suelo, como si hubiera resbalado de una de las sillas cromadas, estaba el cadáver de una mujer joven, tal vez de unos veintisiete años. Era rubia y de facciones delicadas e iba apenas maquillada. En el lado izquierdo de su rostro había una masa de sangre coagulada. Los dedos de su mano derecha estaban crispados sobre una pequeña pistola, y vestía un sencillo vestido verde cerrado hasta el cuello.

—Bueno, Brett, ¿cuál es su opinión? —Japp miraba el cadáver.

—La posición es correcta —indicó el médico—. Si se mató ella misma es probable que cayera en esta posición. La puerta estaba cerrada por dentro, así como la ventana.

—¿Dice usted que es correcta? Entonces, ¿qué es, pues, lo curioso?

—Eche usted una mirada a la pistola. No la he tocado... espero que vengan a tomar las huellas, pero podrá ver fácilmente lo que quiero decir.

Poirot y Japp se arrodillaron para examinar el arma de cerca.

—Ya comprendo a qué se refiere —dijo Japp levantándose—. Está en la curva de su mano. Parece que la sostiene... pero en realidad no es así. ¿Algo más?

—Sí. Tiene la pistola en la mano derecha. Ahora fíjese en la herida. El arma fue colocada junto a la cabeza, precisamente encima de su oreja izquierda... la Izquierda. ¿Se fija?

—¡Hum! —repuso Japp—. Es cierto. ¿No es posible que disparara su pistola en esa misma posición con la mano derecha?

—Yo diría que es completamente imposible. Se puede colocar el brazo en esa posición, pero dudo de que se consiguiera disparar.

—Entonces resulta bastante evidente. Alguien la mató y luego trató de hacer que pareciera un suicidio. Aunque, ¿cómo se explica que la puerta y la ventana estuviesen cerradas?

El inspector Jameson fue quien contestó a su pregunta.

—La ventana estaba cerrada por dentro, inspector, pero aunque la puerta lo estaba también, no hemos conseguido encontrar la llave.

Japp hizo un gesto de asentimiento. 

—Sí. Eso fue un gran fallo. Quienquiera que haya sido, cerró la puerta al marcharse con la esperanza de que no se notase la falta de la llave. 

—C'est béte, ca!

—Oh, vamos, Poirot, no debe juzgar a los demás con la luz de su brillante intelecto. A decir verdad, es un detalle que pudo muy bien pasar inadvertido. La puerta está cerrada. Se abre por la fuerza... encuentra a una mujer muerta... con la pistola en la mano... un caso claro de suicidio...: se encerró para matarse. No tiene por qué buscar la llave. Fue una suerte que la señorita Plenderleith avisara a la policía. Pudo hacer que un par de chóferes abrieran la puerta... y entonces la cuestión de la llave hubiera pasado por alto.

—Sí, creo que tiene razón —repuso Hércules Poirot—. Hubiera sido la reacción natural de muchísimas personas. La policía siempre es el último recurso, ¿no es cierto?

Sus ojos no se apartaron del cadáver.

—¿Hay algo que le llame la atención? —le preguntó Japp en tono intrascendente, aunque sus ojos expresaban interés.

Hércules Poirot meneó lentamente la cabeza.

—Miraba su reloj de pulsera.

E inclinándole lo tocó apenas con la punta de un dedo. Era una joya muy bonita, sujeta por una cinta negra de moaré a la muñeca de la mano que sostenía la pistola.

—Es muy lindo —observó Japp—. ¡Debió costar mucho dinero! —Miró interrogadoramente a Poirot—. ¿Le sugiere alguna cosa?

—Es posible... sí.

Poirot dirigióse al canterano. Lo abrió, bajando la tapa delantera. El interior estaba dispuesto de modo que hiciera juego con el resto de la habitación.

En el centro había un enorme tintero de plata, y ante él un bonito secante de laca verde. A la izquierda de éste veíase una bandejita de cristal verde conteniendo un portaplumas de plata... una barra de lacre verde, un lápiz y dos sellos. A la derecha del secante, un calendario movible que indicaba el día de la semana, el mes y la fecha. Había también un cacharrillo de cristal por el que asomaba una elegante pluma de ave color verde, que al parecer interesó a Poirot. La sacó para observarla, pero no estaba manchada de tinta, lo cual era prueba de que sólo constituía un elemento decorativo... nada más. El portaplumas de plata sí que parecía haber sido utilizado. La mirada de Poirot se posó en el calendario.

—Martes, cinco de noviembre —dijo Japp—. Es la fecha de ayer, y por lo tanto la que corresponde.

Se volvió hacia Brett.

—¿Cuánto tiempo lleva muerta?

—La mataron a las once y treinta y tres minutos de la noche de ayer —replicó el doctor sin vacilar. Al ver la cara de asombro de Japp sonrió—. Lo siento, amigo mío. He querido hacer como los médicos de las novelas. A decir verdad, lo más que puedo precisar son las once... con un margen de una hora antes y otra después.

—Oh, pensé que se le habría parado el reloj de pulsera... o algo así.

—Desde luego, está parado, pero a las cuatro y cuarto.

—Y supongo que no pudo ser asesinada a esa hora...

—Puede tener plena seguridad.

Poirot dio la vuelta al secante.

—Buena idea —dijo Japp—; pero no ha habido suerte.

El secante mostraba una blancura impoluta. Poirot fue revisando las hojas de recambio, pero estaban todas sin estrenar.

Entonces dedicó su atención al cesto de los papeles.

Contenía dos o tres cartas hechas pedazos y varias circulares. Sólo estaban partidas por la mitad y era fácil reconstruirlas. Una petición de un donativo para una sociedad de ayuda a los ex combatientes; una invitación para un refresco que debía celebrarse el tres de noviembre, y una nota de una modista. Las circulares eran un anuncio de una tienda de pieles y un catálogo de unos almacenes.

—Nada —dijo Japp.

—No, es extraño... —comentó Poirot.

—¿Se refiere a que suele dejarse una carta cuando se trata de un suicidio?

—Exacto.

—¡Una prueba más de que no fue suicidio!

Se dirigió a la puerta.

—Ahora dejemos que mis hombres se pongan a trabajar. Será mejor que baje a hablar con la señorita Plenderleith. ¿Me acompaña, Poirot?

El aludido parecía continuar enfrascado en la contemplación del escritorio y su contenido.

Al salir de la habitación sus ojos se volvieron una vez más para mirar la flamante pluma de ave de color verde.


Capítulo 2





AL pie del estrecho tramo de escalones se abría la puerta que daba acceso a un amplio saloncito... y en aquella estancia, cuyas paredes estaban recubiertas de una pintura rugosa de gran efecto, y de las que pendían grabados al aguafuerte y en madera, hallábanse sentadas dos personas.

Una, muy cerca de la chimenea y con las manos extendidas hacia el fuego, era una mujer morena, de aspecto inteligente, de unos veintisiete o veintiocho años. La otra, de más edad y de amplias proporciones, llevaba una bolsa de cordel y manoteaba y charlaba cuando los dos hombres entraron en la habitación.

—...y como ya le dije, señorita, el corazón me ha dado un vuelco tan grande que casi me caigo redonda al suelo. Y pensar que precisamente esta mañana...

—Está bien, señora Pierce. Creo que esos caballeros son inspectores de policía.

—¿La señorita Plenderleith? —preguntó Japp, adelantándose.

La joven asintió.

—Ese es mi nombre. Ésta es la señora Pierce, que viene cada día a hacer la limpieza.

Y la señora Pierce volvió a tomar la palabra.

—Y cómo le estaba diciendo a la señorita Plenderleith... pensar que esta mañana, precisamente esta mañana, mi hermana Luisa Maud ha tenido un ataque y yo era la única que podía atenderla... y como digo, la sangre tira y pensé que no le importaría a la señora Alien, aunque no me agradaría faltar a mis señoras...

Japp la interrumpió con cierta astucia.

—Desde luego, señora Pierce. ¿Quiere acompañar al inspector Jameson a la cocina y hacerle un breve resumen de lo ocurrido?

Una vez se hubo librado de la señora Pierce, que salió con Jameson charlando por los codos, Japp dedicó su atención a la joven.

—Soy el primer inspector Japp, señorita Plenderleith; le agradecería me dijera todo lo que sea posible acerca de este asunto.

—Desde luego. ¿Por dónde empiezo?

Su serenidad era admirable. No daba la menor muestra de pesar o sobresalto, como no fuera una ligera rapidez en sus ademanes.

—Usted llegó esta mañana. ¿A qué hora?

—Creo que poco después de las diez y media. La señora Pierce, esa vieja bruja, no estaba aún aquí...

—¿Suele ocurrir a menudo?

Jane Plenderleith se encogió de hombros.

—Una o dos veces por semana aparece a las doce... o a ninguna hora. Debiera estar aquí a las nueve. Como le digo, un par de veces por semana o «viene cuando le parece», o alguien de su familia se pone enfermo. Todas esas mujeres son iguales... fallan de vez en cuando, y ésta es de las peores.

—¿Hace mucho que la tienen?

—Sólo un mes. La última que tuvimos se llevaba todo lo que podía.

—Por favor, continúe, señorita Plenderleith.

—Pagué al taxista, entré mi maleta y busqué a la señora Pierce. En vista de que no estaba, subí a mi habitación. Me arreglé un poco y fui al dormitorio de Bárbara... la señora Alien... encontrando la puerta cerrada. Estuve llamando y golpeando sin obtener respuesta. Entonces bajé a telefonear al puesto de policía.

—Pardon! —Poirot intervino con una pregunta rápida—. ¿No se le ocurrió tratar de echar abajo la puerta... con la ayuda de algún chófer, pongo por ejemplo?

Sus ojos se volvieron hacia él... eran fríos y de un color verde gris. Pareció contemplarle inquisitivamente.

—No, no se me ocurrió. Si ocurría algo anormal me pareció que lo mejor era llamar a la policía.

—Entonces ¿usted pensó... pardon, mademoiselle... que ocurría algo anormal?

—Naturalmente.

—¿Porque sus llamadas no obtuvieron respuesta? Su amiga pudo haber tomado una pastilla para dormir o algo por el estilo...

—Ella no tomaba drogas para dormir.

La respuesta fue tajante.

—O pudo marcharse y cerrar la puerta con llave.

—¿Por qué había de cerrarla? En todo caso me hubiera dejado una nota.

—¿Y no... se la dejó? ¿Está bien segura?

—Claro que lo estoy. La hubiera visto en seguida.

Su tono se iba haciendo más cortante.

—¿No trató de mirar por el ojo de la cerradura, señorita Plenderleith? —le preguntó Japp.

—No —repuso pensativa—. No me pasó siquiera por la imaginación. Pero no hubiera visto nada, ¿no le parece? La llave debía estar puesta.

Su mirada inocente e interrogadora sostuvo la de Japp. Poirot sonrió para sí.

—Hizo usted muy bien, desde luego, señorita Plenderleith —dijo Japp—. Supongo que no tendría usted motivos para creer que su amiga estaba dispuesta a suicidarse.

—Oh, no.

—¿No le pareció angustiada... o decepcionada en algún sentido?

Hubo un silencio antes de que la joven respondiera escuetamente:

—No.

—¿Sabía usted que tenía una pistola?

—Sí; la trajo de la India, y la guardaba en un cajón de su dormitorio.

—¡Hum!... ¿Tenía licencia de armas?

—Lo supongo, pero no estoy segura.

—Señorita Plenderleith, ¿quiere decirme todo lo que pueda acerca de la señora Alien...? Cuánto tiempo hace que la conocía..., dónde viven sus familiares..., en fin..., todo.

Jane Plenderleith asintió.

—Conocí a Bárbara hará unos cinco años... en su primer viaje al extranjero. En Egipto, para ser exacta. Regresaba a su casa desde la India. Yo había estado en el colegio inglés de Atenas durante algún tiempo y pasaba unas semanas en Egipto antes de volver a casa. Hicimos juntas el crucero del Nilo, y simpatizamos, convirtiéndonos en grandes amigas. Hacía tiempo que yo buscaba alguien con quien compartir un piso o una casa pequeña. Bárbara estaba sola en el mundo; y pensamos que nos llevaríamos bien.

—¿Y se llevaban bien? —preguntó Poirot. 

—Estupendamente. Cada una tenía sus amistades... Bárbara era más sociable... mis amigos eran más bien artistas. Probablemente era mejor así.

Poirot asintió en tanto que Japp preguntaba:

—¿Qué sabe usted de la familia de la señora Alien y de su vida antes de conocerla a usted?

Jane Plenderleith encogióse de hombros.

—No mucho, la verdad. Creo que su nombre de soltera era Armitage.

—¿Y su marido?

—Creo que bebía. Me imagino que falleció al año o dos de matrimonio. Tuvieron una niña que murió a los tres años. Bárbara no hablaba mucho de su marido. Tengo entendido que se casó con él en la India cuando tenía diecisiete años. Se fueron a Borneo o a uno de esos lugares olvidados de Dios donde se envía a los inútiles... pero como era un tema doloroso nunca le hablaba de ello.

—¿Sabe si la señora Alien tenía dificultades económicas?

—No, estoy segura de que no.

—¿No tenía deudas... o algo por el estilo?

—¡Oh, no! Estoy segura de que no estaba en ningún apuro.

—Ahora debo hacerle otra pregunta... y espero que no se moleste por ella, señorita Plenderleith. ¿La señora Alien tenía algún enemigo o amigos íntimos?

Jane Plenderleith repuso fríamente:

—Pues... estaba prometida para casarse, si es que con esto respondo a su pregunta.

—¿Cómo se llama su prometido?

—Carlos Laverton-West. Es miembro del Parlamento en cierto lugar de Hampshire.

—¿Le conocía desde mucho tiempo atrás?

—Poco más de un año.

—Y... ¿cuánto tiempo llevaban prometidos?

—Pues... dos... no, cerca de tres meses.

—¿Y que sepa usted, no tuvieron ninguna disputa?

La señorita Plenderleith meneó la cabeza.

—No. Me hubiera sorprendido mucho. Bárbara no solía enfadarse.

—¿Cuándo vio por última vez a la señora Alien?

—El viernes pasado, poco antes de marcharme para el fin de semana.

—¿La señora Alien pensaba permanecer en la ciudad?

—Sí. Creo que el domingo iba a salir con su prometido.

—¿Y usted, dónde pasó el fin de semana?

—En Laidells Hall, Laidells. Essex.

—¿Quiere darme el nombre de las personas con quienes estuvo?

—El señor y la señora Bentinck.

—¿Y se marchó de su casa esta mañana?

—Sí.

—Debió salir muy temprano.

—El señor Bentinck me trajo en su coche. Sale muy pronto porque tiene que estar en la ciudad a las diez.

—Ya.

Japp asintió. Todas las respuestas de la señorita Plenderleith eran firmes y convincentes.

Poirot intervino preguntando:

—¿Qué opinión es la de usted, respecto al señor Laverton-West?

La joven encogióse de hombros.

—¿Importa eso?

—No; tal vez no importe; pero me gustaría conocer su opinión.

—Me es completamente indiferente. Es joven... no tendrá más de treinta y uno o treinta y dos años... ambicioso... un buen orador... y tiene intención de abrirse camino en la vida.

—Todo esto ¿debo colocarlo en el lado del Debe... o en el del Haber?

—Pues... —la señorita Plenderleith reflexionó unos instantes—. En mi opinión es vulgar... sus ideas no son particularmente originales... y es bastante engreído.

—Esos son defectos graves, mademoiselle —dijo Poirot.

—¿Usted cree eso? —su tono era un tanto irónico—. Tal vez lo sean para usted.

Poirot no dejaba de observarla, y al verla desconcertada aprovechó la ventaja.

—Pero, para la señora Alien... no, ella ni siquiera los habría notado.

—Tiene muchísima razón. A Bárbara le parecía maravilloso. 

Poirot dijo en tono amable:

—¿Quería usted a su amiga?

—Sí; la quería.

—Una cosa más, señorita Plenderleith —dijo Poirot—. ¿Usted y su amiga no se pelearon? ¿No hubo ningún disgusto entre ustedes?

—En absoluto.

—¿Ni siquiera por su noviazgo?

—No. Yo me alegré de que se sintiera feliz.

Hubo una pausa y al cabo Japp dijo:

—¿Tenía enemigos la señora Alien?

Esta vez Jane Plenderleith tardó mucho en contestar, y cuando al fin lo hizo con voz un tanto alterada.

—No sé exactamente lo que usted quiere decir..., ¿enemigos?

—Por ejemplo, cualquiera que se beneficiara con su muerte.

—Oh, no; sería ridículo. De todas formas, tenía una renta muy reducida.

—¿Y quién le hereda?

—¿Creerá que no lo sé? No me sorprendería que fuese yo. Es decir, si es que hizo testamento.

—¿Y no tenía enemigos en otro sentido? —Japp enfocó rápidamente otro aspecto de la cuestión—. Alguien que la odiara...

—No creo que le odiara nadie. Era una criatura muy amable, siempre deseosa de agradar. Tenía una naturaleza dulce y adorable.

Por primera vez su voz dura e indiferente se quebró. Poirot asintió comprensivamente.

Japp dijo:

—De modo que el resumen es éste... La señora Alien había estado de buen humor últimamente; no tenía dificultados económicas, estaba prometida para casarse, y ese noviazgo la hacía feliz. No existía nada que la impulsara al suicidio. ¿Es así?

Después de una corta pausa, Jane repuso:

—Sí.

Japp se levantó; se dispuso a salir de la estancia.

—Perdóneme, debo hablar con el inspector Jameson.

Hércules Poirot quedó conversando con Jane Plenderleith.


Capítulo 3



Durante unos minutos reinó el silencio.

Jane Plenderleith lanzó una rápida mirada apreciativa al hombrecillo, pero después permaneció con la vista fija en un punto lejano, y sin pronunciar palabra. No obstante, su presencia la ponía nerviosa, y cuando al fin Poirot rompió el silencio, el mero sonido de su voz pareció proporcionarle cierto alivio. En tono indiferente le hizo una pregunta.

—¿Cuándo encendió usted el fuego mademoiselle?

—¿El fuego? —Su tono era vago y abstraído—. ¡Oh, esta mañana, en cuanto llegué!

—¿Antes o después de subir?

—Antes.

—Ya. Sí; naturalmente... Y, ¿estaba preparado... o tuvo que prepararlo usted?

—Estaba a punto. Sólo tuve que acercar una cerilla.

En su tono había un timbre de impaciencia. Por lo visto sospechaba su afán de hacerla hablar, y sin duda ésta era su intención, puesto que continuó:

—Pero en la habitación de su amiga he notado que el fuego es de gas...

Jane Plenderleith repuso mecánicamente:

—Éste es el único fuego de carbón que tenemos... los otros son todos de gas.

—Yo creo que hoy en día lo hace todo el mundo.

—Cierto. Resulta barato.

La conversación languideció. Jane Plenderleith golpeaba el suelo con el pie impaciente, hasta que al fin dijo con brusquedad:

—Ese hombre... el primer inspector Japp... ¿se le considera inteligente?

—Es muy eficiente, y está bien considerado. Trabaja de firme y a conciencia, y pocas cosas se le escapan.

—Me pregunto... —murmuró la joven.

Poirot la observaba. ¡Qué verdes eran sus ojos vistos a la luz de las llamas!

—¿La muerte de su amiga ha sido un gran golpe para usted? —le preguntó.

—Terrible —expresó con evidente sinceridad.

—¿No lo esperaba?

—Desde luego que no.

—Al principio debió parecerle que era imposible... que no podía ser cierto...

La simpatía de su tono pareció desarmar a Jane Plenderleith, que replicó con voz natural, sin la menor tirantez:

—Así es. Incluso aunque Bárbara se suicidara, no puedo imaginarla matándose de esa manera.

—Sin embargo, ella tenía una pistola.

La joven hizo un gesto de impaciencia.

—Sí; pero esa pistola era... ¡oh!, una amenaza. Había estado en lugares muy apartados. La conservaba por hábito... no con otra idea. Estoy convencida.

—¡Ah! ¿Por qué está tan segura?

—Por las cosas que decía...

—¿Por ejemplo?

Su tono seguía siendo amable, y Jane contestó sin recelo.

—Pues, una vez, estábamos discutiendo acerca del suicidio, y dijo que el medio más sencillo sería dejar abierta la llave del gas y acostarse. Yo le dije que a mí me parecería imposible... permanecer echada esperando, y que preferiría dispararme un tiro. Ella en cambio dijo que no, que no sería capaz de hacerlo. Tenía miedo de que no funcionara la pistola, y de todas maneras odiaba el estruendo.

—Ya —repuso Poirot-—. Como usted dice, es extraño... Porque, como usted acaba de decirme, hay un fuego de gas en su habitación.

Jane Plenderleith le miraba un tanto sorprendida.

—Sí; lo hay... No puedo comprender... no, no comprendo por qué no lo utilizó.

—Sí, resulta... extraño... poco natural —dijo Poirot meneando la cabeza.

—Todo esto es muy poco natural. Aún no puedo creer que se suicidara. Y supongo que tuvo que suicidarse.

—Bueno, cabe otra posibilidad.

—¿Qué quiere usted decir?

Poirot la miró a los ojos.

—Podría tratarse de... un crimen.

—¡Oh, no! —Jane Plenderleith echóse hacia atrás—. ¡Oh, no! ¡Qué cosa tan terrible!

—Horrible tal vez, pero, ¿le parece tan imposible?

—Pero la puerta estaba cerrada por dentro, igual que la ventana.

—La puerta estaba cerrada..., sí. Pero no hay nada que demuestre que fuese cerrada por dentro o por fuera. ¿No sabe? La llave ha desaparecido.

—Pero, entonces... si no está —hizo una pausa—. Entonces debieron cerrarla por fuera. De otro modo la hubiesen encontrado en la habitación.

—Ah, todavía es posible que aparezca. Recuerde que aún no ha sido registrado todo a conciencia. Tal vez la arrojase por la ventana y alguien pudo cogerla.

—¡Asesinada! —exclamó Jane Plenderleith, y considerando aquella posibilidad, su rostro moreno e inteligente se puso grave—. Creo... creo que tiene usted razón.

—Pero si se trata de un crimen, tiene que haber un motivo. ¿Y conoce usted alguno, mademoiselle?

La joven meneó la cabeza lentamente y no obstante, a pesar de su negativa, Hércules Poirot tuvo la impresión de que le ocultaba algo. En aquel momento se abrió la puerta y entró Japp.

Poirot se puso en pie.

—Le estaba sugiriendo a la señorita Plenderleith —exclamó— que la muerte de su amiga no fue un suicidio. 

Japp, muy sorprendido, le dirigió una mirada de reproche.

—Es algo pronto para decir nada definitivo —observó—. Comprenda, nosotros siempre tenemos en cuenta todas las posibilidades, y por el momento eso es todo. 

—Ya comprendo... —replicó Jane Plenderleith con calma.

Japp se aproximó a ella.

—Dígame, señorita Plenderleith, ¿ha visto esto antes de ahora?

Y en la palma de la mano le mostraba un pequeño óvalo de esmalte azul oscuro.

Jane Plenderleith meneó la cabeza. 

—No, nunca.

—¿No es suyo ni de la señora Alien? 

—No. No es una cosa que usemos generalmente las mujeres, ¿verdad?

—¡Oh! ¿De modo que sabe lo que es? 

—Pues está bien claro, ¿verdad? Es la mitad de un gemelo de caballero.


Capítulo 4



—Esa joven está demasiado segura de sí misma —se lamentaba Japp.

Los dos hombres se encontraban de nuevo en el dormitorio de la señora Alien. El cadáver había sido fotografiado, quitado de en medio, y una vez sacadas las huellas dactilares, los expertos se marcharon.

—Sería poco aconsejable tratarla como a una tonta —convino Poirot—No tiene nada de tonta. Es una mujer muy inteligente y capaz.

—¿Cree usted que fue ella? —preguntó Japp con un momentáneo rayo de esperanza—. Pudo hacerlo, sabe. Tendremos que comprobar su coartada. Alguna rencilla por culpa de ese joven... ese miembro del Parlamento «en embrión». Hablaba de él en un tono demasiado despreciativo. Resulta sospechoso. Parece como si a ella le gustara y él la hubiera rechazado. Pertenece a esa clase de personas capaces de deshacerse de alguien sin perder la cabeza. Sí; tendremos que comprobar su coartada. Es bien sencillo y, después de todo, Essex no está muy lejos. Hay muchos trenes, o pudo venir en un automóvil rápido. Vale la pena averiguar si ayer noche se acostó temprano pretextando una jaqueca o algo por el estilo.

—Tiene usted razón —repuso Poirot.

—De todas maneras —continuó Japp—, nos oculta algo. ¿Eh? ¿No le parece? Esa mujer sabe algo.

Poirot asintió pensativamente.

—Sí, eso se ve fácilmente.

—En estos casos siempre resulta una dificultad más. A la gente le da por callar... algunas veces por los motivos más honorables.

—Lo cual no puede ser reprochado, amigo mío.

—No, pero eso nos complica las cosas —gruñó Japp.

—Aunque sirve para poner de manifiesto su ingenio —le consoló Poirot—. A propósito, ¿qué hay de las huellas dactilares?

—No se han encontrado huellas en la pistola, que fue limpiada cuidadosamente antes de colocarla en su mano. Aunque hubiera podido, en forma acrobática, dar la vuelta al brazo por encima de su cabeza, es imposible que la disparara sin dejar huellas, y no pudo limpiarla después de muerta. 

—No, no. Desde luego tuvo que hacerlo otra persona.

—Por otro lado, las huellas son descorazonadoras. Ninguna en el pomo de la puerta. Ninguna en la ventana... sugestivo, ¿verdad? Y muchísimas de la señora Alien por todas partes.

—¿Ha averiguado algo Jameson?

—¿Por la mujer de la limpieza? Ha confirmado que la señorita Plenderleith y la señora Alien estaban en buenas relaciones. He enviado a Jameson a que haga averiguaciones por el vecindario. También tendremos que hablar con el señor Laverton-West, para averiguar dónde estuvo ayer noche y qué hizo. Entretanto, vamos a echar un vistazo a sus papeles.

Y pusieron manos a la obra sin más dilación. De vez en cuando Japp gruñía o comentaba algo con Poirot. El registro no duró mucho. En el escritorio había pocos papeles y todos cuidadosamente ordenados.

Al fin Japp se echó para atrás con un suspiro.

—Aquí no hay gran cosa.

—Usted lo ha dicho.

—Y la mayoría son... recibos, algunas cuentas todavía sin pagar... nada de importancia particular. Invitaciones... cartas de amigos... éstas —y puso la mano sobre un montón de siete u ocho cartas—, su libro de cheques y el libro del Banco. ¿Le llama la atención alguna cosa?

—Sí. Se había excedido de su crédito del Banco.

—¿Algo más?

Poirot sonrió.

—¿Es que me está sometiendo a un examen? Pues sí; me he fijado en lo que usted está pensando. Tres meses atrás sacó doscientas libras... y ayer otras doscientas...

—Y no constan en la matriz del talonario de cheques. Todos son de pequeñas sumas... el mayor es de quince libras... Y voy a decirle una cosa... no hay en toda la casa una cantidad semejante. Cuatro libras en un bolso, y un chelín o dos en otro portamonedas. Me parece que está bastante claro.

—Eso significa que ayer mismo pagó esa suma.

—Sí. Ahora bien, ¿a quién se la pagaría?

Se abrió la puerta para dar paso al inspector Jameson.

—Bien, Jameson, ¿consiguió algo?

—Sí, varias cosas, inspector. En primer lugar nadie oyó el disparo. Dos o tres mujeres dicen que sí porque quieren creer que lo oyeron... pero nada más. Con todos los cohetes que se dispararon, es casi imposible.

Japp gruñó.

—Lo imagino. Continúe.

—La señora Alien estuvo en casa la mayor parte de la tarde y la noche de ayer. Llegó a eso de las cinco. Luego volvió a salir a las seis para ir hasta el buzón que hay al final de la calle. A eso de las nueve y media llegó un automóvil... un «Standard Swallow»... del que se apeó un hombre... de unos cuarenta y cinco años, bien plantado, de aspecto marcial, bigote de cepillo y vistiendo un abrigo azul oscuro y sombrero James Hogg, el chófer de la casa número dieciocho dice que le había visto visitar a la señora Alien antes.

—Cuarenta y cinco años —dijo Japp—. No puede ser Laverton-West.

—Ese hombre, fuera quien fuese, estuvo en la casa una hora. Se marchó a las diez y veinte y se detuvo en la puerta para despedirse de la señora Alien. Un niño, Frederick Hogg, estaba por allí cerca y oyó lo que decía.

—¿Y qué fue?

—Bueno, piénsalo bien y comunícame lo que decidas. Ella dijo algo y él respondió: De acuerdo. Hasta la vista. Dicho esto montó en el coche y se marchó.

—Y eso fue a las diez y veinte —dijo Poirot pensativo. 

Japp se rascó la nariz.

—Entonces a las diez y veinte la señora Alien aún vivía —dijo—. ¿Qué más?

—Nada más, inspector. Es todo lo que he podido averiguar. El chófer del número veintidós llegó a las diez y media y prometió a sus pequeños dispararles unos cuantos fuegos artificiales. Le estaban esperando... junto con los demás niños de la vecindad y estuvieron entretenidos mirándolos. Después todos se fueron en seguida a dormir.

—¿Y no entró nadie más en el número catorce?

—No... no lo vieron; pero si entró, nadie lo habría notado.

—¡Hum...! —dijo Japp—. Es cierto. Bueno, ya tenemos algo. «Un caballero de aspecto marcial, con bigotes de cepillo.» Es casi evidente que fue la última persona que la vio con vida. Quisiera saber quién era.

—La señorita Plenderleith tal vez pueda decírnoslo —sugirió Poirot.

—Es posible —dijo Japp—. O quizá no lo haga. No me cabe la menor duda de que podría contarnos muchas cosas, si quisiera. ¿Y qué me dice usted, Poirot? ¿Cuando estuvo a solas con ella no adoptó su aire de padre confesor que algunas veces le da tan buenas consecuencias, tan buenos resultados?

Poirot extendió las manos.

—¡Cielos, hablamos únicamente de fuegos de gas! 

—¿Fuegos de gas... de gas? —Japp parecía disgustado—. ¿Qué le ocurre, amigo mío? Desde que está aquí, lo único que le ha interesado han sido las plumas de ave y un cesto de papeles. Oh, sí; también le vi revisar el de abajo. ¿Encontró algo? 

Poirot suspiró.

—Un catálogo de bulbos de flores y una revista atrasada.

—De todas maneras, ¿qué es lo que busca? Si uno quiere deshacerse de un documento que le compromete, o lo que usted tenga en su imaginación, no es probable que lo arroje al cesto de los papeles.

—Lo que usted dice es bien cierto. Sólo las cosas sin importancia se arrojan a la papelera.

Poirot habló en tono sumiso, y no obstante Japp le miró con recelo.

—Bien —le dijo—. Ahora ya sé lo que voy a hacer. ¿Y usted?

—Eh bien —repuso Poirot—. Completaré mi registro en busca de cosas sin importancia. Me falta todavía el cubo de la basura.

Y salió de la habitación, mientras Japp le contemplaba con disgusto.

—Insoportable —dijo—. Completamente insoportable.

El inspector Jameson guardaba un silencio respetuoso, aunque la expresión de su rostro decía: «¡Esos extranjeros...!»

En voz alta comentó:

—¡De modo que es el señor Hércules Poirot! He oído hablar mucho de él.

—Es un amigo mío —exclamó Japp—. Y no tan calmoso como parece, desde luego. De todas formas, él va a la suya.

—Se habrá vuelto un poquitín conservador, inspector —sugirió Jameson—. Ah, bueno, el tiempo dirá.

—De todas formas —dijo Japp—, quisiera saber lo que se trae entre manos.

Y dirigiéndose al escritorio contempló intranquilo la pluma de ave color verde esmeralda.


Capítulo 5



Japp encontrábase interrogando a la esposa del tercer chófer, cuando Poirot, que había entrado sin hacer ruido, apareció a su lado.

—¡Cáspita! ¡Qué susto me ha dado! —dijo Japp—. ¿Ha encontrado algo?

—No lo que buscaba.

Japp volvióse de nuevo a la señora James Hogg.

—¿Y dice usted que había visto antes a ese caballero?

—Oh, sí. Y mi esposo también. Le reconocimos en seguida.

—Ahora escúcheme bien, señora Hogg. Veo que es usted una mujer inteligente y no me cabe duda de que conoce usted la vida de todo el vecindario. Usted es una mujer de criterio... de un criterio extraordinario, me consta... —sin enrojecer repitió el cumplido por tercera vez, en tanto que la señora Hogg asumía una expresión de inteligencia casi sobrehumana—. Déme su opinión acerca de esas dos mujeres... la señora Alien y la señorita Plenderleith. ¿Qué tal son? ¿Alegres? ¿Dan muchas fiestas?

—Oh, no, inspector; nada de eso. Salen mucho... en especial la señora Alien... pero tienen clase, no sé si Me entiende. No como algunas que viven al otro extremo de la calle. Estoy segura de la señora Stevens... si es que es una señora, cosa que dudo... bueno, me gustaría contarle todo lo que pasa aquí... yo...

—Desde luego —Japp apresuróse a detenerla—. Es muy importante lo que acaba de decirme. ¿Entonces la señora Alien y la señorita Plenderleith eran apreciadas en el barrio?

—Oh, sí, inspector... especialmente la señora Alien... siempre tenía una palabra amable para los niños. Creo que ella perdió a su hijita, la pobre. Ah, bueno, yo he enterrado tres, y lo que yo digo...

—Sí, sí, es muy triste. ¿Y la señorita Plenderleith? 

—Bueno, claro que también es muy simpática, pero un poco más brusca, no sé si me entiende. Se limitaba a saludar con una inclinación de cabeza, pero no se detiene a charlar. Pero no tengo nada contra ella... nada en absoluto. 

—¿Se llevaba bien con la señora Alien? 

—Oh, sí, inspector. Nunca se peleaban... nada de eso. Estaban siempre contentas... y estoy segura de que la señora Pierce corroborará mi opinión.

—Sí, ya hemos hablado con ella. ¿Conoce usted de vista al prometido de la señora Alien?

—¿El caballero con quien iba a casarse? Oh, sí. Ha venido por aquí con bastante frecuencia. Dicen que es miembro del Parlamento.

—¿No fue él quien vino ayer noche? 

—No, señor. No era él —la señora Hogg se irguió. En su voz había un vibrado timbre de excitación—. Y si quiere saber mi opinión, inspector, le digo que lo que está pensando es un error. Le aseguro que la señora Alien no era de esa clase de mujeres. Es verdad que no había nadie más en la casa, pero yo no creo nada de eso... así se lo dije a Hogg esta mañana. «No, Hogg», le he dicho, «la señora Alien es una señora... una verdadera señora... de modo que no andes insinuando cosas...» Ya sabemos cómo es la mentalidad masculina. Supongo que me perdonará lo que voy a decirle. Los hombres siempre piensan lo peor. 

Pasando la indirecta por alto, Japp continuó: 

—Usted le vio llegar y marcharse, ¿verdad? 

—Eso es, inspector.

—¿Y no oyó nada más? ¿Ruido de pelea? 

—No, inspector. Es decir, tampoco lo hubiera oído, porque en la casa de al lado la señora Stevens no deja de gritarle a la criada... Todos le hemos dicho que no la Aguante más, pero el sueldo es bueno... tiene un genio del demonio pero paga treinta chelines semanales...

Japp intervino rápidamente:

—¿Pero usted no oyó nada sospechoso en el número catorce?

—No, inspector. Y tampoco era probable que lo oyera con los fuegos artificiales que disparaban aquí y en todas partes.

—Ese hombre se marchó a las diez y veinte... ¿verdad?

—Es posible, inspector. No podría decirlo. Pero Hogg lo dice y es hombre de fiar.

—Usted le vio marcharse. ¿Oyó lo que dijo?

—No, inspector, no estaba lo bastante cerca. Sólo le vi desde mi ventana, despidiéndose de la señora Alien.

—¿La vio también a ella?

—Sí, inspector. Estaba precisamente detrás de la puerta.

—¿Se fijó cómo iba vestida?

—No, la verdad. Aunque tampoco observé nada de particular.

Poirot preguntó:

—¿No se fijó usted en si llevaba traje de tarde o de noche?

—No, señor ya le he dicho que no.

Poirot contempló pensativo la ventana superior y luego el número catorce. Sus ojos encontraron los de Japp y sonrió.

—¿Y el caballero?

—Llevaba un abrigo azul oscuro y un sombrero hongo, y era elegante y bien plantado.

Japp le hizo algunas preguntas más y luego fuese a efectuar su próxima entrevista, esta vez con Frederick Hogg, un muchacho de rostro travieso, ojos brillantes y que se daba mucha importancia.

—Sí, inspector. Yo los oí hablar. «Piénsalo bien y comunícame lo que decidas», dijo el caballero, en tono amable, ¿sabe? Luego ella dijo algo y él contestó: «De acuerdo. Hasta la vista.» Y montó en el automóvil... yo le abrí la portezuela, pero no me dijo nada —explicó Hogg con voz que denotaba su decepción—. Y se marchó.

—¿No oíste lo que dijo la señora Alien?

—No, inspector.

—¿Puedes decirme cómo iba vestida? Por ejemplo, cuál era el color de su traje.

—No podría decirle, inspector. Comprenda, yo no la vi. Debía estar detrás de la puerta.

—Es lo mismo —dijo Japp—. Ahora escucha, pequeño. Quiero que medites bien la pregunta que voy a hacerte, antes de contestarla. Si no lo sabes o no lo recuerdas, lo dices. ¿Está claro?

—Sí, inspector.

Hogg le miraba atentamente.

—¿Cuál de los dos cerró la puerta, la señora Alien o el caballero?

—¿La puerta de la calle?

—Sí, la puerta de la calle, naturalmente.

El muchacho reflexionó, entrecerrando los ojos para mejor concentrarse.

—Me parece que la señora... No, no fue ella, sino él. La cerró casi de golpe y fue de prisa hacia el coche. Parecía como si tuviera una cita en otra parte.

—Bien, jovencito. Pareces muy listo. Aquí tienes seis peniques.

Después de despedirse el muchacho, Japp volvió hacia su amigo y de común acuerdo ambos movieron la cabeza afirmativamente.

—¡Podría ser! —dijo el policía.

—Cabe dentro de lo posible —convino Poirot.

Sus ojos brillaron con una tonalidad verde. Parecían los de un gato.


Capítulo 6



Al volver a entrar en el saloncito de la casa número catorce, Japp no perdió el tiempo andándose por las ramas, sino que fue directo al grano.

—Escuche, señorita Plenderleith, ¿no cree que es mejor confesarlo todo desde el principio? Al final también he de averiguarlo.

Jane Plenderleith alzó las cejas. Hallábase junto a la chimenea, calentándose los pies.

—No sé a qué se refiere usted. 

—¿Es eso cierto, señorita Plenderleith? 

Ella se encogió de hombros.

—He contestado a todas sus preguntas. No sé qué más puedo hacer.

—Pues, en mi opinión, podría hacer mucho más... si quisiera.

—Eso es sólo una opinión, ¿no le parece, primer inspector?

Japp se puso como la grana.

—Creo —intervino Poirot— que mademoiselle apreciaría mejor la razón de sus preguntas si le contara cómo se presenta el caso.

—Es muy sencillo. Pues bien, señorita Plenderleith, los hechos son los siguientes. Su amiga ha sido encontrada muerta con un balazo en la cabeza y con una pistola en la mano... y la puerta y la ventana cerradas, todo lo cual hace suponer un caso claro de suicidio pero no fue suicidio. La inspección médica lo prueba.

—¿Cómo?

Toda su ironía y frialdad habían desaparecido, y se inclinó hacia delante, interesada... y observando su rostro. 

—La pistola estaba en su mano... pero sus dedos no la aprisionaban. Además no se encontraron huellas dactilares en ella, y el ángulo de la herida hace imposible que la disparara. Tampoco dejó carta alguna, cosa bastante natural tratándose de un suicidio. Y aunque la puerta estaba cerrada no se ha encontrado la llave.

Jane Plenderleith volvióse lentamente, yendo a sentarse en una butaca frente a ellos.

—¡De modo que es cierto! —dijo—. ¡Siempre he pensado que era imposible que se hubiese matado! ¡Y tenía razón! No se suicidó. Alguien la ha asesinado.

Por espacio de un par de minutos permaneció perdida en sus pensamientos, hasta que alzó la cabeza con brusquedad.

—Hágame las preguntas que guste —dijo—. Las contestaré lo mejor que pueda. 

Japp comenzó:

—La noche pasada, la señora Alien tuvo una visita. Se dice que fue un hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto marcial, bigote de cepillo, elegantemente vestido y que conducía un coche «Standard Swallow». ¿Sabe usted quién es?

—No estoy muy segura, claro pero por la descripción parece el mayor Eustace.

—¿Quién es el mayor Eustace? Cuénteme todo lo que sepa de él.

—Es un hombre a quien Bárbara conoció en el extranjero... en la India. Llegó aquí hará cosa de un año, y le hemos visto de vez en cuando.

—¿Era amigo de la señora Alien?

—Se comportaba como tal —replicó Jane en tono seco.

—¿Y cuál era la actitud de la señora Alien hacia él?

—No creo que le agradase en realidad... es decir, estoy segura de ello.

—¿Pero se trataban con aparente amistad?

—Sí

—¿Le pareció alguna vez, piénselo bien, señorita Plenderleith..., que le tenía miedo?

Jane Plenderleith consideró la pregunta durante unos instantes y al cabo dijo:

—Sí, creo que sí. Cuando él estaba presente siempre se ponía nerviosa.

—¿Le conocía el señor Laverton-West?

—Creo que sólo le vio una vez. No simpatizaron mucho. Es decir, el mayor Eustace hizo lo que pudo por agradar a Carlos, pero Carlos no se esforzó lo más mínimo... tiene muy buen olfato para las personas que no son... lo que debieran.

—¿Y el mayor Eustace no es... como usted dice... lo que debiera? —preguntó Poirot.

—No, no lo es —replicó la joven en tono cortante—. Desde luego, no ha salido del cajón de encima.

—Cielos, no conozco esa expresión. ¿Quiere decir que no es un pukka sáhib?.

Una sonrisa fugaz iluminó el rostro de la joven, que replicó gravemente:

—No.

—¿Le sorprendería mucho que ese hombre hubiera estado haciendo víctima de sus chantajes a la señora Alien?

Japp inclinóse hacia delante para observar el resultado de su insinuación.

Y quedó satisfecho. Jane se adelantó con las mejillas arreboladas y apoyando su mano crispada en el brazo de su butaca.

—¡De modo que era esto! ¡Qué tonta fui al no advertirlo! ¡Claro!

—¿Lo cree factible, mademoiselle? —preguntó Hércules Poirot.

—¡He sido una tonta al no suponerlo! Durante los últimos seis meses me pidió prestadas pequeñas cantidades de dinero, varias veces, y la vi estudiando su libro de cuentas. Sabía que vivía bien con sus rentas, de modo que no me alarmé; pero, claro, si estaba entregando sumas de dinero...

—¿Concordaría con su comportamiento en general...? —preguntóle Poirot.

—Desde luego. Estaba nerviosa, y aun a veces sobresaltada. Completamente distinta a como ella era.

—Perdóneme —dijo Poirot en tono amable—, pero eso no es lo que nos dijo antes.

—Aquello era distinto —Jane Plenderleith hizo un gesto con la mano—No estaba deprimida. Quiero decir que no se portaba como si fuera a suicidarse, ni nada por el estilo. Pero sí como si la estuviera haciendo víctima de un chantaje. Ojalá me lo hubiese dicho. Yo le hubiera enviado al infierno.

—Pero tal vez él no hubiese ido... al infierno, sino a ver a Carlos Laverton-West... —observó Poirot.

—Sí —replicó la joven despacio—. Sí... es cierto...

—¿No tiene idea de lo que este hombre podía tener contra ella? —inquirió Japp.

—Ni la más remota —dijo Jane moviendo la cabeza—. Conociendo a Bárbara no puedo creer que pudiera ser nada realmente serio. Por otro lado... —hizo una pausa y continuó luego—: Lo que quiero decir es que Bárbara era un poco simple en ciertos aspectos. Se asustaba con gran facilidad. ¡En resumen, era la clase de mujer ideal para un chantajista! ¡El muy bruto!

Lanzó las tres últimas palabras con verdadero furor.

—Por desgracia —continuó Poirot—, el crimen parece que ha resultado al revés. Suele ser la víctima la que mata al chantajista, y no el chantajista a su víctima.

Jane Plenderleith frunció ligeramente el ceño.

—No... es cierto..., pero puedo imaginar ciertas circunstancias...

—¿Como, por ejemplo...?

—Supongamos que Bárbara se desespera... Pudo amenazarle con esa ridícula pistola y, al tratar de arrebatársela, dispara y la mata. Luego, horrorizado, intenta simular que fue suicidio.

—Es posible —dijo. Japp—; pero existe una dificultad.

Ella le miró interrogativamente.

—El mayor Eustace, si es que fue él, salió de aquí ayer noche a las diez y veinte, despidiéndose de la señora Alien en la misma puerta.

—Oh —la joven se puso grave—. Ya —hizo una pausa—. Pero pudo haber vuelto más tarde —dijo despacio.

—Sí, es posible —repuso Poirot.

—Dígame, señorita Plenderleith —Japp prosiguió su interrogatorio—. ¿La señora Alien tenía costumbre de recibir sus visitas aquí o en la habitación de arriba?

—En las dos. Pero este saloncito lo utilizaba para reuniones más numerosas o para amistades particulares. Bárbara disponía del dormitorio grande, que utilizaba también como sala de estar, y yo del más pequeño y esta habitación.

—Si el mayor Eustace vino ayer noche, ¿en qué habitación cree usted que lo recibiría la señora Alien?

—Creo que probablemente lo pasaría aquí —la joven parecía vacilar— Es menos íntimo. Por otro lado, si deseaba llenar un cheque o algo por el estilo, es de suponer que lo llevara arriba. Aquí no hay dónde escribir.

Japp movió la cabeza.

—No fue cuestión de cheques. La señora Alien extrajo ayer del Banco doscientas libras, y hasta ahora no hemos podido encontrarlas en toda la casa.

—¿Y se las dio a ese bruto? ¡Oh, pobre Bárbara! ¡Pobre, pobre Bárbara!

Poirot carraspeó.

—A menos que, como usted ha sugerido, se tratase de un accidente, no parece probable que quisiera privarse de una renta regular.

—¿Accidente? No fue un accidente. Perdió los estribos, se le subió la sangre a la cabeza, y disparó contra ella.

—¿Así es como cree usted que ocurrió?

—Sí —dijo; agregando con vehemencia—: ¡Fue un asesinato... un asesinato!

Poirot comentó:

—Yo no diría que está usted equivocada, mademoiselle.

—¿Qué cigarrillos fumaba la señora Alien? —dijo Japp.

—«Gasper». Hay algunos en esa caja.

Japp la abrió y sacando uno hizo un gesto de asentimiento antes de guardárselo en el bolsillo.

—¿Y usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Los mismos.

—¿No fuma turcos?

—Nunca.

—¿Y la señora Alien?

—Tampoco. No le gustaban.

—¿Y el señor Laverton-West? —quiso saber Poirot—. ¿Cuáles fumaba?

La joven le miró de hito en hito.

—¿Carlos? ¿Qué importancia tiene lo que él fume? ¿No pretenderá usted que fue él quien la mató?

Poirot alzóse de hombros.

—Muchos hombres han matado antes de ahora a la mujer que amaban, mademoiselle.

Jane hizo un gesto impaciente.

—Carlos no mataría a nadie. Es muy discreto.

—De todas formas, señorita, los hombres cuidadosos son los que cometen los crímenes más inteligentes.

—Pero no por el motivo que usted ha señalado, señor Poirot —repuso la joven mirándole fijamente.

—No, es cierto.

—Bien —Japp se puso en pie—. Creo que aún me queda mucho que hacer aquí. Me gustaría echar otro vistazo.

—¿Por si el dinero se encuentra escondido en alguna parte? Desde luego. Mire cuanto guste. Y también en mi habitación... aunque no es probable que Bárbara lo escondiera allí.

El registro de Japp fue rápido, pero eficiente, y a los pocos minutos el saloncito no tenía secretos para él. Luego subió a inspeccionar los dormitorios, y Jane Plenderleith quedó sentada sobre el brazo de un sillón, fumando un cigarrillo mientras Poirot la observaba.

Al cabo de algunos minutos, éste dijo tranquilamente:

—¿Sabe usted si el señor Laverton-West se encuentra en Londres?

—Lo ignoro. Pero más bien supongo que debe estar en Hampshire con su familia. Debía haberle telegrafiado. Es terrible... pero lo olvidé.

—No es fácil acordarse de todo cuando sucede una catástrofe, mademoiselle, y de todas maneras no hay que apresurarse a dar malas noticias. Siempre se saben.

—Sí, es cierto —repuso la muchacha, distraída.

Se oyeron los pasos de Japp, que bajaba la escalera, y Jane salió a su encuentro.

—¿Y bien?

Japp movió la cabeza.

—Nada, señorita Plenderleith. Ahora he registrado ya toda al casa. Oh, creo que será mejor que mire en ese armario que hay debajo de la escalera.

Y al pronunciar estas palabras tiró del pomo.

Jane Plenderleith dijo:

—Está cerrado.

Y el tono de su voz hizo que los dos hombres la miraran extrañados.

—Sí —replicó Japp—. Ya veo que está cerrado. ¿Tiene usted la llave?

La joven permanecía como petrificada.

—No... no estoy segura de -dónde pueda estar.

Japp le dirigió una rápida mirada y continuó en tono indiferente:

—Dios mío, ¡qué lástima...! No quisiera estropearlo abriéndolo por la fuerza. Enviaré a Jameson a buscar un manojo de llaves bien surtido.

Jane se adelantó rápidamente.

—Oh —dijo—. Espere un momento. Puede que esté...

Fuese hasta el saloncito, reapareciendo momentos más tarde con una llave de tamaño regular.

—Lo tenemos siempre cerrado —explicó—, porque nuestros paraguas y otras cosas desaparecían con mucha frecuencia.

—Una precaución muy prudente —dijo Japp aceptando la llave.

La hizo girar en la cerradura y abrió el armario. Su interior estaba oscuro, y tuvo que sacar una linterna de su bolsillo para iluminarlo.

Poirot observó que la joven contenía el aliento y sus ojos siguieron el haz de luz de la linterna de Japp.

No había gran cosa dentro del armario. Tres paraguas... uno de ellos roto; cuatro bastones; un juego de palos de golf, dos raquetas de tenis, una alfombra cuidadosamente doblada y varios almohadones deteriorados y sobre ellos un pequeño neceser muy elegante.

Cuando Japp alargó la mano para cogerlo, Jane Plenderleith dijo precipitadamente:

—Es mío. Lo... lo traje conmigo esta mañana, de modo que no puede haber nada de lo que busca.

—Nada pierdo en asegurarme —replicó Japp con creciente regocijo.

Abrió el neceser, que no estaba cerrado con llave. En su interior había gran variedad de cepillos y botellas para la toilette..., dos revistas, pero nada más.

Japp lo fue examinando todo con meticulosa atención. Cuando al fin cerró la tapa y se dispuso a examinar los almohadones, la joven exhaló un suspiro de alivio.

En el armario no había más que lo que saltaba a la vista, y Japp no tardó en dar por terminado el registro.

Volviendo a cerrar la puerta, tendió la llave a Jane Plenderleith.

—Bien —le dijo—. Esto deja terminado el asunto. ¿Puede darme la dirección del señor Laverton-West?

—Farlescombe Hall, Little Ledbury, Hampshire.

—Gracias, señorita Plenderleith. Eso es todo por el momento. Es posible que vuelva más tarde. A propósito, no diga nada. Deje que todos crean que se trata de un suicidio.

—Desde luego.

Les estrechó las manos a los dos.

Y cuando caminaban por la avenida, Japp exclamó:

—¿Qué diablos había en ese armario? Algo había.

—Sí, algo había.

—¡Y apuesto diez contra uno a que era algo relacionado con el neceser! Pero debo ser un estúpido, puesto que no he conseguido dar con ello. He revisado todas las botellas... el forro... ¿qué diablos podía ser?

Poirot meneó la cabeza pensativo.

—Esa chica lo sabe —continuó Japp—. ¿Dijo que había traído el neceser esta mañana? ¡No es cierto! ¿Se fijó en que había dos revistas dentro?

—Sí.

—Bien, ¡pues una de ellas era del mes de julio!


Capítulo 7



Al día siguiente Japp penetraba en el piso de Poirot y arrojaba el sombrero con disgusto sobre la mesa. Luego se dejó caer en una butaca.

—Bueno —gruñó—. ¡Está libre de sospechas!

—¿Quién?

—La Plenderleith. Estuvo jugando al bridge hasta medianoche. Lo han asegurado el anfitrión, la anfitriona, un invitado que es comandante de Marina y dos criados. No existe la menor duda de que hemos de descartar la idea de que tenga algo que ver con el crimen. De todas formas me gustaría saber por qué se violentó tanto cuando cogí el neceser que había debajo de la escalera. Eso le corresponde a usted, Poirot, puesto que le agrada desentrañar esas trivialidades. ¡El Misterio del Neceser! ¡Resulta muy prometedor!

—Voy a darle otro título: El Misterio del Aroma a Humo de Cigarrillo.

—Un poco largo y complicado. ¿Aroma... eh? ¿Era eso lo que olfateaba cuando examinábamos el cadáver por primera vez? Le vi... ¡y le olí! Pensé que estaba constipado.

—Pues se equivocó.

—Siempre creí que utilizaba las células grises de su cerebro —Japp suspiró—. No me diga que su nariz es superior a la de los demás mortales.

—No, no, tranquilícese.

—Yo no olí a humo de cigarrillo —prosiguió Japp receloso.

—Ni yo tampoco, amigo mío.

Japp extrajo un cigarrillo de su bolsillo sin dejar de mirarle.

—Éstos son los que fumaba la señora Alien... Seis de las colillas eran suyas. Las otras tres eran de cigarrillos turcos.

—Exacto.

—¡Supongo que su maravillosa nariz lo descubrió sin necesidad de que las viera!

—Le aseguro que mi nariz no interviene para nada en este momento... puesto que no registro nada.

—Pero, ¿sus células grises sí?

—Pues... hubo ciertas indicaciones..., ¿no lo cree?

Japp le miró de reojo.

—¿Como, por ejemplo?

—Eh bien, en aquella habitación faltaba algo. Creo que además habían agregado algo... y luego, en el escritorio...

—¡Lo sabía! ¡Ya vamos llegando a esa maldita pluma!

—Du tout. Esa pluma juega un papel puramente negativo.

Japp retrocedió a un terreno más firme.

—Carlos Laverton-West va a ir a verme a Scotland Yard dentro de media hora, y pensé que a usted le agradaría conocerle.

—Muchísimo.

—Y le alegrará saber que hemos localizado al mayor Eustace. Tiene un piso en la calle Cronwell.

—¡Espléndido!

—Y ahí tendremos algo que hacer. No parece ser una persona muy agradable ese mayor Eustace. Después de haber visto a Laverton-West iremos a visitarle. ¿Le parece bien?

—Perfectamente.

—Bien, vamos entonces. 






A las once y media Carlos Laverton-West era introducido en el despacho del primer inspector Japp, que se puso en pie para estrecharle la mano.

El recién llegado era un hombre de mediana estatura y personalidad muy marcada. Iba bien rasurado, tenía una boca expresiva como la de los actores, y ojos ligeramente saltones, que tan a menudo suelen acompañar al don de la oratoria. Era bien parecido, tranquilo y educado.

Y aunque pálido y algo afligido, sus modales resultaban completamente correctos y serenos.

Una vez hubo tomado asiento, dejó el sombrero y los guantes encima de la mesa y miró a Japp.

—Ante todo quiero decir que comprendo perfectamente lo penoso que esto debe resultarle.

—Dejemos aparte mis sentimientos —dijo Laverton-West con un ademán—. Dígame primero, inspector: ¿tiene alguna idea de lo que ha motivado el que mi... la señora Alien se suicidara?

—¿Usted no puede ayudarnos en este sentido?

—Desde luego que no.

—¿No se pelearon, ni hubo el menor desvío entre ustedes?

—En absoluto. Ha sido una gran sorpresa para mí.

—¿Quizá lo comprendiera mejor si le digo que no se suicidó... sino que fue asesinada?

—¿Asesinada? —los ojos de Carlos Laverton-West parecieron ir a saltársele de sus órbitas—. ¿Ha dicho usted asesinada?

—Exactamente. Ahora dígame, señor Laverton-West, ¿tiene alguna idea de quién pudo quitar de en medio a la señora Alien?

El interrogado casi rugió al responder:

—¡No... no... nada de eso! ¡La mera suposición es absurda!

—¿No le dijo nunca si tenía enemigos? ¿Alguien que tuviera algo contra ella?

—Nunca.

—¿Sabía usted que tenía una pistola?

—No tenía conocimiento de ello.

Pareció algo sorprendido.

—La señorita Plenderleith dice que la señora Alien la trajo del extranjero hace algunos años.

—¿De veras?

—Claro que sólo tenemos la palabra de la señorita Plenderleith. Es muy posible que la señora Alien se creyera en peligro y conservara la pistola por razones propias.

Carlos Laverton-West meneó la cabeza, al parecer muy sorprendido y extrañado.

—¿Qué opinión le merece la señorita Plenderleith, señor Laverton-West? Quiero decir, si la considera una persona sincera y de fiar.

El otro reflexionó unos instantes.

—Creo que sí..., sí... yo diría que sí.

—¿No le es simpática? —insinuó Japp, que le observaba de cerca.

—No es eso precisamente, pero no pertenece al tipo de mujer que yo admiro. Su sarcasmo e independencia no me resultan atractivos, pero yo diría que es una persona de absoluta confianza.

—¡Hum...! —gruñó Japp—. ¿Conoce usted al mayor Eustace?

—¿Eustace? ¿Eustace? Ah, sí, recuerdo ese nombre. Le vi una vez en casa de Bárbara... la señora Alien. En mi opinión es un sujeto bastante dudoso, y así se lo dije a mi... a la señora Alien. No pertenece al tipo de hombre que me hubiese gustado que frecuentara nuestra casa después de casados.

—¿Y qué dijo la señora Alien?

—¡Oh! Estuvo de acuerdo conmigo. Confiaba en mi buen juicio, y un hombre siempre conoce mejor a otro que cualquier mujer. Me explicó que no podía mostrarse descortés con una persona que no había visto desde hacía algún tiempo... creo que sentía un temor especial a parecer snob. Naturalmente que, al convertirse en mi esposa, hubiera encontrado a muchas de sus antiguas amistades digamos... inconvenientes.

—¿Quiere decir que al casarse con usted mejoraba de posición? —preguntó Japp con cierta brusquedad.

Laverton-West alzó una mano bien cuidada.

—No, no es precisamente eso. A decir verdad, la madre de la señora Alien es pariente lejana de mi familia. Era igual a mí por su nacimiento, pero claro, por mi situación tengo que escoger con sumo cuidado mis amistades... y mi esposa las suyas. En cierto modo, vivo de cara al público.

—Oh, desde luego —repuso Japp secamente antes de preguntar—: ¿Así que no puede ayudarnos?

—No. Estoy perplejo. ¡Bárbara asesinada! Es increíble... inaudito.

—Señor Laverton-West, ¿puede decirme cuáles fueron sus movimientos en la noche del cinco de noviembre?

—¿Mis movimientos?

Su voz sonó airada.

—Es sólo por pura fórmula —explicó Japp—. Tenemos... que interrogar a todo el mundo.

—Yo creí que un hombre de mi posición estaba exento —dijo Carlos Laverton-West con gran dignidad.

Japp limitóse a esperar.

—Estuve... veamos... Ah, sí. Estuve en la Cámara. Salí de allí a las diez y media y fui a dar un paseo por el malecón, contemplando los Fuegos artificiales.

—Resulta agradable pensar que hoy en día no hay complots de esta clase —dijo Japp en tono alegre.

Laverton-West le dirigió una mirada ausente.

—Luego... re... regresé a casa.

—¿A qué hora llegó a su casa? ¿Vive en la plaza Onslow...?

—No puedo precisarlo.

—¿A las once? ¿A las once y media?

—Aproximadamente.

—Quizás alguien le abrió la puerta.

—No, tengo mi llave.

—¿Se encontró con alguien durante su paseo?

—No... er... la verdad, inspector, ¡estas preguntas me ofenden en gran manera!

—Le aseguro que es sólo una fórmula rutinaria, Señor Laverton-West. No son personales, compréndalo.

—Si es eso todo...

—De momento, sí, señor Laverton-West.

—Téngame al corriente...

—Naturalmente. A propósito, permítame presentarle a Hércules Poirot. Es posible que haya oído hablar de él.

—Sí... sí; he oído ese nombre.

—Monsieur —dijo Poirot acentuando de pronto su acento extranjero— Créame usted, mi corazón sangra de dolor. ¡Una pérdida semejante! ¡La agonía que debe estar usted sufriendo! Ah, pero no digo más. ¡Qué bien ocultan los ingleses sus emociones! —sacó su pitillera—. ¡Permítame...! ¿Ah, está vacía, Japp?

El policía, palpando sus bolsillos, movió la cabeza.

Laverton-West sacó una pitillera, murmurando:

—Tome uno de los míos, señor Poirot.

—Gracias... gracias... —el hombrecillo tomó un cigarrillo.

—Como usted bien dice, señor Poirot —continuó el otro—, los ingleses no hacemos ostentación de nuestras emociones.

Y tras inclinarse ante los dos hombres salió de la estancia.

—Es un besugo —dijo Japp con disgusto—. ¡Y un mochuelo! La señorita Plenderleith tenía razón. No obstante, es bien parecido... podría llevarse bien con una mujer que careciera del sentido del humor. ¿Qué me dice de ese cigarrillo?

Poirot se lo alargó.

—Egipcio, y de los más caros.

—No nos sirve, y es una lástima, porque nunca he oído una coartada más débil. De hecho, no es una coartada... Es una pena que no fuese al revés. Si ella le hubiera hecho víctima de sus chantajes... Es un tipo a propósito..., pagaría como un corderito. Cualquier cosa con tal de evitar el escándalo.

—Querido amigo, es muy bonito reconstruir el caso según le gustaría que hubiese ocurrido, pero eso no es cosa nuestra.

—No; Eustace sí lo es. Tengo algunos datos suyos. Definitivamente es un sujeto desagradable.

—A propósito. ¿Hizo usted lo que sugerí acerca de la señorita Plenderleith?

—Sí. Aguarde un segundo. Llamaré para enterarme.

Y cogiendo el teléfono estuvo hablando unos minutos. Al cabo lo dejó y volvióse para mirar a Poirot.

—Parece que tiene un corazón a prueba de bomba. Se ha ido a jugar al golf. No es una cosa muy apropiada cuando su amiga íntima acaba de ser asesinada el día anterior.

Poirot lanzó una exclamación.

—¿Qué le ocurre ahora? —preguntó Japp.

Pero Poirot musitaba para sí:

—Claro... claro... naturalmente... qué tonto soy..., ¡pero si salta a la vista!

Japp le dijo con brusquedad:

—Deje de hablar solo y vámonos a ver a Eustace.

Y le sorprendió ver la radiante sonrisa que iluminó el rostro de Poirot.

—¡Pues sí... vamos a hablar con él! Porque ahora lo sé todo..., ¡pero todo!


Capítulo 8



El mayor Eustace recibió a los dos hombres con la fácil prestancia de un hombre de mundo. Su piso era pequeño, un mero pied á terre, como explicó. Les ofreció de beber, y como lo rechazaron sacó su pitillera. Japp y Poirot aceptaron un cigarrillo intercambiando una mirada de inteligencia.

—Veo que fuma usted cigarrillos turcos —dijo Japp haciendo girar el cigarrillo entre sus dedos.

—Sí. Lo siento. ¿Los prefieren de otra clase? Debo tener en alguna parte.

—No, no, está bien así —se inclinó hacia delante y dijo cambiando de tono—: Tal vez adivine para qué hemos venido a verle, mayor Eustace.

—No... No tengo la menor idea de lo que trae por mi casa a un primer inspector. ¿Es por algo referente a mi automóvil?

—No, no se trata de su automóvil. Creo que conocía usted a la señora Bárbara Alien, ¿verdad, mayor Eustace?

El mayor echóse hacia atrás y lanzando una bocanada de humo dijo:

—¡Oh, es eso! ¡Claro, debí haberlo supuesto! Un asunto muy triste.

—¿Lo sabe ya?

—Lo leí en la Prensa de ayer noche. Una pena.

—Creo que conoció a la señora Alien en la India.

—Sí, de eso hace ya algunos años.

—¿Conoció también a su marido?

Hubo una pausa, sólo durante una fracción de segundo, mientras sus ojillos de rata miraban rápidamente a los dos hombres, y al cabo repuso:

—No; a decir verdad nunca conocí a Alien.

—Pero ¿sabía algo de él?

—Oí decir que era un bala perdida. Claro que sólo era un rumor.

—¿La señora Alien no decía nada?

—Nunca hablaba de él.

—¿Intimó mucho con ella?

El mayor se encogió de hombros.

—Éramos viejos amigos, ¿sabe? Pero no nos veíamos con mucha frecuencia.

—Pero ¿la vio la noche pasada? ¿La noche del cinco de noviembre?

—Sí, es cierto.

—¿Creo que fue a verla a su casa?

El mayor Eustace asintió. Su voz adquirió un tono afligido.

—Sí, me pidió que la aconsejara acerca de algunas inversiones. Claro, comprendo lo que ustedes quieren saber... su estado de ánimo y todo eso. Bien, es difícil de decir, la verdad. Parecía bastante normal y sin embargo, ahora que lo pienso, creo qué estaba un poco sobresaltada.

—Pero ¿no le insinuó lo que pensaba hacer?

—Ni remotamente. A decir verdad, cuando me despedí de ella le dije que la llamaría pronto para salir juntos.

—¿Le dijo que le telefonearía? ¿Fueron éstas sus últimas palabras?

—Sí.

—Es curioso. Tengo noticias de que dijo usted algo muy distinto.

Eustace cambió de color.

—Bueno, no puedo recordar exactamente las palabras.

—Me han informado de que lo que usted dijo fue: «Bien, piénsalo bien y comunícame lo que decidas.»

—Déjeme pensar. Sí. Creo que tiene usted razón. No fue exactamente eso, pero me parece que le indicaba que me avisara cuando estuviera libre.

—No es exactamente lo mismo, ¿verdad? —dijo Japp.

El mayor Eustace alzóse de hombros.

—Mi querido amigo. No pretenderá usted que me acuerde palabra por palabra de lo que dije en una ocasión determinada.

—¿Y cuál fue la respuesta de la señora Alien?

—Dijo que me llamaría por teléfono. Es decir, es lo más aproximado que recuerdo.

—Y entonces es probable que usted dijera: «De acuerdo. Hasta la vista.»

—Sí. Algo por el estilo,

Japp dijo sin alterarse:

—Dice usted que la señora Alien le pidió que le aconsejara acerca de unas inversiones. ¿Por casualidad le dió la cantidad de doscientas libras en metálico para que las invirtiera por ella?

El rostro de Eustace adquirió un tinte oscuro, e inclinándose hacia delante exclamó:

—¿Qué diablos quiere insinuar con eso?

—¿Se las dio o no se las dio?

—Es asunto mío, inspector.

Japp no se alteró.

—La señora Alien sacó del Banco doscientas libras. Parte de esa cantidad, en billetes de cinco libras, cuyos números, naturalmente, podrán comprobarse.

—¿Y qué si me las dio?

—¿Era una cantidad para hacer inversiones, o era... chantaje... mayor Eustace?

—Es una idea descabellada. ¿Qué más sugerirá usted?

Japp dijo con su tono más oficial:

—Creo, mayor Eustace, que en llegado a este punto debo preguntarle si está dispuesto a venir a Scotland Yard a prestar declaración. Naturalmente que no hay prisa alguna, y que si lo desea puede estar presente su abogado.

—¿Mi abogado? ¿Para qué diablos iba a querer yo un abogado? ¿Y para qué me interroga?

—Trato de averiguar las circunstancias que rodearon la muerte de la señora Alien.

—¡Cielo santo, hombre, no supondrá...! ¡Valiente tontería! Escuche lo que ocurrió, es lo siguiente: Fui a ver a Bárbara porque así habíamos quedado...

—¿A qué hora fue eso?

—Yo diría que a las nueve y media aproximadamente. Nos sentamos... charlamos...

—¿Y fumaron?

—Sí, y fumamos. ¿Tiene algo de malo? —preguntó el mayor con tono de reto.

—¿Dónde fue esa conversación?

—En el saloncito. Es la primera puerta a la izquierda según se entra. Estuvimos hablando amigablemente, como le decía antes, y me marché poco antes de las diez y media. Me detuve unos momentos en la puerta para despedirme y decirle las últimas palabras...

—Las últimas precisamente... —murmuró Poirot.

—¿Quién es usted? Quisiera saberlo —Eustace se había vuelto hacia él al oír sus palabras—. ¡Una especie de extranjero condenado! ¿Y qué es lo que busca aquí?

—Soy Hércules Poirot —replicó el hombrecillo con dignidad.

—Como si fuera la estatua de Aquiles. Pues como decía, Bárbara y yo nos separamos amistosamente. Volví en mi coche sin detenerme al Club Far East. Llegué allí a las once menos veinticinco y fui directamente al salón de juego, donde estuve jugando al bridge hasta la una y media.

—Es una bonita coartada la que ofrece —dijo Hércules Poirot.

—¡Sería firme como el hierro en cualquier parte! ¿Y ahora, inspector —miró fijamente a Japp—, está satisfecho?

—¿Permanecieron en el saloncito durante toda la entrevista?

—Sí.

—¿No subió usted a la habitación de la señora Alien?

—Le digo que no. Estuvimos siempre en el saloncito, sin salir para nada.

Japp le contempló pensativo durante un par de minutos y luego dijo:

—¿Cuántos pares de gemelos tiene usted?

—¿Gemelos? ¿Qué tiene eso que ver?

—Claro que no está obligado a responder a esta pregunta.

—¿Responder? No me importa contestarla. No tengo nada que ocultar. Y exigiré una reparación. Tengo éstos... —alargó los brazos.

Japp observó que eran de oro y platino.

—Y estos otros.

Y levantándose abrió un cajón y extrajo un estuche que, luego de abierto, acercó bruscamente a la nariz de Japp.

—Un dibujo muy bonito —dijo el inspector—. Veo que uno está roto... le falta un pedacito de esmalte.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿No recordará cuándo se le rompió, supongo?

—Hará un día o dos a lo sumo.

—¿Le sorprendería que hubiera ocurrido cuando estuvo en casa de la señora Alien?

—¿Y por qué no? No he negado que estuviese allí —el mayor hablaba en tono altivo, como un hombre justamente indignado, pero sus manos temblaban.

Japp inclinándose hacia delante dijo con énfasis:

—Sí, pero ese trocito de esmalte no fue encontrado en el saloncito, sino arriba... en el dormitorio de la señora Alien... en la habitación donde fue asesinada y donde estuvo un hombre que fumaba la misma marca de cigarrillos que usted.

El disparo surtió efecto. Eustace se desplomó en su silla y sus ojos miraban ora a un lado ora al otro. Y la vista de aquel hombre caído y acobardado no era precisamente nada alentador.

—No tienen nada contra mí —Su voz era casi un quejido—. Tratan de complicarme..., pero no pueden hacerlo. Tengo una coartada... Yo no volví a acercarme a la casa aquella noche...

Poirot fue ahora quien habló.

—No, no volvió a la casa... No era necesario... ya que tal vez la señora Alien estaba ya muerta cuando usted salió de allí.

—Ello es imposible... imposible... Ella me acompañó hasta la puerta... habló conmigo... La gente debió oírla... verla...

Poirot dijo en voz baja:

—Le oyeron a usted hablar con ella... y simulando aguardar sus respuestas antes de volver a dirigirle la palabra... Es un viejo ardid... La gente pudo creer que estaba allí, pero no la vieron, ya que ni siquiera pueden decir si iba vestida de noche o no..., ni precisar el color de su traje.

—Dios mío... no es cierto... no es cierto.

Ahora temblaba... acobardado...

Japp le contempló con disgusto para decirle:

—Tengo que pedirle que me acompañe.

—¿Me detiene usted?

—Queda detenido para ser interrogado... digámoslo así, mejor.

El silencio fue roto con un prolongado suspiro, y la voz desesperada del mayor Eustace dijo:

—Estoy perdido...

Hércules Poirot se frotó las manos sonriendo alegremente. Al parecer se estaba divirtiendo.


Capítulo 9



—Bonita manera de derrumbarse —decía Japp con aire profesional algo más tarde. 

Él y Poirot iban en automóvil por la carretera de Brompton.

—Sabía que el juego había terminado —replicó Poirot distraído.

—Tenemos muchos cargos contra él —dijo Japp—. Dos o tres nombres supuestos, un asunto algo dudoso acerca de un cheque falso y otro muy interesante de cuando estaba en el Ritz y se hacía llamar el coronel de Bathe. Estafó a media docena de comerciantes de Piccadilly. De momento le tenemos detenido bajo este cargo... hasta que se concluya este caso. ¿A qué viene su idea de marchar al campo, amigo mío?

—Mi querido colega, cada caso debe ser llevado apropiadamente, y todo debe quedar aclarado. Ahora voy en busca del misterio que usted insinuó: «El Misterio del Neceser Desaparecido».

—Yo lo llamé «El Misterio del Neceser»... eso es lo que yo dije... Y no ha desaparecido, que yo sepa.

—Espere, mon ami.

El coche enfiló la avenida Mews. Ante la puerta del número catorce Jane Plenderleith acababa de apearse de un pequeño «Austin Seven», vestida para jugar al golf.

Miró a los dos hombres, y sacando una llave se dispuso a abrir la puerta.

—¿Quieren pasar?

Abrió la puerta y Japp la siguió hasta él saloncito. Poirot se entretuvo unos momentos en el zaguán, murmurando:

—C'est embetant.,., qué difícil resulta salir de estas mangas.

Al poco rato entró en el saloncito sin su abrigo, mas Japp frunció los labios bajo su bigote. Había oído el ligero crujido de la puerta del armario al ser abierta.

Japp le dirigió una mirada interrogadora y Poirot le hizo una seña de asentimiento.

—No queremos entretenerla, señorita Plenderleith —exclamó el inspector rápidamente—. Sólo hemos venido a preguntarle si podría darnos el nombre del abogado de la señora Alien.

—¿De su abogado? —La joven movió la cabeza—. Ni siquiera sabía que lo tuviera.

—Bueno, cuando alquiló esta casa con usted, alguien debió redactar el contrato...

—No, creo que no. Fui yo quien la alquiló. La escritura está a mi nombre. Bárbara me pagaba la mitad de la renta. Todo se hizo sin formalidades de ninguna clase.

—Ya. ¡Oh! Bueno, supongo que entonces no nos queda nada que hacer aquí.

—Siento no poder ayudarles —dijo Jane.

—La verdad es que no tiene gran importancia. —Japp dirigióse a la puerta—. ¿Ha estado jugando al golf?

—Sí —Jane enrojeció—. Supongo que me considerarán inhumana. Pero la verdad es que el estar en esta casa me deprimía. Tuve que salir y hacer algo... cansarme... o hubiera estallado.

Habló con gran vehemencia.

Poirot intervino rápidamente.

—Lo comprendo, mademoiselle. Es muy comprensible... y natural. Permanecer aquí sentada pensando... no, no debe resultar agradable.

—Celebro que lo comprenda —repuso Jane.

—¿Pertenece a algún club?

—Sí, juego en Wentworth.

—Ha hecho un día espléndido —comentó Hércules Poirot—. ¡Cielos, ahora quedan pocas hojas en los árboles! Una semana atrás los bosques estaban magníficos.

—Hoy ha hecho una mañana maravillosa.

—Buenas tardes, señorita Plenderleith —dijo el inspector—. Ya le comunicaré cuando haya algo definitivo. A decir verdad, hemos detenido a un hombre como sospechoso.

—¿A qué hombre?

Le miró con ansiedad.

—El mayor Eustace.

Asintió y dando media vuelta se agachó para acercar una cerilla al fuego.

—¿Y bien? —preguntó Japp cuando el coche hubo doblado la esquina de una avenida.

Poirot sonrió.

—Fue muy sencillo. Esta vez la llave estaba en la cerradura.

—¿Y...?

Poirot volvió a sonreír.

—Eh bien, los palos de golf no estaban...

—Naturalmente. La chica no es tonta. ¿Faltaba algo más?

Poirot asintió.

—Sí, amigo mío... ¡el neceser!

Japp apretó el acelerador.

—¡Maldición! —dijo—. ¡Sabía que había algo! Pero, ¿qué diablos es? Lo registré a conciencia.

—Mi pobre Japp... pero, ¿acaso no es... cómo diría yo... «evidente, mi querido Watson»?

Japp le dirigió una mirada desesperada.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

Poirot consultó su reloj.

—Aún no son las cuatro. Podríamos ir a Wentworth antes de que oscurezca.

—¿Cree usted que de veras estuvo allí la señorita Plenderleith?

—Sí... debió suponer que lo comprobaríamos. Oh... sí; creo que nos dirán que estuvo allí.

Japp gruñó.

—Oh, bueno, vamos allá. Aunque no puedo imaginar lo que tiene que ver ese neceser con el crimen. No consigo relacionarlo con él.

—Precisamente, amigo mío, estoy de acuerdo con usted... no tiene nada que ver.

—Entonces..., ¿por qué...? ¡No me diga! Orden y método y todo saldrá por sus pasos contados. ¡Oh, bueno, hace un día espléndido!

El automóvil corría, volaba, y llegaron al Club de Golf de Wentworth poco después de las cuatro y media. No había mucha gente, por ser día laborable.

Poirot dirigióse al encargado y preguntó por los palos de la señorita Plenderleith, diciendo que los necesitaba para jugar al día siguiente.

El encargado llamó a un muchacho, que estuvo buscando entre los que había en un rincón, y al fin trajo un saco con las iniciales J. P.

—Gracias —dijo Poirot, y antes de marcharse volvióse para preguntar—: ¿No se dejó también un neceser?

—Hoy no, señor. Lo hubiese dejado en la Conserjería.

—¿Vino hoy por aquí?

—Sí, la he visto.

—¿Qué muchacho la acompañó, lo sabe? Echa de menos su neceser y no recuerda dónde pudo dejarlo.

—No fue ningún chico. Vino aquí y compró un par de pelotas, y sólo se llevó dos palos. Me parece recordar que llevaba un pequeño neceser en la mano.

Poirot despidióse dándole las gracias, y los dos hombres dieron la vuelta a la caseta del club. Poirot se detuvo un momento para contemplar el paisaje.

—Es bonito, ¿verdad? El verde oscuro de los pinos... y luego el lago. Sí, el lago.

Japp le miró en el acto.

—Esa es su idea, ¿verdad?

Poirot sonrió.

—Creo posible que alguien haya visto algo. Yo de usted procuraría averiguarlo.


Capítulo 10



Poirot dio un paso atrás con la cabeza un tanto ladeada mientras revisaba la disposición de los muebles de la estancia. «Una silla aquí... otra allí. Sí, así queda muy bien.» En aquel momento llamaron a la puerta... debía ser Japp.

El hombre de Scotland Yard fue directo al asunto.

—¡Tenía razón, viejo amigo! Dio en el clavo. Una joven fue vista ayer arrojando algo al lago de Wentworth, y su descripción corresponde a la de la señorita Jane Plenderleith. Conseguimos pescarlo sin grandes dificultades. Hay muchos juncos por allí cerca.

—¿Y qué era?

—¡El dichoso neceser! Pero, en nombre del cielo, ¿por qué? ¡Bueno, no lo entiendo! Dentro no había nada... ni siquiera las revistas. ¿Por qué una joven sensata, según es de suponer, habría de arrojar al lago un objeto tan caro? He pasado toda la noche sin dormirme, porque no consigo dar con ello.

—Mon pauvre Japp! Pero ya no necesita preocuparse más. Aquí llega la respuesta. Acaba de sonar el timbre.

Jorge, el intachable criado de Hércules Poirot, abrió la puerta para anunciar:

—La señorita Plenderleith.

La joven penetró en la estancia con su acostumbrado aire de completo dominio y seguridad en sí misma, y saludó a los dos hombres.

—Le he pedido que viniera... —explicó Poirot—. Siéntese aquí, ¿quiere? Y usted ahí, Japp... porque tengo que darles ciertas noticias.

La joven tomó asiento, miró a los dos hombres y dijo impaciente:

—Bueno. El mayor Eustace ha sido detenido.

—Supongo que ha debido leerlo en los periódicos de la mañana, ¿verdad?

—Sí.

—De momento está acusado de un cargo menos grave —continuó Poirot—. Entretanto, vamos recogiendo pruebas relacionadas con el crimen.

—¿Entonces fue un crimen?

—Sí —replicó Poirot—. Fue un crimen. La destrucción voluntaria de un ser humano por otro ser humano.

La joven se estremeció.

—No, por favor —murmuró—. Es horrible decir una cosa así.

—¡Sí... pero la realidad también lo es!

Hizo una pausa y agregó:

—Ahora, señorita Plenderleith, voy a decirle cómo llegué a conocer la verdad de este caso.

Ella miró a Poirot y luego a Japp, que sonreía.

—Tiene sus métodos, señorita Plenderleith —le dijo—. Yo le sigo la corriente. Creo que debemos escuchar lo que tiene que decirnos.

Poirot comenzó:

—Como usted ya sabe, mademoiselle, llegué con mi amigo al escenario del crimen en la mañana del seis de noviembre. Nos dirigimos a la habitación donde fue encontrado el cadáver de la señora Alien y en seguida me llamaron la atención una serie de pequeños detalles. En aquella estancia había cosas realmente extrañas.

—Continúe —dijo la muchacha.

—Para empezar... el olor a humo de cigarrillos —dijo Poirot.

—Creo que en eso exagera usted, Poirot. Yo no olí nada —exclamó Japp.

Poirot volvióse hacia él con la velocidad del rayo.

—Precisamente. Usted no olió a humo... igual que yo. Y eso era muy, muy extraño... puesto que la puerta y la ventana estaban cerradas y en el cenicero había los restos de diez cigarrillos por lo menos. Era extraño... muy extraño, que el dormitorio tuviera una atmósfera perfectamente límpida.

—¡De modo que ahí es donde usted quería ir a parar! —Japp suspiró—. Siempre le gusta llegar a las cosas por caminos tortuosos.

—Su Sherlock Holmes hizo lo mismo. Recuerde que dirigía la atención hacia el curioso incidente del perro en plena noche... y la solución era que no hubo tal incidente. El perro no hizo nada durante la noche. Bueno, continúo. Otra cosa que llamó mi atención fue el reloj de pulsera que llevaba la interfecta.

—¿Por qué?

—No tenía nada de particular, pero lo llevaba en la muñeca derecha. Sé por experiencia que lo corriente es llevarlo en la izquierda.

Japp alzóse de hombros, pero antes de que pudiera hablar, Poirot proseguía:

—Pero, como ustedes me dirán, eso no es nada definitivo. Algunas personas prefieren llevarlo en la derecha. Y ahora pasemos a algo verdaderamente interesante... amigos míos... al escritorio.

—Sí, lo imaginaba —dijo Japp.

—¡Eso sí que era curioso... muy curioso...! Por dos razones. La primera es que faltaba algo.

Jane Plenderleith preguntó:

—¿Qué es lo que faltaba?

Poirot volvióse hacía ella.

—Una hoja de papel secante, mademoiselle. La que había, estaba completamente limpia, sin estrenar.

Jane se encogió de hombros.

—La verdad, señor Poirot, de vez en cuando suele romperse el secante que se usa demasiado.

—Sí, pero, ¿qué se hace con él? Tirarlo al cesto de los papeles, ¿verdad? Pero no estaba en el cesto de los papeles. Lo miré.

Jane Plenderleith parecía impaciente.

—Porque probablemente la habría cambiado antes. El secante estaría limpio porque Bárbara no escribiría aquellos días.

—Pero no es ése el caso, mademoiselle, ya que la señora Alien aquella tarde fue vista echando una carta al buzón. Por lo tanto tuvo que haber estado escribiendo. No pudo hacerlo abajo, puesto que no hay material para ello. Y no es probable que fuese a la habitación de usted para escribir. De modo que, ¿qué ha sido del secante con que secó sus cartas? Es verdad que algunas personas arrojan las cosas al fuego en vez de tirarlas al saco de los papeles, pero en su dormitorio sólo hay un fuego de gas y el de la chimenea de abajo no había sido encendido el día anterior, puesto que usted me dijo que estaba ya preparado y sólo tuvo que acercar una cerilla.

»Un problema curioso. Miré en todas partes, en la papelera, en el cubo de la basura, pero no conseguí encontrar la hoja usada de papel secante... y eso me pareció muy importante. Me daba la impresión de que alguien lo había ocultado deliberadamente. ¿Por qué? Porque en él había impresa cierta escritura que podía ser fácilmente leída colocándola ante un espejo.

»Pero había otro punto curioso en aquel escritorio. Japp, tal vez recuerde cómo estaba dispuesto. En el centro el secante y el tintero, a la izquierda una bandejita con plumas y a la derecha un calendario y una pluma de ave. Eh bien? ¿No lo ven? Recuerde, Japp, que la examiné... y era sólo un elemento decorativo. No había sido utilizada. ¡Ah! ¿Todavía no lo ve? Lo diré otra vez. El secante en el centro, la bandejita de plumas a la izquierda... a la izquierda, Japp. ¿Y no es costumbre encontrarla a la derecha, puesto que se escribe con la mano derecha?

«Ahora lo comprende, ¿verdad? La bandejita de las plumas a la izquierda..., el reloj de pulsera en la muñeca derecha..., el secante recién cambiado... y algo que fue traído a la habitación... el cenicero con las colillas de cigarrillos.

»La atmósfera del dormitorio era fresca y sin el menor olor, Japp. Por lo tanto, la ventana había estado abierta y no cerrada toda la noche... Y entonces imaginé lo ocurrido.

Volvióse para enfrentarse con Jane.

—La vi a usted, mademoiselle, llegando en un taxi, despidiéndole subiendo la escalera a todo correr y tal vez gritando «Bárbara»... Abre usted la puerta y encuentra a su amiga tendida en el suelo, muerta y con una pistola en su mano crispada... la izquierda: naturalmente... puesto que era zurda... y por lo tanto la bala había penetrado en el lado izquierdo de su cabeza. Hay una nota dirigida a usted, en la que le dice lo que la ha impulsado a quitarse la vida. Imagino que sería una carta conmovedora... Una mujer joven, simpática y desgraciada que, víctima de un chantaje, decide quitarse la vida.

»Creo que en aquel mismo instante concibió usted la idea de la venganza. Aquello era obra de un hombre... ¡pues que recibiese su castigo... completo y adecuado! Coge la pistola, la limpia bien y la coloca en la mano derecha de la difunta. Coge la nota y el secante con que fue secada. Luego sube el cenicero... para crear la ilusión de que allí hubo dos personas charlando... y también un pedacito de esmalte de un gemelo que encuentra en el suelo. Es un hallazgo afortunado y espera que le aten cabos. Luego cierra la ventana y la puerta. No debe haber la menor sospecha de que usted ha estado en la habitación. La policía debe verla tal como está... de modo que no pide ayuda entre el vecindario, sino que llama directamente a la policía.

»Y continúa la farsa. Usted representa su papel con precisión y sangre fría. Al principio se niega a decir nada, pero luego expresa sus dudas acerca del suicidio. Más tarde se muestra dispuesta a ponernos sobre la pista del mayor Eustace.

»Sí, mademoiselle, muy, muy lista..., un asesinato muy inteligente... porque esto es lo que es el supuesto asesinato del mayor Eustace...

Jane Plenderleith se puso en pie.

—No era un asesinato..., sino justicia. ¡Ese hombre llevó a la pobre Bárbara a la muerte! ¡Era tan dulce y tan ingenua! La pobre se vio engañada por un hombre la primera vez que fue a la India. Ella sólo tenía diecisiete años, y él era casado. Tuvo una niña. Pudo haberla dejado en una casa cuna, pero no quiso ni oía hablar de ello. Se marchó de aquel lugar y regresó haciéndose llamar señora Alien. Más tarde la niña murió. Vino aquí y se enamoró de Carlos... ese mochuelo orgulloso y presumido. Ella le adoraba... y él se dejaba adorar. De haber sido otra clase de hombre le hubiese aconsejado que se lo contara todo, pero siendo como es, le dije que callara. Después de todo, nadie sabía nada, excepto yo. ¡Y entonces apareció ese demonio de Eustace! Ya conocen ustedes el resto. Empezó a atacarla sistemáticamente, pero no fue hasta la noche pasada cuando comprendió que estaba exponiendo también a Carlos al escándalo. Una vez casada con Carlos, Eustace la tendría donde él quería... ¡casada con un hombre rico al que le horrorizaba el escándalo! Cuando Eustace se fue con el dinero que ella le había preparado, sentóse a reflexionar. Luego tomó una determinación y me escribió una nota, diciéndome que amaba a Carlos y que le era imposible vivir sin él, pero que por su propio bien no podían casarse, y que por ello iba a tomar la mejor salida.

Jane echó la cabeza hacia atrás.

—¿Le extraña que yo hiciera lo que hice? ¡Y usted lo llama asesinato!

—Porque lo es —dijo Poirot con voz dura—. Un asesinato puede ser que a veces esté justificado, pero sigue siendo asesinato. Usted es sincera y posee una amplia mentalidad... ¡enfréntese con la verdad, mademoiselle! Su amiga murió porque no tuvo valor para vivir. Podemos lamentarlo... o comprenderla... Pero el hecho no varía... Fue por un acto suyo... no de otra persona.

Hizo una pausa.

—¿Y usted? Ese hombre está ahora en la cárcel, donde cumplirá una larga condena por otras cosas. ¿Desea usted realmente, por su propia voluntad, destrozar la vida... fíjese bien, la vida... de un ser humano?

Ella le miró con ojos sombríos. De pronto musitó:

—No. Tiene razón. No lo deseo.

Y dando media vuelta salió de la habitación y oyeron cerrar la puerta de la calle...

Japp lanzó un silbido prolongado.

—¡Bueno, que me aspen! —dijo.

Poirot tomó asiento, mirándole con simpatía. Transcurrió un buen rato antes de que rompieran el silencio, y fue Japp quien dijo:

—¡No se trataba de un asesinato disfrazado de suicidio, sino de un suicidio preparado para que pareciera un crimen!

—Sí, realizado con gran inteligencia, sin exageraciones.

Japp dijo de pronto:

—Pero ¿y el neceser? ¿Qué relación tiene con todo esto?

—Pues, amigo mío, ya le he dicho que ninguna.

—Entonces, ¿por qué...?

—Los palos de golf. Los palos de golf, Japp. Eran los de una persona zurda. Jane Plenderleith guardaba los suyos en Wentworth. Aquéllos eran los de Bárbara Alien. No es de extrañar que la muchacha se sobresaltara cuando usted abrió el armario. Todo su plan pudiera haberse venido abajo. Pero es muy rápida, y comprendió que por espacio de un breve segundo se había delatado. Vio que la observábamos e hizo lo mejor que se le ocurrió en aquel momento: tratar de fijar nuestra atención en un objeto equivocado. Y nos dijo, refiriéndose al neceser: «Es mío. Lo... lo traje conmigo esta mañana... de modo que no puede haber nada.» Y, como ella esperaba, usted siguió la pista falsa. Por la misma razón, cuando a la mañana siguiente se dispone a deshacerse de los palos de golf, continúa utilizando el neceser como... ¿cómo diría yo?, como espejuelo.

—¿Quiere decir que su verdadero objeto era...?

—Reflexione, amigo mío. ¿Cuál es el mejor lugar para deshacerse de un saco de palos de golf? No es posible quemarlos, ni arrojarlos al cubo de la basura. Si se dejan abandonados en algún sitio es probable que alguien los devuelva. La señorita Plenderleith se los llevó a un campo de golf. Los deja en la caseta del club, y cogiendo un par de bastones de su propio saco, se va a jugar sin chico que la acompañase. Sin duda, a intervalos prudentes rompe un palo por la mitad y lo esconde entre la maleza... y termina por arrojar el saco. Si alguien encuentra un bastón roto en el club de golf no es de extrañar. Es sabido que existen personas que arrojan y rompen todos sus palos cuando se exasperan durante el transcurso del juego. ¡En resumen, es cosa propia del mismo juego! Pero puesto que comprende que sus actos pueden ser objeto de interés, arroja el cebo inútil... el neceser... de un modo algo espectacular al lago... Ésta, amigo mío, es la verdad acerca del «Misterio del Neceser».

Japp contempló a su amigo en silencio durante unos instantes. Al fin, puesto en pie, echóse a reír dándole unas palmaditas en el hombro.

—¡No está mal, viejo! ¡Le doy mi palabra de que usted se llevará la gloria! ¿Nos vamos a comer?

—Con mucho gusto, amigo mío, pero el menú tendrá que ser Omelette aux Champignons, Blanquette de Veau, Petits pois á la France, y... para terminar, Baba au Rhum.

—¡A por ello! —exclamó Japp.


Capítulo Primero

Mientras el mayordomo servía el suflé, lord Mayfield se inclinó confidencialmente hacia su vecina de la de­recha, lady Julia Carrington. Conocido como per­fecto anfitrión, lord Mayfield procuraba conservar su fama. Sol­tero, resultaba siempre encantador para las damas.

Lady Carrington era una mujer de cuarenta años, alta, mo­rena y vivaracha. Era muy delgada, pero bonita. En particular, sus pies y sus manos eran exquisitos, y sus ademanes bruscos e inquietos, propios de una mujer muy nerviosa.

Frente a ella, al otro lado de la mesa redonda, se sentaba su esposo, el mariscal del Aire sir George Carrington. Su carrera había empezado en la Marina, y aún conservaba el aire fanfarrón de los ex ministros. Reía y bromeaba con la hermosa mistress Vanderlyn, sentada al otro lado de su anfitrión.

Mistress Vanderlyn era una rubia extraordinariamente atrac­tiva. Su voz tenía un ligero acento estadounidense, tan ligero que resultaba agradable.

Al otro lado de sir George Carrington se hallaba mistress Macatta, esposa de un miembro del parlamento. Mistress Macatta era una gran autoridad en la Protección de Menores. Más que hablar parecía que ladraba y por lo general su aspecto era alarmante. Tal vez fuese natural que el mariscal del Aire encon­trase más agradable a su vecina de la derecha.

Mistress Macatta, que siempre hablaba de sus temas favori­tos, estuviera donde estuviera, se dirigía al joven Reggie Ca­rrington, sentado a su izquierda.

Reggie Carrington contaba veintiún años, y no le interesaba lo más mínimo la Protección de Menores ni los temas políticos. De vez en cuando decía: «¡Qué horrible!» y «Estoy completa­mente de acuerdo con usted», aunque evidentemente su pen­samiento estaba en otra parte. Mister Carlile, secretario particular de lord Mayfield, estaba sentado entre el joven Reggie y su madre; era un joven pálido, que usaba lentes. Tenía un aire de inteligente reserva, y aunque hablaba poco estaba siempre dispuesto a llenar las lagunas de la conversación general. Al ob­servar que Reggie Carrington se contenía para no bostezar, se inclinó para preguntar a mistress Macatta por su plan «Ayuda a la Infancia».

Alrededor de la mesa, moviéndose en silencio entre la suave luz ambarina, un mayordomo y dos criados servían los manjares y llenaban las copas. Lord Mayfield pagaba un elevado sueldo a su chef y era considerado un buen connaisseur de vinos.

La mesa era redonda, pero no resultaba difícil saber quién era el anfitrión. Donde se sentaba lord Mayfield era decidida­mente la cabecera de la mesa. Era un hombre de elevada esta­tura, hombros cuadrados, cabellos espesos y grises, una gran na­riz y barbilla un tanto prominente. Era un rostro fácil para un caricaturista. Como sir Charles McLaughhn, lord Mayfield había combinado su carrera política con la dirección de una impor­tante firma de ingenieros. Él mismo era un ingeniero de primera fila. La dignidad de Par le había sido concedida un año atrás, y al mismo tiempo fue nombrado primer ministro de Armamen­tos, un ministerio que acababa de crearse hacía muy poco.

El postre había sido servido y comenzó a circular el oporto. Lady Julia se puso en pie fijando sus ojos en mistress Vanderlyn, y las tres mujeres abandonaron la estancia.

El oporto daba ya la segunda vuelta, y lord Mayfield co­menzó a referirse a la caza de faisanes. La conversación versó por espacio de unos cinco minutos sobre temas deportivos. Al fin, sir George apuntó:

—Supongo que te gustaría reunirte con las señoras en el sa­lón, Reggie. A lord Mayfield no le importará, hijo mío. 

El muchacho comprendió en seguida la indirecta. 

—Gracias, papá, así lo haré. 

Mister Carlile murmuró:

—Si quiere perdonarme, lord Mayfield... tengo que revisar cierto memorándum y otros trabajos...

Lord Mayfield asintió, y los dos jóvenes salieron del come­dor. Los criados se habían retirado un poco antes, y el ministro de Armamentos y el Jefe de las Fuerzas Aéreas quedaron solos. Al cabo de unos instantes de silencio, Carrington dijo:

—Bueno, ¿todo va bien?

––¡Absolutamente! No hay nada comparable a esta nueva bomba en ningún país de Europa. 

—Eso es lo que había pensado.

—Nos dará la supremacía del aire —dijo lord Mayfield en tono seguro.

Sir George Carrington exhaló un profundo suspiro. 

—¡Con el tiempo! Hemos atravesado una temporada difícil, Charles. Montañas de pólvora por toda Europa, y nosotros no estábamos preparados, ¡maldita sea! Hemos pasado un mal trago, y todavía no estamos a salvo del todo, por más que nos demos prisa en su reconstrucción. 

Lord Mayfield murmuró:

—Sin embargo, George, hay algunas ventajas en comenzar tarde. Muchos de los materiales europeos están ya pasados de moda... y muchos fabricantes se aproximan peligrosamente a la bancarrota.

—No creo que eso signifique gran cosa —replicó sir George—. ¡Siempre se oye decir que esta o aquella fábrica están en bancarrota! Pero continúan igual. Ya sabes, los grandes ne­gocios son un complemento para mí.

Lord Mayfield parpadeó. Sir George sería siempre el «hon­rado y fanfarrón viejo lobo de mar». Ciertas personas decían que era una pose que adoptaba deliberadamente. 

Cambiando de tema, Carrington dijo en tono casual: 

—Mistress Vanderlyn es una mujer muy atractiva, ¿verdad? 

—¿Te estás preguntando qué es lo que hace aquí? —replicó lord Mayfield con ojos regocijados.

Carrington pareció un tanto confundido. 

—¡Nada de eso... nada de eso!

—¡Oh, claro que sí! No seas embustero, George. Te estabas preguntando disimuladamente si yo era su última víctima. 

Carrington repuso muy despacio:

—Confieso que me ha resultado algo extraño verla aquí... precisamente en fin de semana. 

Lord Mayfield asintió.

—Donde hay un cadáver se reúnen los buitres. Nosotros te­nemos ese cadáver y mistress Vanderlyn puede ser considerada como buitre número uno. 

El mariscal del Aire dijo con brusquedad:

—¿Sabes algo de esa Vanderlyn?

Lord Mayfield cortó el extremo de su cigarro puro, lo en­cendió con cuidado y reclinando la cabeza hacia atrás fue des­granando estas palabras:

—¿Qué sé de mistress Vanderlyn? Que es ciudadana esta­dounidense. Que ha tenido tres maridos: uno italiano, otro ale­mán y otro ruso, y que en consecuencia tiene lo que yo llamo «contactos» útiles con tres países. Que compra trajes caros y vive con gran lujo, y que no se sabe a ciencia cierta de dónde salen las rentas que le permiten hacerlo. 

Sir George Carrington murmuró sonriente: 

—Veo que tus espías no han estado inactivos. Charles. 

—Sé —continuó lord Mayfield— que, además de muy se­ductora, mistress Vanderlyn es también una buena oyente, que sabe escuchar con fascinante interés lo que nosotros llamamos conversación de «negocios». Es decir, un hombre puede hablarle de su trabajo y creer que a ella le resulta altamente interesante. Varios jóvenes oficiales han ido demasiado lejos por querer re­sultarle interesantes, y sus carreras han sufrido las consecuen­cias, por haber dicho a mistress Vanderlyn un poco más de lo debido. Casi todas las amistades de esa dama están en servicio activo... pero el invierno pasado estuvo cazando en cierto con­dado cercano a una de nuestras fábricas de armamento más im­portantes, e hizo varias amistades de carácter nada deportivo. Resumiendo... mistress Vanderlyn es una persona muy útil para... —trazó un círculo en el aire con su cigarro—. ¡Tal vez será mejor no decir para quién! Digamos para una potencia euro­pea... o tal vez para más de una potencia europea. 

Carrington aspiró el aire con fuerza. 

—Me quitas un gran peso de encima, Charles. 

—¿Pensabas que había caído en las redes de esa sirena? ¡Mi querido George! Los métodos de mistress Vanderlyn son de­masiado evidentes para un zorro viejo como yo. Además, como bien dicen, no es ya tan joven. Tus jóvenes oficiales tal vez no lo notasen, pero yo tengo cincuenta y seis años, amigo. Dentro de cuatro años probablemente seré un viejo repugnante que per­seguirá a las jovencillas.

—He sido un tonto —dijo Carrington disculpándose—, pero me parecía un poco raro... 

—¿Te parecía extraño que estuviese aquí, en amena reunión familiar y precisamente en el momento en que tú y yo íbamos a sostener una conferencia extraoficial para tratar de un descu­brimiento que habrá de revolucionar el sistema de la defensa aérea?

Sir George Carrington asintió. Lord Mayfield continuó sonriendo. 

—Pues ése es el cebo. 

—¿El cebo?

—¿Comprendes, George? Ahora no tenemos nada «contra» esa mujer. ¡Y queremos tenerlo! Hasta ahora siempre ha sabido escurrirse. Ha sido muy discreta... Sabemos lo que ha hecho, pero no tenemos pruebas definitivas. Hemos de tentarla con algo grande.

—¿Como la especificación de la nueva bomba? 

—Exacto, tiene que ser algo lo bastante importante para in­ducirla a correr el riesgo... de descubrirse. ¡Y entonces... la ha­bremos atrapado! 

Sir George gruñó:

—¡Oh, bueno! No está mal. Pero supongamos que no corre ese riesgo.

—Sería una lástima —repuso lord Mayfield—. Pero creo que lo hará... 

Se puso en pie.

—¿Quieres que vayamos al salón a reunimos con las seño­ras? No debemos privar a tu esposa de su bridge.

—Julia tiene demasiada afición al bridge —gruñó sir George—. No puede jugar tan alto como lo hace, se lo he dicho muchas veces...; lo malo es que Julia nació jugadora.

Y contorneando la mesa para reunirse con su anfitrión, le dijo: 

—Bueno, espero que tu plan salga bien. Charles.


Capitulo 2

En el salón la conversación languideció más de una vez. Mistress Vanderlyn se encontraba por lo general en desventaja entre los miembros de su propio sexo. Su simpatía y encanto, tan apreciados entre el elemento masculino, por una razón u otra no surtían efecto entre las mujeres. Lady Julia era una mujer cuyos modales eran o muy buenos o muy malos. En esta ocasión le desagradaba mistress Vanderlyn, le molestaba mistress Macatta y no lo disimulaba. La conversación iba decayendo, y hubiese cesado del todo a no ser por esta úl­tima.

Mistress Macatta era una mujer de gran fuerza de voluntad, y en seguida calificó a mistress Vanderlyn como perteneciente al tipo de los parásitos y trataba de interesar a lady Julia en una función benéfica que estaba organizando. Lady Julia iba respon­diendo en tono ausente, y tras disimular un par de bostezos se entregó a su disquisición interna. ¿Por qué no volvían Charles y George? ¡Qué pesados eran los hombres! Sus comentarios se fueron haciendo más despistados a medida que iba absorbién­dose en sus propios pensamientos.

Las tres mujeres guardaban silencio cuando al fin entraron los caballeros. Lord Mayfield pensó:

«Julia parece enferma esta noche. Es un manojo de nervios». Y en voz alta dijo: 

—¿Y si Jugásemos una partida, eh?

Lady Julia se animó en seguida, pues el bridge era para ella como el aire que respiraba.

En aquel momento entraba Reggie Carrington en la estancia y quedó dispuesto el cuarteto. Lady Julia, mistress Vanderlyn, sir George y el joven Reggie tomaron asiento alrededor de la mesa de juego. Lord Mayfield se entregó a la tarea de entretener a mistress Macatta.

Cuando hubieron jugado un par de rubbers, sir George miró el reloj que había sobre la chimenea. —No vale la pena comenzar otro —observó. 

Su esposa pareció contrariada.

—Sólo son las once menos cuarto. Será cortito.

—Nunca lo son, querida —repuso sir George de buen ta­lante—. Y de todas formas. Charles y yo tenemos algo que hacer. 

Mistress Vanderlyn murmuró:

—¡Qué importante parece eso! Supongo que ustedes los hombres inteligentes que están por encima de las cosas nunca pueden descansar del todo.

—Para nosotros la semana no tiene cuarenta y ocho horas —replicó sir George.

—¿Sabe usted?, me siento bastante avergonzada de mí misma como simple estadounidense, pero me emociona conocer a dos personas que gobiernan el destino de un país. Supongo que le parecerá un punto de vista muy vulgar, sir George.

—Mi querida mistress Vanderlyn, yo nunca podría conside­rarla «simple» ni «vulgar».

Sonrió mirándola a los ojos. Tal vez en su voz hubo un ligero matiz irónico que ella no pasó por alto. Acto seguido se volvió hacia Reggie y sonriéndole dulcemente le dijo:

—Siento que deje de ser mi compañero. Ha sido muy acer­tado cantar esos cuatro sin triunfo. 

Complacido y halagado, Reggie musitó: 

—Los saqué por casualidad.

—¡Oh, no!, fue una deducción muy inteligente por su parte. Por la subasta adivinó dónde estaban las cartas, y jugó de un modo brillante.

Lady Julia se puso en pie bruscamente. «Esa mujer le está tomando el pelo», pensó con disgusto. Luego sus ojos se dulcificaron al posarse en su hijo. Él la creía. ¡Qué joven parecía y qué satisfecho! Era tan ingenuo. No era de extrañar que se viera en apuros. Se confiaba demasiado. La verdad es que tenía una naturaleza demasiado dulce. George no le comprendía en absoluto. Los hombres son tan intransigen­tes con sus juicios. Olvidan que ellos también fueron jóvenes... George era demasiado duro con Reggie.

Mistress Macatta se había puesto en pie. Se dieron las buenas noches. Mayfield se sirvió de beber, y tras entregar otro vaso a sir George, alzó los ojos al ver aparecer a mister Carlile en la puerta.

—Saque usted las carpetas y todos los papeles, ¿quiere hacer el favor, Carlile? Incluyendo los planos y diseños. El mariscal del Aire y yo no tardaremos. Primero daremos un paseíto, ¿eh, George? Ha dejado de llover.

Míster Carlile, al volverse para marchar, musitó una disculpa al tropezar con mistress Vanderlyn, que dirigiéndose hacia ellos, dijo:

—Mi libro. Lo estaba leyendo antes de cenar. 

Reggie se adelantó para entregarle uno. 

—¿Es éste? ¿El que estaba en el sofá? 

—¡Oh, si! Muchísimas gracias.

Sonrió dulcemente, volvió a darles las buenas noches y se marchó.

Sir George había abierto uno de los ventanales. 

—Ahora hace una noche espléndida —anunció—. Es una buena idea la de dar un paseo. 

Reggie dijo:

—Bueno, buenas noches, sir. 

Iré a acostarme. 

—Buenas noches, muchacho —replicó lord Mayfield. Reggie cogió una novela policíaca que había comenzado a leer a primera hora de la tarde y abandonó el salón. Lord Mayfield y sir George salieron a la terraza. Ahora hacía una noche espléndida, de cielo despejado y es­trellas brillantes. 

Sir George aspiró el aire con fuerza. 

—¡Uf, esa mujer usa demasiado perfume! 

—Por lo menos no es un perfume barato —rió lord Mayfield—. Yo diría que es uno de los más caros que se encuentran en el mercado. 

Sir George hizo una mueca.

—Supongo que debería dar las más expresivas gracias por ello.

—Desde luego que sí. Yo creo que una mujer que emplee perfume barato es una de las plagas peores que conoce el hom­bre.

—Es extraordinario cómo se ha aclarado. Oía caer la lluvia mientras cenábamos.

Los dos hombres pasearon por la terraza. Ésta se extendía a todo lo largo de la casa. Debajo, el terreno descendía, per­mitiendo contemplar una vista magnífica sobre el bosque de Sussex.

Sir George encendió un cigarro.

—Acerca de esa aleación metálica... —comenzó a decir. La charla se hizo técnica.

Y cuando se aproximaban al extremo de la terraza por quinta vez, lord Mayfield exclamó con un suspiro:

—¡Oh, bueno! Supongo que será mejor poner manos a la obra.

—Sí, tenemos mucho que hacer.

Los dos hombres dieron media vuelta y lord Mayfield con­tuvo una exclamación de sorpresa. 

—¡Hola! ¿Has visto eso? 

—¿El qué? —preguntó sir George.

—Me ha parecido ver salir a alguien a la terraza por la puer­ta-ventana de mi despacho. 

—¿Ves visiones? Yo no he visto nada. 

—Bueno, pues yo sí... o he creído verlo. 

—Tu vista te ha jugado una mala pasada. Yo estaba mirando en esa dirección, y lo hubiera visto. Hay muy pocas cosas que yo no vea... incluso leo un periódico a un metro de distancia. Lord Mayfield rió.

—En eso te gano, George. Todavía leo perfectamente sin lentes.

—Pero no eres capaz de distinguir a un individuo al otro lado de la Cámara. ¿O es que los cristales de los lentes que usas son de imitación?

Riendo, los dos hombres penetraron en el despacho de lord Mayfield por la puertaventana que estaba abierta.

Míster Carlile estaba atareado arreglando algunos papeles en el archivador, junto a la caja fuerte y alzó los ojos al verles entrar. 

—¡Ah, Carlile!, ¿todo a punto?

—Sí, lord Mayfield, todos los papeles están encima de su mesa.

La mesa en cuestión era un formidable escritorio de caoba situado en un rincón junto a la puertaventana. Lord Mayfield se inclinó sobre ella y comenzó a revisar los documentos que había encima.

—Ha quedado una noche espléndida —decía sir George. 

—Si, es cierto —convino Míster Carlile—. Es curioso lo rá­pidamente que aclara después de llover. —Y dejando el archi­vador preguntó—: ¿Me necesitará más esta noche, lord Mayfield?

—No, creo que no, Carlile. Yo guardaré todo esto. Proba­blemente terminaremos algo tarde. Será mejor que se acueste.

—Gracias. Buenas noches, lord Mayfield. Buenas noches, sir George. 

—Buenas noches, Carlile.

Y cuando el secretario iba ya a salir del despacho, lord May­field le dijo en tono severo:

—Espere un momento, Carlile. Ha olvidado lo más impor­tante.

—No sé a qué se refiere, lord Mayfield. 

—A los planos de la bomba, hombre. 

El secretario le miró extrañado. 

—Están encima de todo, señor. 

—Nada de eso.

—Pero si acabo de ponerlos. 

—Mírelo usted mismo.

Y con expresión asombrada, el joven se reunió con lord May­field junto al escritorio.

Con cierta impaciencia, el ministro le mostró el montón de papeles. Carlile los estuvo revisando, con creciente extrañeza.

—¿Lo ve?, no están aquí.

—Pero..., ¡pero es increíble! —tartamudeó el secretario—. Los puse aquí encima no hará ni tres minutos. 

Lord Mayfield dijo de buen talante: 

—Se habrá confundido, y estarán aún en la caja fuerte. 

—No lo comprendo... Yo sé que los puse ahí. 

Lord Mayfield le apartó a un lado para dirigirse a la caja fuerte. Sir George se unió a él, y a los pocos minutos compro­baron que los planos de la bomba no estaban allí.

Atónitos y extrañados, los tres hombres regresaron junto a la mesa escritorio para revisar de nuevo los papeles. 

—¡Cielo santo! —exclamó Mayfield—. ¡Han desaparecido! 

Míster Carlile exclamó:

—¡Pero eso es imposible!

—¿Quién ha entrado en esta habitación? —preguntó el mi­nistro. 

—Nadie. Nadie en absoluto.

—Escuche, Carlile, esos planos no pueden haberse desva­necido en el aire. Alguien los ha cogido. ¿Ha estado aquí mistress Vanderlyn? 

—¿Mistress Vanderlyn? ¡Oh, no señor! 

—En seguida lo sabremos —dijo Carrington, olfateando el aire—. Se olerá a ese perfume suyo.

—Nadie ha entrado aquí —insistió Carlile—. No lo com­prendo.

—Escuche, Carlile —dijo lord Mayfield—. Cálmese. Hemos de llegar al fondo de esta cuestión. ¿Está completamente seguro de que los planos estaban dentro de la caja fuerte? 

—Completamente.

—¿Los ha visto usted? ¿No habrá supuesto que estaban en­tre los otros papeles?

—No, no, lord Mayfield. Los he visto. Los puse sobre el es­critorio, encima de todos los demás.

—¿Y dice usted que desde entonces nadie ha entrado en esta habitación? ¿Ha salido usted acaso? 

—No... es decir... sí.

—¡Ah! —exclamó sir George—. ¡Ya vamos dando con ello! Lord Mayfield dijo irritado:

—¿Qué diablos...? —cuando Carlile le interrumpió. 

—En circunstancias normales, lord Mayfield, no me hubiera atrevido a abandonar el despacho dejando sobre la mesa docu­mentos de importancia... pero al oír gritar a una mujer... 

—¿Gritar a una mujer? —repitió lord Mayfield sorprendido. 

—Sí, lord Mayfield. Me sobresaltó más de lo que puede usted imaginar. Estaba colocando los papeles sobre la mesa cuando lo oí, y, naturalmente, salí corriendo al vestíbulo. 

—¿Quién gritó?

—La doncella francesa de mistress Vanderlyn. Estaba en mi­tad de la escalera, muy pálida y temblando de pies a cabeza. Dijo que había visto un fantasma. 

—¿Un fantasma?

—Si, una mujer alta, toda vestida de blanco que andaba sin hacer ruido y que flotaba en el aire.

—¡Qué historia más ridícula!

—Sí, lord Mayfield, es lo que le dije. Debo confesar que pa­recía bastante avergonzada. Volvió a subir y yo volví aquí. 

—¿Cuánto rato hace de esto?

—Fue un minuto o dos antes de que usted y sir George en­trasen.

—¿Y cuánto tiempo estuvo usted fuera de esta habitación? El secretario reflexionó unos instantes. —Dos minutos... tres a lo sumo.

—Lo suficiente —gruñó lord Mayfield tomando a su amigo del brazo.

—George, esa sombra que vi... salir por la puertaventana. ¡Fue así! En cuanto Carlile salió de la habitación, se deslizó den­tro, cogió los planos y volvió a marcharse.

—¡Qué acción más vil! —dijo George. Ahora fue él quien tomó a su amigo del brazo—. Escucha, Charles; éste es un mal negocio. ¿Qué diablos vamos a hacer?


Capítulo 3



De todas formas vale la pena probarlo, Charles. Media hora más tarde, los dos hombres se hallaban en el despacho de lord Mayfield, y sir George había empleado todas sus dotes de persuasión para inducir a su amigo a adoptar cierta regla de conducta.

Lord Mayfield se había negado al principio, pero cada vez se mostraba menos reacio a la idea. 

Sir George decía: 

—No seas tan testarudo. Charles. 

Lord Mayfield dijo despacio:

—¿Por qué mezclar en esto a un extranjero del que nada sa­bemos?

—Pero da la casualidad de que yo sí sé muchas cosas de él. Es una maravilla. 

—¡Hum!

—Escúchame, Charles. ¡Es una oportunidad única! En este asunto lo esencial es la discreción. Si trasciende... 

—¡Cuando trascienda, querrás decir! 

—No es necesario. Este hombre. Hércules Poirot... 

—Supongo que vendrá aquí y encontrará los planos como el prestidigitador saca los conejos de su sombrero.

—Descubrirá la verdad. Y la verdad es lo que nosotros que­remos. Escucha, Charles, yo asumo toda la responsabilidad.

—¡Oh, bueno!, haz lo que quieras —dijo lord Mayfield— pero no veo lo que puede hacer ese individuo. 

Sir George hizo ademán de coger el teléfono. 

—Voy a llamarle... ahora mismo. 

—Estará durmiendo.

—Puede levantarse. Déjate de tonterías, Charles; no puedes permitir que esa mujer se salga con la suya. 

—¿Te refieres a mistress Vanderlyn?

—Sí. ¿No dudarás que ella es la culpable? 

—No. Se ha vengado de mí. No me importa admitir que esa mujer ha sido más lista que nosotros, George. Es muy desagra­dable, pero es cierto. No podemos probar nada contra ella, y no obstante, los dos sabemos que ella es la pieza principal en este asunto.

—Las mujeres son el mismo diablo —dijo Carrington con calor.

—¡No podemos acusarla en absoluto, maldita sea! Podemos suponer que ella preparó la escena de la muchacha gritando en la escalera, y que el hombre que se escurrió furtivamente era su cómplice, pero lo malo es que no podemos probarlo. 

—Tal vez pueda Hércules Poirot. 

De pronto lord Mayfield se echó a reír. 

—Por Dios, George, creí que eras demasiado patriota para confiar en un francés, por inteligente que sea.

—No es francés, sino belga —dijo sir George algo avergon­zado.

—Bien, que venga tu amigo belga. Que ponga a prueba su inteligencia en este asunto. Apuesto a que no consigue averiguar nada.

Sin contestarle, sir George alargó el brazo para descolgar el teléfono.


Capítulo 4

Parpadeando un tanto. Hércules Poirot volvió su cabeza de uno a otro lado de sus interlocutores, y con gran de­licadeza disimuló un bostezo. Eran más de las dos y media de la madrugada. Le habían sacado de la cama precipitadamente e introducido en la penum­bra de un enorme Rolls-Royce, y ahora acababa de oír lo que los dos hombres tenían que decirle.

—Éstos son los hechos, monsieur Poirot —dijo lord Mayfield.

Y reclinándose en su butaca, se llevó lentamente el monó­culo a uno de sus ojos, de un azul pálido, y estuvo contemplando a Poirot con suma atención. Su mirada era definitivamente escéptica. Poirot miró de soslayo a sir George Carrington.

Este caballero se hallaba inclinado hacia delante con expre­sión esperanzada... casi infantil. Poirot dijo despacio:

—Conozco los hechos, sí... La doncella grita, el secretario sale, el incógnito entra, los planos están encima del escritorio, se apodera de ellos y huye. Los hechos... son muy convenientes.

El tono con que pronunció esta frase atrajo la atención de lord Mayfield, que se enderezó un tanto, dejando caer el mo­nóculo.

—¿Cómo dice usted, monsieur Poirot? 

—Dije, lord Mayfield, que los hechos fueron muy conve­nientes... para el ladrón. A propósito, ¿está usted seguro de ha­ber visto a un hombre? Lord Mayfield meneó la cabeza.

—No podía asegurarlo. Fue sólo una sombra. La verdad es que casi dudaba de que lo hubiese visto. Poirot dirigió su mirada al mariscal del Aire.

—¿Y usted, sir George? ¿Podría decirme si se trataba de un hombre o de una mujer? 

—Yo no vi a nadie.

Poirot asintió pensativo. De pronto, poniéndose en pie, se acercó a la mesa escritorio.

—Puedo asegurarle que los planos no están ahí —dijo lord Mayfield—. Los tres hemos revisado todos esos papeles media docena de veces.

—¿Los tres? ¿Se refiere también a su secretario? 

—Sí, a Carlile.

—Dígame, lord Mayfield, ¿qué papel estaba encima de todo cuando usted se inclinó sobre la mesa? Lord Mayfield frunció el ceño en su esfuerzo por recordar. 

—Déjeme pensar... sí, era un memorándum acerca de algu­nas de nuestras posiciones de defensa aérea. Poirot cogió una hoja de papel y se la tendió. 

—¿Es éste, lord Mayfield? 

Lord Mayfield repuso después de mirarla: 

—Sí, sin duda alguna. Poirot mostró el papel a Carrington. 

—¿Se fijó si estaba encima de todo?

Sir George lo sostuvo a cierta distancia, y luego se puso los lentes.

—Sí, es cierto. Yo también los miré con Carlile y Mayfield, y éste estaba encima de todo.

Poirot asintió pensativo, volviendo a dejar el papel sobre la mesa. 

Mayfield le miraba ligeramente interesado. 

—Si hay algún otro problema... —comenzó a decir. 

—Pues claro que lo hay: Carlile. ¡Carlile es el problema! 

Lord Mayfield enrojeció ligeramente. 

—¡Monsieur Poirot, Carlile está por encima de toda sospe­cha! Ha sido mi secretario confidencial durante nueve años. Tiene acceso a todos mis papeles privados, y puedo asegurarle que podría haber sacado copia de los planos y especificaciones con gran facilidad y sin que nadie se enterara.

—Aprecio su punto de vista —dijo Poirot—. De ser culpable, no hubiese tenido necesidad de organizar tanto aparato.

—De todas formas —insistió lord Mayfield—, estoy seguro de Carlile, y respondo de él.

—Carlile —dijo Carrington con voz ronca— es una persona como es debido.

Poirot extendió las manos con gesto de desaliento. 

—¿Y esa mistress Vanderlyn... es todo lo contrario? 

—Desde luego —replicó sir George. Lord Mayfield habló en tono más mesurado. 

—Creo, monsieur Poirot, que no puede existir la menor duda acerca de... bueno... las actividades de mistress Vanderlyn. En el Ministerio de Asuntos Exteriores podrán darle datos más pre­cisos.

—¿Y ustedes dan por hecho que la doncella estaba en com­binación con su señora?

—No me cabe la menor duda —exclamó sir George. 

—A mí me parece una suposición muy razonable —dijo lord Mayfield en tono más prudente.

Poirot suspiró y distraídamente ordenó algunos objetos que estaban sobre una mesita, a su derecha. Al fin dijo:

—Supongo que esos papeles representaban dinero. Es decir, que el robarlos significaría una buena suma en metálico. 

—De ser entregados en cierto sitio, sí. 

—¿Como por ejemplo...? Sir George mencionó dos potencias europeas. 

—Y ese hecho era conocido de cualquiera..., ¿verdad? —pre­guntó Poirot.

—Mistress Vanderlyn seguramente lo sabría. 

—He dicho cualquiera. 

—Sí, supongo que sí.

—¿Cualquiera con un mínimo de inteligencia podría apreciar el valor de esos planos?

—Si; pero, monsieur Poirot... —lord Mayfield parecía algo violento. Poirot alzó una mano.

—Yo hago lo que se llama explorar todos los caminos. 

Volvió a ponerse en pie para dirigirse a la puertaventana, y con una linterna examinó la hierba del extremo de la terraza. Los dos hombres le observaron.

—Dígame, lord Mayfield. A este malhechor, a ese fugitivo que se deslizó en la oscuridad, ¿no le persiguieron? 

Lord Mayfield se encogió de hombros. 

—Desde el fondo del jardín pudo salir a la carretera general.

Y si había algún coche esperándole, no habría tardado en po­nerse fuera de nuestro alcance. 

—Pero está la policía... los guardias forestales... 

Sir George le interrumpió:

—Olvida usted, monsieur Poirot, que no podemos dar pu­blicidad a este caso. Si trascendiera que esos planos habían sido robados, el resultado sería extremadamente desfavorable para el partido.

—¡Ah, sí! —repuso Poirot—. No hay que olvidar la politique. Hay que observar la mayor discreción, y por ello me enviaron a buscar. ¡Ah, bien! Tal vez sea más sencillo.

—¿Espera tener éxito, monsieur Poirot? —lord Mayfield pa­recía un tanto incrédulo. 

El hombrecillo se alzó de hombros.

—¿Por qué no? Sólo hay que razonar... reflexionar. —Hizo una pausa y al cabo de un momento agregó—: Me gustaría ha­blar con mister Carlile.

—Desde luego. —Lord Mayfield se puso en pie—. Le pedí que no se acostase, y por lo tanto no andará lejos. Voy a avisarle. 

Poirot se dirigió a sir George.

—Eh bien. ¿Qué me dice de ese hombre que salió a la te­rraza? 

—Yo no lo vi.

—Ya me lo ha dicho antes —Poirot se inclinó hacia de­lante—. Pero hay algo más, ¿no es cierto? 

—¿A qué se refiere?

—¿Cómo diría yo? Su incredulidad es más profunda. 

Sir George iba a decir algo pero se contuvo. 

—Pues, sí —continuó Poirot para animarle—. Cuéntemelo. Los dos estaban en el extremo de la terraza. Lord Mayfield ve una sombra que sale por la puertaventana y atraviesa el césped. ¿Por qué no la ve usted? 

Carrington le miró asombrado.

—Ha dado usted en el clavo, monsieur Poirot. Desde enton­ces me he estado preguntando lo mismo. Comprenda, yo juraría que nadie salió por esta puertaventana. Pensé que lord Mayfield lo había imaginado... al ver moverse una rama... o algo por el estilo. Y luego, cuando entramos y descubrimos que se había co­metido un robo, tuve la impresión de que Mayfield debió estar en lo cierto y que yo era el equivocado. Y sin embargo...

—Sin embargo, en el fondo usted sigue creyendo en la evi­dencia, en este caso negativa, de sus propios ojos... —Tiene usted razón, monsieur Poirot, así es. 

El detective sonrió.

—¿No había huellas sobre la hierba? —preguntó sir George. 

—Exacto. Lord Mayfield imagina ver una sombra. Luego tiene efecto el robo, y está seguro... ¡segurísimo! No es una fan­tasía... él ha visto a un hombre. Pero no fue así. Yo no estoy tan familiarizado con huellas y cosas por el estilo, pero tenemos una evidencia. No había huellas en la hierba. Y esta noche ha estado lloviendo copiosamente. Si un hombre hubiese atravesado la te­rraza en dirección al césped, es indudable que habría dejado huellas. 

Sir George dijo extrañado: 

—Pero entonces... entonces...

—Volvamos a la casa. Hemos de ceñirnos a las personas que se encontraban en ella.

Se interrumpió al ver entrar a lord Mayfield acompañado de mister Carlile.

Aunque pálido y preocupado, el secretario había logrado re­hacerse un tanto, y ajustándose los lentes tomó asiento sin dejar de mirar a Poirot.

—¿Cuánto tiempo llevaba en esta habitación cuando oyó el grito, monsieur? 

Carlile reflexionó. 

—Entre unos cinco y diez minutos. 

—¡Y antes de eso, no observó nada anormal! 

—No.

—Tengo entendido que la reunión tuvo lugar en una sola ha­bitación durante la mayor parte de la noche. 

—Sí, en el salón. Poirot consultó su librito de notas.

—Sir George Carrington y su esposa. Mistress Macatta, mistress Vanderlyn, mister Reggie Carrington, lord Mayfield y us­ted. ¿Es así?

—Yo no estaba en el salón. Estuve trabajando aquí durante gran parte de la velada. 

Poirot se volvió a lord Mayfield. 

—¿Quién subió primero a acostarse?

—Creo que lady Julia Carrington. A decir verdad, las tres señoras salieron juntas. 

—¿Y luego?

—Entró mister Carlile y le ordené que preparase los docu­mentos, puesto que sir George y yo iríamos al poco rato. 

—¿Fue entonces cuando decidió dar un paseo por la terraza? 

—Sí.

—¿Se dijo en presencia de mistress Vanderlyn que iban a tra­bajar en el despacho? 

—Sí, se mencionó.

—¿Estaba en el salón cuando usted dio instrucciones a mister Carlile para que sacara los papeles? —No.

—Perdone, lord Mayfield —intervino Carlile—. Precisa­mente después de que usted me dijera eso, tropecé con ella en la puerta. Había vuelto para buscar un libro. 

—¿De modo que pudo haberlo oído? 

—Quizá.

—Volvió a buscar un libro —repitió Poirot—. ¿Lo encontró, lord Mayfield? 

—Sí, Reggie se lo dio.

—¡Ah, sí! Es lo que ustedes llaman el viejo ardid... volver en busca de un libro. ¡Resulta tan útil a veces! 

—¿Usted cree que fue un acto premeditado? 

Poirot se encogió de hombros.

—Y después de esto, ustedes dos salieron a la terraza. ¿Y mistress Vanderlyn? 

—Se marchó con su libro. 

—¿Y el Joven Reggie también subió a acostarse? 

—Sí.

—Y mister Carlile se vino aquí y a los cinco o diez minutos oyó el grito. Continúe, mister Carlile. Oyó un grito y salió al ves­tíbulo. Ah, quizá fuese mejor reproducir exactamente sus accio­nes.

Míster Carlile se puso en pie, algo confundido. 

—Yo gritaré —dijo Poirot para ayudarles. Y abriendo la boca emitió un alarido espeluznante. Lord Mayfield se volvió para ocultar una sonrisa y Carlile pareció muy violento.

—Allezf ¡Adelante! ¡Marchen! —exclamó Poirot—. Acabo de darles la salida.

Míster Carlile se dirigió muy tieso hacia la puerta y tras abrirla salió al recibidor, seguido de Poirot. Los otros dos fueron detrás.

—¿Cerró la puerta al salir o la dejó abierta? 

—La verdad es que no me acuerdo. Creo que debí dejarla abierta. 

—No importa. Continúe.

Muy envarado, Carlile anduvo hasta el pie de la escalera, donde se detuvo mirando hacia arriba. Poirot preguntó:

—Dijo usted que la doncella estaba en la escalera. ¿En qué sitio?

—Más o menos, por la mitad. 

—¿Y parecía inquieta? 

—Desde luego.

—Eh bien, yo soy la doncella. —Poirot corrió a situarse en la escalera—. ¿Estaba aquí? 

—Un peldaño o dos más arriba. 

––¿Así? Poirot ensayó una postura. 

—Pues... no... no precisamente así. 

—¿Cómo entonces? 

—Pues... tenía las manos en la cabeza. 

—Ah, las manos en la cabeza. Eso es muy interesante. ¿Así? —Poirot alzó los brazos y sus manos descansaron encima de sus orejas. 

—Sí, eso es.

—¡Aja! Dígame, mister Carlile, ¿era joven y bonita...? 

—La verdad es que no me fijé.

—¡Aja! ¿No se fijó? Pero es usted joven. ¿Es que los jóvenes ya no se fijan si una chica es guapa?

—La verdad, monsieur Poirot, sólo puedo repetir que yo no me fijé.

Carlile dirigió una mirada agónica a su jefe. Sir George Ca­rrington se echó a reír.

—Monsieur Poirot parece determinado a presentarle a usted como mujeriego, Carlile —observó. El secretario le dirigió una mirada aplastante. 

—Yo siempre me he fijado en las chicas bonitas —anunció Poirot bajando la escalera.

El silencio con que Carillo acogió aquel comentario fue un tanto violento. Poirot continuó:

—¿Y fue entonces cuando le contó ese cuento del fantasma? 

—Sí.

—¿Creyó esa historia? 

—¡Pues claro que no, monsieur Poirot! 

—No me refiero a si usted cree en fantasmas, sino a si le pa­reció que la chica pensaba realmente haber visto algo.

—¡Oh!, en cuanto a eso, no sabría decirle. Lo cierto es que su respiración era agitada y parecía sobresaltada. 

—¿No oyó usted ni vio a su señora?

—Sí, a decir verdad salió de su habitación, en el pasillo de arriba y llamó: «Leonie». 

—¿Y luego?

—La muchacha subió corriendo y yo volví al despacho. 

—Mientras estuvo usted al pie de la escalera, ¿pudo alguien entrar en el despacho por la puerta que dejó abierta? 

Carlile meneó la cabeza.

—No sin que pasara ante mí. La puerta del despacho está al final del pasillo, como puede usted ver.

Poirot asintió pensativo, mientras Carlile continuaba con su voz cuidadosa y precisa:

—Debo confesar que me alegra que lord Mayfield viera al ladrón saliendo por la puertaventana. De otro modo yo me en­contraría en una posición muy desagradable.

—¡Oh, no, no, mi querido Carlile! —intervino lord Mayfield impaciente—. Usted está libre de toda sospecha.

—Es usted muy amable al decir eso, lord Mayfield, pero los hechos son los hechos y me doy cuenta de que las apariencias me colocan en una posición difícil. De todas maneras, espero que me registren, así como mis pertenencias. 

—¡Oh, no, no amigo mío! —insistió Mayfield. 

Poirot murmuró: 

—¿Lo desea seriamente? —Lo prefiero. 

Poirot le miró pensativo y musitó:

—¡Ya! —luego agregó—: ¿Dónde está situada la habitación de mistress Vanderlyn con respecto al despacho? 

—Está precisamente encima. 

—¿Con una ventana que da a la terraza?

—Sí.

De nuevo Poirot asintió. Luego dijo: 

—Vayamos al salón.

Una vez allí estuvo deambulando por la habitación, examinó los cierres de las ventanas, los tanteos de la mesa de bridge y al fin se dirigió a lord Mayfield.

—Este asunto es más complicado de lo que parece —dijo—. Pero una cosa hay cierta. Los planos robados no han salido de esta casa.

Lord Mayfield le miró sorprendido.

—Pero, mi querido monsieur Poirot, el hombre que yo vi sa­liendo del despacho... 

—No hubo tal hombre. 

—Pero yo lo vi...

—Con mis mayores respetos, lord Mayfield, usted imaginó verlo. Las sombras producidas por las ramas de los árboles le engañaron y el hecho de que se cometiera el robo es natural que le pareciera una prueba de que era cierto lo que había imagi­nado.

—La verdad, monsieur Poirot, la evidencia de mis propios ojos...

—Mi vista contra la suya, amigo mío —intervino sir George. 

—Tiene que permitirme, lord Mayfield, que me muestre firme en este punto. Nadie cruzó la terraza en dirección al césped. 

Mister Carlile dijo muy pálido y envarado: 

—En este caso, si monsieur Poirot está en lo cierto, todas las sospechas recaen en mí automática-mente. Soy la única persona que pudo cometer el robo.

—¡Pamplinas! —exclamó lord Mayfield—. Aunque mon­sieur Poirot piense lo que quiera, yo no estoy de acuerdo con él. Estoy convencido de su inocencia, Carlile. 

El secretario repuso:

—No, pero ha puesto de relieve que nadie más tuvo opor­tunidad de cometer el robo. 

—Du tout! Du tout!

—Pero yo le he dicho que nadie pasó ante mí por el vestíbulo para dirigirse a la puerta de entrada al despacho.

—Estoy de acuerdo. Pero alguien pudo haber entrado por la puertaventana del despacho. 

—Pero eso es precisamente lo que usted dice que no ocurrió.

—Yo digo que nadie pudo entrar del exterior sin dejar huella en la hierba. Pero pudo hacerlo alguien que estaba ya en la casa. Alguien pudo salir de esta habitación por una puertaventana, deslizarse por la terraza, entrar en el despacho también por una de las puertaventanas y volver aquí. Carlile objetó:

—Pero lord Mayfield y sir George Carrington estaban en la terraza.

—Sí, estaban paseando en la terraza. Sir George tal vez po­sea una vista magnífica... —Poirot se inclinó ligeramente—. ¡Pero no puede ver por la espalda! La puertaventana está en el centro izquierdo de la terraza, luego vienen las cristaleras de esta ha­bitación, y la terraza continúa hacia la derecha cubriendo el es­pacio de... ¿una, dos, tres o tal vez cuatro habitaciones más?

—El comedor, la sala de billar, el saloncito de estar y la bi­blioteca —especificó lord Mayfield.

—¿Y ustedes pasearon de un lado a otro de la terraza, cuán­tas veces? 

—Cinco o seis, por lo menos.

—¿Comprenden? Es bastante sencillo; el ladrón sólo tuvo que esperar el momento oportuno.

—¿Quiere usted decir que mientras yo estaba en el recibidor hablando con la doncella francesa, el ladrón esperaba en el sa­lón? —preguntó Carlile.

—Ésa es mi suposición. Claro que eso es sólo... una suposi­ción.

—No me parece muy probable —dijo lord Mayfield—. De­masiado arriesgado.

—No estoy de acuerdo contigo. Charles —intervino el ma­riscal del Aire—. Me pregunto cómo no se me ha ocurrido pen­sarlo.

—¿De modo que comprenden ahora por qué creo que los planos están aún en la casa? —preguntó Poirot—. ¡El problema es encontrarlos! Sir George lanzó un gruñido. 

—Eso es bien sencillo. Registre a todo el mundo. 

Lord Mayfield hizo un movimiento de contrariedad, pero Poirot tomó la palabra antes de que él pudiera hacerlo.

—No, no, no es tan sencillo. La persona que haya cogido esos planos habrá previsto que se efectuará un registro y se habrá asegurado para que no los encuentren entre sus cosas. Deben estar escondidos, de seguro, en terreno neutral.

—¿Insinúa usted que tendremos que jugar al escondite por toda la casa? 

Poirot sonrió.

—No, no es necesario tanto realismo. Podemos llegar a des­cubrir el escondite, o la identidad de la persona culpable, refle­xionando. Eso simplificaría las cosas. Por la mañana quisiera en­trevistarme con todos los moradores de la casa. Creo que sería imprudente verlos ahora. 

Lord Mayfield asintió.

—Se harían demasiados comentarios —confirmó— si les sa­cáramos de la cama a las tres de la madrugada. De todas ma­neras tendrá que proceder con gran tacto, monsieur Poirot. Este asunto debe permanecer oculto. 

Poirot alzó la mano en un ademán.

—Déjelo al cuidado de Hércules Poirot. Las mentiras que yo invento siempre son de lo más delicado y convincente. Entonces, mañana continuaré mis investigaciones. Pero esta noche me gus­taría comenzar a interrogar a sir George y a usted, lord Mayfield. 

Se inclinó ante cada uno de los aludidos. 

—¿Quiere decir... a solas? 

—Eso es lo que he querido decir. 

Lord Mayfield, alzando ligeramente las cejas, dijo: 

—Como guste. 

Le dejaré con sir George. Cuando termine me encontrará en mi despacho. Vamos, Carlile.

Salió acompañado de su secretario, que cerró la puerta tras de si.

Sir George se sentó y automáticamente cogió un cigarrillo an­tes de volver su rostro perplejo hacia Poirot. 

—No acabo de comprender esto —dijo. 

—Pues es muy sencillo —replicó Poirot con una sonrisa—. Se explica en dos palabras: ¡Mistress Vanderlyn!

—¡Oh! —exclamó Carrington—. Empiezo a comprender. ¿Mistress Vanderlyn?

—Precisamente. Comprenda. No hubiera sido muy delicado formularle a lord Mayfield la pregunta que voy a hacerle a usted. ¿Por qué mistress Vanderlyn? Esa señora es conocida como sos­pechosa. Entonces, ¿por qué estaba aquí? Yo me dije: hay tres explicaciones. La primera, que lord Mayfield sintiera cierta penchant por esa dama y por eso quería hablar con usted a solas. No quisiera violentarle. Segunda: que tal vez mistress Vanderlyn fuese amiga íntima de alguna otra persona de la casa.

—¡A mi puede ya descartarme! —protestó sir George con una mueca.

—Entonces, si no se trata de ninguno de estos casos, la pre­gunta adquiere redoblada fuerza. ¿Por qué mistress Vanderlyn? Y me parece vislumbrar la respuesta. Existía una razón. Su pre­sencia en estos precisos momentos fue deseada por lord Mayfield por un motivo especial. ¿Estoy en lo cierto? Sir George asintió.

—Sí, ha acertado usted. Mayfield es zorro viejo para caer en sus redes. Él deseaba que estuviera aquí por otra razón muy dis­tinta. Y es la siguiente:

Le refirió la conversación que había tenido efecto en el co­medor. Poirot le escuchó atentamente.

—¡Ah! —dijo—. Ahora lo comprendo. ¡Sin embargo, parece que esa dama les ha devuelto la pelota con bastante limpieza! 

Sir George lanzó un juramento. 

El detective le miró divertido y dijo:

—Usted no duda que este robo es obra suya... quiero decir que es responsable aunque no hubiera tomado parte activa... Sir George se sobresaltó.

—¡Desde luego que lo creo así! No cabe la menor duda. ¿Quién sino podría tener interés en robar esos planos?

—¡Ah! —replicó Hércules Poirot mirando al techo—. Y, no obstante, sir George, hace un cuarto de hora convinimos en que esos papeles representaban una buena suma de dinero. No tal vez en forma tan evidente como los billetes de banco, oro o jo­yas, pero sin embargo, eran dinero en potencia. Si alguien se en­contraba en un aprieto... El otro le interrumpió:

—¿Y quién no lo está hoy en día? Supongo que puedo de­cirlo sin perjudicarme.

Le dedicó una sonrisa a la que Poirot correspondió mur­murando:

—Mais oui, puede decir lo que guste, porque usted, sir George, tiene la única coartada intachable en este asunto. 

—¡Pues estoy en una situación muy apurada! 

Poirot meneó la cabeza pesaroso.

—Sí, desde luego, los hombres de su posición tienen muchos gastos. Además tiene usted un hijo en una edad muy cara... 

Sir George lanzó un gruñido.

—Como si la educación no fuera poco, encima las deudas. Pero el chico no es malo.

Poirot le escuchaba con simpatía y tuvo que oír gran par­te de las cuitas del mariscal del Aire. La falta de entereza y valor de la joven generación; la forma en que las madres estro­peaban a sus hijos poniéndose siempre de su parte; la maldición que representaba el afán de jugar que de vez en cuando se apo­dera de su mujer... y la locura de perder más de lo que se puede. Habló de todo ello en términos generales sin referirse directa­mente a su esposa o a su hijo pero su natural transparencia hizo que fuese fácil comprenderlo. 

De pronto se interrumpió.

—Lo siento, no debiera entretenerle con cosas que nada tie­nen que ver con este asunto especialmente a estas horas de la noche... o mejor dicho, de la mañana. 

Contuvo un bostezo.

—Sir George, le aconsejo que se acueste. Ha sido usted muy amable y una gran ayuda.

—Sí, creo que seguiré su consejo. ¿De verdad cree usted que es posible recuperar los planos? Poirot se alzó de hombros. 

—Voy a intentarlo. No veo por qué no. 

—Bueno, me voy. Buenas noches.

Poirot permaneció en su butaca contemplando el techo; luego sacó un librito de notas y abriéndolo por una página en blanco escribió:

¿Mistress Vanderlyn? 

¿Lady Julia Carrington? 

¿Mistress Macatta? 

¿Reggie Carrington? 

¿Míster Carlile?

Y debajo agregó:

¿Mistress Vanderlyn y Reggie Carrington? 

¿Mistress Vanderlyn y lady Julia? 

¿Mistress Vanderlyn y Carlile?

Meneando la cabeza contrariado, murmuró: 

—C'estplus simple que ca. 

Acto seguido añadió unas cuantas frases breves.

¿Vio lord Mayfield una «sombra»? De no ser así, ¿por qué dijo que la había visto? ¿Vio algo sir George? Aseguró no haber visto nada después de que yo examiné la hierba. Nota: Lord Mayfield es corto de vista, puede leer sin lentes, pero utiliza un mo­nóculo para mirar al otro lado de la habitación. Sir George es présbita. Por lo tanto, desde el extremo de la terraza su vista es más de fiar que la de lord Mayfield. No obstante, lord Mayfield asegura haber visto algo y la negativa de su amigo le deja imper­térrito.

¿Puede alguien estar libre de sospechas como aparentemente lo está mister Carlile? Lord Mayfield insiste en su inocencia con demasiada energía. ¿Por qué? ¿Acaso sospecha de él secreta­mente y se avergüenza de ello? ¿O porque sospecha de otra per­sona? ¿Es decir, de otra persona que no sea mistress Vanderlyn?

Volvió a guardar su librito. Y poniéndose en pie se dirigió al despacho.


Capítulo 5



Cuando Poirot penetró en el despacho, lord Mayfield se hallaba sentado tras la mesa, y al verle dejó su pluma, mirándole con aire interrogador.

—Bien, monsieur Poirot, ¿ha terminado ya su entrevista con Carrington? 

Poirot, sonriente, tomó asiento.

—Sí, lord Mayfield. Me ha aclarado un punto que me tenía sobre ascuas. 

—¿Y cuál es?

—El motivo de la presencia de mistress Vanderlyn en esta casa. Comprenda usted, creía posible...

Mayfield comprendió en seguida la causa de la exagerada confusión del detective.

—¿Pensó que yo sentía debilidad por esa dama? ¡En abso­luto! Por extraño que parezca, Carrington pensó lo mismo.

—Si, me ha contado la conversación que sostuvo con usted acerca de esto.

Lord Mayfield pareció algo contrariado. 

—Mi plan no ha dado resultado. Siempre es doloroso tener que confesar que una mujer ha sido más lista que uno. 

—Ah, pero aún no se ha salido con la suya, lord Mayfield. 

—¿Cree usted que aún podemos vencer? Bien, celebro oír­selo decir. Me gustaría que fuese cierto. Suspiró.

—Me doy cuenta de que he actuado como un completo es­túpido... ¡Estaba tan satisfecho con mi estratagema para atrapar a esa dama!

Hércules Poirot repuso mientras encendía uno de sus mi­núsculos cigarrillos: 

—¿Cuál era exactamente su estratagema, lord Mayfield?

—Pues... —lord Mayfield vacilaba—, no la había trazado aún con detalle.

—¿No la discutió con nadie? 

—No.

—¿Ni siquiera con mister Carlile? 

—No.

—Poirot sonrió.

—¿Prefiere actuar por su cuenta, lord Mayfield? 

—Siempre he considerado que es lo mejor. 

—Sí, hace usted bien. No confiar en nadie. Pero ¿habló del asunto a sir Carrington?

Lord Mayfield sonrió ante el recuerdo. 

—¿Es un antiguo amigo suyo? 

—Si. Le conozco desde hace veinte años. 

—¿Y a su esposa?

—Desde luego, también la conocía.

—Pero, perdone mi impertinencia, ¿no tiene con ella el mismo grado de intimidad?

—La verdad, no veo que mis amistades personales tengan nada que ver con este extraño asunto, monsieur Poirot.

—Pues yo creo que sí, y mucho. ¿No estuvo usted de acuerdo conmigo en que la teoría de que hubiera alguien oculto en el salón es posible?

—Sí. Estoy de acuerdo con usted en que así es como debió de ocurrir.

—Suprimamos el «debió de». Es una palabra muy arries­gada. Pero si mi teoría es cierta, ¿quién cree usted que pudo ser esa persona?

—Evidentemente mistress Vanderlyn. Había regresado una vez en busca de un libro. Pudo volver de nuevo para buscar otro, o un portamonedas, un pañuelo... cualquiera de esas mil excusas femeninas. Queda de acuerdo con su doncella para que grite y haga que Carlile salga del despacho y luego se desliza por la puertaventana, como usted dijo.

—Olvida que no pudo ser mistress Vanderlyn. Carlile la oyó llamar a su doncella desde arriba, mientras él hablaba con la mu­chacha.

Lord Mayfield se mordió el labio. 

—Cierto. Lo había olvidado —pareció muy pesaroso. 

—¿Comprende? —dijo Poirot en tono amable—. Vamos progresando. Primero teníamos la explicación sencilla del la­drón, que llega del exterior y se hace con el botín. Una teoría muy convincente, como ya le dije a su debido tiempo, dema­siado... para aceptarla sin más ni más. Ya la descartamos. Luego pasamos a la teoría del agente extranjero, mistress Vanderlyn y de nuevo parece como si ésta también fuese demasiado sencilla... demasiado cómoda... para ser aceptada. 

—¿Así que descarta del todo a mistress Vanderlyn? 

—Mistress Vanderlyn no estaba en el salón. Pudo ser un cómplice suyo quien cometiera el robo, pero también cabe en lo posible que lo llevara a cabo otra persona. De ser así, hemos de considerar la cuestión del móvil. 

—¿No es un poco absurdo, monsieur Poirot? 

—No lo creo. Ahora... ¿qué motivos podría haber? Existe la cuestión económica. Los papeles pudieron ser robados con ob­jeto de convertirlos en dinero. Es el móvil más sencillo que he­mos de considerar. Pero también pudo ser algo bien distinto. 

—¿Como por ejemplo...?

—Pudo ser llevado a cabo con la sola idea de perjudicar a alguien —explicó Poirot despacio. —¿A quién?

—Posiblemente a mister Carlile. Será el más sospechoso. Y puede que aún haya más. Los hombres que fiscalizan el destino de un país, lord Mayfield, están expuestos a la opinión pública.

—¿Quiere decir que el ladrón tenía intención de perjudi­carme? 

Poirot asintió.

—Creo que no me equivoco al decir que hará cosa de cinco años usted pasó una temporada de prueba, lord Mayfield. Se sos­pechó que tenía amistad con una potencia europea y se hizo poco popular entre el electorado de este condado. 

—Es bien cierto, monsieur Poirot.

—Un hombre de Estado, en estos días, ha de realizar una tarea difícil. Tiene que seguir la política que él considera más beneficiosa para su país, y al mismo tiempo reconocer la fuerza del sentir popular, que suele ser sentimental, estúpido e insen­sato, pero que no puede ser pasado por alto.

—¡Qué bien se expresa usted! Ésa es exactamente la des­cripción de la vida de un político. Tiene que inclinarse ante la opinión del país, por peligrosa y estúpida que le parezca.

—Creo que ése fue su dilema. Hubo rumores de que había llegado a un acuerdo con el país en cuestión. Esta nación y los periódicos se opusieron categóricamente. Por fortuna, el primer ministro pudo desmentir la historia, y usted renunció al acuerdo, aunque sin disimular de qué lado estaban sus simpatías.

—Todo esto es cierto, monsieur Poirot. Pero, ¿a qué viene sacar viejas historias?

—Porque creo posible que un enemigo, despechado por el modo con que usted superó aquella crisis, se esforzase por crear más conflictos. Usted no tardó en recobrar la confianza del pú­blico. Aquello pasó, y ahora es usted, merecidamente, una de las figuras más populares de la política. Y se habla de usted como próximo primer ministro cuando se retire míster Humberley.

—¿Cree usted que esto ha sido un atentado para desacre­ditarme? ¡Tonterías!

—Tout de méme. Lord Mayfield no será bien visto que los planos de la nueva bomba británica hayan sido robados durante un fin de semana... cuando una dama muy encantadora estaba entre los invitados. Ligeras insinuaciones de la prensa acerca de cuáles eran sus relaciones con esa dama crearán una atmósfera de desconfianza.

—Una cosa así no puede tomarse en serio. 

—¡Mi querido lord Mayfield, usted sabe perfectamente que sí! Cuesta tan poco minar la confianza que el pueblo tiene puesta en un hombre...

—Sí, eso es cierto —replicó lord Mayfield—. ¡Cielos! Qué complicado va resultando este asunto. ¿De verdad cree usted...? Pero es imposible..., imposible. 

—¿No sabe de nadie que esté... celoso de usted? 

—¡Es absurdo!

—Por lo menos tendrá que admitir que mis preguntas acerca de sus relaciones personales con las personas que se hallan reu­nidas aquí, en este fin de semana, no son del todo injustificadas.

—Oh, quizá... quizá. Me preguntaba usted por Julia Carrington. La verdad es que no hay mucho que decir. Nunca la he te­nido en gran aprecio, y no creo que yo le sea simpático. Es una de esas mujeres inquietas, nerviosas, extravagantes y locas por las cartas. Es también lo bastante anticuada para despreciarme por ser un hombre que me he formado a mí mismo. Poirot dijo:

—He mirado en el libro ¿Quién es quién?, antes de venir aquí. Usted fue director de una famosa firma de ingenieros, y además un ingeniero considerado de primera categoría.

—Desde luego, no hay nada que yo ignore del lado práctico. Me he abierto camino desde abajo. 

Lord Mayfield habló con el ceño fruncido. 

—¡Oh! —exclamó Poirot—. ¡He sido un tonto... pero qué tonto! 

El otro le miró. 

—No le entiendo, monsieur Poirot.

—Es que acabo de encajar otra pieza del rompecabezas. Algo que no había visto hasta ahora... Pero encaja. Sí, encaja con una precisión maravillosa. Lord Mayfield le miró asombrado. Mas Poirot movió la cabeza con una ligera sonrisa. 

—No, no, ahora no. Tengo que ordenar mis ideas con más claridad. 

Se puso en pie.

—Buenas noches, lord Mayfield. Creo que sé dónde están esos planos. Lord Mayfield exclamó en el acto: 

—¿Que lo sabe? ¡Entonces, recuperémoslos en seguida! 

—No. —Poirot negó con la cabeza—. No se lo aconsejo. La precipitación podría resultar fatal. Pero déjelo en manos de Hér­cules Poirot.

Y dicho esto salió de la habitación. Lord Mayfield se encogió de hombros.

—Este hombre es un charlatán —murmuró. Y recogiendo sus papeles, apagó la luz y se marchó a acostarse.


Capítulo 6



Si ha habido un robo, ¿por qué diablos lord Mayfield no avisa a la policía? —preguntó Reggie Carrington, apar­tando ligeramente su silla de la mesa donde se desayu­naba.

Fue el último en bajar. Sus anfitriones, mistress Macatta y sir George habían terminado de desayu-nar hacia bastante rato, y su madre y mistress Vanderlyn lo iban a hacer en la cama. Sir George, repitiendo su declaración sobre lo convenido en­tre lord Mayfield y Hércules Poirot, tuvo la sensación de que no lo hacia tan bien como debiera.

—Me parece muy extraño que haya enviado a buscar a un extranjero desconocido —decía Reggie—. ¿Qué es lo que han robado, papá? 

—No lo sé exactamente, hijo mío.

Reggie se puso en pie. Aquella mañana estaba bastante ner­vioso y excitado.

—¿Algo importante? ¿Algún... documento, o algo por el es­tilo?

—Reggie, la verdad es que no puedo decírtelo exactamente. 

—¿Se lleva muy en secreto? Ya comprendo. Reggie subió corriendo la escalera... se detuvo a la mitad con el ceño fruncido, luego continuó subiendo, y fue a llamar a la puerta de la habitación de su madre, la cual le dio permiso para entrar.

Lady Julia se hallaba sentada en la cama, trazando garabatos en el reverso de un sobre.

—Buenos días, querido. —Alzó los ojos, y al ver su expresión agregó—: Reggie, ¿ocurre algo?

—No mucho, pero parece ser que anoche se cometió un robo. 

—¿Un robo? ¿Y qué se llevaron?

—Oh, no lo sé. Lo llevan muy en secreto. Abajo hay una es­pecie de detective privado interrogando a todo el mundo. 

—¡Es raro!

—Y bastante desagradable encontrarse en la casa cuando ocurre una cosa así —replicó Reggie. —¿Qué ha ocurrido exactamente?

—Lo ignoro. Fue algo después de que todos nos acostáse­mos. ¡Cuidado, mamá, vas a tirar la bandeja!

Y levantando la bandeja del desayuno la llevó a una mesita junto a la ventana. 

—¿Robaron dinero? 

—Ya te he dicho que no lo sé.

—Supongo que ese detective estará interrogando a todo el mundo —dijo lady Julia. 

—Supongo.

—¿Dónde estuvimos? Y toda esa clase de preguntas. 

—Probablemente. Bueno, yo no puedo decirle gran cosa. Me fui derecho a la cama y me dormí en seguida. Lady Julia no contestó.

—Oye, mamá; supongo que no podrás prestarme algo de di­nero. Estoy sin un céntimo.

—No, no puedo —replicó la madre en tono resuelto—. Yo también estoy mal de fondos y además en deuda. No sé lo que dirá tu padre cuando se entere.

Golpearon con los nudillos en la puerta y entró sir George. 

—Ah, estás aquí, Reggie. ¿Quieres ir a la biblioteca? Monsieur Hércules Poirot quiere verte. Poirot acababa de interrogar a mistress Macatta. Sus breves y concisas respuestas le informaron de que mis­tress Macatta había ido a acostarse antes de las once y que no oyó nada que pudiera servirle de ayuda.

El detective, desviándose del tema del robo, tocó cuestiones más personales. Dijo que sentía una gran admiración por lord Mayfield y que como personaje de la política en general le consideraba un gran hombre. Claro que mistress Macatta, conociéndole como le conocía, debía apreciarle mucho más que él.

—Lord Mayfield tiene inteligencia —concedió mistress Ma­catta—. Y su carrera se la debe únicamente a él mismo. No debe nada a la influencia hereditaria. Tal vez carezca de imaginación.

En eso todos los hombres se parecen. Les falta la liberalidad de la imaginación femenina. Las mujeres, monsieur Poirot, serán la gran fuerza del gobierno dentro de diez años. Poirot repuso que estaba seguro de ello. Inició el tema de mistress Vanderlyn. ¿Era cierto, como le habían insinuado, que ella y lord Mayfield eran íntimos ami­gos?

—De ninguna manera. Si he de decirle la verdad, me sor­prendió muchísimo encontrarla aquí.

Poirot la invitó a que le diera su opinión acerca de mistress Vanderlyn.

—Es una de esas mujeres completamente inútiles, monsieur Poirot. ¡Esas mujeres desacreditan nuestro sexo! ¡Es un parásito del principio al fin! 

—¿La admiran los caballeros?

—¡Hombres! —mistress Macatta pronunció la palabra con desprecio—. Los hombres siempre se dejan conquistar por un físico atractivo. Por ejemplo, ese joven Reggie, enrojeciendo cada vez que ella le dirigía la palabra. Y el modo tan estúpido con que ella le halagaba... elogiando su juego... que, la verdad, distaba mucho de ser brillante. 

—¿No es un buen jugador de bridge? 

—Anoche cometió toda clase de equivocaciones. 

—Lady Julia juega muy bien, ¿verdad? 

—Demasiado bien, en mi opinión —replicó mistress Ma­catta—. En ella es casi una profesión. Juega mañana, tarde y no­che.

—¿A mucho cada apuesta?

—Sí, muchísimo más de lo que a mí me gusta. La verdad, no lo considero bien. 

—¿Gana mucho dinero en el juego?

—Ella confía en pagar sus deudas de este modo —dijo mis­tress Macatta—. Pero he oído decir que últimamente ha tenido una mala racha.

Poirot, cortando la charla, envió a buscar a Reggie Carrington.

Observó al joven con sumo cuidado cuando entró en la ha­bitación... la boca feble disimulada bajo una sonrisa encanta­dora, la barbilla huidiza, los ojos separados y la frente estrecha. Conocía muy bien el tipo de Reggie Carrington.

—¿Míster Reggie Carrington? 

—Sí. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Dígame solamente lo que pueda acerca de la velada de anoche.

—Bien, veamos... estuvimos jugando al bridge... en el salón. Luego subí a acostarme. 

—¿Qué hora sería?

—Poco antes de las once. Supongo que el robo tendría lugar poco después de esa hora. 

—Sí, después. ¿No vio usted ni oyó nada? 

Reggie movió la cabeza pesaroso.

—Me temo que no. Fui directamente a mi habitación. Y tengo un sueño muy profundo.

—¿Fue directamente del salón a su dormitorio y permaneció allí hasta la mañana? 

—Eso es. 

—Es curioso... —dijo Poirot.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Reggie, excitado. 

—Por ejemplo, ¿no oyó... un grito? 

—No. 

—Ah, muy curioso. 

—Escuche, no sé a qué se refiere. 

—¿Quizás es usted un poco sordo? 

—En absoluto.

Los labios de Poirot se movieron. Es posible que repitiera la palabra «curioso» por tercera vez. Luego dijo: 

—Bien, gracias, mister Carrington. Eso es todo. 

Reggie se puso en pie con ademán poco resuelto. —¿Sabe? —dijo—. Ahora que usted lo dice, creo que oí algo de eso. 

—Ah, ¿oyó usted algo?

—Sí, pero comprenda, estaba leyendo un libro... una novela policíaca... y yo... bueno... no le di importancia.

—¡Ah! —replicó Poirot con el rostro impasible—, una ex­plicación muy satisfactoria.

Reggie seguía vacilando y al fin se dirigió lentamente hacia la puerta, donde se detuvo para preguntar: 

—Oiga, ¿qué es lo que robaron?

—Algo de mucho valor, mister Carrington. Es todo lo que puedo decirle.

––¡Oh! —exclamó Reggie antes de salir. 

Poirot asintió con la cabeza.

––Esto encaja —murmuró—. Encaja perfectamente. 

Y haciendo sonar el timbre preguntó con toda cortesía si mistress Vanderlyn se había levantado ya.


Capítulo 7



Mistress Vanderlyn estaba radiante cuando entró en la biblioteca. Vestía un traje deportivo muy bien cor­tado, de tejido grueso, que hacía resaltar los cálidos reflejos de sus cabellos, y acomodándose en una butaca sonrió al hombrecillo que tenía enfrente.

Por un instante aquella sonrisa demostró... triunfo, o tal vez fuese sólo burla. Desapareció casi inmediatamente, pero Poirot lo encontró muy interesante.

—¿Ladrones? ¿Anoche? ¡Pero qué horror! Pues no, no oí absolutamente nada. ¿Y la policía? ¿No puede hacer algo?

—Comprenda, madame; es un asunto que debe llevarse con la mayor discreción.

—Naturalmente, monsieur Poirot... Yo no diré ni una pala­bra. Soy una gran admiradora de lord Mayfield e incapaz de ha­cer nada que le cause la más ligera molestia.

Cruzó las piernas y balanceó su zapato de piel color castaño en la punta de uno de sus pies. 

—Dígame si hay algo en que pueda servirle. 

—Se lo agradezco, madame. ¿Jugó al bridge anoche en el sa­lón? 

—Sí.

—Tengo entendido que después las señoras subieron a acos­tarse. 

—Así es.

—Pero alguien regresó en busca de un libro. ¿Fue usted, ver­dad, mistress Vanderlyn? 

—Sí... fui la primera en regresar.

—¿Qué quiere decir? ¿La primera? —preguntó Poirot, ex­trañado.

—Yo regresé en seguida —explicó mistress Vanderlyn—. Luego subí y llamé a mi doncella, pero tardaba en acudir. Volví a llamar, y luego salí al pasillo. Oí su voz y la llamé. Después me estuvo cepillando el pelo y la despedí. Estaba nerviosa, sobre­saltada y enredó el cepillo en mis cabellos un par de veces. Fue entonces, cuando acababa de despedirla, que vi a lady Julia que subía la escalera. Me dijo que también ella había ido a buscar un libro. Es curioso, ¿verdad?

—Dígame, madame. ¿Y no oyó gritar a su doncella? 

—Pues sí; oí algo por el estilo. 

—¿Le preguntó de qué se trataba?

—Sí. Me dijo que creyó ver una figura blanca flotando en el aire... ¡qué tontería! 

—¿Qué vestido llevaba anoche lady Julia? 

—Oh, creo que... sí, ya recuerdo. Llevaba un traje de noche blanco. Claro, eso lo explica todo. Debió verla en la oscuridad y le pareció una sombra blanca. Estas chicas son tan supersticio­sas...

—¿Su doncella lleva mucho tiempo con usted, madame? 

—Oh, no. —Mistress Vanderlyn abrió mucho los ojos—. Sólo cinco meses.

—Quisiera verla, si no le importa, madame... 

—Desde luego que no —dijo con bastante frialdad. 

—Comprenda, me gustaría interrogarla. 

—Oh, sí.

Y de nuevo sus ojos volvieron a brillar divertidos. 

Poirot, puesto en pie, se inclinó.

—Madame —dijo—, tiene usted en mí a un ferviente admi­rador.

—¡Oh, monsieur Poirot, qué amable es usted! Pero ¿por qué?

—Madame, está usted tan segura de sí misma... 

Mistress Vanderlyn sonrió indecisa. 

—Quisiera saber si debo considerarlo un cumplido. 

—Tal vez sea una advertencia... para no hacer frente a la vida con demasiada arrogancia —dijo Poirot.

Mistress Vanderlyn rió ya más segura, y poniéndose en pie alzó una mano.

—Querido monsieur Poirot, le deseo toda clase de éxitos. Gracias por todas las cosas amables que me ha dicho. 

Y mientras salía, Poirot murmuró para sí:

—¿Me desea éxito? ¡Ah, pero está muy segura de que no voy a alcanzarlo! Sí, muy segura está. Y eso me preocupa.

Con cierta petulancia tiró de la campanilla y preguntó si po­dían enviarle a mademoiselle Leonie.

Sus ojos la miraron apreciativamente cuando hizo acto de presencia y se detuvo vacilante en la puerta... con su vestido ne­gro, sus cabellos negros peinados hacia atrás en suaves ondas y los ojos bajos, en actitud modesta.

—Pase, mademoiselle Leonie —la invitó—. No tenga miedo. Ella entró al fin, deteniéndose ante él. —¿Sabe que la encuentro muy bonita? —dijo Poirot en un cambio de tono repentino.

Leonie respondió en el acto, dirigiendo una rápida mirada de soslayo al tiempo que murmuraba suavemente: 

—Monsieur es muy amable.

—Figúrese usted —continuó Poirot—. Le pregunté a míster Carlile si era usted bonita y me contestó que no lo sabía. Leonie alzó la barbilla con gesto desdeñoso. 

—¡Esa estatua! 

—Lo ha descrito muy bien.

—Yo creo que ése no ha mirado a una chica en su vida. 

—Probablemente no. Es una lástima. No sabe lo que se ha perdido. Pero hay otras personas en la casa que son más ama­bles, ¿no es cierto?

—La verdad, no sé a qué se refiere, monsieur. 

—Oh, sí, mademoiselle Leonie, lo sabe muy bien. Bonita his­toria la que contó anoche de que había visto un fantasma. Tan pronto como supe que estaba usted de pie con las manos en la cabeza, comprendí que no se trataba de ningún fantasma. Cuando una chica se asusta, se lleva las manos al corazón o a la boca para ahogar un grito, pero si las tiene en la cabeza, significa algo muy distinto. Significa que sus cabellos se han alborotado y que trata apresuradamente de acomodarlos. Ahora, mademoi­selle, sepamos la verdad. ¿Por qué gritó en la escalera?

—Pero, monsieur, es cierto que vi a una figura alta toda ves­tida de blanco...

—Mademoiselle, no insulte a mi inteligencia. Esa historia pudo ser lo bastante buena para mister Carlile, pero no lo es para Hércules Poirot. La verdad es que acababan de besarla, ¿no? Y me parece adivinar que fue el joven Reggie quien la besó.

—Eh bien? —preguntó—. ¿Qué es un beso, después de todo?

—Desde luego —dijo Poirot, galante. —Comprenda, el señorito subió detrás de mi y me cogió por la cintura... y por eso, naturalmente, me asusté y grité. Si lo hu­biera sabido... bueno, claro que no hubiese gritado. 

—Claro —convino Poirot.

—Pero llegó hasta mi como un gato. Luego se abrió la puerta del despacho, el señorito se escapó escaleras arriba y yo me quedé como una tonta ante monsieur le secrétaire. Tenia que de­cir algo... especialmente a... —concluyó la frase en francés— un jeune homme comme ça, tellement comme il faut! 

—¿De modo que inventó lo del fantasma? 

—Cierto, monsieur; fue lo único que se me ocurrió. Una fi­gura alta toda vestida de blanco y que flotaba en el aire. ¡Es ridículo! Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Nada. Ahora todo está explicado. Desde el principio tenía mis sospechas.

Leonie le dirigió una mirada provocativa. 

—Monsieur es muy listo y muy simpático. 

—Y puesto que yo no voy a causarle ninguna violencia por este asunto, ¿querrá hacer algo por mí a cambio? 

—Con mucho gusto, monsieur. 

—¿Qué sabe usted de los asuntos de su señora? 

La muchacha se encogió de hombros. 

—No mucho, monsieur. Claro que tengo mis ideas. 

—¿Y cuáles son?

—Bueno, no me ha pasado por alto que todos los amigos de madame son siempre militares, marinos o aviadores. Y luego tiene otra clase de amigos... caballeros extranjeros que algunas veces vienen a verla con mucho sigilo. Madame es muy bonita, aunque no creo que lo sea por mucho tiempo. Los jóvenes la encuentran muy atractiva. Creo que algunas veces hablan de­masiado. Pero son sólo ideas mías. Madame no confía en mí.

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho, que madame obra por su cuenta? 

—Eso es, monsieur.

—En otras palabras, no puede ayudarme. 

—Me temo que no, monsieur. Lo haría si pudiera. 

—Dígame, ¿su señora está hoy de buen humor?

—Desde luego que si, monsieur. 

—¿Ha ocurrido algo que la ha halagado? 

—Desde que vinimos aquí ha estado muy contenta. 

—Bien, Leonie, usted debe saberlo.

—Sí, monsieur —replicó la joven confidencialmente—. No puedo equivocarme. Conozco todos los estados de ánimo de ma­dame, y está contenta. 

—¿Y triunfante?

—Ésa es precisamente la palabra, monsieur. 

—Lo encuentro... algo difícil de soportar—asintió Poirot con pesar—. No obstante, me doy cuenta de que es inevitable. Gra­cias, mademoiselle; eso es todo. Leonie le dirigió una mirada atrevida. 

—Gracias, monsieur. Si encuentro a monsieur en la escalera le aseguro que no gritaré.

—Hija mía —replicó Poirot muy digno—, mi edad es bas­tante avanzada. ¿Qué tengo yo que ver con esas frivolidades? Mas, con una risita coqueta, Leonie se marchó al fin. Poirot anduvo de un lado a otro de la estancia con rostro grave y preocupado.

—Y ahora —dijo— le toca el turno a lady Julia. ¿Qué me dirá?, me pregunto yo.

Lady Julia penetró en la estancia con aire tranquilo y seguro, e inclinándose graciosamente aceptó la silla que Poirot adelantó.

—Lord Mayfield dice que usted desea hacerme algunas pre­guntas...

—Sí, madame. Es con respecto a lo de anoche. 

––¿Sí?

—¿Qué ocurrió después de que hubieron terminado la par­tida de bridge?

—Mi esposo creyó que era demasiado tarde para comenzar otra y fui a la cama. 

—¿Y luego? 

—Me dormí. 

—¿Eso es todo?

—Sí. Me temo que no podré decirle nada de interés. ¿Cuándo tuvo lugar el... —vacilaba— el robo?

—Poco después de que usted subiera a quedarse en su ha­bitación. 

—Ya; ¿y qué fue lo que se llevaron?

—Algunos papeles privados, madame. 

—¿Importantes? 

—Muy importantes.

Frunció ligeramente el ceño y luego dijo: 

—¿Eran... de algún valor? 

—Si, madame, valían mucho dinero. 

—Ya.

Hubo una pausa y al cabo Poirot preguntó: 

—¿Y qué me dice de su libro, madame? 

—¿Mi libro? —levantó hasta él sus ojos asombrados. 

—Si. Tengo entendido, según mistress Vanderlyn, que algún tiempo después de que las tres señoras se retirasen, usted volvió a bajar en busca de un libro. 

—Sí, claro, eso hice.

—De manera que en realidad usted no fue directamente a su habitación para acostarse, sino que regresó al salón. 

—Sí, es cierto. Lo había olvidado. 

—Mientras estuvo en el salón, ¿oyó gritar a alguien? 

—No..., sí..., no creo. 

—Asegúrese, madame. Realmente tuvo que oír el grito, desde el salón.

Lady Julia, echando la cabeza hacia atrás, replicó con fir­meza: 

—No oí nada.

Poirot enarcó las cejas, aunque no replicó. El silencio se fue haciendo insoportable, y lady Julia pre­guntó de pronto:

—¿Qué es lo que se ha hecho? 

—¿Hecho? No lo comprendo, madame. 

—Me refiero al robo. Sin duda la policía debe estar haciendo algo. 

Poirot movió la cabeza.

—La policía no ha sido avisada. Yo soy el encargado de es­clarecer el caso.

Ella le miró con el rostro tenso y demacrado. Sus ojos os­curos y penetrantes parecían taladrarle. Al fin los bajó..., vencida. 

—¿No puede decirme lo que está haciendo? 

—Sólo puedo asegurarle, madame, que no voy a dejar piedra por remover...

—¿Para coger al ladrón... o... para recuperar los papeles? 

—Lo principal es que aparezcan, madame. 

—Sí —dijo en tono indiferente—. Supongo que lo es. 

Hubo otra pausa.

—¿Alguna cosa más, monsieur Poirot? 

—No, madame. No quiero entretenerla más. 

—Gracias.

Se adelantó para abrirle la puerta, que ella atravesó sin di­rigirle siquiera una mirada.

Poirot regresó junto a la chimenea y distraídamente arregló la disposición de los objetos que había sobre la repisa. Estaba todavía allí cuando lord Mayfield entró por la puertaventana. 

—¿Qué tal? —saludó el recién llegado. 

—Creo que todo marcha bien. Los acontecimientos van to­mando forma como era de esperar. Lord Mayfield preguntó, mirándole de hito en hito: 

—¿Está usted satisfecho? 

—No, no lo estoy pero sí contento. 

—La verdad, monsieur Poirot, no puedo entenderle.

—No soy tan charlatán como usted cree. 

—Yo nunca he dicho...

—¡No, pero lo ha pensado! No importa. No estoy ofendido. A veces tengo que adoptar cierta «pose».

Lord Mayfield le miraba con cierta desconfianza. Hércules Poirot era un hombre incomprensible. Deseaba despreciarle, pero algo le advertía de que aquel hombrecillo ridículo no era tan inútil como parecía. Charles McLaughlin siempre fue capaz de reconocer a un hombre resuelto en cuanto lo veía.

—Bien —le dijo—, estamos en sus manos. ¿Qué me aconseja que haga ahora? 

—¿Puede librarse de sus invitados?

—Creo que será posible arreglarlo... Podría decir que tengo que regresar a Londres para resolver este asunto, y tal vez se decidan a marcharse. 

—Muy bien. Trate de arreglarlo así. 

—¿No cree usted...?

—Estoy completamente seguro de que éste es el mejor ca­mino.

Lord Mayfield se encogió de hombros. 

—Bien, si usted lo dice...


Capítulo 8



Los invitados se marcharon después de comer. Mistress Vanderlyn y mistress Macatta se fueron en tren y los Carrington en su automóvil. Poirot se encontraba en el recibidor en el momento en que mistress Vanderlyn dedicaba a su anfitrión una encantadora despedida.

—Estoy apenadísima por verle tan angustiado. Espero que todo se aclare satisfactoriamente. Le aseguro que no diré una palabra.

Y tras estrecharle la mano se dirigió hacia donde esperaba el Rolls que había de llevarla a la estación. Mistress Macatta ya estaba en su interior y su adiós fue breve y poco expresivo.

De pronto, Leonie, que estaba sentada junto al chofer, saltó del coche y regresó corriendo al recibidor. 

—Hemos olvidado el neceser de madame —explicó. Hubo una búsqueda apresurada. Al fin lord Mayfield lo des­cubrió junto a la sombra que proyectaba un antiguo arcón de roble. Leonie lanzó un gritito de alegría al ver el elegante ma­letín de tafilete verde. Lord Mayfield se acercó al automóvil. —Lord Mayfield —mistress Vanderlyn le alargó una carta—. ¿Le importaría echarla al correo? Tenía intención de hacerlo en la ciudad, pero estoy segura de que me olvidaré. Las cartas sue­len quedarse días y días en mi bolso.

Sir George jugueteaba con su reloj, lo abría y lo cerraba. Su manía era la puntualidad.

—Tienen el tiempo Justo —murmuró—, muy justo. Como no se den prisa perderán el tren... Su esposa exclamó, irritada:

—Oh, no empieces, George. ¡Al fin y al cabo, es su tren, no el nuestro! Él le dirigió una mirada de reproche.

El Rolls se puso en marcha.

Reggie detuvo el Morris de los Carrington delante de la puerta principal. 

—Todo listo, papá —dijo.

Los criados empezaron a cargar en el coche el equipaje de los Carrington, y Reggie estuvo supervisando la operación. Poirot observaba desde la entrada.

De pronto sintió que le cogían de un brazo y la voz de lady Julia le dijo en un susurro nervioso:

—Monsieur Poirot... Tengo que hablar con usted... en se­guida.

Y arrastrándole hasta una pequeña salita, cerró la puerta y se aproximó a él.

—¿Es cierto lo que usted dijo... que el descubrimiento de los papeles es lo que importaba a lord Mayfield? Poirot la miró extrañado. 

—Es cierto, madame.

—Si esos papeles fueran devueltos a usted, ¿se los entregaría a lord Mayfield sin hacer preguntas? —No estoy seguro de haberla entendido bien. 

—¡Debe hacerlo! ¡Estoy segura de que me entiende! Le pre­gunto si el ladrón permanecerá en el anonimato si le devuelven los papeles. 

—¿Y cuándo sería eso, madame? 

—Antes de doce horas. 

—¿Puede prometerlo? 

—Sí.

Y como él no respondiera, repitió con prisa: 

—¿Me garantiza que no habrá escándalo? 

Poirot repuso entonces con gravedad: 

—Sí, madame. Se lo garantizo. 

—Entonces todo puede arreglarse. 

Y salió bruscamente de la habitación. Momentos después, el detective oyó arrancar el coche.

Cruzó el recibidor y fue al despacho. Allí estaba lord Mayfield, que alzó los ojos al entrar Poirot. 

—¿Y bien? —dijo. 

Poirot extendió las manos. 

—El caso está terminado, lord Mayfield. 

––¿Qué?

Poirot le repitió palabra por palabra la escena que acababa de haber entre él y lady Julia. Lord Mayfield le contempló estupefacto. 

—Pero ¿qué significa esto? No lo comprendo. 

—Está bien claro, ¿verdad? Lady Julia sabe quién robó los planos.

—¿No querrá decir que los cogió ella misma? 

—Desde luego que no. Lady Julia puede que sea jugadora, pero no es una ladrona. Pero si se ofrece a devolverlo será por­que debieron cogerlos su esposo o su hijo. Ahora bien, George Carrington estaba en la terraza con usted. De modo que sólo queda el hijo. Creo poder reconstruir con bastante exactitud lo ocurrido la noche pasada. Lady Julia fue anoche a la habitación de su hijo y la halló vacía. Bajó a buscarle, pero no pudo encon­trarle. Esta mañana se entera del robo y también de que su hijo ha declarado que fue directamente a su habitación y ya no volvió a salir. Ella sabe que eso no es cierto, y otras muchas cosas de su hijo: que es débil y está necesitado de dinero. Ha observado la admiración que siente por mistress Vanderlyn y cree verlo todo claro. Mistress Vanderlyn ha convencido a Reggie para que robe los planos, y ella resuelve representar también su papel. Hablará con Reggie, para arrebatarle los papeles y devolverlos. 

—Pero todo eso es imposible —exclamó lord Mayfield. 

—Sí, lo es, pero lady Julia lo ignora. Ella no sabe que yo, Hércules Poirot, sé que el joven Reggie Carrington no robó los planos anoche, sino que estaba galanteando a la doncella fran­cesa de mistress Vanderlyn. 

—¡Todo esto es agua de borrajas! 

—Exacto.

—¡Y el asunto no está terminado ni mucho menos! 

—Sí, lo está. Yo, Hércules Poirot, sé la verdad. ¿No me cree? Ayer tampoco me creyó cuando le dije que sabía dónde estaban los planos. Pero lo sé. Estaban muy cerca de nosotros. 

—¿Dónde? 

—Estaban en su bolsillo, milord. 

Hizo una pausa y al final dijo lord Mayfield: 

—¿Sabe lo que está diciendo, monsieur Poirot? 

—Sí. Sé que estoy hablando con un hombre inteligente. En primer lugar me extrañó que usted, que confesaba ser corto de vista, insistiera tanto en decir que había visto a una persona salir por la puertaventana. Usted deseaba que aquella solución tan conveniente... fuese aceptada. ¿Por qué? Más tarde fui elimi­nando a todos los demás, uno por uno. Mistress Vanderlyn es­taba arriba, sir George en la terraza con usted, Reggie Carring­ton con la doncella en la escalera, y mistress Macatta en su dormitorio. (Está junto a la habitación del ama de llaves, ¡y mis­tress Macatta roncaba!) Es cierto que lady Julia estaba en el sa­lón; pero creía firmemente en la culpabilidad de su hijo. De modo que sólo quedaban dos posibilidades: o bien Carlile no puso los papeles en el escritorio, sino en su propio bolsillo (lo cual no es razonable, puesto que, como usted indicó, pudo haber sacado copia de ellos), o bien... los planos estaban encima de su mesa cuando usted se acercó a ella, y el único lugar en donde podían estar era en su bolsillo. En ese caso todo quedaba acla­rado: su insistencia en asegurar haber visto a alguien, en defen­der la inocencia de Carlile y su aversión a que me llamaran.

»Una cosa me interesaba... el móvil. Estaba convencido de que usted era un hombre honrado... íntegro. Lo cual se demos­traba en su esfuerzo para que no recayeran las sospechas sobre ninguna persona inocente. También es evidente que el robo de los planos podía afectar su carrera desfavorablemente. Enton­ces, ¿por qué este robo absurdo? La crisis de su carrera, años atrás, las seguridades dadas al mundo por el primer ministro de que usted no estaba en negociaciones con la potencia en cues­tión... Supongamos que no fuese estrictamente cierto, que hu­biera quedado algo... tal vez una carta... que demostrase que sí había hecho lo que negara públicamente. Semejante negativa fue necesaria en interés de la política. Pero es dudoso que el hombre de la calle lo comprendiera así. Podría significar que en el momento en que pusieran en sus manos el poder supremo, algún estúpido eco del pasado lo destruyera todo.

»Sospecho que esa carta ha sido puesta en manos de cierto gobierno, y que este gobierno se ha ofrecido para negociar con usted... La carta a cambio de los planos de la nueva bomba. Al­gunos hombres se hubieran negado. ¡Usted... no! Se avino a ello. Mistress Vanderlyn era el agente encargado del asunto. Vino aquí, de acuerdo con usted, para efectuar el cambio. Se descu­brió usted al decir que no tenía ningún plan definido para atra­parla. Esa confesión convirtió en una débil excusa sus motivos para haberla invitado.

»Usted preparó el robo. Simuló ver un ladrón en la terraza... para dejar a Carlile fuera de sospecha. Aún sin que hubiera sa­lido de la habitación, el escritorio está tan cerca de la puerta­ventana que el ladrón pudo coger los planos mientras Carlile es­taba trasteando en la caja fuerte, de espaldas a la puertaventana. Usted fue hasta el escritorio, cogió los planos y los escondió en su bolsillo hasta el momento en que, según el plan dispuesto de antemano, los deslizó en el neceser de mistress Vanderlyn. A cambio, ella le entregó la carta falsa disfrazada de misiva que había de echar al correo. Poirot hizo una mueca. Lord Mayfield confesó:

—Su conocimiento es muy completo, monsieur Poirot; debe considerarme un verdadero truhán. Poirot hizo un gesto rápido.

—No, no, lord Mayfield. Como ya le dije, creo que es usted un hombre muy inteligente. Lo comprendí anoche de pronto mientras hablábamos. Es usted un ingeniero de primera fila. Creo que en las especificaciones de esa bomba pudieron hacerse algunas alteraciones tan hábiles que será muy difícil descubrir por qué no tiene el éxito que debiera. Cierta potencia extranjera descubrirá que el modelo es un fracaso... cosa que estoy seguro de que habrá de decepcionarles. De nuevo se hizo un silencio... roto al fin por lord Mayfield. 

—Es usted demasiado listo, monsieur Poirot. Sólo le pido que crea una cosa. Tengo fe en mí mismo. Creo ser el hom­bre que Inglaterra necesita para guiarle a través de la crisis que preveo. De no creer honradamente que mi país me necesita para dirigir la nave del gobierno, no hubiera hecho lo que hice... que­dar bien con las dos partes... y salvarme del desastre por medio de un juego hábil.

—¡Cielos! —repuso Poirot—. ¡Si no supiera cómo quedar bien con las dos partes, no podría usted ser político!


El Espejo Del Muerto
Capítulo Primero

El piso era moderno, así como el mobiliario. Las butacas eran cuadradas, y las sillas angulares. Un moderno es­critorio estaba colocado delante de la ventana, y tras él se sentaba un hombre de cierta edad y pequeña estatura. Su ca­beza era la única cosa en aquella estancia que no era cuadrada, sino ovalada. Monsieur Hércules Poirot estaba leyendo una carta:

Estación: Whimperley. 

Telegramas:

Hamborough St. John. 

Hamborough Clóse. 

Hamborough St. Mary. 

Westhire. 

24 de septiembre de 1936.

Monsieur Hércules Poirot:

Muy señor mío: Ha surgido un asunto que debe tratarse con gran delicadeza y discreción. Tengo muy buenas referencias su­yas, y he decidido confiárselo a usted. Tengo motivos para creer que soy víctima de un fraude, pero por razones de familia no de­seo avisar a la policía. Estoy tomando ciertas medidas por mi cuenta, pero debe estar dispuesto a venir inmediatamente en cuanto reciba mi telegrama. Le quedaré muy agradecido si no contesta esta carta. 

Suyo afectísimo,

Gervase Chevenix-Gore.

Las cejas de Hércules Poirot se fueron alzando en su frente hasta que al fin casi desaparecieron entre sus cabellos.

—¿Y quién es este Gervase Chevenix-Gore? —se preguntó a sí mismo.

Y dirigiéndose a una librería, sacó un libro grande y grueso donde encontró fácilmente lo que deseaba.

«Chevenix-Gore, sir Gervase Francis Javier X baronet. Re­cibió el bautismo cristiano. Antiguamente capitán de lanceros, nació el 18 de mayo de 1878; hijo de sir Chevenix-Gore IX, y lady Claudia Bretherton, segunda hija del octavo conde de Wallingford. Sucedió a su padre en 1911; casó en 1912 con Vanda Elízabeth, hija del coronel Frederick Arbuthnot. Educado en Eton. Sirvió en la guerra europea de 1914-18. 

Aficiones: viajes, caza mayor. 

Dirección: Hamborough. St. Mary, Westshire, y Lowndes Square, 218. S. W. 1. 

Clubs: Calvary. Travellers.»

Poirot movió la cabeza con aire insatisfecho, y durante unos minutos permaneció absorto en sus pensamientos. Luego fue hasta el escritorio, abrió un cajón y extrajo un montoncito de tarjetas de invitación. Su rostro se iluminó.

—A la bonne heure! ¡Exactamente lo que necesito! Tiene que estar aquí.



La duquesa saludó a monsieur Hércules Poirot en tono agre­sivo.

––¡De modo que al fin ha podido arreglarlo para venir, mon­sieur Poirot! Vaya, eso es magnífico.

—El placer es mío, madame —murmuró Poirot, inclinán­dose.

Y escapando de varios personajes importantes... un famoso diplomático, una actriz igualmente célebre y un conocido par, buen deportista..., encontró al fin a la persona que había ido a buscar: el infalible convidado de piedra, mister Satterthwaite.

—La querida duquesa... siempre disfruto en sus reuniones... Tiene tanta personalidad, no sé si me comprende. La vi muy a menudo en Córcega años atrás...

La conversación de mister Satterthwaite estaba siempre sal­picada de comentarios acerca de sus amistades con título nobi­liario. Es posible que algunas veces hubiera disfrutado de la compañía de los señores Jones, Brown o Robinson, pero nunca lo mencionaba. Y, no obstante, el describirle como un mero advenedizo hubiera sido una injusticia. Era un hábil observador de la naturaleza humana, y si es cierto que los mirones conocen la mayor parte del juego, mister Satterthwaite sabía muchísimo.

—¿Sabe usted, mi querido amigo, que hace siglos que no le veía? Siempre he considerado un privilegio el haberle contem­plado trabajando a brazo partido en el caso del Nido de la Cor­neja. Desde entonces tengo la impresión de que lo sé todo, por así decir. A propósito, la semana pasada vi a lady Mary. ¡Una criatura encantadora!

Después de comentar ligeramente un par de escándalos de la actualidad... las indiscreciones de la hija de un conde y la la­mentable conducta de un vizconde... Poirot logró introducir el nombre de Gervase Chevenix-Gore. Mister Satterthwaite respondió en el acto: 

—¡Ah, ahí tiene usted todo un personaje! El último baronet, así es como le llaman. 

—Pardon, no le acabo de comprender. Mister Satterthwaite soportó con indulgencia la falta de com­prensión de un extranjero.

—Es una broma... un apodo. Naturalmente que no es el úl­timo baronet de Inglaterra... pero representa el fin de una época. El Osado y Malvado baronet... el loco y picaresco baronet tan popular en las novelas del siglo pasado... esa clase de individuo que hace apuestas imposibles y las gana.

Continuó exponiendo su punto de vista con más detalle. En su juventud, Gervase Chevenix-Gore había dado la vuelta al mundo en un velero. Tomó parte en una expedición al Polo Norte. Desafió en duelo a un par de alto linaje. Por una apuesta subió la escalera de una casa ducal montado en su yegua favo­rita. En una ocasión saltó al escenario y raptó a una conocida actriz.

Las anécdotas acerca de su persona eran innumerables. —Es una antigua familia —continuó mister Satterthwaite—. Sir Guy de Chevenix tomó parte en la primera cruzada. Ahora parece que va a extinguirse el apellido. El viejo Gervase es el último Chevenix-Gore. 

—¿La hacienda... está arruinada?

—Nada de eso. Gervase es fabulosamente rico. Posee valio­sas casas... minas de carbón... y además cuando era joven colocó capital en una mina del Perú o algún otro lugar de América del Sur que le ha proporcionado una fortuna. Es un hombre sor­prendente. Siempre que ha emprendido algo se ha visto favo­recido por la suerte.

—Ahora supongo que debe ser muy anciano. 

—Sí, pobre Gervase —míster Satterthwaite suspiró mo­viendo la cabeza con pesar—. La mayoría de las personas lo hu­bieran descrito como un loco de atar. Y es cierto, en parte. Está loco... no en el sentido de ser anormal. Siempre ha sido un hom­bre de carácter muy original.

—¿Y esa originalidad se ha ido convirtiendo en excentrici­dad al correr de los años? —inquirió Poirot.

—Cierto. Eso es precisamente lo que le ha ocurrido al pobre Gervase.

—¿Tal vez tiene una idea equivocada de su propia impor­tancia?

—En absoluto. Yo imagino que en la mente de Gervase el mundo ha estado siempre dividido en dos partes... están los Che­venix-Gore, y... ¡los demás! 

—¡Un exagerado sentimiento de familia! 

—Sí. Los Chevenix-Gore fueron siempre arrogantes como el diablo. Gervase, el último de ellos, aún lo ha exagerado más. Es... bueno, en realidad, oyéndole hablar, cualquiera creería que es.,, todopoderoso. 

Poirot meneaba pensativo la cabeza.

—Sí, lo había imaginado. He recibido una carta suya... bas­tante extraña... No pidiendo..., ¡ordenando!

—Una real orden —replicó míster Satterthwaite riendo entre dientes.

—Exacto. Al parecer, no se le ocurrió pensar a ese sir Ger­vase que yo. Hércules Poirot, soy un hombre de importancia... un hombre que tiene infinitas ocupaciones. Y que era extrema­damente difícil que yo pudiera dejarlo todo de lado y correr como un perro obediente... como un simple don nadie... con­tento de recibir una gratificación.

Míster Satterthwaite se mordió el labio para contener una sonrisa, pensando que en cuanto a egoísmo se refiere, no había gran diferencia entre Hércules Poirot y Gervase Chevenix-Gore, y murmuró:

—Acaso fuera una errónea interpretación suya. 

—No lo era. —Poirot alzó las manos con ademán expresivo—. Tenía que ponerme a su disposición en caso de que lle­gara a necesitarme. Enfin, je vous demande!

Volvió a alzar las manos elocuentemente, que era su modo de expresar el más alto ultraje, sin hacer uso de la palabra. 

—Supongo que usted rehusaría —dijo míster Satterthwaite. 

—Aún no he tenido oportunidad —replicó Poirot lenta­mente.

—Pero ¿piensa decir que no?

Una expresión distinta apareció en el rostro del hombrecillo. Arrugó la frente al decir, un tanto perplejo:

—¿Cómo se lo explicaría yo? Sí... mi primer impulso fue ne­garme. Pero no sé... Algunas veces se tiene cierto presenti­miento. Creí percibir un ligero olor a chamusquina...

Míster Satterthwaite recibió esta última declaración sin el menor signo de regocijo. 

—¡Oh! —dijo—. Eso es interesante... —Me parece que un hombre como el que usted ha descrito tiene que ser muy vulnerable —continuó Poirot.

—¿Vulnerable? —preguntó Satterthwaite, sorprendido. 

Era una palabra que no se le hubiera ocurrido asociarla con Gervase Chevenix-Gore. Mas era un hombre de fácil percepción y un rá­pido observador.

—Creo... —dijo— que comprendo perfectamente lo que quiere decir.

—Un hombre así está encerrado como en una armadura..., ¡y qué armadura! La armadura de los cruzados no era nada com­parada con ésta... una armadura de arrogancia, orgullo y au­toestima. Esta armadura es en ciertos aspectos una protección, y las flechas de la vida cotidiana no hacen mella en ella. Pero existe un peligro: algunas veces un hombre metido en su arma­dura ni siquiera sabe que está siendo atacado. Es lento en ver, tardo en oír... e incluso en sentir. Hizo una pausa, agregando en otro tono: 

—¿Y cómo está compuesta la familia de sir Gervase? 

—Tiene a su esposa Vanda. Era una Arbuthnot... una joven muy bonita, y aún sigue siendo una mujer atractiva, aunque te­rriblemente incierta. Está muy enamorada de Gervase, y creo que siente cierta inclinación por las ciencias ocultas. Lleva amu­letos y escarabajos y dice que es la reencarnación de una reina egipcia... Luego está Ruth... su hija adoptiva. No tiene hijos propios. Es una muchacha muy atractiva, según el estilo moderno. Ésa es toda su familia. Aparte, claro está, de Hugo Trent. Es sobrino de Gervase. Pamela Chevenix-Gore se casó con Reggie Trent y Hugo fue su único hijo. Es huérfano. Desde luego, no puede heredar el título, pero supongo que al fin a él irá a parar la mayor parte del dinero de Gervase. Es bien parecido. Poirot asintió visiblemente pensativo antes de preguntar: 

—¿Representa una gran pena para sir Gervase no tener un hijo que herede su nombre? 

—Imagino que debe sentirlo mucho.

—El apellido familiar, ¿es para él una pasión? 

—Sí.

Míster Satterthwaite guardó silencio durante un par de mi­nutos. Estaba perplejo, y al fin se aventuró a preguntar:

—¿Ve usted una razón definitiva para ir a Hamborough Clóse?

Poirot movió la cabeza lentamente.

—No —dijo—. Que yo vea, no existe razón alguna. Pero de todas maneras creo que iré.


Capitulo 2



Hércules Poirot, sentado en un compartimiento de pri­mera clase, atravesaba a velocidad tremenda la cam­piña inglesa.

Con actitud meditativa, sacó de su bolsillo un telegrama cui­dadosamente doblado, para leerlo.

Tome el tren de las cuatro treinta de St. Paneras, advierta al jefe de tren para que lo detenga en Whimperley.

Chevenix-Gore.

Volvió a doblarlo y lo guardó en su bolsillo. El jefe de tren se había mostrado muy amable. «¿De modo que el caballero iba a Hamborough Clóse?» «Oh, sí, los invita­dos de sir Gervase Chevenix-Gore siempre habían hecho dete­ner el expreso en Whimperley.» «Creo que es una especie de prerrogativa especial, señor.»

A partir de entonces, el jefe de tren fue a verle un par de veces a su compartimiento... la primera para asegurarle que ha­bía hecho todo lo posible para que viajara solo, y la segunda para anunciarle que el expreso llevaba diez minutos de retraso.

El tren debía llegar a las siete cincuenta, pero era exacta­mente dos minutos después de las ocho cuando Hércules Poirot pisaba el andén de la pequeña estación y ponía en la palma del atento jefe de tren la esperada media corona.

Silbó la locomotora y el expreso del norte volvió a ponerse en movimiento. Un chofer, de uniforme verde oscuro se acercó a Poirot.

—¿Monsieur Poirot? ¿Va usted a Hamborough Clóse? Y, recogiendo la maleta del detective, le condujo hacia donde les aguardaba un enorme Rolls. El chofer abrió la portezuela para que subiera Poirot y luego colocó sobre sus rodillas una gruesa manta de pieles.

A los diez minutos de atravesar campos y estrechos senderos, el coche dio la vuelta para enfilar una formidable entrada de hie­rro forjado con dos gigantescos grifos de piedra a los lados.

Cruzaron el parque y llegaron ante la casa. La puerta estaba abierta y un mayordomo de impecable aspecto le esperaba sobre el tramo de escalones. 

—¿Monsieur Poirot? Por aquí, señor. Le precedió a través del recibidor y fue a abrir una puerta que estaba a la derecha. 

—Monsieur Hércules Poirot —anunció. En la habitación se encontraban varias personas vestidas de etiqueta, y Poirot, con sus ojos perspicaces, pudo darse cuenta de que no era esperado. Todas las miradas se fijaron en él con franca sorpresa.

Una mujer alta, de cabellos oscuros con hebras de plata, se adelantó hacia él con aire indeciso. Poirot se inclinó para besarle la mano.

—Le presento mis excusas, madame —le dijo—. Temo que mi tren ha llegado con retraso.

—En absoluto —replicó lady Chevenix-Gore en tono vago y sin dejar de mirarle extrañada—. En absoluto, señor... es... no he oído bien. 

—Hércules Poirot.

Pronunció el nombre clara y distintamente. Alguien que estaba tras él contuvo la respiración. 

—¿Sabia usted que iba a venir, madame? —murmuró en tono cortés.

—¡Oh... oh, si!—Sus ademanes eran poco convincentes—. Creo que... supongo que si, pero soy tan distraída, monsieur Poi­rot. Me olvido de todo —dijo en tono que reflejaba cierta satis­facción—. Me dicen las cosas. Parece que las he oído... pero en cuanto llegan a mi cerebro se desvanecen... ¡Como si nunca me las hubieran dicho!

Y como si representara una comedia muy bien ensayada, miró a su alrededor, murmurando vagamente: 

—Supongo que ya conoce a todo el mundo. Aunque éste no era el caso, era fácil de comprender que se trataba de una fórmula con la cual lady Chevenix-Gore se liberaba de la molestia de las presentaciones y de tener que re­cordar los nombres de las personas.

Haciendo un supremo esfuerzo para afrontar las dificultades de aquel caso especial, agregó: 

—Mi hija... Ruth.

La joven que estaba ante él era también alta y morena, pero pertenecía a un tipo muy distinto. En vez de las facciones im­precisas de lady Chevenix-Gore, poseía una nariz bien mode­lada, ligeramente aguileña, y una mandíbula de perfil noble y bien definido. Sus cabellos, negros, brillantes, y apenas iba ma­quillada. Hércules Poirot pensó que era una de las muchachas más bonitas que había visto en su vida.

También reconoció que además de bonita era inteligente, y supo adivinar en ella ciertas cualidades de orgullo y tempera­mento. Al hablar lo hacía despacio y arrastrando las palabras, cosa que le pareció deliberada.

—¡Qué emocionante! —dijo—. ¡Tener entre nosotros a monsieur Hércules Poirot! Supongo que mi padre nos ha pre­parado una sorpresa.

—¿De modo que ignoraba que yo iba a venir, mademoiselle? 

—No tenía la menor idea. Y puesto que está aquí, esperaré para ir a buscar mi libro de autógrafos hasta después de cenar.

Las notas de un batintín sonaron en el vestíbulo, y acto se­guido el mayordomo, abriendo la puerta, anunció: 

—La cena está servida.

Y entonces, casi antes de pronunciarse la última palabra, «servida», ocurrió algo muy curioso. Aquella figura impecable se convirtió por un breve instante en un ser humano altamente asombrado...

La metamorfosis fue tan rápida, y el mayordomo recobró tan pronto su máscara de criado, que nadie hubiera notado el cam­bio de no haberle estado mirando en aquel preciso momento. Poirot, sin embargo, sí le miraba por casualidad y quedó muy extrañado.

El mayordomo vacilaba en la puerta. A pesar de que su ros­tro volvía a estar correctamente inexpresivo, en su figura se ad­vertía cierta tensión. Lady Chevenix-Gore dijo, insegura:

—¡Oh, Dios mío! Esto es extraordinario. La verdad yo... una no sabe qué hacer.

Ruth explicó a Poirot:

—Esta consternación singular, monsieur Poirot, ha sido oca­sionada por el hecho de que mi padre, por primera vez en lo menos veinte años, se retrasa para la cena.

—Es extraordinario... —plañía lady Chevenix-Gore—. Gervase nunca...

Un hombre de edad se acercó a ella riendo. 

—¡El bueno de Gervase! ¡Al fin llega tarde! Palabra que he­mos de regañarle. No habrá querido ponerse cuello duro, ¿no le parece? ¿O es que Gervase está inmunizado y carece de nuestras debilidades humanas?

Lady Chevenix-Gore dijo en voz baja y extrañada: 

—Pero Gervase nunca llega tarde.

Casi resultaba cómica la consternación causada por este sim­ple contratiempo. Y no obstante, a Hércules Poirot no se lo pa­recía... Tras la consternación, él supo percibir la inquietud, y aun tal vez aprensión. A él también le resultaba extraño que Gervase Chevenix-Gore no apareciese a saludar al invitado a quien mandó venir de modo tan acuciante.

Entretanto, nadie sabia qué hacer. Nadie supo cómo resolver aquella situación sin precedentes.

Al fin lady Chevenix-Gore tomó la iniciativa, si es que así puede decirse, ya que sus maneras eran extremadamente vagas. 

—Snell —dijo—, ¿está el señor...?

No terminó la frase, limitándose a mirar al mayordomo en espera de una respuesta.

Snell, que evidentemente estaba acostumbrado al modo de interrogar de su señora, replicó prontamente a la incompleta pregunta.

—Sir Gervase bajó a las ocho menos cinco, milady, y fue di­rectamente a su despacho.

—¡Oh! ¡Ya...! —Permaneció con la boca abierta y la mirada perdida—. ¿No cree... quiero decir... habrá oído el batintín?

—Creo que sí, milady, ya que fue tocado precisamente de­lante de la puerta del despacho. Claro que no sabía si sir Gervase estaba aún en el despacho; de otro modo le hubiera anunciado que la cena estaba servida. ¿Quiere que lo haga ahora, milady?

Lady Chevenix-Gore aceptó la proposición con alivio ma­nifiesto. 

—¡Oh! Gracias, Snell. Sí, haga el favor. Sí, desde luego.

Y agregó, mientras el mayordomo abandonaba la estancia: 

—Snell es un tesoro. Puedo confiar plenamente en él. La ver­dad es que no sé lo que haría sin Snell.

Alguien musitó una frase de asentimiento, los demás guar­daron silencio. 

Hércules Poirot, observando con redoblada aten­ción aquella habitación llena de personas, compren-dió que todos eran presa de una gran tensión nerviosa. Sus ojos los fueron re­corriendo uno por uno. Dos caballeros de edad, el de aspecto militar que acababa de hablar y el otro delgado, el de cabellos grises, que tenía los labios fruncidos. Dos hombres jóvenes... de tipo muy distinto. Uno con bigote y aire de modesta arrogancia, que supuso sería sobrino de sir Gervase. Al otro, de cabellos li­sos peinados hacia atrás, y con evidente atractivo, lo clasificó como perteneciente a una clase social inferior. Había una mujer menuda, de mediana edad, que usaba lentes de pinza y una joven de cabellos color de fuego.

Snell apareció de nuevo en la puerta. Su compostura era per­fecta, pero también ahora bajo el perfecto mayordomo aparecía el ser humano inquieto.

—Perdone, milady; la puerta del despacho está cerrada. 

—¿Cerrada?

Fue una voz de hombre joven... alerta... con un ligero timbre de excitación la que pronunció aquella palabra, y pertenecía al muchacho de cabellos lisos peinados hacia atrás. Apresurada­mente agregó: —¿Quiere que vaya a ver?

Pero fue Poirot quien se hizo cargo de la situación con tal naturalidad que nadie consideró extraño que una persona des­conocida que acababa de llegar tomara el mando de pronto. 

—Vamos —dijo—. Iremos al despacho. Y añadió, dirigiéndose a Snell: —Haga el favor de indicarme el camino. 

Snell obedeció. Poirot le siguió de cerca, y todos los demás fueron en grupo tras él como un rebaño de corderos.

El mayordomo atravesó el amplio recibidor, pasó bajo el gran arco de la escalera, ante un enorme reloj y un pequeño re­codo donde había un batintín, y enfiló un estrecho pasillo que terminaba ante una puerta.

Una vez allí, Poirot se adelantó a Snell para tratar de abrir aquella puerta. Hizo girar el pomo inútilmente, y llamó con los nudillos. Repitió la llamada con más fuerza. Al fin, desistiendo, se puso de rodillas y aplicó el ojo al de la cerradura.

Muy despacio volvió a ponerse en pie y miró a su alrededor con rostro grave.

—¡Caballeros! —les dijo—. ¡Esta puerta tiene que ser echada abajo inmediatamente!

Bajo su dirección, los dos jóvenes, que eran altos y de cons­titución robusta, arremetieron contra la puerta. No fue cosa fácil. Las puertas de Hamborough Clóse estaban sólidamente cons­truidas.

No obstante, al fin saltó la cerradura y la puerta se abrió hacia dentro con un crujido.

Y entonces, por espacio de un minuto, todos permanecieron inmóviles contemplando la escena. Las luces estaban encendi­das. Junto a la pared izquierda había un escritorio de caoba ma­ciza, y sentado, no tras de la mesa, sino al lado, de modo que les daba la espalda, se hallaba un hombre derrumbado en una bu­taca. Su cabeza y la parte superior de su cuerpo estaban incli­nadas sobre el lado derecho de la butaca, y su brazo derecho pendía a lo largo de su cuerpo, y bajo la mano, sobre la alfombra, se veía una pistola pequeña y reluciente...

No era necesario hacer preguntas. El cuadro hablaba por si mismo. Sir Gervase Chevenix-Gore se había suicidado de un ba­lazo.


Capítulo 3



Durante unos instantes el grupo de la puerta permane­ció contemplando la escena sin hacer el menor movi­miento. Al fin Poirot se adelantó. En aquel mismo momento, Hugo Trent dijo en tono cris­pado:

—¡Dios santo, el viejo se ha pegado un tiro! Se oyó un largo gemido y lady Chevenix-Gore exclamó: 

—¡Oh, Gervase..., Gervase! 

Poirot dijo por encima de su hombro: 

—Llévense a lady Chevenix-Gore. Ella no tiene nada que hacer aquí.

El anciano de aspecto militar intervino: 

—Vamos, Vanda. Vamos, querida. Tú no puedes hacer nada. Todo ha terminado. Ruth, ven y cuida de tu madre.

Pero Ruth Chevenix-Gore había penetrado en la habitación y permaneció junto a Poirot mientras éste se inclinaba sobre la figura caída en la butaca... la figura hercúlea de un hombre con barba de vikingo. Y preguntó con voz tensa, apagada: 

—¿Está seguro de que ha... muerto? 

Poirot alzó los ojos.

El rostro de la muchacha reflejaba una emoción contenida y disimulada... que no acababa de comprender. No era pesar... sino más bien una mezcla de temor y excitación. La mujer de los lentes de pinza murmuró: 

—Su madre, querida... ¿no cree...?

Con voz alta e histérica la muchacha de los cabellos rojos exclamó:

—¡Entonces no fue un automóvil ni el tapón de una botella de champaña! Lo que oímos fue un disparo... Poirot, dando media vuelta, se encaró con todos.

—Hay que avisar a la policía. 

Ruth Chevenix-Gore gritó violentamente: 

—¡No!

El caballero de edad con cara de hombre de leyes, dijo: 

—Me temo que sea inevitable. ¿Quieres hacerlo tú, Burrows? Hugo... 

Poirot intervino.

—¿Es usted Hugo Trent? —preguntó dirigiéndose al joven alto y con bigote—. Creo que lo mejor será que salgan todos de esta habitación, excepto usted.

De nuevo nadie discutió su autoridad. El abogado abrió la marcha seguido de todos, y Poirot y Hugo Trent quedaron solos. 

Hugo preguntó, mirando fijamente a Poirot: 

—Oiga..., ¿quién es usted? Quiero decir que no tengo la me­nor idea. ¿Qué es lo que está haciendo aquí? 

Poirot extrajo la cartera de su bolsillo y le tendió una tarjeta. 

—Detective particular, ¿verdad? —dijo Trent después de leerla—. Desde luego, he oído hablar de usted... pero sigo sin comprender lo que hace aquí.

—¿No sabía usted que su tío...? Porque era su tío, ¿verdad? Los ojos de Hugo se posaron un instante en el cadáver. 

—¿El viejo? Sí, era mi tío.

—¿No sabía usted que me había enviado a buscar? 

Hugo, moviendo la cabeza, repuso despacio: 

—No tenía la menor idea.

En su voz vibró una emoción difícil de clasificar. Su rostro parecía de madera y un tanto estúpido... la clase de expresión que suele ser una máscara útil en momentos de tensión, pensó el detective.

—Estamos en Westshire, ¿verdad? —dijo Poirot sin alte­rarse—. Conozco mucho al inspector jefe Riddie.

—Riddie vive a menos de un kilómetro de distancia —repuso Hugo—. Es probable que venga personalmente. 

—Eso sería conveniente.

Poirot comenzó a pasear por la habitación, y apartando la cortina examinó los ventanales, que trató de abrir. Estaban ce­rrados.

En la pared, detrás del escritorio, había un espejo redondo con la luna quebrada. Poirot se inclinó para recoger del suelo un pequeño objeto.

—¿Qué es eso? —preguntó Hugo Trent. 

—La bala.

—¿Le atravesó la cabeza y fue a dar en el espejo? 

—Eso parece.

Poirot volvió a dejar la bala donde la había encontrado y se aproximó al escritorio, sobre el que se veían diversos papeles cui­dadosamente ordenados. Encima de la carpeta había una hoja de papel con las palabras «LO LAMENTO», trazadas con letra grande y temblorosa. Hugo dijo:

—Debió escribir eso antes de... hacerlo... 

Poirot asintió pensativo.

Volvió a mirar el espejo roto y luego al muerto. Frunció li­geramente el ceño, como si le causara cierta extrañeza. Fue hasta la puerta, que colgaba semi-arrancada de sus goznes. No había llave en la cerradura... cosa que ya sabía, puesto que de otro modo no hubiera podido mirar a través del ojo... ni se la veía por el suelo. Poirot, inclinándose sobre el cadáver, lo fue palpando. 

—Sí —dijo—. La llave está en su bolsillo. Hugo, sacando su pitillera, prendió fuego a un cigarrillo y dijo con voz ronca:

—Parece estar todo bien claro. Mi tío se encerró aquí, ga­rabateó ese mensaje en ese pedazo de papel y luego se disparó un tiro.

Poirot asintió con actitud meditativa mientras Hugo conti­nuaba:

—Pero no comprendo por qué le llamó a usted. 

—Eso es bastante más difícil de explicar. Mientras espera­mos que la policía venga a hacerse cargo, tal vez quisiera usted decirme, míster Trent, quiénes eran exactamente todas las per­sonas que vi esta noche cuando llegué.

—¿Quiénes son? —Hugo habló como distraído—. Oh, sí, desde luego. Lo siento. ¿Nos sentamos? —le indicó un sofá si­tuado al otro extremo del lugar donde se encontraba el cadáver, y continuó diciendo de un tirón—: Bueno, en primer lugar está Vanda..., ya sabe, mi tía, y Ruth, mi prima. Pero ya las conoce. Luego, la otra joven, Susan Cardwell. Está pasando unos días aquí. Y el coronel Bury. Es un viejo amigo de la familia. Míster Forbes, que también es una antigua amistad y además el abo­gado de la familia. Los dos estuvieron enamorados de Vanda cuando era joven, y siguen viniendo por aquí dedicándole su de­voción más fiel. Es ridículo, pero bastante conmovedor. Luego está Godfrey Burrows, el secretario del viejo..., quiero decir de mi tío, miss Lingard, que está aquí para ayudarle a escribir la historia de los Chevenix-Gore. Se dedica a recopilar datos his­tóricos. Y creo que ya están todos. 

Poirot hizo un gesto de asentimiento antes de preguntar: 

—Tengo entendido que oyeron ustedes el disparo que mató a su tío.

—Sí, creímos que se trataba del tapón de una botella de champaña... por lo menos eso es lo que yo pensé. Susan y miss Lingard creyeron que sería alguna explosión de un automóvil..., la carretera está bastante cerca de aquí. 

—¿Cuándo fue eso?

—A eso de las ocho y diez. Snell acababa de tocar el primer batintín.

—¿Y dónde estaban cuando lo oyeron? 

—En el vestíbulo. Estábamos... riendo..., discutiendo acerca de dónde había sonado el ruido. Yo dije que en el comedor, Su­san que en el salón, miss Lingard que arriba, y Snell que en la carretera, sólo que había penetrado por las ventanas de arriba. Susan preguntó: «¿Alguna teoría más?». Y yo me reí y dije que siempre quedaba la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen. Ahora al recordarlo me parece bastante horrible. Su rostro se contrajo.

—¿Y no se le ocurrió a nadie que sir Gervase pudiera ha­berse suicidado? 

—No, desde luego que no.

—En resumen. ¿No tiene la menor idea de por qué lo hizo? 

—Oh, bueno, yo no diría eso... —replicó Hugo, despacio. 

—¿Tiene una idea?

—Sí..., bueno... es difícil de explicar. Naturalmente que no esperaba que se suicidase, pero de todas maneras no me ha sor­prendido demasiado. La verdad es que mi tío estaba loco de re­mate, monsieur Poirot. Todo el mundo lo sabía. 

—¿Y eso le parece suficiente explicación? 

—Bueno, las personas que se pegan un tiro suelen estar un poco chifladas.

—Una explicación de admirable simplicidad. 

Poirot se puso en pie y anduvo sin objeto por la habitación.

Estaba bien amueblada, en un estilo Victoriano algo pasado. Las librerías eran macizas, y las butacas de gran tamaño. Había tam­bién algunas sillas de auténtico estilo Chippendale y pocos ador­nos, algunos bronces sobre la repisa de la chimenea que atraje­ron la atención de Poirot, que al parecer los contempló admirado. Los fue cogiendo uno por uno y examinándolos de cerca antes de devolverlos a su sitio. Del que estaba en el lado izquierdo hizo saltar algo con una uña. 

—¿Qué es eso? —preguntó Hugo sin gran interés. 

—Nada importante. Un pedacito diminuto de espejo. 

—Es curioso cómo lo ha roto la bala. Un espejo roto trae mala suerte. Pobre Gervase... Supongo que su buena estrella du­raba ya demasiado. 

—¿Su tío era un hombre afortunado? 

Hugo lanzó una carcajada.

—¡Vaya, su suerte era proverbial! ¡Todo lo que tocaba se convertía en oro! ¡Si jugaba a un número hacía saltar la banca! ¡Si invertía dinero en una mina dudosa, encontraba en seguida una veta aurífera! Ha escapado del modo más milagroso de las situaciones más difíciles. Salvó su vida en más de una ocasión por puro milagro. A su modo era bastante buena persona, ¿sabe? Desde luego, «había ido a sitios y visto muchas cosas»... más que la mayoría de sus contemporáneos. Poirot murmuró en tono natural: 

—¿Quería usted a su tío, míster Trent? 

A Hugo pareció sobresaltarle la pregunta. 

—¡Oh!... Sí, desde luego —dijo—. Algunas veces se ponía algo difícil. Era necesario una gran paciencia para convivir con él. Afortunadamente, yo no le veía muy a menudo. 

—¿Y él, le quería a usted?

—¡Si acaso, lo disimulaba muy bien! A decir verdad, más bien lamentaba mi existencia, por así decir. 

—¿Cómo es eso, míster Trent?

—Pues verá; él no tenía hijos propios... y ello le pesaba en extremo. La familia era su locura. Creo que le amargaba el pen­sar que cuando muriera se extinguirían los Chevenix-Gore. Comprenda, su ascendencia alcanza hasta la conquista nor­manda, y el viejo era el último de todos ellos. Supongo que según su punto de vista debía ser una gran pena. 

—¿Usted no comparte ese sentimiento?

Hugo se encogió de hombros.

—Toda esta clase de cosas me parecen pasadas de moda. 

—¿Qué ocurrirá con la hacienda?

—No lo sé. Es posible que la herede yo. O tal vez se la deje a Ruth. Probablemente Vanda disfrutará de ella mientras viva. 

—¿Su tío no declaró sus intenciones? 

—Pues... él acariciaba cierto proyecto. 

—¿Y cuál era? 

—Que Ruth y yo nos casáramos. 

—Eso sin duda hubiera sido muy conveniente. 

—Convenientísimo. Pero Ruth... bueno, Ruth tiene una opi­nión muy personal de la vida. Es una mujer extremadamente atractiva y lo sabe. No tiene prisa por casarse y sentar la cabeza. Poirot se inclinó hacia delante. 

—Pero ¿usted estaba dispuesto, míster Trent? 

Hugo dijo con voz algo alterada:

—La verdad, no creo que hoy día tenga importancia con quién se casa uno. Es tan fácil divorciarse... Si la cosa no va bien, nada más sencillo que cortar por lo sano y volver a empezar.

Se abrió la puerta para dar paso a Forber y a un hombre alto de arrogante aspecto, que saludó a Trent.

—Hola, Hugo. Siento muchísimo lo ocurrido. Será muy duro para todos vosotros. 

Hércules Poirot se adelantó.

—¿Cómo está usted, mayor Riddie? ¿No me recuerda? 

—Sí, ya lo creo. 

—El inspector jefe le estrechó la mano—. ¿De modo que estaba usted aquí?

En su voz había una nota reflexiva mientras miraba a Hér­cules Poirot con curiosidad.


Capítulo 4



Y bien? —decía el mayor Riddie veinte minutos más tarde dirigiéndose al médico forense, un hombre del­gado de cabellos grises. Este último se encogió de hombros:

—Lleva muerto más de media hora... pero no más de una. Sé que usted no desea tecnicismos, así es que los suprimiré. El balazo le atravesó la cabeza, y la pistola estaba a pocos centí­metros de su sien derecha. La bala le atravesó el cerebro y volvió a salir al exterior.

—¿Es perfectamente compatible con el suicidio? 

—Oh, desde luego. Entonces se desplomó sobre la butaca, y la pistola se le cayó de la mano. 

—¿Tiene usted la bala? 

—Sí —el doctor se la alargó.

—Bien. La conservaremos para compararla con la pistola —dijo el mayor Riddie—. Celebro que sea un caso claro y no haya complicaciones. 

Hércules Poirot preguntó en tono amable: 

—¿Está seguro de que no hay complicaciones, doctor? 

El médico respondió lentamente:

—Bueno, supongo que usted tal vez encuentre extraña una cosa. Cuando disparó debió inclinarse ligeramente hacia la de­recha, de otro modo la bala hubiera dado en la pared debajo del espejo, en vez de hacerlo precisamente en medio.

—Una posición incómoda para suicidarse —dijo Hércules Poirot.

—¡Oh!, bueno... —el doctor se encogió de hombros— ¿quién piensa en la comodidad... cuando ha decidido acabar con todo?

—¿Podemos llevarnos ya el cadáver? —preguntó el mayor Riddie. 

—Sí. Ya he terminado... hasta que le practique la autopsia.

—¿Y usted, inspector? —preguntó el mayor Riddie a un hombre alto, de rostro impasible, vestido de paisano.

—También, señor. Tenemos todo lo que necesitábamos, ex­cepto las huellas del difunto que pueda haber en la pistola. 

—Entonces pueden llevárselo.

Los restos mortales de Gervase Chevenix-Gore fueron sa­cados de la estancia, y el inspector jefe y Poirot quedaron solos.

—Bien —dijo Riddie—, todo parece claro. La puerta ce­rrada, la ventana también, y la llave de la puerta en el bolsillo del difunto. 

Todo perfecto con excepción de una circunstancia. 

—¿Y cuál es, amigo mío? —quiso saber Poirot. 

—¡Usted! —exclamó Riddie—. ¿Qué está haciendo aquí? 

Como respuesta, Poirot le tendió la carta del muerto que ha­bía recibido una semana antes, y el telegrama que al fin le hizo acudir.

—¡Hum...! —replicó el inspector jefe—. Interesante. Ten­dremos que averiguar lo que hay en el fondo de todo esto. Yo diría que tiene relación directa con su suicidio. 

—Estoy de acuerdo con usted.

—Tendremos que averiguar respecto a quiénes estaban en la casa.

—Puedo decirle sus nombres. He estado interrogando a mister Trent. Y repitió la lista de nombres.

—Tal vez usted, mayor, sepa algo de estas personas. 

—Naturalmente que sí. Lady Chevenix-Gore está tan loca en su estilo como el viejo Gervase. Se querían los dos... y los dos estaban locos. Ella es la criatura más ambigua que ha existido nunca, pero de vez en cuando demuestra una gran agudeza in­sospechada dando en el clavo de la manera más sorprendente. La gente se ríe bastante de ella. Creo que lo sabe, pero no le importa; carece por completo del sentido del humor.

—Tengo entendido que miss Chevenix-Gore es sólo su hija adoptiva... 

—Sí.

—Es una jovencita muy hermosa.

—Es endiabladamente bonita. Ha causado estragos entre la mayoría de los jóvenes de la localidad. Les hace concebir espe­ranzas y luego da media vuelta y se ríe de ellos. Es una amazona admirable y tiene unas manos maravillosas.

—Eso, de momento, no nos interesa.

—No... no... quizá... no... Bien, en cuanto a los demás... co­nozco al viejo Bury, desde luego. Está aquí la mayor parte del tiempo. Es como el gato amaestrado de esta casa. Es una especie de vasallo de lady Chevenix-Gore. Le conocen de toda la vida. Creo que él y el viejo Gervase tenían intereses en cierta Com­pañía de la que Bury era el director. 

—Y de Oswaldo Forbes, ¿sabe usted algo? 

—Creo que le he visto sólo una vez. 

—¿Y de miss Lingard? 

—Nunca oí hablar de ella. 

—¿Y de miss Susan Cardwell?

—¿Una jovencita de cabellos rojos bastante bonita? La he visto con Ruth Chevenix-Gore durante estos últimos días. 

—¿Y mister Burrows?

—Sí, le conozco. Es el secretario de Chevenix-Gore. No me es muy simpático. Es bien parecido, y lo sabe. Pero no es nada del otro mundo.

—¿Y hace mucho que está con sir Gervase? 

—Un par de años. 

—¿Y no hay nadie más...? 

Poirot se interrumpió.

Un hombre alto y rubio, en traje de sport, entró corriendo. Le faltaba la respiración y parecía alarmado.

—Buenas noches, mayor Riddie. He oído decir que sir Ger­vase se ha pegado un tiro y he venido a todo correr. Snell dice que es cierto. ¡Es increíble! ¡No puedo creerlo!

—Pues es cierto, Lake. Permítame que le presente. Éste es el capitán Lake, el encargado de la hacienda de sir Gervase. Monsieur Hércules Poirot, de quien ya debe haber oído hablar.

El rostro de Lake se iluminó con expresión de asombro mez­clado con incredulidad.

—¿Monsieur Hércules Poirot? Encantado de conocerle. A menos... —se interrumpió al tiempo que desaparecía su encan­tadora sonrisa, dando paso a una expresión preocupada—. No habrá nada... sospechoso... en ese suicidio, ¿verdad, señor?

—¿Por qué había de haber nada «sospechoso» como usted dice? —preguntó el inspector jefe.

—Quiero decir... como monsieur Poirot está aquí. ¡Oh, y por­que todo esto me parece increíble!

—No, no —repuso Poirot rápidamente—. Yo no estoy aquí por la muerte de sir Gervase. Yo estaba en la casa... como in­vitado.

—Ya comprendo. Es curioso, no me dijo que iba usted a ve­nir cuando estuve pasando cuentas con él esta tarde. 

Poirot dijo tranquilamente:

—Ha empleado usted dos veces la palabra «increíble», ca­pitán Lake. Entonces, ¿le ha sorprendido que sir Gervase se sui­cidara?

—Desde luego. Claro que estaba loco de remate; cualquiera estaría de acuerdo conmigo. Pero de todas maneras, no puedo imaginar que pensase que el mundo pudiera seguir viviendo sin él.

—Si —replicó Poirot—. Ése es un rasgo característico de sir Gervase. —Y miró apreciativamente el rostro franco e inteli­gente del joven. El mayor Riddie se aclaró la garganta. —Puesto que está aquí, capitán Lake, tal vez quiera sentarse para responder a algunas preguntas. —Desde luego, inspector. Lake ocupó una silla frente a los dos hombres. —¿Cuándo vio por última vez a sir Gervase? —Esta tarde, poco antes de las tres. Había que comprobar algunas cuentas y tratar la cuestión de buscar un nuevo inquilino para una de las granjas. 

—¿Cuánto tiempo estuvo con él? —Tal vez media hora.

—Píenselo despacio y dígame si notó alguna anormalidad en sir Gervase. El joven reflexionó.

—No, creo que no. Tal vez estuviese un poco excitado... pero eso no era raro en él. 

—¿No le vio deprimido en ningún sentido? 

—No, parecía de buen humor. Ahora se estaba divirtiendo mucho escribiendo la historia de la familia. 

—¿Cuánto tiempo llevaba haciéndolo? 

—La empezó hace unos seis meses. 

—¿Fue entonces cuando vino miss Lingard? 

—No. Ella llegó hace dos meses, cuando él descubrió que solo no podía realizar el trabajo de investigación necesario.

—¿Y usted considera que le divertía? 

—¡Oh, enormemente! En realidad pensaba que en este mundo lo único importante era su familia. En el tono del joven vibró un matiz de amargura. 

—Entonces, ¿que usted sepa, sir Gervase no tenía preocu­paciones de ninguna clase? 

Hubo una pausa... muy ligera... antes de que el capitán Lake respondiera: 

—No. 

—¿Usted no cree que sir Gervase estuviera preocupado por su hija?

—¿Su hija?

—Eso es lo que he dicho.

—Que yo sepa, no —replicó el joven en tono seco. 

Poirot guardó silencio y el mayor Riddie se apresuró a decir: 

—Bien, gracias, Lake. Será mejor que esté por aquí cerca por si necesitara preguntarle algo. 

—Desde luego, inspector —se puso en pie—. ¿Hay algo que yo pueda hacer? 

—Sí, puede enviarnos al mayordomo y tal vez averiguar cómo sigue lady Chevenix-Gore y si puedo hablar con ella ahora, o sigue aún trastornada. El joven asintió, abandonando la estancia con paso rápido y decidido.

—Una atrayente personalidad —dijo Hércules Poirot. 

—Sí, es un muchacho agradable y que vale para el trabajo. Todos le aprecian.


Capítulo 5



Siéntese, Snell —dijo el mayor Riddie en tono amistoso—. Tengo muchas cosas que preguntarle y supongo que esto habrá sido un golpe para usted. 

—Desde luego, inspector. Gracias, inspector. —Snell se sentó con aire tan discreto que práctica-mente era lo mismo que si hu­biera permanecido de pie.

—Lleva mucho tiempo en esta casa, ¿no es cierto? 

—Dieciséis años, inspector, desde que sir Gervase... se ins­taló aquí, por así decirlo.

—Ah, sí, claro, sir Gervase fue un gran viajero en sus buenos tiempos.

—Sí, inspector. Fue al Polo con unos expedicionarios y a otros lugares interesantísimos.

—Snell, ¿puede decirme cuándo vio al señor por última vez esta tarde?

—Yo estaba en el comedor para ver si la mesa estaba bien dispuesta. La puerta del vestíbulo estaba abierta y vi a sir Ger­vase que bajaba la escalera. Luego atravesó el vestíbulo y con­tinuó hasta el despacho. 

—¿A qué hora fue eso?

—Poco antes de las ocho. Debió ser unos cinco minutos an­tes.

—¿Y ésa fue la última vez que le vio? 

—Sí, inspector. 

—¿Oyó usted un disparo?

—Sí, ya lo creo, inspector. Pero, claro, entonces no se me ocurrió pensar... ¿cómo iba a imaginarlo? —¿Qué creyó usted que era?

—Creí que aquel ruido lo había producido algún coche, ins­pector. La carretera pasa muy cerca del muro del parque. O pudo ser un disparo de algún cazador furtivo... pero nunca ima­giné... El mayor Riddie le atajó: 

—¿A qué hora fue eso? 

—Eran exactamente las ocho y diez, inspector. 

—¿Cómo es que puede precisar hasta los minutos? —pre­guntó el policía.

—Es muy sencillo, inspector. Acababa de hacer sonar el pri­mer batintín. 

—¿El primer batintín?

—Sí, inspector. Por orden de sir Gervase había que tocar el batintín siete minutos antes del que anuncia la cena. Quería que todos estuvieran reunidos ya en el salón cuando sonara el se­gundo. Tan pronto como lo había tocado, iba al salón y anun­ciaba la cena, y todos entraban.

—Empiezo a comprender por qué apareció usted tan sor­prendido al anunciarla esta noche —dijo Hércules Poirot—. ¿Era corriente que sir Gervase se encontrase ya en el salón?

—No recuerdo que faltase ningún día, inspector. Fue una sorpresa. Poco pensaba yo... De nuevo Riddie le interrumpió. 

—¿Y por lo general estaban todos allí? 

Snell carraspeó.

—Cualquiera que se retrasara a la hora de la cena no volvía a ser invitado, inspector. 

—¡Hum!, una medida muy drástica.

—Sir Gervase, inspector, tuvo un chef que anteriormente ha­bía estado con el emperador de Moravia, y solía decir que la cena era tan importante como un rito religioso. 

—¿Y cuál era la opinión de su familia? 

—Lady Chevenix-Gore, inspector, siempre procuraba no contrariarle, e incluso miss Ruth no se atrevía a llegar tarde a cenar.

—Interesante —murmuró Hércules Poirot. 

—Ya —dijo Riddie—. ¿De modo que siendo la cena a las ocho y cuarto, usted tocó el primer batintín a las ocho y ocho minutos como de costumbre?

—Eso es, inspector... pero no era ésa la costumbre. Por lo general se cenaba a las ocho. Sir Gervase dio orden de que se cenara un cuarto de hora más tarde esta noche, porque estaba esperando a un caballero que había de llegar en el último tren. Snell se inclinó ligeramente en dirección a Poirot mientras hablaba.

—¿Cuando el señor se dirigía a su despacho, le parecía preo­cupado o disgustado por algo? 

—No podría decirle, inspector. Estaba demasiado lejos para poder apreciar su expresión. Sólo vi que era él. 

—¿Iba solo? 

—Sí, inspector.

—¿Y después entró alguien más en el despacho? 

—No sabría decirle, inspector. Después fui a las dependen­cias de servicio, donde estuve hasta que hice sonar el primer batintín ocho minutos después de las ocho. 

—¿Fue entonces cuando oyó el disparo? 

—Sí, inspector.

Poirot intercaló una pregunta:

—Creo que hubo otras personas que también lo oyeron... 

—Sí, señor. Mister Hugo, miss Cardwell y miss Lingard. 

—¿Estaban también en el recibidor? 

—Miss Lingard salió del salón y miss Cardwell y mister Hugo bajaban por la escalera. Poirot preguntó:

—¿Hicieron algún comentario? 

—Pues sí, señor. Mister Hugo preguntó si había champaña para cenar. Yo le dije que jerez, vino del Rin y Borgoña.

—¿Pensó que había sido el corcho de una botella de cham­paña?

—Sí, señor.

—Pero ¿nadie lo tomó en serio?

—¡Oh, no, señor! Entraron en el sajón charlando y riendo. 

—¿Dónde estaban todos los demás? 

—No sabría decirle, señor. El mayor Riddie tomó de nuevo la palabra. 

—¿Sabe usted algo de esa pistola? —se la enseñó. 

—Sí, inspector. Pertenecía a sir Gervase. Siempre la guar­daba en el cajón de ese escritorio. 

—¿Solía estar cargada? 

—No sabría decirle, inspector. El mayor Riddie, dejando la pistola, aclaró su garganta.

—Ahora, Snell, voy a hacerle una pregunta muy importante. Y espero que la conteste lo más sinceramente que pueda. ¿Co­noce alguna razón que pudo haber impulsado a sir Gervase a sui­cidarse?

—No, inspector. No sé de ninguna.

—¿Sir Gervase no estuvo raro últimamente? ¿Deprimido o preocupado? Snell carraspeó.

—Perdone usted lo que voy a decirle, inspector, pero sir Ger­vase siempre estaba lo que a un extraño pudiera parecer raro. Era un caballero muy original. 

—Sí, sí, estoy convencido.

—Los Extraños, inspector. No siempre Comprendían A sir Gervase.

Snell pronunció la frase como si todas las palabras llevaran mayúscula.

—Lo sé, lo sé. Pero ¿no hubo nada que usted pueda consi­derar desacostumbrado? 

El mayordomo vacilaba.

—Creo, inspector, que sir Gervase estaba preocupado por algo —dijo al fin. 

—¿Preocupado o deprimido?

—Deprimido no creo, inspector. Pero preocupado, sí. 

—¿Tiene alguna idea de cuál pudo ser la causa de esa preo­cupación? 

—No, inspector.

—Por ejemplo, ¿tenía relación con alguna persona? 

—No sabría decirle, inspector. Y de todas formas sólo es una impresión mía.

Poirot volvió a hacer uso de la palabra. 

—¿Le ha sorprendido que se quitara la vida? 

—Muchísimo, señor. Ha sido para mí un golpe más terrible de lo que puede figurarse. Nunca hubiera imaginado una cosa así.

Poirot asintió pensativo. Riddie le miró y luego dijo:

—Bien, Snell. Creo que esto es todo lo que deseaba pregun­tarle. ¿Está seguro de que no puede decirnos nada más... por ejemplo, si ha ocurrido algún incidente desacostumbrado du­rante los últimos días?

El mayordomo se puso en pie, meneando la cabeza. 

––Nada, inspector, nada en absoluto. 

—Entonces puede retirarse. 

—Gracias, inspector.

Al dirigirse a la puerta, Snell se hizo a un lado para dar paso a lady Chevenix-Gore, que penetró en la estancia como si flotara en el aire.

Vestía una túnica de estilo oriental de seda morada y naranja, ceñida alrededor de su cuerpo. Su rostro estaba sereno y sus ade­manes eran quietos y pausados.

—Lady Chevenix-Gore —exclamó el mayor Riddie ponién­dose en pie.

—Me dijeron que deseaba hablarme y por eso he venido. 

—¿Quiere que pasemos a otra habitación? Lady Chevenix-Gore, meneando la cabeza, tomó asiento en una de las sillas Chippendale mientras a continuación murmu­raba:

—¡Oh, no! ¿Acaso eso importa?

––Es usted muy bondadosa al dejar a un lado sus sentimien­tos. Comprendo el terrible golpe que acaba de soportar y... 

Ella le interrumpió:

—En el primer momento si fue un gran golpe —admitió en tono sencillo y natural—. Pero la Muerte no existe, sólo es un Camino, ¿sabe? A decir verdad, Gervase está ahora de pie de­trás de usted y le veo por encima de su hombro izquierdo.

El mayor Riddie encogió instintivamente el hombro aludido, al tiempo que miraba a lady Chevenix-Gore con cierta reserva. Ella le dedicó una sonrisa ambigua y feliz. 

—¡Usted no lo cree, claro! Como la mayoría de la gente. Para mí, el mundo de los espíritus es casi tan real como éste. Pero por favor, pregúnteme lo que quiera y no se preocupe. No estoy ape­nada, ¿comprende? Todo es obra del destino. Nadie puede es­capar a su karma. Todo concuerda... el espejo... todo. 

—¿El espejo, señora? — preguntó Poirot. 

—Sí —ella meneó la cabeza con aire incierto—. Está roto, ¿sabe? ¡Es un símbolo! ¿Conoce el poema de Tennyson? Yo so­lía leerlo cuando era niña... aunque, claro entonces no compren­día su lado oculto. 

El espejo se rajó de lado a lado. 

¡Ha caído sobre mí una maldición!, 

exclamó la dama de Shalott. 

Eso es lo que le ha ocurrido a Gervase. La Maldición ha caído de pronto sobre él. Yo creo que sobre la mayoría de las familias antiguas pesa una maldición... El espejo se rompió. ¡Y supo que estaba condenado a muerte! ¡Había llegado la Maldición!

—Pero, madame, ¡no fue una maldición la que rompió el es­pejo.., sino una bala!

Lady Chevenix-Gore dijo aún con la misma ambigüedad: 

—En realidad, es lo mismo... Fue el destino. 

—Pero su esposo se disparó un tiro. Lady Chevenix-Gore sonrió indulgentemente. 

—Claro que no debiera haberlo hecho. Pero Gervase siem­pre fue impaciente. Nunca podía esperar. Su hora había lle­gado... y salió a su encuentro. Es bien sencillo. El mayor Riddie carraspeó nervioso y dijo: 

—¿Entonces no le sorprendió que su esposo se quitara la vida? ¿Esperaba que ocurriera una cosa semejante?

—¡Oh, no! —abrió mucho los ojos—. Uno no puede prever siempre el futuro. Desde luego. Gervase era un hombre muy ex­traño... muy poco corriente... distinto a todos. Era uno de los Grandes reencarnado. Hace tiempo que yo lo sabía, y creo que él también, y le costaba conformarse con las pequeñas nimie­dades del vivir cotidiano —y agregó mirando por encima del hombro del mayor Riddie—: Ahora sonríe. Está pensando lo in­genuos que somos todos nosotros. Y en realidad lo somos... como los niños. Pretendiendo que la vida es real y que tiene im­portancia... La vida es, solamente, una de las Grandes Ilusiones.

Comprendiendo que estaba luchando inútilmente, el mayor Riddie, alzando mucho el tono de voz, preguntó desesperado:

—¿No puede ayudarnos a descifrar el porqué su esposo se quitó la vida? 

Ella se encogió de hombros.

—Hay fuerzas que nos impulsan... que nos mueven... Ustedes no lo comprenden. Ustedes se mueven sólo en un plano mate­rial. Poirot tosió.

—Hablando de plano material, madame, ¿tiene alguna idea de a quién ha dejado su dinero?

—¿Dinero? —le miró extrañada—. Yo nunca pienso en el dinero. 

Su tono era altanero. 

Poirot tocó otro punto.

—¿A qué hora bajó a cenar esta noche? 

—¿A qué hora? ¿Qué es el Tiempo? Infinito, ésa es la res­puesta. 

El Tiempo es infinito. Poirot murmuró:

—Pero su esposo, madame, era muy particular acerca del tiempo... especialmente, según he oído, con respecto a la hora de cenar.

—¡Pobre Gervase! —sonrió con indulgencia—. Era una de sus manías, pero le hacía feliz. De modo que nunca llegábamos tarde.

—¿Se encontraba usted en el salón cuando sonó el primer batintín?

—No, entonces estaba en mi habitación. —¿Recuerda quién estaba en el salón cuando usted bajó? —Creo que casi todo el mundo —replicó lady Chevenix-Gore con aire despistado—. ¿Importa eso?

—Posiblemente no —admitió Poirot—. Hay otra cosa más. ¿Le dijo su esposo que sospechaba que le robaban?

A lady Chevenix-Gore no pareció interesarle mucho la pre­gunta.

—¿Robarle? No, creo que no. 

—Que le robaban, le estafaban... o algo por el estilo. 

—No... no... creo que no... Gervase se hubiera enfadado mu­cho si alguien hubiese osado hacer una cosa así. 

—¿De todas formas, no le dijo nada? 

—No... no. —Lady Chevenix-Gore meneó la cabeza sin gran interés—. Lo recordaría...

—¿Cuándo vio a su marido por última vez? 

—Entró en mi habitación como de costumbre, antes de bajar a cenar. Mi doncella estaba conmigo y sólo dijo que bajaba. 

—¿De qué habló durante las últimas semanas? 

—De la historia de la familia. Iba adelantando mucho. Des­cubrió que esa miss Lingard era una ayuda valiosísima. Le bus­caba datos en el Museo Británico... y además trabajó con lord Mulcaster en su libro, ¿sabe? Y tuvo mucho tacto... quiero decir que no miraba las cosas poco convenientes. Después de todo hay antepasados que uno no desea ver convertidos en seres de mal comporta-miento. Gervase era muy sensible. A mí también me ha ayudado. Me ha conseguido grandes informaciones acerca de Hatshepsut.

Lady Chevenix-Gore hizo esta declaración sin inmutarse: 

—Antes —continuó— fui sacerdotisa de Atlantis. 

El mayor Riddie se removió inquieto en su butaca. 

—Es... es... muy interesante —dijo—. Bien, la verdad, lady Chevenix-Gore, creo que esto es todo. Ha sido usted muy ama­ble.

Lady Chevenix-Gore se puso en pie, recogiendo los vuelos de su túnica oriental.

—Buenas noches —dijo, y luego, con los ojos fijos en un punto situado a espaldas del mayor Riddie, continuó—: Buenas noches, querido Gervase. Desearía que me acompañaras, pero sé que tienes que quedarte aquí —y agregó a modo de explica­ción—: Hay que permanecer en el lugar donde se ha fallecido durante veinticuatro horas por lo menos. Tardarás algún tiempo en poder moverte libremente y comunicar con los vivos. Y dicho esto salió de la habitación. El mayor Riddie se enjugó la frente.

—¡Pst! —murmuró—. Está mucho más loca de lo que ima­ginaba. ¿Cree realmente todas estas tonterías? Poirot meneó la cabeza pensativo.

—Es posible que le sirva de ayuda —dijo ––. En estos mo­mentos necesita crearse un mundo de ilusión para poder escapar a la cruda realidad de la muerte de su esposo.

A mi me parece tonta de remate —dijo el mayor Riddie—. Con todo ese fárrago de insensateces y ni una palabra con sen­tido.

—No. no, amigo mío. Lo interesante es, como me hizo ob­servar casualmente Hugo Trent, que en medio de todos sus desvaríos hay de vez en cuando una verdad aplastante. Lo cual acaba de demostrarlo con su observación acerca del tacto de miss Lingard al no poner de relieve los antepasados indeseables. Créame, lady Chevenix-Gore no es tonta.

Poniéndose en pie comenzó a pasear de un lado a otro de la estancia.

—En este asunto hay cosas que no me gustan. No, no me gustan lo más mínimo. 

Riddie le contempló interesado. 

—¿Se refiere al motivo que le llevó al suicidio? 

—¡Suicidio... suicidio! Está usted equivocado, se lo aseguro. Es un error psicológico. ¿Qué opinión tenía Chevenix-Gore de si mismo? Que era un coloso, una persona de suma importancia, el centro del universo. ¿Y un hombre así va a destruirse a si mismo? Seguro que no. Es muchísimo más probable que destru­yera a cualquier otro... algún miserable, algún ser humano se­mejante a una hormiga que hubiera osado causarle disgusto... ¡Un acto así podía considerarlo necesario... santificador! Pero ¿la propia destrucción? ¿La destrucción de semejante yo?

—Todo esto está muy bien, Poirot, pero es un caso bastante claro. La puerta cerrada, la llave en el bolsillo del muerto. La ventana cerrada por dentro. Sé que esas cosas ocurren en las novelas... pero nunca se tropieza uno con ellas en la vida real. ¿Algo más?

—Pues sí, hay algo más. —Poirot se sentó de nuevo—. Aquí estoy yo. Soy Chevenix-Gore y estoy sentado ante mi escrito­rio... resuelto a matarme porque... porque, digamos, porque he hecho un descubrimiento referente a un terrible deshonor que mancha el nombre familiar. No es muy convincente, pero puede servirnos. Eh, bien, ¿qué hago? Escribo en un trozo de papel las palabras «LO LAMENTO». Sí, eso es muy posible. Luego abro el cajón de mi mesa, saco la pistola que guardo en él; la cargo, si no está cargada y luego... ¿Me pego un tiro? No, primero doy vuelta a mi silla... así, luego me inclino un poco hacia la derecha... así... y entonces... entonces acerco el cañón a mi sien y disparo.

Poirot se puso en pie de un salto y dando media vuelta pre­guntó:

—¿Es que esto tiene sentido? ¿Por qué cambiar de sitio la silla?

—Tal vez deseara mirar por la ventana. Ver por última vez su hacienda.

—Mi querido amigo, usted no tiene la menor convicción de lo que sugiere. En el fondo, sabe que es una tontería. A las ocho y ocho minutos es ya de noche, y de todas formas la cortina es­taba corrida. No, tiene que haber otra explicación.

—Sólo hay una que yo vea. Gervase Chevenix-Gore estaba loco.

Poirot meneó la cabeza sin dejarse convencer. 

—Veamos —dijo—. Pasemos a interrogar al resto de los in­vitados. Es probable que así consigamos averiguar algo.


Capitulo 6



Después de las dificultades para obtener alguna res­puesta lógica de lady Chevenix-Gore, el mayor Riddie encontró un alivio considerable al poder tratar con un abogado tan listo como Forbes.

Mister Forbes era extraordinariamente reservado y prudente en sus respuestas, pero todas iban directas al asunto. Admitió que el suicidio de sir Gervase había sido una gran sorpresa para él. Nunca hubiera considerado que fuese un hom­bre capaz de quitarse la vida, e ignoraba lo que pudo impulsarle a ello.

—Sir Gervase no era sólo mi cliente, sino un antiguo amigo. Le conocía desde niño. Yo diría que siempre había disfrutado de la vida.

—Dadas las circunstancias, mister Forbes, tengo que pedirle que hable con toda franqueza. ¿Conoce usted alguna ansiedad o pena secreta en la vida de sir Gervase?

—No. Tenía sus pequeñas preocupaciones, como todos los hombres, pero nada serio.

—¿Ni enfermedades? ¿Algún disgusto entre él y su esposa? 

—No. Sir Gervase y lady Chevenix-Gore estaban muy ena­morados.

—Lady Chevenix-Gore —dijo el mayor Riddie con cautela— parece tener unas opiniones muy curiosas. 

Mister Forbes sonrió indulgente. 

—Las mujeres —dijo— tienen sus fantasías. 

El inspector jefe continuó:

—¿Usted llevaba todos los asuntos legales de sir Gervase? 

—Sí, mi firma, Forbes, Ogilvie y Spence, ha representado a la familia Chevenix-Gore durante casi cien años.

—¿Hubo algún... escándalo en la familia de los Chevenix-Gore?

Mister Forbes enarcó las cejas. 

—La verdad, no le comprendo.

—Monsieur Poirot, ¿quiere enseñar a mister Forbes la carta que me mostró a mí?

En silencio, Poirot entregó la carta a mister Forbes con una pequeña inclinación.

Cuando Forbes la hubo leído, sus cejas se elevaron aún más. 

—Una carta extraordinaria —dijo—. Ahora comprendo su pregunta. No, que yo sepa, no existía nada que pudiera justificar una misiva semejante.

—¿Sir Gervase no le dijo nada de este asunto? 

—Absolutamente nada. Y debo confesar que me parece muy extraño que no lo hiciera. 

—¿Solía confiarse a usted? 

—Creo que tenía fe en mi criterio.

—¿Y no tiene la menor idea de a qué se refiere esta carta? 

—No quisiera hacer suposiciones temerarias. 

El mayor Riddie apreció la sutileza de su respuesta. 

—Ahora, mister Forbes, tal vez pueda decirnos a quién ha dejado sus propiedades sir Gervase.

—Desde luego. No veo el menor inconveniente. A su esposa, sir Gervase le deja una renta anual de seis mil libras a cargo de la hacienda, y la casa de Dower o la de la ciudad de la plaza Lowdes, a escoger, la que prefiera de las dos. Después hay varios legados y donaciones, pero nada sobresaliente. El resto de sus propiedades las deja a su hija adoptiva Ruth, con la condición de que si se casa, su esposo deberá tomar el nombre de Chevenix-Gore.

—¿No deja nada a su sobrino Hugo Trent? 

—Sí. Un legado de cinco mil libras. 

—Tengo entendido que sir Gervase era muy rico. 

—Riquísimo. Poseía una considerable fortuna particular aparte de la hacienda. Claro que no estaba tan bien provisto como en el pasado. Prácticamente, todas las rentas invertidas ha­bían sufrido las consecuencias de la crisis. Además, sir Gervase había perdido mucho dinero en cierta compañía... Modelo Sus­tituto de la Goma Sintética, en la que el coronel Bury le aconsejó que invirtiera gran cantidad de dinero. 

—¿No fue un consejo acertado? 

Forbes suspiró.

—Los militares retirados son las peores victimas cuando se enredan en operaciones financieras. He descubierto que su cre­dulidad excede con mucho a la de las viudas... que ya es decir.

—Pero esas inversiones desafortunadas, ¿afectaron seria­mente al capital de sir Gervase?

—No, seriamente, no. Seguía siendo un hombre riquísimo. 

—¿Cuándo ocurrió eso? 

—Dos años atrás. 

Poirot murmuró:

—¿Este legado no es un poco injusto con Hugo Trent, el so­brino de sir Gervase? Después de todo, es el pariente más cer­cano de sir Gervase. Forbes se encogió de hombros.

—Hay que tener en cuenta cierta parte de la historia familiar. 

—¿Como por ejemplo...?

Mister Forbes no parecía muy dispuesto a continuar. 

El mayor Riddie dijo:

—No debe usted pensar que estamos dispuestos a sacar a re­lucir pasados escándalos ni nada por el estilo, pero la carta que sir Gervase escribió a monsieur Poirot ha de tener una expli­cación.

—No es nada escandalosa la explicación de la actitud de sir Gervase hacia su sobrino —replicó Forbes a toda prisa—. Sen­cillamente, es que sir Gervase tomaba muy en serio su posición de cabeza de familia. Tenía un hermano menor y una hermana. El hermano, Anthony Chevenix-Gore, murió en la guerra. Su hermana Pamela se casó con la desaprobación de sir Gervase. Es decir, consideraba que debía haberle pedido su consenti­miento y aprobación antes de contraer matrimonio. Él pensaba que la familia del capitán Trent no era lo bastante distinguida para emparentar con los Chevenix-Gore. A su hermana le di­virtió su actitud, y el resultado fue que sir Gervase siempre sin­tióse inclinado a desdeñar a su sobrino. Y creo que esto le im­pulsó a adoptar una niña. 

—¿No tenía esperanzas de tener hijos propios? 

—No. Un año después de su matrimonio nació un niño muerto y los médicos dijeron a lady Chevenix-Gore que nunca volvería a tenerlos. Dos años más tarde adoptaron a Ruth. 

Poirot quiso saber:

—¿Y quién era mademoiselle Ruth? ¿Cómo llegaron a ha­cerse cargo de ella?

—Creo que era hija de algún pariente lejano. 

—Lo que había imaginado —replicó Poirot contemplando la pared donde pendían los retratos familiares—. Puede apreciarse a simple vista que lleva su misma sangre... esa nariz, la línea de la barbilla. La he visto repetida muchas veces en esos retratos.

—Y también ha heredado su temperamento —dijo Forbes en tono seco.

—Lo supongo. ¿Cómo se llevaba con su padre adoptivo? 

—Pues como puede usted imaginar. En más de una ocasión chocaron sus caracteres, pero a pesar de esas peleas superficia­les, en el fondo creo que reinaba la armonía. 

—Sin embargo, ella le tenía preocupado... 

—En constante ansiedad. Pero le aseguro que no hasta el punto de impulsarle al suicidio.

—¡Ah, eso no! —convino Poirot—. Uno no se levanta la tapa de los sesos sólo por tener una hija testaruda. ¡Y mademoiselle hereda! ¿Sir Gervase no pensó nunca en variar su testamento?

—¡Ejem! —Mister Forbes carraspeó para ocultar su ligero embarazo—. A decir verdad, recibí instrucciones de sir Gervase al llegar aquí, es decir, hace un par de días, para que redactase un nuevo testamento.

—¿Cómo? —el mayor Riddie acercó su silla un poco más—. No nos lo había dicho. Mister Forbes replicó a toda prisa:

—Ustedes sólo me preguntaron cuáles eran los términos del testamento de sir Gervase. He contesta-do a su pregunta. El nuevo testamento no estaba siquiera redactado conveniente­mente... y mucho menos firmado.

—¿Cuáles eran sus cláusulas? Puede que nos den una idea de cuál era el estado de ánimo de sir Gervase.

—En lo principal era igual que el otro, pero miss Chevenix-Gore debía heredar sólo con la condición de que se casara con Hugo Trent.

—¡Aja! —exclamó Poirot—. Pues ahí hay una gran diferen­cia.

—Yo no aprobé esa cláusula —dijo Forbes—. Y le indiqué que era muy posible que no fuese aceptada. Los tribunales no miran con buenos ojos semejantes condiciones. No obstante, sir Gervase estaba decidido.

—¿Y miss Chevenix-Gore, o mister Trent, se negaban a cum­plirla?

—Si mister Trent no quería casarse con miss Chevenix-Gore, el dinero pasaba a manos de ella sin más condiciones. Pero si él estaba dispuesto y ella rehusaba, heredaba él.

Poirot se inclinó hacia delante y dio una palmada sobre la ro­dilla del abogado.

—Pero ¿qué se esconde detrás de todo esto? ¿Cuál era la idea de sir Gervase cuando estipuló esta condición? Tenía que haber algo muy definido... Creo que otro hombre... que él de­saprobaba. Me parece, mister Forbes, que usted tiene que saber quién era ese hombre...

—La verdad, monsieur Poirot, no tengo la menor idea. 

—Pero puede tratar de adivinarlo.

—Yo nunca hago suposiciones —dijo Forbes escandalizado, y quitándose los lentes se dedicó a limpiarlos con un pañuelo de seda. 

Luego preguntó: 

—¿Hay algo más que deseen saber?

—De momento, no —replicó Poirot—. No, es decir, por lo que a mí respecta.

Mister Forbes dedicó su atención al inspector jefe. 

—Gracias, mister Forbes. Creo que eso es todo. Si pudiera me gustaría hablar con miss Chevenix-Gore.

—Desde luego. Creo que está arriba con lady Chevenix-Gore.

—¡Oh!, bueno, tal vez sea mejor que hable primero con..., ¿cómo se llama...? Burrows, y la señorita que conoce la historia de la familia. 

—Los dos están en la biblioteca. Iré a avisarles.


Capitulo 7



Trabajo duro el conseguir información de estos leguleyos anticuados —dijo el mayor Riddie—. Todo el asunto pa­rece girar en torno de la muchacha. 

—Eso parece... sí. 

—¡Ah!, aquí está Burrows.

Godfrey Burrows entró satisfecho de poder ser útil. Su son­risa expresaba al mismo tiempo cierto pesar, y dejaba ver de­masiado sus dientes. Parecía más mecánica que espontánea.

—Ahora, mister Burrows, desearíamos hacerle algunas pre­guntas.

—Desde luego, mayor Riddie. Todas las que usted quiera. 

—Bueno, en primer lugar y antes que nada, ¿tiene alguna idea de por qué se suicidio sir Gervase?

—No, absolutamente ninguna. Ha sido una gran sorpresa para mí. 

—¿Oyó usted el disparo?

—No; debía estar en la biblioteca. Bajé bastante pronto y fui a la biblioteca a buscar una referencia que precisaba. La biblio­teca está al otro lado de la casa, a la derecha del estudio, de modo que por eso no oí nada. 

—¿Estaba alguien con usted? —le preguntó Poirot. 

—Nadie.

—¿Tiene alguna idea de dónde estaban los demás en aque­llos momentos?

—La mayoría arriba, vistiéndose, supongo. 

—¿Cuándo fue usted al salón?

—Poco antes de que llegara monsieur Poirot. Todos estaban ya allí... excepto sir Gervase, claro. 

—¿Le pareció extraño no verle allí?

—A decir verdad, sí. Por lo general estaba siempre en el sa­lón antes de que sonara el primer batintín.

—¿Había observado algún cambio en sir Gervase última­mente? ¿Estuvo preocupado? ¿O inquieto? ¿O deprimido? Godfrey Burrows reflexionó.

—No... creo que no. Quizás un poco... bueno, preocupado. 

—Pero ¿no por un motivo concreto? 

—¡Oh, no!

—¿No... tenía preocupaciones económicas de ninguna clase? 

—Estaba bastante inquieto por los asuntos de cierta Compañía... La del Modelo Sustituto de la Goma Sintética, para ser exacto.

—¿Y qué dijo acerca de ello?

De nuevo volvió a surgir la sonrisa mecánica de Godfrey Burrows, y siguió pareciendo irreal.

—Pues a decir verdad... lo que dijo fue: «El viejo Bury es un tonto o un bribón. Supongo que un tonto. ¿Tendré que ser in­dulgente con él, por Vanda?».

—¿Y por qué dijo eso... «por Vanda» —preguntó Poirot. 

—Pues verá, lady Chevenix-Gore apreciaba mucho al coro­nel Bury y él la idolatraba y seguía como un perro. 

—¿Y sir Gervase no... estaba celoso? 

—¿Celoso? —Burrows le miró asombrado y luego se echó a reír—. ¿Sir Gervase celoso? Vaya, nunca le hubiera cabido en la cabeza que nadie pudiera preferir a otro hombre antes que a él. Comprenderá, es imposible que sintiera celos.

—Usted no simpatizaba mucho con sir Chevenix-Gore, me parece...

—¡Oh, sí! Sólo que... bueno, todo eso resulta algo ridículo hoy en día.

—¿A qué se refiere? —quiso saber Poirot. 

—Pues a esa manía de lo feudal. Esa adoración por los an­tepasados y la arrogancia personal. Sir Gervase era un hombre muy capaz y había llevado una vida interesante, pero lo hubiera sido mucho más de no haber estado enteramente encerrado en sí mismo y en su propio egoísmo. 

—¿Su hija estaba de acuerdo con usted en este punto? 

Burrows volvió a enrojecer... esta vez intensamente. 

—¡Imagino que miss Chevenix-Gore es bastante moderna! Naturalmente que no iba a discutir con ella las rarezas de su padre.

—¡Pero las jóvenes modernas critican mucho a sus padres! —dijo Poirot—. ¡Precisamente el espíritu moderno es criticarlos! 

Burrows se encogió de hombros. 

El mayor Riddie preguntó:

—¿Y no hubo nada más... alguna otra preocupación econó­mica? ¿Sir Gervase no le habló nunca de que le estaban esta­fando?

—¿Estafando? —Burrows pareció muy asombrado—. No, no, no.

—¿Y usted estaba en buenas relaciones con él? 

—Desde luego que sí. ¿Por qué no iba a estarlo? 

—Soy yo quien pregunta, mister Burrows. 

El joven pareció ofenderse. 

—Estábamos en las mejores relaciones. 

—¿Sabía usted que sir Gervase había escrito a monsieur Poi­rot pidiéndole que viniera? 

—No.

—¿Sir Gervase escribía él mismo sus cartas? 

—No, casi siempre me las dictaba. 

—Pero ¿no lo hizo en este caso? 

—No.

—¿Y eso por qué? ¿Lo sabe? 

—No tengo la menor idea.

—¿No encuentra alguna razón que explique el que la escri­biera personalmente? 

—No.

—¡Ah! —exclamó el mayor Riddie—. Es bastante curioso. ¿Cuándo vio a sir Gervase por última vez?

—Poco antes de que yo me fuera a vestir para la cena. Le llevé algunas cartas para que las firmara. —¿Cuál era su estado de ánimo en aquellos momentos? 

—Completamente normal. Incluso aseguraría que estaba bastante satisfecho de sí mismo por algo. 

Poirot se movió en su butaca.

—¡Ah! —exclamó—. ¿De modo que ésa es la impresión que usted sacó? Que estaba satisfecho. Y no obstante, no mucho des­pués, se pegó un tiro. ¡Es muy extraño! Godfrey Burrows se encogió de hombros. 

—Sólo le doy mi opinión. 

—Sí, sí, y nos es muy valiosa. Después de todo, usted es probablemente una de las últimas personas que vio a sir Gervase con vida.

—Snell fue el último que lo vio. 

—Verle sí, pero no habló con él. 

Burrows no contestó. 

El mayor Riddie prosiguió el interrogatorio. 

—¿Qué hora era cuando usted subió a vestirse para la cena? 

—Las siete y cinco poco más o menos. 

—¿Y qué hizo sir Gervase? 

—Yo le dejé en el estudio.

—¿Cuánto tiempo empleaba normalmente en cambiarse de ropa?

—Pues sus buenos tres cuartos de hora. 

—Entonces, si la cena era a las ocho y cuarto, probablemente subiría lo más tarde a las siete y media. ¿No le parece? 

—Muy probable. 

—¿Usted subió temprano a vestirse? 

—Sí, pensé que podía cambiarme primero y luego ir a la bi­blioteca en busca de unas referencias que necesitaba. 

Poirot asintió pensativo, y el mayor Riddie dijo: 

—Bien, creo que esto es todo de momento. ¿Quiere en­viarme a miss... como se llame?

La menuda miss Lingard entró casi inmediatamente. Llevaba varias pulseras que tintineaban mientras se sentaba.

—Todo esto es... muy triste, miss Lingard —comenzó a decir el mayor Riddie.

—Muy triste, desde luego —replicó miss Lingard con recato. 

—¿Cuándo vino usted a esta casa?

—Hará unos dos meses. Sir Gervase escribió a un amigo suyo del Museo... el coronel Fotheringay... y el coronel se acordó de mí. He realizado numerosos de trabajos sobre investigaciones históricas.

—¿Sir Gervase era un hombre difícil para trabajar a su lado? 

—¡Oh, no! Claro que había que llevarle la corriente. Pero con los hombres siempre hay que hacerlo.

Con la desagradable sensación de que probablemente miss Lingard se estaba burlando de él en aquellos momentos, el ma­yor Riddie continuó:

—¿Su trabajo aquí consistía en ayudar a sir Gervase a escri­bir la historia de la familia?

—Si. 

—¿Y de qué modo?

—Pues, en realidad, representaba escribir el libro —por un momento miss Lingard pareció un ser humano y sus ojos par­padearon al explicar—: Yo buscaba toda la información, hacía las notas y preparaba el material. Y luego, más tarde, me dedi­caba a revisar lo que había escrito sir Gervase.

—Debía tener que emplear mucho tacto, mademoiselle —dijo Poirot.

—Tacto y firmeza. Dos cosas necesarias —replicó miss Lin­gard.

—¿A sir Gervase no le molestaba su... firmeza? 

—En absoluto. Claro que yo le hacía ver que no debía preo­cuparse por todos los detalles insignificantes que se presentasen. 

—Sí, ya entiendo.

—Era muy sencillo —dijo miss Lingard—. Sir Gervase era muy fácil de manejar si uno sabía cómo tratarle.

—Ahora, miss Lingard, quisiera saber si puede ayudarnos a arrojar algo de luz sobre esta tragedia.

Miss Lingard meneó la cabeza.

—Me temo que no. Comprenda, es natural que no confiara en mí. Yo era prácticamente una extraña, y de todas formas creo que era demasiado orgulloso para hablar con nadie de los con­flictos familiares.

—Pero ¿usted cree que fueron los conflictos familiares los que le impulsaron a quitarse la vida? 

Miss Lingard pareció bastante sorprendida. 

—¡Pues claro! ¿Es que cabe otra suposición? 

—¿Está segura de que le preocupaban los asuntos de fa­milia?

—Sé que sentía una gran angustia. 

—¿Usted sabe? 

—Pues claro.

—Dígame, mademoiselle, ¿le habló del asunto? 

—Directamente no. 

—¿Qué fue lo que le dijo?

—Déjeme pensar. Descubrí que no prestaba atención a lo que yo le decía...

—Un momento. Pardon. ¿Cuándo fue eso? 

—Esta tarde. Solíamos trabajar de tres a cinco.

—Por favor, continúe.

—Como le digo, sir Gervase encontraba dificultades en con­centrarse... de hecho, eso dijo, añadiendo que tenía varios asun­tos graves que no conseguía apartar de su pensamiento. Y dijo... deje que recuerde... algo así... claro que no puedo asegurar si fueron estas mismas palabras: «Es algo terrible, miss Lingard, que una familia que siempre ha sido de las más importantes del país se vea de pronto manchada por el deshonor». —¿Y qué dijo usted a eso?

—Cualquier cosa, para consolarle. Creo que dije que cada generación tiene sus flaquezas... que ésa es una de las penali­dades de la grandeza... pero que sus caídas raramente eran re­cordadas en la posteridad.

—¿Y consiguió usted el efecto consolador que esperaba? 

—Más o menos. Volvimos a ocuparnos de sir Roger Chevenix-Gore. Había descubierto una mención suya muy intere­sante en un manuscrito contemporáneo. Pero la imaginación de sir Gervase estaba en otra parte. Al fin dijo que no quería tra­bajar más. Que había tenido un gran disgusto. 

—¿Un disgusto?

—Eso es lo que dijo. Desde luego, yo no hice más preguntas, limitándome a decir: «Lo siento, sir Gervase». Y luego me pidió que dijera a Snell que monsieur Poirot llegaría por la noche, que la cena se sirviera a las ocho y cuarto y que enviase el coche a esperarle a la estación a las siete cincuenta. 

—¿Acostumbraba a pedirle que transmitiera estas órdenes? 

—Pues... no... En realidad eso era cosa de mister Burrows. Yo no hacía otra cosa que mi trabajo literario. No era su secre­taria en ningún sentido de la palabra. 

Poirot preguntó:

—¿Usted cree que sir Gervase tuvo alguna razón para pedir que lo hiciera usted en vez de mister Burrows? 

Miss Lingard reflexionó.

—Pues es posible que la tuviera... entonces no lo pensé. Sólo lo consideré una cuestión de conveniencia. No obstante, es cierto; ahora que lo pienso, me pidió que no dijera a nadie que iba a venir monsieur Poirot. 

Dijo que sería una sorpresa.

—¡Ah!, eso dijo, ¿eh? Muy curioso, muy interesante. ¿Y se lo dijo usted a alguien? 

—Desde luego que no, monsieur Poirot. Le dije a Snell lo de la cena y que enviase el coche a la estación para esperar a un caballero que llegaría en el tren de las siete cincuenta.

—¿Sir Gervas dijo algo más que tuviera que ver con esta si­tuación?

—No..., creo que no... Era muy reservado... Recuerdo que cuando ya iba a salir de la habitación dijo: «No es que sirva de nada el que venga ahora. Es demasiado tarde». 

—¿Y no tiene usted idea de lo que quiso decir con eso? 

—No... no.

Hubo una vacilación apenas perceptible en su respuesta, y Poirot repitió con el ceño fruncido:

—Demasiado tarde. Eso es lo que dijo, ¿verdad? Demasiado tarde.

El mayor Riddie intervino de nuevo: 

—¿No puede darnos alguna idea, miss Lingard, de la naturaleza del problema que tanto preocupó a sir Gervase?

—Tengo la impresión de que estaba en cierto modo relacio­nado con Hugo Trent —dijo miss Lingard despacio. 

—¿Con Hugo Trent? ¿Por qué lo cree así? 

—Bueno, no es nada concreto, pero ayer tarde estuvimos ha­blando de sir Hugo de Chevenix, quien me temo que no se com­portó demasiado bien en las Guerras de las Rosas y sir Gervase dijo: «¡Mi hermana escogería el nombre de Hugo entre los de la familia para su hijo! Debiera haber sabido que ningún Hugo po­día resultar bien».

—Lo que acaba de decir es sugestivo —repuso Poirot—. Sí, y me da una nueva idea.

—¿Sir Gervase no dijo nada más definitivo que eso? —pre­guntó el mayor Riddie. 

Miss Lingard meneó la cabeza.

—No, y desde luego yo nada dije. Sir Gervase hablaba solo en realidad, sin dirigirse a mí. 

—Lo comprendo. 

Poirot le dijo:

—Mademoiselle, usted es una persona ajena a la casa y lleva aquí dos meses. Creo que sería muy conveniente que nos dijera con toda sinceridad la opinión que le merece la familia y los cria­dos.

Miss Lingard, quitándose los lentes, parpadeó pensativa. 

—Bien, con toda franqueza, al principio pensé que me había metido en una casa de locos. Mistress Chevenix-Gore continua­mente viendo cosas que no existían, y sir Gervase comportán­dose como... como un rey... y dramatizando de la forma más ex­traordinaria... bueno, pensé que eran las personas más extrañas que había conocido. Claro que miss Chevenix-Gore era comple­tamente normal, y no tardé en descubrir que lady Chevenix-Gore era en extremo amable y simpática. Nadie pudo portarse mejor conmigo. En cuanto a sir Gervase... la verdad, creo que estaba loco. Su egotismo..., ¿es así como se llama...? iba empeo­rando de día en día. 

—¿Y los otros?

—Supongo que mister Burrows tendría sus dificultades con sir Gervase, y creo que le alegró que nuestro trabajo en el libro le dejara un poco más de respiro. El coronel Bury siempre ha sido encantador. Es un rendido admirador de lady Chevenix-Gore y se llevaba muy bien con sir Gervase. Mister Trent, mister Forbes y miss Cardwell llevan aquí pocos días y, claro, no sé gran cosa de ellos.

—Gracias, mademoiselle. ¿Y qué nos dice del encargado, el capitán Lake?

—Es un hombre muy simpático. Todo el mundo le apreciaba. 

—¿Incluso sir Gervase?

—Sí. Le oí decir que Lake era el mejor encargado que había tenido. Claro que el capitán Lake tenía también sus dificultades con sir Gervase... pero en conjunto sabía llevarle bastante bien. No era cosa fácil. 

Poirot asintió pensativo y murmuró:

—Había algo... algo que quería preguntarle... una cosa sin importancia... ¿Qué sería?

Miss Lingard volvió su rostro paciente hacia él, mas Poirot meneó la cabeza contrariado. 

—¡Vaya! Si lo tengo en la punta de la lengua... El mayor Riddie aguardó unos instantes más y viendo que el detective continuaba frunciendo el ceño esforzándose por re­cordar, volvió a tomar la iniciativa.

—¿Cuándo vio por última vez a sir Gervase? 

—A la hora del té, en esta habitación. 

—¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Normal? 

—Tan normal como podía estar él. 

—¿Observó algún nerviosismo entre los invitados?

—No, creo que todos estaban como siempre. 

—¿Adonde fue sir Gervase después de tomar el té? 

—Estuvo en el despacho con mister Burrows, como de cos­tumbre.

—¿Y fue ésa la última vez que le vio? 

—Si, yo fui al cuartito de estar donde trabajaba, y estuve pa­sando a máquina un capítulo del libro que había corregido con sir Gervase hasta las siete de la tarde, luego subí a mi habitación para descansar y vestirme para la cena. 

—Tengo entendido que oyó usted el disparo. 

—Sí, yo estaba en esta habitación. Oí una detonación y salí al recibidor, donde se encontraban mister Trent y miss Cardwell. Mister Trent preguntó a Snell si había champaña para la cena, y estuvo bromeando. A nadie se le ocurrió tomarlo en serio. Es­tábamos seguros de que debía tratarse de una explosión del mo­tor de algún automóvil.

—¿Oyó usted decir a mister Trent: «Siempre cabe la posi­bilidad de que se haya cometido un crimen»? —preguntó Poirot. 

—Creo que dijo algo así... bromeando, claro. 

—¿Qué ocurrió después? 

—Que todos entramos aquí.

—¿Recuerda en qué orden fueron bajando los demás? 

—Creo que miss Chevenix-Gore fue la primera, y luego mis­ter Forbes. El coronel Bury y lady Chevenix-Gore entraron jun­tos, mister Burrows inmediatamente después. Me parece que fue en ese orden, pero no puedo asegurarlo porque más o menos llegaron todos casi al mismo tiempo. 

—¿Reunidos por el sonido del primer batintín? 

—Sí. Siempre que sonaba el batintín todos se apresuraban. Sir Gervase era terriblemente exigente en cuanto a la puntua­lidad a la hora de la cena. 

—¿A qué hora acostumbraba a bajar? 

—Casi siempre estaba ya en esta habitación antes de que so­nara el primer batintín. 

—¿Le sorprendió no verle en esta ocasión? 

—Muchísimo.

—¡Ah, ya lo tengo! —exclamó Poirot. 

Y como los otros dos le miraban extrañados, animadamente explicó: 

—Acabo de recordar lo que quería preguntarle, mademoiselle. Esta noche, cuando todos fuimos al despacho al decirnos Snell que estaba cerrado, usted se detuvo y recogió algo del suelo.

—¿Sí? —miss Lingard pareció muy sorprendida. 

—Sí, precisamente al doblar hacia el pasillo que lleva al des­pacho. Era algo pequeño y brillante.

—Qué raro... no lo recuerdo. Espere un momento... sí, ya sé. Sólo que no había vuelto a pensar en ello. Déjeme ver... tiene que estar aquí.

Y abriendo su bolso de raso, vació su contenido sobre la mesa.

Poirot y el mayor Riddie revisaron aquella colección de ob­jetos con sumo interés. Dos pañuelos, una polvera, un manojo de llaves, la funda de los lentes y otro objeto que Poirot cogió con avidez.

—¡Una bala, cielo santo! —exclamó el mayor Riddie. El objeto tenía la forma de una bala, pero resultó ser un la­picero.

—Eso es lo que cogí del suelo —explicó miss Lingard—. Ya lo había olvidado. 

—¿Sabe a quién pertenece?

—¡Oh, sí, es del coronel Bury! Lo hizo hacer con una bala que le hirió... o mejor dicho, que no le hirió, no sé si me entiende, en la guerra de Sudáfrica. 

—¿Sabe cuándo la perdió?

—Pues esta tarde lo tenía mientras jugaba al bridge, porque me fijé que anotaba el tanteo con él, cuando entré a tomar el té. 

—¿Quiénes jugaban al bridge?

—El coronel Bury, lady Chevenix-Gore, mister Trent y miss Cardwell.

—Creo —dijo Poirot en tono amable —que será mejor que nos quedemos con el lápiz para devolvérselo al coronel.

—Sí, hágalo, por favor. Soy muy distraída y pudiera olvi­darme.

—Mademoiselle, tal vez será usted tan amable de pedir al coronel Bury que venga aquí ahora. 

—Desde luego. Iré a buscarle en seguida. 

Y se marchó a toda prisa. Poirot comenzó a pasear por la habitación. 

—Empezamos a reconstruir lo ocurrido esta tarde —dijo—.

Es interesante. A las dos y media sir Gervase estuvo pasando cuentas con el capitán Lake. Ligera-mente preocupado. A las tres, discute acerca del libro que está escribiendo con miss Lingard. Preo-cupadísimo. Miss Lingard asocia su preocupación con Hugo Trent basándose en un comentario casual. A la hora del té su comportamiento es normal. Después del té, Godfrey Burrows nos dice que estaba como satisfecho por algo. A los ocho menos cinco baja, entra en el despacho, garabatea las palabras «LO LAMENTO» en una hoja de papel y se pega un tiro. 

Riddie dijo despacio:

—Sé lo que quiere decir. No tiene consistencia. 

—¡Extraños cambios de humor! Primero preocupado... luego preocupadísimo... más tarde normal... y al fin, satisfecho. ¡Es cu­rioso! Y luego la frase empleada: «Demasiado tarde». Que yo iba a llegar «demasiado tarde». Bien, eso es cierto. Llegué de­masiado tarde... para verlo vivo. 

—Ya comprendo. ¿Usted cree realmente...? 

—Nunca sabré por qué envió a buscarme. ¡Eso es seguro! Poirot seguía paseando por la estancia. Movió de lugar dos objetos que había encima de la chimenea; examinó la mesa de juego que estaba junto a la pared, y extrajo del cajón las libretas del tanteo. Luego se dirigió al escritorio para registrar el cesto de los papeles. No había nada más que una bolsa de papel. La cogió y al olería murmuró: «Naranjas». Luego la desarrugó para leer el nombre que llevaba impreso: «Carpenters e Hijos. Frutería, Hamborough St. Mary». Estaba alisándola cuidadosamente cuando entró el coronel Bury.


Capítulo 8



El coronel, dejándose caer en una silla, suspiró y dijo me­neando la cabeza:

—Éste es un terrible asunto, Riddie. Lady Chevenix-Gore se está portando maravillosamente... maravillosa­mente. ¡Es una gran mujer! ¡Está llena de valor! Volviendo a ocupar su butaca, Poirot dijo sin apresurarse: 

—Creo que usted la conoce desde hace muchos años... 

—Sí, ya lo creo, estuve en su puesta de largo. Recuerdo que llevaba unos capullos de rosa en el pelo, y un vestido blanco muy vaporoso... ¡No había muchacha en el salón que pudiera com­pararse con ella!

Su voz estaba llena de entusiasmo. Poirot le tendió el lápiz. 

—Creo que esto es suyo.

—¿Eh? ¿Qué? ¡Oh!, gracias, lo he utilizado esta tarde cuando jugábamos al bridge. Fue sorpren-dente, ¿sabe? Tuve tres veces seguidas cien honores en picas. Nunca me había ocu­rrido.

—Tengo entendido que jugaban al bridge antes del té —dijo Poirot—. ¿Cuál era el estado de ánimo de sir Gervase cuando fue a tomarlo?

—Natural... completamente normal. Nunca hubiera ima­ginado que proyectara quitarse de en medio. Pensándolo más despacio, quizás estuviera un poquitín más excitado que de cos­tumbre.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio? 

—¡Pues entonces! A la hora del té. No volví a verle vivo. 

—¿No fue usted al despacho después del té? 

—No, no volví a verle. 

—¿A qué hora bajó a cenar? 

—Después de sonar el primer batintín. 

—¿Bajó usted junto con lady Chevenix-Gore?

––No... nosotros... nos encontramos en el recibidor. Creo que había estado en el comedor revisando las flores... o algo así. 

El mayor Riddie se dispuso a intervenir. 

––Espero que no se moleste, coronel Bury, si le hago una pregunta un tanto personal. ¿Hubo algún disgusto entre usted y sir Gervase por causa de la compañía del Modelo Sustituto de la Goma Sintética? 

El coronel se puso como la grana.

––En absoluto. En absoluto. El viejo Gervase era un indi­viduo muy poco razonable. No hemos de olvidarlo. ¡Siempre es­peraba que lo que él tocase se convirtiera en oro! No parecía comprender que el mundo entero atraviesa un período de crisis, y que todos los valores y acciones tienen que resentirse. 

—¿De modo que hubo ciertas discusiones entre ustedes? 

—Pero no disgustos. ¡Sólo que él era un intransigente! 

—¿Le hacía a usted responsable de ciertas pérdidas que ha­bía sufrido?

—¡Gervase no era un ser normal! Vanda lo sabía, pero siem­pre supo manejarle. Yo me alegraba de dejarlo todo en sus manos.

Poirot carraspeó, y el mayor Riddie, después de mirarle, se dispuso a cambiar de tema.

—Sé que es usted un antiguo amigo de la familia, coronel Bury. ¿Tiene idea de quién heredará el dinero de sir Gervase?

—Pues imagino que la mayor parte Ruth. Eso es lo que colijo por lo que Gervase dejó entrever hace poco. 

—¿No le parece que no es justo para Hugo Trent? 

—A Gervase no le era simpático. Nunca pudo tragarle. 

—Pero tenía un gran concepto de la familia, y al fin y al cabo miss Chevenix-Gore sólo era su hija adoptiva. El coronel Bury vacilaba, y tras gruñir unos instantes repuso: 

—Escuche, será mejor que se lo cuente. Desde luego es real­mente interesante y además estrictamente confidencial, ¿eh? 

—Desde luego..., desde luego.

—Ruth es ilegítima, pero de todas formas es una Chevenix-Gore. Es hija de un hermano de Gervase, Anthony, que murió en la guerra. Al parecer tuvo una aventura con una mecanó­grafa. Cuando le mataron, ella escribió a Vanda. Vanda fue a verla... estaba esperando un niño. Vanda habló con Gervase, acababan de decirle que ella no podría volver a tener hijos, y el resultado fue que se hicieron cargo de la pequeña cuando nació, adoptándola legalmente. La madre renunció a todos sus dere­chos. Han criado a Ruth como si fuera su propia hija, y sólo hay que mirarla para comprender que es una Chevenix-Gore.

—¡Aja! —exclamó Poirot—. Ya comprendo. Eso aclara mu­cho la actitud de sir Gervase. Pero si le desagradaba Hugo Trent, ¿por qué tanto interés en casarlo con mademoiselle Ruth?

—Para arreglar la posición de la familia. De este modo de­jaba satisfecha la opinión que él tenía de los convencionalismos.

—Pero ¿a pesar de ello no le gustaba ni confiaba en ese jo­ven? El coronel Bury gruñó.

—Usted no comprendería al viejo Gervase. No consideraba a las personas como seres humanos. ¡Disponía los matrimonios como si los contrayentes fueran de la realeza! Consideraba con­veniente que Ruth y Hugo se casaran y Hugo tomase el apellido Chevenix-Gore. Lo que ellos pensaran no tenía importancia. 

—¿Y miss Ruth estaba dispuesta a complacerle? 

El coronel Bury se echó a reír. 

—¿Ella? ¡Qué va!

—¿Sabía usted que poco antes de su muerte, sir Gervase es­tuvo redactando un nuevo testamento según el cual miss Che­venix-Gore heredaba sólo con la condición de que se casara con Hugo Trent? El coronel Bury lanzó un silbido.

—¿Entonces había olfateado lo que había entre ella y Burrows?

Tan pronto como lo hubo dicho se arrepintió, pero era de­masiado tarde; Poirot lo había comprendido perfectamente.

—¿Había algo entre mademoiselle Ruth y el joven monsieur Burrows?

—Probablemente nada... Nada en absoluto. 

El mayor Riddie carraspeó y dijo:

—Creo, coronel Bury, que debe decirnos todo lo que sepa. Pudo tener relación directa con el estado de ánimo de sir Ger­vase.

—Es posible —replicó el coronel Bury sin gran convenci­miento—. Bien, la verdad es que el joven Burrows no es mal parecido... por lo menos eso piensan las mujeres, y últimamente él y Ruth siempre estaban juntos, cosa que a Gervase no le gustaba nada... nada en absoluto. No quiso despedirle por temor a precipitar los acontecimientos. Sabía cómo es Ruth. No con­siente que nadie le dé órdenes. Por eso supongo que ideó ese plan. Ruth no lo sacrificaría todo por el amor. Le gusta comer bien y tener dinero. 

—¿Usted aprobaba a mister Burrows? 

El coronel expresó la opinión de que Godfrey Burrows era un tanto mal educado, cosa que hizo sonreír al mayor Riddie.

Le hicieron algunas preguntas más y al fin el coronel se mar­chó.

Riddie dirigió una mirada a Poirot, que permanecía absorto en sus pensamientos. 

—¿Qué opina de todo esto, Poirot?

—Me parece ver un esquema —dijo levantando las manos—, un proyecto determinado. 

—Es difícil —dijo Riddie.

—Sí, es difícil, pero cada vez va aumentando su significado una frase apenas musitada. 

—¿Cuál es?

—La frase en tono de broma pronunciada por Hugo Trent: «Siempre cabe la posibilidad del cri-men...».

—Sí—replicó Riddie en tono seco—. Ya me he dado cuenta de que desde el principio se ha sentido usted inclinado hacia esa posibilidad.

—¿No está de acuerdo conmigo en que cuanto más sabemos, menos motivos encontramos para el suicidio? ¡En cambio, para el asesinato tenemos una sorprendente colección de ellos!

—No obstante, hemos de recordar los hechos... la puerta ce­rrada, la llave en el bolsillo del muerto... Horquillas dobladas, cuerdas... toda clase de trucos. Supongo que sería posible... Pero ¿dan resultado esas cosas en la realidad? Eso es lo que dudo.

—De todas maneras, examinemos el caso desde el punto de vista de asesinato y no como si se tratara de suicidio.

—De acuerdo. ¡Estando usted presente, probablemente será asesinato! 

Poirot sonrió. 

—No me gusta ese comentario. 

Volvió a ponerse serio.

—Si, examinemos el caso desde la base del crimen. Se oye el disparo. En el recibidor se encuentran cuatro personas: miss Lingard, Hugo Trent, miss Cardwell y Snell. ¿Dónde están los de­más?

—Burrows en la biblioteca, según su propia declaración. Na­die puede comprobarlo. Los otros en sus habitaciones, pero ¿quién sabe dónde estaban en realidad? Al parecer todos ba­jaron por separado. Después lady Chevenix-Gore y Bury se en­contraron en el vestíbulo. Lady Chevenix-Gore salía del come­dor. ¿De dónde venía Bury? ¿No es posible que viniera no de arriba, sino del despacho? Tenemos el lápiz.

—Sí, el lápiz es interesante. No demostró la menor emoción al verlo, pero tal vez fuese por no saber dónde lo habíamos en­contrado, o ignorara el haberlo perdido. Veamos, ¿quién más estaba jugando al bridge cuando utilizó el lápiz? Hugo Trent y miss Cardwell. Y quedan descartados miss Lingard y el mayor­domo, que pueden probar sus coartadas. Queda lady Chevenix-Gore.

—No se puede sospechar seriamente de ella. 

—¿Por qué no, amigo mío? ¡Le aseguro que yo puedo sos­pechar de todo el mundo! Supongamos que, a pesar de su apa­rente devoción a su esposo, fuera al fiel Bury a quien amase en realidad...

—¡Hum! —dijo Riddie—. En cierto modo ha sido una es­pecie de ménage á trois durante años.

—¿Hubo algún disgusto por esta causa entre sir Gervase y el coronel Bury?

—Es cierto que sir Gervase podía ponerse verdaderamente desagradable. Ignoramos lo que habrá en el fondo. Podría con­cordar con el haberle llamado a usted. Digamos que sir Gervase sospechaba que Bury le robaba, pero que no deseaba que tras­cendiera, por temor a que su esposa estuviera también compli­cada. Sí, es posible. Eso les da a los dos un motivo. Y es un poco extraño que lady Chevenix-Gore haya tomado la muerte de su esposo con tanta calma.

—Luego hay otra complicación —dijo Poirot—. Miss Che­venix-Gore y Burrows. Les interesa muchísimo que sir Gervase no firme el testamento nuevo. Según el anterior, ella lo hereda todo con la única condición de que su esposo tome el nombre de la familia...

—Sí, y lo que Burrows explica acerca de la actitud de sir Ger­vase de esta tarde es un tanto extraño. ¡Que estaba contento y como satisfecho por algo! Eso no concuerda con las declaracio­nes de los demás.

—Luego tenemos también a mister Forbes. Muy correcto, muy severo, y pertenece a una firma antigua y bien establecida. Pero los abogados, incluso los más respetables, sienten tendencia a utilizar el dinero de sus clientes cuando se ven en un apuro.

—Creo que lo presenta de un modo demasiado sentimental, Poirot.

—¿Usted cree que lo que insinúo sólo ocurre en las pelícu­las? ¡Pero, mayor Riddie, si la vida real es a menudo mucho más sorprendente que las historias que vemos en el cine!

—Será mejor que terminemos de interrogar a los que faltan, ¿no le parece? —replicó el inspector—. Se está haciendo tarde. Aún no hemos visto a Ruth Chevenix-Gore, y probablemente es la más importante de todos.

—Estoy de acuerdo con usted. Y también falta miss Cardwell. Tal vez será mejor que hablemos primero con ella, puesto que no nos llevará tanto tiempo, y luego veremos a miss Che­venix-Gore. —Muy buena idea.


Capítulo 9



Aquella tarde, Poirot había dirigido a Susan Cardwell sólo una mirada superficial, y ahora la examinó con más atención. Tenía un rostro inteligente, no dema­siado hermoso, pero con un atractivo que hubiera envidiado más de una muchacha bonita. Sus cabellos eran magníficos, e iba há­bilmente maquillada. Pensó que sus ojos eran observadores.

Después de algunas preguntas preliminares, el mayor Riddie dijo:

—Ignoro lo íntimamente que usted conoce a la familia, miss Cardwell...

—No les conozco en absoluto. Hugo consiguió que me invitaran.

—Entonces, ¿es usted amiga de Hugo Trent? 

—Sí, ésa es mi posición exacta. Amiga de Hugo. 

—Susan Cardwell sonrió al pronunciar estas últimas palabras. 

—¿Le conoce desde hace mucho tiempo? 

—¡Oh, no!, hará sólo cosa de un mes. Hizo una pausa antes de agregar: 

—Voy camino de convertirme en su prometida. 

—¿Y la trajo aquí para presentarle a su familia? 

—No, nada de eso. Lo llevamos muy en secreto. Sólo vine para explorar el terreno. Hugo me dijo que esto era como una casa de locos, y creí conveniente verlo por mí misma. Hugo, el pobrecillo, es un encanto, pero no tiene cerebro. Comprenda, la posición era bastante crítica. Ni Hugo ni yo tenemos dinero, y al viejo sir Gervase, que era la principal esperanza de Hugo, se le había metido en la cabeza casarlo con Ruth. Hugo es un poco débil. Pudiera haberse avenido a contraer ese matrimo-nio con idea de separarse más tarde.

—¿Y esa idea no le parecía bien a usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Desde luego que no. Ruth pudiera haberse negado lue­go a divorciarse, o algo por el estilo. Y me mantuve firme. No iría a la iglesia de Saint Paúl hasta que pudiera hacerlo con un ramo de lirios.

—¿De modo que vino a estudiar la situación por sí misma? 

—Sí.

—Eh bien! —exclamó Poirot.

—Pues, desde luego, Hugo tenía razón. ¡Todos están locos!, excepto Ruth, que parece muy razonable. Tiene novio y es tan contraria a ese matrimonio como yo. 

—¿Se refiere a mister Burrows?

—¿Burrows? Desde luego que no. Ruth no se enamoraría de una persona tan cursi como él. 

—¿Entonces quién es el afortunado mortal? 

Susan Cardwell hizo una pausa que empleó en encender un pitillo, y luego agregó:

—Será mejor que se lo pregunten a ella. Después de todo no es asunto mío. 

El mayor Riddie preguntó:

—¿Cuándo fue la última vez que vio a sir Gervase? 

—A la hora del té. 

—¿Le sorprendió su estado de ánimo? 

La muchacha se encogió de hombros. 

—No más que de costumbre. 

—¿Qué hizo usted después del té? 

—Estuve jugando al billar con Hugo. 

—¿No volvió a ver a sir Gervase? 

—No.

—¿Y qué me dice del disparo? 

—Eso fue bastante extraño. Creí que había sonado el primer batintín, y por eso acabé de vestirme precipitadamente, y al salir de mi habitación creí oír el segundo batintín y me apresuré a bajar la escalera. La primera noche había llegado a cenar con un minuto de retraso y Hugo me dijo que estuve a punto de echar a pique nuestras esperanzas para convencer al viejo, de modo que casi corría. Hugo iba delante de mí y entonces sonó una ex­traña detonación y Hugo dijo que había sido el corcho de una botella de champaña, pero Snell replicó: «No», y de todas formas no creo que sonara en el comedor. Miss Lingard creyó que el ruido venía de arriba, pero todos estuvimos de acuerdo en que debió ser una falsa explosión y entramos en el salón sin pensar más en ello.

—¿No se le ocurrió ni por un momento que sir Gervase podía haberse pegado un tiro? —preguntó Poirot.

—Y yo le pregunto: ¿por qué iba a pensar semejante cosa? El viejo parecía disfrutar bastante de la vida. Nunca hubiese ima­ginado que hiciera una cosa así. Ni puedo imaginar por qué lo hizo, aunque supongo que porque estaba loco. 

—Una infortunada ocurrencia.

—Mucho... para Hugo y para mí. Supongo que no le habrá dejado nada, o casi nada. 

—¿Quién se lo ha dicho? 

—Hugo lo supo por el viejo Forbes.

—Bien, miss Cardwell. —El mayor Riddie hizo una pequeña pausa—. Creo que eso es todo. ¿Cree que miss Chevenix-Gore se encontrará dispuesta a bajar para hablar con nosotros? 

—Creo que sí. Iré a decírselo. 

Poirot intervino.

—Un momento, mademoiselle. ¿Ha visto esto antes? 

Le mostró el lapicero en forma de bala. 

—Oh, sí, lo vi esta tarde cuando jugábamos al bridge. Creo que pertenece al coronel Bury. 

—¿Se lo llevó al terminar el juego? 

—No tengo la menor idea. 

—Gracias, mademoiselle. Eso es todo. 

—Bien, avisaré a Ruth.

Ruth Chevenix-Gore entró en la habitación como una reina. Sus colores eran vivos y llevaba la cabeza ligeramente erguida, pero sus ojos, igual que los de Susan Cardwell, eran observa­dores. Su vestido era el mismo que le vio Poirot a su llegada... de un tono melocotón muy pálido. En el hombro llevaba pren­dida una rosa color salmón que antes estaba fresca y lozana y ahora comenzaba a marchitarse. 

—¿Y bien? —dijo Ruth.

—Siento muchísimo molestarla —comenzó a decir el mayor Riddie.

—Claro que tiene que molestarme. Igual que a todo el mundo. Aunque yo no puedo ayudarle. No tengo la más ligera idea de por qué se mató el viejo. Todo lo que puedo decirles es que nunca hubiera esperado de él semejante cosa.

—¿Observó algo anormal en él? ¿Estaba deprimido, extre­madamente excitado, algo que se saliera de lo normal? 

—No creo. No me fijé... 

—¿Cuándo lo vio por última vez? 

—A la hora del té.

—¿No fue a su despacho... más tarde? —preguntó Poirot. 

—No. La última vez que le vi fue en esta habitación. Ahí, sentado. Indicó una silla.

—Ya. ¿Ha visto alguna vez este lápiz, mademoiselle? 

—Es del coronel Bury. 

—¿Lo ha visto últimamente? 

—La verdad, no recuerdo.

—¿Sabe usted si hubo algún... desacuerdo entre sir Gervase y el coronel Bury?

—¿Se refiere acerca de la compañía Modelo Sustituto de la Goma Sintética? 

—Sí.

—Creo que sí. ¡Estaba furioso por esa cuestión! 

—¿Tal vez creía que le habían estafado? 

Ruth se encogió de hombros. 

—No entendía nada de negocios. 

Poirot dijo:

—¿Puedo hacerle una pregunta, mademoiselle..., una pre­gunta un tanto impertinente? 

—Desde luego.

—Es ésta: ¿siente usted que... su padre haya muerto? 

—Claro que sí. 

—Le miró extrañada—. No me gusta llorar, pero le echaré de menos... Quería al viejo. Así es como le lla­mamos Hugo y yo. El «viejo»... ¿sabe?... como en las antiguas tribus patriarcales. Suena un tanto irrespetuoso, pero, en reali­dad, tras esa palabra se esconde mucho afecto. ¡Claro que era el ser más testarudo e insoportable que ha existido nunca! 

—Me interesan sus palabras, mademoiselle. 

—¡El «viejo» tenía el cerebro de un mosquito! Siento tener que decirlo, pero es cierto. Era incapaz de realizar ningún tra­bajo cerebral. Aparte de esto, era todo un carácter: ¡Valiente como el que más! Capaz de ir al Polo, o batirse en duelo. Siem­pre pensé que pavoneaba tanto porque sabía que no tenía in­teligencia. Cualquiera podía engañarle. 

Poirot sacó la carta de su bolsillo: 

—Lea esto, mademoiselle. 

Ella obedeció y luego se la devolvió. 

—¡De modo que es esto lo que le ha traído aquí! 

—¿Le sugiere alguna cosa?

—No. —Meneó la cabeza—. Probablemente es bien cierto. Cualquiera pudo robarle. Johnny dice que el último encargado que hubo antes que él, le manejaba como un monigote. Com­prendan, ¡el Viejo se creía tan grande y magnífico que nunca descendía a comprobar los pequeños detalles! Era una tentación para los bribones.

—Usted le pinta de una manera muy distinta a la opinión general, mademoiselle.

—¡Oh!, bueno... tenía un buen camuflaje. Vanda, mi madre, le respaldaba en todo. Él era tan feliz creyéndose un ser todo­poderoso. Por eso, en cierto sentido, me alegro de que haya muerto. Ha sido lo mejor para él. 

—No lo comprendo, mademoiselle.

—Cada día estaba peor —dijo Ruth con pesar—. Hubieran tenido que acabar por encerrarle... La gente comenzaba a hablar de ello.

—¿Sabía usted que estaba preparando un testamento según el cual usted sólo heredaría su dinero si se casaba con mister Trent? 

Ruth exclamó:

—¡Eso es absurdo! De todas formas, creo que no sería acep­tado por la ley... Estoy segura de que no se puede obligar a la gente a casarse con quien uno disponga.

—¿Si hubiera llegado a firmar ese testamento, habría usted cumplido las condiciones, made-moiselle? La muchacha se sobresaltó. 

—Yo..., yo...

Se interrumpió, y por espacio de un par de minutos perma­neció contemplando su zapato que oscilaba, del que se despren­dió una pequeña porción de barro seco, que cayó sobre la al­fombra.

De pronto Ruth Chevenix-Gore dijo: 

—¡Esperen!

Y salió corriendo de la habitación, regresando casi inmedia­tamente con el capitán Lake.

—De todas maneras iban a descubrirlo... —dijo casi sin aliento—. Será mejor que lo sepan desde ahora. John y yo nos casamos en Londres hace tres semanas.


Capítulo 10



Es una gran sorpresa, miss Chevenix-Gore... Mistress Lake, debiera decir —dijo el mayor Riddie—. ¿No es­taba enterado nadie de su matrimonio?

—No, lo mantuvimos en secreto, aunque a John no le agra­daba mucho.

—Yo... yo sé que parece un mal sistema de hacer las cosas —replicó Lake—. Debí de haber ido directamente a hablar con sir Gervase... Ruth le interrumpió.

—Y decirle que querías casarte con su hija, para que te hu­biera dado un golpe en la cabeza, y probablemente me hubiera desheredado. Esta casa se hubiera convertido en un infierno, y nos hubieran afeado nuestro comportamiento. Créeme, mi sis­tema era mejor. Cuando una cosa está hecha, hecha está. Se hu­biera enfadado... pero al fin nos hubiese dado la razón. Lake ofrecía un aspecto compungido. 

Poirot pregunto: 

—¿Cuándo pensaba comunicárselo a sir Gervase? 

—Estaba preparando el terreno —respondió Ruth—. Últi­mamente se había mostrado más receloso con respecto a John y a mi de modo que simulé dirigir mis atenciones a Godfrey. Me figuré que como eso lo enfurecía, luego, al saber que estaba ca­sada con John, le resultaría casi un alivio. 

—¿Había alguna persona enterada de este matrimonio? 

—Sí, al fin se lo dije a Vanda. Quería tenerla de mi parte. 

—¿Y lo consiguió?

—Sí. Ella no era partidaria de que me casara con Hugo... por­que somos primos, según creo. Pensaba que la familia tenía ya demasiados miembros anormales para aumentarla con niños completamente idiotas. Claro que eso es bastante absurdo; puesto que yo sólo soy hija adoptiva. Creo que soy la hija de un primo muy lejano.

—¿Está segura de que sir Gervase no sospechaba la verdad? 

—Sí. 

Poirot dijo:

—¿Es eso cierto, capitán Lake? ¿Está seguro de que durante la entrevista que sostuvo esta tarde con sir Gervase no se men­cionó ese asunto? 

—Si, señor.

—Hay cierta evidencia, capitán Lake, que prueba que sir Gervase estaba muy excitado después del rato que estuvo con usted, y que habló un par de veces del deshonor de la fa­milia.

—No se habló del asunto —replicó Lake, palideciendo. 

—¿Fue ésa la última vez que vio a sir Gervase? 

—Si; ya se lo he dicho.

—¿Dónde estaba usted a las ocho y ocho minutos de esta tarde?

—¿Dónde estaba? En mi casa. Al final del pueblo, a casi un kilómetro de distancia. 

—¿No vino a Hamborough Clóse a esa hora? 

—No.

Poirot se volvió hacia la muchacha.

—¿Dónde estaba usted, mademoiselle, cuando su padre se suicidó? 

—En el jardín. 

—¿En el jardín? ¿Oyó el disparo?

—Sí. Pero no le presté especial atención. Creí que sería al­guien que cazaba conejos, aunque recuerdo que me pareció que había sonado muy cerca. 

—¿Por dónde volvió a entrar en la casa? 

—Entré por ese ventanal.

Con un movimiento de cabeza, Ruth indicó el que estaba a sus espaldas. 

—¿Había alguien aquí?

—No, pero Hugo, Susan y miss Lingard entraron casi in­mediatamente. Hablaban de disparos, crímenes y demás. 

—Ya... —dijo Poirot—. Sí, creo que ahora lo veo... El mayor Riddie dijo en tono indeciso: 

—Bien... gracias. Creo que, de momento, eso es todo.

Ruth y su esposo abandonaron la estancia. 

—¿Qué diablos...? —comenzó a decir Riddie, terminando descorazonado—: Cada vez resulta más difícil dar con una pista definitiva.

Poirot asintió. Había recogido el pedacito de barro seco des­prendido del zapato de Ruth y lo contemplaba pensativo.

—Es como el espejo roto de la pared... —dijo—. El espejo del muerto. Cada nuevo dato nos muestra alguna faceta distin­ta del difunto. Le vemos reflejado a través de todos los puntos de vista imaginables. Pronto tendremos una imagen completa...

Y levantándose arrojó al cesto de los papeles el pedacito de barro seco.

—Voy a decirle una cosa, amigo mío. La clave de todo es­te misterio está en el espejo. Vaya al despacho y mírelo us­ted mismo, si es que no me cree. El mayor Riddie dijo en tono resuelto: 

—Si es un crimen, a usted le corresponde probarlo. Si me pregunta a mí, le diré que se trata de un suicidio sin la menor duda. ¿Se fijó usted en que esa joven dijo que el encargado an­terior había estado robando a sir Gervase? Apuesto a que Lake contó este cuento para sus propios fines. Probablemente estaría haciendo lo mismo, sir Gervase debió sospechar y envió a bus­carle a usted porque no sabía hasta dónde habían llegado las re­laciones entre Lake y Ruth. Luego esta tarde le dijo que se ha­bían casado, y eso desmoralizó totalmente a sir Gervase. Era «demasiado tarde» para hacer nada, y decidió huir para siempre de todo. La verdad es que su cerebro nunca estuvo muy equili­brado. En mi opinión eso es lo que ocurrió. ¿Qué tiene que decir en contra?

Poirot se situó en el centro de la estancia. 

—¿Qué tengo que decir? Esto: no tengo nada que objetar contra su teoría..., pero no llega lo bastante lejos. Hay ciertas cosas que no ha tenido usted en cuenta. 

—¿Como por ejemplo...?

—Los diversos estados de ánimo de sir Gervase en el día de hoy; el hallazgo del lápiz del coronel Bury; la declaración de miss Cardwell, que es muy importante; la de miss Lingard en cuanto al orden en que fueron bajando a cenar; la posición de la butaca de sir Gervase cuando fue encontrado; la bolsa de papel que había contenido naranjas y, por último, la más importante: el es­pejo roto. 

El mayor Riddie se sobresaltó:

—¿Va usted a decirme que todo ese galimatías tiene sentido? 

Hércules Poirot repuso sin elevar la voz: 

—Espero que lo tenga... mañana.


Capítulo 11



Hércules Poirot se despertó a la mañana siguiente poco después de amanecer. Le habían destinado el dormi­torio situado en el ala este de la casa.

Saltó de la cama, se dirigió a la ventana y abriendo el postigo, comprobó satisfecho que había salido el sol y que hacía un tiempo espléndido. Comenzó a vestirse con la meticulosidad acostumbrada, y una vez terminada su toilette se arrebujó en un grueso abrigo y se ciñó al cuello una bufanda.

Luego, saliendo de puntillas de su habitación, se dirigió por la casa silenciosa hasta el salón, desde donde, tras abrir uno de los ventanales, salió al jardín.

El sol empezaba a disipar la neblina precursora de una ma­ñana espléndida. Hércules Poirot anduvo por la terraza que ro­deaba la casa hasta llegar ante los ventanales del despacho de sir Gervase, donde hizo un alto para contemplar la escena.

Inmediatamente después de los ventanales había una franja de hierba que corría paralela a la casa, y luego un gran arria­te de plantas. Las margaritas estaban espléndidas. Delante se ha­llaba el camino enlosado donde se encontraba Poirot. La franja de césped iba desde la casa a la terraza. Poirot la estuvo exa­minando cuidadosamente y luego meneó la cabeza antes de de­dicar su atención a los lados del arriate.

En la parte derecha, distinguiéndose precisamente sobre la tierra blanda, se veían huellas de pisadas.

Mientras se inclinaba sobre ellas con el ceño fruncido, oyó un ruido que le hizo volver la vista rápidamente.

Se había abierto una ventana, y pudo contemplar una cabeza de cabellos rojos. Enmarcado en aquella aureola rojiza vio el rostro inteligente de Susan Cardwell.

—¿Qué está usted haciendo a estas horas, monsieur Poirot? ¿Investigando?

Poirot se inclinó con la mayor corrección. 

—Buenos días, mademoiselle. Si, dice usted bien. ¡Está usted contemplando a un detective... a un gran detective, permítame la inmodestia... en plena investigación! 

Susan ladeó la cabeza.

—Lo escribiré en mi Diario —comentó—. ¿Puedo bajar a ayudarle? 

—Estaré encantado.

—Primero creí que era usted un ladrón. ¿Por dónde ha sa­lido? 

—Por el ventanal del salón. 

—Dentro de un minuto estaré con usted. Y cumplió su palabra. Al parecer, Poirot se encontraba exac­tamente en la misma posición que antes. 

—Se ha despertado muy temprano, mademoiselle. 

—La verdad es que no he dormido muy bien. Y empezaba a sentir esa sensación desesperada que se experimenta a las cinco de la mañana. 

—¡No es tan temprano como eso!

—¡Pues lo parece! Ahora, super-detective, ¿puede decirme lo que está mirando? 

—Pues estas huellas, mademoiselle. 

—Vaya.

—Son cuatro —continuó Poirot—. Mire, voy a indicárselas. Dos que van en dirección del ventanal y dos en dirección con­traria.

—¿De quién son? ¿Del jardinero?

—Mademoiselle, mademoiselle. Estas huellas han sido he­chas por un zapatito femenino y de tacón alto. Mire, convénzase. Le ruego que pise en la tierra al lado de ellas.

Susan vaciló un instante, pero al fin colocó su pie en el lugar indicado por Poirot. Llevaba unos zapatos de tacón alto de piel color castaño oscuro.

—¿Ve? La suya es casi de la misma medida. Casi, pero no igual. Estas otras están hechas por un pie bastante más grande que el suyo. Quizá por miss Chevenix-Gore... miss Lingard... o lady Chevenix-Gore. 

—No, lady Chevenix-Gore tiene el pie muy pequeño. Las mujeres de antes los tenían así... quiero decir que en aquellos tiempos procuraban tenerlo. Y miss Lingard siempre lleva za­patos planos.

—Entonces son de miss Chevenix-Gore. ¡Ah, sí, recuerdo que me dijo que ayer tarde estuvo en el jardín! 

—¿Seguimos investigando? —preguntó Susan. 

—Pues claro. Ahora iremos al despacho de sir Gervase. Abrió la marcha y Susan Cardwell avanzó tras él. La puerta seguía colgando, medio arrancada, y la habitación estaba igual que la noche anterior. Poirot descorrió las cortinas para que entrase la luz del día.

Estuvo contemplando el arríate un par de minutos y al final dijo:

—Supongo, mademoiselle, que usted no habrá tenido amis­tad con ladrones...

Susan Cardwell meneó la cabeza con pesar. 

—Me temo que no, monsieur Poirot.

—El inspector jefe tampoco tiene la ventaja de haber inti­mado con ellos. Sus relaciones con las clases delincuentes han sido siempre estrictamente oficiales. Yo soy distinto. En cierta ocasión tuve una charla muy interesante con un ladrón. Me contó cosas sorprendentes acerca de los ventanales de este tipo... un juego que puede emplearse cuando el pestillo está lo sufi­cientemente flojo.

Y mientras hablaba accionó el pomo, de modo que la barra central se soltase, permitiendo que Poirot tirara de las dos puer­tas del ventanal para abrirlo. Una vez hecho esto, volvió a ce­rrar... sin girar el pomo, de modo que la barra no se encajase. Soltó el pomo, aguardó un instante y luego descargó un fuerte golpe en el centro de la barra, haciendo que, debido a la vibra­ción producida por el golpe, se deslizara en su agujero... al mismo tiempo que el pomo volvía a su sitio. 

—¿Ve usted, mademoiselle? 

—Creo que sí. Susan se había puesto pálida.

—El ventanal ahora está cerrado. Es imposible entrar en una habitación estando cerrado el ventanal, pero es posible salir de ella, cerrar las puertas desde fuera, darle un golpe como yo he hecho de modo que la barra baje hasta introducirse en el agujero del suelo haciendo girar el pomo. Entonces queda herméticamente cerrado, y cualquiera al verlo diría que había sido cerrado por dentro.

—¿Es eso... —la voz de Susan tembló un tanto— es eso lo que ocurrió anoche? 

—Me parece que sí, mademoiselle. 

—No creo una palabra —dijo realmente con violencia. Poirot no replicó. Fue hasta la chimenea, desde donde se volvió para decirle:

—Mademoiselle, la necesito como testigo. Ya tengo otro, mister Trent. Me vio recoger un pedacito de cristal ayer noche y le hablé de él. Yo lo dejé donde estaba para que lo viera la policía. Incluso dije al inspector jefe lo importante que era el espejo roto, pero no supo captar mi indirecta. Ahora usted es testigo de que se coloca este pedacito de cristal, sobre el cual ya llamé la atención de mister Trent, recuérdelo, en un sobrecito... así —unió la acción a la palabra—. Y escribo en él... así, y lo cierro. ¿Es usted testigo, mademoiselle? 

—Sí... pero... pero ignoro lo que significa. 

Poirot se dirigió al otro lado de la habitación, y de pie detrás del escritorio estuvo contemplando el espejo roto que había en la pared, frente a él.

—Voy a decirle lo que significa, mademoiselle. Si usted hu­biera estado aquí ayer noche, mirando ese espejo, hubiese po­dido ver cómo se cometía el crimen...


Capitulo 12



Por primera vez en su vida, Ruth Chevenix-Gore... ahora Ruth Lake... bajó a tiempo para desayunar. Hércules Poirot se encontraba en el vestíbulo y se apartó cere­moniosamente a un lado para cederle el paso. 

—Tengo que hacerle una pregunta, madame. 

––¿Sí?

—Ayer noche estuvo usted en el jardín. ¿Pisó usted el arríate que hay ante el ventanal del despacho de sir Gervase? Ruth le miró extrañada. 

—Sí, dos veces. 

—¡Ah! Dos veces. ¿Cómo dos veces? 

—La primera estaba cogiendo margaritas. Eso fue a eso de las siete.

––¿No es una hora un poco rara para coger flores? 

––Sí, en verdad lo es. Había arreglado las flores ayer por la mañana, pero después del té Vanda dijo que las que había en­cima de la mesa del comedor no eran lo bastante frescas. A mí me parecieron bien y por eso no las había cambiado. 

—Pero su madre le pidió que las cambiara. ¿Es así? 

—Sí. De modo que salí antes de las siete. Las corté de esa parte del arríate porque casi nadie va por allí y no importa es­tropear el efecto.

—Sí, sí, pero ¿y la segunda vez? Usted dijo que fue dos veces. 

—Eso fue poco antes de cenar. Me había caído una gota de brillantina en el vestido... precisamente en el hombro. No quise molestarme en cambiarme, y ninguna de las flores artificiales que tengo iban bien con el amarillo de mi traje. Recordé haber visto una rosa cuando estaba cogiendo las margaritas, de modo que fui a cortarla y me la prendí en el hombro. 

Poirot asintió lentamente con la cabeza.

—Sí, recuerdo que ayer noche llevaba usted una rosa. ¿A qué hora fue a cortarla, madame? 

—La verdad, no lo sé.

—Pero es esencial, madame. Piense... haga memoria... 

Ruth frunció el entrecejo.

—No puedo precisarlo —dijo al fin—. Debió ser... oh, claro, debió ser a eso de las ocho y cinco. Cuando iba a entrar en la casa oí sonar el batintín y luego aquella extraña detonación. Iba deprisa porque creía que era el segundo batintín y no el primero.

—¡Ah!, de modo que usted pensó que era el segundo... ¿Y no trató de abrir el ventanal mientras estuvo en el arríate?

—Pues, a decir verdad, si. Pensé que tal vez estuviera abierto y por allí hubiese adelantado camino, pero estaba cerrado. 

—Así queda todo explicado. La felicito, madame. 

Ella le miró extrañada. 

—¿Qué quiere usted decir?

—Que tiene explicación para todo... para las huellas de su zapatos..., el pedacito de barro pegado a la suela... y sus huellas dactilares encontradas en la parte exterior del ventanal. Todo muy conveniente.

Antes de que Ruth pudiera contestar, miss Lingard bajó co­rriendo la escalera con las mejillas arreboladas y se sorprendió un tanto al ver a Poirot y Ruth Juntos. 

—Les ruego me perdonen —dijo—. ¿Ocurre algo? 

Ruth replicó furiosa:

—¡Creo que monsieur Poirot se ha vuelto loco! 

Y dando media vuelta se dirigió al comedor mientras miss Lingard volvió su rostro asombrado hacia Poirot.

—Después del desayuno —le dijo— se lo explicaré. Me gus­taría que se reunieran todos a las diez en el despacho de sir Gervase.

Y repitió su petición al entrar en el comedor. Susan Cardwell le dirigió una mirada rápida, desviándola luego para fijarla en Ruth. Hugo dijo:

—¿Eh? ¿Qué es lo que pretende? —Susan le dio un codazo y él se calló, obediente.

Cuando el desayuno hubo terminado, Poirot se puso en pie para dirigirse a la puerta, desde la que se volvió, sacando un reloj anticuado.

—Son las diez menos cinco. Dentro de cinco minutos... en el despacho.

Poirot miró a su alrededor y estuvo contemplando el círculo de rostros interrogantes. Todo el mundo estaba allí, con una sola excepción... y en aquel preciso momento la excepción hizo acto de presencia. Lady Chevenix-Gore penetró en la estancia con paso suave y lánguido. Parecía enferma y demacrada.

Poirot le acercó una butaca, que ella ocupó, mas al alzar la vista y ver el espejo roto se estremeció e hizo lo posible por la­dear un poco su asiento.

—Gervase está aún aquí —dijo en tono casual—. ¡Pobre Gervase!... Ahora pronto estará libre. 

Poirot carraspeó antes de anunciar:

—Les he pedido que vinieran aquí para que pudiesen co­nocer los hechos verdaderos del suicidio de sir Gervase.

—Fue el destino —dijo lady Chevenix-Gore—. Gervase era fuerte, pero su destino lo fue aún más. El coronel Bury se inclinó un poco hacia delante. 

—Vanda..., querida.

Sonriendo, le tendió su mano, que él tomó entre las suyas, mientras ella decía suavemente: 

—Eres un consuelo, Ned. 

Ruth dijo en tono irritado:

—¿Hemos de entender que ha averiguado definitivamente la causa del suicidio de mi padre, monsieur Poirot? 

El detective meneó la cabeza. 

—No, madame.

—¿Entonces a qué viene ese galimatías? 

Poirot replicó sin inmutarse:

—Ignoro la causa del suicidio de sir Gervase Chevenix-Gore, porque sir Gervase Chevenix-Gore no se suicidó. No se quitó la vida, puesto que le asesinaron.

—¿Asesinado? —Varias voces repitieron la palabra, y todos los rostros se volvieron hacia él sobresaltados. 

Lady Chevenix-Gore, alzando los ojos, exclamó—: ¿Asesinado? ¡Oh, no! —y meneó la cabeza de un lado a otro.

—¿Asesinado ha dicho usted? —era Hugo quien había ha­blado—. Imposible. No había nadie en la habitación cuando entramos. La ventana estaba cerrada, la puerta también, y la llave la tenia mi tío en el bolsillo. ¿Cómo pudieron matarle? 

—Sin embargo, le asesinaron.

—¿Y el asesino escapó por el agujero de la cerradura, su­pongo? —dijo el coronel Bury en tono escéptico—. ¿O voló por la chimenea?

—El asesino —dijo Poirot— salió por el ventanal. Ahora voy a demostrarle cómo. Y repitió las maniobras del ventanal. —¿Lo ven? ¡Así es como lo hizo! Desde el primer momento no me pareció probable que sir Gervase se hubiera suicidado. Había dado siempre muestras de egotismo, y un hombre así no se quita la vida.

»¡Y hay otras muchas cosas! Aparentemente, antes de morir, sir Gervase se había sentado ante su escritorio para escribir "LO LAMENTO" ante una hoja de papel, y luego se pegó un tiro. Pero antes de hacerlo, por una u otra razón, varió la posición de su butaca, volviéndola de modo que quedara al lado del escri­torio. ¿Por qué? Tenía que haber una explicación. Y comencé a ver la luz cuando descubrí un pedacito diminuto de cristal pe­gado en una de esas pesadas estatuillas de bronce...

»Me pregunté cómo era posible que aquel pedacito de espejo roto hubiera llegado hasta allí... y se me ocurrió una explicación. El espejo no había sido roto por la bala, sino por haber sido gol­peado con la pesada figura de bronce. Aquel espejo había sido roto con toda intención.

»Pero ¿por qué? Volví al escritorio y miré la butaca. Sí, en­tonces lo comprendí. Todo estaba equivocado. Ningún suicida cambia su asiento de lugar, se inclina hacia uno de sus lados y se pega un tiro. Todo fue dispuesto de aquella manera para que pareciese un suicidio.

»Y ahora llegamos a algo muy interesante. La declaración de miss Cardwell. Miss Cardwell dijo que bajó corriendo porque creyó haber oído el segundo batintín. Es decir, pensó que ya ha­bía sonado el primero.

»Ahora fíjense bien, si sir Gervase estaba sentado ante su mesa en forma normal cuando le dispararon, ¿adonde hubiera ido la bala? Viajando en línea recta, hubiera salido por la puerta, si estaba abierta, ¡y hubiera dado en el batintín! »¿Comprenden ahora la importancia de la declaración de miss Cardwell? Nadie más había oído el primer batintín, pero es que su habitación está precisamente encima de ésta y se encon­traba en la mejor situación para oírlo. ¿Recuerdan que fue sólo una nota...?

»No cabía la posibilidad de que sir Gervase se hubiera pe­gado un tiro. Un muerto no puede levantarse, cerrar la puerta con llave y colocarse en una posición conveniente. Otra persona era la responsable, y por lo tanto no fue suicidio, sino asesinato. Alguien cuya presencia fue fácilmente aceptada por sir Gervase y que estaba de pie a su lado hablando con él. Sir Gervase tal vez estaba escribiendo. El asesino acercó la pistola al lado de­recho de su cabeza y disparó. ¡El crimen se ha realizado! ¡En­tonces a trabajar deprisa! El asesino se calza unos guantes. Cie­rra la puerta y coloca la llave en el bolsillo de sir Gervase. Pero ¿y si alguien ha oído la nota del batintín? Entonces se sabría que la puerta estaba abierta y no cerrada cuando se efectuó el dis­paro. Así que cambia de posición la butaca, coloca la pistola en la mano del difunto y entonces rompe el espejo adrede. En se­guida el asesino sale por el ventanal, que luego cierra como les he demostrado, y pisa, no en la hierba, sino en el arríate, donde sus huellas puedan ser disimuladas más tarde; luego da la vuelta a la casa y penetra en el salón. Hizo una pausa y luego continuó: 

—Sólo había una persona en el Jardín cuando sonó el dis­paro. La misma que dejó sus pisadas en el arríate y sus huellas dactilares en la parte exterior del ventanal. 

Se aproximó a Ruth.

—Y usted tenía un motivo, ¿verdad? Su padre estaba ente­rado de su matrimonio secreto y estaba dispuesto a deshere­darla.

—¡Es mentira! —La voz de Ruth sonó clara y enojada—. En esa historia no hay una sola palabra de verdad. ¡Es mentira desde el principio al final!

—Las pruebas contra usted son muy fuertes, madame. Es po­sible que un jurado la crea... o no.

—No tendrá que enfrentarse con un jurado. Todos se volvieron a mirar, sobresaltados. Miss Lingard se había puesto en pie, con el rostro alterado y temblando como una azogada. 

—Yo le maté. ¡Lo confieso! Tenía mis razones. Yo... yo había estado esperando algún tiempo. Monsieur Poirot tiene razón. Le seguí hasta aquí. Antes había cogido la pistola del cajón. Me puse a su lado hablándole del libro... y disparé. Eso fue poco antes de las ocho. La bala dio en el batintín. Nunca imaginé que pudiera atravesarle la cabeza. No había tiempo para salir a bus­carla. Cerré la puerta y puse la llave en el bolsillo. Luego di vuelta a la silla, rompí el espejo, y después de escribir «LO LA­MENTO» en un pedazo de papel, salí por el ventanal, cerrán­dolo del modo que les ha demostrado monsieur Poirot. Pasé por encima del arríate, pero luego hice desaparecer mis huellas con un rastrillo que había dejado preparado. Después fui al salón, donde había dejado el ventanal abierto. Ignoraba que Ruth ha­bía salido por allí. Debió ir hacia la parte delantera de la casa mientras yo iba a la de atrás. Tuve que esconder el rastrillo en el cobertizo. Esperé en el salón hasta que oí que alguien bajaba la escalera y que Snell iba a tocar el batintín y entonces... Miró a Poirot.

—¿No sabe lo que hice entonces? 

—Sí que lo sé. Encontré la bolsa en el cesto de los papeles. Fue una idea muy ingeniosa. Hizo usted lo que les encanta a los niños. Hinchó la bolsa de aire y luego la hizo estallar. Después la arrojó a la papelera y salió corriendo al vestíbulo. De este modo establecía la hora del crimen... y una coartada para sí misma. Pero aún había una cosa que la inquietaba. No había te­nido tiempo de recoger la bala. Debía de estar cerca del batintín, y era esencial que la encontrasen en el despacho, cerca del es­pejo. Ignoro cuándo se le ocurrió la idea de apoderarse del lápiz del coronel Bury...

—Fue precisamente entonces —explicó miss Lingard—. Cuando todos entramos en el salón. Me sorprendió ver a Ruth en la habitación. Comprendí que debía de llegar del jardín y que entró por el ventanal. Entonces vi el lápiz del coronel Bury sobre la mesa del bridge y lo escondí en mi bolso. Si luego alguien me veía recoger la bala, podría decir que había sido el lápiz. A decir verdad, creí que nadie me había visto cogerla. La dejé caer junto al espejo mientras ustedes miraban el cadáver. Y cuando usted sacó a relucir ese tema me alegré de haber pensado en recoger el lápiz.

—Si, fue muy lista. Me despistó por completo. 

—Mi temor era que alguien hubiera oído el verdadero disparo, pero sabía que todos estaban en sus habitaciones vistién­dose para la cena y por lo tanto tendrían las puertas cerradas. Los criados estaban en sus dependencias. Miss Cardwell era la única que tal vez lo oyera, y sin duda pensaría que era una falsa explosión. Lo que oyó fue el batintín. Creí... creí... que todo ha­bía salido sin el menor tropiezo... Míster Forbes dijo despacio y en tono solemne: —Es una historia extraordinaria. Parece que no tenía moti­vos...

Miss Lingard replicó con voz clara:

—Había una razón... —y agregó en tono fiero—. ¡Avisen a la policía! ¿A qué están esperando? Poirot dijo sin alterarse:

—¿Quieren hacer el favor de desalojar la habitación? Mister Forbes, telefonee al mayor Riddie. Yo me quedaré aquí hasta que llegue.

Poco a poco todos fueron desfilando, mientras volvían sus rostros extrañados y sorprendidos hacia la figura erecta y del­gada de cabellos grises cuidadosamente peinados.

Ruth fue la última en marcharse, y permaneció dudando en la puerta.

—No lo comprendo —dijo enojada, desafiante y mirando a Poirot—. Hace un momento usted pensaba que había sido yo. 

—No, no. —Poirot movió la cabeza—. No, nunca lo pensé. Ruth salió de la habitación muy lentamente. Poirot quedó a solas con aquella mujer de mediana edad, me­nuda y pulcra que había confesado ser autora de un crimen tan inteligentemente planeado y cometido con tanta sangre fría.

—No —dijo miss Lingard—. Usted no pensó que hubiera sido ella. La acusó para hacerme hablar. ¿No es cierto? 

Poirot asintió con un gesto.

—Mientras esperamos —dijo miss Lingard—, ¿puede usted decirme lo que le hizo sospechar de mí?

—Varias cosas. En primer lugar, su propia declaración con respecto a sir Gervase. Un hombre orgulloso como él no hubiera hablado mal de su sobrino a un extraño. Usted quiso robustecer la teoría del suicidio. Incluso llegó a insinuar que la causa de su muerte fue algún disgusto relacionado con Hugo Trent. Eso también era algo que sir Gervase no hubiera admitido nunca ante un extraño. Luego, el objeto que usted recogió en el recibidor, y el hecho muy significativo de no mencionar que Ruth al entrar en el salón lo hizo por el ventanal. Luego encontré la bolsa de papel... ¡un objeto que no era propio encontrar en la papelera del salón en una casa como Hamborough Clóse! Usted era la única persona que estaba en el salón cuando oyó la «de­tonación». Ese truco indicaba a una mujer... es un truco casero. De modo que todo encajaba. Su interés por hacer que sospe­chara de Hugo y no de Ruth. El mecanismo del crimen... y su móvil.

La mujer de cabellos grises se irguió. 

—¿Lo conoce?

—Creo que si. ¡La felicidad de Ruth... ése fue su móvil! Ima­gino que debió verla con John Lake... y lo que había entre ellos. Y luego, como tema acceso a los papeles de sir Gervase, dio con el borrador de su último testamento... Ruth no heredaría a me­nos que se casara con Hugo Trent. Eso la decidió a tomar la justicia por su mano, aprovechándose de la circunstancia de que sir Gervase me había escrito. Probablemente vio la copia de esa carta. Ignoro qué sentimiento de temor o sospecha hizo que me escribiera. Es posible que sospechara que Burrows o Lake le es­tafaban sistemáticamente, y su incertidumbre en cuanto a los sentimientos de Ruth le decidió a buscar un investigador pri­vado. Usted se aprovechó de ello y preparó la escena para el suicidio, basando su relato en que sir Gervase estaba muy preo­cupado por algo relacionado con Hugo Trent. Usted me envió un telegrama y dijo que sir Gervase había comentado que lle­garía «demasiado tarde». Miss Lingard dijo furiosa:

—Gervase Chevenix-Gore era un bribón, un pedante y un charlatán. No iba a permitir que destrozara la felicidad de Ruth. Poirot preguntó sin alterarse: 

—¿Ruth es hija suya?

—Si... es mi hija. Había pensado en ella... muchas veces. Cuando oí que sir Gervase Chevenix-Gore necesitaba que le ayudasen a escribir la historia de la familia, aproveché la opor­tunidad. Sentía deseos de ver a mi... a mi hija. Sabía que lady Chevenix-Gore no iba a reconocerme. Han pasado muchos años... entonces yo era joven y bonita, y ahora llevo otro nom­bre. Además, lady Chevenix-Gore es demasiado ambigua para recordar nada con precisión. Ella me agradaba, pero odiaba al resto de la familia. Me trataron como a un perro. Y ahí estaba Gervase dispuesto a arruinar la vida de Ruth con su orgullo y su tontería. Pero decidí que mi hija sería feliz. ¡Y ella será feliz... si no sabe nunca quién soy! 

Era una súplica. Poirot inclinó la cabeza. 

—Por mí nadie ha de saberlo. 

—Gracias —repuso miss Lingard.

Más tarde, cuando la policía se la hubo llevado, Poirot en­contró a Ruth Lake y a su esposo en el jardín.

—¿Pensó usted realmente que había sido yo, monsieur Poi­rot? —le preguntó ella en tono de reto.

—Madame, supe que usted no podría haberlo hecho por las margaritas.

—¿Las margaritas? No comprendo.

—Madame, sólo había cuatro huellas en la hierba. Dos que iban y dos que venían. Si hubiera estado cortando flores tendría que haber dejado muchas más. Lo cual significaba que entre su primera visita y la segunda alguien había borrado las demás. Eso sólo pudo hacerlo el culpable, y puesto que sus huellas no fueron borradas, no era usted la culpable. Quedaba automáticamente eliminada. El rostro de Ruth se iluminó.

—Oh, ya comprendo. Supongo que le parecerá a usted ex­traño, pero siento compasión por esa pobre mujer. Al fin y al cabo, confesó para evitar que me detuvieran a mí o por lo menos eso he creído. Eso fue... noble, en cierto sentido. Me disgusta pensar que va a ser juzgada por un crimen. Poirot dijo en tono amable:

—No se preocupe. No llegarán a juzgarla. El doctor me ha dicho que está muy enferma del corazón y que no vivirá muchas semanas.

—Lo celebro. —Ruth arrancó una flor de azafrán y la acercó a su mejilla. 

—Pobre mujer. Quisiera saber por qué lo hizo.






Capítulo Primero



Hércules Poirot se hallaba sentado sobre la blanca arena contemplando el brillante mar azul. Iba pulcramente vestido de franela blanca y protegía su cabeza con un gran sombrero panamá; como perteneciente a la antigua generación, creía en la conveniencia de cubrirse para huir del sol. La señorita Pamela Lyall, sentada a su lado, representaba a la moderna escuela y por lo tanto cubría su cuerpo bronceado con la mínima expresión de ropa. Era además una habladora incansable.

De vez en cuando detenía su verbosidad para volver a untarse la piel con el aceite de una botellita que tenía al lado.

Al otro lado de miss Pamela Lyall estaba su gran amiga la señorita Sara Blake, tumbada cara arriba sobre una toalla de alegre colorido. El bronceado de la señorita Blake era de lo más perfecto posible, y su amiga en más de una ocasión le dirigía miradas de envidia.

—Aún tengo zonas por broncear —murmuró pesarosa—. Monsieur Poirot... ¿le importaría? Debajo de la paletilla izquierda... no llego.

El señor Poirot obedeció y luego secóse cuidadosamente la mano con su pañuelo. La señorita Lyall, cuyo principal interés en la vida era el observar a las personas que estaban a su alrededor y el sonido de su propia voz, continuó charlando.

—No me había equivocado... esa mujer... la del modelo «Chanel»... es Valentina Dacress... Chantry quiero decir. Ya me lo pareció. La reconocí en seguida. Es maravillosa, ¿verdad? Comprendo que se vuelvan locos por ella. ¡Y ella no espera otra cosa! Por eso tiene media batalla ganada. Esa pareja llegó anoche. Se llaman Gold. Él es

guapísimo...

—¿Recién casados? —murmuró Sara con voz un tanto afectada.

La señorita Lyall movió la cabeza con aire experimentado.

—¡Oh, no... sus ropas no son lo bastante nuevas! ¡Las novias se adivinan desde lejos! Señor Poirot, ¿no le parece lo más fascinante del mundo observar a los demás, y ver lo que se puede adivinar de ellos con sólo mirarlos?

—No te conformas con mirar, querida —dijo Sara dulcemente—. También haces muchas preguntas.

—Aún no he hablado con los Gold —replicó la aludida con dignidad—. Y de todas formas no veo por qué uno no ha de interesarse por sus congéneres... La naturaleza humana es sencillamente fascinadora. ¿No le parece, señor Poirot?

Esta vez se detuvo el tiempo suficiente para que su compañero pudiera contestar.

Sin apartar la vista del mar azul, monsieur Poirot replicó :

—Ça depend.

Pamela se sorprendió.

—¡Oh, señor Poirot! Yo no creo que haya nada tan interesante... tan incalculable como un ser humano!

—¡Incalculable! Eso no.

—¡Oh, pero lo son! Cuando uno piensa que ya los tiene clasificados... le salen con algo completamente inesperado.

Hércules Poirot movió la cabeza.

—No, no, eso no es cierto. Es muy raro que alguien realice una acción que no vaya dans son caractére. Y al final resulta monótono.

—¡No estoy de acuerdo con usted! —exclamó Pamela Lyall.

Guardó silencio durante todo un minuto y medio antes de volver al ataque.

—Tan pronto como veo a la gente, empiezo a preguntarme lo que serán... qué relación tienen unos con otros... lo que piensan y lo que sienten. Es... es muy emocionante.

—Nada de eso —repuso Hércules Poirot—. La naturaleza se repite más de lo que usted puede imaginar. El mar —agregó pensativo— tiene infinitamente más variedad.

Sara volvió la cabeza hacia un lado para preguntar:

—¿Usted cree que los seres humanos tienden a reproducirse según ciertos patrones? ¿Patrones estereotipados?

—Précisément —dijo Poirot trazando un dibujo sobre la arena con su dedo índice.

—¿Qué es lo que está dibujando? —preguntó Pamela, curiosa.

—Un triángulo —replicó Poirot.

Pero Pamela había puesto ya su atención en otra parte.

—Ahí vienen los Chantry —dijo.

Por la playa se acercaba una mujer... una mujer alta, muy consciente de sí misma y de su figura. Les dirigió una leve inclinación de cabeza al acomodarse a cierta distancia. Su albornoz rojo y dorado resbaló de sus hombros. Llevaba un traje de baño blanco.

Pamela suspiró.

—¿No tiene una figura encantadora?

Pero Poirot estaba contemplando su rostro... el rostro de una mujer de treinta y nueve años... que había sido famosa desde los dieciséis por su belleza.

Conocía, como todo el mundo, la historia de Valentina Chantry. Había sido célebre... por muchas cosas... por sus caprichos, su fortuna, sus enormes ojos color zafiro y sus aventuras matrimoniales. Había tenido cinco maridos e innumerables flirts. Fue la esposa sucesivamente de un conde italiano, un magnate de acero americano, un tenista profesional y de un motorista de carreras. De los cuatro, el americano había muerto, pero de los otros tres se divorció desdeñosamente. Seis meses atrás contrajo matrimonio por quinta vez... con su comandante de Marina.

Y era al quien venía por la playa tras ella. Silencioso, sombrío..., con una mandíbula enérgica y ademanes bruscos. Tenía cierto aire de gorila, primitivo.

Ella le dijo:

—Tony, querido..., ¿quieres darme mi pitillera...?

Se la entregó en el acto... prendió fuego a su cigarrillo... y la ayudó a bajarse los tirantes de su traje de baño blanco. Ella se tendió al sol, y él quedó a su lado como la fiera que guarda su presa.

Pamela dijo, bajando la voz:

—¿Sabe? Me interesan terriblemente... ¡Él es tan bruto! Tan callado y tan vehemente. Supongo que a una mujer como ella le gusta esto. ¡Debe ser como dominar a un tigre! Me pregunto cuánto tiempo durará. Se cansa muy pronto de sus maridos, según creo... sobre todo ahora. De todas formas, si ella intenta deshacerse de él, creo que puede resultarle peligroso.

Otra pareja se presentó en la playa... con bastante timidez. Eran los recién llegados de la noche anterior. Los señores Gold, según averiguó la señorita Lyall inspeccionando el libro de registro del hotel. También supo, puesto que así lo exigían los registros italianos... sus nombres de pila y sus edades respectivas.

El señor Douglas Cameron Gold contaba treinta y un años, y su esposa, Emma Gold, treinta y cinco.

Como ya hemos dicho, el mayor entretenimiento de la señorita Lyall era el estudio de los seres humanos. Y contrariamente a la mayoría de los ingleses, era capaz de entablar de buenas a primeras conversación con desconocidos, en vez de esperar los cuatro días que acostumbran los británicos dejar transcurrir antes de dar el primer paso. Ella, no obstante, sin demostrar la menor timidez ni vacilación, al ver avanzar a los Gold, les gritó:

—Buenos días; ¿verdad que hace un día precioso? 

La señora Gold era una mujer menudita... bastante semejante a un ratón. No mal parecida, sus facciones eran regulares y su figura no era despreciable, pero tenía cierto aire de desaliño que hacía que nadie reparara en ella.

Su esposo, por el contrario, era extremadamente atractivo, con una belleza casi teatral. De cabellos rubios muy rizados, ojos azules, anchos hombros y caderas estrechas. Parecía más un artista de cine que un hombre de la vida real, pero en cuanto abría la boca, aquella impresión desaparecía. Era muy natural y nada petulante, tal vez un poco estúpido.

La señora Gold miró agradecida a Pamela y sentóse cerca de ella.

—¡Qué color bronceado más bonito tiene usted! ¡Yo me encuentro tan blanca!

—Cuesta un trabajo terrible tostarse por un igual —suspiró la señorita Lyall.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Acaban de llegar, ¿verdad?

—Sí. Ayer noche. Llegamos en el barco Vapore d'Italia.

—¿Había estado antes en Rodas?

—No. Es muy bonito, ¿verdad?

Su esposo comentó:

—La lástima es que esté tan lejos.

—Sí, si estuviera más cerca de Inglaterra...

Sara dijo en voz baja:

—Sí, pero sería terrible. La gente estaría aquí como las sardinas en lata. ¡No habría ni sitio donde pisar!

—Es cierto, desde luego —repuso Douglas Gold—. Es una lástima que el cambio italiano sea tan ruinoso en la actualidad.

—Sí, hay una gran diferencia, ¿verdad?

La conversación continuó por caminos trillados, y nadie hubiera podido considerarla brillante.

Un poco más allá Valentina Chantry se incorporó para sentarse en la arena mientras con una mano sostenía su traje de baño en posición conveniente.

Bostezó como un gato mimado y miró a su alrededor con aire indiferente hasta que sus ojos se posaron en la cabeza dorada de Douglas Gold.

Movió los hombros provocativamente y habló en voz más alta de lo necesario.

—Tony, querido..., ¿no es divino... este sol? Debí ser adoradora del sol alguna vez... ¿no te parece?

Su esposo gruñó algo como respuesta, que no entendieron. Valentina Chantry continuó diciendo con voz altisonante:

—¿Quieres alisar un poco la toalla, querido?

Y con infinitos cuidados volvió a acostarse sobre la arena. Ahora Douglas Gold la miraba y en sus ojos brillaba un franco interés.

La señora Gold susurró feliz dirigiéndose a la señorita Lyall:

—¡Qué mujer más hermosa!

Pamela, que disfrutaba tanto dando informaciones como recibiéndolas, dijo en voz baja:

—Es Valentina Chantry... Antes se llamaba Valentina Dacress... Es maravillosa, ¿verdad? Él está loco por ella... ¡no la pierde de vista ni un instante!

La señora Gold miró una vez más hacia el mar y luego comentó:

—El mar está realmente precioso... y tan azul. Creo que debemos bañarnos ahora, ¿no te parece, Douglas?

Él seguía contemplando a Valentina Chantry y tardó un poco en contestar. Cuando lo hizo fue con aire ausente:

—¿Bañarnos? Oh, sí, desde luego, dentro de un minuto.

Marjorie Gold se puso en pie y avanzó hacia las olas.

Valentina, colocándose de lado, fijó su mirada en Douglas Gold, y su boca roja se curvó en una sonrisa.

A Douglas Gold se le puso el cogote encarnado.

Valentina Chantry dijo a su marido:

—Tony, querido..., ¿te importaría ir a buscarme un tarro de crema? Está encima del tocador. Quería traerlo y se me ha olvidado. Tráemelo... Eres un ángel.

El comandante, obediente, emprendió el camino del hotel.

Marjorie Gold se lanzó al mar, gritando:

—Está estupendo, Douglas... caliente. Ven.

—¿No va usted a bañarse? —le preguntó Pamela Lyall.

—¡Oh! —exclamó él distraído—. Primero quiero calentarme bien.

Valentina Chantry mantuvo la cabeza erguida unos momentos como si fuera a llamar a su esposo... pero éste estaba ya en el jardín del hotel.

—Me gusta meterme en el agua en el último momento —explicó el señor Gold.

La señora Chantry volvió a incorporarse y cogió un frasco de aceite bronceador. Al parecer, encontraba dificultad en abrirlo... el tapón se resistía a pesar de sus esfuerzos.

—¡Oh!, vaya... —dijo en voz alta—. ¡No puedo destaparlo!

Lanzó una mirada hacia el grupo.

—Tal vez ustedes...

Poirot, siempre galante, se puso en pie, mas Douglas Gold tenía la ventaja de su juventud y elasticidad, y estuvo a su lado al instante.

—¿Quiere que la ayude?

—¡Oh, gracias...! —volvía a ser la dulzura personificada—. Es usted tan amable. Soy tan torpe para estas cosas... siempre lo hago al revés. ¡Oh! ¡Ya lo ha destapado! ¡Muchísimas gracias...!

Hércules Poirot sonrió para sus adentros, y poniéndose en pie echó a andar por la playa en dirección contraria. No llegó muy lejos, pero empleó bastante tiempo. Cuando regresaba, la señora Gold salía del agua y fue a reunirse con él. Había estado nadando, y su rostro, bajo una gorra de baño nada favorecedora, estaba radiante.

Dijo casi sin aliento:

—Me encanta el agua. Y aquí está tan caliente y maravillosa.

Comprendió que era una bañista entusiasta.

—Douglas y yo tenemos locura por el mar —siguió diciendo—. Él se pasa horas en el agua.

Y Hércules Poirot dirigió su mirada por encima del hombro de su interlocutora al lugar donde aquel entusiasta nadador estaba charlando con Valentina Chantry.

Su esposa dijo:

—No comprendo por qué no viene...

Su voz tenía un ligero matiz de asombro.

Poirot posó su mirada pensativa en la persona de Valentina Chantry, considerando que otras mujeres se habrían hecho aquella misma pregunta en distintas ocasiones.

Percibió que la señora Gold contenía el aliento y dijo en tono frío:

—Supongo que se cree muy atractiva, pero a Douglas no le agrada ese tipo de mujer.

La señora Gold volvió a zambullirse y nadó hacia dentro con brazadas lentas y seguras.

Poirot dirigió sus pasos hacia el grupo sentado en la playa, y que se había visto aumentado por la llegada de un viejo militar, el general Barnes, un veterano que siempre se rodeaba de juventud. Ahora hallábase sentado entre Pamela y Sara, discutiendo con la primera diversos escándalos con profusión de detalles.

El comandante Chantry había regresado, y él y Douglas Gold estaban sentados uno a cada lado de Valentina.

Valentina charlaba con facilidad con su dulce y acariciadora voz, volviendo la cabeza ora hacia un hombre, ora hacia el otro.

Estaba terminando de contar una anécdota.

—... ¿y qué cree usted que dijo aquel tonto? «Puede que haya sido sólo un momento, pero yo la reconocería en cualquier parte.» ¿No es cierto, Tony? A mí me pareció muy amable. El mundo es tan bueno... quiero decir, que todo el mundo es bueno conmigo siempre. No sé por qué... pero lo son. Pero yo dije a Tony..., ¿recuerdas, querido...? «Tony, si tienes que tener celos de alguien, puedes tenerlos de ese comisario.» Porque, desde luego, era encantador...

Hubo una pausa y Douglas Gold dijo:

—Algunos de esos comisarios... son buenísimas personas.

—Oh, sí... pero se tomó tantas molestias... la verdad, muchísimas... y parecía tan complacido por poder ayudarme...

—Eso no tiene nada de extraño —repuso Douglas Gold—. Estoy seguro de que cualquiera lo haría por usted.

—¡Qué galante es usted! —exclamó encantada—. ¿Tony, has oído?

El comandante Chantry lanzó un gruñido.

—Tony nunca me dice cosas bonitas..., ¿verdad, corderito mío?

Y su mano blanca, de uñas largas y rojas, jugueteó con sus cabellos oscuros.

Él le dirigió una mirada de soslayo mientras Valentina murmuraba:

—La verdad es que no sé cómo me soporta. Es tan inteligente... y yo no digo más que tonterías, pero no parece importarle. A nadie le importa lo que yo diga o haga... Todos me rechazan. Estoy segura de que eso me perjudica extraordinariamente.

El comandante Chantry dijo dirigiéndose al otro hombre:

—¿Es su esposa la que está en el agua?

—Sí. Supongo que ya es hora de que vaya a reunirme con ella.

Valentina murmuró:

—Pero se está tan bien aquí al sol... No debe bañarse todavía. Tony, querido, no creo que me bañe hoy... Es el primer día que vengo a la playa y podría resfriarme. Pero, ¿por qué no te bañas ahora, Tony querido? El señor... el señor Gold me hará compañía mientras tanto.

Chantry replicó bastante ceñudo:

—No, gracias. Aún no me apetece. Creo que su esposa le está haciendo señas, Gold.

—¡Qué bien nada su esposa! —dijo Valentina—. Estoy segura que es de esas mujeres que todo lo hacen bien. Siempre me han asustado, porque tengo la impresión de que me desprecian. Yo lo hago todo tan mal... soy una completa nulidad, ¿verdad, Tony querido?

Nuevamente el comandante Chantry limitóse a gruñir.

—Eres demasiado bueno para admitirlo —le dijo su esposa en tono afectuoso—. Los hombres sois tan leales... eso es lo que más me gusta. Yo creo que los hombres son mucho más leales que las mujeres... y nunca dicen cosas desagradables. Las mujeres siempre me han parecido bastante mezquinas.

Sara Blake se volvió a Poirot, murmurando:

—¡Un ejemplo de mezquindad, insinuar que la querida señora Chantry no es una absoluta perfección! ¡Qué estúpida es esa mujer! La verdad es que me parece la más tonta de cuantas he conocido. No sabe hacer otra cosa que decir «Tony querido», y poner los ojos en blanco. Imagino que en vez de cerebro tiene algodón en rama.

Poirot alzó sus expresivas cejas.

—Un peu sévére!

—Oh, sí. Puede considerarla una auténtica «gata», si quiere. ¡Desde luego, tiene sus métodos! ¿Es que no puede dejar tranquilo a ningún hombre? Su esposo parece un nublado.

—La señora Gold nada muy bien.

—Sí, no es como nosotras, que nos molesta mojarnos. Me pregunto si la señora Chantry se bañará algún día mientras esté aquí.

—¡Qué va! —replicó el general Barnes—. No se arriesgará a descomponer su maquillaje. No es que no sea atractiva, aunque tal vez sea algo exagerada.

—Ahora le mira a usted, general —dijo Sara con mala intención—. Y se equivoca en lo del maquillaje. Hoy en día son todos fabricados a prueba de besos y de agua.

—La señora Gold sale del agua —anunció Pamela.

—Aquí venimos recogiendo nueces y flores... —canturreó Sara—. Aquí viene su esposa para llevárselo... llevárselo...

La señora Gold se acercó por la playa. Tenía una figura bonita, pero su gorro de baño era demasiado práctico para resultar favorecedor.

—¿No vienes, Douglas? —preguntó impaciente—. El mar está estupendo y caliente.

—Ahora mismo.

Douglas apresuróse a levantarse. Se detuvo un momento, que aprovechó Valentina Chantry para sonreírle.

—Au revoir —dijo.

Gold y su esposa se alejaron.

Tan pronto como estuvieron fuera del alcance de su voz, Pamela dijo en tono de crítica:

—No me parece que haya obrado bien. El arrebatar al esposo del lado de otra mujer es siempre mala política. Da la impresión de demasiada autoridad, y a los hombres no les gusta.

—Sabe usted muchas cosas de los maridos, señorita Pamela —le dijo el general Barnes.

—¡De los de las demás... no del mío!

—¡Ah! Ahí es donde está la diferencia.

—Sí; pero, general, he aprendido un montón de «Esto No debe Hacerse».

—Bien, querida —dijo Sara—. Yo no me pondría un gorro de baño así por nada del mundo.

—Me parece una mujer muy sensible —dijo el general—. Una mujercita encantadora.

—Ha dado usted en el clavo, general —replicó Sara—. Pero usted sabe que existe un límite para la sensibilidad de la mujer. Me da la impresión de que no sería tan sensible tratándose de Valentina Chantry.

Y volviendo la cabeza exclamó en voz baja y excitada:

—Mírenle ahora. Es un nublado. Ese hombre debe tener un temperamento terrible.

El comandante Chantry había fruncido el ceño después de marcharse la pareja, y su aspecto era amenazador.

—¿Bien? —dijo Sara mirando a Poirot—. ¿Qué le parece todo esto?

Hércules Poirot no contestó con palabras, sino que nuevamente trazó un signo en la arena. El mismo signo... un triángulo.

—El eterno triángulo —musitó Sara—. Tal vez tenga razón. De ser así, vamos a pasarlo muy bien durante las próximas semanas.


Capítulo 2



El señor Hércules Poirot sufrió una decepción en Rodas. Había ido a descansar y a disfrutar de sus vacaciones, y sobre todo para alejarse del crimen. Le dijeron que a finales de octubre Rodas estaría casi desierto... que era un lugar pacífico y apartado.

Eso era bastante cierto. Los Chantry, los Gold, Pamela, Sara, el general, él y dos parejas de italianos, eran los únicos huéspedes. Pero dentro de aquel círculo limitado la mente privilegiada de Poirot supo adivinar los acontecimientos que iban a ocurrir inevitablemente.

«Es que ya tengo mi mente estragada por el crimen —se dijo en tono de reproche—. ¡Es una indigestión! Y me imagino cosas que no existen.»

Pero seguía preocupado.

Una mañana, al bajar, encontró a la señora Gold sentada en la terraza y haciendo labor.

Al acercarse tuvo la impresión de que había ocultado a toda prisa un pañuelito.

La señora Gold tenía los ojos secos, pero demasiado brillantes. Y su saludo le pareció a Poirot demasiado alegre, como si quisiera disimular así su tristeza.

—Buenos días, señor Poirot —le dijo con tal entusiasmo que despertó sus sospechas.

No era posible que estuviera tan contenta de verle como pretendía. Al fin y al cabo no le conocía muy bien, y aunque Hércules Poirot era un hombre orgulloso en lo tocante a su profesión, era muy modesto al apreciar su atractivo personal.

—Buenos días, madame —respondió—. Otro día espléndido.

—Sí. ¿No es una suerte? Douglas y yo siempre tenemos suerte con el tiempo.

—¿De veras?

—Sí. La verdad es que siempre hemos tenido suerte juntos. Cuando uno ve tantos matrimonios que son desgraciados, señor Poirot, tantas parejas que se divorcian y demás, se siente agradecida por la propia felicidad.

—Me agrada oírle decir eso, madame.

—Sí. ¡Douglas y yo somos tan felices...! Nos casamos hace cinco años..., y hoy día cinco años de matrimonio es mucho tiempo.

—No me cabe la menor duda de que en algunos casos puede parecer una eternidad —replicó Poirot secamente.

—...pero en realidad creo que somos más felices ahora que cuando nos casamos. Estamos muy enamorados el uno del otro.

—Y naturalmente, eso es lo principal.

—Por eso me dan tanta pena los que no son felices.

—¿Se refiere usted...?

—¡Oh! Hablo en general, monsieur Poirot.

—Ya.

La señora Gold cogió una hebra de seda y continuó:

—Por ejemplo, la señora Chantry...

—Sí..., ¿la señora Chantry...?

—No creo que sea una mujer agradable.

—No, no; tal vez no.

—En realidad estoy convencida de que no lo es. Pero en cierto modo me da lástima, porque a pesar de su dinero y su belleza... y todo lo demás... —a la señora Gold le temblaban los dedos y no conseguía enhebrar la aguja— no es de la clase de mujeres que sepan conservar a un hombre. Creo que los hombres se cansan de ella con gran facilidad. ¿No lo cree usted así?

—Yo desde luego me cansaría de su conversación antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo —replicó Poirot con cautela.

—Sí, eso es lo que quiero decir. Desde luego, posee cierto atractivo... —la señora Gold vacilaba, con los labios temblorosos. Un observador menos astuto que Hércules Poirot no hubiera pasado por alto su desasosiego. Continuó diciendo de modo incongruente:

—¡Los hombres son como niños! Lo creen todo...

Se inclinó sobre su bordado, y Hércules Poirot consideró prudente cambiar de tema.

—¿No se baña esta mañana? —le preguntó—. ¿Y su esposo?

La señora Gold contestó en el tono más desafiante:

—No, esta mañana, no. Dijimos que iríamos a ver las murallas de la ciudad antigua. Pero no sé cómo ha sido... el caso es que no nos encontramos, y se marcharon sin esperarme.

El plural era revelador, mas antes de que Poirot pudiera decir nada, el general Barnes subió a la playa y se dejó caer en una silla junto a ellos.

—Buenos días, señora Gold. Buenos días, señor Poirot. ¿Han desertado los dos esta mañana? ¡Cuántos ausentes! Ustedes, el señor Gold y la señora Chantry. ¿Dónde han ido?

—¿Y el comandante Chantry? —preguntó Poirot en tono indiferente.

—Oh, no, está en la playa. La señorita Pamela le tiene acaparado —el general rió—. ¡Le está resultando un poco difícil! Es de esos hombres duros y silenciosos que aparecen en las novelas.

Marjorie Gold, dijo estremeciéndose:

—Ese hombre me asusta un poco. Algunas veces está tan... tan sombrío... ¡Como si fuera capaz de hacer... cualquier cosa!

Volvió a estremecerse.

—Supongo que no debe hacer bien las digestiones —dijo el general en tono alegre—. La dispepsia es responsable de muchas melancolías románticas o genios ingobernables.

Marjorie Gold le dirigió una sonrisa cortés.

—¿Y dónde está su esposo? —preguntó el general.

La respuesta llegó sin vacilación... en tono alegre y natural.

—¿Douglas? Ha ido a la ciudad con la señora Chantry. Creo que han ido a echar un vistazo a las murallas.

—¡Aja...!, sí... muy interesante. La época de los caballeros y demás. Tendría que haber ido usted también, mi querida señora.

—Creo que he bajado demasiado tarde —replicó la señora Gold.

Y poniéndose en pie al tiempo que murmuraba una excusa, se dirigió al hotel.

El general Barnes la miraba marchar con expresión preocupada y moviendo la cabeza con pesar.

—Es una mujercita encantadora. Vale más que una docena de muñecas pintarrajeadas como alguna cuyo nombre no menciono. ¡Ja! ¡Su marido es tonto! No sabe lo que tiene.

Volvió a mover la cabeza y al fin, levantándose, también entró en el hotel.

Sara Blake subía de la playa y había oído las últimas palabras del general.

Y haciendo una mueca dirigida a la espalda del ex combatiente, observó mientras tomaba aliento:

—¡Una mujercita encantadora... una mujercita encantadora! Los hombres siempre aprueban a las mujeres sencillas... pero cuando llega la hora de la verdad siempre ganan las muñecas pintadas. Es triste, pero es así.

—Mademoiselle —dijo Poirot en tono brusco—, ¡todo esto no me gusta nada!

—¿No? Ni a mí tampoco. No, para ser sincera, en realidad me gusta. En el fondo todos tenemos un lado malo que disfruta de las calamidades del prójimo y las cosas desagradables que le ocurren a nuestras amistades.

—¿Dónde está el comandante Chantry?

—En la playa. Pamela le está disecando. ¡Se está divirtiendo de lo lindo! Y por cierto que con ella no ha conseguido mejorar su humor. Cuando yo subí parecía una nube a punto de descargar. Se avecina la tormenta, créame.

—Hay algo que no comprendo... —murmuró Poirot.

—Pues es bastante fácil de comprender —dijo Sara—. Pero lo que vaya a ocurrir... eso es otra cuestión.

—Como usted bien dice, mademoiselle... es el futuro lo que me inquieta.

—Es una bonita manera de expresarse —dijo Sara entrando en el hotel.

En la puerta casi tropezó con Douglas Gold. El joven parecía bastante satisfecho de sí mismo y al mismo tiempo ligeramente culpable.

—Hola, monsieur Poirot —y agregó—: He estado enseñando las murallas de las Cruzadas a la señora Chantry. Marjorie no ha tenido ganas de venir.

Poirot enarcó las cejas, pero aunque hubiera querido no hubiese tenido tiempo de hacer ningún comentario, puesto que Valentina Chantry llegaba gritando con voz altisonante :

—Douglas... una ginebra rosa, necesito una ginebra.

Douglas Gold fue a pedirla y Valentina se sentó junto a Poirot. Aquella mañana estaba radiante.

Al ver que Pamela y su esposo se acercaban les gritó agitando una mano:

—¿Has disfrutado del baño, Tony querido? ¿Verdad que hace una mañana espléndida?

El comandante Chantry no contestó. Y una vez hubo subido el tramo de escalones, pasó sin pronunciar palabra y entró en el bar.

Llevaba los brazos caídos, lo cual acentuaba su parecido con un gorila.

Valentina Chantry se quedó con su hermosa boca abierta.

El rostro de Pamela Lyall expresaba regocijo ante aquella situación, y disimulándola cuanto le fue posible, sentóse al lado de Valentina Chantry, preguntándole:

—¿Se ha divertido?

—Ha sido maravilloso. Hemos...

Al llegar a este punto, Poirot levantóse yendo en dirección al bar, donde encontró al joven Gold esperando la ginebra rosa con el rostro arrebolado. Parecía contrariado y furioso.

—¡Ese hombre es un bruto! —dijo dirigiéndose a Poirot e indicando con la cabeza al comandante Chantry, que se alejaba.

—Es posible —replicó Poirot—. Sí, es posible; pero recuerde que a les femmes les gustan los brutos.

Douglas musitó:

—¡No me sorprendería que la maltratase!

—Y probablemente eso también le gustará a ella.

Douglas Gold le miró extrañado y cogiendo la ginebra rosa, salió a la terraza.

Hércules Poirot ocupó uno de los taburetes y pidió un sirop de cassis. Mientras lo bebía exhalando suspiros de placer, entró Chantry y pidió varias ginebras rosa en rápida sucesión.

Y de pronto dijo en tono violento, dirigiéndose al mundo en general, más que a Poirot:

—Si Valentina cree que puede deshacerse de mí como lo hizo con todos esos tontos, se equivoca. Es mía y pienso conservarla. No será de ningún otro, a menos que pase por encima de mi cadáver.

Y arrojando cierta cantidad de dinero sobre el mostrador, giró sobre sus talones y salió.


Capítulo 3



Tres días más tarde, Hércules Poirot fue a la Montaña del Profeta. Era un paseo agradable y fresco bajo los abetos verdes dorados que subía serpenteando por encima de las mezquindades y querellas de los seres humanos. El automóvil se detuvo ante el restaurante y Poirot apeóse para ir a pasear por los bosques. Al fin llegó a un lugar que parecía la verdadera cima del mundo. Allá abajo, con su azul profundo y deslumbrante, estaba el mar.

Allí por fin estaba en paz... lejos de preocupaciones... por encima del mundo. Y colocando su abrigo cuidadosamente doblado sobre un tronco cortado, se sentó al lado.

—No me cabe la menor duda de que le bon Dieu sabe lo que hace. Pero resulta extraño que haya creado ciertos seres humanos. Eh bien, aquí por lo menos, durante un rato, estaré al margen de estos molestos problemas —y dicho esto quedó absorto en la contemplación del paisaje.

De pronto alzó los ojos sobresaltado. Una mujer con un traje de chaqueta color castaño venía corriendo hacia él. Era Marjorie Gold y esta vez había abandonado todo disimulo. Su rostro estaba bañado en lágrimas.

Poirot no pudo evadirse, pues ya llegaba junto a él.

—Monsieur Poirot. Tiene que ayudarme. Soy tan desgraciada que no sé qué hacer. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Le miró con el rostro descompuesto y sus manos se aferraron a la manga de su americana. Luego, como si hubiera visto alguna cosa que la asustara, retrocedió un tanto.

—¿Qué..., qué... es eso? —tartamudeó.

—¿Quiere usted mi consejo, madame? ¿Es eso lo que me pide?

—Sí..., sí...

—Eh bien... aquí lo tiene—Poirot dijo escuetamente—: Márchese de aquí en seguida... antes de que sea demasiado tarde.

—¿Qué? —ella le miró sorprendida.

—Ya me ha oído. Abandone la isla.

—¿Dejar la isla? —le miraba estupefacta.

—Eso es lo que he dicho.

—Pero, ¿por qué...?, ¿por qué?

—Es el consejo que le doy... si aprecia su vida.

Ella contuvo la respiración.

—¡Oh! ¿Qué quiere decir con eso? Me asusta usted.., me asusta.

—Sí —replicó Poirot en tono grave—. Ésta es mi intención.

Ella escondió el rostro entre las manos.

—¡Pero no puedo! ¡Él no vendría conmigo! Me refiero a Douglas. Ella no le dejará. Se ha adueñado de él en cuerpo y alma... No querrá escuchar ni una palabra contra ella... Está loco por ella... Cree todo lo que le dice... que su marido la maltrata... que es una víctima inocente... que nadie la comprende... Ya no piensa en mí... no le intereso. Quiere que le devuelva la libertad... que me divorcie. Cree que ella se divorciará de su marido y se casará con él. Pero yo temo... Chantry no querrá. No pertenece a esa clase de hombres. Ayer noche ella le enseñó a Douglas unos cardenales que le hizo él en un brazo... según dice. Douglas se puso furioso. Es tan caballero él. ¡Oh! ¡Tengo miedo! ¿Corno terminará todo esto? ¡Dígame lo que he de hacer!

Hércules Poirot permaneció en pie contemplando la línea de colinas azules del continente asiático que se veía al otro lado del mar y dijo:

—Ya se lo he dicho. Abandone la isla antes de que sea demasiado tarde.

—No puedo... no puedo... a menos que Douglas... 

Poirot suspiró... encogiéndose de hombros.


Capítulo 4



Hércules Poirot encontrábase sentado en la playa con Pamela Lyall. Ella le decía con cierta complacencia: 

—¡El triángulo se robustece! Ayer noche estaban sentados uno a cada lado de ella... lanzándose miradas incendiarias. Chantry había bebido demasiado y estuvo insultando a Douglas Gold. Gold se portó muy bien. Conservó la calma. Valentina disfrutaba, desde luego. Runruneaba como lo que es... una tigresa devoradora de hombres. ¿Qué cree usted que ocurrirá?

Poirot movió la cabeza.

—Tengo miedo. Tengo mucho miedo...

—¡Oh, como todos nosotros! —replicó miss Lyall hipócritamente y agregó—: Este asunto pertenece a su especialidad. O puede que llegue a pertenecer. ¿No puede hacer nada?

—He hecho lo que he podido.

La señorita Lyall inclinóse hacia delante presa de curiosidad.

—¿Qué ha hecho usted?

—Aconsejar a la señora Gold que abandonara la isla antes de que fuera demasiado tarde.

—¡Oh...! ¿De modo que usted cree...? —se detuvo.

—¿Diga mademoiselle?

—¡De modo que eso es lo que usted cree que va a ocurrir! —repuso Pamela despacio—. Pero él no podría... nunca haría una cosa así... En realidad es tan agradable... Toda la culpa la tiene esa Valentina Chantry. Él no cometería... él no cometería —hizo una pausa, agregando en voz baja—: ¿Un asesinato? ¿No es ésa la palabra que tiene usted en el pensamiento?

—Lo está en otro pensamiento, mademoiselle. Se lo aseguro.

Pamela estremecióse.

—No lo creo —declaró.


Capítulo 5



El desarrollo de los acontecimientos de la noche del veintiocho de octubre fue clarísimo. Para empezar, hubo una escena entre los dos hombres... Gold y Chantry. Chantry fue elevando la voz y sus últimas palabras fueron oídos por cuatro personas... el cajero, el gerente, el general Barnes y Pamela Lyall.

—¡Maldito cerdo! Si usted y mi mujer piensan que van a burlarse de mí, están equivocados. Mientras viva, Valentina seguirá siendo mi esposa.

Y dicho esto salió del hotel con el rostro lívido de coraje.

Eso fue antes de cenar. Después de la cena, nadie supo cómo, tuvo lugar la reconciliación. Valentina le pidió a Marjorie Gold que la acompañara a dar un paseo bajo la luz de la luna. Pamela y Sara fueron con ellas, mientras Gold y Chantry jugaban al billar. Cuando terminaron la partida se reunieron en el vestíbulo con Hércules Poirot y el general Barnes.

Y por primera vez Chantry estaba sonriente y de buen humor.

—¿Qué tal la partida? —preguntó el general.

—¡Ese muchacho es demasiado bueno para mí! —replicó el comandante—. Ha empezado haciendo cuarenta y seis carambolas seguidas. 

Douglas Gold repuso con modestia:

—Pura casualidad. Le aseguro que fue así. ¿Qué quiere tomar? Iré a buscar un camarero.

—Ginebra rosa, gracias.

—Bien. ¿Y usted, general? 

—Gracias. Tomaré un whisky con seltz.

—Yo también. ¿Y usted, señor Poirot?

—Es usted muy amable. Yo quisiera un sirop de cassis.

—¿Un sirop... qué?

—Sirop de cassis. Es jarabe de grosellas negras.

—¡Oh, un licor! Ya. Supongo que lo tendrán; pero nunca lo había oído nombrar.

—Sí, lo tienen, pero no es un licor.

Douglas Gold dijo riendo:

—Me parece un gusto bastante raro... pero cada hombre con su veneno. Iré a encargarlo.

El comandante Chantry tomó asiento. A pesar de que su natural no era hablador ni sociable, era evidente que hacía cuanto le era posible por mostrarse cordial.

—Es curioso ver cómo uno se acostumbra a vivir sin noticias —comentó.

El general lanzó un gruñido.

—No puedo decir que el Continental Daily Mail, que llega con cuatro días de retraso, me sirva de mucho. Claro que me envían el Times y el Punch cada semana, pero tardan demasiado en llegar.

—Me pregunto si no tendremos elecciones generales por la cuestión de Palestina...

—Ha sido llevada pésimamente —declaró el general cuando Douglas Gold reaparecía seguido del camarero y las bebidas.

El general acababa de comenzar una anécdota de su carrera militar en la India durante el año mil novecientos cinco, y los dos ingleses le escuchaban cortésmente, aunque sin gran interés, en tanto que Hércules Poirot sorbía su sirop de cassis.

Al llegar al fin de la narración hubo un coro de risas más o menos sinceras.

En aquel momento apareció el grupo de señoras. Las cuatro venían del mejor humor, charlando y riendo.

—Tony querido, ha sido divino —exclamó Valentina dejándose caer en una silla junto a él—. La señora Gold ha tenido una idea maravillosa. ¡Debían haber venido todos ustedes!

Su esposo dijo:

—¿Quieren beber algo?

Y miró interrogadoramente a las señoras.

—Para mí, ginebra rosa, querido —dijo Valentina.

—Ginebra y cerveza de jengibre —pidió Pamela.

—Un sidecar —fue la elección de Sara.

—Bien —Chantry se puso en pie y entregó su ginebra rosa aún intacta a su esposa—. Toma ésta. Ya pediré otra para mí. ¿Y usted, señora Gold?

La señora Gold se estaba quitando el abrigo ayudada por su esposo y se volvió sonriente.

—¿Puedo tomar una naranjada, por favor?

—Lo que guste. Una naranjada.

Fue hacia la puerta y la señora Gold sonrió a su esposo.

—Ha sido delicioso, Douglas. Ojalá hubieras venido con nosotros.

—A mí también me hubiera gustado. Iremos otra noche, ¿verdad?

Se sonrieron.

Valentina Chantry alzó la copa de ginebra rosa y la vació de un trago.

—¡Oh! Lo necesitaba —suspiró.

Douglas Gold colocó el abrigo de Marjorie sobre una silla y al volver junto al grupo preguntó:

—Hola, ¿qué es lo que ocurre?

Valentina Chantry estaba reclinada en su silla con los labios amoratados y la mano puesta sobre el corazón.

—Me encuentro... muy rara... —musitó luchando por respirar.

Chantry volvía en aquel momento y apresuró el paso.

—Pero, Val, ¿qué te ocurre?

—No... no lo sé... La ginebra... tenía un sabor extraño.

¿La ginebra rosa?

Chantry giró en redondo con el rostro alterado y cogió a Douglas por un hombro.

—Era mi copa... Gold, ¿qué diablos había puesto en ella?

Douglas Gold contemplaba el rostro convulso de la esposa de Chantry, que ahora estaba palidísimo.

—Yo... yo... nunca...

Valentina Chantry se desplomó en su butaca.

El general Barnes exclamó:

—Traigan un médico... pronto.

Cinco minutos después Valentina Chantry había dejado de existir.





Capítulo 6



A la mañana siguiente no hubo baño. Pamela Lyall, muy pálida y con un sencillo traje oscuro, sorprendió a Hércules Poirot en el vestíbulo, para arrastrarlo al interior del salón.

—¡Es horrible! —le dijo—. ¡Horrible! ¡Usted lo dijo! ¡Usted lo previó! ¡Un crimen!

El detective inclinó la cabeza gravemente.

—¡Oh! —exclamó Pamela golpeando el suelo con el pie—. ¡Usted debió impedirlo como fuera! ¡Pudo haberlo impedido!

—¿Cómo? —quiso saber Hércules Poirot.

De momento quedó cortada.

—¿No podía haber acudido a alguien... a la policía...?

—¿Para decirles qué? ¿Qué es lo que uno puede decir... antes del hecho? ¿Que alguien lleva el crimen en su corazón? Le aseguro, mon enfant, que si un ser humano está decidido a matar a otro...

—Pudo haber avisado a la víctima —insistió Pamela.

—Algunas veces —replicó el detective— los avisos son inútiles.

—Pudo avisar al asesino... —dijo Pamela despacio—, demostrando que conocía sus intenciones.

Poirot asintió.

—Sí... ése es mejor plan. Pero incluso entonces hay que contar con el principal defecto de un criminal.

—¿Y cuál es?

—¡El orgullo! Un criminal nunca cree que su crimen puede fallar.

—Pero es absurdo... estúpido —exclamó Pamela—. ¡Ha sido un crimen infantil! Vaya, la policía arrestó en seguida a Douglas Gold.

—Sí —contestó Poirot—. Douglas Gold es un joven muy estúpido.

—¡Ya lo creo! Oí decir que encontraron el resto del veneno... que no sé cuál era...

—Estrofantina... un fuerte veneno que ataca al corazón.

—Y lo encontraron en el bolsillo de su chaqueta.

—Es bien cierto.

—¡Es una tontería increíble! —volvió a decir Pamela—. Tal vez tuviera intención de deshacerse de él más tarde... y la sorpresa de ver que la víctima era otra le paralizara. ¡Qué escena para una comedia! El amante poniendo estrofantina en el vaso del marido, y entonces, cuando está distraído, es la mujer quien se lo bebe... Piense en el momento terrible en que Douglas Gold comprendió que había matado a la mujer que amaba...

Ella se estremeció.

—Su triángulo. ¡El eterno Triángulo! ¿Quién hubiera pensado que terminaría así?

—Yo me lo temía —murmuró Poirot.

Pamela se volvió hacia él.

—Usted le previno... me refiero a la señora Gold. ¿Por qué no le advirtió también a él?

—¿Quiere decir por qué no advertí a Douglas Gold?

—No. Me refiero al comandante Chantry. Podría haberle dicho también que corría peligro... al fin y al cabo... él era el verdadero obstáculo. No me cabe la menor duda de que Douglas Gold confiaba en convencer a su esposa para que le concediera el divorcio... es una mujercita pobre de espíritu y está muy enamorada de él. Pero Chantry es una especie de demonio y estaba resuelto a no devolver a Valentina su libertad.

El detective se encogió de hombros.

—No hubiera servido de nada haber hablado con Chantry —dijo.

—Tal vez no —admitió Pamela—. Probablemente le hubiera dicho que sabía cuidar de sí mismo y que se fuera usted al diablo. Pero tengo la impresión de que podía haberse hecho algo.

—Yo pensé —replicó Poirot despacio— en tratar de persuadir a Valentina Chantry para que abandonara la isla, pero ella no hubiera creído mis palabras. Era demasiado estúpida para tomar en serio una cosa así. Pouvre femme! Su estupidez la ha matado.

—No creo que hubiera servido de nada el que hubiese abandonado la isla —dijo Pamela—. Él la hubiera seguido seguramente.

—¿Él?

—Douglas Gold.

—¿Usted cree que Douglas Gold se hubiera marchado tras ella? Oh, no, mademoiselle, está equivocada... completamente equivocada. Aún no ha comprendido la verdad de este caso. Si Valentina Chantry hubiera dejado la isla, su esposo se hubiese ido con ella.

Pamela le miró extrañada.

—Claro, es natural.

—Y entonces el crimen hubiera tenido lugar en otra parte... el asesinato de Valentina Chantry por su esposo.

Pamela se sobresaltó.

—¿Trata de decirme que fue el comandante Chantry... Tony Chantry... quien asesinó a Valentina?

—Sí. ¡Usted le vio hacerlo! Douglas Gold le trajo su copa y se sentó ante él. Cuando entraron las señoras todos miramos hacia la puerta; echó la estrofantina que tenía preparada en la ginebra rosa y muy cortésmente se la entregó a su esposa, que la tomó.

—¡Pero el paquetito de estrofantina fue encontrado en el bolsillo de Douglas Gold!

—Fue muy sencillo deslizarlo en su americana mientras todos rodeábamos a la moribunda.

Transcurrieron un par de minutos antes de que Pamela recobrara el aliento.

—¡Pero no entiendo ni jota! El triángulo... usted dijo...

Poirot, tras escuchar, movió la cabeza con energía.

—Dije que había un triángulo... sí. Pero usted imaginó el falso. ¡Fue usted víctima de una hábil interpretación! Usted pensó, como así se pretendía, que Tony Chantry y Douglas Gold estaban enamorados de Valentina Chantry. Usted creyó, como pretendían se creyera, que Douglas Gold, estando enamorado de Valentina Chantry, cuyo esposo habíase negado a divorciarse, dio el paso desesperado de administrar un fuerte veneno a Chantry, y que por un error fatal fue Valentina quien lo tomó. Todo esto es pura ilusión. Chantry había pensado deshacerse de su mujer. Desde el principio pude comprender que estaba harto de ella. Se casó por su dinero y ahora desea contraer matrimonio con otra mujer... y por ello planeó librarse de Valentina y conservar su dinero. Eso implicaba el crimen.

—¿Hay otra mujer?

—Sí, sí —replicó Poirot despacio—. La pequeña Marjorie Gold. ¡Desde luego, era el eterno triángulo! Pero usted lo vio equivocadamente. Ninguno de esos dos hombres estaban enamorados de Valentina Chantry. Fue su vanidad y la hábil puesta en escena de Marjorie Gold lo que le hizo pensarlo. La señora Gold es una mujer muy inteligente y en extremo atractiva en su estilo de madona modesta e insignificante. He conocido a cuatro criminales del mismo tipo. La señora Adams, que salió absuelta por la muerte de su esposo, pero todo el mundo sabe que lo mató. Mary Parker se deshizo de una tía, un novio y dos hermanos antes de que tuviera un descuido y fuese descubierta. Luego, la señora Rowden, que fue ahorcada. Y la señora Lecray, que escapó por un pelo. Esta mujer pertenece exactamente al mismo tipo. ¡La reconocí en el primer momento! ¡Ese tipo disfruta con el crimen como el pato en el agua! Y la verdad es que estaba muy bien planeado. Dígame, ¿qué pruebas tenía usted de que Douglas Gold estuviera enamorado de Valentina Chantry? Si lo piensa bien, comprenderá que sólo las confidencias de la señora Gold y los arranques de celos de Chantry. ¿No es cierto? ¿Lo comprende ahora?

—Es horrible —exclamó Pamela.

—Fueron una pareja muy lista —dijo Poirot con aire profesional—. Planearon «encontrarse» aquí y realizar su crimen. ¡Esa Marjorie Gold tiene la sangre fría de un diablo! Hubiera enviado a su pobre marido inocente al patíbulo sin el menor remordimiento.

Pamela exclamó:

—Pero ayer noche fue detenido y se lo llevó la policía.

—Ah —dijo Poirot—; pero después yo estuve hablando con la policía. Es cierto que no vi a Chantry en el momento de echar el veneno en la copa; yo, como todos los demás, estaba mirando a las señoras que entraban. Pero en el momento en que comprendí que Valentina Chantry había sido envenenada, no aparté los ojos de su esposo. Y de este modo pude verle deslizar el paquetito de estrofantina en el bolsillo de Douglas Gold... ¿comprende?

Y agregó con expresión grave:

—Soy un buen testigo. Mi nombre es bien conocido y desde el momento que la policía oyó mi historia comprendió que el caso en cuestión tomaba un aspecto completamente distinto.

—¿Y luego?

—Eh bien, hicieron algunas preguntas al comandante Chantry. Trató de negarlo, pero no es muy inteligente y pronto se descubrió.

—¿De modo que Douglas Gold ha sido puesto en libertad?

—Sí.

—¿Y Marjorie Gold?

El rostro de Poirot se ensombreció.

—Yo la advertí —dijo—. Sí, la advertí... arriba, en el Monte del Profeta... Era la única posibilidad de evitar el crimen. Casi le dije que sospechaba de ella, lo comprendió, pero se creía demasiado lista... Le dije que abandonara la isla si apreciaba su vida y prefirió... quedarse...


FIN







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