AGATHA CHRISTIE - EL CRIMEN DE LA CINTA METRICA






Hoy leeremos "El crimen de la cinta métrica" de nuestra amada Agatha Christie, comencemos.










“Asiendo” el llamador, la señorita Politt lo dejó caer sobre la puerta de la casita. Luego de un breve intervalo llamó de nuevo. El paquete que llevaba bajo el brazo le resbaló un tanto al hacerlo, y tuvo que volver a colocarlo en su sitio. En aquel paquete llevaba el nuevo vestido de invierno de la señora Spenlow, de color verde, dispuesto para la prueba. De la mano izquierda de la señorita Politt pendía una bolsa de seda negra, que contenía la cinta métrica, un acerico de alfileres y un par de tijeras grandes y prácticas.

La señorita Politt era alta y delgada, de nariz puntiaguda, labios finos y cabellos grises. Vaciló unos momentos antes de llamar por tercera vez. Mirando al final de la calle, vio una figura que se aproximaba rápidamente y la señorita Hartnell, jovial y curtida, con sus cincuenta y cinco años, le gritó con su voz potente y grave:

—¡Buenas tardes, señorita Politt!

La modista respondió:

—Buenas tardes, señorita Hartnell —Su voz era extremadamente suave y moderada. Había comenzado a trabajar como doncella en casa de una gran señora—. Perdóneme —prosiguió—, pero ¿sabe por casualidad si está en casa la señora Spenlow?

—No tengo la menor idea.

—Es bastante extraño que no conteste a mis llamadas. Esta tarde tenía que probarle el vestido. Me dijo que viniese a las tres y media.

La señorita Hartnell consultó su reloj de pulsera.

—Ahora es un poco más de la media —contestó.

—Sí. He llamado ya tres veces, pero no contesta nadie; por eso me preguntaba si no habría salido y habrá olvidado que tenía que venir yo. Por lo general no se olvida, y además quería estrenar el vestido pasado mañana.

La señorita Hartnell atravesó la puerta de la verja y llegóse al jardín para reunirse con la señorita Politt.

—¿Y por qué no le ha abierto Gladys? —quiso saber—. Oh, no, claro, es jueves... es su día libre. Me figuro que la señora Spenlow se habrá quedado dormida. Me parece que no consigue usted hacer gran ruido con ese chisme.

Y alzando el llamador lo descargó con todas sus fuerzas. Rat-tat-tat-tat y, además golpeó la puerta con las manos. También gritó con voz estentórea:

—¡Eh! ¿No hay nadie ahí dentro?

No obtuvo respuesta.

—Oh, yo creo que la señora Spenlow debe de haberse olvidado y se habrá ido —murmuró la señorita Politt—. Volveré cualquier otro rato.

—Tonterías —replicó la señorita Hartnell con firmeza—. No puede haber salido. Yo la hubiera encontrado. Voy a echar un vistazo por las ventanas para ver si da señales de vida.

Y riendo con su habitual buen humor, para indicar que se trataba de una broma, miró superficialmente por la ventana más próxima, pues sabía que los señores Spenlow no utilizaban aquella habitación, ya que preferían la salita de la parte posterior.

A pesar de ser una mirada superficial consiguió su objetivo. Es cierto que la señorita Hartnell no vio signos de vida. Al contrario, a través de la ventana distinguió a la señora Spenlow tendida sobre las alfombra... y muerta.

—Claro que —decía la señorita Hartnell contándolo después— procuré no perder la cabeza. Esa criatura, la señorita Politt, no hubiera sabido qué hacer. Tenemos que conservar la serenidad —le dije—. Usted quédese aquí y yo iré a buscar al alguacil Palk. Ella protestó diciendo que no quería quedarse sola, pero no le hice el menor caso. Hay que mantenerse firme con esa clase de personas. Les encanta armar alboroto. De modo que cuando iba a marcharme, en aquel preciso momento, el señor Spenlow doblaba la esquina de la casa.

La señorita Hartnell hizo una pausa significativa, permitiendo a su interlocutora que le preguntara impaciente:

—Dígame: ¿qué aspecto tenía?

La señorita Hartnell prosiguió:

—¡Con franqueza, ¡inmediatamente sospeché algo! Estaba demasiado tranquilo. No se sorprendió lo más mínimo. Y puede usted decir lo que quiera, pero no es natural que un hombre que oye decir que su mujer está muerta no exteriorice la menor emoción.

Todo el mundo tuvo que darle la razón.

La policía también. Y no tardaron en averiguar cuál era su situación después de la muerte de su esposa, descubriendo que ella era rica y que todo su dinero iría a parar a manos del viudo gracias a un testamento hecho a toda prisa poco después del matrimonio, cosa que despertó generales sospechas.

La señorita Marple, la solterona de rostro afable (y según algunos de lengua afilada), que vivía en la casa contigua a la rectoría, fue interrogada muy pronto... a la media hora del descubrimiento del crimen. El alguacil Palk, con una libreta de notas para datos, le dijo:

—Si no le molesta, señora, tengo que hacerle unas preguntas.

La señorita Marple repuso:

—¿Acerca del asesinato de la señora Spenlow?

Palk se sorprendió.

—¿Puedo preguntarle cómo se enteró de ello?

—Por el pescado.

La respuesta fue perfectamente inteligible para el alguacil, quien supuso con gran acierto que el repartidor del pescado le habría llevado la noticia al mismo tiempo que la merluza o las sardinas.

—Fue encontrada en el suelo de la sala estrangulada —continuó la señorita Marple—, posiblemente con un cinturón muy estrecho; pero fuera lo que fuese, no ha aparecido.

—¿Cómo es posible que Fred se entere de todo...? —comenzó a decir Palk.

La señorita Marple le interrumpió.

—Lleva un alfiler en la solapa.

Palk se miró el lugar indicado.

—Dicen: «Ver un alfiler y cogerlo, y todo el día tendrás buena suerte.»

—Espero que sea verdad. Y ahora dígame, ¿qué es lo que quería decirme?

El alguacil se aclaró la garganta y con aire de importancia consultó su libreta.

—El señor Arturo Spenlow, esposo de la interfecta, ha prestado declaración. El señor Spenlow dice que a las dos y media, según sus cálculos, le telefoneó la señorita Marple para pedirle que fuera a verla a las tres y cuarto, pues tenía precisión de consultarle algo. Dígame, señorita, ¿es cierto?

—Desde luego que no —repuso la señorita Marple.

—¿No telefoneó al señor Spenlow a las dos y media?

—Ni a esa hora ni a ninguna otra.

—¡Ah! —exclamó Palk, retorciéndose el bigote con satisfacción.

—¿Qué más dijo el señor Spenlow?

—Según su declaración, él vino aquí atendiendo a su llamada, y salió de su casa a las tres y diez, y que al llegar, la doncella le comunicó que la señorita Marple «no estaba en casa».

—Eso es cierto —replicó la solterona—. Él vino aquí, pero yo me encontraba en una reunión del Instituto Femenino.

—¡Ah! —volvió a exclamar Palk.

—Dígame, alguacil, ¿sospecha usted acaso que el señor Spenlow haya dado muerte a su esposa?

—No puedo asegurar nada en este momento, pero me da la impresión de que alguien, sin mencionar a nadie, se las quiere dar de muy listo.

—¿El señor Spenlow? —preguntó la señorita Marple, pensativa.

Le agradaba el señor Spenlow. Era un hombre delgado, de pequeña estatura, de hablar mesurado y convencional y el colmo de la respetabilidad. Parecía extraño que hubiera ido a vivir al campo, pues era evidente que había pasado toda su vida en la ciudad, y confió sus razones a la señorita Marple.

—Desde joven tuve deseos de vivir en el campo —le dijo— y tener un jardín de mi propiedad. Siempre me gustaron mucho las flores. Ya sabe, mi esposa tenía una floristería. Es donde la vi por primera vez.

Un simple comentario, pero que dejaba adivinar el idilio: Una señora Spenlow mucho más joven y hermosa, con un fondo de flores.

No obstante el señor Spenlow, en realidad, no sabía nada acerca de las flores... ni de semillas, poda, época de plantación, etc. Sólo tenía una imagen en su mente... la imagen de una casita con un jardín repleto de flores de brillantes colores y dulce aroma. Le pidió que le instruyera, y fue anotando en su libretita todas las respuestas de la señorita Marple.

Era un hombre de ademanes reposados. Y tal vez por eso la policía interesóse por él cuando su esposa fue encontrada asesinada. A fuerza de paciencia y perseverancia averiguaron muchas cosas respecto a la difunta señora Spenlow... y pronto lo supo también todo Saint Mary Mead.

La finada señora Spenlow había comenzado su vida como camarera de una gran casa, que dejó para casarse con el segundo jardinero, y con él puso una tienda de flores en Londres. El negocio había prosperado, pero no así el jardinero, que al poco tiempo enfermó y murió. Su viuda llevó adelante la tienda y tuvo que ampliarla, pues no cesaba de prosperar. Luego la había traspasado a muy buen precio y volvió a embarcarse en un segundo matrimonio... con el señor Spenlow, un joyero de mediana edad, que había heredado un negocio reducido y decadente. Poco después lo vendieron, yendo a vivir a Saint Mary Mead.

La señora Spenlow era una mujer bien educada. Los beneficios del establecimiento de flores los había invertido... «con ayuda de los espíritus», según explicaba a todo el mundo. Y éstos le habían aconsejado con inesperado acierto.

Todas sus inversiones resultaron magníficas. Sin embargo, en vez de afianzarse en sus creencias «espiritistas», la señora Spenlow abandonó las sesiones y los médiums, y se entregó rápidamente, pero de corazón, a una oscura religión con afinidades indias que se basaba en varias formas de inspiraciones profundas. No obstante, cuando llegó a Saint Mary Mead, se adscribió temporalmente a la iglesia anglicana. Pasaba muchos ratos con el vicario, y asistía a los oficios religiosos con asiduidad. Era parroquiana de los comercios de la localidad y jugaba al bridge en las reuniones.

Una vida monótona.., sencilla. Y de repente... el crimen.






El coronel Melchett, jefe de policía, había mandado llamar al inspector Slack.

Slack era un tipo positivista. Cuando tomaba una resolución, no se volvía atrás, y ahora estaba seguro de sus hipótesis.

—Fue el esposo quien la mató, señor —declaró.

—¿Usted cree?

—Estoy completamente seguro. Sólo tiene que mirarle. Es culpable como el mismo diablo. No demuestra la menor pena o emoción. Volvió a la casa sabiendo que su mujer estaba muerta.

—¿Y no hubiera intentado por lo menos representar el papel de marido desconsolado?

—Él no, señor. Está demasiado seguro de sí mismo. Algunos caballeros no saben fingir.

—¿Alguna otra mujer en su vida? —preguntó el coronel Melchett.

—No he podido dar con el rastro de ninguna. Claro que este hombre es muy listo. Sabe «despistar». Yo creo que estaba harto de su esposa. Ella tenía el dinero y me parece que era de carácter difícil de soportar. Así que a sangre fría decidió deshacerse de ella y vivir cómodamente solo y a sus anchas.

—Sí, supongo que puede haber sido ése el caso.

—Puede usted estar seguro de que fue así. Trazó sus planes con todo cuidado. Fingió una llamada telefónica...

Melchett le interrumpió:

—¿No han podido comprobar la llamada?

—No, señor. Eso significa que, o bien han mentido, o que fue hecha desde un teléfono público. Los únicos teléfonos públicos del pueblo son el de la estación y el de Correos. Desde Correos no llamó. La señorita Blade ve a todo el que entra. En el de la estación, tal vez. Hay un tren que llega a las dos y veintisiete y a esa hora se ve bastante concurrida. Pero lo principal es que él dice que fue la señorita Marple quien le llamó, y eso, desde luego, no es cierto. La llamada no fue hecha desde su casa, y ella estaba en el Instituto Femenino.

—¿Y no habrá pasado por alto la posibilidad de que alguien quitara de en medio al marido... para poder asesinar a la señora Spenlow?

—Se refiere a Ted Gerard, ¿verdad? He estado investigando..., pero tropezamos con la falta de motivos. Él no iba a ganar nada. Sin embargo, es un indeseable. Y tiene un buen número de desfalcos en su haber.

—Es miembro del Grupo Oxford.

—No digo que no sea un equivocado. No obstante, él mismo fue a confesárselo a su patrón. Dijo que estaba arrepentido y comenzó a devolver el dinero. Y no digo que no fuera una artimaña... pudo pensar que sospechaban y decidir representar la comedia.

—Tiene usted una mentalidad muy escéptica, Slack —dijo el coronel Melchett—. A propósito, ¿ha hablado usted con la señorita Marple?

—¿Qué tiene ella que ver con esto, señor?

—Oh, nada. Pero ya sabe... oye cosas... ¿Por qué no va a charlar un rato con ella? Es una anciana muy inteligente.

Slack cambió de tema.

—Quería preguntarle una cosa, señor: en casa de sir Robert Abercrombie, donde la difunta trabajaba, hubo un robo de esmeraldas... que valían una fortuna. No aparecieron. He estado calculando... y debió ser cuando estaba allí la señora Spenlow, aunque entonces sería casi una niña. No creerá que estuviera complicada en el robo, ¿verdad, señor? Spenlow, como ya sabe, era uno de esos joyeros de vía estrecha...

—No creo que tuviera nada que ver —repuso Melchett meneando la cabeza—. Entonces ni siquiera conocía a Spenlow. Recuerdo el caso. La opinión policíaca fue que el hijo de la casa.., Jim Abercrombie.. estaba mezclado en el asunto... Era un joven muy gastador. Tenía un montón de deudas, que pagó precisamente después de ocurrido el robo... El viejo Abercrombie dificultó un poco las cosas... y quiso distraer la atención de la policía.

—Era sólo una idea, señor —dijo Slack.






La señorita Marple recibió al inspector Slack con satisfacción, sobre todo al saber que le enviaba el coronel Melchett.

—Vaya, la verdad, el coronel Melchett es muy amable. No sabía que me recordaba.

—Me indicó el coronel que viniera a verla, pues, sin duda, sabía todo lo que ocurre en Saint Mary Mead.., que valga la pena.

—Es muy amable, pero la verdad es que no sé nada en absoluto. Quiero decir, con respecto a este crimen.

—Pero sabe lo que se murmura.

—Oh, claro..., pero no va una a repetir simples habladurías.

—Ésta no es una conversación oficial —dijo Slack queriendo animarla—, sino una charla en confianza, por así decir.

—¿Y quiere usted saber lo que dice la gente... sea o no verdad?

—Eso es.

—Bien, pues, desde luego, se habla y se imagina mucho. Las opiniones se dividen en dos campos opuestos, no sé si me comprende. Para empezar, hay personas que creen que ha sido el marido. En cierto modo, un marido o una esposa, es el sospechoso más natural, ¿no cree?

—Es posible —repuso el inspector con precaución.

—La vida en común... ya sabe... y muy a menudo la parte monetaria. He oído decir que quien tenía el dinero era la señora Spenlow y que su esposo se beneficia con su muerte. En este perverso mundo, suposiciones menos caritativas a menudo están justificadas.

—Sí, entra en posesión de una bonita suma.

—Por eso... parece muy verosímil que la estrangulara, saliera por la puerta posterior y viniera a mi casa a través de los campos, para preguntar por mí con la excusa de haber recibido una llamada telefónica: luego regresar y descubrir que su mujer había sido asesinada durante su ausencia... Naturalmente, con la esperanza de que achacaran el crimen a cualquier ladrón o vagabundo.

—Y añadiendo a eso la parte monetaria... y si últimamente no se llevaban muy bien... —continuó el inspector.

—¡Oh, pero si se llevaban muy bien! —le interrumpió la señorita Marple.

—¿Lo sabe a ciencia cierta?

—¡Si se hubieran peleado lo sabría todo el mundo! La doncella, Gladys Brent, hubiera hecho circular la noticia por todo el pueblo.

—Tal vez no lo supiera —dijo el inspector sin gran convencimiento... y recibiendo a cambio una sonrisa compasiva.

—Y luego tenemos la opinión del otro campo —prosiguió al señorita Marple—: Ted Gerad. Un joven muy simpático. Creo que el aspecto personal tiene mucha importancia sobre los demás. ¡Nuestro último vicario produjo un efecto mágico! Todas las muchachas iban a la iglesia... por la tarde y por la mañana. Y muchas mujeres ya mayores desplegaron una desacostumbrada actividad...; ¡la de zapatillas que le hicieron! Al pobre hombre le resultaba muy violento. Pero... ¿dónde estaba? Oh, sí, hablaba de ese joven, Ted Gerad. Claro que se ha hablado de él. Venía a verla muy a menudo. A pesar de que la propia señora Spenlow me dijo que era miembro de un movimiento religioso que llaman el Grupo Oxford. Creo que son muy sinceros y esforzados, y la señora Spenlow sintióse muy impresionada,

La señorita Marple tomó un poco aliento antes de proseguir.

—Y estoy convencida de que no hay razón para creer que hubiera algo más que eso, pero ya sabe usted cómo es la gente. Muchas personas opinan que la señora Spenlow se dejó embaucar por ese joven, y que le prestó mucho dinero. Y es positivamente cierto que le vieron en la estación aquel día... En el tren de las dos veintisiete. Pero hubiera sido muy sencillo para él apearse por el lado contrario y saltar la cerca y no pasar por la entrada de la estación. De ese modo no le hubieran visto ir a la casa. Y claro, la gente considera que el atuendo de la señora Spenlow era, digamos, bastante particular.

—¿Particular?

—Sí. Iba en quimono —La señorita Marple se sonrojó—. Eso resulta bastante sugestivo para ciertas personas.

—¿Y para usted resulta positivo?

—¡Oh, no, yo no lo creo! A mí me parece perfectamente natural.

—¿Lo considera natural?

—En aquellas circunstancias, sí —La mirada de la señorita Marple era fría y reflexiva.

—Eso pudiera darnos otro motivo para el esposo. Celos —dijo el inspector Slack.

—¡Oh, no! El señor Spenlow no hubiera sentido nunca celos. Es de esos hombres que se dan cuenta de las cosas. Si su esposa le hubiera abandonado dejándole una nota en la almohada, él sería el primero en explicarlo.

El inspector Slack sintióse interesado por el modo significativo con que le miraba. Tenía la impresión de que toda su charla pretendía ocultarle algo que él no alcanzaba a comprender.

—¿Ha encontrado alguna pista, inspector? —le preguntó la señorita Marple con cierto énfasis.

—Hoy en día los criminales no dejan sus huellas dactilares ni puntas de cigarros, señorita.

—Pues yo creo... que este crimen es anticuado...

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Slack con extrañeza.

—Creo que el alguacil Palk puede ayudarle —repuso la señora Marple despacio—. Fue la primera persona en acudir al «escenario del crimen», como dicen.






El señor Spenlow se hallaba sentado en una silla y parecía asustado. Dijo con su voz fina y precisa:

—Claro que puedo imaginarme lo ocurrido. Mi oído no es tan fino como antes, pero oí claramente cómo un chiquillo gritaba tras de mí: «¡Eh, mirad a ese asesino...!» Y.., eso me dio la impresión de que pensaba que yo... había matado a mi querida esposa.

La señorita Marple, cortando una rosa marchita, repuso:

—Ésa es, sin duda, la impresión que quiso dar.

—Pero ¿cómo es posible que metieran esa idea en la cabeza de un niño?

—Pues lo más probable es que la asimiló escuchando las opiniones de sus mayores —repuso miss Marple.

—Usted... ¿usted cree de verdad que lo piensan también otras personas?

—La mitad de los habitantes de Saint Mary Mead.

—Pero... mi querida señora... ¿cómo es posible que se les haya ocurrido una idea semejante? Yo quería sinceramente a mi esposa. A ella no le agradaba vivir en el campo tanto como yo esperaba, pero el estar de completo acuerdo en todo es un ideal inasequible. Le aseguro que he sentido intensamente su pérdida.

—Es probable. Pero si me perdona le diré que no lo parece.

El señor Spenlow irguió cuanto pudo su menguada figura.

—Mi querida señora, hace muchos años leí que un filósofo chino, cuando tuvo que separarse de su adorada esposa, continuó tranquilamente tocando su batintín en la calle, como tenía por costumbre...; me figuro que debe ser un pasatiempo chino.., Los habitantes de aquella ciudad sintiéronse muy impresionados por su entereza.

—Mas la gente de Saint Mead ha reaccionado de un modo bastante distinto —dijo la señorita Marple—. La filosofía china no va con ellos.

—¿Pero usted lo comprende?

Miss Marple asintió.

—Mi buen tío Enrique —explicó— era un hombre con un extraordinario dominio de sí mismo. Su lema fue: «Nunca exteriorices tu emoción.» Él también era muy aficionado a las flores.

—Estaba pensando que tal vez pudiera colocar una pérgola en el lado oeste de la casa —dijo Spenlow con cierta vehemencia—. Con rosas de té, y tal vez glicinias... Y hay una florecita blanca, en forma de estrella, que ahora no recuerdo cómo se llama...

—Tengo un catálogo muy bonito, con fotografías —le dijo la señorita Marple en un tono semejante al que empleaba para dirigirse a su sobrinito de tres años—. Tal vez le agradara hojearlo.., Yo tengo que ir ahora mismo al pueblo.

Y dejando al señor Spenlow sentado en el jardín con el catálogo, la señorita Marple subió a su habitación, envolvió apresuradamente un vestido en un trozo de papel castaño, y saliendo de la casa, encaminóse a toda prisa a la oficina de Correos. La señorita Politt, la modista, vivía en una de las habitaciones de la parte alta del edificio.

Mas la señorita Marple no subió directamente la escalera. Eran las dos y media, y un minuto después, el autobús de Much Benham se detendría ante la puerta de la oficina de Correos... constituyendo uno de los mayores acontecimientos de la vida cotidiana de Saint Mary Mead. La encargada saldría a toda prisa a recoger los paquetes relacionados con la parte de venta de su negocio, pues también vendía dulces, libros baratos y juguetes.

Durante algunos minutos la señorita Marple estuvo sola en la oficina de Correos.

Y hasta que la encargada hubo regresado a su puesto, no subió a ver a la señorita Politt para explicarle que quería que retocara su viejo vestido de crepé gris y lo pusiera a la moda, a ser posible. La modista le prometió hacer cuanto pudiera.






El jefe de policía quedó bastante asombrado al saber que la señorita Marple deseaba verle. La solterona entró disculpándose:

—No sabe cuánto siento molestarle. Sé que está muy ocupado, pero usted ha sido siempre tan amable conmigo, coronel Melchett, que creí que debía verle a usted en vez de acudir al inspector Slack. En primer lugar no me gustaría complicar al alguacil Palk... Hablando con toda claridad, supongo que él no habría tocado nada en absoluto.

El coronel Melchett estaba ligeramente extrañado.

—¿Palk? Es el alguacil de Saint Mary Mead, ¿verdad? ¿Qué es lo que ha hecho?

—Cogió un alfiler. Lo llevaba prendido en su traje y a mí se me ocurrió que tal vez lo hubiese cogido en casa de la señora Spenlow.

—Desde luego. Pero, después de todo, ¿qué es un alfiler? A decir verdad, lo cogió junto al cadáver de la señora Spenlow. Ayer vino Slack y me lo dijo...; me figuro que usted le obligó a ello. Claro que no debía haber tocado nada, pero como le dije ya, ¿qué es un alfiler? Era sólo un simple alfiler. De esos que emplean todas las mujeres.

—Oh, no, coronel Melchett, ahí es donde se equivoca. Tal vez a los ojos de un hombre parezca un alfiler vulgar, pero no lo es. Se trata de uno especial... muy fino... de los que se compran por cajas y que usan especialmente las modistas.

Melchett la miraba mientras se iba haciendo una pequeña luz en su mente. La señorita Marple inclinó varias veces la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí, naturalmente. A mí me parece todo claro. Llevaba el quimono porque iba a probarse su nuevo vestido, y nada más abrir la puerta, la señorita Politt debió decir algo de las medidas y le puso la cinta métrica alrededor del cuello... y luego su tarea se limitó a cruzarla y apretar...; muy sencillo, según he oído decir. Luego saldría cerrando la puerta, y, haciendo ver que acababa de llegar, comenzó a golpearla con el llamador. Mas el alfiler demuestra que ya había estado en la casa.

—¿Y fue la señorita Politt la que telefoneó a Spenlow?

—Sí. Desde la oficina de Correos, a las dos y media... precisamente cuando llega el autobús y la oficina se queda vacía.

—Pero, mi querida señorita Marple, ¿por qué? No es posible cometer un crimen sin motivo.

—Bueno, a mi me parece, coronel Melchett, por todo lo que he oído, que este crimen data de mucho tiempo atrás. Y esto me recuerda a mis dos primos Antonio y Gordon. Todo lo que hacía Antonio le salía bien; en cambio, Gordon era el lado opuesto: perdía en las carreras de caballos, sus valores bajaron, y sus acciones fueron depreciadas... Tal como lo veo, las dos mujeres actuaron juntas.

—¿En qué?

—En el robo. Hace mucho tiempo. Según he oído eran unas esmeraldas de gran valor. Fueron robadas por la doncella de la señora y la ayudante de camarera. Porque hay una cosa que todavía no se ha explicado... Cuando se casó con el jardinero, ¿de dónde sacaron el capital para montar una tienda de flores? La respuesta es: de su parte en la... rapiña... creo que es la expresión adecuada. Todo lo que emprendió le salió bien. El dinero trae dinero. Pero la otra, la doncella de la señora, debió ser poco afortunada... y tuvo que conformarse con ser una modista de pueblo. Luego volvieron a encontrarse. Todo fue bien al principio, supongo, hasta que apareció en escena Ted Gerard. La señora Spenlow seguía sintiendo remordimiento e inclinación por todas las religiones emocionales. Este joven le apremiaría para que «hiciese frente a los hechos» y «limpiara su conciencia», y me atrevo a asegurar que estaba dispuesta a hacerlo. Mas la señorita Politt no lo apreciaba así... sino que podía verse en la cárcel por un delito cometido muchos años atrás. Así que decidió poner fin a todo aquello. Me temo que haya sido siempre una mujer perversa. No creo que hubiera movido ni un dedo para impedir que ahorcaran al afable y estúpido señor Spenlow.

—Podemos... er... comprobar su teoría... si logramos identificar a la señorita Politt como la doncella de los Abercrombie —dijo el coronel Melchett—, pero... 



—Será muy sencillo —le tranquilizó miss Marple—. Es de esas mujeres que confesará en seguida al verse descubierta. Y, ¿sabe usted?, además tengo su cinta métrica. Se... se la quité distraídamente cuando me estuvo probando ayer. Cuando la eche de menos y sepa que está en manos de la policía... bien, es una mujer ignorante y creerá que eso la acusa definitivamente. No le dará trabajo, se lo aseguro —terminó la solterona animándole, con el mismo tono con que una tía suya le aseguró que no le suspenderían en los exámenes de ingreso en Sandhurst. Y había aprobado.






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