AGATHA CHRISTIE - EL PODENCO DE LA MUERTE Y OTRAS HISTORIAS

Publicado en 1933 el siguiente libro de Agatha que hoy leeremos cuenta ademas de la historia central relatos cortos fascinantes de puño y letra de nuestra amada escritora, sin mas preámbulos comencemos. 

Nota: si incumplo alguna norma con la publicación online de este texto será eliminado. Te recomiendo comprar el libro en físico en cualquier libreria. 







CONTENIDO:

1.- EL PODENCO DE LA MUERTE

2.- LA SEÑAL ROJA

3.- EL CUARTO HOMBRE 

4.- LA GITANA

5.- LA LAMPARA

6.- ¿DÓNDE ESTA EL TESTAMENTO?

7.- TESTIGO DE CARGO

8.- EL MISTERIO DEL JARRÓN AZUL

9.- EL EXTRAÑO CASO DE SIR ARTHUR CARMICHAEL

10.- LA LLAMADA DE LAS ALAS

11.- LA ULTIMA SESIÓN

12.- S. O. S.





1.- EL PODENCO DE LA MUERTE



Fue a William P. Ryan, periodista norteamericano, a quien por vez primera oí hablar de este asunto. Comíamos juntos en un restaurante de Londres la víspera de su regreso a Nueva York, cuando se me ocurrió decirle que al día siguiente me iría a Folbridge.

William alzó la cabeza y preguntó casi bruscamente:

-¿Folbridge, de Cornwall?

Sólo una persona entre mil sabe que hay un Folbridge en Cornwall. Siempre se supone que se trata del Folbridge de Hampshire. El conocimiento de Ryan despertó mi curiosidad.

-Sí -repuse-. ¿Lo conoce?

Pero me dijo que estaba a cero. Luego me preguntó si por casualidad conocía allí una casa llamada Trearne.

Mi interés se incrementó.

-Desde luego. Precisamente voy a Trearne. Es el hogar de mi hermana.

-¡Caramba! -exclamó William-. ¡Vaya racimo de coincidencias!

Le sugerí que se dejase de ambigüedades y fuera más explícito.

-Está bien -repuso-. Para eso tendré que remontarme a una experiencia que viví en la guerra.

Suspiré. Los hechos de mi relato sucedieron en 1921, cuando los episodios de la guerra empezaban a ser olvidados y nadie deseaba que se los recordasen. Por otra parte, no ignoraba cuan fértil era la imaginación de William en lo relativo a sus experiencias guerreras.

Nada, absolutamente nada, detendría ya su lengua.

-A principios de la contienda, como supongo que usted ya sabe, yo trabajaba en Bélgica para mi periódico. Era un pueblecillo, llamémosle X, situado en una región donde abundan los caballos, había un convento grande, con monjas vestidas de blanco... no recuerdo el nombre de la orden. Eso tampoco importa. Pues bien, este pequeño villorrio se hallaba precisamente en el centro del avance alemán. Al fin llegaron los ulanos...

Me agité inquieto y William alzó una mano tranquilizadora.

-No se altere -exclamó-. No se trata de una historia de atrocidades alemanas. Hubiera podido serlo, pero no lo es. En realidad, la bota devastadora calzaba otro pie. Los ulanos galoparon hacia el convento y, al llegar allí, todo voló por los aires.

-¡Oh! -exclamé horrorizado.

-¿Cosa rara, verdad? Naturalmente, parece como si antes hubieran llegado los hunos y empezado alguna celebración en que jugasen con sus propios explosivos. Pero sabemos que ellos carecían de esas cosas, al menos de potentes explosivos. Y bien, yo pregunto ahora: ¿qué sabía aquel rebaño de monjas de altos explosivos?

-No me lo explico -contesté.

-El asunto me interesó tan pronto se lo oí contar a los campesinos. Según ellos, se trata de un auténtico milagro moderno de primera magnitud. Parece ser que una de las monjas gozaba de reputación de santidad y, que puesta en trance, tenía visiones. Para los campesinos fue ella quien realizó la proeza. Por lo visto, descargó un rayo sobre los impíos hunos, y cuanto les rodeaba estalló con ellos. Un milagro muy efectivo, ¿no le parece?

"En realidad, nunca supe la verdad del asunto... por falta de tiempo. Entonces los milagros estaban de moda, como los ángeles, demonios y todo eso. Pergeñé una crónica con algo de materia brillante, bien adobada con puntos religiosos, y la mandé a mi periódico. Fue un éxito en los Estados Unidos, donde en aquella época gustaban esa clase de historias.

"Sin embargo, no sé si me comprenderá, al escribir de ello me interesé de verdad. Sentí el deseo de averiguar lo que realmente había sucedido. Pero el antiguo convento no ofrecía posibilidad alguna, salvo dos paredes que seguían en pie, una de ellas con una gran mancha negra en forma de perro.

"Los campesinos temían grandemente aquella marca. La llamaban "el podenco de la muerte", y rehuían aquel lugar después de anochecido.

"Las supersticiones son siempre interesantes. Esto acrecentó mi interés por ver a la mujer protagonista de la hazaña, que no había fallecido, según mis noticias. Al parecer, se trasladó a Inglaterra con un grupo de refugiados. Así que hice indagaciones en seguimiento de su pista, y supe que había sido alojada en Trearne, Folbridge, Cornwall.

Asentí con un movimiento de cabeza.

-Mi hermana aceptó a varios refugiados belgas al principio de la guerra. Unos veinte, creo.

-En mi ánimo siempre ha palpitado el deseo de conocer a la heroína tan pronto el factor tiempo me lo permitiera, con el único fin de oír de sus propios labios la narración del desastre. Pero ya sabe lo que son estas cosas, unas veces por exceso de trabajo y otras por la distancia, lo fui demorando hasta que el deseo se convirtió en un pozo dormido en algún rincón ignorado del subconsciente. Sin embargo, al oírle el nombre de Folbridge, todo ha revivido en mi memoria.

-Preguntaré a mi hermana. Quizá haya oído hablar de eso. Claro que los belgas hace tiempo que fueron repatriados.

-Desde luego, eso no facilita las cosas; pero si su hermana recuerda algo, le agradeceré que me lo transmita.

-Descuide, lo haré con mucho gusto.

Poco después nos despedíamos.

Durante el segundo día de mi estancia en Trearne, recordé la historia. Mi hermana y yo tomábamos té en la terraza.

-Kitty -pregunté-, ¿tuviste a una monja entre tus belgas?

-¿Te refieres a la hermana Marie Angelique?

-Posiblemente. Háblame de ella.

-¡Oh! Es una criatura muy misteriosa. Aún está aquí.

-¿En la casa?

-No, no. En el pueblo. El doctor Rose, ¿recuerdas al doctor Rose?

Denegué con la cabeza.

-Sólo recuerdo a un viejo de unos ochenta y tres años.

-Ése era el doctor Laird. El pobre murió ya. El doctor Rose hace pocos años que vive aquí. Es muy joven y muy dado a las nuevas ideas. Quizá por eso se tomó el mayor interés en la hermana Marie Angelique. Ella sufre alucinaciones, ¿sabes?, y, aparentemente, resulta interesantísima desde un punto de vista médico.

"La pobre no tenía dónde ir, y, en mi opinión, es una criatura insignificante que sólo causa impresión..., ¿lo entiendes?. Como te he dicho, carece de sitio donde ir, y el doctor Rose logró que se afincase en el pueblo. Tengo entendido que escribe una monografía o una de esas cosas que hacen los médicos, relacionado con ella.

Después de una pausa me preguntó:

-¿Qué sabes tú?

-Oí una historia bastante curiosa.

Se la conté tal como me la explicara Ryan, y Kitty se interesó vivamente.

-Tiene aspecto de ser capaz de eso -repuso ella.

Con semejante respuesta, mi curiosidad se hizo más acusada.

-Me gustaría verla -dije.

-Hazlo. Así conoceré la opinión que te merece la hermana Marie Angelique. Primero visita al doctor Rose. ¿Por qué no das un paseo hasta el pueblo después del té?

Hallé al doctor Rose en su casa. Me pareció un joven agradable, si bien algo de su personalidad me repelió: demasiado afectado para ser agradable del todo.

En cuanto le hablé de la hermana Marie Angelique se envaró alertado. Le conté la versión de Ryan, y él no me ocultó su gran interés por aquel asunto.

-¡Ah! -exclamó pensativo-. Eso explica muchas cosas. Es un caso en verdad interesante. La hermana Marie Angelique vino a Inglaterra después de haber sufrido un grave shock mental. También es evidente, según se desprende de su historia, que ya sufría alucinaciones. Quizá le interesa acompañarme y visitarla. Creo que vale la pena.

Acepté presuroso aquella invitación tan deseada. Iniciamos juntos el camino hacia la casita en las afueras del pueblo. Folbridge es un lugar muy pintoresco. Se extiende en la desembocadura del río Fol, mayormente en la orilla este, pues la del oeste es demasiado abrupta para edificar, si bien algunas casitas cuelgan de su escollera, como sucedía con la del propio doctor. Desde allí es todo un espectáculo la visión de las olas que, furiosas, se rompen contra las negras rocas.

La vivienda que buscábamos se hallaba tierra adentro, fuera de la vista del mar.

-La enfermera de este distrito vive aquí -me explicó el doctor Rose-. Conseguí que la hermana Marie Angelique compartiese la casa con ella. Así me es fácil ejercer una vigilancia y control de su estado.

-¿Puede considerársele como normal? -pregunté.

-Ya juzgará por usted mismo cuando la vea dentro de un instante.

La enfermera, un agradable cuerpecillo regordete, se marchaba en aquel preciso instante en su bicicleta.

-Buenas tardes, enfermera, ¿cómo se halla la paciente? -le preguntó.

-Como siempre, doctor. Sentada con las manos plegadas y la mente en quién sabe dónde. Muchas veces no me contesta cuando le hablo. Su escasa disposición hace que apenas sepa inglés, pese al tiempo que lleva aquí.

El doctor Rose saludó con la cabeza a la enfermera mientras se alejaba, y, luego, traspusimos el umbral de la casita y en su interior encontramos a la hermana Marie Angelique tendida en una silla extensible cerca de la ventana. Ésta volvió la cabeza al oírnos.

Me sobrecogió su extraño y pálido rostro. Sus enormes ojos carecían de fijeza al mirar, como si una espantosa tragedia los nublara.

-Buenas noches, hermana.

-Buenas noches, monsieur le docteur.

-Permita que le presente a mi amigo, el señor Anstruther.

Hice una reverencia y ella inclinó la cabeza, mostrándome una desmayada sonrisa.

-¿Cómo se encuentra usted hoy? -preguntó el doctor Rose sentándose junto a ella.

-Estoy más o menos como siempre -se detuvo un momento y prosiguió-: Nada me parece real. Son días... meses... años... los que pasan sin que apenas me entere. Sólo mis sueños me parecen realidad.

-¿Sueña mucho?

-Siempre... siempre... y los sueños me parecen más reales que la propia vida.

-¿Sueña en su país... en Bélgica?

Denegó con la cabeza.

-No. Sueño con un país que jamás he visto. Usted ya lo sabe, monsieur le docteur. Se lo he dicho muchas veces -después de un breve silencio preguntó-: ¿Este caballero es también doctor... un doctor de enfermedades mentales?

-No, no lo es.

Rose trataba de tranquilizarla, si bien al sonreír lucía unos puntiagudos dientes caninos, que me hacían compararlo con un lobo. Él prosiguió:

-Imaginé que, posiblemente, le interesaría conocer al señor Anstruther. Sabe noticias recientes de Bélgica. Algunas de ellas se refieren a su convento.

Los ojos de la enferma se volvieron a mí. Un leve sonrojo tiñó sus mejillas.

-En realidad poca cosa -me apresuré a decirle-. Cené la otra noche con un amigo que me describió las ruinas de su convento.

-¡Luego fue destruído!

Lo dijo con suave exclamación, como si se dirigiera a ella misma y no a nosotros. Volvió a mirarme e, indecisa, me preguntó:

-Monsieur, ¿explicó su amigo cómo fue destruido el convento?

-Lo volaron -y añadí-: Los campesinos temen al pasar por aquel camino de noche.

-¿Por qué tienen miedo?

-Una marca negra en una de las paredes provoca en ellos un temor supersticioso.

La hermana se inclinó hacia delante.

-Dígame, monsieur, dígamelo rápido. ¿A qué parece esa marca?

-Tiene la forma de un enorme perro. Los campesinos lo llaman "el podenco de la muerte".

El "¡oh!" que brotó de sus labios fue un agudo grito.

-¡Entonces, es cierto... es cierto! -exclamó-. Todo cuanto recuerdo es cierto. No es una negra pesadilla. ¡Sucedió! ¡Sucedió!

-¿Qué sucedió, hermana? -preguntó el doctor.

Ella se volvió a él ansiosa.

-Lo recuerdo. Allí, sobre los peldaños. Lo recuerdo. Recuerdo cómo fue. Estaba de pie en las gradas del altar y les conminé a que no avanzasen más. Les dije que partieran en paz. No hicieron caso a mi advertencia y continuaron adelante. Y así... -se inclinó e hizo un extraño gesto-, y así puse en libertad al podenco de la muerte contra ellos...

Temblorosa, con los ojos cerrados, la monja se recostó en la silla.

El doctor se puso en pie y cogió el vaso del aparador, que medio llenó de agua, añadiéndole unas gotas de un frasquito que sacó de su bolsillo.

-Beba -le ordenó.

La enferma obedeció mecánicamente. Sus ojos miraban sin ver, como si contemplase alguna visión interna.

-¡Todo es verdad! -dijo-. Todo. La ciudad de los círculos, la casa de cristal... Todo. Todo es cierto.

-Tranquilícese.

La voz del médico tenía suave modulación, era consoladora y parecía invitar a proseguir los pensamientos.

-Hábleme de la ciudad -le dijo-. La ciudad de los círculos, ¿no la llamó así?

La hermana Marie Angelique repuso de modo inconsciente.

-Sí... había tres círculos. El primero para los elegidos, el segundo para las sacerdotisas y el exterior para los sacerdotes.

-¿Y en el centro?

Contuvo el aliento y su voz se quebró debido a un indescriptible dolor.

-La casa de cristal...

Mientras susurraba estas palabras se llevó la mano derecha a la frente, donde trazó varios signos. Su cuerpo pareció tensarse. Mantenía los ojos cerrados. De pronto se inclinó levemente y con repentina sacudida volvió a erguirse. Entonces nos miró como quien se despierta sobresaltado.

-¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Qué he dicho?

-Nada -la tranquilizó Rose-. Está cansada. ¿Quiere dormir un poco? Nos vamos.

Parecía desconcertada cuando nos marchamos.

-Bien -me preguntó Rose ya en el exterior de la casa-. ¿Qué opina?

Me observaba de reojo.

-Imagino que está desequilibrada -repuse lentamente.

-¿Lo cree de verdad?

-No. En realidad no. De hecho ha sido convincente. Mientras la escuchaba tuve la impresión de que había realizado cuanto explicaba. Algo así como si realmente fuera autora de un extraordinario milagro. Parece sincera al narrar su historia. Quizá por eso...

-Sí -me interrumpió-. Quizá por eso considera que está desquiciada. No obstante estudie el asunto desde otro ángulo. Suponga cierto que ejecutó el milagro; suponga que fue ella quien destruyó aquel edificio y a varios centenares de seres humanos.

-¿Con la simple fuerza de su voluntad? -pregunté algo escéptico.

-No; no de ese modo. Pero usted, con toda seguridad, admite que una persona puede destruir a una multitud con sólo pulsar un interruptor que controle un sistema de minas.

-En ese caso se trata de un hecho mecánico.

-Cierto; pero, en esencia, no deja de efectuarse un control sobre fuerzas naturales. El rayo y una descarga eléctrica vienen a ser una misma cosa.

-Conforme. Ahora bien, insisto en que una descarga eléctrica necesita medios mecánicos.

El doctor Rose se sonrió.

-Existe una sustancia llamada pirola. Se encuentra en la naturaleza en forma vegetal. También el hombre puede lograrla químicamente en un laboratorio.

-¿Y bien?

-Creo que algunos fenómenos pueden ser provocados por medios distintos. El hombre, normalmente, se vale de procedimientos químicos o mecánicos. Pero..., ¡puede haber otros medios! Piense en cuanto hacen los faquires indios. ¿Es fácil explicar los fenómenos que ellos provocan? Eso prueba que las cosas llamadas sobrenaturales no siempre lo son. Un rayo es algo sobrenatural para un salvaje. Luego, lo sobrenatural deja de serlo cuando son conocidas las leyes o causas que lo provocan.

-¿Qué quiere usted decir? -pregunté fascinado.

-Que no rechazo enteramente la posibilidad de que un ser humano pueda provocar una fuerza destructora y usarla según su deseo. Indiscutiblemente, nos parecería un hecho sobrenatural... cuando en realidad no lo es.

Le miré perplejo.

Él se rió.

-Simple especulación, no se asuste -dijo suavemente-. ¿Notó usted el gesto que ella hizo al mencionar la casa de cristal?

-Se llevó la mano a la frente.

-Exacto. Y trazó un círculo con movimientos parecidos a los que emplea un católico al hacer la señal de la cruz. Ahora le contaré algo interesante, señor Anstruther. En vista de que mi paciente pronuncia con mucha frecuencia la palabra cristal en sus delirios decidí someterla a una prueba. Conseguí una bola de cristal de roca y se la mostré sin previo aviso.

-¿Y qué sucedió?

-El resultado fue muy curioso y sugestivo. Todo su cuerpo se tensó y sus ojos miraron la bola como si no diera crédito a lo que veía. Luego se puso de rodillas, murmuró unas palabras y se desmayó.

-¿Qué dijo?

-"¡El cristal! ¡La fe aún vive!"

-¡Extraordinario!

-Sugestivo, ¿verdad? Pero eso no fue todo. Al reponerse de su desmayo no se acordaba de nada. Le mostré la bola de cristal y le pregunté si sabía lo que era. Me repuso que se parecía a una de esas bolas de cristal que usan los adivinadores del porvenir, según la descripción que de ellas tenía. A mi pregunta de si había visto otra con anterioridad, dijo: "Jamás, monsieur le docteur." Entonces capté la mirada perpleja de sus ojos. "¿Qué le preocupa, hermana?", indagué. "¡Es todo tan raro! -repuso-. Jamás he visto una bola de cristal y, sin embargo, siento la sensación de que me es muy familiar. Hay algo; si pudiera recordarlo..." Su esfuerzo mental era evidentemente penoso, y le prohibí que pensase más. De eso hace dos semanas. He querido que descanse ese tiempo para fortalecerla. Mañana reanudaré mi experimento.

-¿Con la bola de cristal?

-Sí. Espero obtener resultados interesantes.

-¿Qué es ello?

Hice la pregunta con simulada indiferencia y atento a su reacción. Rose se irguió. Durante breves segundos pareció vacilar; pero al fin me contestó con voz más grave, más profesional:

-Luz sobre ciertos desórdenes mentales no muy definidos. La hermana Marie Angelique es un caso rarísimo.

¿El interés del doctor Rose era meramente profesional? Me pareció dudoso.

-¿Le molestaría si yo viniese también? -pregunté.

Quizá sólo fue pura imaginación, pero lo cierto es que me pareció advertir que vacilaba antes de contestar. Pensé que no deseaba mi presencia.

-Sí, claro. No tengo inconveniente alguno -después de breve silencio añadió-: ¿Supongo que no estará usted aquí mucho tiempo?

-Hasta pasado mañana.

Evidentemente la respuesta le gustó. Desaparecieron las arrugas de su frente y empezó a contarme unos experimentos que había realizado con conejillos de Indias.

Me encontré con él a la hora convenida de la tarde siguiente para visitar a la hermana Marie Angelique. El doctor Rose fue todo ingenio, como si tratase de borrar en mí la mala impresión que hubiera podido causarme el día anterior.

-No se tome muy en serio cuanto le dije ayer -me aconsejó riéndose-. Me desagradaría que me creyese un aficionado a las ciencias ocultas. En realidad, sucede que me apasiono cuando intento esclarecer algún caso intrincado como éste. 

-¿De veras?

-Sí, y cuanto más difícil es, más me gusta. 

Se rió como el hombre a quien hacen gracia sus propias debilidades.

Cuando llegamos a la casita, la enfermera quiso consultar algo con el doctor Rose, y esto me obligó a permanecer solo con la hermana Marie Angelique.

La monja me observó un momento antes de decirme:

-La enfermera me ha dicho que usted es hermano de la amable señora que me dio cobijo cuando vine a Bélgica.

-Así es.

-Fue muy amable conmigo. Es buena.

Se quedó silenciosa, como sumida en algún pensamiento. Luego me preguntó:

-Monsieur le docteur, ¿es bueno?

Me sentí embarazado.

-Sí, claro. Supongo que sí lo es.

Después de una pausa comentó:

-Sí; él ha sido muy bueno conmigo.

-Estoy seguro de ello -repuse.

Ella me miró fijamente.

-Monsieur... usted... usted que habla conmigo ahora, ¿cree que estoy loca?

-¡Vamos, hermana, semejante idea es un...!

Sacudió la cabeza lentamente, interrumpiendo mi protesta.

-¿Estoy loca? No lo sé; pero, ¿por qué recuerdo cosas tan extrañas mientras me olvido de otras?

El doctor Rose penetró en la estancia, al mismo tiempo que la hermana Marie Angelique suspiraba.

La saludó alegremente y le explicó lo que deseaba que ella hiciese.

-Algunas personas tienen el don de ver las cosas en una bola de cristal. Sospecho que usted posee este don, hermana.

Ella reaccionó asustada.

-¡No, no; no puedo hacer eso! Leer el futuro, es un pecado.

El doctor Rose experimentó una sorpresa, pues no esperaba de la monja semejante reacción. Cuando se hubo repuesto cambió inteligentemente el enfoque del asunto.

-Tiene usted razón. No se debe bucear en lo futuro. Sin embargo, en lo pasado es cosa diferente.

-¿Lo pasado?

-Sí... hay cosas interesantes en lo pasado. A veces saltan de las sombras espectros olvidados que nos recuerdan otros tiempos. No se trata de que vea nada en la bola. Ya sé que le está prohibido. Pero cójala en sus manos... así. Mírela. Concéntrese. Hágalo con mayor atención. ¿Empieza a recordar, verdad? ¡Usted recuerda! Usted oye mis palabras! ¡Usted puede contestar mis preguntas! ¿Me oye?

La hermana sostenía la bola de cristal con extraña reverencia. Miraba a su interior con ojos velados, inexpresivos. Poco a poco la cabeza fue cayendo hasta hundir la barbilla en el pecho. Al fin pareció que estaba dormida.

Con extraño cuidado, el doctor Rose le quitó la bola de cristal y la dejó sobre la mesa. Luego de alzarle un párpado, vino a sentarse a mi lado.

-Hemos de esperar a que se despierte. No tardará mucho.

Tuvo razón. Pasados cinco minutos, la hermana Marie Angelique abrió sus ojos soñolientos.

-¿Dónde estoy?

-Aquí, en casa. Ha dormido un poco. Ha soñado usted, ¿verdad?

Asintió.

-Sí, he soñado.

-¿Con la bola de cristal?

-Sí.

-Díganoslo.

-Creerá que estoy loca, monsieur le docteur. En mi sueño la bola era un emblema sagrado, y yo un segundo Cristo muerto por su fe. Mis seguidores eran perseguidos... Pero la fe prevalecía. Sí, durante quince mil lunas llenas... quince mil años.

-¿Cuánto dura una luna llena?

-Trece ordinarias. Sí, durante la luna llena quince mil... yo era sacerdotisa del quinto signo, en la casa de cristal. Luego vienen los primeros días del sexto signo... -frunció las cejas y en sus ojos brilló una mirada de temor. Murmuró-: ¡Demasiado pronto! ¡Demasiado pronto! Un error... Ah, sí, recuerdo. ¡El sexto signo!

Casi se deslizó al suelo. Poco a poco irguió el cuerpo y se pasó una mano por la cara. Entonces murmuró:

-¿Qué he dicho? ¡Oh! He delirado. Esas cosas nunca sucedieron.

-No se preocupe, hermana -le dijo el doctor Rose.

Ella lo miraba con angustiosa perplejidad. 

-Monsieur le docteur, no comprendo. ¿Por qué he de tener estos sueños, estas fantasías? A los dieciséis años entré en la vida religiosa. Jamás he viajado y, no obstante, sueño con ciudades, gentes desconocidas y costumbres extrañas. ¿Por qué? -se presionó con ambas manos la cabeza.

-¿Recuerda si la han hipnotizado alguna vez, hermana? ¿O caído en estado de trance?

-Nunca he sido hipnotizada, monsieur le docteur. En cuanto a lo otro, mientras rezábamos en la capilla, a menudo mi espíritu parecía desligarse de mi cuerpo, quedando como muerta durante horas. Indudablemente era un estado de gracia, como decía la madre superiora.

-Me gustaría hacer un experimento, hermana -le dijo con tono despreocupado-. Con ello quizá lográsemos despejar estos dolorosos medios recuerdos. Usted mirará otra vez la bola de cristal, y a cada una de las palabras que yo pronuncie me responderá con otra. Prolongaremos la sesión hasta que se canse. Concentre su atención en la bola y no en las palabras.

Mientras, yo alcanzaba la bola de cristal y, al dársela, noté la reverente actitud de la hermana Marie Angelique al cogerla entre sus manos. Sus maravillosos y profundos ojos quedaron fijos en ella. Luego siguió un corto silencio hasta que el doctor dijo:

-Podenco.

Inmediatamente la hermana Marie Angelique contestó:

-Muerte.

Muchas palabras triviales y sin sentido fueron dichas adrede por el doctor Rose, a la vez que repetía otras, obteniendo la misma respuesta, u otra distinta.

Aquella noche, en la casita del médico, sobre la escollera, discutimos el resultado del experimento.

El hombre se aclaró la garganta y cogió su libro de notas.

-Estos resultados son muy interesantes... y muy curiosos. En respuesta a "sexto signo" hemos logrado: destrucción, púrpura, podenco y fuerza; luego destrucción y, finalmente, fuerza. Más tarde invertí el orden de las palabras, como ya advertía y obtuve las siguientes respuestas: a destrucción, podenco; a púrpura, fuerza; a podenco, destrucción y, otra vez, podenco para destrucción. Hasta aquí todo se corresponde, pero en la repetición de destrucción dice mar, que, indudablemente, no encaja. A "sexto signo": azul, pensamientos, pájaro, otra vez azul, y la sugestiva frase: "Apertura de mente a mente." "Cuarto signo" logró por respuesta amarillo y, más tarde, luz. A "primer signo" corresponde sangre. Esto me induce a pensar en que cada signo tiene un color propio, y quizás un símbolo particular. Para el quinto signo es pájaro, para el sexto, podenco. Sin embargo, supongo que el quinto signo representa lo que llamamos telepatía: "Apertura de mente a mente." El sexto signo significa destrucción.

-¿Cuál es el significado de "mar"?

-Confieso que no sé explicarlo. Introduje la palabra más tarde, y conseguí por respuesta bote. Para el séptimo signo primero dijo vida, y luego amor. Para el octavo signo la respuesta fue nada. Eso demuestra que los signos son siete.

-¡Pero el séptimo no fue alcanzado! -exclamé con repentina inspiración-. ¡Después del sexto llega destrucción!

-¿Lo cree usted en serio? Me temo que le damos demasiada importancia a tan locos desvaríos. En realidad, sólo tienen un interés puramente médico.

-¿Supone que despertará la curiosidad de los psiquiatras?

Los ojos del doctor Rose se entrecerraron.

-Mi querido señor. No tengo la intención de hacerlo público.

-En ese caso, ¿cuál es su interés?

-Meramente personal. Claro es que tomo notas para mi archivo.

-Comprendo -exclamé por decir algo, cuando en realidad me hallaba más a oscuras que un ciego. Me puse en pie y añadí-: Bien, le deseo buenas noches, doctor. Regreso a la ciudad mañana.

-¿Se marcha?

En su pregunta había satisfacción, quizás alivio.

-Sí. Le deseo buena suerte en sus investigaciones. Espero que no me azuce el podenco de la muerte la próxima vez que nos veamos.

Tenía su mano en la mía mientras le hablaba, y sentí su sobresalto a través de la sacudida que dio. Pero su recuperación fue rápida. Sus labios, al sonreír, dejaron al descubierto largos y puntiagudos dientes.

-Sería una gran cosa para el hombre que ama el poder -comentó-. ¡Qué triunfo más grande disponer de la vida de todos los seres humanos!

Su sonrisa se hizo más amplia.

Lo anterior marca el límite de mi relación directa con el asunto que trato.

Posteriormente, el libro de notas del doctor Rose, y también su diario, llegaron a ser míos. Reproduciré algunas de sus anotaciones:

5 agosto. He descubierto que "elegidos", para la hermana M. A., son aquellos que reprodujeron la raza. Parece ser que eran considerados como los más importantes, incluso mucho más que los sacerdotes: semejante criterio ofrece un fuerte contraste comparado con los antiguos cristianos.

7 agosto. He logrado que la hermana M. A. consienta ser hipnotizada. Y si bien le provoqué un estado de sueño y trance, no obtuve comunicación.

9 agosto. Existieron civilizaciones en lo pasado muy superiores a la nuestra. Soy el único hombre que sabe la verdad de tan remota vida.

12 agosto. No se muestra dócil a mis sugerencias en estado hipnótico. Sin embargo, logro fácilmente sumirla en trance. No lo entiendo.

13 agosto. Hoy ha dicho que en "estado de gracia", la puerta sigue cerrada, a menos que otro dé órdenes al cuerpo. Interesante... pero he fracasado.

18 agosto. El primer signo no es otra cosa que... (las palabras aparecen borradas). Así, ¿cuántos siglos transcurrieron para llegar al sexto?

20 agosto. M. A. seguirá con la enfermera. Ésta, si es preciso, la retendrá mediante el uso de morfina. ¿Estoy loco? ¿O soy un superhombre con el poder de la muerte en mis manos?

(Aquí cesan las anotaciones.)

El 29 de agosto recibí una carta manuscrita con desigual caligrafía, y, evidentemente, de un extranjero. La abrí lleno de curiosidad. Decía:

"Apreciado monsieur: 

Sólo le he visto dos veces, pero sé que puedo confiar en usted. Sean ciertos o no mis sueños, se han vuelto más precisos últimamente... Y, monsieur, de una cosa estoy segura, el "podenco de la muerte" no es un mito. El guardián del cristal reveló el secreto del sexto signo demasiado pronto, y el demonio entró en los corazones de las gentes. Con el poder de la muerte en sus manos, mataron sin causa justificada, ebrios de codicia y poder. Cuando vimos esto, los que éramos puros, comprendimos que no completaría el círculo para llegar al signo de la vida perdurable. Así, el nuevo guardián del cristal vióse obligado a actuar. Lo viejo tenía que sucumbir y dar paso, después de interminables épocas, a un estado más perfecto de vida. Por eso lanzó el podenco de la muerte sobre el mar (teniendo cuidado de no cerrar el círculo), y el mar cobró la forma del podenco y se tragó la tierra.

Una vez recordé esto en los peldaños del altar de Bélgica.

El doctor Rose es de la hermandad. Conoce el primer signo y parte del segundo. En cuanto al sexto signo es ignorado de todos, excepto de unos pocos elegidos. Él puede arrancarme el secreto, pues aunque hasta ahora he resistido, me vuelvo débil.

Monsieur, no es bueno que un hombre consiga el poder ahora. Primero deben transcurrir muchos siglos antes de que el mundo esté preparado para la entrega del poder de la muerte a una sola mano. A usted, que ama el bien y la verdad, le imploro que me ayude... antes de que sea demasiado tarde.

Su hermana en Cristo,

MARIE ANGELIQUE."

Dejé caer el papel. La solidez de la tierra bajo mis pies me pareció menos consistente que de costumbre. Pero no tardé mucho en reanimarme. La sincera credulidad de aquella pobre mujer me había conmovido, poniendo al descubierto ante mis ojos la gran falta de ética profesional cometida por el doctor Rose. Y cuando pensaba muy en serio acudir en ayuda de la trastornada monja, advertí entre el resto del correo la presencia de una carta de mi hermana Kitty. Rasgué el sobre.

"Ha ocurrido algo terrible -leí-. ¿Recuerdas la pequeña casita del doctor Rose en la escollera? Fue barrida por un corrimiento de tierras la pasada noche. El doctor y aquella pobre monja, la hermana Marie Angelique, han muerto. El caos de la playa es alucinante. La gran masa de tierra y piedra caída tiene la forma de un enorme podenco..."

La carta cayó de mi mano.

Los otros sucesos quizá sean pura coincidencia. Un hombre apellidado Rose, que resultó ser un rico pariente del doctor, murió de repente la misma noche; según se dijo, a causa de un rayo. Sin embargo, en toda la comarca no hubo tormenta, pese a que un par de personas declararon haber oído un trueno. La descarga dejó en el cadáver una quemadura de "extraña forma". En su testamento, disponía que todos sus bienes pasasen a su sobrino, el doctor Rose.

Si el doctor Rose había logrado que la hermana Marie Angelique le revelase el secreto del sexto signo, no era de extrañar que hubiese matado a su tío -para mí carecía de escrúpulos-. El resto de la tragedia me hizo recordar lo escrito por la monja: "...teniendo cuidado de no cerrar el círculo..." Quizás el doctor Rose menospreció esta necesidad, o ignoraba cómo debía actuar. Así, la fuerza liberada, completaría el circuito...

Lo expuesto no deja de ser una solemne tontería. ¿Cómo dar crédito a ello? Que el doctor Rose creyese en las alucinaciones de la hermana Marie Angelique sólo prueba que también estaba ligeramente desequilibrado. Ahora bien, no es un sueño el continente sumergido en los mares donde los hombres vivieron y forjaron una civilización mucho más avanzada que la nuestra...

¿O tal vez la monja no vea lo pasado, cosa factible según opinan muchos, y la ciudad de los círculos está en lo futuro?

Tonterías... ¡naturalmente! Lo narrado sólo puede ser una alucinación.





2.- LA SEÑAL ROJA



—No, pero qué emocionante —decía la hermosa señora Eversleigh abriendo mucho sus maravillosos, aunque un tanto insípidos, ojos azules—. Siempre se ha dicho que las mujeres poseemos un sexto sentido. ¿Usted cree que es cierto, sir Alington?

El famoso alienista sonrió con cierta ironía. Sentía un desprecio inmenso hacia las mujeres bonitas pero tontas, igual que el otro invitado. Alington West era la suprema autoridad en enfermedades mentales, y estaba plenamente convencido de su posición e importancia. Era un hombre corpulento y bastante pomposo.

—Sé que se dicen muchas tonterías, señora Eversleigh. ¿Qué significa eso de... sexto sentido?

—Ustedes los científicos son tan severos. Y realmente es extraordinario cómo se saben las cosas algunas veces... más que saberlas, sentirlas, quiero decir... es algo misterioso de veras. Clara sabe a qué me refiero, ¿no es verdad, Clara?

Se dirigió a su anfitriona con un gran mohín.

Clara Trent no respondió en seguida. Se trataba de una pequeña reunión... ella, su marido, Violeta Eversleigh, sir Alington West y su sobrino Dermont West, que era un viejo amigo de Jack Trent. El propio Jack Trent, un hombre más bien grueso y coloradote de sonrisa bonachona y risa afable, fue quien continuó la conversación:

—¡Vaya, Violeta! Tu mejor amigo muere en un accidente ferroviario, y en seguida recuerdas que el martes soñaste con un gato negro... ¡maravilloso, tú sabías que algo iba a ocurrir!

—Oh, no, Jack, confundes los presentimientos con la intuición. Vamos, sir Alington, tiene usted qué admitir que los presentimientos existen.

—Quizás, hasta cierto punto —admitió el médico con reserva—. Pero la mayoría son coincidencias y luego se sigue la inevitable tendencia de inventar la mayor parte de la historia.

—Yo no creo en los presentimientos —dijo Clara Trent con brusquedad—, ni en la intuición, ni en el sexto sentido, ni en ninguna de esas cosas. Vamos por la vida como un tren que avanza velozmente hacia un destino desconocido.

—Es un símil bastante bueno, señora Trent —dijo Dermont West alzando la cabeza por primera vez para tomar parte en la discusión. Había un extraño brillo en sus ojos grises, tan claros que contrastaban con el intenso bronceado de su piel—. Pero ha olvidado usted las señales.

—¿Las señales?

—Sí, verde cuando hay vía libre, y roja para indicar... ¡peligro!

—¡Roja... para el peligro... qué emocionante! —suspiró Violeta Eversleigh.

Dermont volvióse con cierta impaciencia.

—Claro que es sólo una manera de describirlo.

Trent le contempló con curiosidad.

—Hablas como si hubieras tenido alguna experiencia, Dermont.

—Y eso tuve... fue, quiero decir.

—Cuéntenos ese cuento.

—Puedo contar un ejemplo. En Mesopotamia, después del armisticio, una noche al entrar en mi tienda experimenté una extraña sensación de peligro. ¡Fijaos! No tenía la menor idea de qué se trataba. Di la vuelta al campamento inútilmente, y tomé todas las precauciones posibles contra un ataque de los árabes enemigos. Luego regresé a mi tienda, y al entrar en ella, aquel sentimiento volvió a surgir más fuerte que nunca. ¡Peligro! Al final me llevé una manta al exterior y dormí al raso.

—¿Y bien?

—A la mañana siguiente, cuando penetré en mi tienda, lo primero que vi fue un gran cuchillo... de un medio metro de largo... clavado en mi litera, precisamente en el lugar donde yo hubiera estado durmiendo. Pronto descubrí quién había sido..., uno de los criados árabes. Su hijo había sido fusilado por espía. ¿Qué tienes que decir de esto, tío Alington? ¿No es un ejemplo de lo que yo llamo señal roja?

El especialista sonrió.

—Una historia muy interesante, mi querido Dermont.

—Pero, ¿no la aceptas sin reservas?

—Sí, sí, no me cabe duda de que tuviste el presentimiento del peligro tal como dices. Pero es el origen del presentimiento lo que discuto. Según tú, vino sin motivo, por la impresión de algún factor externo en tu mentalidad. Pero hoy en día sabemos que casi todos provienen de dentro... de nuestro propio subconsciente.

—¿Y cuál es tu opinión?

—Yo creo que ese árabe se traicionó con alguna mirada. Tu consciente no lo notó, o recordó, pero en tu subconsciente ocurrió lo contrario. El subconsciente nunca olvida. Sabemos también que puede razonar y deducir por sí solo, independientemente de la voluntad del consciente. Por lo tanto, tu subconsciente creyó que intentarían asesinarte, y logró transmitir sus temores a tu consciente.

—Admito que resulta verosímil —dijo Dermont con una sonrisa.

—Pero no tan excitante —intervino la señora Eversleigh.

—También es posible que tú, subsconscientemente, te hubieras dado cuenta del odio que ese hombre sentía hacia ti. Lo que antiguamente solía llamarse telepatía, existe, desde luego, aunque las circunstancias que la rigen son poco conocidas.

—¿Sabes tú de algún otro ejemplo? —preguntó Clara a Dermont.

—¡Oh! Sí, pero nada interesante... y supongo que podría explicarse como coincidencia. Hace tiempo rechacé una invitación para ir al campo por la única razón de la «señal roja», y la casa se quemó durante aquella semana. A propósito, tío Alington, ¿dónde interviene aquí el subconsciente?

—Temo que no intervenga para nada —replicó sir Alington sonriente.

—Pero tendrás otra explicación igualmente buena. Vamos. No es necesario emplear cautela cuando se habla con parientes próximos.

—Está bien, sobrino, en este caso me aventuro a sugerir que rechazaste esa invitación por no tener grandes deseos de ir, y que después del incendio, te dijiste que habías presentido el peligro: explicación que ahora crees sin reserva.

—Es inútil —rió Dermont—. Tú siempre ganas.

—No importa, señor West —exclamó Violeta Eversleigh—. Yo creo en su Señal Roja. ¿Y fue en Mesopotamia la última vez que la sintió?

—Sí... hasta...

—¿Cómo dice?

Dermont quedó silencioso. Las palabras que había estado a punto de pronunciar eran: «Sí... hasta esta noche», y que acudieron a sus labios guiadas de un pensamiento que aún no había registrado su consciente, pero en el acto comprendió que eran ciertas. La Señal Roja brillaba en la oscuridad. ¡Peligro! ¡Peligro inminente!

Pero, ¿por qué? ¿Qué peligro oculto podía haber allí... en la casa de sus amigos? Por lo menos... bueno, sí, aquello era una especie de peligro. Miró a Clara Trent... tan blanca, tan esbelta... y con aquella exquisita caballera dorada. Pero aquel peligro existía desde hacía tiempo... y no era probable que dejara de ser latente..., pues Jack Trent era su mejor amigo, y aún más todavía: el hombre le salvó su vida en Flandes siendo recompensado por ello con la V.C.[1] Buen chico Jack, de los mejores. Era mala suerte el haberse enamorado de la esposa de Jack. Ya se le pasaría. No era posible que continuara sufriendo así eternamente. Acabaría por arrancárselo del corazón... eso es, lo arrancaría de cuajo. Ella no lo sabría nunca... y si lo adivinaba, no habría peligro. Era una estatua, una bella estatua, de oro y marfil, y coral rosa... un juguete para un rey, no una mujer real.

Clara... el mero sonido de su nombre pronunciado quedamente le hacía soñar. Debía sobreponerse. Había amado antes a otras mujeres. ¡Pero no así!, le decía una voz interior. Así no. Bueno... era inevitable. Mas no había peligro en ello... el corazón le dolía, pero no había peligro... aquel peligro de la Señal Roja. Aquello era por otra cosa.

Mirando alrededor de la mesa pensó por primera vez, que aquella reunión era poco corriente. Su tío, por ejemplo, raramente asistía a cenas íntimas como aquélla. Hubiera sido distinto de ser los Trent antiguos amigos suyos, pero hasta aquella tarde Dermont no supo siquiera que se conocieran.

Seguramente tenía que haber una explicación. Después de la cena iba a llegar una médium bastante famosa para dar una sesión y sir Alington confesaba su interés por el espiritismo. Sí, desde luego era una explicación.

La palabra cobró un nuevo relieve. Una explicación. ¿Acaso la sesión era sólo una excusa para hacer que la presencia del especialista pareciera natural? De ser así, ¿cuál era el verdadero motivo? Una serie de detalles acudieron a la memoria de Dermont, insignificancias en las que no repararon antes, o, como su tío hubiera dicho, no supo registrar su consciente.

El gran especialista había mirado en forma extraña... muy extraña a Clara en más de una ocasión. Parecía observarla, y ella, intranquila bajo su escrutinio, estuvo haciendo extraños movimientos con sus manos. Estaba nerviosa..., terriblemente nerviosa, y además asustada. ¿Por qué asustada?

Sobresaltado volvió a ocuparse de la conversación. La señora Eversleigh había conseguido que el gran hombre hablara de su profesión.

—Mi querida señora —le estaba diciendo—, ¿qué es la locura? Le aseguro que cuanto más estudiamos el tema, más difícil se nos hace el precisar. Todos practicamos el autoengaño, y cuando lo llevamos hasta el punto de creernos el zar de Rusia, se nos encierra o aisla. Pero hay un largo trecho antes de llegar a este extremo. ¿En qué punto preciso podríamos instalar un poste que dijera: Aquí termina la cordura y empieza la locura? Ya saben ustedes que no puede hacerse. Y les diré una cosa: si el individuo que sufre ese embaucamiento propio no dijera nada, es probable que nunca pudiéramos distinguirle de otro normal. El extraordinario sentido común de los locos es un tema interesante.

Sir Alington tomó un sorbo de vino paladeándolo apreciativamente.

—Siempre he oído decir que son muy curiosos —observó la señora Eversleigh—. Me refiero a los que nosotros llamamos locos.

—Muchísimo. Y muy a menudo la eliminación de ese autoengaño tiene efectos desastrosos. Todas las eliminaciones son peligrosas, como nos ha enseñado el psicoanálisis. El hombre que tiene una manía inofensiva y puede gozar de ella, rara vez se acerca al borde de la locura. Pero el hombre... —hizo una pausa— o la mujer que parece normal, puede en realidad ser una fuente de peligro agudo para la sociedad.

Su mirada recorrió los rostros de todos los presentes yendo a detenerse en Clara.

Un profundo temor estremeció a Dermont. ¿Qué es lo que había querido decir? ¿Adonde quería ir a parar? Imposible pero...

—Y todo por reprimirse —suspiró la señora Eversleigh—, comprendo que debiera siempre tener mucho cuidado... Al expresar la propia personalidad. Los peligros de lo otro son terribles.

—Mi querida señora Eversleigh —continuó el médico—, no me ha comprendido usted. La causa del mal está en el estado físico del cerebro... algunas veces producido por un agente externo tal como un golpe, y otras, es congénito.

—Las enfermedades hereditarias son tan tristes —suspiró la dama—. La tuberculosis y otras por el estilo.

—La tuberculosis no es hereditaria —repuso sir Alington en tono seco.

—¿No? Siempre pensé que lo era. ¡Pero la locura lo es! ¡Qué horrible! ¿Y cuáles más?

—La artritis —dijo sir Alington con una sonrisa—, y el daltonismo... esta última es muy interesante. Se transmite directamente a los varones, pero queda latente en las hembras. De manera que, mientras hay muchos hombres que lo padecen para que una mujer sufra el daltonismo la enfermedad tiene que haber estado latente en su madre y presente en su padre... cosa bastante difícil. Eso es lo que se llama herencia limitada al sexo.

—Qué interesante. Pero la demencia no es transmisible, ¿verdad?

—La demencia puede heredarla igualmente el hombre que la mujer —replicó el médico en tono grave.

Clara se puso en pie, empujando su silla tan bruscamente que casi la tira al suelo. Estaba muy pálida y seguía moviendo las manos con gestos nerviosos.

—No... no tardarán ustedes, ¿verdad? —suplicó—. La señora Thompson llegará dentro de pocos minutos.

—Otra copita de oporto y en seguida iremos con usted —dijo sir Alington—. He venido para ver la sesión de esa maravillosa señora Thompson, ¿no? ¡Ja, ja! Y no me haré de rogar. —Se levantó.

Clara le dirigió una sonrisa y salió de la habitación acompañada de la señora Eversleigh.

—Temo haberme puesto pesado hablando de mi profesión —comentó al volver a sentarse—. Perdóneme, amigo mío.

—No tengo nada que perdonar —replicó Trent cortésmente.

Parecía tenso y preocupado, y por primera vez Dermont sintióse extraño en compañía de su amigo. Entre aquellos dos había un secreto que un viejo amigo como él no podía compartir, y, no obstante, todo aquello era fantástico e increíble. ¿En qué podía basarse? En nada más que en un par de miradas y en el nerviosismo de una mujer.

Se entretuvieron poco bebiendo el oporto, y entraban en el salón en el momento en que anunciaban a la señora Thompson.

La médium era una mujer regordeta, de mediana edad, vestida de terciopelo color magenta con pésimo gusto y voz potente y vulgar.

—Espero no haber llegado tarde, señora Trent —dijo alegremente—. Me dijo usted a las nueve, ¿verdad?

—Es usted muy puntual, señora Thompson —repuso Clara con su voz ligeramente enronquecida—. Éste es nuestro pequeño círculo.

No hubo presentaciones, por lo visto ésa era la costumbre. La médium les contempló a todos con ojos astutos y penetrantes.

—Espero que obtengamos buenos resultados —observó con vivacidad—. No saben ustedes lo que aborrezco ponerme en trance y no poder dar satisfacción, por así decir. Me vuelve loca. Pero creo que Shiromako... mi control japonés, podrá hacerlo bien esta noche. No me sentía muy bien y he renunciado a tomar un Welsh rarebit[2], con lo aficionada que soy al queso.

Dermont escuchaba, mitad divertido, mitad disgustado. ¡Qué prosaico era todo aquello! Y no obstante, ¿no la estaba juzgando totalmente? Después de todo, era natural... los médiums son personas como las demás, y si un gran cirujano puede sentirse indispuesto en el momento de ir a realizar una delicada operación, ¿por qué no la señora Thompson?

Las sillas se colocaron en círculo, y las luces de manera que pudieran subirse o bajarse a voluntad. Dermont observó que no se trataba de realizar ningún test, ni sir Alington hizo la menor pregunta interesándose por la sesión.

No, aquello era sólo un pretexto. Sir Alington había ido allí por otro motivo. Dermont recordaba que la madre de Clara murió en el extranjero... con cierto misterio... enfermedades hereditarias...

Con esfuerzo volvió su atención a lo que ocurría a su alrededor en aquellos momentos.

Todos iban ocupando sus puestos, y se apagaron las luces, dejando encendida sólo una pequeña lamparita roja sobre una mesita apartada.

Durante un buen rato no se oyó otra cosa que la respiración de la médium, que se fue haciendo más acompasada. Luego, con una brusquedad que hizo saltar a Dermont, sonaron unos golpes al otro extremo de la estancia, y que repitieron en el contrario. Luego fueron in crescendo, por fin cesaron y se oyó una risita histérica.

Después silencio, que fue roto por una voz muy distinta a la de la señora Thompson, que dijo:

—Aquí estoy, caballeros. Ssssí, estoy aquí. ¿Desean preguntarme cosas?

—¿Quién eres...? ¿Shiromako?

—Sssssí. Yo Shiromako. Salí de este mundo hace muchísimo tiempo. Trabajo. Soy muy feliz.

Siguieron más detalles de la vida de Shiromako, tontos y sin interés, como Dermont oyera en otras ocasiones. Todos eran felices, muy felices, y los mensajes provenían de parientes vagamente descritos para evitar cualquier contingencia. Una dama anciana, la madre de uno de los presentes, estuvo repartiendo máximas de calendario con aire de novedad que resultaba anacrónico.

—Alguien más quiere comunicarse ahora —anunció Shiromako—. Tiene un mensaje muy importante para uno de los caballeros.

Hubo una pausa y luego una voz nueva inició su discurso con una risa endemoniada.

—¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja! Mejor que no vuelva a su casa. Siga mi consejo.

—¿A quién está hablando? —preguntó Trent.

—A uno de ustedes tres. Yo de él no volvería a su casa. ¡Peligro! ¡Sangre! No mucha sangre... bastante. No, no vaya a su casa. —La voz se fue alejando—. ¡No vuelva a su casa!

Se apagó por completo. Dermont sintió que le hervía la sangre convencido de que aquel mensaje iba dirigido a él. Sea como fuere, aquella noche estaba llena de peligro.

Se oyó un profundo suspiro de la médium, y luego un gemido. Volvía en sí. Se encendieron las luces y al fin se enderezó parpadeando.

—¿Fue bien, querida? Espero que sí.

—Muy bien, gracias, señora Thompson

—¿Shiromako, supongo?

—Sí, y otros.

La señora Thompson bostezó.

—Estoy rendida. Completamente deshecha. Bueno, celebro que haya sido un éxito. Tenía miedo de que ocurriera algo desagradable. Hay una atmósfera extraña en esta habitación.

Miró por encima de sus hombros, primero a un lado y luego al otro, y al fin los alzó intranquila.

—No me gusta —dijo—. ¿Ha habido alguna muerte repentina entre ustedes, últimamente?

—¿Qué quiere decir... entre nosotros?

—Pues algún pariente cercano... un amigo querido... ¿no? Bueno, si quisiera ponerme melodramática diría que esta noche flota la muerte en el aire. Vaya, son tonterías mías. Adiós, señora Trent. Celebro que haya quedado satisfecha.

La señora Thompson, con su vestido de terciopelo color magenta, salió de la habitación.

—Espero que le haya interesado, sir Alington —murmuró Clara.

—Una velada muy interesante, mi querida señora. Muchísimas gracias por haberme proporcionado esta oportunidad. Permítame desearle muy buenas noches. Van a ir a bailar, ¿no es cierto?

—¿Es que no quiere acompañarnos?

—No, no. Tengo costumbre de acostarme a las once y media. Buenas noches, señora Eversleigh. Ah, Dermont. Quisiera hablar contigo. ¿Puedes venirte ahora? Luego te reúnes con ellos en las Galerías Grafton.

—Claro que sí, tío. Me reuniré allí con vosotros, Trent.

Muy pocas palabras intercambiaron tío y sobrino durante el corto trayecto hasta la calle Harley. Sir Alington se disculpó por haberle apartado de la reunión, asegurando a Dermont que sólo le entretendría unos pocos minutos.

—¿Quieres que luego te acompañe el chofer, hijo mío? —le preguntó cuando se apeaban.

—No, no te preocupes, tío. Tomaré un taxi.

—Muy bien. No me gusta retener a Charlson. ¿Ahora dónde diablos habré puesto la llave?

El automóvil se alejó, mientras sir Alington rebuscaba en sus bolsillos.

—Debo haberla dejado en la otra americana —dijo al fin—. Llama al timbre, ¿quieres? Johnson estará todavía levantado... supongo.

El imperturbable Johnson abrió la puerta al momento.

—Me dejé la llave, Johnson —exclamó sir Alington—. Sírvenos un par de whiskys con sifón en la biblioteca.

—Muy bien, sir Alington.

El médico entró en la biblioteca y encendió las luces. Luego dijo a Dermont que cerrara la puerta.

—No te entretendré mucho, Dermont, pero hay algo que deseo decirte. ¿Es imaginación mía, o sientes cierta... tendresse, digámoslo así, por la esposa de Jack Trent?

La sangre acudió al rostro de Dermont.

—Jack Trent es mi mejor amigo.

—Perdona, pero eso no responde a mi pregunta. Me atrevo a asegurar que tú consideras mis puntos de vista sobre el divorcio completamente puritanos, pero debo recordarte que eres mi único pariente y heredero.

—No es una cuestión de divorcio —replicó Dermont enojado.

—Desde luego que no, por una razón que quizá yo comprenda mejor que tú. Ahora no puedo dártela, pero deseo advertirte. Esa mujer no es para ti.

El joven sostuvo la mirada de su tío.

—Lo comprendo... permíteme que te diga, que quizá mejor de lo que tú crees. Conozco el motivo de tu presencia en la cena de esta noche.

—¿Eh? —La sorpresa era evidente—, ¿Cómo lo sabes?

—Digamos que lo adiviné, tío. ¿Tengo razón o no, si digo que estabas allí en ejercicio de tu profesión?

Sir Alington empezó a pasear de un lado a otro.

—Tienes mucha razón, Dermont. Claro que yo no podría decírtelo, aunque me temo que pronto será del dominio público.

A Dermont se le contrajo el corazón.

—¿Quieres decir que ya has... formado tu opinión?

—Sí, ha sido un caso de demencia en la familia... por parte materna. Un caso lamentable... muy lamentable.

—No puedo creerlo, tío.

—No me extraña. Para un profano hay muy pocos signos aparentes.

—¿Y para un experto?

—La evidencia es absoluta. En tal caso el paciente debe ser reducido lo más pronto posible.

—¡Dios mío! —suspiró Dermont—. Pero no es posible encerrar a nadie por nada.

—¡Mi querido Dermont! Esos casos son recluidos únicamente si resultan un peligro para la sociedad.

—¿Un peligro?

—Un grave peligro. Probablemente en la forma de manía homicida. Así fue el caso de su madre.

Dermont volvió el rostro con un gemido y lo escondió entre las manos. ¡Clara..., la dulce y blanca Clara!

—Dadas las circunstancias —continuó el medico—, creí mi deber advertirte.

—Clara —murmuró Dermont—. Mi pobre Clara.

—Sí, desde luego debemos compadecerla.

De pronto Dermont alzó la cabeza.

—No lo creo. Los médicos también cometen errores. Todo el mundo lo sabe, aunque sean eminencias en su especialidad.

—Mi querido Dermont —exclamó sir Alington furioso.

—Te digo que no lo creo... y de todas maneras, aunque fuese así no me importa. Amo a Clara. Y si quiere venir conmigo, yo la llevaré lejos... muy lejos... fuera del alcance de médicos entrometidos. La guardaré y cuidaré de ella, amparándola con mi amor.

—Tú no harás nada de eso. ¿Estás loco?

Dermont rió con amargura.

—Tú lo dirías.

—Compréndeme, Dermont. —El rostro de sir Alington estaba rojo por la pasión contenida—. Si haces eso... esa vergüenza... te retiraré la pensión que ahora te paso, y haré nuevo testamento dejando completamente todo lo que poseo a varios hospitales.

—Haz lo que gustes con tu condenado dinero —dijo Dermont en voz baja—. Pero yo tendré a la mujer que amo.

—Una mujer que...

—¡Di una palabra contra ella, y por Dios que te...! —exclamó el muchacho.

El tintineo de los vasos les hizo callar a los dos. Con el acaloro de la discusión no habían oído a Johnson que entraba con la bandeja de las bebidas. Su rostro permanecía imperturbable como el de todo buen mayordomo, mas Dermont pensó si habría oído parte de la conversación.

—Está bien, Johnson —le dijo sir Alington en tono seco—. Puedes acostarte.

—Gracias, señor. Buenas, señor.

Johnson se retiró.

Los dos hombres se miraron. Aquella interrupción momentánea había apaciguado sus ánimos.

—Tío —dijo Dermont—. No debiera haberte hablado así. Comprendo que desde tu punto de vista tienes muchísima razón. Pero hace mucho tiempo que quiero a Clara Trent. El hecho de ser Jack mi mejor amigo, me ha impedido decírselo hasta ahora, pero dadas las circunstancias eso ya no importa. Es absurda la idea de que las condiciones económicas puedan detenerme. Creo que los dos hemos dicho ya todo lo que teníamos que decirnos.

—Dermont...

—Es inútil seguir discutiendo. Buenas noches, tío.

Y saliendo rápidamente cerró la puerta a sus espaldas. El recibidor estaba sumido en la penumbra, y luego de atravesarlo y abrir la puerta de la calle, encontróse de nuevo en el exterior.

Un taxi acababa de dejar a su ocupante en la casa de al lado y Dermont lo tomó para dirigirse a las Galerías Grafton.

En la puerta de la sala de baile se detuvo un instante mientras la cabeza le daba vueltas. La estridente música de jazz, las mujeres sonrientes..., era como si hubiera entrado en otro mundo.

¿Lo habría soñado? Era imposible que hubiera sostenido realmente aquella desagradable conversación con su tío. Allí estaba Clara semejante a un lirio con su vestido blanco y dorado, y el rostro tranquilo y sereno. Sin duda alguna, todo había sido un sueño.

El baile terminó y ella acercóse a Dermont sonriendo. Como en un sueño le pidió que bailara con él y ahora la tenía entre sus brazos mientras volvía a sonar la música.

La sintió vacilar.

—¿Cansada? ¿Quieres que lo dejemos?

—-Si no te importa... ¿No podríamos ir a algún sitio donde pudiéramos hablar? Tengo algo que decirte.

No era un sueño, y volvió a la realidad sobresaltado. ¿Cómo es posible que le hubiera parecido tranquila y serena? Si estaba poseída de temor... de miedo, ¿acaso lo sabría?

Encontraron un rincón alejado y fueron juntos, decididos a sentarse.

—Bien —le dijo Dermont fingiendo una tranquilidad que no sentía—, ¿y dices que tienes algo que decirme?

—Sí. —Bajó los ojos jugueteando nerviosa con una borla que adornaba su vestido.

—Pues dime lo que sea, Clara.

—Es sólo esto: Quiero que te marches... por algún tiempo.

El joven estaba atónito. No sabía lo que había esperado, pero desde luego no aquello.

—¿Qué tú quieres que me largue? ¿Por qué?

—Es mejor ser sinceros, ¿no crees? Sé que eres un... un caballero y mi amigo, y quiero que te marches, porque yo... yo me... me he ido aficionando demasiado a ti.

—Clara.

Sus palabras le dejaron mudo de asombro.

—Por favor, no creas que soy lo bastante presuntuosa para pensar que tú... llegaras a enamorarte de mí. Es sólo que... no soy muy feliz... y... ¡oh! Preferiría que te marcharas.

—Clara, ¿no sabes que te he querido... con toda mi alma... desde que te conocí?

Ella alzó sus ojos hacia él.

—¿Qué me querías... desde hace tiempo?

—Desde el principio.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Por qué no me lo decías? ¡Entonces yo hubiera podido ser para ti! ¿Por qué me lo dices ahora que es demasiado tarde? No, estoy loca... no sé lo que digo. Nunca hubiera podido ser para ti.

—Clara, ¿qué quieres decir con eso de que «ahora es demasiado tarde»? ¿Es... es por causa de mi tío? ¿Por lo que él sabe?

Ella asintió mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Escucha, Clara, no tienes que creerlo. Ni pensar en ello siquiera. En vez de eso, vente conmigo. Yo cuidaré de ti... y a mi lado siempre estarás segura.

Sus brazos la rodearon y al acercarla a él notó que temblaba.

De pronto, haciendo un esfuerzo, Clara se liberó.

—Oh, no, por favor. ¿Es que no comprendes? Ahora no podría ser. Sería horrible... horrible... horrible. Siempre he deseado ser buena y ahora... sería más horrible aún.

Él vaciló confundido por sus palabras. Clara le miraba suplicante.

—Por favor —le dijo—. Quiero ser buena.

Sin una palabra, Dermont se puso en pie para marcharse. Le habían emocionado sus palabras que no admitían discusiones, y al ir en busca de su abrigo y sombrero se encontró con Trent.

—Hola, Dermont, te marchas muy pronto.

—Sí, esta noche no estoy de humor para bailar.

—Es una noche de perros —dijo Trent un tanto apesadumbrado—. Pero tú nunca has tenido ni tienes mis preocupaciones.

Dermont sintió el temor de que Trent fuera a confiarse a él. ¡No, cualquier cosa menos eso!

—Bueno, hasta la vista. Me voy a casa.

—¿A casa, eh? ¿Y qué me dices de la advertencia de los espíritus?

—Correré el riesgo. Buenas noches, Jack.

El piso de Dermont no estaba lejos. Fue andando hasta allí, pues sentía necesidad del aire fresco de la noche para calmar su agitado cerebro. Abrió él mismo con un llavín y encendió la luz del dormitorio.

En el acto, y por segunda vez durante aquella noche, percibió sobre él la inquietud de la Señal Roja... con tal fuerza que por un momento, incluso apartó a Clara de su pensamiento.

¡Peligro! Estaba en peligro. ¡En aquel mismo instante, y en aquella misma habitación!

Trató en vano de librarse de aquel miedo ridículo. Hasta entonces, la Señal Roja le había avisado siempre con tiempo para evitar el desastre. Sonriendo ante su propia superstición inspeccionó todo el piso. Era posible que hubiese entrado un ladrón y estuviera escondido en alguna parte, pero su registro no reveló nada. Su criado, Milton, había salido, y el piso estaba completamente vacío.

Al regresar a su dormitorio se fue desnudando lentamente con el ceño fruncido. La sensación de peligro era más fuerte que nunca. Abrió un cajón para sacar un pañuelo, y de pronto se quedó rígido, pues en un rincón había un bulto que no le era familiar.

Con dedos nerviosos fue apartando los pañuelos y sacó el objeto que se escondía debajo.

Era un revólver.

Asombrado Dermont lo examinó con atención. Era un modelo poco corriente y había sido disparado recientemente. Aparte de esto no supo ver nada más. Alguien lo había colocado allí aquella misma noche, puesto que no estaba en el cajón cuando se vistiera para la cena... de eso estaba seguro.

Fue a dejarlo de nuevo en el cajón cuando le sobresaltó oír el timbre de la puerta. Sonaba, una y otra vez con fuerza inusitada en la quietud del piso vacío.

¿Quién podía llamar a la puerta a aquellas horas? Y la única respuesta que encontraba era:

Peligro... peligro... peligro...

Guiado de un impulso que no supo dominar, Dermont, apagó la luz, y poniéndose el abrigo que estaba encima de una silla, abrió la puerta del recibidor.

Dos hombres aguardaban fuera, y tras ellos Dermont vio un uniforme azul. ¡Un policía!

—¿El señor West? —preguntó uno de los hombres.

A Dermont le pareció que transcurrían años antes de que él respondiera, pero en realidad pasaron sólo unos segundos antes de que contestara imitando ligeramente la voz inesperada de su criado.

—El señor West no ha regresado todavía.

—¿No ha vuelto aún, eh? Muy bien, entonces será mejor que entremos a esperarle.

—No.

—Escuche, amigo, soy el inspector Verall de Scotland Yard y traigo una orden de arresto para su amo. Puede usted verla si gusta.

Dermont examinó el papel que le entregaban, o simuló hacerlo, preguntando con voz alterada:

—¿Por qué? ¿Qué es lo que ha hecho?

—Por el asesinato de sir Alington West de la calle Harley.

Con la cabeza como una devanadera, Dermont retrocedió para dejar paso a sus visitantes, y al entrar en el saloncito encendió las luces. El inspector le siguió.

—Eche un vistazo —dijo a su acompañante.

Luego volvióse a Dermont.

—Usted quédese aquí, amigo. No se escape para avisar a su amo. A propósito, ¿cómo se llama?

—Milton, señor.

—¿A qué hora espera a su amo, Milton?

—No lo sé, señor. Ha ido a bailar... creo que a las Galerías Grafton.

—Se marchó de allí hará cosa de una hora. ¿Seguro que no ha venido por aquí?

—No lo creo, señor. Supongo que de haber venido, le hubiera oído entrar.

En aquel momento entraba el otro hombre, procedente de la habitación contigua, llevando en la mano el revólver, que presentó al inspector.

—Esto lo demuestra —observó satisfecho—. Debe haber entrado sin que usted le oyera. Ahora ya debe haberse escapado. Será mejor que me marche. Cawley, quédese usted aquí por si regresara, y vigile a este individuo. Es posible que sepa más de su amo de lo que confiesa.

El inspector se marchó y Dermont esforzóse por obtener detalles de lo sucedido sonsacando a Cawley, que no se hizo rogar.

—Un caso claro —explicó—. El crimen fue descubierto casi inmediatamente. Johnson, el mayordomo, acababa de subir a acostarse, cuando le pareció oír un disparo y volvió a bajar, encontrando muerto a sir Alington... de un balazo que le atravesó el corazón. Nos telefoneó en seguida y fuimos inmediatamente a tomarle declaración.

—¿Y por qué es un caso claro? —quiso saber Dermont.

—Clarísimo. Ese joven West llegó con su tío y estaban discutiendo acaloradamente cuando Johnson entró con las bebidas. El anciano le amenazaba con hacer nuevo testamento, y su amo hablaba de matarle. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando se oyó el disparo. Oh, sí, un caso clarísimo.

Clarísimo, desde luego. A Dermont el corazón le dio un vuelco al comprender la abrumadora evidencia acumulada contra él. Y sin escape posible. Empezó a reflexionar activamente, y se le ocurrió ofrecerse para preparar un poco de té. Cawley se avino a ello con prontitud; ya había registrado el piso y no habiendo otra entrada posterior, permitió que Dermont fuera a la cocina. Una vez allí, puso a calentar el agua y fue preparando las tazas y platos. Luego, yendo hasta la ventana, la abrió. El piso estaba en la segunda planta, y fuera de la ventana había un pequeño ascensor metálico que utilizaban para subir los comestibles y que subía y bajaba por medio de un cable de acero.

Con la velocidad del rayo Dermont saltó por la ventana y fue descolgándose por el cable, que cortaba sus manos haciéndolas sangrar, pero él seguía bajando desesperadamente.

Pocos minutos después asomaba con precauciones por la parte posterior de la manzana, y dando la vuelta a la esquina tropezó con una figura que estaba de pie junto a la acera, y en la que, sorprendido, reconoció a Jack Trent, que al parecer estaba al corriente de la situación...

—¡Dios santo! ¡Dermont! De prisa, marcha de aquí.

Y cogiéndole del brazo le condujo a una calle secundaria y luego a otra. Pasaba un taxi solitario y lo detuvo dándole la dirección de su propia casa.

—Es el lugar más seguro por el momento —le dijo—. Allí decidiremos lo que hacer para despistar a esos tontos. Vine con la esperanza de poder avisarte antes de que llegara aquí la policía.

—Ni siquiera sabía que te hubieses enterado, Jack. No creerás...

—Claro que no, hombre, cómo iba a creerlo. Te conozco demasiado bien. De todas maneras es un mal asunto para ti. Estuvieron haciendo preguntas... a qué hora llegaste de las Galerías Grafton, cuándo te fuiste... etc., etc. Dermont, ¿quién ha podido matar al viejo?

—No puedo imaginarlo siquiera. El que puso el revólver en mi cajón, supongo. Debe habernos observado de cerca.

—Esa sesión espiritista fue muy extraña. «No vuelva a su casa.» Era un mensaje para el viejo West. Fue a su casa y le mataron.

—También puede aplicarse a mí —replicó Dermont—. Fui a mi casa y me encontré un revólver y un inspector de policía.

—Bueno, espero que me alcance a mí también —dijo Trent—. Hemos llegado.

Y luego de pagar el taxi, abrió la puerta con su llavín y guió a Dermont por la oscura escalera hasta su guarida, una reducida habitación del primer piso.

Abrió la puerta y cuando Dermont hubo entrado, encendió las luces yendo a reunirse con él.

—Aquí estarás a salvo de momento —comentó Trent—. Ahora pensemos lo que conviene hacer.

—He sido un estúpido —exclamó Dermont de pronto—. Tendría que haberlo afrontado con valentía. Ahora lo veo con más claridad. Todo esto es un complot. ¿De qué diablos te estás riendo?

Porque Trent se había reclinado en su silla desternillándose de risa. Había algo horrible en aquel sonido... y algo horrible también en aquel hombre... así como una extraña luz en sus ojos...

—Un complot muy inteligente —musitó—. Dermont, estás perdido.

Y fue a coger el teléfono.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Dermont.

—Telefonear a Scotland Yard, y decirles que su pájaro está aquí seguro... bajo llave y cerrojo. Sí, cerré la puerta al entrar y la llave está en mi bolsillo. Es inútil que mires a esa puerta que está a mis espaldas. Ésa da a la habitación de Clara, y siempre se encierra por dentro. Me tiene miedo, ¿sabes? Hace tiempo que me teme. Siempre adivina cuándo estoy pensando en ese cuchillo... un cuchillo largo y afilado. No, tú no...

Dermont había hecho ademán de correr hacia él, pero Trent sacó un revólver.

—Éste es el segundo —rió Trent—. El otro lo puse en tu cajón... después de matar con él al viejo West... ¿Qué es lo que miras por encima de mi cabeza? ¿Esa puerta? Es inútil; aunque Clara la abriera... y te la abriría a ti... dispararía antes de que la alcanzaras. No al corazón... ni a matar... sólo te heriría para que no pudieras escapar. Soy un buen tirador, ya sabes. En cierta ocasión te salvé la vida... tonto de mí. No, no... quiero verte ahorcado... sí, ahorcado. No es para ti para quien quiero el cuchillo. Es para Clara... la hermosa Clara, tan blanca y tan dulce. El viejo West lo sabía. Por eso vino aquí esta noche, para ver si yo estaba loco. Quería encerrarme... para que no pudiera matar a Clara con un cuchillo. Yo fui muy listo. Le quité la llave y la tuya también. Me escabullí del baile en cuanto llegué, y al verte salir de su casa entré yo. Le maté, y luego fui a tu casa a dejar el revólver, y volvía a estar en las Galerías Grafton poco después de que tú llegaras. Mientras te daba las buenas noches introduje tu llave en el bolsillo de tu abrigo. No me importa decirte todo esto; nadie puede oírnos y cuando te ahorquen, quiero que sepas que fui yo quien lo hice. No tienes escape. ¡Qué risa!... ¡Cielos, qué gracioso! ¿En qué estás pensando? ¿Qué diablos es lo que miras?

—Estoy pensando en unas palabras que acabas de repetir. Hubieras hecho mejor no regresando a casa, Trent.

—¿Qué quieres decir?

—Mira detrás de ti.

Trent giró en redondo. En la puerta que comunicaba con la otra habitación inmediata estaba Clara... y el inspector Verall.

Trent fue rápido, y el revólver sólo habló una vez... encontrando su diana. Cayó sobre la mesa. El inspector corrió a su lado, mientras Dermont contemplaba a Clara como un sueño. Varios pensamientos acudían atropelladamente a su memoria. Su tío... su discusión... aquel terrible malentendido... las leyes de divorcio de Inglaterra que nunca hubieran permitido a Clara separarse de un marido demente... «debemos compadecerla»... el complot tramado entre ella y sir Alington que el astuto Trent supo adivinar... el grito de Clara: «¡Sería horrible... horrible... horrible! Sí, pero ahora sería...»

El inspector se enderezó.

—Está muerto —dijo perplejo.

—Sí —se oyó decir a Dermont—, fue siempre un buen tirador.





3.- EL CUARTO HOMBRE 



El canónigo Parfitt jadeaba. El correr para alcanzar el tren no era cosa que conviniera a un hombre de sus años. Su figura ya no era lo que fue y con la pérdida de su esbelta silueta había ido adquiriendo una tendencia a quedarse sin aliento, que el propio canónigo solía explicar con dignidad diciendo «¡Es el corazón!» 

Exhalando un suspiro de alivio se dejó caer en una esquina del compartimento de primera. El calorcillo de la calefacción le resultaba muy agradable. Fuera estaba nevando. Además era una suerte haber conseguido situarse en una esquina siendo el viaje de noche y tan largo. Debieron haber puesto coche-cama en aquel tren. 

Las otras tres esquinas estaban ya ocupadas, y al observarlo, el canónigo Parfitt se dio cuenta de que el hombre sentado en la más alejada, le sonreía con aire de reconocimiento. Era un caballero pulcramente afeitado, de rostro burlón y cabellos oscuros que comenzaban a blanquear en las sienes. Su profesión era sin duda alguna la de abogado, y nadie le hubiera tomado por otra cosa ni un momento siquiera. Sir Jorge Durand era ciertamente un abogado muy famoso. 

—Vaya, Parfitt —comenzó con aire jovial—. Se ha echado usted una buena carrerita, ¿no? 

—Y con lo malo que es para mi corazón —repuso el canónigo—. Qué casualidad encontrarle, sir Jorge. ¿Va usted muy al norte? 

—Hasta Newcastle —replicó sir Jorge—. A propósito —añadió—: ¿Conoce usted al doctor Campbell Clark? Y el caballero sentado en el mismo lado que el canónigo inclinó la cabeza complacido. 

—Nos encontramos en la estación —continuó el abogado—. Otra coincidencia. 

El canónigo Parfitt vio al doctor Campbell Clark con gran interés. Había oído aquel nombre muy a menudo. El doctor Clark estaba en la primera fila de los médicos especialistas en enfermedades mentales, y su último libro El problema del subconsciente había sido la obra más discutida del año. 

El canónigo Parfitt vio una mandíbula cuadrada, unos ojos azules de mirada firme, y una cabeza de cabellos rojizos sin una cana, pero que iban clareándose rápidamente. Asimismo tuvo la impresión de hallarse ante una vigorosa personalidad. 

Debido a una lógica asociación de ideas, el canónigo miró el asiento situado frente al suyo esperando encontrar allí otra persona conocida, mas el cuarto ocupante del departamento resultó ser totalmente extraño... tal vez un extranjero. Era un hombrecillo moreno de aspecto insignificante, que embutido en un grueso abrigo parecía dormir. 

—¿Es usted el canónigo Parfitt de Bradchester? —preguntó el doctor Clark con voz agradable. 

El canónigo pareció halagado. Aquellos «sermones científicos» habían sido un gran acierto... especialmente desde que la prensa se había ocupado de ellos. Bueno, aquello era lo que necesitaba la Iglesia... modernizarse. 

—He leído su libro con gran interés, doctor Campbell Clark —le dijo—. Aunque es demasiado técnico para mí, y me resulta difícil seguir algunas de sus partes. Durand intervino. 

—¿Prefiere hablar o dormir, canónigo? —le preguntó—. Confieso que sufro de insomnio y, por lo tanto, me inclino en favor de lo primero. 

—¡Oh, desde luego! De todas maneras —explicó el canónigo—, yo casi nunca duermo en estos viajes nocturnos y el libro que he traído es muy aburrido. 

—Realmente formamos una reunión muy interesante —observó el doctor con una sonrisa—. La Iglesia, la Ley y la profesión médica. 

—Es difícil que no podamos formar opinión entre los tres, ¿verdad? El punto de vista espiritual de la Iglesia, el mío puramente legal y mundano, y el suyo, doctor, que abarca el mayor campo, desde lo puramente patológico a lo... superpsicológico. Entre los tres podríamos cubrir cualquier terreno por completo. 

—No tanto como usted imagina —dijo el doctor Clark—. Hay otro punto de vista que ha pasado usted por alto y que es en este aspecto muy importante. 

—¿A cuál se refiere? —quiso saber el abogado. 

—Al punto de vista del hombre de la calle. 

—¿Es tan importante? ¿Acaso el hombre de la calle no se equivoca generalmente? 

—¡Oh, casi siempre! Pero posee lo que le falta a toda opinión experta... el punto de vista personal. Ya sabe que no puede prescindir de las relaciones personales. Lo he descubierto en mi profesión. Por cada paciente que acude realmente enfermo, hay por lo menos cinco que no tienen otra cosa que incapacidad para vivir felizmente con los inquilinos que habitan en la misma casa. Lo llaman de mil maneras... desde «rodilla de fregona» a «calambre de escribiente», pero es todo lo mismo: asperezas producidas por el roce diario de una mentalidad con otra. 

—Tendrá usted muchísimos pacientes con «nervios», supongo —comenzó el canónigo, cuyos nervios eran excelentes. 

—Ah, ¿qué es lo que quiere usted decir con eso? —El doctor volvióse hacia él con gesto rápido e impulsivo—. ¡Nervios! La gente suele emplear esa palabra y reírse después, como ha hecho usted. «Esto no tiene importancia —dicen— ¡Sólo son nervios!» ¡Dios mío!, ahí tiene usted el quid de todo. Se puede contraer una enfermedad corporal y curarla, pero hasta la fecha se sabe poco más de las oscuras causas de las ciento y una forma de las enfermedades nerviosas que se sabía... bueno... durante el reinado de la reina Isabel. 

—Dios mío —exclamó el canónigo Parfitt un tanto asombrado por su salida—. ¿Es cierto? 

—Y creo que es un signo de gracia —continuó el doctor Campbell—. Antiguamente considerábamos al hombre como un simple animal con inteligencia y un cuerpo al que daba más importancia que a nada. 

—Inteligencia, cuerpo y alma —corrigió el clérigo con suavidad. 

—¿Alma? —El doctor sonrió de un modo extraño—. ¿Qué quiere decir exactamente? Nunca ha estado muy claro, ya sabe. A través de todas las épocas no se han atrevido ustedes a dar una definición exacta. 

El canónigo aclaró su garganta dispuesto a pronunciar un discurso, pero ante su disgusto, no le dieron oportunidad, ya que el médico continuó: 

—¿Está seguro de que la palabra es alma... y no puede ser almas? 

—¿Almas? —preguntó sir Jorge Durand enarcando las cejas con expresión divertida. 

—Sí —Campbell Clark dirigió su atención hacia él inclinándose hacia delante para tocarle en el pecho—. ¿Está usted seguro —dijo en tono grave—, que hay un solo ocupante en esta estructura... porque esto es lo que es, ya sabe... envidiable residencia que no se alquila amueblada por siete, veintiuno, cuarenta y uno, setenta y un años... los que sean? Y al final el inquilino traslada sus cosas... poco a poco... y luego se marcha de la casa de golpe... y ésta se viene abajo convertida en una masa de ruinas y decadencia. Usted es el dueño de la casa, admitamos eso, pero nunca se percata de la presencia de los demás... criados de pisar quedo, en los que apenas repara, a no ser por el trabajo que realizan... trabajo que usted no tiene conciencia de haber hecho. O amigos... estados de ánimo que se apoderan de uno y le hacen ser un «hombre distinto», como se dice vulgarmente. Usted es el rey del castillo, ciertamente, pero puede estar seguro de que allí está también instalado tranquilamente el «pillastre redomado». 

—Mi querido Clark —replicó el abogado—, me hace usted sentirme realmente incómodo. ¿Es que mi interior es, en realidad, campo de batalla en que luchan distintas personalidades? ¿Es la última palabra de la ciencia? 

Ahora fue el médico quien se encogió de hombros. 

—Su cuerpo lo es —dijo en tono seco—. ¿Por qué no puede serlo también la mente? 

—Muy interesante —exclamó el canónico Parfitt—. ¡Ahí Maravillosa ciencia... maravillosa ciencia! 

Y para sus adentros agregó: 

—Puedo preparar un sermón muy atrayente basado en esta idea. 

Mas el doctor Campbell Clark se había vuelto a reclinar en su asiento una vez pasada su excitación momentánea. 

—A decir verdad —observó con su aire profesional—, es un caso de doble personalidad el que me lleva esta noche a Newcastle. Un caso interesantísimo. Un individuo neurótico, desde luego, pero un caso auténtico. 

—Doble personalidad —repitió sir Jorge Durand pensativo—. No es tan raro según tengo entendido. Existe también la pérdida de memoria, ¿no es cierto? El otro día surgió un caso así ante el Tribunal de Testamentarias. 

El doctor Clark asintió. 

—Desde luego, el caso clásico fue el de Felisa Bault. ¿No recuerda haberlo oído? 

—Claro que sí —expuso el canónigo Parfitt—. Recuerdo haberlo leído en los periódicos... pero de eso hace mucho tiempo... por lo menos siete años. 

El doctor Campbell asintió. 

—Esa muchacha se convirtió en una de las figuras más célebres de Francia, y acudieron a verla científicos de todo el mundo. Tenía cuatro personalidades nada menos, y se las conocía por Felisa Primera, Felisa Segunda, Felisa Tercera y Felisa Cuarta. 

—¿Y no cabía la posibilidad de que fuera un truco premeditado? —preguntó sir Jorge. 

—Las personalidades de Felisa Tres y Felisa Cuatro ofrecían algunas dudas —admitió el médico—. Pero el hecho principal persiste. Felisa Bault era una campesina de Bretaña. Era la tercera de cinco hermanos, hija de un padre borracho y de una madre retrasada mental. En uno de sus ataques de alcoholismo el padre estranguló a su mujer, siendo, si no recuerdo mal, desterrado por vida. Felisa tenía entonces cinco años. Unas personas caritativas se interesaron por la criatura, y Felisa fue criada y educada por una dama inglesa que tenía una especie de hogar para niños desvalidos. Aunque consiguió muy poco de Felisa, la describe como una niña anormal, lenta y estúpida, que aprendió a leer y escribir sólo con gran dificultad y cuyas manos eran torpes. Esa dama, la señora Slater, intentó prepararla para el servicio doméstico y le buscó varias casas donde trabajar cuando tuvo la edad conveniente, mas en ninguna estuvo mucho tiempo debido a su estupidez y profunda pereza. 

El doctor hizo una pausa, y el canónigo, mientras se arropaba aún más en su manta de viaje se dio cuenta de pronto de que el hombre sentado frente a él se había movido ligeramente, y sus ojos, que antes tuviera cerrados, ahora estaban abiertos y en ellos brillaba una expresión indescifrable que sobresaltó al clérigo. Era como si hubiese estado regocijándose interiormente por lo que oyera. 

—Existe una fotografía de Felisa Bault tomada cuando tenía diecisiete años —prosiguió el médico—. Y en ella aparece como una burda campesina de recia constitución, sin nada que indique que pronto iba a ser una de las personas más famosas de Francia. 

»Cinco años más tarde, cuando contaba veintidós, Felisa Bault tuvo una enfermedad nerviosa, y al reponerse empezaron a manifestarse los extraños fenómenos. Lo que sigue a continuación son hechos atestiguados por muchísimos científicos eminentes. La personalidad llamada Felisa Primera era completamente distinta a la Felisa Bault de los últimos años. Felisa Primera escribía apenas el francés, no hablaba ningún otro idioma, y no sabía tocar el piano. Felisa Segunda, por el contrario, hablaba correctamente el italiano y algo de alemán. Su letra era distinta por completo de la de Felisa Primera, y escribía y se expresaba a la perfección en francés. Podía discutir de política, arte y era muy aficionada a tocar el piano. Felisa Tercera tenía muchos puntos en común con Felisa Segunda. Era inteligente y al parecer bien educada, pero en la parte moral era un contraste absoluto. Aparecía como una criatura depravada... pero en un sentido parisiense, no provinciano. Conocía todo el argot de París, y las expresiones del demi monde elegante. Su lenguaje era obsceno, y hablaba mal de la religión y la «gente buena» en los términos más blasfemos. Y por fin surgió la Felisa Cuarta... una criatura soñadora piadosa y clarividente, pero esta cuarta personalidad fue poco satisfactoria y duradera, y se la consideró un truco deliberado por parte de Felisa Tercera... una especie de broma que le gastaba al público crédulo. Debo decir que, aparte de la posible excepción de la Felisa Cuarta, cada personalidad era distinta y separada y no tenía conocimiento de las otras. Felisa Segunda fue sin duda la más predominante y algunas veces duraba hasta quince días, luego Felisa Primera, aparecía bruscamente por espacio de uno o dos días. Después, tal vez la Felisa Tercera o Cuarta, pero estas dos últimas, rara vez dominaban más de unas pocas horas. Cada cambio iba acompañado de un fuerte dolor de cabeza y sueño profundo, y en cada caso sufría la pérdida completa de la memoria de los otros estados, y la personalidad en cuestión tomaba vida a partir del momento en que la había abandonado, inconsciente del tiempo. 

—Muy notable —murmuró el canónigo—. Muy notable. Hasta ahora sabemos apenas nada de las maravillas del universo. 

—Sabemos que hay algunos impostores muy astutos —observó el abogado en tono seco. 

—El caso de Felisa Bault fue investigado por abogados, así como por médicos y científicos —replicó el doctor Campbell con presteza—. Recuerde que Maitre Quimbellier llevó a cabo la investigación más profunda y confirmó la opinión de los científicos. Y al fin y al cabo, ¿por qué hemos de sorprendernos tanto? ¿No tenemos los huevos de dos yemas? ¿Y los plátanos gemelos? ¿Por qué no ha de poder darse el caso de la doble personalidad... o en este caso, la cuádruple personalidad... en un solo cuerpo? 

—¿La doble personalidad? —protestó el canónigo. 

El doctor Campbell Clark volvió sus penetrantes ojos azules hacia él. 

—¿Cómo podríamos llamarle si no? 

—Menos mal que estas cosas son únicamente un capricho de la naturaleza —observó sir Jorge—. Si el caso fuera corriente se prestarían muchas complicaciones. 

—Desde luego, son casos muy anormales —convino el médico—. Fue una lástima que no pudiera efectuarse otro estudio más prolongado, pero puso fin a todo, la inesperada muerte de Felisa. 

—Hubo algo raro sino recuerdo mal —dijo el abogado despacio. 

El doctor Campbell Clark asintió. 

—Fue algo inesperado. Una mañana la muchacha fue encontrada muerta en su cama. Había sido estrangulada, pero ante la estupefacción de todos, demostró sin lugar a dudas que se había estrangulado ella misma. Las señales de su cuello eran las de sus dedos. Un sistema de suicidio que aunque no es físicamente imposible, requiere una extraordinaria fuerza muscular y una voluntad casi sobrehumana. Nunca se supo lo que había impulsado a suicidarse. Claro que su equilibrio mental siempre había sido insuficiente. Sin embargo, ahí tiene. Se ha corrido para siempre la cortina sobre el misterio de Felisa Bault. 

Fue entonces cuando el ocupante de la cuarta esquina se echó a reír. 

Los otros tres hombres saltaron como si hubieran oído un disparo. Habían olvidado por completo la existencia del cuarto, y cuando se volvieron hacia el lugar donde se hallaba sentado y todavía arrebujado en su abrigo, rió de nuevo. 

—Deben perdonarme, caballeros —dijo en perfecto inglés, aunque con un ligero acento extranjero, y se incorporó mostrando un rostro pálido con un pequeño bigotillo—. Sí, deben ustedes perdonarme —dijo con una cómoda inclinación de cabeza—. Pero la verdad: ¿es que la ciencia dice alguna vez la última palabra? 

—¿Sabe algo del caso que estábamos discutiendo? —le preguntó el doctor cortésmente. 

—¿Del caso? No. Pero la conocí. 

—¿A Felisa Bault? 

—Sí. Y a Annette Ravel también. No han oído hablar de Annette Ravel, ¿verdad? Y, no obstante, la historia de una, es la historia de la otra. Créame, no sabrán nada de Felisa Bault si no conocen también la historia de Annette Ravel. 

Sacó un reloj para consultar la hora. 

—Falta media hora hasta la próxima parada. Tengo tiempo de contarles la historia... es decir, si a ustedes les interesa escucharla. 

—Cuéntela, por favor —dijo el médico. 

—Me encantaría oírla —exclamó el pastor. 

Sir Jorge Durand limitóse a adoptar una actitud de atenta escucha. 

—Mi nombre, caballeros —comentó el extraño compañero de viaje— es Raúl Latardeau. Usted acaba de mencionar a una dama inglesa, la señorita Slater, que se ocupa en obras de caridad. Yo la conocí en Bretaña, en un pueblecito pesquero, y cuando mis padres fallecieron víctimas de un accidente ferroviario, fue la señorita Slater quien vino a rescatarme y me salvó de algo equivalente a los reformatorios ingleses. Tenía unos veinte chiquillos a su cuidado... niños y niñas. Entre éstas se encontraban Felisa Bault y Annette Ravel. Si no consigo hacerles comprender la personalidad de Annette, caballeros, no comprenderán nada. Era hija de lo que ustedes llaman una filie de joie que había muerto tuberculosa abandonada por su amante. La madre fue bailarina y Annette también tenía el deseo de bailar. Cuando la vi por primera vez tenía once años, y era una niña vivaracha de ojos brillantes y prometedores... una criatura todo fuego y vida. Y en seguida, en seguida... me convirtió en su esclavo. 

«Raúl, haz esto; Raúl, haz lo otro...», y yo obedecía. Yo la idolatraba y ella lo sabía. 

»Solíamos ir a la playa... los tres... ya que Felisa venía con nosotros. Y allí Annette, quitándose los zapatos y las medias bailaba sobre la arena, y luego, cuando le faltaba el aliento, nos contaba lo que quería llegar a ser. 

»—Veréis, yo seré famosa. Sí, muy famosa. Tendré cientos y miles de medias de seda... de la seda más fina, y viviré en un piso maravilloso. Todos mis adoradores serán jóvenes, guapos y ricos, cuando yo baile, todo París irá a verme. Gritarán y se volverán locos con mis danzas. Y durante los inviernos no bailaré. Iré al sur a gozar del sol. Allí hay pueblecitos con naranjos, y comeré naranjas. Y en cuanto a ti, Raúl nunca te olvidaré por muy rica que sea. Te protegeré para que estudies una carrera. Felisa será mi doncella... no, sus manos son demasiado torpes. Míralas qué grandes y toscas. 

»Felisa se ponía furiosa al oír esto, y entonces Annette continuaba pinchándola. 

»—Es tan fina, Felisa... tan elegante y distinguida. Es una princesa disfrazada... ja, ja. 

»—Mi padre y mi madre estaban casados, y los tuyos no —replicaba Felisa con rencor. 

»—Sí, y tu padre mató a tu madre. Bonita cosa ser la hija de un asesino. 

»—Y el tuyo dejó morir a tu madre —era la contestación de Felisa. 

»—Ah, sí —Annette se ponía pensativa—: Pauvre maman. Hay que conservarse fuerte y bien. 

»—Yo soy fuerte como un caballo —presumía Felisa. 

»Y desde luego lo era. Tenía dos veces la fuerza de cualquier niña del Hogar y nunca estaba enferma. 

»Pero era estúpida, ¿comprenden?, estúpida como una bestia bruta. A menudo me he preguntado porqué seguía a Annette como lo hacía. Era una especie de fascinación. Algunas veces creo que la odiaba, y no es de extrañar, puesto que Annette no era amable con ella. Se burlaba de su lentitud y estupidez, provocándola delante de los demás. Yo había visto a Felisa ponerse lívida de rabia. Algunas veces pensé que iba a rodear la garganta de Annette con sus dedos hasta acabar con su vida. No era lo bastante inteligente como para contestar a los improperios de Anette, pero con el tiempo aprendió una respuesta que nunca fallaba. Era el referirse a su propia salud y fuerza. Había aprendido lo que yo siempre supe: que Annette envidiaba su fortaleza física, y ella atacaba instintivamente el punto débil de la armadura de su enemiga. 

»Un día Annette vino hacia mí muy contenta. "Raúl —dijo—, hoy vamos a divertirnos con esa estúpida de Felisa." 

»—¿Qué es lo que vas a hacer? 

»—Ven detrás del cobertizo y te lo diré. 

»Parece que Annette había encontrado cierto libro, parte del cual no entendía y, desde luego, estaba por encima de su cabecita. Era una de las primeras obras de hipnotismo. 

—Conseguí que un objeto brillante, el pomo de metal de mi casa, diese vueltas. Hice que Felisa lo mirase anoche. "Míralo fijamente —le dije—. No apartes los ojos de él." Y entonces lo hice girar, Raúl. Estaba asustada. Sus ojos tenían una expresión tan extraña... tan extraña. "Felisa, tú harás siempre lo que yo diga", le dije: "Haré siempre lo que tú digas, Annette", me contestó. Y luego... y luego... dije: "Mañana llevarás un cabo de vela al patio y empezarás a comerla a las doce. Y si alguien te pregunta dirás que es la mejor galleta que has probado en tu vida." ¡Oh, Raúl, imagínate! 

»—Pero ella no hará una cosa así —protesté. 

»—El libro dice que sí. No es que yo lo crea del todo... ¡pero, oh, Raúl, si lo que dice el libro es cierto, lo que nos vamos a divertir! 

»A mí también me pareció divertido. Lo comunicamos a nuestros compañeros y a las doce estábamos todos en el patio. A la hora exacta apareció Felisa con el cabo de la vela en la mano. ¿Y creerán ustedes, caballeros, que empezó a mordisquearlo solemnemente? ¡Todos nos desternillábamos de risa! De vez en cuando alguno de los niños se acercaba a ella y le decía muy serio: ¿Es bueno lo que comes, Felisa? Y ella respondía: "Sí, es una de las mejores galletas que he probado en mi vida." 

»Y entonces nos ahogábamos de risa. Al fin nos reímos tan fuerte que el ruido pareció despertar a Felisa y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Parpadeó extrañada, miró la vela y luego a todos, pasándose la mano por la frente. 

»—Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? —murmuró. 

»—Te estás comiendo una vela de sebo —le gritamos. 

»—Yo te lo hice hacer. Yo te lo hice hacer —exclamó Annette bailándola su alrededor. 

»Felisa la miró fijamente unos instantes y luego se fue acercando a ella. 

»—¿De modo que has sido tú... has sido tú quien me puso en ridículo? Creo recordar. ¡Ah! Te mataré por esto. 

»Habló en tono tranquilo, pero Annette echó a correr refugiándose detrás de mí. 

»—¡Sálvame, Raúl! Me da miedo Felisa. Ha sido sólo una broma, Felisa. Sólo una broma ¿Comprendes? 

»—No me gustan esta clase de bromas —replicó Felisa—. Te odio. Os odio a todos. 

»Y echándose a llorar se marchó corriendo. 

»Yo creo que Annette estaba asustada por el resultado de su experimento, y no intentó repetirlo, pero a partir de aquel día su ascendencia sobre Felisa se fue haciendo más fuerte. 

»Ahora creo que Felisa siempre la odió, pero sin embargo no podía apartarse de su lado y solía seguirla como un perro. 

»Poco después de esto, caballeros, me encontraron un empleo y sólo volví al Hogar durante mis vacaciones. No se había tomado en serio el deseo de Annette de ser bailarina, pero su voz se hizo más bonita a medida que iba creciendo, y la señorita Slater consintió gustosamente en dejarla aprender canto. 

»Annette no era perezosa, y trabajaba febrilmente, sin descanso, y la señorita Slater se vio obligada a impedir que se excediera, y en cierta ocasión me habló de ella. 

»—Tú siempre has apreciado mucho a Annette —me dijo—. Convéncela para que no se esfuerce demasiado. Últimamente tose de una manera que no me gusta. 

»Mi trabajo me llevó lejos poco después de esta conversación. Recibí una o dos cartas de Annette al principio, pero luego silencio, los cinco años que permanecí en el extranjero. 

»Por pura casualidad, cuando regresé a París me llamó la atención un cartel anuncio con el nombre de Annette Ravelli y su fotografía. La conocí en seguida. Aquella noche fui al teatro en cuestión. Annette cantaba en francés e italiano, y en escena estaba maravillosa. Después fui a verla a su camerino y me recibió en seguida. 

»—Vaya, Raúl —exclamó tendiéndome las manos—. ¡Esto es maravilloso! ¿Dónde has estado todos estos años? 

»Yo se lo hubiera dicho, pero no deseaba escucharme. 

»—¡Ves, ya casi he llegado! 

»Y con un gesto triunfal me señaló el camerino lleno de flores. 

»—La señorita Slater debe estar orgullosa de tu éxito. 

»—¿Esa vieja? No, por cierto. Ella me había destinado al Conservatorio... a los conciertos... pero yo soy una artista. Y es aquí, en los teatros de variedades, donde puedo expresar mi personalidad. 

»En aquel momento entró un hombre de mediana edad, atractivo y distinguido. Por su comportamiento comprendí en seguida que se trataba del mecenas de Annette. Me miró de soslayo y Annette le explicó: 

»—Es un amigo de la infancia. Está de paso en París, ha visto mi retrato en un anuncio, et voilá. 

»Aquel hombre era muy amable y cortés, y delante de mí sacó una pulsera de brillantes y rubíes que colocó en la muñeca de Annette. Cuando me levanté para marcharme ella me dirigió una mirada de triunfo diciéndome en un susurro: 

»—He llegado, ¿verdad? ¿Comprendes? Tengo el mundo a mis pies. 

»Pero al salir del camerino la oí toser con una tos seca y dura. Sabía muy bien lo que significaba. Era la herencia de su madre tuberculosa. 

»Volví a verla dos años más tarde. Había ido a buscar refugio junto a la señorita Slater. Su carrera estaba arruinada. Era tal lo avanzado de su enfermedad, que los médicos dijeron que nada podía hacerse. 

»¡Ah! ¡Nunca olvidaré cómo la vi entonces! Estaba echada en una especie de cobertizo montado en el jardín. La tenían día y noche al aire libre. Sus mejillas estaban hundidas y sus ojos brillantes y febriles. 

»Me saludó con tal desesperación que me quedé estupefacto. 

»—Cuánto me alegro de verte, Raúl. ¿Tú ya sabes bien lo que dicen... que no me pondré bien? Lo dicen a mis espaldas, ¿comprendes? Conmigo son todos amables y tratan de consolarme. ¡Pero no es cierto, Raúl, no es cierto! Yo no me dejaré morir. ¿Morir? ¿Con la vida tan hermosa que se extiende ante mí? Es la voluntad de vivir lo que importa. Todos los grandes médicos lo dicen. Yo no soy de esos seres débiles que se abandonan. Ya empiezo a sentirme mejor... muchísimo mejor, ¿oyes? 

»Y se incorporó, apoyándose sobre un codo para dar más énfasis a sus palabras, luego cayó hacia atrás, presa de un ataque de tos que estremeció su delgado cuerpo. 

»—La tos no es nada —consiguió decir—. Y las hemorragias no me asustan. Sorprenderé a los médicos. Es la voluntad lo que importa. Recuerda, Raúl, yo viviré. 

»Era una pena. ¿Comprenden? Una pena. 

»En aquel momento llegaba Felisa Bault con una bandeja y un vaso de leche caliente, que dio a Annette, mirando como lo bebía con expresión que no pude descifrar... como con cierta satisfacción. 

»Annette también captó aquella mirada, y dejó caer el vaso, que se hizo pedazos. 

»—¿La has visto? Así es como me mira siempre. ¡Ella se alegra de que vaya a morir! Sí, disfruta. Ella es fuerte y sana. Mírala... ¡nunca ha estado enferma! ¡Ni un solo día! Y todo para nada. ¿De qué le sirve ese corpachón? ¿Qué va a sacar de él? 

»Felisa se agachó para coger los pedazos de cristal. 

»—No me importa lo que diga —comenzó con voz inexpresiva—. ¿A mí qué? Soy una chica respetable. Y en cuanto a ella, sabrá lo que es el Purgatorio dentro de poco. Yo soy cristiana y nada digo. 

»—¡Tú me odias! —exclamó Annette—. Siempre me has odiado. ¡Ah!, pero de todas maneras puedo encantarte. Puedo hacer que hagas mi voluntad. Mira, ahora mismo, si te lo pidiera sin ninguna duda te pondrías de rodillas ante mí encima de la hierba. 

»—No seas absurda —dijo Felisa intranquila. 

»—Pues sí que lo harás. Lo harás... para complacerme. Arrodíllate. Yo, Annette, te lo pido. Arrodíllate, Felisa. 

»No sé si sería por el maravilloso mandato de su voz, o por un motivo más profundo, pero el caso es que Felisa obedeció. Se puso de rodillas lentamente, con los brazos extendidos hacia delante y el rostro ausente mirando estúpidamente al vacío. 

»Annette, echando la cabeza hacia atrás, rió con todas sus fuerzas. 

»—¡Mira qué cara más estúpida pone! ¡Qué ridícula está! ¡Ya puedes levantarte, Felisa, gracias! Es inútil que frunzas el ceño. Soy tu ama, y tienes que hacer lo que yo diga. 

«Desplomóse exhausta sobre las almohadas, y Felisa, recogiendo la bandeja, se alejó lentamente. Una vez volvióse a mirar por encima del hombro, y el profundo resentimiento de su mirada me sobresaltó. 

»Yo no estaba allí cuando murió Annette, pero, al parecer, fue terrible. Se aferraba a la vida con desesperación, luchando contra la muerte como una posesa, y gritando: "No moriré. Tengo que vivir... vivir..." 

»Me lo contó la señorita Slater, cuando seis meses más tarde fui a verla. "Mi pobre Raúl —me dijo con tono amable—. Tú la querías, ¿verdad?" 

»—Siempre la quise... siempre. Pero ¿de qué hubiera podido servirle? No hablemos de eso. Ahora está muerta... ella... tan alegre... y tan llena de vida. 

»La señorita Slater era mujer comprensiva y se puso a hablar de otras cosas. Estaba preocupada por Felisa. La joven había sufrido una extraña crisis nerviosa y desde entonces su comportamiento era muy extraño. 

»—¿Sabes —me dijo la señorita Slater tras una ligera vacilación— que está aprendiendo a tocar el piano? 

»Yo lo ignoraba y me sorprendió mucho. ¡Felisa... aprendiendo a tocar el piano! Yo hubiera jurado que era totalmente incapaz de distinguir una nota de otra. 

»—Dicen que tiene talento —continuó la señorita Slater—. No comprendo. Siempre la había considerado..., bueno, Raúl, tú mismo sabes que fue siempre una niña estúpida. «Asentí. 

»—Su comportamiento es tan extraño que no sé qué pensar. 

»Pocos minutos después entré en la sala de lectura. Felisa tocaba el piano... la misma tonadilla que oí cantar a Annette en París. Comprendan, caballeros, que me quedé de una pieza. Y luego, al oírme, se interrumpió de pronto volviéndose a mirarme con ojos llenos de malicia e inteligencia. Por un momento pensé..., bueno, no voy a decirles lo que pensé entonces. 

»—Tiens! —exclamó—. De manera que es usted... monsieur Raúl. 

»No puedo describir cómo lo dijo. Para Annette nunca había dejado de ser Raúl, pero Felisa, desde que volvimos a encontrarnos de mayores, siempre me llamaba monsieur Raúl. Mas entonces lo dijo de un modo distinto..., como si el monsieur fuera algo divertido. 

»—Vaya, Felisa —le contesté—, te veo muy cambiada. 

»—¿Sí? —replicó pensativa—. Es curioso, pero no te pongas serio, Raúl..., decididamente te llamaré Raúl... ¿Acaso no jugábamos juntos cuando éramos niños...? La vida se ha hecho para reír. Hablemos de la pobre Annette... que está muerta y enterrada. ¿Estará en el Purgatorio, o dónde? 

»Y tarareó cierta canción..., desentonando bastante, pero las palabras llamaron mi atención. 

»—¡Felisa! —exclamé—. ¿Sabes italiano? 

»—¿Por qué no, Raúl? Yo no soy tan estúpida como parecía —y se rió de mi confusión. 

»—No comprendo... —comencé a decir. 

»—Pues yo te lo explicaré. Soy una magnífica actriz, aunque nadie lo sospechaba. Puedo representar muchos papeles... y muy bien, por cierto. 

»Volvió a reír y salió corriendo de la habitación antes de que pudiera detenerla. 

»La volví a ver antes de marcharme. Estaba durmiendo en un sillón y roncaba pesadamente. La estuve mirando fascinado..., aunque me repelía. De pronto se despertó sobresaltada, y sus ojos apagados y sin vida se encontraron con los míos. 

»—Monsieur Raúl —murmuró mecánicamente. 

»—Sí, Felisa. Yo me marcho. ¿Querrás tocar algo antes de que me vaya? 

»—¿Yo? ¿Tocar? ¿Se está riendo de mí, monsieur Raúl? 

»—¿No recuerdas que esta mañana tocaste para mí? 

»Felisa meneó la cabeza. 

»—¿Tocar yo? ¿Cómo es posible que sepa tocar una pobre chica como yo? 

»Hizo una pausa como si reflexionara, y luego se acercó a mí. 

»—¡Monsieur Raúl, ocurren cosas extrañas en esta casa! Le gastan a una bromas. Varían las horas del reloj. Sí, sí, sé lo que digo. Y todo eso es obra de ella. 

»—¿De quién? —pregunté sobresaltado. 

»—De Annette, esta malvada. Cuando vivía siempre me estaba atormentando, y ahora que ha muerto, vuelve del otro mundo para seguir mortificándome. 

»La miré fijamente. Ahora comprendo que estaba al borde del terror y sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas. 

»—Es mala. Le aseguro que es mala. Sería capaz de quitar a cualquiera el pan de la boca, la ropa y el alma... 

»De pronto se agarró a mí. 

»—Tengo miedo, se lo aseguro..., miedo. Oigo su voz..., no en mis oídos... sino aquí... en mi cabeza —se tocó la frente—. Se me llevará muy lejos... y entonces, ¿qué haré... qué será de mí? 

»Su voz se fue elevando hasta convertirse en un alarido y vi en sus ojos el terror de las bestias acorraladas. 

»De pronto sonrió..., fue una sonrisa agradable, llena de astucia, que me hizo estremecer. 

»—Si llegara eso, monsieur Raúl..., tengo mucha fuerza en mis manos..., tengo mucha fuerza en las manos. 

»Nunca me había fijado particularmente en sus manos. Entonces las miré y me estremecí a pesar mío. Eran unos dedos gruesos, brutales, y como Felisa había dicho, extraordinariamente fuertes. No sabría explicarles la sensación de náuseas que me invadió. Con unas manos como aquéllas su padre debió estrangular a su madre. 

»Aquélla fue la última vez que vi a Felisa Bault. Inmediatamente después marché al extranjero..., a Sudamérica. Regresé dos años después de su muerte. Algo había leído en los periódicos de su vida y muerte repentina. Y esta noche me he enterado de más detalles... por ustedes. Felisa Tercera y Felisa Cuarta... Me estoy preguntando si... ¡Era una buena actriz! ¿Saben?» 

El tren fue aminorando su velocidad, y el hombre sentado en la esquina se irguió para abrochar mejor su abrigo. 

—¿Cuál es su teoría? —preguntó el abogado. 

—Apenas puedo creerlo... —comenzó a decir el canónigo Parfitt. 

El médico nada dijo, pero miraba fijamente a Raúl Letardeau. 

—Es capaz de quitarle a uno el pan de la boca, la ropa..., el alma... —repitió el francés poniéndose en pie—. Les aseguro, messieurs, que la historia de Felisa Bault es la historia de Annette Ravel. Ustedes no la conocieron, caballeros. Yo sí... y amaba mucho la vida. 

Con la mano en el pomo de la puerta, dispuesto a apearse, se volvió de pronto, yendo a dar un golpecito en el pecho del canónigo. 

—Monsieur le docteur acaba de decir que esto —le dio un golpe en el estómago y el pastor pegó un respingo— es sólo una coincidencia. Dígame, si encontrara un ladrón en su casa, ¿qué haría? Pegarle un tiro, ¿no? 

—No —exclamó el canónigo—. No..., quiero decir... que en este país, no. 

Pero sus palabras se perdieron en el aire mientras la puerta del compartimento se cerraba de golpe. 

El clérigo, el abogado y el médico se habían quedado solos. El cuarto asiento estaba vacío. 





4.- LA GITANA



1

MacFarlane había advertido que su amigo Dickie Carpenter sentía aversión hacia los gitanos. Y sólo llegó a conocer los motivos cuando se anuló el compromiso matrimonial de Dickie y Esther Lawes, que originó algunas confidencias entre los dos hombres.

MacFarlane tenía relaciones con la hermana de Esther, Rachel, desde hacía un año. Conoció a las dos jóvenes durante la infancia. Pero su carácter apocado hizo que tardase algún tiempo en admitir la creciente atracción que el rostro aniñado y la sinceridad de los ojos pardos de Rachel ejercían sobre él. No era una belleza como su hermana; aunque sí más sincera y dulce. El comportamiento de Dickie y la mayor de las hermanas dio vida a crecientes lazos de fraternidad entre los dos hombres.

Después de breves semanas las relaciones amorosas de Dickie y Esther se habían diluido en la nada del olvido. Hasta entonces la vida de su joven amigo había discurrido plácidamente. Su carrera de marino era acertada, pues su amor a las cosas del mar tenía profundas raíces en su ser. De hecho, en sus entrañas palpitaba el primitivo vikingo, cuya mente no es dada a sutilezas románticas. Pertenecía a esa clase de ingleses reñidos con toda manifestación emotiva, y tan torpes a la hora de transformar en palabras corrientes sus procesos mentales. 

MacFarlane, un escocés de imaginación céltica, escuchaba y fumaba mientras Dickie se perdía en un mar de palabras. Intuyó la necesidad de un desahogo mental en su amigo, si bien no imaginó que siguiera derroteros tan originales, en los cuales Esther era una estrella apagada. En realidad, el relato se convirtió en una historia de terror infantil. 

-Todo empezó en un sueño que tuve de niño -decía Dickie-. No fue una pesadilla; pero desde entonces la gitana estuvo siempre en mis sueños, incluso en esos sueños agradables de niño, con sus fiestas, galletas y cosas por el estilo. Aunque fuese feliz, sabía que de alzar los ojos, la vería allí, en pie, mirándome tristemente, como si ella supiese algo ignorado por mí. No sé por qué me alteraba tanto... pero era así. Al despertarme chillaba aterrorizado y mi niñera decía: "¡Vaya! ¡Dickie vuelve a tener uno de sus sueños de gitanos!"

-¿Te asustó antes la presencia de gitanos, verdad?

-¡Nunca! No los vi hasta mucho tiempo después. Por cierto que fue de un modo extraño. Buscaba a mi perro que había huido. Salí por la puerta del jardín y me interné en el bosque. Entonces vivíamos en New Forest. Llegué a una especie de claro con un puente de madera sobre un arroyo. Junto a él vi a una gitana en pie con un pañuelo rojo anudado a la cabeza, igual que en mis sueños.

"Me asusté. Sus ojos reflejaban aquella tristeza... Como si supiese algo ignorado por mí. De pronto me dijo muy suavemente, inclinando la cabeza: "Yo no pasaría por ahí de ser tú." Me sentí preso de un pánico cerval y, como una exhalación, pasé por delante de ella hacia el puente. Quizás estuviese podrido. Lo cierto es que se rompió y caí a la fuerte corriente. Tuve que luchar como un desesperado para no ahogarme. Jamás lo he olvidado.

-Ella lo que hizo fue advertirte.

-Comprendo que lo interpretes así -hizo una pausa antes de seguir-. Estos sueños no tienen nada que ver con lo sucedido después, al menos eso creo, pero sí es el punto de partida. Así comprenderás ese estado mío que llamo "sensación de gitana".

"Bien, te contaré lo ocurrido aquella primera noche en casa de los Lawes. Acababa de regresar de la costa oeste, y sentíame feliz al pisar de nuevo las calles de Londres. Los Lawes eran viejos amigos. Llevaba sin ver a las niñas desde la edad de siete años. Arthur me escribía con frecuencia y, después de su muerte, fue Esther quien lo hizo, además de mandarme periódicos. Sus cartas eran muy alegres, y tenían la virtud de animarme en grado sumo. Muy pronto nació en mí un deseo incontenible de verla. No satisface por completo el conocer a una chica a través de sus cartas. Por eso lo primero que hice fue visitar a los Lawes. Esther se hallaba ausente, pero la esperaban aquella noche. A la hora de comer me senté junto a Rachel, y mientras observaba la larga mesa, me invadió una extraña sensación. Sentía sobre mí los ojos de alguien, y esto me puso nervioso. Entonces la vi.

-¿A quién?

-A la señora Haworth, lo que te digo.

MacFarlane estuvo a punto de decir: "Pensé que sería Esther". Pero guardó silencio. Dickie continuó:

-Algo en ella me era vagamente familiar. Permanecía sentada al lado del viejo Lawes, escuchando gravemente con la cabeza inclinada. Tenía alrededor de su cuello un pañuelo rojo, quizá no muy nuevo, si bien sus tersas puntas simulaban pequeñas lenguas de llama.

"Pregunté a Rachel: "¿Quién es aquella mujer morena que luce un pañuelo rojo?"

"-¿Te refieres a Alistair Haworth? Sí que lleva el pañuelo rojo, pero es rubia.

"Y lo era, ¿sabes? Su pelo tenía un maravilloso amarillo pálido que resplandecía. No obstante, hubiera jurado que era morena. Pensé que mis ojos me gastaban una broma. Después de comer, Rachel nos presentó y paseamos por el jardín. Hablamos sobre la reencarnación.

-¡Eso no va contigo, Dickie!

-Desde luego. Le dije que a veces entre dos personas se establece una corriente de sensibilidad que los hace sentirse unidos... como si fueran viejos conocidos. Ella me contestó:

"-¿ Se refiere al amor?

"-Percibí una leve ansiedad en su voz, que trajo a mi mente el roce de un recuerdo inconcreto. Momentos después nos llamaba el viejo Lawes desde la terraza. Esther había llegado y quería verme. La señora Haworth puso la mano en mi brazo:

"-¿Regresa usted a la casa? -me preguntó.

"-Sí -repuse-. Debo hacerlo.

Dickie guardó silencio y MacFarlane apremió:

-¿Qué sucedió?

-Parece una pesadilla. La señora Haworth me dijo: "Yo no iría de ser usted."

Dickie volvió a enmudecer, como si se concentrase en sus pensamientos; al fin continuó:

-Me asustó. Me asustó terriblemente... porque lo dijo como si supiera algo que yo ignorase. No se trataba de una mujer hermosa empeñada en retenerme en el jardín. Pese al tono amable de su voz, capté su angustia, síntoma inequívoco de su temor a lo que iba a pasar.

"Sé que reaccioné groseramente, pues di media vuelta y casi corrí a la casa, que me pareció un puerto seguro. Entonces comprendí cuánto temor le tuve desde el principio. La visión del viejo Lawes me resultó un gran alivio. Esther se hallaba detrás de él...

Dickie vaciló un momento y luego añadió casi en un susurro:

-Tan pronto la vi me supe perdido.

La mente de MacFarlane voló a Esther Lawes. En cierta ocasión oyó decir de ella que "era seis pies y una pulgada de perfección judía". Una expresiva definición, se dijo, mientras recordaba su altura, la frágil blancura de mármol de su rostro, su delicada nariz y el negro esplendor de su pelo y ojos. No le sorprendió que la infantil simplicidad de Dickie capitulase. Sin embargo, Esther jamás hubiera acelerado los latidos de él, MacFarlane, si bien admitía el poder sugestivo de su extraordinaria belleza.

-Después -continuó Dickie-, nos comprometimos.

-¿En seguida?

-Bueno, al cabo de una semana. Pero quince días más tarde ella averiguó que yo no le importaba mucho -Dickie se rió amargamente-. La última noche, antes de volver a mi barco, regresaba del pueblo a través del bosque cuando la vi... me refiero a la señora Haworth. Lucía una roja boina de punto, y esto casi me hizo saltar. Luego caminamos juntos un rato. Nada de cuanto dijimos afectaba a Esther, pero...

-¿Seguro?

MacFarlane, inquisitivo, observó a su amigo. Resulta curioso oír a la gente su versión sobre las cosas en que han sido actores sin proponérselo.

-Seguro -repuso Dickie, y luego añadió-: La señora Haworth me retuvo un momento cuando me disponía a irme y me dijo: "Se va demasiado pronto a casa". Y tuve la seguridad de que algo desagradable me aguardaba. En cuanto llegué, Esther salió a mi encuentro y me dijo que no estaba enamorada de mí.

MacFarlane le miró apenado.

-¿Y la señora Haworth? -preguntó.

-No he vuelto a verla hasta esta noche.

-¿Esta noche?

-Sí. En la clínica del doctor Johnny. Me examinaban la pierna herida en la guerra. Hace algún tiempo que me produce molestias. El doctor me aconsejó una operación... sin importancia. Abandonaba la clínica cuando me crucé con una enfermera que vestía una blusa roja sobre su uniforme. Ésta me dijo: "Yo no me sometería a esa operación si fuese usted..." Entonces advertí que era la señora Haworth. Pasó tan rápidamente que no supe detenerla. No obstante, pregunté a otra enfermera, y ésta me aseguró que ninguna de ellas respondía a ese nombre.

-¿Estás seguro de que era la señora Haworth?

-Desde luego. Es muy guapa e inconfundible -cambió de tema-. Pienso operarme, aunque... si mi número está arriba...

-¡Bobadas!

-Claro que es una bobada. Sin embargo, me satisface haberte hablado de la gitana. Pero hay algo relacionado con ella, algo... ¡Si pudiera recordarlo!



2

MacFarlane ascendió por la empinada carretera hasta llegar a la verja abierta de una casa en la cima de la colina. Apretó sus mandíbulas y tiró de la campanilla.

-¿Está en casa la señora Haworth?

-Sí, señor. La avisaré.

La sirvienta lo dejó en una habitación rectangular con ventanas a la agreste tierra pantanosa. MacFarlane frunció el ceño al pensar en la causa que lo había traído allí. De pronto le sobresaltó una voz que entonaba:

La joven gitana vive en el páramo...

Al interrumpirse la tonada, su corazón latió más aprisa. Luego se abrió la puerta.

Una aturdente rubicundez escandinava entró en la habitación, casi produciéndole un colapso. Pese a la descripción de Dickie, la había supuesto morena. Entonces recordó las palabras de su amigo, y su tono peculiar al decirlas: "Comprende, es muy bella... Una belleza de rara perfección." Y una belleza de rara perfección era Alistair Haworth.

MacFarlane se puso en pie y avanzó hasta ella.

-Temo que no me conozca por mi nombre, Adam. Los Lawes me dieron las señas. Soy amigo de Dickie Carpenter.

Alistair lo miró atentamente. Luego dijo:

-Me disponía a dar un paseo por el páramo. ¿Quiere acompañarme?

Ella abrió de par en par una de las ventanas y salió al exterior. Él hizo otro tanto, y entonces vio a un hombre de aspecto bobalicón que fumaba sentado en un sillón de mimbre.

-Es mi marido -dijo a MacFarlane, y volviéndose-: Vamos al páramo, Maurice. El señor MacFarlane comerá con nosotros -y de nuevo al joven-: ¿Nos acompañará?

-Muchas gracias -repuso él.

Mientras seguía los ágiles pasos de ella hacia la cima, se preguntó: "¿Por qué, por qué diablos se casó con eso?"

Alistair se encaminó a unas rocas.

-Nos sentaremos aquí. Y dígame... lo que vino a decirme.

-¿Lo sabe ya?

-Sólo intuyo la vecindad de las cosas malas. Y es malo, ¿verdad? ¿Se trata de Dickie?

-Sufrió una pequeña operación con todo éxito. Pero su corazón debía ser débil, pues no resistió la anestesia.

MacFarlane no había supuesto ninguna reacción en Alistair, si bien lo hubiera esperado todo menos aquel gesto de infinito desespero. Al fin la oyó murmurar:

-Otra vez... esperar tanto tiempo... tanto tiempo...

Luego alzó la vista.

-¿Qué iba usted a preguntarme? -indagó.

-Una enfermera lo advirtió contra la operación. Él creyó que era usted.

Alistair sacudió negativamente la cabeza. 

-No. Pero tengo una prima que es enfermera. Quizá fue ella. Bien, supongo que eso ya no importa, ¿verdad? -de repente se agrandaron sus ojos, y con manifiesta sorpresa exclamó-: ¡Oh, qué curioso! ¡Usted no me comprende!

MacFarlane, intrigado, la observaba. 

-Le creí un iniciado. Su aspecto lo confirma.

-¿Qué confirma mi aspecto?

-El don, la maldición, llámelo como quiera. ¡Usted lo tiene! Mire fijo al fondo de las rocas. No piense en nada. ¡Ah! -Alistair notó su ligero sobresalto-. ¿Vio usted algo?

-Debe de haber sido un espejismo. Durante un segundo vi las piedras llenas de sangre. 

Ella asintió.

-Advertí que usted lo tiene. Ahí es donde los antiguos adoradores del Sol sacrificaban a sus víctimas. Lo supe antes de que nadie me lo dijera. A veces sé cómo lo hacían; es como si yo misma hubiera estado allí. También hay algo en el páramo que me es tan familiar como mi propia casa. Pero es natural que yo posea el don. Soy una Fuerguesson. Todos los miembros de mi familia lo poseen. Mi madre fue una médium hasta casarse. Se llamaba Cristine. Era bastante célebre. 

-¿Se refiere usted al "don" de ver las cosas antes de que sucedan?

-Sí; el don de ver lo futuro, lo presente o lo pasado. Por ejemplo, yo vi como usted se preguntaba por qué me casé con Maurice. ¡Oh, sí, no lo niegue! Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible y quise salvarlo. Las mujeres somos así. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede. Ya ha comprobado que no me sirvió para ayudar a Dickie. Él no lo entendió. Tuvo miedo. Era muy joven.

-Veintidós.

-Yo treinta. Pero no me refiero a eso. Hay muchos modos de estar separados; si bien la separación del tiempo es la peor.

El sonido de un gong procedente de la casa los hizo volver al mundo de la realidad.

Durante la comida, MacFarlane estudió a Maurice Haworth, que, indudablemente, estaba enamorado de su esposa. En sus ojos se advertía la feliz sumisión del perro. También observó la tierna correspondencia de ella, no exenta de maternidad.

-Estaré en la posada un día o dos más -dijo MacFarlane a Alistair, ya en la puerta de la casa-. ¿Puedo venir mañana?

-Naturalmente, sólo que...

-¿Hay algún impedimento? 

Ella se pasó la mano por los ojos.

-No lo sé. Supuse que no volveríamos a vernos... eso es todo. Adiós.

MacFarlane descendió lentamente el camino de regreso. Aunque su ánimo era esforzado, no pudo eludir la sensación de una fría mano oprimiéndole el corazón. Alistair no había dicho nada de particular, y, sin embargo...

Una motocicleta surgió de improviso en un cruce, obligándole a saltar a la cuneta con el tiempo justo. Grisácea palidez cubrió su rostro.



3

-¡Pardiez, mis nervios están podridos! -murmuró MacFarlane al despertarse a la mañana siguiente.

Recordó los sucesos de la tarde anterior. La motocicleta; el atajo y la repentina niebla que le hizo extraviarse cerca de una peligrosa ciénaga; el trozo de chimenea desprendido en la posada; el olor a quemado durante la noche, procedente de su manta sobre el brasero. Pero esto no sería nada, nada en absoluto, de no haber oído las palabras de ella al despedirse, y de su desconocida seguridad en cuanto a que Alistair sabía...

Saltó del lecho con repentina energía, dispuesto a ir en su busca lo antes posible. Eso rompería el hechizo, si llegaba felizmente. ¡Señor, qué locura la suya!

Comió poco al desayunarse. A las diez inició el ascenso de la carretera. A las diez y media su mano tiraba de la campanilla. Entonces se permitió exhalar un largo suspiro de alivio.

-¿Está en casa la señora Haworth?

Era la misma mujer que le abrió la puerta el día anterior. Pero su rostro aparecía bañado de dolor.

-¡Oh, señor! ¿No se ha enterado usted?

-¿Enterado, de qué?

-La señora Haworth, mi linda corderita... Era su tónico. Lo tomaba todas las noches. El pobre capitán está desconsolado, casi loco. Él equivocó el frasco al cogerlo del estante en la oscuridad... Llamaron al médico, pero fue demasiado tarde.

En la mente de MacFarlane repiquetearon las viejas palabras: "Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede." Desgraciadamente, nadie puede torcer el destino. Y, extraña fatalidad, éste había destruido a quien tanto quiso salvar.

La anciana sirvienta continuó:

-¡Mi linda corderita! Tan dulce y cariñosa, y tanto que se preocupaba por cualquiera en apuros. No soportaba que nadie sufriera daño -vaciló un segundo y luego añadió-: ¿Quiere usted subir a verla, señor? Ella me dijo que usted la conoció hace mucho tiempo. Muchísimo tiempo.

MacFarlane siguió a la anciana por las escaleras a una habitación al otro lado del salón donde oyera cantar el día anterior. Las ventanas tenían cristales de colores que lanzaban su roja luz sobre la cabecera del lecho. Una gitana con un pañuelo en la cabeza... Tonterías, sus nervios volvían a jugarle tretas. Miró largamente, y por última vez, a Alistair Haworth.



4

-Hay una señorita que desea verle, señor.

-¿En? -MacFarlane, sorprendido, miró a su patrona-. Oh, perdone, señora Rowse. Veía fantasmas.

-¿No lo dirá en serio, señor? Se ven cosas raras en el páramo a la caída de la noche, como la dama blanca, el herrero del diablo y el marinero y la gitana.

-¿El marinero y la gitana?

-Eso dicen, señor. Es una historieta de mis tiempos. Estaban muy enamorados.

-¿Y no podría ser que ellos ahora...?

-¡Señor! ¿Qué cosas dice usted? La señorita aguarda.

-¿Qué señorita?

-La que espera en el salón. La señorita Lawes.

-¡Oh! -exclamó MacFarlane.

¡Rachel! El recuerdo de ella le hizo descender a realidades inmediatas, a la vez que lo elevaba a un estado de felicidad. Asomado al ventanal de un mundo tenebroso se había olvidado de su prometida.

Abrió la puerta del salón y vio a su Rachel de ojos pardos y sinceros. De repente, como si despertase de un sueño, gozó la cálida y agradable sensación de estar vivo. ¡Vivo! ¡Sólo hay un mundo del cual estamos seguros! ¡Éste!

-¡Rachel! -dijo, y, levantándole la barbilla, la besó.





5.- LA LÁMPARA



Sin lugar a dudas, era una casa vieja. Todo el conjunto tenía el sello indeleble de lo antiguo, como sucede en las ciudades de edad remota, construídas alrededor de su catedral. Pero el número diecinueve daba la impresión de ser la más vieja, con el aire solemne de patriarcado y su color gris de insolente arrogancia. Destilaba esa frialdad repulsiva que distingue a todas las casas hace mucho tiempo deshabitadas. Su austera desolación reinaba por encima de las otras moradas.

En cualquier otra ciudad se hubiera dicho que era una casa encantada; pero no en Weyminster, donde los fantasmas carecían de adictos, si bien se respetaban las creencias propias de los "feudos y condados". Por eso, el número diecinueve jamás tuvo el sobrenombre de casa encantada. No obstante, lucía año tras año su rótulo: "Se alquila o vende".

La señora Lancaster miró aprobatoriamente la casa desde el automóvil, sentada junto al verboso agente de fincas, que derrochaba buen humor ante la idea de sacarse de encima el número diecinueve. Éste introdujo la llave en la cerradura sin aminorar sus elogios.

-¿Cuánto tiempo lleva deshabitada? -preguntó secamente la señora Lancaster.

El señor Raddish, algo indeciso, contestó:

-Pues... hace algún tiempo.

-Eso ya se advierte -repuso irónica la señora Lancaster.

El semioscuro recibidor desprendía un hedor siniestro. Una mujer más imaginativa se hubiera estremecido; pero no aquella, eminentemente práctica. Era alta, con abundante pelo castaño oscuro, que tendía a volverse gris, y fríos ojos azules.

Recorrió la casa de sótano a desván, formulando preguntas. Terminada la inspección regresó a una de las habitaciones frontales que daba a la plaza y preguntó al agente:

-¿Qué ocurre con la casa?

El señor Raddish, cogido de sorpresa, contestó débilmente:

-Una casa sin amueblar resulta siempre algo lúgubre.

-Eso no justifica un alquiler tan bajo. Debe de haber algún motivo. ¿Está encantada?

El agente dio un respingo, si bien no contestó.

Ella le observó un momento antes de añadir:

-No creo en fantasmas. Esas tonterías no son obstáculos que me impidan quedarme con la casa. Pero los sirvientes son muy crédulos y se asustan fácilmente. ¿Quiere usted decirme qué cosa se supone encanta este lugar?

-Yo... pues... realmente lo ignoro -tartamudeó el hombre.

-Estoy segura de que lo sabe. No aceptaré la casa si no me lo dice. ¿Qué fue? ¿Un asesinato?

-¡Oh, no! -gritó el señor Raddish, en defensa de la reputación de la finca-. Es... bueno, sólo se trata de un niño.

-¿Un niño?

-Sí.

Luego de una breve pausa, se decidió:

-Desconozco la verdadera historia. Existen muchas versiones. Unos treinta años atrás, un hombre llamado Williams alquiló el número diecinueve. Era un desconocido, sin criados ni amigos, y raras veces lo veían en la calle. Vino acompañado de un hijo, un niño de corta edad. Después de permanecer aquí dos meses, se fue a Londres, donde la policía lo identificó, al parecer acusado de algo grave. El hombre no quiso entregarse y se disparó un tiro. El niño continuó solo en la casa bien provisto de alimentos, a la espera de su padre. Desgraciadamente, tenía prohibido que, por ninguna causa, saliera de la casa y hablase con nadie. El pobre no se atrevió a desobedecer. Los vecinos, ignorantes de que el padre se había marchado, a menudo le oían sollozar de noche.

El señor Raddish se detuvo y aspiró fuertemente.

-El niño se murió de hambre -lo dijo con el mismo tono que hubiera empleado para anunciar que empezaba a llover.

-¿Y es el fantasma del niño lo que se supone que vive aquí? -preguntó la señora Lancaster.

-En realidad es algo sin importancia -se apresuró a tranquilizarla-. Nadie ha visto nada. Sólo se trata de un rumor, dicen que oyen llorar al niño.

La señora Lancaster se encaminó a la puerta principal.

-Me gusta mucho la casa. No es fácil que logre nada parecido por este precio. Ya le comunicaré mi decisión.



-Es muy alegre, ¿verdad, papá? La señora Lancaster inspeccionó su nuevo hogar. Alegres alfombras, muebles bien bruñidos e infinidad de chucherías habían transformado el lúgubre aspecto del número diecinueve.

Hablaba a un anciano de hombros caídos y delicado rostro místico. El señor Winburn no se parecía a su hija. El sentido práctico de ella contrastaba fuertemente con la soñadora abstracción de él.

-Sí -contestó con una sonrisa-. Nadie pensaría en que estuvo encantada.

-¡Papá, no digas tonterías! Y menos en nuestro primer día.

El señor Winburn se sonrió.

-Muy bien, querida; estoy de acuerdo en que no existen los fantasmas.

-Por favor -suplicó su hija-. No menciones eso delante de Geoff. ¡Es tan imaginativo!

Geoff era el hijo de la señora Lancaster. La familia estaba formada por el señor Winburn, su hija viuda y Geoffrey.



La lluvia empezó a golpear contra la ventana, insistente.

-Escucha -dijo el señor Winburn-. ¿Oyes pequeños pasos?

-Oigo la lluvia -repuso ella con una sonrisa.

-Son pisadas -afirmó el anciano, inclinándose para escuchar.

La hija se rió divertida.

El señor Winburn se rió también. Tomaban té en el salón y el anciano se hallaba sentado de espaldas a la escalera.

El pequeño Geoffrey bajó lentamente las escaleras de bruñido roble y sin alfombra, con la temerosa precaución de un niño en un lugar extraño. Luego caminó hasta colocarse junto a su madre. El señor Winburn dio un ligero respingo al captar otras pisadas en las escaleras, como de alguien que siguiera a su nieto. Si, era un lento y penoso arrastrar de pies.

Se encogió de hombros. "La lluvia, sin duda", pensó.

-¿Hay bizcochos? -dijo Geoffrey con la naturalidad de quien sólo resalta una circunstancia interesante.

Su madre se apresuró a complacerlo.

-Bien, hijito, ¿te gusta tu nueva casa? -preguntó.

-Muchísimo -respondió el niño con la boca llena-. Mucho, mucho y más mucho.

Después de tan original afirmación, que evidentemente expresaba el más profundo contento, se dio a la tarea de hacer desaparecer los bizcochos en el menor tiempo posible.

Luego de tomar el último bocado, se desató su verborrea.

-Mamaíta, Jane dice que hay desvanes, ¿puedo explorarlos? Quizás encuentre una puerta secreta. Jane dice que no hay ninguna; pero yo creo que sí. Y si no encontraré cañerías de agua -puso cara de éxtasis-. ¿Me dejarás que juegue con ellas? ¿Me permites que vea la caldera?

Pronunció la última palabra con tanto entusiasmo que su abuelo consideró justificada una instalación que sólo mediante un esfuerzo imaginativo facilitaba agua caliente, y también numerosas facturas del lampista.

-Mañana verás los desvanes, cariño. Ahora entretente con tu caja de construcciones en hacer una casa o una locomotora.

-No quiero construir una caza. 

-Casa.

-Casa; ni tampoco una locomotora. 

-Construye una caldera -sugirió el abuelo. 

Geoffrey se animó. 

-¿Con tuberías? 

-Sí, con muchas tuberías.

El niño corrió feliz en busca de su caja de construcciones.

La lluvia no aminoraba. El señor Winburn escuchó. Sí, debió de ser la lluvia, si bien había sonado como si fueran pasos.

Aquella noche tuvo un extraño sueño. Soñó que caminaba por una gran ciudad, donde sólo vivían niños. Eran muchos niños; multitud de ellos. De pronto se vio rodeado de caritas que gritaban: "¿Lo has traído?" Como si entendiera a qué se referían, entristecido, sacudió la cabeza. Entonces los niños se alejaron de él y empezaron a llorar.

La ciudad y los niños se esfumaron al despertarse, pero los sollozos seguían en sus oídos: recordó que Geoffrey dormía en el piso de abajo, pero el llanto procedía de arriba. Se sentó y encendió un fósforo. Instantáneamente, los sollozos cesaron.

El señor Winburn no contó a su hija nada de aquello, pese a estar seguro de que no era una jugarreta de su imaginación. No tardó mucho en oírlos de día. El aullido del viento al filtrarse por las ventanas tenía un sonido distinto y separado de los inconfundibles y lastimeros sollozos.

Tampoco tardó mucho en saber que no era el único en captarlos. Casualmente escuchó el comentario de la doncella: "La niñera no es amable con Geoffrey. El niño ha llorado desconsoladamente esta mañana." Pero su nieto había bajado a desayunarse rebosante de salud y de felicidad. No, no era Geoff quien había llorado, sino aquel otro niño cuyos arrastrantes pies le sobresaltaban con demasiada frecuencia.

La señora Lancaster era la única que no había oído nada.

No obstante, también sufrió un sobresalto.

-Mamaíta -le dijo su pequeño-. Me gustaría jugar con aquel niño.

Sonriente, alzó la cabeza del escritorio y con tono amable preguntó:

-¿Qué niño?

-No sé su nombre. Lloraba en el desván, sentado en el suelo; pero se fue corriendo al verme -y, despectivo, añadió-: Quizá se avergonzó. Luego, estando yo en mi cuarto de juegos entretenido con mis construcciones, lo vi de pie en el umbral. Miraba lo que yo hacía, y su aspecto era triste, como si quisiera jugar conmigo. Le dije: "Ven y construye una locomotora"; pero no me contestó. Sólo me miraba como si viera un montón de chocolatines y su mamaíta le hubiera prohibido tocarlos -Geoff suspiró en respuesta desalentada a sus propios sentimientos-. Jane dice que no hay ningún niño en la casa y me ha prohibido hablarle de cosas tontas. No quiero a Jane.

La señora Lancaster se levantó.

-Jane tiene razón. No hay niños en ningún lugar de la casa.

-Pero yo lo vi. ¡Oh, mamaíta, déjame jugar con él; parece solo y triste!

Cuando la señora Lancaster se disponía a contestar a su hijo, el anciano denegó con la cabeza y habló suavemente:

-Geoff, ese pobrecito niño está solo, y quizá puedas hacer algo para consolarlo; si bien debes intentarlo sin la ayuda de nadie, como si fuese un acertijo, ¿comprendes?

-¿Es que me hago mayor y por eso tengo que intentarlo yo solo?

-Sí; te haces mayor.

Mientras el muchacho se alejaba de la habitación, la señora Lancaster se volvió un tanto impaciente a su padre.

-Papá, es absurdo animar al niño a creer en los gratuitos cuentos de los sirvientes.

-Ningún sirviente ha dicho nada al niño -replicó el anciano-. Él ha visto... lo que yo oigo, lo que, posiblemente, vería si tuviera su edad.

-¡Bobadas! ¿Por qué no lo veo o lo oigo yo?

El señor Winburn se sonrió cansadamente sin decir nada.

-¿Por qué? -repitió su hija-. ¿Y por qué le dijiste que podía ayudar a... esa cosa? Tú sabes que es imposible.

El anciano, pensativo, la miró.

-¿Por qué no? Recuerda estas palabras:



¿Qué luz tiene el destino para guiar

a los infantes en la oscuridad?

"¡Una comprensión ciega!", replicó el cielo.



-Geoffrey tiene esa comprensión ciega. Todos los niños la poseen. Sólo cuando nos hacemos mayores la perdemos, o la arrojamos de nosotros. Muchos, al volvernos viejos, sentimos de nuevo débiles destellos de esa comprensión. Sin embargo, la luz arde más brillante en la infancia. Por ello pienso que Geoffrey puede ayudar de algún modo a ese niño.

-No lo comprendo -murmuró la señora Lancaster.

-No más que yo. Ese niño está en apuros y quiere ser liberado. ¿Cómo? Lo ignoro. Es terrible pensar en la triste situación de un niño que llora sin consuelo.

Pasado un mes de esta conversación, Geoffrey cayó muy enfermo. El viento del este había sido implacable, y él no era un niño fuerte. El doctor dijo que el caso era grave. Con el señor Winburn fue más claro, y le confesó que no había esperanza.

-El niño no hubiera llegado a edad adulta. Hace mucho tiempo que tiene un pulmón afectado.

La señora Lancaster cuidaba de su hijo cuando por vez primera advirtió la presencia del otro niño. Al principio los sollozos eran casi indistinguibles entre los demás ruidos que provocaba el viento, pero gradualmente se hicieron más claros, más inconfundibles. Al fin los oyó sin lugar a dudas en los momentos de absoluto silencio: sollozos desgarradores, sin esperanza, que partían el corazón.

Geoff, cada vez en peor estado, en su delirio hablaba del niño.

-¡Quiero ayudarle a que huya, quiero! -repetía a gritos.

Luego un largo letargo de muerte lo sumía en una quietud sin casi respiración e inconsciencia. Nada podía hacerse, salvo esperar y vigilar. Días después sobrevino una noche tranquila, sin un soplo de aire.

De repente, Geoff se agitó y sus ojos desmesuradamente abiertos miraron por encima de su madre a la puerta abierta. Ella se inclinó para captar sus palabras medio suspiradas.

-Bueno, ya me voy -dijo, y cayó hacia atrás. 

Aterrada, la señora Lancaster salió de la habitación en busca de su padre. En alguna parte cerca de ellos, el otro niño, alegre, satisfecho, triunfante, desgranaba su risa de plata que hacía eco en la estancia.

-¡Estoy asustada! ¡Estoy asustada! -repitió entre gemidos.

El anciano puso su brazo protector alrededor de los hombros de su hija. Una ráfaga de viento hizo que los dos se sobresaltaran, si bien pasó veloz, dejando tras sí la misma quietud de antes.

La risa había cesado, pero un nuevo y tenue sonido, que apenas podía oírse, fue creciendo hasta hacerse identificable. Eran pasos, pasos ligeros que se alejaban presurosos.

Corrían acompasados aquellos alarmantes y familiares piececillos, seguidos de otros que se movían más rápida y ágilmente. Al fin, juntas, las pisadas traspasaron la puerta.

La señora Lancaster, aterrada, exclamó: 

-¡Son dos niños... dos!

Su tez se cubrió con el gris del terror, y quiso aproximarse al lecho del hijo, pero el anciano la contuvo y señaló hacia el exterior.

-Allí.

Los pasitos decrecieron hasta diluirse en la distancia. Luego... todo fue silencio.





6.- ¿DÓNDE ESTA EL TESTAMENTO?



—Y sobre todo evite las preocupaciones y la excitación —dijo el doctor Meynell con el aire profesional que emplean los médicos.

La señora Harter, como ocurre a menudo con las personas que escuchan inútiles palabras de consuelo, parecía más indecisa que aliviada.

—Existe ciertamente una lesión cardíaca —continuó el doctor—, pero nada que deba alarmarla. Puedo asegurárselo. De todas maneras —agregó—, sería conveniente que instalaran un ascensor. ¿Eh? ¿Qué le parece?

La señora Harter le miró preocupada.

El doctor Meynell, por el contrario, parecía muy satisfecho de sí mismo. Le gustaba atender a los pacientes ricos más que a los pobres, porque así podía ejercitar su activa imaginación al recetar remedios a sus dolencias.

—Sí; un ascensor —repitió el doctor Meynell, tratando de buscar algo más ostentoso incluso si cabe—. Luego hemos de evitar todo esfuerzo innecesario. Hay que practicar ejercicio diariamente siempre que haga buen tiempo, pero por terreno llano, nada de subir a las colinas. Y, sobre todo, distraerse y no pensar continuamente en su salud.

Con el sobrino de la anciana, Carlos Ridgeway, el doctor fue algo más explícito.

—Quisiera que lo entendiese usted bien —le dijo—. Su tía puede vivir años... y, probablemente, los vivirá. Pero al mismo tiempo un sobresalto o un esfuerzo excesivo pueden acabar con ella, ¡así! —chasqueó los dedos—. Debe llevar una vida tranquila. Nada de esfuerzos. Nada de fatigarse. Pero, desde luego, tampoco hay que dejar que se aburra. Hay que hacer que esté siempre alegre y distraída.

—Hay que distraerla —repuso Carlos Ridgeway, pensativo.

Carlos era un joven reflexivo a quien agradaba seguir sus inclinaciones siempre que fuera posible.

Aquella noche sugirió la conveniencia de instalar un aparato de radio.

La señora Harter, que ya estaba seriamente preocupada por lo del ascensor, se mostró reacia y contrariada, mas Carlos supo persuadirla.

—No me gustan esos modernismos —se lamentó la anciana—. Las ondas, ya sabes, las ondas eléctricas... podrían afectarme.

Carlos, con aire de superioridad, le hizo ver la futilidad de su idea.

Y la señora Harter, cuyo conocimiento sobre el tema era muy ambiguo, pero que sabía defender sus opiniones, permaneció en sus trece.

—Toda esa electricidad —murmuró con temor—, tú puedes decir lo que quieras, Carlos, pero a algunas personas les afecta la electricidad. Siempre que va a haber tormenta me duele la cabeza. Tú lo sabes. —Y asintió con aire triunfante.

Carlos era un joven paciente y también tenaz.

—Mi querida tía Mary —le dijo—, déjame que te lo explique.

Era casi una autoridad en la materia, y le dio toda una conferencia, hablándole entusiasmado de los tubos emisores, de la alta y baja frecuencia, de amplificadores y condensadores.

La señora Harter, sumergida en aquel mar de palabras que no comprendía, se sometió.

—Claro que si tú crees... realmente... —murmuró.

—Mi querida tía Mary —replicó Carlos entusiasmado—, es lo que tú necesitas para dejar de pensar en todo esto.

El ascensor recetado por el doctor Maynell instalóse poco después, y fue casi la muerte para la señora Harter, ya que como otras ancianas sentía una profunda aversión a tener a hombres extraños en la casa. Sospechaba que intentarían apoderarse de su plata antigua.

Después del ascensor, llegó el aparato de radio, y la señora Harter pudo contemplar el para ella repelente objeto..., una caja grande de feo aspecto con varios mandos.

Carlos necesitó todo su entusiasmo para reconciliarla con él, mas el muchacho se encontraba en su elemento haciendo girar los botones mientras discurseaba elocuentemente.

La señora Harter, sentada en su butaca de alto respaldo, paciente y cortés, seguía convencida de que aquellos nuevos inventos no eran más que molestias disimuladas.

—Escucha, tía Mary, ahora oímos Berlín. ¿No es estupendo? ¿Oyes cómo habla el locutor?

—No oigo más que zumbidos y ruidos —replicó la señora Harter.

—Bruselas —anunció con entusiasmo.

—¿De veras? —dijo la señora Harter con muy poco interés.

Carlos continuó girando el dial y de pronto una especie de aullido encontró eco en la habitación.

—Ahora parece que estemos en la Casa del Perro —dijo la señora Harter, que era una anciana de buen humor.

—¡Ja, ja, ja! —rió Carlos—. Siempre estás de broma, tía Mary. ¡Ha estado muy buena!

La señora Harter no pudo evitar el sonreírle. Quería mucho a Carlos. Durante algunos años había vivido con ella su sobrina, Miriam Harter. Tenía intención de convertirla en su heredera, pero Miriam no fue precisamente un éxito. Era impaciente y le molestaba la compañía de su tía. Siempre estaba fuera «callejeando», como decía la señora Harter. Al final se había hecho novia de un joven al que su tía desaprobaba del todo, y Miriam fue devuelta a su madre con el joven en cuestión y la señora Harter le enviaba por Navidad una caja de pañuelos o un centro para la mesa. Nada más.

Habiendo sufrido tal decepción con su sobrina, la señora Harter dedicó su atención a los sobrinos, y Carlos fue un éxito rotundo desde el principio. Siempre se mostraba amable y deferente con su tía, escuchando con apariencia de gran interés los relatos de su pasada juventud. En esto era muy distinto de Miriam, que siempre demostró su desagrado. Carlos nunca se disgustaba..., siempre estaba de buen humor... y contento, y decía a su tía constantemente que era una anciana perfecta y encantadora.

Altamente satisfecha de su nueva adquisición, la señora Harter había escrito a su abogado dándole instrucciones para que redactara un nuevo testamento. Una vez éste se lo hubo enviado para que lo aprobara, lo firmó satisfecha.

Y ahora, incluso en el asunto de la radio, Carlos no tardó en demostrar que había ganado nuevos laureles.

La señora Harter, al principio tan contraria a la radio, se fue haciendo tolerante y luego una entusiasta aficionada. Disfrutaba mucho más cuando Carlos estaba fuera. Lo malo de Carlos era que no podía dejar tranquilo el aparato, y cuando él no estaba, podía sentarse cómodamente en su butaca y escuchar un concierto sinfónico, o una conferencia sobre Lucrecia Borgia, feliz y en paz con todo el mundo. Pero Carlos, no. y la armonía veíase interrumpida con chirridos discordantes mientras él con gran entusiasmo trataba de encontrar emisoras extranjeras. Pero aquellas noches en que Carlos cenaba con sus amigos, la señora Harter disfrutaba mucho con la radio escuchando los programas de noche desde su butaca.

Fue cosa de unos tres meses después de que instalaran el aparato cuando tuvo el primer susto. Carlos había ido a jugar una partida de bridge.

El programa de aquella noche era un concierto. Una soprano muy conocida estaba cantando Annie Laurie, y en mitad de la canción ocurrió algo muy extraño. Hubo una interrupción, la música cesó, continuando los zumbidos y los ruidos intermitentes, que luego también cesaron. Se hizo el silencio y al fin se oyó un nuevo zumbido.

La señora Harter tuvo la impresión de que el aparato había captado un punto muy lejano y luego se oyó claramente la voz de un hombre con ligero acento irlandés.

«Mary... ¿Me oyes, Mary? Te habla Patrick... pronto voy a ir a buscarte. Estarás preparada. ¿No es verdad, Mary?»

Y luego, casi inmediatamente, volvieron a oírse las notas de Annie Laurie.

La señora Harter permaneció rígida en su sillón con las manos crispadas sobre los brazos del mismo. ¿Había estado soñando? ¡Patrick! ¡La voz de Patrick! La voz de Patrick, en aquella misma habitación, habiéndole... No, debía haber sido un sueño, tal vez una alucinación. Debió quedarse dormida unos minutos. Era curioso lo que había soñado... que la voz de su esposo le hablaba a través del éter. Se asustó un poco. ¿Qué era lo que le había dicho?

«Pronto voy a buscarte. Estarás preparada, ¿no es cierto, Mary?»

¿Sería un aviso? Insuficiencia cardíaca. Su corazón..., después de todo, había vivido muchos años.

«Es un aviso..., eso es —díjose la señora Harter, levantándose trabajosamente de su butaca, y agregó con su aire característico—: ¡ Y todo ese dinero desperdiciado en el ascensor!

Nada dijo de su experiencia, mas por espacio de unos días estuvo pensativa y un tanto preocupada.

Y luego se repitió por segunda vez. También se encontraba sola en la habitación, escuchando una selección orquestal que radiaba una emisora. La música cesó con la misma brusquedad que la primera vez, y también se hizo el silencio; luego percibió la sensación de lejanía, y por fin la voz de Patrick..., no como la que tuviera en vida..., sino una voz dilatada, lejana, como procedente de otro mundo.

«Patrick te habla, Mary. Iré a buscarte pronto...»

Luego oyó un zumbido y la música volvió a llenar la habitación.

La señora Harter miró el reloj. No, esta vez no se había dormido. Había escuchado la voz de Patrick despierta y en plena posesión de sus facultades. Y no era alucinación, estaba segura.

Y confundida trató de pensar en todo lo que Carlos le explicara sobre sus teorías de las ondas y del éter.

¿Sería posible que Patrick le hubiera hablado realmente? ¿Y que su voz resultara distinta debido a la distancia? Habían longitudes de ondas perdidas o algo por el estilo. Recordaba la conferencia de Carlos. Quizá las ondas perdidas explicaran aquel fenómeno psíquico. No, no era del todo imposible. Patrick le había hablado, utilizando la ciencia moderna, para prevenirla de lo que no iba a tardar en llegar.

La señora Harter hizo sonar el timbre para llamar a su doncella, Isabel.

Isabel era una mujer alta y delgada, de unos sesenta años, que bajo su exterior adusto ocultaba una fuente de afecto y ternura hacia su ama.

—Isabel —dijo la señora Harter cuando hubo aparecido su fiel servidora—, ¿recuerdas lo que te dije? El primer cajón de la izquierda de mi escritorio. Está cerrado... con la llave grande que tiene la etiqueta blanca. Está todo preparado.

—¿Preparado, señora?

—Para mi entierro —gruñó la señora Harter—. Sabes perfectamente bien lo que quiero decir, Isabel. Tú misma me ayudaste a guardarlo todo allí.

Isabel empezó a hacer pucheros.

—¡Oh, señora! —sollozó—, no diga esas cosas. Yo creí que estaba mucho mejor.

—Todos tenemos que morirnos un día u otro —dijo la señora Harter con aire práctico—. Ya paso de los setenta, Isabel. Vamos, vamos, no te pongas así. Si has de llorar, vete a hacerlo a cualquier otro sitio.

Isabel se retiró todavía sollozando.

La señora Harter la miraba marchar con afecto.

—Es una pobre tonta, pero fiel —se dijo—, muy fiel. Veamos, ¿son cien libras, o sólo cincuenta las que le dejo en mi testamento? Tendrían que ser cien.

Aquello preocupó a la anciana, que a la mañana siguiente escribió a su abogado rogándole que le enviara su testamento para revisarlo. Y aquel mismo día Carlos la sobresaltó, por lo que dijo durante la comida.

—A propósito, tía Mary, ¿quién es ese extraño personaje del salón de estar? Me refiero a ese cuadro que hay sobre la chimenea. El del sombrero de copa y las patillas...

La señora Harter le miró severamente.

—Ése es tu tío Patrick, cuando era joven —le dijo.

—Oh, perdona, tía Mary, lo siento. No era mi intención parecerte grosero.

La señora Harter aceptó su disculpa con una digna inclinación de cabeza.

Carlos continuó indeciso:

—Sólo me preguntaba... ¿Sabes?

Se detuvo y la señora Harter le preguntó intrigada:

—Bueno, ¿qué es lo que ibas a decir?

—Nada —se apresuró a responder Carlos-—. Quiero decir nada que tenga sentido.

De momento la anciana no dijo más, pero a última hora del día, cuando quedaron solos, volvió sobre el mismo tema.

—Carlos, quisiera que me dijeras qué es lo que te hizo preguntar por el retrato de tu tío.

—Ya te lo dije, tía Mary. No fue más que una estúpida imaginación mía... completamente absurda.

—Carlos —dijo la señora Harter en su tono más autoritario—, insisto en saberlo.

—Bueno, querida tía, si de verdad quieres saberlo, creí verle... me refiero al hombre del cuadro... asomado a la ventana del extremo... anoche cuando caminaba por la avenida. Supongo que debió ser un efecto de luz. Me pregunté quién diablos podía ser... aquella cara tan... victoriana... ya sabes a qué me refiero. Y luego Isabel me dijo que no había ningún extraño ni ninguna visita en casa, y más tarde fui al saloncito, y allí estaba el retrato sobre la chimenea. ¡El hombre que yo había visto! Supongo que la explicación es bien sencilla. Un truco del subconsciente. Debí fijarme en el retrato antes sin darme cuenta, y luego creí verle en la ventana.

—¿En la del extremo? —preguntó la señora Harter.

—Sí, ¿por qué?

—Por nada —replicó la señora Harter.

Pero de todas formas estaba asustada. Aquella habitación había sido el despacho de su marido.

Aquella misma noche, estando Carlos también ausente, la señora Harter se dispuso a escuchar la radio con febril impaciencia. Si por tercera vez oía la voz misteriosa quedaría demostrado sin lugar a dudas que realmente estaba en comunicación con el otro mundo.

Aunque el corazón le latía muy de prisa, no se sorprendió al oír de nuevo la interrupción y tras el intervalo de silencio acostumbrado, la lejana voz de acento irlandés le habló una vez más.

«Mary... ahora ya estás preparada... El viernes iré a buscarte..., el viernes a las nueve y media... No tengas miedo..., no sufrirás... Estáte preparada...»

Y luego, casi interrumpiendo la última palabra, volvió a sonar la música de la orquesta potente y discordante.

La señora Harter permaneció inmóvil unos minutos, se había puesto muy pálida y tenía los labios azulados.

Al fin se puso en pie para dirigirse a su escritorio, y con mano temblorosa escribió las siguientes líneas:

Esta noche, a las nueve y cuarto, he oído claramente la voz de mi difunto esposo. Me anunció que vendría a buscarme el viernes a las nueve y media de la noche. Si muriera en ese día y a esa hora quisiera que esto se supiese para probar sin lugar a dudas que existe la posibilidad de comunicar con el mundo de los espíritus...

Mary Harter.

La anciana volvió a leer lo escrito, y luego de meterlo en un sobre, puso unas palabras en éste. Luego hizo sonar el timbre e Isabel acudió rápidamente. La señora Harter, levantándose del escritorio, entregó a su doncella la nota que acababa de escribir.

—Isabel —le dijo—, si yo muriera el viernes por la noche, entrega esta nota al doctor Meynell. No... —viendo que Isabel iba a protestar, agregó—: no me discutas. Muchas veces me has dicho que crees en los presentimientos. Pues bien, ahora yo tengo éste. Nada más. En mi testamento te he dejado cincuenta libras, pero quisiera que recibieras cien. Si no puedo ir yo misma al Banco, antes de morir, el señorito Carlos se encargará de arreglarlo.

Y como en la otra ocasión, la señora Harter cortó las lágrimas de Isabel. Y la anciana señora habló de esto con su sobrino a la mañana siguiente.

—Recuerda, Carlos, que si me ocurriera algo, Isabel tiene que recibir otras cincuenta libras.

—Estás muy pesimista estos días, tía Mary —le dijo Carlos en tono jovial—. ¿Qué es lo que puede ocurrirte? Según el doctor Meynell, celebraremos tus cien años dentro de veintitantos.

La señora Harter le sonrió afectuosamente, pero nada contestó. Al cabo de unos instantes le dijo:

—¿Qué piensas hacer el viernes por la noche, Carlos?

Carlos pareció un tanto sorprendido.

—A decir verdad, los Edwing me han invitado a jugar al bridge, pero si tú prefieres que me quede en casa...

—No —replicó la anciana con determinación—. Desde luego que no. De verdad, Carlos. Esta noche precisamente prefiero estar sola.

El joven la miró con extrañeza, pero la señora Harter no quiso darle más información. Era una anciana valerosa y resuelta y creía su deber afrontar aquella rara experiencia sin ayuda de nadie.

El viernes por la noche la casa estaba muy silenciosa y la señora Harter, sentada como de costumbre en su butaca de alto respaldo junto a la chimenea. Todo estaba preparado. Aquella mañana había ido al Banco para retirar cincuenta libras en billetes que entregó a Isabel a pesar de las protestas y lágrimas de la pobre mujer. Ordenó y clasificó todas sus pertenencias personales y puso etiquetas en algunas de sus joyas con los nombres de amigos y familiares. Había escrito también una lista de instrucciones para Carlos. El juego de té de Worcester sería para la prima Emma, el jarrón de Sévres para el joven Guillermo, etcétera.

Miró el sobre alargado que tenía en la mano y extrajo de su interior un documento doblado varias veces, Era su testamento, que había sido enviado por el señor Hopkinson según sus instrucciones. Ya lo había leído con sumo cuidado, mas ahora lo repasó una vez más para refrescar su memoria. Era un documento breve y conciso. Un legado de cincuenta libras a Isabel Marshall en consideración a sus fieles servicios; dos de quinientas para su hermano, y un primo hermano, y el resto para su querido sobrino Carlos Ridgeway.

La señora Harter inclinó varias veces la cabeza en señal de asentimiento. Carlos sería un hombre muy rico cuando ella muriera. Bueno, había sido siempre cariñoso con ella... amable... y alegre... sin dejar nunca de complacerla.

Miró el reloj. Faltaban tres minutos para la media. Bueno, estaba preparada. Y tranquila... muy tranquila. Aunque se repitió esta última palabra varias veces, su corazón latía desacompasadamente. Apenas se daba cuenta, pero estaba a punto de sobrepasar el límite de sus nervios.

Las nueve y media. La radio estaba conectada.

¿Qué es lo que oiría? ¿Una voz familiar dando el parte meteorológico, o aquella lejana, perteneciente a un hombre que había muerto veinticinco años atrás?

Pero no oyó ninguna de las dos. En vez de eso llegó hasta ella un sonido familiar que conocía muy bien, pero que aquella noche fue como si le pusieran una mano de hielo sobre el corazón... Una llamada en la puerta principal.

Volvió a repetirse, y luego una ráfaga helada pareció cruzar la habitación. La señora Harter no tenía la menor duda de cuáles eran sus sensaciones. Tenía miedo. Más que miedo... estaba aterrorizada...

Y de pronto tuvo este presentimiento:

«Veinticinco años son muchos. Ahora Patrick será un desconocido para mí.»

¡Y el terror la fue invadiendo!

Se oyeron pasos ante la puerta... y luego ésta se abrió silenciosamente.

La señora Harter se puso en pie tambaleándose ligeramente y sin apartar los ojos de la puerta. Algo resbaló de sus manos y cayó en el hogar.

Quiso lanzar un grito que se ahogó en su garganta. En la escasa luz de la entrada había aparecido una figura familiar con barba, patillas y un abrigo anticuado.

¡Patrick había ido a buscarla!

El corazón le dio un vuelco terrible y quedó inmóvil para siempre, mientras caía al suelo hecha un ovillo.

Y allí la encontró Isabel una hora más tarde.

Llamaron inmediatamente al doctor Maynell y Carlos Ridgeway regresó a toda prisa de su partida de bridge, pero nada pudo hacerse. La señora Harter estaba ya lejos de toda ayuda humana.

Isabel no recordó hasta dos días más tarde que no había entregado la nota que le diera su ama. El doctor Meynell la leyó con gran interés y luego se la enseñó a Carlos Ridgeway.

—Una coincidencia curiosa —dijo—. Parece que su tía había tenido ciertas alucinaciones creyendo oír la voz de su esposo. Debió sugestionarse hasta el punto en que la excitación le resultó fatal, y cuando llegó la hora, le sobrevino un colapso.

—¿Autosugestión —preguntó Carlos.

—Algo por el estilo. Le comunicaré el resultado de la autopsia lo más pronto posible, aunque no tengo la menor duda. Dadas las circunstancias es necesario practicar la autopsia, pero sólo por pura fórmula.

Carlos asintió comprensivamente.

La noche anterior, cuando todos dormían, había quitado cierto alambre que iba desde la parte posterior del aparato de radio a su dormitorio del piso superior. Y también, como la noche había sido fresca, pidió a Isabel que encendiera la chimenea de su habitación, y allí quemó una barba y unas patillas postizas; y ciertas ropas de la época victoriana y que pertenecieron a su difunto tío fueron guardadas de nuevo en el arcón con olor a alcanfor, que había en el ático.

Se encontraba completamente a cubierto. Su plan, que formó a partir del momento en que el doctor Meynell le dijo que su tía aún podría vivir muchos años teniendo el debido cuidado, había sido un éxito admirable. Un colapso repentino, había dicho el doctor Meynell. Y Carlos, aquel joven afectuoso, preferido por las ancianas, sonrió para sus adentros.

Cuando el médico se hubo marchado, Carlos fue realizando mecánicamente sus deberes. Había que disponer el entierro... avisar a los parientes que vivían lejos... proporcionarles el horario de trenes. Algunos tendrían que pernoctar allí... Y Carlos fue haciéndolo todo con eficacia y método, mientras se entregaba a sus propias meditaciones.

¡Qué mala racha en sus negocios! Eso era lo malo. Nadie, ni siquiera su difunta tía, había llegado a conocer la difícil situación de Carlos. Sus actividades, que ocultó celosamente a todo el mundo, le habían conducido hasta el borde del presidio.

No le esperaba otra cosa que el descrédito y la ruina si en unos pocos meses no tenía una fuerte cantidad de dinero. Bueno... ahora todo iría bien. Carlos sonrió satisfecho. Gracias a... sí, podía llamarla broma..., gracias a su broma, no hubo nada criminal en ella..., estaba salvado. Ahora era un hombre muy rico. No tenía la menor preocupación a este respecto, ya que la señora Harter no ocultó nunca sus intenciones.

Isabel vino a sacarle de sus pensamientos anunciándole que el señor Hopkinson estaba allí y deseaba verle.

Qué oportuno, pensó Carlos, y conteniendo su impulso de ponerse a silbar, procuró que su rostro adoptara una expresión grave y bajó a la biblioteca. Una vez allí se dispuso a saludar al anciano que por espacio de un cuarto de siglo había sido el consejero legal de la difunta señora Harter.

El abogado tomó asiento tras la invitación de Carlos, y carraspeando ligeramente pasó a tratar de negocios.

—No entiendo del todo la carta que me ha enviado usted, señor Ridgeway. Parece dar por hecho que el testamento de la señora Harter, que en paz descanse, obra en nuestro poder.

Carlos le miró extrañado.

—Pues claro... se lo oí decir a mi tía.

—¡Oh! Claro, claro. Es que, efectivamente, lo teníamos nosotros.

—¿Que lo tenían?

—Eso es lo que he dicho. La señora Harter nos escribió el martes pasado diciéndonos que se lo enviáramos.

Carlos sintió una vaga inquietud y al mismo tiempo el presentimiento de algo desagradable.

—Sin duda aparecerá entre sus papeles —continuó el abogado con acento tranquilizador.

Carlos nada dijo. No se atrevía a confiar en su lengua. Él ya había revisado todos los papeles de la señora Harter a conciencia y estaba seguro de que el testamento no se encontraba entre ellos. Y así lo dijo al cabo de unos instantes cuando se hubo recobrado lo suficiente. Su voz le sonaba extraña y sentía la sensación de que arrojaban agua fría por su espalda.

—¿Ha tocado alguien sus cosas? —preguntó el abogado.

Carlos contestó que Isabel, la doncella, y el señor Hopkinson pidió que la mandaran llamar. Acudió prontamente muy grave y erguida, dispuesta a contestar a todas las preguntas que le hicieran.

Había revisado todos los vestidos de su ama y efectos personales y estaba segura de que entre ellos no vio ningún documento legal semejante a un testamento. Sabía bien lo que era un testamento... su pobre ama lo tenía en la mano la misma mañana de su muerte.

—¿Está segura? —le preguntó el abogado.

—Sí, señor. Ella me lo dijo. Y me obligó a aceptar cincuenta libras en billetes. El testamento estaba dentro de un sobre azul alargado.

—Es cierto —replicó el señor Hopkinson.

—Ahora que lo pienso —continuó Isabel—, ese mismo sobre estaba esta mañana sobre la mesa... pero vacío. Lo dejé en el escritorio.

—Recuerdo haberlo visto allí —dijo Carlos.

Y levantándose fue hasta el escritorio, volviendo a los pocos minutos con un sobre en la mano, que entregó al abogado. Éste lo examinó asintiendo con la cabeza.

—En este sobre introduje el testamento el martes pasado.

Los dos hombres miraron fijamente a Isabel.

—¿Desean alguna cosa más? —preguntó respetuosamente.

—De momento, no, gracias.

Isabel fue hacia la puerta.

—Un momento —dijo el abogado—. ¿Estaba encendida la chimenea aquella noche?

—Sí, señor, siempre estaba encendida.

—Gracias, eso es todo.

Isabel salió de la habitación, y Carlos inclinóse hacia delante, apoyando su mano temblorosa en la mesa.

—¿Qué es lo que piensa? ¿A dónde quiere ir a parar?

El señor Hopkinson meneó la cabeza.

—Debemos esperar que todavía aparezca. De lo contrario...

—Bueno, ¿y si no aparece?

—Me temo que sólo habrá una conclusión posible. Que su tía pidió que se lo enviásemos para destruirlo, y no queriendo que Isabel perdiera por ello, le dio la parte que le dejaba en herencia, en efectivo.

—Pero, ¿por qué? —exclamó Carlos—. ¿Por qué?

El señor Hopkinson dejó oír una tosecilla seca.

—¿No tendría usted alguna... una... discusión con su tía, señor Ridgeway? —murmuró.

Carlos contuvo el aliento.

—Desde luego que no —exclamó con calor—. Estuvimos siempre en las mejores relaciones hasta el final.

—¡Ah! —dijo el abogado sin mirarle.

Carlos vio con sobresalto que no le creía. ¿Quién sabía lo que pudo haber llegado hasta los oídos del señor Hopkinson? Es posible que estuviera enterado de los rumores que circulaban acerca de las hazañas de Carlos. Y nada más natural que suponer que esos mismos rumores habían llegado a oídos de la señora Harter, y que tía y sobrino habrían tenido un altercado por tal motivo...

¡Pero no era así! Carlos conoció uno de los momentos más amargos de su carrera. Sus mentiras fueron creídas y ahora que decía la verdad no querían creerle. ¡Qué ironía!

¡Claro que su tía no había quemado el testamento! Por supuesto que...

Sus pensamientos sufrieron un brusco sobresalto. ¿Qué imagen se presentaba ante sus ojos? Una anciana llevándose la mano al corazón... mientras algo... un papel... caía sobre las brasas rojas...

Carlos se puso lívido y oyó una voz ronca... la suya... que preguntaba:

—¿Y si por alguna causa ese testamento no llegara a encontrarse nunca?

—Existe un testamento de la señora Harter anterior, fechado en septiembre de mil novecientos veinte, y en él deja todos sus bienes a su sobrina, Miriam Harter, ahora Miriam Robinson.

¿Qué es lo que estaba diciendo aquel loco? ¿Miriam? Miriam, con aquel marido indescriptible y sus cuatro hijos tan revoltosos. ¡Toda su astucia, para Miriam!

El teléfono sonó junto a su brazo y al cogerlo oyó la voz del médico, cálida y amable.

—¿Es usted, Ridgeway? Pensé que le agradaría saberlo. Hemos concluido la autopsia. La causa de la muerte fue lo que yo supuse, pero a decir verdad la afección cardíaca era mucho más seria de lo que yo sospechaba cuando su tía vivía. Con todos los cuidados del mundo no hubiera vivido más de dos meses a lo sumo. Creí que le agradaría saberlo. Esto tal vez le sirva de consuelo en cierto modo.

—Perdone —dijo Carlos—, ¿le importaría repetirlo?

—No hubiera vivido más de dos meses —dijo el doctor en tono más alto—. Ya sabe, querido amigo, que las cosas suceden siempre para bien...

Pero Carlos cortó la comunicación, y percibió la voz del abogado como si le llegara de muy lejos.

¡Malditos todos! El abogado de cara relamida, y aquel venenoso estúpido de Meynell. Ya no le quedaba otra esperanza... que la cárcel.

Comprendió que alguien había estado jugando con él... jugando como el gato con el ratón y que ahora se estaría riendo...





7.- TESTIGO DE CARGO



El señor Mayherne se ajustó los lentes de pinza, mientras aclaraba su garganta con su tosecilla seca tan característica en él. Luego volvióse a mirar de nuevo al hombre que tenía ante sí, un hombre acusado de homicidio voluntario.

El señor Mayherne era un hombrecillo menudo, de ademanes precisos, pulcro, por no decir afectado, en su modo de vestir, y con unos ojos grises de mirada astuta. No tenía un pelo de tonto; muy al contrario, era un abogado de gran prestigio. Su voz, cuando se dirigió a su cliente, fue seca, pero no antipática.

—Debo insistir y repetirle que se encuentra en grave peligro, por ello es necesaria la mayor franqueza.

Leonardo Volé, que había estado mirando sin ver la pared que tenía frente a él, volvió sus ojos al abogado.

—Lo sé —dijo con desaliento—. Usted no cesa de decírmelo. Pero todavía no puedo comprender que se me acuse de un crimen... un crimen. Y además un crimen tan cobarde.

El señor Mayherne era un hombre práctico y poco impresionable. Volviendo a carraspear los colocó de nuevo sobre el puente de su nariz.

—Sí, sí, sí —dijo al fin—. Ahora, mi querido señor Volé, vamos a realizar un esfuerzo para salvarle... y lo conseguiremos... lo conseguiremos. Pero debo conocer todos los hechos. Tengo que saber hasta qué punto se halla usted comprometido. Entonces podremos determinar la mejor línea de defensa.

El joven continuó mirándole con expresión de desaliento. Al señor Mayherne le había parecido el caso bastante negro, y segura la culpabilidad del detenido; ahora, por primera vez, dudaba.

—Usted me cree culpable —dijo Leonardo Volé en voz baja. ¡Pero por Dios le juro que no lo soy! Comprendo que todo está en contra mía. Soy como un hombre aprisionado en una red... cuyas mallas me van rodeando más y más, me vuelva hacia donde me vuelva. ¡Pero no fui yo, señor Mayherne, no fui yo!

En semejante posición un hombre ha de gritar su inocencia. Eso lo sabía el señor Mayherne. Sin embargo, a pesar suyo, estaba impresionado. Después de todo, ¿y si Leonardo Volé fuese inocente?

—Tiene usted razón, señor Volé —le dijo en tono grave—. Este caso se presenta muy negro para usted. Sin embargo, acepto sus protestas de inocencia. Ahora, pasemos a los hechos. Quiero que me diga exactamente, y a su modo, cómo conoció a la señorita Emilia French.

—La conocí un día en la calle Oxford. Vi a una señora anciana que cruzaba la calle cargada de paquetes, y cuando estuvo en medio se le cayeron y al tratar de recogerlos casi la aplasta un autobús. Sólo tuvo tiempo de llegar a salvo a la acera, aturdida por los gritos de la gente. Yo recogí sus paquetes, les limpié el barro como pude y regresé a su lado para devolvérselos.

—¿Pero usted no le salvó la vida?

—¡Oh, no, pobre de mí! Todo lo que hice fue realizar un simple acto de cortesía. Ella se mostró muy agradecida y me dio las gracias calurosamente, diciendo que mis modales no eran como los de la mayoría de jóvenes en la actual generación... no recuerdo las palabras exactas. Entonces me despedí quitándome el sombrero y me marché. No esperaba volverla a ver nunca, pero la vida está llena de coincidencias. Aquella misma noche la encontré en una fiesta que daba un amigo mío en su casa. Me reconoció en el acto e hizo que nos presentaran. Entonces supe que era la señorita Emilia French y que vivía en Cricklewood. Estuve hablando con ella un buen rato. Imaginé que se trataba de una de esas ancianas que sienten simpatías repentinas por las personas, lo que le había ocurrido conmigo por haber realizado una acción bien sencilla y que cualquiera hubiese llevado a cabo. Al marcharse me estrechó la mano cariñosamente y me rogó que fuese a visitarla. Yo, como es natural, repuse que con mucho gusto, y me instigó para que fijara un día. No tenía el menor deseo de ir, pero el rehusar hubiera parecido descortés y quedé en ir el sábado siguiente. Cuando se hubo marchado, supe algunas cosas de ella por mis amigos..., que era rica, excéntrica, que vivía sola con una doncella y que tenía ocho gatos por lo menos.

—Ya —exclamó el señor Mayherne—. ¿De modo que la cuestión de su posición económica surgió tan pronto?

—Si quiere usted insinuar que yo hice averiguaciones... —comenzó a decir Leonardo Volé con calor, mas el abogado le detuvo con un gesto.

—Tengo que ver cómo se presenta el caso para la otra parte. Un observador vulgar no hubiera supuesto que la señorita French tuviera medios económicos. Vivía pobremente, casi miserablemente, y a menos que le dijeran lo contrario, usted hubiera pensado que era pobre... por lo menos al principio. ¿Quién le dijo que gozaba de buena posición económica?

—Mi amigo Jorge Harvey, en cuya casa se celebraba la fiesta.

—¿Es probable que él lo recuerde?

—No lo sé, la verdad. Claro que ya ha pasado tiempo.

—Cierto, señor Volé. Comprenda, el principal interés de la parte fiscal será establecer que usted se encontraba falto de recursos..., lo cual es cierto, ¿no es así?

Leonardo Volé enrojeció.

—Sí —dijo en voz apagada—. Desde entonces he tenido una suerte infernal.

—Cierto —repitió el señor Mayherne—. Y estando, como digo, falto de recursos económicos, conoció a esta anciana acaudalada y cultivó su amistad asiduamente. Ahora bien, si estuviéramos en posición de poder decir que usted no tenía la menor idea de que era rica, y que la visitó únicamente por pura cortesía...

—Que es la verdad...

—Lo creo. No trato de discutírselo. Lo miro desde el punto de vista externo. Depende mucho de la memoria del señor Harvey. ¿Es probable que recuerde esa conversación? ¿Sí o no? ¿Podríamos convencerle de que tuvo lugar más tarde?

Leonardo Volé reflexionó unos instantes, y luego dijo con bastante firmeza, pero muy pálido:

—No creo que eso surtiera efecto, señor Mayherne. Varios de los presentes oyeron su comentario, y un par de ellos bromeaban diciéndome que había conquistado a una vieja rica.

El abogado procuró esconder su desaliento con un ademán.

—Es una lástima —dijo—. Pero le felicito por su llaneza, señor Volé, Es usted quien debe guiarme, y tiene razón. El seguir la pauta indicada por mí, hubiera sido desastroso. Debemos dejar ese punto. Usted conoció a la señorita French, la visitó y su amistad fue progresando. Necesitamos una razón clara para todo esto. ¿Por qué un joven de treinta y tres años, bien parecido, aficionado a los deportes, popular entre sus amigos, dedicó tanto tiempo a una anciana con la que no podía tener absolutamente nada en común?

Leonardo Volé extendió ambas manos en un gesto de impotencia.

—No sabría decirle..., la verdad es que no sabría explicárselo.

«Después de la primera visita, me instó a que volviera, diciéndome que se sentía sola y desgraciada, y se me hizo difícil negarme. Me mostraba tan abiertamente su simpatía y afecto que me colocaba en una posición violenta. Comprenda, señor Mayherne, tengo un carácter débil..., soy de esas personas que no saben decir que no. Y me crea usted o no, como prefiera, después de la tercera o cuarta visita descubrí que iba tomándole verdadero afecto. Mi madre falleció cuando yo era niño, y la tía que me educó murió también antes de que yo cumpliera los quince años. Si le dijera que disfrutaba sinceramente viéndome amparado y mimado, me atrevo a asegurar que usted se reiría.

El señor Mayherne no se rió. En vez de eso, volvió a quitarse los lentes para limpiarlos, señal evidente de que estaba reflexionando intensamente.

—Acepto su explicación, señor Volé —dijo por fin—. Creo que es posible psicológicamente. Aunque es otro asunto el que un jurado quiera aceptarlo. Por favor, continúe. ¿Cuándo le pidió la señorita French que cuidara de sus asuntos?

—Después de mi tercera o cuarta visita. Ella entendía poco de asuntos económicos y estaba preocupada por ciertas inversiones.

El señor Mayherne alzó la cabeza con presteza. 

—Tenga cuidado, señor Volé. La doncella, Janet Mackenzie, declara que su ama era un mujer muy entendida en cuestiones de negocios y que llevaba todos sus asuntos personalmente, cosa que ha sido corroborada por el testimonio de sus banqueros.

—No puedo remediarlo —repuso Volé con vehemencia—. Eso es lo que ella me dijo.

El señor Mayherne le contempló en silencio unos instantes. Aunque no tenía intención de decírselo, en aquellos momentos se robusteció su fe en la inocencia de Leonardo Volé. Conocía algunos aspectos de la mentalidad de ciertas ancianas. Veía a la señorita French entusiasmada con el joven bien parecido, buscando pretextos para atraerle a su casa. Era más que probable que hubiera fingido inocencia en cuestiones de negocios y le suplicase la ayuda en sus asuntos económicos. Ella tendría la suficiente experiencia para comprender que cualquier hombre se sentiría halagado por aquella concesión a su superioridad masculina. Y Leonardo Volé se había sentido halagado. Quizá tampoco quiso ocultarle que era rica. Emilia French fue siempre una mujer voluntariosa, dispuesta a pagar cualquier precio por lo que deseaba. Todo esto pasó rápidamente por la imaginación del señor Mayherne, pero sin demostrarlo en lo más mínimo. Se dispuso a hacer otra pregunta.

—¿Y usted se ocupó de sus asuntos como según ella le pedía?

—Sí.

—Señor Volé —dijo el abogado—. Voy a hacerle una pregunta muy seria, y es de vital importancia que me conteste con la verdad. Usted se encontraba en una difícil situación económica y tenía en sus manos la dirección de los asuntos de una anciana... una anciana que, según su propia declaración, sabía muy poco, o nada, de negocios. ¿Utilizó en alguna ocasión, o en algún asunto, los valores que usted manejaba en beneficio propio? ¿Realizó usted algunas transacciones en su provecho pecuniario que no soportarían la luz del día? —contuvo la respuesta del otro—. Espere un momento antes de responder. Ante nosotros se abren dos caminos a seguir. O bien podemos hacer hincapié en su probidad y honradez de llevar sus asuntos, poniendo de relieve la imposibilidad de que cometiera un crimen para lograr dinero, cuando podía haberlo obtenido por medios mucho más sencillos, o bien, por otro lado, hizo algo que pueda ser probado por la parte fiscal...; si, hablando claro, puede probarse que usted estafó a esa anciana en algún aspecto, podemos afianzarnos en la línea de defensa de que usted no tuvo motivos para cometer el crimen, puesto que ella representaba ya una renta beneficiosa para usted. ¿Ve la diferencia? Ahora le suplico que se tome tiempo para contestar.

Pero Leonardo Volé no necesitó pensarlo.

—Siempre llevé los asuntos de la señorita French con toda honradez y abiertamente. Actué en su interés lo mejor que supe, como podrá averiguar quien se lo proponga.

—Gracias —dijo el señor Mayherne—. Me ha quitado un gran peso de encima. Y le concedo el favor de creerle demasiado inteligente para mentirme en un asunto de tanta importancia.

—Desde luego —replicó Volé con ansiedad—, el punto más fuerte a mi favor es la falta de motivo. Dando por supuesto que yo cultivara la amistad con una anciana rica con la esperanza de sacarle el dinero..., cosa que me figuro es de sustancia lo que usted ha estado diciendo..., ¿su muerte no hubiera frustrado mis propósitos?

El abogado le miró de hito en hito, y luego deliberadamente repitió la operación de limpiar sus lentes, no hablando hasta haberlos colocado sobre su nariz.

—¿No sabe usted, señor Volé, que la señorita French ha dejado un testamento según el cual usted es el principal beneficiario?

—¿Qué? —el detenido se puso en pie de un salto. Su sorpresa era evidente y espontánea—. ¡Dios mío! ¿Qué está usted diciendo? ¿Me dejó su dinero?

El señor Mayherne asintió lentamente mientras Volé, volviendo a sentarse, escondía el rostro entre las manos.

—¿Pretende hacerme creer que no sabía nada de este testamento?

—¿Pretender? No hay pretensiones que valgan. Yo no sabía nada.

—¿Qué diría usted si le dijera que la doncella, Janet Mackenzie, jura que usted lo sabía? ¿Que su ama le confesó abiertamente haberle consultado acerca de este asunto comunicándole sus intenciones?

—¿Decir? ¡Que miente! No, voy demasiado de prisa. Janet es una mujer de edad. Estaba celosa y sospechaba de mí. Yo diría que la señorita Frenen le confiaría sus intenciones, y Janet o bien entendió mal parte de lo que le dijo, o en su interior estaría convencida de que yo había persuadido a la anciana para que lo hiciera. Me atrevo a asegurar que ahora está convencida de que fue la señorita French quien se lo dijo realmente.

—¿No cree que pueda odiarle lo bastante para mentir deliberadamente en esta cuestión?

Leonardo Volé pareció sorprendido. 

—¡ No, por supuesto! ¿Por qué había de odiarme?

—No lo sé —repuso el abogado pensativo—. Pero está muy resentida con usted.

El desgraciado joven volvió a lamentarse. —Empiezo a comprender —murmuró—. Es horrible. Dirán que yo la convencí para que me dejara su dinero, y luego fui allí aquella noche..., no había nadie más en la casa... y al día siguiente la encontraron... ¡Oh, Dios mío, es horrible!

—Se equivoca usted en lo de que no había nadie más en la casa —dijo el señor Mayherne—. Janet, como usted recordará, tenía la noche libre. Salió, pero a eso de las nueve y media regresó para buscar el patrón de la manga de una blusa que había prometido a su amiga. Entró por la puerta posterior, subiendo al piso a buscarlo, y luego volvió a salir. Oyó voces en el salón, aunque no pudo distinguir lo que decían, pero ella juraría que una era la de la señorita French, y la otra la de un hombre.

—A las nueve y media —dijo Leonardo Volé—. A las nueve y media... —se puso en pie con presteza—. Pero entonces estoy salvado... salvado...

—¿Qué quiere usted decir? —exclamó el señor Mayherne estupefacto.

—¡A las nueve y media yo estaba en mi casa! Mi esposa puede probarlo. Dejé a la señorita French a eso de las nueve menos cinco, llegué a mi casa cerca de las nueve y veinte. Mi esposa estaba esperándome. ¡Oh, gracias a Dios..., gracias a Dios! Y bendito sea el patrón de la manga de Janet Mackenzie.

En su exaltación, apenas se dio cuenta de que el semblante grave del señor Mayherne no había variado, pero su palabras le hicieron bajar rápidamente de las nubes.

—Entonces, ¿quién cree usted que asesinó a la señorita French?

—Pues un ladrón, desde luego, como se pensó al principio. Recuerde que la ventana había sido forzada, y la mataron golpeándola con una barra de hierro que se encontró en el suelo junto al cadáver; además faltaban varias cosas. A no ser por las absurdas suposiciones de Janet y su antipatía por mí, la policía no se hubiera apartado de la verdadera pista.

—Eso no sirve, señor Volé —dijo el abogado—. Las cosas que desaparecieron eran meras insignificancias sin valor, que se llevaron para despistar. Y las huellas de la ventana no son nada convincentes. Además, piense por usted mismo. Dice que no estaba en la casa a las nueve y media. ¿Quién era entonces el hombre que Janet oyó hablar con la señorita French en el saloncito? No es probable que sostuviera una conversación amistosa con un ladrón.

—No —replicó Volé—, No... —parecía intrigado y abatido—. Pero de todas maneras —agregó con renovada energía—, yo quedo eliminado. Tengo una coartada. Debe usted ver a Romaine..., mi esposa..., en seguida.

—Desde luego —se avino el abogado—. Ya la hubiera visto de no encontrarse ausente cuando usted fue detenido. Telegrafié a Scotland Yard en seguida, y tengo entendido que regresa esta noche. Pienso ir a verla inmediatamente que salga de aquí.

Volé asintió, mientras iba apareciendo en su rostro una expresión satisfecha.

—Sí, Romaine se lo dirá. ¡Dios mío, qué suerte he tenido!

—Perdone, señor Volé, ¿pero quiere usted mucho a su esposa?

—Desde luego.

—¿Y ella a usted?

—Romaine me quiere. Haría cualquier cosa por mí.

Habló con entusiasmo, pero el abogado sintió crecer su desaliento. ¿Daría crédito al testimonio de una esposa amante?

—¿Hubo alguien más que le viera regresar a las nueve y veinte? ¿Una doncella, por ejemplo?

—No tenemos servicio.

—¿Se encontró a alguien cuando regresaba?

—A nadie que yo sepa. Tomé el autobús. Es posible que el cobrador me recuerde.

El señor Mayherne meneó la cabeza con incertidumbre.

—Entonces, ¿no hay nadie que pueda confirmar el testimonio de su esposa?

—No. Pero, ¿acaso es necesario?

—Creo que no, creo que no —repuso el abogado apresuradamente—. Otra cosa más. ¿Sabía la señorita French que era usted casado?

—Oh, sí.

—No obstante, nunca le presentó a su esposa. ¿Por qué?

Por primera vez la respuesta de Leonardo Volé fue vacilante.

—Pues... no lo sé.

—¿Se da usted cuenta de que Janet Mackenzie dice que su ama le creía soltero y que esperaba casarse con usted en el futuro?

Volé se echó a reír.

—¡Es absurdo! Me llevaba cuarenta años.

—No hubiera sido el primer caso —replicó el abogado en tono seco—. Pero es un hecho que consta. ¿Su esposa no conoció a la señorita French?

—No.

—Permítame que le diga que me resulta difícil comprender su actitud en este asunto —dijo el señor Mayherne.

Volé enrojeció antes de contestar.

—Voy a hablarle con claridad. Yo andaba apurado de dinero, como usted sabe, y esperaba que la señorita French me prestase un poco. Me apreciaba, pero le traían sin cuidado las dificultades de un matrimonio joven. Más adelante descubrí que había dado por hecho que mi esposa y yo no nos llevábamos bien..., que estábamos separados. Señor Mayherne..., yo quería dinero para Romaine. No dije nada y dejé que la vieja pensara lo que quisiera. Me habló de que yo era para ella como un hijo adoptivo. Nunca surgió la cuestión de matrimonio..., debe ser cosa de la imaginación de Janet.

—¿Y eso es todo?

—Sí..., eso es todo.

¿Hubo cierta vacilación en su respuesta? El abogado creía que sí, y levantándose le tendió la mano.

—Adiós, señor Volé —mirando el rostro descompuesto del joven le habló impulsivamente—. Creo en su inocencia a pesar de la multitud de factores en contra suya. Espero probarlo y rehabilitarle por completo.

Volé le correspondió con una sonrisa.

—Ya verá usted cómo mi coartada es cierta —dijo animado.

Y esta vez tampoco se dio cuenta de que el abogado no participaba de su optimismo.

—Todo el caso depende principalmente del testimonio de Janet Mackenzie —dijo el señor Mayherne—. Ella le odia. Eso está clarísimo.

—No puede odiarme mucho —protestó el joven.

El abogado salió meneando la cabeza. Ahora a por la señora Volé, díjose para sus adentros. Estaba preocupado por el cariz que iba tomando la cosa.

Los Volé vivían en una casita destartalada cerca de Paddington Green, y a ella se dirigió Mayherne.

Respondiendo a su llamada le abrió la puerta una mujer corpulenta y desaliñada, a todas luces la encargada de la limpieza.

—¿Ha regresado ya la señora Volé?

—Llegó hace cosa de una hora, pero no sé si podrá verla.

—Si quisiera enseñarle mi tarjeta estoy seguro de que me recibiría —dijo el abogado con toda calma.

La mujer le miró indecisa, pero secándose las manos en el delantal cogió la tarjeta. Luego cerró la puerta en sus narices, dejándole en la calle.

Sin embargo, regresó a los pocos minutos, hablándole con nuevo respeto.

—Pase, por favor.

Le introdujo en un diminuto saloncito, y cuando el abogado estaba examinando un grabado de la pared, volvióse sobresaltado encontrándose ante una mujer alta y pálida que había entrado sin hacer ruido.

—¿El señor Mayherne? Es usted el abogado de mi esposo, ¿verdad? ¿Viene usted a verme? ¿Quiere hacer el favor de sentarse?

Hasta oírla hablar no se dio cuenta de que no era inglesa. Ahora, observándola más de cerca, reparó en sus pómulos salientes, el negro intenso de sus cabellos, y el movimiento de sus manos que era netamente extranjero. Una mujer extraña... y muy reposada..., tanto que ponía nervioso a cualquiera, y desde el primer momento, el señor Mayherne tuvo el convencimiento de hallarse ante algo que no entendía.

—Ahora, mi querida señora Volé —empezó Mayherne—, no debe usted desanimarse...

Se detuvo. Era del todo evidente que Romaine Volé no tenía la más ligera sombra de desaliento. Conservaba la calma sin inmutarse.

—¿Quiere contármelo todo? —le dijo—. Debo saberlo, y no intente ocultarme nada. Quiero saber lo peor.

El señor Mayherne le refirió su entrevista con Leonardo Volé mientras ella le escuchaba atentamente asintiendo de vez en cuando.

—Ya comprendo —dijo cuando el abogado hubo concluido—. ¿Quiere que yo diga que aquella noche vino a las nueve y veinte?

—¿Es que no llegó a esa hora? —preguntó el señor Mayherne extrañado.

—Eso no importa ahora —replicó en tono frío. ¿Es que si yo dijera eso conseguiría su libertad? ¿Me creerían?

El señor Mayherne estaba sorprendido. Aquella mujer había ido directamente al fondo de la cuestión.

—Eso es lo que deseo saber —insistió ella—. ¿Sería bastante? ¿Hay alguien más que pueda apoyar mi declaración?

Había tal ansiedad en su actitud que se sintió intranquilo.

—Hasta ahora no hay nadie más —dijo de mala gana.

—Ya —exclamó Romaine Volé, quedando inmóvil unos instantes y sonriendo ligeramente.

El abogado sintió aumentado su recelo.

—Señora Volé —empezó a decir—. Comprendo lo que usted debe sentir...

—¿Sí? —replicó—. ¿Está seguro?

—Dadas las circunstancias...

—Dadas las circunstancias... voy a jugar mis triunfos.

El abogado la contempló con desaliento.

—Pero mi querida señora Volé..., está usted sobreexcitada. Estando tan enamorada de su marido...

—¿Cómo dice?

La dureza de su voz le sobresaltó, y se dispuso a repetir con menos seguridad.

—Estando tan enamorada de su marido...

Romaine Volé sonrió lentamente con la misma extraña sonrisa en los labios.

—¿Le dijo Leonardo que yo le quería? —preguntó en voz baja—. ¡Ah, sí! Comprendo. ¡Qué estúpidos son los hombres! Estúpidos... estúpidos... estúpidos.

De pronto se puso en pie, y toda la intensa emoción que el abogado percibiera en la atmósfera ahora se concentró en su tono.

—¡Le odio, se lo aseguro! Le odio. Le odio. ¡Le odio! Me gustaría verlo colgado del cuello hasta que muriera.

El abogado retrocedió ante el apasionamiento que brillaba en sus ojos.

Ella avanzó con decisión un paso más, continuó con vehemencia:

—Y quizá lo vea. Supongamos que yo digo que no llegó a casa aquella noche a las nueve y veinte, sino que a las diez y veinte. Usted dice que él asegura no saber nada del dinero que iba a heredar, pues suponga que yo digo que lo sabía, que contaba con él, y que cometió el crimen para conseguirlo. ¿Y si dijera que aquella noche al llegar a casa me confesó que lo había hecho, y que traía la americana manchada de sangre? ¿Entonces qué? Supongamos que me presento en el juzgado y digo todas estas cosas...

Sus ojos parecían desafiarle, y abogado hizo un esfuerzo para disimular su creciente desaliento procurando hablar en tono normal.

—No pueden pedirle que declare contra el marido...

—¡No es mi marido!

El silencio fue tan intenso que podría haberse oído caer una hoja.

—Yo fui actriz en Viena. Mi esposo vive, pero se halla interno en un manicomio, por eso no pudimos casarnos. Ahora me alegro —terminó con aire retador.

—Quisiera que me dijese una cosa —continuó el señor Mayherne tratando de parecer tan natural como siempre—. ¿Por qué está tan resentida con Leonardo Volé?

Ella meneó la cabeza, en ademán negativo, sonriendo ligeramente.

—Sí, le gustaría saberlo. Pero no se lo diré. Ése será mi secreto.

El señor Mayherne se puso en pie lanzando su tosecilla característica.

—Entonces me parece innecesario prolongar esta entrevista —observó—. Volverá a tener noticias mías en cuanto me haya comunicado de nuevo con mi cliente.

Se acercó a él mirándole con sus maravillosos ojos oscuros.

—Dígame —le dijo—, ¿creía usted... con sinceridad... que él era inocente?

—Sí —replicó el señor Mayherne.

—Pobrecillo —rió ella.

—Y aún lo sigo creyendo —terminó el abogado—. Buenas noches, señora.

Y salió de la estancia llevando impresa en su memoria su expresión asombrada. ¡Vaya asunto endiablado!, dijóse mientras enfilaba la calle.

Era extraordinario. Y aquella mujer..., tan peligrosa. Las mujeres son el diablo cuando se lo proponen.

¿Qué hacer? Aquel desdichado joven no tenía ni dónde apoyarse. Claro que posiblemente habría cometido el crimen.

No, se dijo el señor Mayherne para sus adentros, hay demasiadas cosas en contra suya. No creo a esa mujer. Ha inventado esa historia y no se atreverá a contarla ante el jurado.

Pero hubiera querido estar más seguro. 



Los procedimientos judiciales fueron breves y dramáticos. Los principales testigos de cargo eran Janet Mackenzie, doncella de la víctima, y Romaine Heilger, de nacionalidad austríaca, la amante del detenido.

El señor Mayherne escuchaba la historia condenatoria de esta última, según la línea que le indicara durante su entrevista.

El detenido reservó su defensa.

El señor Mayherne estaba desesperado. El caso contra Leonardo Volé estaba de lo más negro, e incluso el famoso abogado encargado de la defensa, le daba muy pocas esperanzas.

—Si pudiéramos rebatir el testimonio de esa austríaca tal vez lográsemos algo —dijo sin gran convencimiento—. Pero es un mal asunto.

El señor Mayherne había concentrado sus energías en un solo punto. Suponiendo que Leonardo Volé dijera la verdad y hubiese abandonado la casa de la víctima a las nueve, ¿quién era el hombre que Janet oyó hablar con la señorita French a las nueve y media?

El único rayo de luz era un sobrino incorregible de la víctima que tiempo atrás había acosado y amenazado a su tía para sacarle varias sumas de dinero. Janet Mackenzie, como supo el abogado, había sido siempre partidaria de ese joven apoyándole en sus solicitudes. Parecía posible que fuese este sobrino el que visitara a la señorita French después de marcharse Leonardo Volé, especialmente cuando no se le encontraba en los lugares de costumbre.

En todas las demás direcciones las pesquisas del abogado fueron de resultado negativo. Nadie había visto a Leonardo Volé entrar en su casa o salir de la de la señorita French. Ni nadie vio a otro hombre entrar o salir de la casa de Cricklewood. Todas las averiguaciones fueron negativas.

Fue la tarde en que debía celebrarse la vista de la causa cuando el señor Mayherne recibió la carta que iba a dirigir todos sus pensamientos hacia una dirección enteramente nueva:

Muy señor mío:

Usted es el abogado que representa a ese joven. Si quiere que esa tunante extranjera quede descubierta, así como todas sus mentiras, venga esta noche al número dieciséis de Shaw's Rents Stepney. Le costará doscientas libras. Pregunte por la señora Mogson.

El abogado leyó y releyó la extraña epístola. Claro que podía ser un engaño, pero cuanto más se lo pensaba más se convencía de su autenticidad, así como de que era la única esperanza del detenido. El testimonio de Romaine Heilger le había condenado por completo, y la línea de defensa que se proponía seguir..., hacer resaltar que el testimonio de una mujer que había confesado llevar una vida inmoral no era digno de crédito... era bastante floja.

El señor Mayherne tomó una conclusión. Era su deber salvar a su cliente a toda costa. Tenía que ir a Shaw's Rents.

Tuvo alguna dificultad en encontrar el sitio, un edificio destartalado en una barriada maloliente, mas al fin lo consiguió y al preguntar por la señora Mogson le enviaron a una habitación del tercer piso. Llamó a la puerta, y no obteniendo respuesta, repitió la llamada.

Esta vez oyó ruido en el interior y al fin se abrió la puerta cautelosamente, apenas unos centímetros por donde atisbo una figura encorvada.

De pronto la mujer, porque era una mujer, lanzando una risita, franqueóle la entrada.

—De modo que es usted —dijo con voz cansada—. ¿Viene solo? ¿No intentará ningún truco? Así está bien. Puede pasar, puede pasar.

Con cierta repugnancia el abogado traspuso el umbral, penetrando en una habitación sucia y reducida, iluminada por un mechero de gas. En un rincón veíanse la cama sin hacer, una mesa sencilla y dos sillas desvencijadas; y por primera vez el señor Mayherne pudo contemplar a la inquilina de aquel hediondo departamento. Era una mujer de mediana edad, encorvada, con cabellos grises y alborotados que ocultaba su rostro con una bufanda. Al ver que la observaba rompió a reír con aquella risa extraña y peculiar.

—Se preguntará usted por qué escondo mi belleza,, ¿verdad? Je, je, je. Teme que pueda tentarle, ¿eh? Pero ya verá, ya verá.

Y al quitarse la bufanda, el abogado retrocedió involuntariamente ante aquella masa de carne enrojecida y casi informe. La mujer volvió a cubrirse el rostro.

—¿De manera que no quiere besarme, querido? Je, je, no me extraña. Y sin embargo fui bonita... y de eso no hace tanto tiempo como usted se imagina. El vitriolo, querido, el vitriolo... me hizo esto. ¡Ah!, pero cuando haya terminado con ellos...

Lanzó un torrente de obscenidades que el señor Mayherne trató en vano de contener. Al fin quedó silenciosa mientras abría y cerraba los puños con gesto nervioso.

—Basta —dijo el abogado con dureza—. He venido aquí porque tengo motivos para creer que usted puede darme cierta información que ayudará a mi cliente, Leonardo Volé. ¿No es así?

Sus ojos le miraron escrutadores.

—¿Y qué hay del dinero, querido? —susurró—. Acuérdese de las doscientas libras.

—Es su deber ayudar a la justicia y pueden obligarla.

—Eso no, querido. Soy una vieja y no sé nada, pero déme las doscientas libras y tal vez pueda darle una o dos pistas. ¿Qué le parece?

—¿Qué clase de pistas?

—¿Qué le parece una carta? Una carta de ella. No importa cómo la conseguí. Eso es cosa mía. Ya se la daré, pero quiero mis doscientas libras.

El señor Mayherne mirándola fríamente tomó una determinación.

—Le daré diez libras nada más. Y sólo si esa carta es lo que usted dice.

—¿Diez libras? —gritó encolerizada.

—Veinte —replicó el abogado—. Y ésta es mi última palabra.

Y se levantó como si fuera a marcharse; luego, sin dejar de mirarla, sacó su billetero y fue contando hasta veinte libras.

—Vea —dijo—. Es todo lo que llevo encima. Puede tomarlo o dejarlo.

Pero ya sabía que la vista del dinero sería demasiada tentación. Estuvo maldiciendo pero al fin asintió. Luego, yendo hasta la cama, extrajo algo de entre los colchones.

—¡Aquí tiene, maldita sea! —gruñó—. La que usted quiere es la de encima.

Lo que le entregaba era un paquete de cartas que el señor Mayherne desató repasándolas con su aire frío y metódico. La mujer, mirándole ansiosamente, no pudo adivinar nada, dado su rostro impasible.

Fue leyendo todas las cartas, y luego volviendo a coger la primera, la leyó por segunda vez. Después ató de nuevo el paquete con todo cuidado.

Eran cartas de amor escritas por Romaine Heilger, y el hombre a quien iban dirigidas no era Leonardo Volé. La de encima estaba fechada el día antes de que este último fuera detenido.

—¿Ve cómo le dije la verdad, querido? —jadeó la mujer—. Esa carta la descubre, ¿no es cierto?

El señor Mayherne guardó las cartas en su bolsillo antes de hacer la siguiente pregunta:

—¿Cómo consiguió usted apoderarse de esta correspondencia?

—Eso es cosa mía —dijo mirándole de soslayo—. Pero sé algo más. En el juzgado oí lo que dijo esa tunanta. Averigüé dónde estuvo a las diez y veinte, cuando según dice ella, estaba en casa. Pregunte en el cine «León». Recordarán a una joven tan atractiva como ella... ¡maldita sea!

—¿Quién es ese hombre? —quiso saber el señor Mayherne—. Aquí sólo aparece el nombre de pila.

La voz de aquella mujer se hizo más pastosa y ronca y sus manos se abrieron y cerraron multitudes de veces. Al fin se llevó una a los ojos.

—Es el que me hizo esto. Ya han pasado muchos años. Ella me lo quitó... entonces era una chiquilla. Y cuando fui tras él... para buscarle... ¡me arrojó el ácido a la cara! ¡Y ella se rió, la muy condenada! Hace años que la voy siguiendo... espiándola... ¡y ahora la he vencido! Sufrirá por esto, ¿verdad, señor abogado que ella sufrirá?

—Probablemente será condenada a cierto plazo de reclusión por perjura —replicó el señor Mayherne con toda tranquilidad.

—Que la encierren... eso es lo que quiero. Se marcha usted, ¿verdad? ¿Dónde está mi dinero?

Sin una palabra, el abogado depositó unos billetes encima de la mesa, y luego, con un profundo suspiro, salió de la triste habitación. Al volverse desde la puerta vio a la viejuca que se abalanzaba sobre el dinero.

No perdió tiempo. Encontró el cine «León» sin dificultad, y al mostrarle la fotografía de Romaine Heilger, el acomodador la reconoció en seguida. Aquella joven había llegado acompañada de un hombre poco después de las diez de la noche en cuestión. No se había fijado en su acompañante, pero recordaba que ella le preguntó por la película que se proyectaba en aquellos momentos. Se quedaron hasta el final, cosa de una hora más tarde.

El señor Mayherne estaba satisfecho. El testimonio de Romaine Heilger era una sarta de mentiras desde el principio hasta el fin, producto de su odio apasionado. El abogado se preguntó si llegaría a saber lo que se escondía tras aquel aborrecimiento. ¿Qué le había hecho Leonardo Volé? Parecía muy sorprendido cuando le dio cuenta de su actitud, declarando que era increíble, aunque el señor Mayherne le pareció que, pasada la primera sorpresa, sus protestas no eran sinceras.

Lo sabía. El señor Mayherne estaba convencido de ello. Lo sabía pero no quiso revelarlo, y el secreto entre los dos, seguiría siendo un secreto. ¿Para siempre?

El abogado consultó su reloj. Era tarde, pero el tiempo lo era todo. Tomando un taxi indicó una dirección.

«Sir Charles debe saberlo en seguida», díjose mientras subía al vehículo.

La vista de la causa contra Leonardo Volé, acusado del asesinato de Emilia French, despertó un inmenso interés. En primer lugar, el detenido era joven y atractivo, había sido acusado de un crimen despiadado, y además otro personaje era Romaine Heilger, el principal testigo de cargo, cuya fotografía había aparecido en muchos periódicos, así como diversas historias acerca de su origen y pasado.

Los procedimientos preliminares transcurrieron normalmente. Primero se expuso la evidencia técnica, y luego llamaron a declarar a Janet Mackenzie, que contó la misma historia que antes poco más o menos. Durante el interrogatorio de la defensa se contradijo un par de veces al exponer las relaciones del señor Volé con la señorita French; el abogado defensor recalcó con énfasis que ella creyó oír una voz masculina aquella noche en el saloncito, pero no había nada que demostrase que fuera Volé quien estuviera allí, consiguiendo la impresión de que sus celos y antipatía hacia el prisionero fueron el motivo principal de su testimonio.

Luego hicieron comparecer al testigo siguiente:

—¿Se llama usted Romaine Heilger?

—Sí.

—¿Es usted súbdita austríaca?

—Sí.

—¿Durante los últimos tres años ha vivido usted con el acusado, haciéndose pasar por su esposa?

Por un momento los ojos de Romaine Heilger se encontraron con los del hombre sentado en el banquillo.

—Sí.

Las preguntas se fueron sucediendo, y palabra por palabra surgieron los factores acusadores. La noche en cuestión el acusado se llevó una barra de hierro y al regresar a las diez y veinte había confesado haber dado muerte a la anciana. Sus puños estaban manchados de sangre y los quemó en el horno de la cocina. Luego, con amenazas, la obligó a guardar silencio.

Después de oírla, la impresión del jurado, que al principio fuera de simpatía hacia el prisionero, se convirtió en desfavorable. Él mismo tenía la cabeza inclinada y su aire de desaliento daba a entender que se veía condenado.

No obstante, pudo observarse que su propio consejero luchó por contener la animosidad de Romaine y que hubiera preferido que fuese más imparcial.

El abogado defensor se puso en pie, con aire grave e impotente.

La acusó de que su historia era una invención desde el principio al fin, que ni siquiera había estado en su casa a la hora en cuestión, que estaba enamorada de otro hombre y que pretendía deliberadamente condenar a muerte a Volé por un crimen que no había cometido.

Romaine negó todas estas acusaciones con la mayor insolencia.

Luego llegó la sorpresa: la presentación de la carta que fue leída en voz alta y en medio del mayor silencio.

¡Queridísimo Max, el Destino le ha puesto en nuestras manos! Ha sido detenido acusado de asesinato... sí, por el asesinato de una anciana. Leonardo, que no sería capaz de hacer daño a una mosca. Al fin lograré mi venganza. ¡Pobrecillo! Diré que aquella noche llegó a casa manchado de sangre... y que me lo confesó todo. Haré que lo ahorquen, Max, y cuando penda de la cuerda, comprenderá que fue Romaine quien le condenó... Y después... ¡La felicidad, amor mío! ¡La felicidad por fin!

Los peritos se encontraban presentes para testificar que la letra era de Romaine Heilger, pero no fue necesario. Al terminar la lectura de la carta, Romaine se desmoralizó confesándolo todo. Leonardo Volé había regresado a su casa a la hora que dijo, las nueve y veinte, y ella había inventado toda la historia para perderle.

Con la confesión de Romaine Heilger, el caso perdió interés, sir Charles hizo comparecer a sus pocos testigos; y el propio acusado refirió su declaración con aire digno, resistiendo sin desfallecer las preguntas del abogado fiscal.

La parte fiscal trató inútilmente de seguir acusando, y aunque el resumen del juez no fue del todo favorable al acusado, el jurado no necesitó mucho tiempo para deliberar y pronunció su veredicto:

—Inocente.

¡Leonardo Volé estaba de nuevo en libertad!

El menudo señor Mayherne se levantó apresuradamente para felicitar a su cliente, pero sin darse cuenta se encontró limpiando sus lentes. Su esposa le dijo, precisamente, la noche antes, que aquello se había convertido en una costumbre. Son curiosas las costumbres de las personas... y uno mismo no se da cuenta de ellas.

Un caso interesante... interesantísimo... aquella mujer: Romaine Heilger. Le había parecido una mujer pálida y tranquila en su casa de .Paddington, pero en la audiencia se había mostrado vehemente, inflamándose como una flor tropical.

Si cerraba los ojos volvía a verla, alta y apasionada, con su exquisito cuerpo ligeramente inclinado hacia delante y cerrando y abriendo inconscientemente la mano derecha.

Son curiosas las costumbres. Aquel gesto de su mano debía serlo también, y, no obstante, había visto hacerlo a alguna otra persona últimamente... bastante últimamente. ¿Quién sería? Contuvo el aliento al recordarlo de pronto. Aquella mujer de Shaw's Rents...

Permaneció inmóvil mientras la cabeza le daba vueltas. Era imposible... Sin embargo, Romaine Heilger había sido actriz.

El defensor se acercó a él y le puso, amistoso, la mano en el hombro.

—¿Todavía no ha felicitado a nuestro hombre? Lo ha pasado muy mal, el pobre. Vamos a verle.

Pero el abogado retiró la mano de su hombro.

Sólo deseaba una cosa... ver a Romaine Heilger.

No consiguió verla hasta algún tiempo después, y el lugar de su encuentro no hace al caso.

—De modo que usted adivinó —le dijo Romaine cuando él le hubo contado todo lo que pasaba—. ¿El rostro? ¡Oh!, eso fue bastante difícil, y la escasa luz del mechero de gas le impidió descubrir el maquillaje.

—Pero, ¿por qué..., por qué?

—¿Por qué quise jugarme el todo por el todo? —Sonrió.

—¡Una farsa tan complicada!

—Amigo mío... tenía que salvarle. Y el testimonio de una mujer enamorada de él no hubiera sido suficiente..., usted mismo lo dejó entrever. Pero yo conozco un poco de psicología de las cosas. Dejando que mi testimonio quedara desvirtuado, lograría una reacción favorable hacia el acusado.

—¿Y el montón de cartas?

—Una sola, la importante, hubiera podido despertar sospechas.

—¿Y el hombre llamado Max?

—Nunca existió, amigo mío.

—Todavía sigo pensando —dijo el señor Mayherne con pesar—, que podríamos haberle salvado por el... el... procedimiento corriente.

—No quise arriesgarme. Comprenda, usted pensaba que era inocente...

—Y usted lo sabía... Ya entiendo —dijo el abogado.

—Mi querido señor Mayherne —replicó Romaine—, usted no entiende nada. ¡Yo sabía que era culpable!





8.- EL MISTERIO DEL JARRÓN AZUL



Jack Hartington contempló con pesar el empinado camino recorrido y de pie junto a la pelota, volvió a mirar el hoyo calculando la distancia. Su rostro era una muestra elocuente del disgusto que sentía. Con un suspiro, extrajo uno de los palos de golf, y tras ensayar con él un par de tiradas que aniquilaron por turno un diente de león y una buena zona de hierba, dirigióse por fin hacia la pelota.

Resulta duro, cuando se tienen veinticuatro años y la única ambición en la vida es reducir el número de tiradas en el juego de golf, verse obligado a dedicar el tiempo y la atención al problema de ganarse el pan. Durante cinco días y medio de los siete que tiene la semana, Jack vivía encerrado en una especie de tumba de caoba en la ciudad. Los sábados por la tarde y los domingos los dedicaba religiosamente a lo importante de verdad y llevado de su entusiasmo había tomado una pequeña habitación en un pequeño hotel cerca de las pistas de Golf Stourton Heath y se levantaba diariamente a las seis de la mañana, para poder practicar una hora antes de coger el tren de las ocho cuarenta y seis que le llevaba a la ciudad.

La única desventaja de aquel plan era que a aquellas horas de la mañana era incapaz de acertar una sola tirada. Cuando no erraba el tiro, se le escapaba la pelota, que corría alegremente por el césped, y le eran necesarias un mínimo de cuatro tiradas para cada hoyo.

Jack suspiró, y asiendo el palo con fuerza se repitió las palabras mágicas: «El brazo izquierdo bien estirado y no alzar la vista.»

Giró en redondo... y se detuvo petrificado al oír un grito que rompió el silencio de aquella mañana de verano.

—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

Era una voz de mujer que se ahogó en una especie de gemido.

Jack dejó caer el palo de golf y echó a correr en dirección a la voz, que le había parecido muy cercana. Aquella zona de pistas se encontraba en pleno campo y veíanse muy pocas casas por allí. En realidad sólo había una, muy pintoresca, y en la que Jack siempre se fijaba por su aspecto pulcro y anticuado. Fue hacia la casita a todo correr. Quedaba oculta por una ladera cubierta de brezos que bajó en menos de un minuto y se detuvo ante la cerca.

En el jardín había una muchacha y por un momento Jack supuso que habría sido la que gritaba en demanda de auxilio.

Mas no tardó en cambiar de opinión.

La joven llevaba una cestita en la mano casi llena de malas hierbas que al parecer había estado arrancando de un amplio parterre de pensamientos.

Jack observó que sus ojos eran también dos pensamientos, suaves, oscuros y aterciopelados, y más violeta que azules. Y parecía toda ella una flor con su vestido de algodón rojo.

La joven le miraba entre contrariada y sorprendida.

—Perdóneme —le dijo Jack—. Pero, ¿no acaba de oír un grito?

—¿Yo? No.

Su sorpresa parecía tan verdadera que Jack sintióse confundido. Su voz era dulce y bonita, con un ligerísimo acento extranjero.

—Pero tiene usted que haberlo oído —exclamó—. Sonó muy cerca de aquí.

—Yo no he oído nada —replicó la muchacha con los ojos muy abiertos.

Jack fue ahora el sorprendido. Era increíble que no hubiese oído aquella desesperada llamada de auxilio, y sin embargo, su calma era tan evidente que no pudo creer que le mintiera.

—Se oyó muy cerca de aquí —insistió.

Ahora ella le miró con recelo.

—¿Y qué es lo que han gritado? —preguntó.

—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

—Asesino... socorro, asesino —repitió la joven—. Alguien debe haberle gastado una broma, monsieur, ¿quién podría ser asesinado aquí?

Jack miró confundido a su alrededor esperando ver un cadáver por el jardín. Nada. Y sin embargo, estaba completamente seguro de que el grito fue real y no un producto de su imaginación. Miró hacia las ventanas de la casita. Todo parecía tranquilo y en paz.

—¿Quiere usted registrar nuestra casa? —preguntó la jovencita en tono seco.

Se mostraba tan escéptica, que la confusión de Jack fue en aumento, y se dispuso a marchar.

—Lo siento —dijo—. Debe haber sido en el bosque.

Y quitándose la gorra se alejó y al volverse para mirar por encima de su hombro, vio que la joven había vuelto a reemprender tranquilamente su tarea.

Durante algún tiempo vagó por los bosques, sin poder encontrar el menor rastro de que hubiera ocurrido algo anormal. No obstante, estaba más seguro que nunca de haber oído aquel grito. Al final, abandonando la búsqueda, regresó apresuradamente al hotel para desayunar y coger el tren de las ocho cuarenta y seis con el margen acostumbrado de un par de segundos. La conciencia le remordió un poco al sentarse en el tren. ¿No debiera haber dado parte inmediatamente a la policía de lo que oyera? El no haberlo hecho obedecía tan sólo a la incredulidad de la joven-flor. Era evidente que le había considerado un soñador... y la policía hubiera pensado lo mismo. ¿Estaba bien seguro de haber oído el grito?

Pero ahora no estaba tan convencido como antes... resultado natural al intentar revivir una sensación perdida. ¿Fue tal vez el grito de un pájaro en la distancia y que le pareció la voz de una mujer?

Pero rechazó la sugerencia con enojo. Era una voz de mujer, y la había oído muy bien. Recordaba haber mirado el reloj un momento antes de que sonara el grito. Debían ser las siete y veinticinco minutos cuando lo oyó. Pudiera ser un detalle importante para la policía si... si se descubriera algo.

Al regresar al hotel aquella noche, revisó los periódicos ansiosamente por ver si hacían mención de algún crimen. Pero no encontró nada en dicho aspecto y no supo si alegrarse o lamentarlo.

La mañana siguiente amaneció tan húmeda..., tanto que incluso el más ardiente entusiasta del golf hubiera visto empañado su afán. Jack se levantó en el último momento, engullendo a toda prisa su desayuno, y una vez en el tren, volvió a examinar los periódicos. No publicaban ningún suceso sangriento, y le ocurrió lo mismo con los periódicos de la noche.

—Es extraño —díjose Jack—, pero así es.

A la mañana siguiente salió muy temprano, y al pasar ante la casita, observó por el rabillo del ojo que la joven estaba otra vez en el jardín arrancando hierba. Por lo visto era una manía. Lanzó un buen tiro para aproximarse esperando que ella lo hubiera notado. Al ir a introducir la pelota en el hoyo siguiente, miró su reloj.

—Exactamente las siete y veinticinco —murmuró—. Quisiera saber si...

Mas las palabras se le helaron en los labios. A sus espaldas había sonado el mismo grito que le sobresaltaba la otra mañana. La voz de una mujer desesperada.

—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

Jack echó a correr. La joven-flor que estaba de pie junto a la cerca parecía sobresaltada, y Jack corría triunfalmente hacia ella gritando:

—Esta vez sí que lo ha oído.

Sus ojos se abrieron bajo una emoción que no supo adivinar, pero observó que retrocedía al acercarse a él, y que incluso miraba hacia la casa como si fuera a correr hacia ella en busca de refugio.

Al fin meneó la cabeza sin dejar de mirarle.

—No he oído nada —replicó con aire ausente.

Fue como si le hubieran dado un mazazo en mitad de la frente. Su sinceridad era tal que no pudo por menos que creerla. Sin embargo, no era posible que lo hubiera imaginado... imposible... imposible... Oyó su voz diciéndole en tono amable... casi con simpatía:

—¿Sufre usted la neurosis producida por los bombardeos?

En un instante comprendió la mirada de temor, y sus deseos de echar a correr hacia la casa. Pensaba que sufría alucinaciones.

Y luego, como una ducha de agua fría vino aquel terrible pensamiento: ¿Estaría en lo cierto? ¿Sufriría alucinaciones? Obsesionado por aquella idea espantosa, se alejó tambaleándose sin pronunciar palabra. La muchacha le miró marchar meneando la cabeza, e inclinándose de nuevo continuó arrancando las malas hierbas.

Jack procuró razonar a solas consigo mismo.

—Si oigo otra vez ese condenado grito a las siete y veinticinco —se dijo—, es que sufro alguna alucinación.

Estuvo todo el día nervioso y se acostó temprano decidido a hacer la prueba a la mañana siguiente.

Y como es natural en estos casos, pasó media noche despierto, y por la mañana durmió más de lo debido. Eran ya las siete y veinte cuando salió del hotel en dirección a las pistas, comprendiendo que no lograría llegar al lugar fatídico a las siete y veinticinco, pero sin duda, si la voz era una alucinación habría de oírla en cualquier parte. Corrió cuanto pudo con los ojos puestos en las manecillas del reloj.

Las siete y veinticinco. Desde lejos le llegó el eco de una voz de mujer gritando. No pudo entender las palabras, pero estaba convencido de que era la misma llamada de socorro que oyera antes, y que venía del mismo punto... de las cercanías de la casita.

Por extraño que parezca, aquello le tranquilizó. Al fin y al cabo tal vez se tratase de una broma. Aunque le extrañase, quizá la propia muchacha le estuviese engañando. Irguió los hombros y sacando el palo de su saco de golf se dispuso a jugar unos cuantos hoyos hasta acercarse a la casa.

La joven estaba en el jardín como de costumbre; la saludó con la gorra en la mano y cuando ella le dio tímidamente los buenos días le pareció más bonita que nunca.

—Hermoso día, ¿verdad? —le gritó Jack alegremente, lamentando lo vulgar de su comentario.

—Sí; hace un día espléndido.

—Y bueno para el jardín, supongo.

La joven sonrió, descubriendo un hoyuelo fascinador.

—¡No por cierto! Lo que necesitan mis flores es agua. Vea qué secas están.

Jack, aceptando su invitación, se aproximó a la cerca que separaba el jardín del camino.

—A mí me parece que están perfectamente —comentó Jack bajo la mirada compasiva de la muchacha.

—El sol es bueno, ¿verdad? —dijo ella—. A las flores se las puede regar siempre, pero el sol les da fortaleza y es muy bueno para la salud. Ya veo que monsieur está hoy muchísimo mejor.

Su tono alentador contrarió a Jack.

«Maldita sea —pensó—. Me parece que trata de curarme por sugestión.»

En tono irritado contestó:

—Estoy perfectamente bien.

—Eso es bueno —repuso ella tratando de consolarle.

Jack tuvo la irritante sensación de que no le creía.

Estuvo jugando al golf un rato más y luego corrió a desayunar. Mientras comía se dio cuenta, y no por primera vez, de que era observado fijamente por un hombre que ocupaba la mesa contigua a la suya. Era un caballero de mediana edad y rostro enérgico. Llevaba una pequeña barba oscura y sus ojos grises y penetrantes y sus ademanes seguros le colocaban en las primeras filas de las clases profesionales. Jack sabía que su nombre era Lavington, y había oído rumores de que se trataba de un médico especialista muy conocido, pero como Jack no frecuentaba la calle Harley, el nombre no le decía nada.

Mas aquella mañana tuvo plena conciencia de la profunda observación a que era sometido, y se asustó. ¿Es que llevaba escrito en el rostro su secreto y todos podían verlo? ¿Acaso aquel hombre, gracias a su profesión, sabía lo que estaba sucediendo a su materia gris?

Jack estremecióse al pensarlo. ¿Era cierto? ¿Se estaría volviendo realmente loco? ¿Era una alucinación o una broma pesada?

Y de pronto se le ocurrió un medio muy sencillo para probar la solución. Hasta entonces había ido siempre solo a los campos de golf. ¿Y si alguien le acompañara? Entonces podrían ocurrir tres cosas: Que la voz no se oyera. Que la escucharan los dos, o... sólo él.

Aquella noche se dispuso a poner en práctica su plan. Lavington era el hombre que necesitaba. Trabaron conversación fácilmente..., tal vez el médico esperaba aquella oportunidad, ya que era evidente que por una u otra razón, Jack le interesaba. Lavington se avino con naturalidad a acompañarle para jugar una partida de golf antes del desayuno, y quedaron de acuerdo para la mañana siguiente.

Salieron un poco antes de las siete. El día era perfecto, sin una nube, pero no demasiado caluroso. El doctor jugó bien, Jack pésimamente. Tenía el pensamiento puesto en la crisis que se avecinaba, y no cesaba de mirar el reloj. Llegaron al hoyo siete, el más próximo a la casita, cerca de las siete y veinte.

Cuando pasaron ante ella, la joven se encontraba en el jardín, como siempre, y no alzó la vista del suelo.

Las dos pelotas estaban sobre el césped. La de Jack cerca del hoyo y la del doctor algo más alejada.

—Una tirada difícil —dijo Lavington—. Pero supongo que he de intentarlo.

Y se inclinó para calcular la trayectoria. Jack permaneció rígido con los ojos fijos en su reloj. Eran exactamente las siete y veinticinco.

La pelota rodó suavemente sobre la hierba deteniéndose en el borde del hoyo, vaciló, y se introdujo en él.

—Buena puntería —dijo Jack con voz ronca y dejando de mirar su reloj con un suspiro de alivio. No había ocurrido nada. El encanto estaba roto.

—Si no le importa esperar un poco —dijo— voy a llenar mi pipa.

Descansaron un poco antes del hoyo ocho. Jack preparó y encendió su pipa con dedos temblorosos. Parecía haberse quitado un gran peso de encima.

—Vaya, qué día tan hermoso hace —observó contemplando el panorama con gran satisfacción —. Continúe, Lavington, dele con fuerza.

Y entonces ocurrió: en el preciso instante en que tiraba el doctor se oyó la voz de una mujer desesperada.

—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

La pipa cayó de la temblorosa mano de Jack, que se volvió en redondo hacia la dirección en que sonaba la voz y luego miró a su compañero conteniendo el aliento.

Lavington estaba mirando hacia las pistas haciendo visera con la mano sobre los ojos.

—Un tiro corto, pero creo que he pasado la arena.

No había oído nada.

Todo empezó a dar vueltas alrededor de Jack, que avanzó un par de pasos tambaleándose pesadamente. Cuando se recobró estaba tendido en el césped y Lavington inclinado sobre él.

—Vaya, calma, calma.

—¿Qué me ha pasado?

—Que se desmayó usted, jovencito... o por lo menos estuvo muy cerca de ello.

—¡Dios mío! —exclamó Jack con un gemido.

—¿Qué le ocurre? ¿Tiene alguna preocupación?

—Se lo explicaré todo dentro de unos instantes, pero primero quisiera preguntarle una cosa.

El doctor encendió su pipa acomodándose en su banco.

—Pregunte lo que quiera —dijo.

—Usted me ha estado observando estos últimos días. ¿Por qué?

Lavington parpadeó:

—Ésa es una pregunta bastante delicada. Un gato puede mirar a un rey, ya sabe...

—No disimule. Estoy muy nervioso. ¿Por qué me observaba? Tengo una razón de peso para preguntárselo.

Lavington se puso serio.

—Le contestaré con toda sinceridad. Reconocí en usted todos los síntomas de un hombre acuciado por una fuerte tensión, y me intrigó cuál podría ser.

—Eso puedo decírselo fácilmente —dijo Jack con amargura—. Me estoy volviendo loco.

Se detuvo con gesto dramático, pero su declaración no pareció despertar el interés y la consternación que esperaba y la repitió.

—Le digo que me estoy volviendo loco.

—Muy curioso —murmuró Lavington—. Sí, muy curioso.

Jack se indignó.

—Supongo que a usted debe parecérselo. Ustedes los médicos están encallecidos.

—Vamos, vamos, amigo mío, habla usted por hablar. Para empezar, aunque tengo el título de médico, yo no practico la medicina. Estrictamente hablando, no soy médico... de los que curan el cuerpo quiero decir.

Jack le miró de hito en hito.

—¿Se dedica a enfermedades mentales?

—Sí, en cierto sentido, pero más bien soy médico del espíritu.

—¡Oh!

—Percibo cierto menosprecio en su tono, y no obstante hemos de emplear alguna palabra para designar al principio activo que puede separarse y existe independientemente de su albergue carnal: el cuerpo. Tiene usted que admitir la existencia del alma, jovencito; no es un término religioso inventado por el clero. Pero le llamaremos consciente, o el yo inconsciente, o como más le parezca. Usted se ha ofendido por mi tono no hace mucho, pero puedo asegurarle que me pareció muy curioso que un joven tan normal y equilibrado como usted sufriera el engaño de creer que estaba perdiendo la razón.

—Estoy perdiéndola, esto es lo cierto. Estoy completamente loco.

—Usted me perdonará, pero no lo creo.

—Sufro alucinaciones.

—¿Después de las comidas?

—No, por las mañanas.

—No es posible —dijo el doctor volviendo a encender su pipa que se había apagado.

—Le aseguro, que oigo cosas que no oye nadie.

—Sólo un hombre entre mil es capaz de ver los satélites de Júpiter. Porque los otros novecientos noventa y nueve no lo vean no hay razón para dudar de su existencia, ni tampoco para llamar lunático a ese uno.

—Los satélites de Júpiter son un hecho científico comprobado.

—Es posible que sus alucinaciones de hoy puedan ser hechos científicos comprobados el día de mañana.

A pesar suyo el tono seguro y reposado de Lavington iba causando su efecto en Jack, que se sintió consolado y animado. El doctor le estuvo mirando atentamente unos instantes, y luego asintió.

—Así está mejor —le dijo—. Lo malo de ustedes, los jóvenes, es que están tan convencidos de que no existe nada aparte de su filosofía propia, que ponen el grito en el cielo cuando sucede algo contrario a su opinión. Oigamos qué motivos tiene para pensar que está loco, y luego decidiremos si hemos de encerrarle.

Con toda la fidelidad que le fue posible, Jack le refirió la serie completa de sucesos.

—Pero lo que no comprendo —terminó— es por qué esta mañana lo oí a las siete y media..., o sea, cinco minutos más tarde.

Lavington reflexionó unos instantes y luego preguntó:

—¿Qué hora marca su reloj?

—Las ocho menos cuarto —replicó Jack consultándolo.

—Entonces, es bien sencillo. El mío marca las ocho menos veinte. El suyo va cinco minutos adelantado. Ése es punto muy interesante e importante para mí... En realidad, es de un valor incalculable.

—¿En qué sentido?

Jack empezaba a interesarse.

—Pues bien, la explicación evidente es que la primera mañana que usted oyó ese grito... pudo ser una broma... o puede ser que no lo fuera. Y los días siguientes, usted se sugestionó de tal manera que lo oía exactamente a la misma hora.

—Estoy seguro de que no.

—Conscientemente no, desde luego, pero ya sabe que el subconsciente gasta bromas muy curiosas. Pero de todas maneras esa explicación no basta. Si se tratara de un caso de sugestión, usted habría oído el grito a las siete y veinticinco de su reloj, y no cuando creyó que ya había pasado esa hora...

—¿Pues entonces?

—¿Bien... es evidente..., ¿no? Ese grito de socorro ocupa un lugar perfectamente definido y un tiempo preciso. El lugar es la proximidad de esa casita, y el tiempo las siete y veinticinco.

—Sí, pero, ¿por qué habría de ser yo quien lo oyera? Yo no creo en fantasmas y todas esas tonterías... almas en pena y demás. ¿Por qué habría de ser yo quien lo oyera?

—¡Ah! De momento no podemos saberlo. Es curioso que muchos de los mejores médiums sean redomados escépticos. No son precisamente las personas que se interesan por los fenómenos ocultos los que consiguen las manifestaciones. Algunas personas ven y oyen cosas que otros no ven ni oyen... ignoramos por qué, y nueve de cada diez no desean verlas ni oírlas y están convencidos de que sufren alucinación... como usted. Es como la electricidad. Algunos materiales son buenos conductores, aunque nosotros hayamos estado mucho tiempo sin saberlo, teniendo que contentarnos con aceptar el hecho. Hoy en día ya lo sabemos. Y sin embargo, algún día sabremos por qué oyó usted el grito y la joven no. Todavía está sujeto a una ley natural, ya sabe... realmente no existe lo sobrenatural. El descubrir las leyes que gobiernan los llamados fenómenos psíquicos va a ser una ardua tarea..., pero estas pequeñeces ayudan.

—Pero, ¿qué voy a hacer yo? —preguntó Jack.

Lavington rió entre dientes.

—Ya veo que es usted práctico. Bien, amigo mío, ahora va usted a desayunar y luego irá a la ciudad sin preocuparse más por cosas que no entiende. Yo, por mi parte, voy a echar un vistazo para ver lo que descubro con respecto a esa casita. Juraría que es ahí donde se centra el misterio.

Jack se puso en pie.

—Cierto, señor. Ya me voy, pero le aseguro...

—Siga...

Jack enrojeció violentamente.

—...que la muchacha no miente —musitó.

Lavington parecía divertido.

—¡No me diga que era bonita! Bueno, anímese. Creo que el misterio empezó mucho antes de que ella naciera.

Jack llegó aquella noche al hotel enfermo de curiosidad. Ahora confiaba ciegamente en Lavington. El médico había aceptado el caso sin la menor extrañeza y con tal naturalidad que Jack quedó impresionado.

Cuando bajó a cenar encontró a su nuevo amigo aguardándole en el vestíbulo y le sugirió que compartieran la misma mesa.

—¿Alguna noticia? —-le preguntó Jack con ansiedad.

—He averiguado toda la historia de la Casa de los Brezos. Primero fue alquilada por un viejo jardinero y su esposa. Él murió y su esposa fue a vivir con su hija. Luego la ocupó un constructor que la modernizó con gran éxito, vendiéndola a un caballero de la ciudad que solía ocuparla los fines de semana. Hará cosa de un año fue vendida a un matrimonio llamado Turner. Por lo que parece, una pareja bastante curiosa, y muy hermosa y exótica. Llevaban una vida muy tranquila, sin ver a nadie y apenas salían al jardín. El rumor que circulaba por aquí es que tenían miedo de algo... pero no creo que debamos darle crédito. Y de pronto un buen día se marcharon a primeras horas de la mañana y no volvieron a verles. Sus agentes recibieron una carta del señor Turner escrita desde Londres, en la que les daba instrucciones para que vendieran la casita lo más rápidamente posible. Vendieron los muebles, y la casa pasó a ser propiedad de un tal señor Mauleverer, que solo vivió en ella quince días... y luego puso un anuncio alquilándola amueblada. Las personas que ahora la habitan son un profesor de francés tuberculoso y su hija. Llevan en ella sólo diez días.

Jack recibió estas noticias en silencio.

—No creo que con eso adelantemos mucho —dijo al fin—. ¿Qué opina usted?

—Quiero que sepa alguna cosa más de los Turner —continuó Lavington sin inmutarse—. Se marcharon una mañana muy temprano, recuerde. Y por lo que he podido averiguar nadie les vio marchar. Al señor Turner le han vuelto a ver... pero no he conseguido todavía encontrar a nadie que haya visto a la señora Turner.

Jack palideció.

—No es posible... no querrá usted insinuar...

—No se excite, jovencito. La influencia de cualquier persona en peligro de muerte... y especialmente de muerte violenta... es muy fuerte en el ambiente que la rodea. Estos alrededores pudieran haber absorbido esa influencia transmitiéndola por turno a un receptor conveniente... en este caso, usted.

—Pero, ¿por qué yo? —murmuró Jack rebelándose—. ¿Por qué no a otro que pudiera hacer algún bien?

—Usted considera esa fuerza inteligente e intencionada, en vez de ciega y mecánica. Yo no creo en las almas en pena buscando un punto con un propósito especial. Pero lo que sí he visto, una vez y otra, tantas que apenas puedo considerarlo pura coincidencia, es una especie de tentativa ciega a que se haga justicia... un movimiento subterráneo de fuerzas ciegas trabajando siempre y oscuramente hacia el fin.

Se irguió... como para apartar alguna obsesión que le preocupara, y luego volvióse a Jack con una sonrisa.

—Dejemos este tema... por lo menos por esta noche —le sugirió.

Jack se avino a ello con prontitud, pero no consiguió apartarlo de su memoria.

Durante el fin de semana estuvo haciendo averiguaciones por su cuenta, sin descubrir más que lo que ya sabía por el doctor. Definitivamente había dejado de jugar al golf antes del desayuno.

El siguiente eslabón de la cadena tomó forma inesperadamente. Al regresar al hotel uno de aquellos días, Jack fue advertido de que le esperaba una joven, y ante su enorme sorpresa resultó ser la del jardín... la joven-flor, como la llamaba él interiormente. Estaba muy nerviosa y aturdida.

—Usted me perdonará, monsieur, por venir a verle de esta manera. Pero hay algo que debo decirle... yo...

Miró indecisa a su alrededor.

—Entremos aquí —dijo Jack con presteza acompañándola al salón del hotel que entonces estaba desierto—. Ahora siéntese, señorita... señorita...

—Marchaud, monsieur. Felisa Marchaud.

—Siéntese, mademoiselle Marchaud y cuéntemelo todo.

Felisa tomó asiento. Vestía de verde oscuro y la hermosura y donaire de su pequeño rostro era más evidente que nunca. El corazón de Jack latió más de prisa al sentarse junto a ella.

—Es lo siguiente —explicó Felisa—. Llevamos aquí poco tiempo, y desde el principio nos dimos cuenta de que nuestra casa... nuestra encantadora casita... está encantada. Ninguna criada quiere quedarse en ella. Eso no me importa mucho, sé hacer las labores de la casa y guiso bastante bien.

«Qué ángel», pensó el enamorado joven. «Eres maravillosa.» Pero procuró conservar un aire atento y grave.

—Esas historias de fantasmas creo que son tonterías... mejor dicho, lo creí hasta hace cuatro días. Monsieur, desde hace cuatro noches tengo el mismo sueño. Se me aparece una dama... hermosa, alta y muy rubia... con un jarrón azul de porcelana entre las manos. Está triste... muy triste y continuamente tiende el jarrón hacia mí como implorándome que haga algo con él. ¡Pero cielos! No habla... y yo... yo no sé lo que me pide. Ése fue mi sueño las dos primeras noches..., pero la noche antepasada hubo algo más. La dama y el jarro desaparecieron de pronto y oí su voz que gritaba... Yo sé que es su voz, ¿comprende? Y ¡oh!, monsieur, sus palabras fueron las mismas que usted pronunció aquella mañana: «¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!» Me desperté aterrorizada, diciéndome a mí misma... es una pesadilla, esas palabras que has oído son una casualidad. Pero anoche volví a oírlas. Monsieur, ¿qué es esto? Usted también las ha oído. ¿Qué vamos hacer?

Felisa estaba aterrorizada y sus manitas se entrelazaron mientras miraba a Jack con ojos suplicantes. El joven procuró aparentar una indiferencia que no sentía.

—Está bien, mademoiselle Marchaud. No debe preocuparse. Yo le diré lo que me gustaría que hiciese, si no le importa. Repetir toda esa historia a un amigo mío que se hospeda aquí, el doctor Lavington.

Felisa se mostró dispuesta a seguir el consejo y Jack fue a buscar a Lavington volviendo con él a los pocos minutos.

Lavington dirigió una mirada escrutadora a la joven, mientras Jack se apresuraba a efectuar las presentaciones. La tranquilizó con pocas palabras y escuchó con toda atención su relato.

—Muy curioso —dijo cuando hubo terminado—. ¿Se lo ha contado a su padre?

—No he querido preocuparle. Todavía está muy enfermo... —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Y procuro ocultarle todo lo que pudiera excitarle e inquietarle.

—Comprendo —dijo Lavington amablemente—. Y celebro que haya acudido a nosotros. El amigo Hartington, aquí presente, tuvo una experiencia muy similar. Creo que ahora estamos sobre la pista. ¿No recuerda nada más?

—¡Pues claro! Qué tonta soy. Es la base de toda la historia. Mire, monsieur, lo que encontré en uno los armarios, caído detrás de un estante.

Y le alargó un pedazo de papel de dibujo ya sucio, en el que aparecía pintado a la acuarela el boceto de una figura de mujer. Estaba muy mal hecho, pero el parecido era bastante bueno. Representaba una mujer alta y rubia de rostro extranjero, de pie junto a una mesa en la que había un jarro azul.

—Lo encontré esta mañana —explicó Felisa—. Monsieur le docteur, ésta es la mujer que vi en sueños, y el jarrón azul era idéntico a éste.

—Extraordinario —comentó Lavington—. La clave de este misterio es evidentemente el jarrón azul. Parece de porcelana china, y muy antiguo. Tiene un dibujo muy curioso.

—Es chino —declaró Jack—. He visto uno exactamente igual en la colección de mi tío..., ¿sabe?, es un gran coleccionista de porcelanas chinas, y recuerdo haber visto un jarrón igual a éste no hace mucho.

—El jarrón chino —repitió Lavington quedando por unos instantes perdido en sus pensamientos, Al fin alzó la cabeza con una extraña luz en su mirada—. Hartington, ¿cuánto tiempo hace que su tío tiene ese jarrón?

—¿Cuánto tiempo? Pues no lo sé.

—Piense. ¿Lo ha adquirido últimamente?

—No sé... sí, ahora que lo pienso, creo que sí. A mí no me interesan las porcelanas, pero recuerdo que cuando me enseñó sus recientes adquisiciones este jarrón estaba entre ellas.

—¿Hará menos de dos meses? Los Turner abandonaron la Casa de los Brezos hace sólo un par de meses.

—Sí, creo que sí.

—¿Su tío asiste a las subastas locales?

—Siempre acude a todas.

—Entonces, no es improbable suponer que adquiriera esa pieza en la subasta de los Turner. Una coincidencia curiosa... o tal vez lo que yo llamo la fuerza ciega de la justicia. Hartington, debe usted averiguar en seguida dónde adquirió su tío ese jarrón.

—Me temo que sea imposible —replicó Jack—. Tío Jorge ha marchado al Continente y ni siquiera sé dónde escribirle.

—¿Cuánto tiempo estará ausente?

—De tres semanas a un mes, por lo menos.

Hubo un silencio durante el cual Felisa miró ingenua a los hombres.

—¿Es que no vamos a poder hacer nada? —preguntó tímidamente.

—Sí, hay una cosa —dijo Lavington conteniendo su excitación—. Quizá sea poco corriente, pero creo que dará resultado. Hartington, tiene usted que conseguir ese jarrón. Tráigalo aquí, y si mademoiselle lo permite, pasaremos una noche en la Casa de los Brezos con el jarrón.

Jack se estremeció.

—¿Qué cree usted que ocurrirá? —preguntó intranquilo.

—No tengo la menor idea..., pero creo sinceramente que el misterio quedará aclarado y el fantasma descansará. Es muy posible que ese jarrón tenga un doble fondo en el que se oculte algo. Si no ocurriera nada, deberemos hacer uso de nuestro ingenio.

Felisa entrelazó las manos.

—Es una idea estupenda —exclamó.

Sus ojos brillaban de entusiasmo. Jack no sentía lo mismo... en realidad estaba acobardado, aunque por nada del mundo lo hubiera admitido ante Felisa. El médico actuaba como si su sugerencia fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Cuándo podrá conseguir el jarrón? —preguntóle Felisa volviéndose hacia él.

—Mañana —replicó el joven de mala gana.

Tenía que acabar de una vez con aquello, pues aquel agonizante gritó de socorro que oyera cada mañana, era algo que había que desterrar para siempre y no volver a pensar en ello más de lo que fuese preciso.

Al día siguiente por la tarde fue a casa de su tío para llevarse el jarrón en cuestión. Estaba más convencido que nunca al verlo de nuevo, que era exactamente igual al de la acuarela, pero por más que lo miró no pudo descubrir que ocultara algún secreto.

Eran las once de la noche cuando él y Lavington llegaron a la Casa de los Brezos. Felisa les estaba esperando y les abrió la puerta antes de que llamaran.

—Pasen —les susurró—. Mi padre está durmiendo arriba y no debemos despertarle. Les he preparado un poco de café.

Les condujo a una pequeña salita muy coquetona, donde les sirvió unas tazas de café muy oloroso.

Luego Jack desenvolvió el jarrón azul y Felisa contuvo el aliento al verlo.

—Pues sí, pues sí —exclamó excitada—. Éste es..., lo reconocería en cualquier parte.

Mientras tanto, Lavington estaba haciendo sus preparativos. Quitó todos los adornos de una pequeña mesita que colocó en el centro de la habitación y a su alrededor puso tres sillas. Luego, cogiendo el jarrón azul de manos de Jack, lo situó en medio de la mesita.

Los otros le obedecieron, y la voz de Lavington volvió a oírse en la oscuridad.

—No piensen en nada... o en todo. No fuercen el cerebro. Es posible que uno de nosotros tenga facultades de médium. De ser así, entrará en trance. Recuerden que no hay nada que temer. Alejen todo el temor de sus corazones y déjense llevar..., déjense llevar.

Su voz se fue apagando y se hizo el silencio. Minuto a minuto aquel silencio parecía más cargado de posibilidades. Era muy fácil decir: «Alejen sus temores». No era miedo lo que sentía Jack... sino pánico. Y estaba seguro de que a Felisa le ocurría lo mismo.

De pronto oyó su voz diciendo aterrada:

—Va a ocurrir algo terrible. Lo presiento.

—Aleje su miedo —dijo Lavington—. No luche contra la influencia.

La oscuridad pareció hacerse más densa y el silencio más absoluto mientras se percibía cada vez más, una indefinible sensación de amenaza.

Jack sintió que se ahogaba... que le faltaba la respiración... que lo que fuera estaba muy cerca.

Y luego el momento de apuro pasó. Sintió que era arrastrado por una corriente... y sus párpados se cerraron... sólo había paz... y oscuridad...

Jack removióse inquieto. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo. ¿Dónde estaba?

Luz de sol..., pájaro... Estaba tendido de cara al cielo.

Y de pronto le recordó todo. La salita. Felisa y el médico. ¿Qué había ocurrido?

Se incorporó, la cabeza le dolía terriblemente y miró a su alrededor. Estaba tendido en la pendiente no lejos de la casita. No vio a nadie. Extrajo su reloj viendo con sorpresa que eran las once y media. Jack se puso en pie echando a correr hacia la casita, tan de prisa como le fue posible. Debieron alarmarse por su tardanza en volver del trance y le habrían sacado al aire libre.

Al llegar a la pequeña casa llamó a la puerta, pero nadie respondió ni vio señales de vida. Debían haber ido en busca de ayuda. O de otro modo... Jack sintió que le invadía un nuevo temor. ¿Qué habría ocurrido la noche pasada?

Apresuróse a regresar al hotel y se disponía a realizar algunos averiguaciones en la administración, cuando le propinaron un terrible puñetazo en los ríñones que casi le hace caer al suelo. Al volverse, indignado, tropezó con un anciano de cabellos blancos que le contemplaba sumamente regocijado.

—¿No me esperabas, muchacho? No me esperabas, ¿eh? —dijo aquel individuo.

—Vaya, tío Jorge. Te creía a muchos kilómetros de distancia... en cualquier lugar de Italia.

—¡Ah!, pero no lo estaba. Desembarqué en Dover anoche, y pensé que podía ir en coche hasta la ciudad y de paso verte. Y lo he descubierto. ¿Toda la noche de juerga, eh? Bonito comportamiento.

—Tío Jorge —Jack le detuvo con firmeza—. Tengo que contarte una historia extraordinaria. Y me atrevo a asegurar que no vas a creerme.

Y le relató todo lo sucedido.

— Dios sabe lo que ha sido de ellos —terminó.

Su tío parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía.

—El jarrón —consiguió decir al fin—. ¡El jarrón azul! ¿Qué ha sido de él?

Jack le miró sin comprender, pero al oír el torrente de palabras que siguieron, empezó a atar cabos.

—Ming... único... la perla de mi colección... por lo menos vale diez mil libras... las ofrecía Hoggenheimer, el millonario americano... el único en su especie en todo el mundo... Pero dime de una vez, muchacho, ¿qué has hecho del jarrón azul?

Jack corrió a la administración. Tenía que encontrar a Lavington. La encargada le recibió fríamente.

—El doctor Lavington se marchó a última hora de la noche... en automóvil. Dejó una nota para usted.

Jack rasgó el sobre. Su contenido era breve y conciso:

Mi querido y joven amigo: ¿Ha pasado ya la época de lo sobrenatural? No del todo... especialmente cuando se presenta con cierto lenguaje científico. Muchos recuerdos de Felisa, su padre inválido y míos. Tenemos doce horas de ventaja, que son más que suficientes. Suyo siempre,

Ambrosio Lavington, Médico del Espíritu.





9.- EL EXTRAÑO CASO DE SIR ARTHUR CARMICHAEL



(Tomado de las notas del difunto doctor Edward Carstairs, eminente psicólogo)



Sé que hay dos modos distintos de considerar los trágicos sucesos que narro. Pero también una cosa es cierta: jamás he titubeado en cuanto a su veracidad. Quizá por eso me decidí a escribir la historia completa de tan raros e inexplicables hechos, con el fin de que no se perdieran en el olvido.

Un telegrama de mi amigo el doctor Settle, me puso en contacto con este asunto. Salvo el nombre de Carmichael, el resto del telegrama me fue indiferente. Sin embargo, a las 12.20 subí al tren de Paddington a Wolden, en Hertfordshire.

Había conocido superficialmente al difunto sir William Carmichael, de Wolden, y si bien no tuve noticias de él en los últimos once años, le sabía padre del actual baronet, joven de unos veintitrés años. Vagamente recordé rumores oídos acerca del segundo matrimonio de sir William. Éstos no lograron atravesar la cortina del olvido, aunque sí emitieron sensaciones desfavorables para la segunda lady Carmichael.

Settle me recibió en la estación.

-Celebro que haya venido -fueron sus palabras mientras estrechaba mi mano. 

-Gracias. Supongo que se trata de algo relacionado con mi especialidad. 

-No del todo. 

-¿Un caso mental, entonces, con síntomas especiales?

Habíamos recogido mi equipaje, y sentados en una calesa nos alejábamos de la estación hacia Wolden, a unas tres millas de distancia. Settle tardó algunos minutos en contestarme:

-¡Es algo incomprensible! Se trata de un joven de veintitrés años, normal en todos los aspectos. Un muchacho agradable y simpático sin más peros que su vanidad. Quizá no sea un brillante intelectual, pero sí un tipo excelente. Una noche se acuesta pletórico de salud, y a la mañana siguiente lo encuentran que vaga idiotizado por el pueblo, incapaz de reconocer a sus familiares más queridos.

-¡Ah! -exclamé, animado ante un caso que prometía ser interesante-. ¿Pérdida de memoria? ¿Cuándo sucedió?

-Ayer por la mañana, nueve de agosto. 

-¿Y no ha sufrido ningún percance que explique su trastorno? 

-No.

Tuve una repentina sospecha. 

-¿Se retiene usted algo?

-No... no.

Su vacilación confirmó mi sospecha. 

-Debo saberlo todo. 

-No guarda relación con Arthur. En realidad se trata de la casa.

-¿De la casa? -repetí estupefacto.

-Usted ha tratado mucho esa clase de cosas, ¿verdad, Carstairs? Usted conoce bien el asunto de las casas encantadas. ¿Qué opinión le merece?

-De cada diez casos, nueve son supercherías. El décimo... suele ser un fenómeno inexplicable. Yo creo en las ciencias ocultas.

Settle asintió con la cabeza. En aquel momento rodeábamos las verjas del parque. Entonces me señaló con un látigo una blanca mansión al pie de la colina.

-Ahí tiene la casa. En ella existe algo pavoroso... horrible. Todos lo "sentimos". Créame, no soy hombre supersticioso.

-¿Qué forma adopta?

Me miró de frente.

-Prefiero que no sepa nada. Usted ignora su naturaleza; esperemos a comprobar si lo advierte también.

-Conforme. Bien, hábleme de la familia.

-Sir William se casó dos veces. Arthur es el hijo de su primera esposa. La actual lady Carmichael es algo misteriosa. Sólo es medio inglesa y sospecho que su otra mitad es asiática.

-Settle, a usted no le gusta lady Carmichael.

Lo admitió.

-No, no me gusta. Siempre me ha parecido rodeada de una atmósfera siniestra. De este segundo matrimonio nació otro hijo, que cuenta ahora ocho años. Sir William falleció hace tres años y Arthur heredó el título y la casa. Su madrastra y hermano continuaron con él en Wolden. Debo decirle que la heredad está muy empobrecida. Casi toda la renta de sir Arthur se va en mantenerla. Lady Carmichael percibe un vitalicio de unos cientos de libras al año como única herencia. Por fortuna para ella, siempre se ha llevado muy bien con Arthur, y éste se alegró de que siguiera en la casa. Ahora bien...

-Continúe.

-Hace dos meses Arthur se puso en relaciones con una encantadora muchacha, la señorita Phyllis Patterson -su voz emitió vibraciones de emoción-. Iban a casarse el próximo mes. Ella está aquí ahora. Imagínese su dolor.

Incliné la cabeza en silenciosa comprensión. Ya cerca de la casa, contemplé a nuestra derecha el verde prado en declive. De repente, vi un cuadro maravilloso. Una joven cruzaba lentamente el prado hacia la casa. No lucía sombrero y la luz del sol arrancaba destellos de su pelo dorado. Miré a Settle.

-Es la señorita Patterson -explicó. 

-Pobrecilla -dije-. ¡Qué cuadro más bello forma con las rosas y su gato gris!

Al oír un amortiguado sonido, miré rápidamente a mi amigo. Las riendas se habían deslizado de sus dedos y su rostro aparecía blanco como el papel. 

-¿Qué ocurre? -exclamé.

Le vi esforzarse en recuperar la normalidad, pero no me contestó.

Instantes después le seguía al interior de un salón verde, donde estaba servido el té.

Una mujer de mediana edad, aún bella, se levantó al vernos con las manos extendidas.

-Le presento a mi amigo el doctor Carstairs, lady Carmichael. 

No sé explicar la instintiva repulsión que sentí cuando tomé la mano que me ofrecía aquella encantadora y robusta mujer, cuyos movimientos tenían la suave gracia oriental, y esto me hizo recordar las palabras de Settle sobre su medio origen.

-Ha sido muy amable al venir, doctor Carstairs -dijo con voz baja y musical-. Espero que nos ayude a resolver nuestro gran problema.

Formulé una respuesta trivial y ella me sirvió el té.

Al poco rato la joven que había visto en el prado penetró en la estancia. El gato ya no la seguía, pero sí llevaba el cesto lleno de rosas en la mano. Settle nos presentó.

-El doctor Settle nos ha hablado mucho de usted -dijo la joven-. Tengo la seguridad de que hará algo por el pobre Arthur.

Ciertamente, la señorita Patterson era una joven encantadora, pese a la palidez de sus mejillas y a los círculos oscuros que enmascaraban sus límpidos ojos.

-Mi querida señorita, no desespere. La pérdida de memoria, o la aparición de una segunda personalidad, a menudo, es de corta duración. En cualquier momento el paciente puede recuperar la totalidad de sus facultades.

Ella denegó con la cabeza.

-No creo en una segunda personalidad. Arthur ha dejado de ser él y carece ahora de personalidad. Yo...

-Phyllis, querida -interrumpió lady Carmichael-. Te sirvo el té.

Algo en la expresión de sus ojos me gritó que no sentía ningún amor hacia su futura nuera.

La señorita Patterson rechazó el té y yo traté de reanimar la conversación.

-¿No tomará el gatito un tazón de leche?

Ella me miró de un modo raro.

-¿El... gatito?

-Sí, su compañero de hace unos momentos en el jardín.

Fue interrumpido por un chasquido, lady Carmichael había volcado la tetera y el agua caliente se derramaba por el suelo. Phyllis Patterson miró interrogativamente a Settle. Éste se puso en pie.

-¿Quiere visitar a su paciente ahora, Carstairs? 

Lo seguí. La señorita Patterson vino con nosotros. Settle se sacó una llave del bolsillo.

-A veces le acomete el deseo irrefrenable de vagar por ahí -explicó-. Por eso cierro con llave la puerta cuando me ausento de la casa. 

Al fin entramos en la habitación. Un joven permanecía junto a la ventana, donde los últimos rayos solares esparcían su amarilla tonalidad de los atardeceres. Se hallaba curiosamente inmóvil, encogido, y con todos sus músculos relajados. Supuse que no había advertido nuestra presencia, hasta que, de repente, vi sus ojos al acecho. Al cruzarse nuestras miradas, desvió sus pupilas y parpadeó, si bien continuó inmóvil.

-Arthur -dijo Settle-. La señorita Patterson es amiga mía y ha venido a verle.

La respuesta fue un nuevo parpadeo. No obstante, segundos después nos miraba otra vez con la misma furtiva insistencia.

-¿Quiere su té? -preguntó Settle, con voz alta y ansiosa, como si hablase a un niño.

Entonces puso en la mesa una taza llena de leche. Yo le miré sorprendido y él me sonrió. 

-La única cosa que acepta es la leche. 

Sin prisas, sir Arthur descompuso su posición acurrucada, y caminó lentamente hacia la mesa. Advertí que sus movimientos eran silenciosos: sus pies no hacían ruido alguno al pisar. Cuando llegó a la mesa se desperezó extendiendo cuanto pudo una pierna hacia delante y la otra hacia atrás. Luego bostezó. Jamás he contemplado un bostezo semejante. Su cara pareció convertirse toda ella en boca abierta.

Luego observó la leche, y se inclinó hasta que sus labios tocaron el líquido.

Settle contestó a mi mudo interrogante:

-No utiliza las manos en absoluto. Es como si hubiera vuelto al estado primitivo. Raro, ¿verdad?

Phyllis Patterson se estremecía a mi lado, y yo coloqué mi mano en su brazo para animarla.

Cuando se hubo acabado la leche, Arthur Carmichael volvió a desperezarse y, luego, con los mismos silenciosos pasos, regresó a su asiento de la ventana, donde se acomodó tan encogido como antes, mientras parpadeaba al mirarnos.

La señorita Patterson temblaba cuando salimos al pasillo.

-Doctor Carstairs -casi sollozó-. No es él... esa cosa. ¡Dentro de ella no está Arthur!

Denegué con la cabeza.

-El cerebro puede jugar malas pasadas, señorita Patterson.

Confieso que me sentí intrigado con el caso. Presentaba aspectos poco corrientes. Si bien era la primera vez que veía al joven Carmichael, algo en su peculiar modo de andar y en cómo parpadeaba, me recordó a alguien o a alguna cosa que no supe identificar.

Aquella noche la cena transcurrió en silencio, salvo los intentos de conversación hechos por lady Carmichael y yo. Cuando las señoras se hubieron retirado, Settle me preguntó qué pensaba de mi anfitriona.

-Ignoro por qué causa o razón me disgusta intensamente -dije-. Usted está en lo cierto, tiene sangre oriental y yo diría que domina algunos poderes ocultos. Es una mujer de extraordinaria fuerza magnética. 

Settle pareció a punto de decir algo, pero se contuvo, y, al cabo, me informó:

-Está absolutamente dedicada a su hijito.

Nos trasladamos al salón verde, donde tomamos el café y mientras conversábamos sobre los tópicos del día, el gato empezó a maullar lastimeramente al otro lado de la puerta, como si quisiera entrar. Nadie hizo caso, salvo yo que inducido por mi afición a los animales, me levanté.

-¿Puedo hacer que entre? -pregunté a lady Carmichael.

Su rostro había palidecido. El vago movimiento de su cabeza fue interpretado por mí como asentimiento, y, encaminándome a la puerta, la abrí. El pasillo estaba desierto.

-¡Qué raro! -exclamé-. Hubiera jurado que oí un gato.

Cuando regresé a mi silla todos me observaron intensamente. Esto me hizo sentirme sumamente incómodo.

Al despedirnos, Settle me acompañó hasta mi dormitorio.

-¿Tiene cuanto precisa? -me preguntó, mirando a su alrededor.

-Sí, gracias.

Aún se entretuvo como si hubiese algo que deseara decirme; si bien era manifiesta su falta de decisión.

-Me habló usted de algo pavoroso que había en la casa -le recordé-. No obstante, me parece normal.

-¿La considera usted una casa alegre?

-Ciertamente no, aunque sólo se debe a las circunstancias. Es obvio que está sumida en la sombra de un gran dolor. Sin embargo, en cuanto a influencias anormales, le concedería certificado de salud.

-Buenas noches -se despidió Settle-. Le deseo agradables sueños.

Y soñé. El gato gris de la señorita Patterson parecía impreso en mi cerebro. Toda la noche el madito animal estuvo como único dueño y señor en mis sueños.

Me desperté sobresaltado y entonces comprendí porqué el gato se hallaba incrustado en mis pensamientos. Maullaba persistente al otro lado de la puerta. Así me era imposible conciliar el sueño. Encendí una vela y me encaminé a la puerta. El pasillo estaba desierto, pero los maullidos seguían oyéndose. Supuse que el desgraciado animal se hallaba encerrado en alguna parte, incapaz de salir. Hacia la izquierda se veía el final del pasillo, con la puerta del dormitorio de lady Carmichael. Me dirigí a la derecha y apenas había recorrido unos pasos, cuando los maullidos se produjeron detrás de mí. Me giré bruscamente y entonces volví a oírlos detrás de mí, a la derecha.

Algo, quizás una corriente de aire, me hizo estremecer y regresé a mi alcoba. Pero entonces el silencio se enseñoreó de la noche y pude dormirme. Desperté en un esplendoroso día de verano.

Mientras me vestía vi desde la ventana al causante de mi desazón nocturna. El gato gris se deslizaba lenta y cautelosamente por el prado. Imaginé que su objeto de ataque sería una bandada de pájaros no lejos de él.

Entonces sucedió algo muy curioso. El gato pasó por entre los pájaros casi tocándolos. Éstos no volaron. ¡Incomprensible!

Tanto me impresionó el suceso que a la hora del desayuno lo comenté.

-Lady Carmichael -dije-. Su gato es un ejemplar único.

El rápido tintineo de una taza sobre un platito me obligó a mirar a Phyllis Patterson, cuyos labios entreabiertos denotaban ansiedad.

Siguió un momento de silencio, hasta que lady Carmichael me contestó casi desagradablemente: 

-Temo que sufre un error. No hay ninguno aquí. Nunca tuve un gato.

Comprendí mi inoportunidad y cambié de tema.

Sin embargo, aquel asunto me tenía intrigado. ¿Por qué lady Carmichael afirmaba que nunca había tenido un gato en la casa? ¿Era entonces de la señorita Patterson y su presencia se mantenía oculta a la dueña? Quizá lady Carmichael profesase una de esas antipatía a los gatos, tan frecuentes hoy. Pero semejante explicación no era convincente. Ahora bien, no disponía de otra y tuve que contentarme de momento con ella.

El enfermo se hallaba en el mismo estado. Le hice un examen a fondo y pude observarlo mejor que la noche anterior. Sugerí que estuviera el mayor tiempo posible con la familia. Con ello esperaba tener mejor oportunidad de estudiarlo en sus momentos de abandono, y quizá la rutina de todos los días despertase algún destello de su inteligencia. Sin embargo, sus modales no sufrieron alteración. Mostrábase pacífico, dócil, ausente, si bien ejercía una intensa y astuta vigilancia. Una cosa me sorprendió sobremanera: su afecto a lady Carmichael. Ignoraba por completo a la señorita Patterson, y siempre se las arreglaba para sentarse lo más cerca posible de su madrastra. Una vez le vi frotar la cabeza contra el hombro de ella en muda expresión de amor.

Me preocupó. Tenía que haber una explicación para todo aquello.

-Es un caso muy extraño -dije a Settle.

-Sí -contestó-. Es muy... sugestivo.

Me miró furtivamente y, luego, preguntó:

- Dígame, ¿no le recuerda nada?

Sus palabras me produjeron una sensación desagradable, al mismo tiempo que renacía mi impresión del día anterior.

-Recordarme, ¿qué? 

Movió la cabeza, desalentado.

-Quizás es pura imaginación mía -murmuró-. Sí, debe de ser eso.

Y no quiso hablar más del asunto.

Ya tenía un misterio alrededor del caso. Me hallaba obsesionado, a la vez que un sentimiento de frustración hacía mella en mí ante la imposibilidad de aclararlo. Otro caso de menor importancia lo constituía el gato gris. Por alguna razón desconocida me alteraba los nervios. Soñaba con gatos, o los imaginaba, o los oía. También solía ver a distancia el hermoso ejemplar. Y la seguridad de que había algún misterio relacionado con él me ponía frenético. Guiado de un instintivo impulso, pregunté al criado:

-¿Sabe usted algo de un gato que yo veo?

-¿Un gato, señor?

Su evidente sorpresa me desconcertó.

-¿No hubo... no hay... un gato?

-Milady tuvo un gato, señor. Era su favorito. Pero fue sacrificado. Una gran lástima, pues era un bello ejemplar.

-¿Un gato gris? -pregunté.

-Sí, señor. Un gato persa.

-¿Y dice usted que fue sacrificado?

-Sí, señor.

-¿Seguro que lo mataron?

-¡Oh, totalmente seguro, señor! Milady no lo quiso mandar al veterinario... lo mató ella misma hace cosa de una semana. Está enterrado debajo del abedul, señor.

El criado salió de la estancia, dejándome sumido en meditaciones.

¿Por qué afirmó tan rotundamente lady Carmichael que jamás había tenido un gato?

Intuí que en tan banal asunto había algo muy significativo. Busqué a Settle y me lo llevé aparte.

-Settle, quiero hacerle una pregunta. ¿Ha visto u oído un gato en esta casa?

No demostró sorpresa ante la pregunta. Más bien parecía aguardarla.

-Lo he oído, pero no lo he visto.

-Sin embargo, el primer día estaba en el prado, con la señorita Patterson.

Me miró fijamente.

-Vi a la señorita caminando por el césped. Nada más.

Empecé a comprender.

-Entonces el gato...

Asintió.

-Quería probar si usted, libre de perjuicios, lo oía como nosotros.

-Así, ¿lo oyen todos?

Asintió de nuevo.

-Es raro -murmuró ,pensativo-. Jamás supe de un gato que encantase un lugar.

Le conté lo que había sabido por el lacayo y él se sorprendió.

-Pero, ¿qué significa? -pregunté desorientado. 

Sacudió la cabeza.

-¿Quién lo sabe? Carstairs, la verdad es que tengo miedo. El grito de ese animal suena amenazador.

-¿Amenazador? -pregunté-. ¿Para quién?

Extendió sus manos.

-Lo ignoro.

Después de la cena comprendí el significado de sus palabras. Nos hallábamos sentados en el salón verde, como en la noche de mi llegada, cuando se oyó de nuevo el insistente maullido al otro lado de la puerta. Pero esta vez, inconfundiblemente, había enfado en su tono. Maulló fiero y amenazador. Luego, al cesar, el pomo exterior de la puerta fue tocado violentamente, por lo que me pareció, inconfundible, la zarpa de un gato.

Settle, alarmado, gritó:

-¡Juraría que es real!

Se precipitó a la puerta y la abrió de par en par.

Allí no había nada.

Regresó secándose la frente. Phyllis estaba pálida y temblorosa y lady Carmichael intensamente pálida. Sólo Arthur, acuclillado y satisfecho como un chiquillo, mantenía la cabeza sobre las rodillas de su madrastra, tranquilo.

La señorita Patterson colocó su mano sobre mi brazo y nos fuimos arriba.

-¡Doctor! -exclamó-. ¿Qué es ello? ¿Qué significa?

-No podemos saberlo aún, mi querida señorita. No obstante, quiero averiguarlo. No tema, estoy convencido de que no existe peligro alguno para usted.

Ella me miró dubitativa.

-¿Está seguro?

-Sí -repuse con firmeza.

Y esta seguridad me la dio el recuerdo del modo amoroso con que el gato se había frotado en sus pies. Sin duda, la amenaza no era para ella.

Después de interminables intentos, logré conciliar un intranquilo sueño del que me desperté sobresaltado. Oí un ruido como si algo fuera violentamente rasgado o roto. Salté del lecho y me precipité al pasillo. Settle apareció en la puerta de su habitación. El sonido procedía de nuestra izquierda.

-¿Lo oye, Carstairs? ¿Lo oye?

Corrimos a la puerta de lady Carmichael. Nada se cruzó con nosotros y, sin embargo, el ruido había cesado. Nuestras velas se reflejaron blanquecinas en los brillantes paneles de la puerta de lady Carmichael. Nos miramos.

-¿Sabe lo que era? -me susurró.

Asentí.

-Las zarpas de un gato que rompía o arañaba algo -me estremecí a su solo recuerdo.

Con repentina exclamación, bajé la candela que aguantaba.

-¡Mire aquí, Settle!

Una silla junto a la pared mostraba su asiento rasgado y roto a largas tiras.

La examinamos detenidamente. Settle me miró preocupado.

-¡Zarpas de gato! -exclamó con el aliento contenido-. Son inconfundibles -sus ojos se trasladaron de la silla a la puerta cerrada-. Ahí está la persona amenazada. ¡lady Carmichael!

Ya no pude conciliar el sueño. Las cosas se hallaban en un estado que exigía acción inmediata. En cuanto me era dable intuir, sólo una persona tenía la clave de la situación. Sospeché que lady Carmichael sabía mucho más de cuanto había dicho.

Observé su mortal palidez a la mañana siguiente, mientras jugueteaba con la comida en su plato. Después del desayuno le rogué un aparte. No me anduve por las ramas.

-Lady Carmichael, tengo motivos para creer que se halla en grave peligro

-¿De veras? -contestó con maravillosa indiferencia.

-Aquí existe una "cosa", una "presencia"... evidentemente hostil a usted.

-¡Qué tontería! -murmuró-. No creo en esa clase de idioteces.

-La silla junto a su puerta fue rasgada en tiras anoche.

-¿Y bien?

Levanté las cejas con fingida sorpresa, pues comprendí que no le había dicho nada que ignorase.

Ella continuó:

-Alguna broma estúpida, imagino.

-No fue una broma -repliqué-. Será mejor que me diga por su propio bien... -me detuve.

-¿Que le diga qué? -inquirió.

-Todo cuanto pueda echar luz sobre este asunto -repuse gravemente.

Se rió antes de decirme:

-No sé nada. Absolutamente nada.

Ninguna de mis advertencias logró inducirla a que me revelase algo. No obstante, seguí convencido de que sabía mucho más que cualquiera de nosotros, y que poseía la clave del asunto, cosa que los demás ignorábamos.

Pese a su tozudez adopté cuantas precauciones pude, convencido de que ella se encontraba en un grave e inminente peligro. Antes de que lady Carmichael se retirarse a su dormitorio aquella noche, Settle y yo lo registramos minuciosamente. Después decidimos hacer guardia en el pasillo.

Me tocó el primer turno, que pasó sin incidente alguno. A las tres, Settle me relevó. Me sentía cansado tras de una noche en vela y me dormí en seguida. Tuve un sueño muy curioso.

Soñé que un gato gris se hallaba sentado a los pies de mi cama y que sus ojos permanecían fijos en los míos, en triste súplica. Luego, con la facilidad de los sueños, supe su deseo de que lo siguiera. Y así lo hice. Me condujo por una gran escalera al otro lado de la casa y pronto nos hallábamos en lo que, evidentemente, era la biblioteca. Se detuvo y levantó sus patas delanteras hasta descansarlas en el primer estante de libros. Luego repitió aquella mirada de súplica.

El gato y la librería se esfumaron y me desperté para hallarme en una soleada mañana.

La vigilancia de Settle transcurrió también sin incidente alguno. Entonces le rogué que me llevase a la biblioteca. Esta coincidió en todos los detalles con mi visión, incluso señalé el sitio exacto donde el gato me había mirado tristemente por última vez.

Los dos permanecimos allí, silenciosos y perplejos. De repente se me ocurrió una idea y me agaché para leer los títulos de los libros. Así fue como observé que faltaba uno en la hilera.

-Han sacado un libro de aquí -dije a Settle.

El se agachó a mi lado.

-Mire -exclamó-. Hay un clavo en la parte de atrás que ha desprendido un fragmento del volumen que falta.

Separó cuidadosamente el trocito de papel. No tenía más que una pulgada cuadrada; pero en él había impresas dos palabras significativas: "El gato..."

-Esto me causa escalofríos -aseguró Settle-. Es algo horrible.

-Daría cualquier cosa por saber qué libro es el que falta -dije-. ¿Sabe usted si hay algún medio de averiguarlo?

-Quizá haya un catálogo. Puede ser que lady Carmichael...

Denegué con la cabeza.

-Lady Carmichael no dirá nada. 

-¿Usted cree?

-Estoy seguro de ello. Mientras nosotros navegamos por un mar de tinieblas, lady Carmichael sabe. Y por motivos que ella se sabrá, no quiere decir nada. Prefiere afrontar un riesgo cierto antes que romper su silencio.

El día pasó con esa tranquilidad que tanto se asemeja a la calma que antecede a la tormenta. No obstante, tuve la sensación de que el problema galopaba hacia su solución. Hasta entonces mi esfuerzo había resultado inútil, pero ya vislumbraba el rayo de luz que soldaría los hechos para ofrecernos el triunfo de aquella batalla entre tinieblas.

iSucedió del modo más inesperado!

Vino a nuestro encuentro cuando nos hallábamos reunidos en el saloncito verde, después de la cena. Era tal el silencio guardado allí que, incluso, un ratoncillo se atrevió a cruzar el salón, desencadenando la hecatombe.

Arthur Carmichael saltó de su silla y con el cuerpo tembloroso corrió velozmente detrás del roedor. Este halló refugio entre las tablas del friso y el joven se acuclilló, vigilante, con el cuerpo aún tembloroso por el ansia.

¡Algo horrible! Jamás he vivido un momento semejante. Allí se desvanecieron todas mis dudas en cuanto a lo que me recordaba Arthur Carmichael. Me lo revelaron sus pasos suaves y ojos al acecho. Como un rayo, la explicación ilógica, increíble, se abrió paso en mi mente. Quise rechazarla por imposible... por absurda y, no obstante, cada vez se afianzaba más y más en mi cerebro.

Apenas recuerdo lo que sucedió después. Todo parece borroso e irreal. Sé que subimos al piso superior, nos deseamos buenas noches, casi temerosos de mirarnos a los ojos, seguros de hallar confirmación a nuestros pensamientos.

Settle se colocó fuera de la habitación de lady Carmichael para hacer la primera guardia, quedando en que me llamaría a las tres de la madrugada.

En realidad cualquier temor sustentado por lo que pudiera suceder a lady Carmichael se había borrado en mí debido a la sugestión de mi fantástica, inaudita teoría. Traté de convencerme de que era imposible y, pese a ello, la seguridad de haber descubierto la verdad, tomó carta de naturaleza en todos mis razonamientos.

De repente, la quietud de la noche fue alterada por Settle que gritó, llamándome. Al precipitarme al pasillo, lo vi golpear con todas sus fuerzas la puerta de lady Carmichael.

-¡El demonio se la lleve! -gritó-. ¡Se ha encerrado con llave!

-Pero...

-¡Esta ahí dentro, hombre! ¡Con ella! ¿No lo oye?

Al otro lado de la puerta se oyó un largo maullido de furor. Y, luego, a continuación, un horrible grito seguido de otro. Reconocí la voz de lady Carmichael.

-¡Derribemos la puerta! -grité-. ¡Otro minuto y será demasiado tarde!

Colocamos nuestros hombros contra ella y apretamos con toda nuestra fuerza. De pronto cedió con un gran crujido y casi nos caímos en el interior de la habitación.

Lady Carmichael se hallaba en el lecho bañada en sangre. Raras veces he visto un espectáculo más horrible. Su corazón aún latía, pero sus heridas eran terribles, puesto que la piel de su garganta aparecía destrozada.

Lleno de temor, susurré:

-¡Son zarpas!

Un escalofrío supersticioso recorrió todo mi ser.

Curé y vendé la herida y sugerí a Settle que mantuviésemos en secreto la naturaleza de las heridas, especialmente a la señorita Patterson. Luego puse un telegrama en solicitud de que enviasen una enfermera.

El amanecer clareaba por la ventana.

-Vístase y acompáñeme -pedí a Settle-. Lady Carmichael no corre peligro ahora.

Poco después salíamos juntos al jardín.

-¿Qué piensa hacer?

-Desenterrar el cuerpo del gato -contesté-. Quiero asegurarme.

Encontré un azadón en el cobertizo de las herramientas y nos pusimos a trabajar debajo del gran abedul. No resultó ser una tarea agradable. Hacía una semana que el animal estaba muerto. Pero vi lo que deseaba.

-Aquí lo tiene -dije-. Un gato idéntico al que vi el primer día.

Settle olió aquella peste de almendras amargas aún perceptible.

-Ácido prúsico -resumió.

Asentí.

-¿Qué le sugiere? -preguntó.

-Lo que a usted.

Sabía que mis conjeturas eran compartidas por él, pues evidentemente, habían pasado también por su cerebro.

-¡Imposible! -murmuró-. ¡Imposible! -su voz pareció morir estrangulada-. El ratón de anoche... pero... ¡no, no puede ser!

-Lady Carmichael es una mujer extraña -afirmé-. Tiene poderes ocultos, hipnóticos. Sus antepasados son asiáticos. ¿Qué uso ha hecho de esos poderes en la naturaleza débil y obediente de Arthur Carmichael? Recuérdelo, Settle, si Arthur Carmichael se convierte en un imbécil permanente, aficionado a su madrastra, todo su patrimonio será de ella y... de su hijo, a quien adora según me dijo usted. ¡Y Arthur iba a casarse!

-¿Qué podemos hacer, Carstairs?

-Nada concreto -repuse-, salvo interponernos entre lady Carmichael y la venganza.

Lady Carmichael mejoraba lentamente. Sus heridas cicatrizarían, si bien las señales de aquel terrible asalto perdurarían de por vida.

Jamás me he sentido tan impotente. El poder que nos había derrotado seguía incólume. Esto me indujo a pensar en la conveniencia de que lady Carmichael, una vez suficientemente restablecida, fuese enviada lejos de Wolden. Quizás así su poder maligno perdiese efectividad.

Pasados algunos días, decidimos que el dieciocho de septiembre lady Carmichael se trasladase a otro lugar, pero la mañana del catorce sobrevino el inesperado desenlace.

Me hallaba en la biblioteca discutiendo detalles sobre el viaje de lady Carmichael con Settle, cuando una alterada sirvienta se precipitó dentro de la estancia.

-¡Oh, señor! -gritó-. ¡Venga! El señor Arthur se ha caído en el estanque. Pisó el bote y salió despedido con él, perdiendo el equilibrio. Lo vi desde la ventana.

Sin pérdida de tiempo, corrí seguido de Settle. Phyllis, que oyó las explicaciones de la criada, hizo otro tanto.

-No teman -nos gritó-. Arthur es un nadador excelente.

Sin embargo, un secreto temor aceleró mi marcha. La superficie del estanque aparecía quieta, con el bote que se deslizaba perezosamente sobre ella. De Arthur no había rastro alguno.

Settle se quitó la americana y las botas.

-Buscaré desde aquel bote -gritó-. Hágalo usted desde éste y use el remo. El estanque no es muy profundo.

Sentimos la angustia de la eternidad en una búsqueda infructuosa. Los minutos se sucedían interminables. Al fin, cuando ya desesperábamos, lo encontramos. Entonces llevamos a la orilla el cuerpo, aparentemente sin vida, de Arthur Carmichael.

Mientras viva no podré olvidar la desesperada agonía del rostro de Phyllis.

-No... no... estará... -sus labios rechazaban la temida palabra. 

-No, querida -dije-. Lo reanimaremos; no tema.

Sin embargo, yo sabía cuan débil era la esperanza. Había permanecido en el fondo del estanque demasiado tiempo. Settle se fue a la casa en busca de mantas y otras cosas necesarias, y yo empecé a aplicarle la respiración artificial.

Trabajé vigorosamente durante una hora sin percibir señales de vida. Pedí a Settle que me relevase y me reuní con Phyllis.

-Temo que sea inútil -le dije suavemente--. Arthur está más allá de toda ayuda.

La joven se quedó inmóvil un momento y, luego, de repente, se abalanzó contra el cuerpo sin vida.

-¡Arthur! -gritó desesperada-. ¡Arthur! ¡Vuelve a mí! ¡Arthur... vuelve... vuelve...!

En el silencio del jardín, su voz resonó con ecos de angustia. Algo inaudito me hizo tocar el brazo de Settle.

-¡Mire! -exclamé.

Un leve tinte de color volvía al rostro del ahogado. Entonces puse una mano sobre su corazón y capté débiles latidos.

-¡Siga con la respiración! -grité-. ¡Se recupera!

Los minutos parecieron volar. Poco después, sus ojos se abrían.

Asombrado advertí que en sus ojos había inteligencia; que eran humanos.

Luego se posaron en Phyllis.

-Hola, Phil -dijo débilmente-. ¿Eres tú? Supuse que no vendrías hasta mañana.

Ella, incapaz de articular una sola palabra, le sonrió. Sir Arthur observó los alrededores con creciente aturdimiento.

-¿Dónde estoy? ¡Qué mal me siento! ¿Qué me ocurre? Hola, doctor Settle.

-Ha estado a punto de ahogarse, eso es todo -le informó Settle.

El joven hizo una mueca.

-¿Como sucedió? ¿Es que andaba durmiendo?

Settle denegó con la cabeza.

-Debemos llevarlo a la casa -intervine, adelantando un paso.

Él me miró sorprendido, y Phyllis me presentó

-El doctor Carstairs, que pasa una temporada aquí.

Lo alzamos entre los dos y nos dirigimos a la casa. Sir Arthur, como asaltado por una idea inquietante, miró a Settle.

-Doctor, ¿eso no me fastidiará para el doce, verdad?

-¿El doce? -intervine sorprendido-. ¿Se refiere usted al doce de agosto?

-Sí; el próximo viernes.

Pero fue Settle quien repuso.

-Estamos a catorce de septiembre.

El aturdimiento de sir Arthur era evidente.

-Pero... creí que nos hallábamos a ocho de agosto. ¿He estado enfermo?

Phyllis se adelantó a responderle suavemente:

-Sí, has estado enfermo.

Él frunció el ceño.

-No lo entiendo. Me sentía perfectamente cuando me acosté anoche... si bien parece que no fue anoche. He soñado. Recuerdo que he soñado mucho -su ceño se contrajo sin esforzarse-. ¿Qué he soñado? ¡Ah...sí! Fue algo espantoso. Alguien me dijo que era un gato. ¡Sí, un gato! ¡Qué raro! En realidad no se trataba de un sueño de tantos. ¡Era algo más... horrible! No puedo precisar bien. Todo se esfuma cuando pienso.

Puse mi mano sobre su hombro.

-No piense, sir Arthur. Conténtese con... olvidar.

Me miró intrigado y asintió. Capté un suspiro de alivio en Phyllis. Habíamos llegado a la casa.

-¿Dónde está mi madre? -preguntó de repente el enfermo.

-No se encuentra muy bien, querido -repuso la joven tras una pausa momentánea.

-¡Pobre! -en su voz había auténtica pena-. ¿Dónde está? ¿En su cuarto?

-Sí. Pero es mejor que no la moleste ahora -intervine yo.

Sentí cómo mis palabras morían heladas en mis labios. La puerta del saloncito verde se abrió para dar paso a lady Carmichael, envuelta en una bata.

Sus ojos permanecieron fijos en Arthur, y si alguna vez he visto una mirada de culpabilidad y terror, fue entonces. De pronto se llevó la mano a la garganta.

Arthur avanzó hacia ella con infantil afecto.

-Hola, madre. ¿También te has caído? Lo siento.

Lady Carmichael retrocedió con los ojos dilatados. Luego, súbitamente, chilló como una alma condenada y se desplomó hacia atrás, en la puerta abierta.

Me acerqué a ella y la observé. Luego dije a Settle:

-De prisa; lleve a sir Arthur arriba y regrese de nuevo, ¡lady Carmichael está muerta!

Settle tardó muy poco en regresar.

-¿Qué fue? -preguntó.

-Shock -repuse fúnebremente-. ¡La impresión de ver a Arthur Carmichael, el verdadero Arthur Carmichael, vuelto a la vida! Diga si quiere, como yo prefiero llamarlo, castigo de Dios.

-¿Quiere usted decir...? -vaciló.

Le miré a los ojos y me comprendió.

-Una vida por otra -asentí.

-Pero...

-Un accidente extraño e imprevisto permitió que el espíritu de Arthur Carmichael volviese a su cuerpo -expliqué-. En realidad, había sido asesinado.

Settle me miró receloso.

-¿Con ácido prúsico? -me preguntó en voz baja.

-Sí; con ácido prúsico.

Settle y yo jamás hemos hablado de esto. No es probable que nadie lo creyera. Para todos, sir Arthur Carmichael sufrió de pérdida de memoria; lady Carmichael se laceró la garganta al parecer en un ataque de locura, y la aparición del gato gris fue pura imaginación.

Pero hay dos hechos injustificables. Uno es la silla desgarrada y el otro, aún más significativo, el catálogo de la biblioteca encontrado después de intensa búsqueda. El volumen que faltaba era un antiguo y curioso libro que versaba sobre metamorfosis de los seres humanos en animales.

Arthur nada sabe de lo sucedido. Phyllis ha cerrado con llave el secreto de aquellas semanas en su propio corazón, y jamás, estoy seguro, lo revelará al marido que tanto ama, y que regresó de la tumba al conjuro de su llamada.





10.- LA LLAMADA DE LAS ALAS



1

Silas Hamer se enteró de ello una ventosa noche de febrero. Él y Dick Borrow regresaban de una cena dada por Bernard Seldon, el especialista de nervios. Borrow había estado desacostumbradamente silencioso, y Silas le preguntó, no sin cierta curiosidad, en qué pensaba. La respuesta del otro fue inesperada.

-Pienso que sólo dos entre los reunidos esta noche eran felices. Y esos dos, extrañamente, somos usted y yo.

La palabra "extrañamente" se justificaba a sí misma, pues no había dos hombres más distintos entre sí que Richard Borrow, el dinámico pastor, y Silas Hamer, el complaciente hombre cuyos millones eran asunto de comidilla en todos los hogares.

-Es raro -musitó Borrow-. Pero usted es el único millonario satisfecho que conozco.

Hamer guardó silencio un momento. Cuando habló su tono era alterado.

-Antes he sido un desarrapado jovenzuelo vendedor de periódicos. Entonces soñaba con la posición que tengo ahora: comodidad, lujo y dinero. Eso si, nunca deseé dinero como fuente de poder, sino para gastarlo... en mi. Soy franco, ya lo ve. El dinero no lo puede todo, eso dicen. Quizá sea cierto. Sin embargo, me ayuda a obtener cuanto me gusta, y eso hace que me sienta satisfecho. Soy un materialista, Borrow, un soberbio materialista. ¡Lo sé!

La bien iluminada y amplia calle era testigo de su confesión. Las líneas de su cuerpo se perdían en el grueso abrigo de piel, mientras la blanquecina luz iluminaba los gruesos rollos de carne de su barbilla. En cambio, Dick Borrow era delgado, con rostro ascético y ojos de fanático.

-Es usted -dijo Hamer con énfasis- algo que no entiendo.

Borrow sonrió.

-Yo vivo en el centro de la miseria, de la necesidad y del hambre... Máximas enfermedades de la carne. Pero una visión constante me sostiene. No es fácil que lo entienda, a menos que crea usted en las visiones. 

-No creo -dijo Silas-. Tampoco creo en nada que no pueda verse, oírse o tocarse.

-Exacto. Esa es la diferencia entre nosotros dos. Bien, adiós, la tierra me traga ahora.

Habían llegado a la iluminada puerta del metropolitano que debía usar Borrow para ir a su casa.

Hamer continuó solo, satisfecho de haber prescindido de su coche aquella noche y optado por regresar a pie. El aire soplaba cortante y helado, produciéndole una deliciosa y consciente sensación de bienestar el calor de su abrigo de piel.

Se detuvo un momento en el borde de la acera antes de cruzar la calzada. Vio un enorme autobús que se aproximaba, y con la gozosa tranquilidad de quien dispone de tiempo sobrado, esperó a que pasara. De haber querido cruzar antes de que llegase el vehículo, hubiera tenido que apresurarse, y esto lo consideraba de mal gusto.

De pronto, un borracho, escoria de la raza humana, bajó tambaleante de la acera. Hamer percibió un grito, el fuerte chirrido de los frenos del autobús y... con creciente horror, estúpidamente, sus ojos miraron hacia el montón de harapos en medio de la calzada.

Como por arte de magia, una multitud se congregó alrededor de dos policías y del conductor del vehículo. Sin embargo, los ojos de Hamer sólo veían la horrible y fascinadora quietud de aquel fardo sin vida que habla sido un hombre; ¡un hombre como él mismo! Un estremecimiento helado subió por su espina dorsal.

-No se culpe, jefe -dijo alguien de aspecto zafio a su lado-. Usted no hubiera podido evitarlo.

Hamer lo miró. La posibilidad de salvar a aquel desgraciado, ciertamente, no se le había ocurrido. Se sacudió la absurda idea como si fuera propia de un loco. Eso hubiera hecho que él mismo... interrumpió el decurso de sus pensamientos y, sintiéndose enfermo, se apartó de la muchedumbre. Temblaba. Al fin, secreta e íntimamente, se confesó que temía a la muerte; a esa muerte que llega a terrible velocidad y es tan implacable ante el rico como el pobre.

Caminó más de prisa, si bien el nuevo temor no dejó de envolverlo en su frío sudario.

Esto le hizo irreconocible a sí mismo, ya que su naturaleza no era cobarde. Pensó que cinco años atrás no hubiera sido presa de tal miedo. Entonces la vida no era tan dulce. Sí, eso debía de ser; el amor a una vida muelle y de horizontes rosados... cuyo primer nubarrón acababa de aparecer, proyectando sobre él la sombra de la implacable muerte.

Abandonó la iluminada calle para seguir por un estrecho pasaje de altas paredes, que llevaba directamente a la plaza donde se bailaba su mansión, famosa por sus tesoros de arte.

El ruido de la calle se fue debilitando tras él, hasta que sólo captó el suave roce de sus propios pasos.

Súbitamente, de la oscuridad del callejón le llegó otro sonido. Sentado junto a una de las paredes, un hombre tocaba una flauta. Uno de tantos músicos callejeros, naturalmente, pero, ¿por qué había elegido aquel lugar? A semejantes horas de la noche la policía... Sus reflexiones murieron al advertir sobresaltado que el hombre carecía de piernas. Un par de muletas descansaban contra la pared. Hamer vio que no tocaba una flauta, sino un extraño instrumento cuyas notas eran mucho más altas.

El músico no se percató de su llegada. Mantenía la cabeza echada atrás, como si gozase su propia tocata, cuyas notas se sucedían generosas y alegres en interminable crescendo.

En realidad no se trataba de una pieza musical propiamente dicha, sino un extraño compás, semejante al lento giro de los violines de Rienzi, repetido una y otra vez, pasando de clave a clave, de armonía a armonía, pero siempre en crescendo.

Hamer nunca había escuchado una música igual. Tenía una extraña cualidad inspiradora y, al mismo tiempo, parecía elevar a uno. Hamer, sobrecogido, se agarro con ambas manos a la pared en busca de protección.

De repente advirtió que la música había cesado. El hombre sin piernas cogía sus muletas. Y él, Silas Hamer, permanecía agarrado como un loco a un saliente de piedra, temeroso de ser arrebatado del suelo por una música que le empujaba hacia arriba.

Se rió de su propio miedo. ¡Qué absurda imaginación la suya! Sus pies no habían dejado de tocar el suelo. Sin embargo, ¡qué extraño y vivido realismo el de su sensación! El rápido "toc toc" de las muletas sobre el pavimento le recordó que el músico se alejaba. Siguió con la mirada al hombre hasta donde fue tragado por la oscuridad. ¡Vaya tipo!", se dijo.

Entonces caminó despacio, incapaz de borrar de su mente la sensación de la tierra al fallar debajo de sus pies.

Un repentino impulso lo precipitó hacia delante, en busca del desconocido. No podía estar muy lejos; lo alcanzaría. Tan pronto divisó la vacilante figura gritó:

-¡Eh! ¡Un momento!

El inválido se quedó inmóvil hasta que Hamer llegó a su altura. Una lámpara que ardía sobre su cabeza hizo visibles sus rasgos. Silas Hamer contuvo el aliento con involuntaria sorpresa. El hombre poseía la testa de belleza más singular que jamás viera! No era un mozalbete, y si bien tenía esa edad indefinible del hombre maduro, la juventud y el vigor destellaban en todo su ser.

Hamer no supo cómo iniciar la conversación. Luego de breves segundos, aunque trabajosamente, se decidió:

-Quisiera... quisiera saber qué... qué tocaba hace un momento.

La sonrisa del inválido pareció impregnar de alegría el mundo entero.

-Una tonada muy vieja -dijo-. Una tonada de muchos años atrás, de muchos siglos atrás.

Hablaba con extraña pureza y claridad. Evidentemente, no era inglés, y Hamer sintió el deseo de conocer su nacionalidad.

-Usted no es inglés. ¿De dónde procede?

Nuevamente la amplia y contagiosa alegría de su sonrisa bañó a Silas.

-De más allá del mar, señor. Llegué hace mucho tiempo, muchísimo tiempo.

-Veo que ha sufrido un grave accidente.. ¿Hace mucho de eso?

-Algún tiempo, señor.

-Ya es mala suerte perder ambas piernas.

-No lo crea -repuso el desconocido-. Eran malas.

Hamer le dio un chelín y se alejó vagamente intranquilo. "Eran malas". ¡Qué raras sonaban esas dos palabras en boca de un inválido! Quizá le operaron a consecuencia de una enfermedad.

Hamer se fue a su casa. Ya en el lecho intentó sacudirse el recuerdo de lo pasado. Al fin el plomo adormecente cayó sobre sus párpados, mientras un reloj vecino tocaba la una. Fue un golpe claro, y luego el silencio. Pero al silencio sucedió un amortiguado sonido familiar. Hamer también escuchó el galope de su corazón.

El hombre del pasaje volvía a tocar no lejos de allí. Sus notas llegaban alegres, invitativas. Cada vez se hacían más claras, como si fuesen ondas que se persiguen a través del espacio. Pero esas ondas empujaban a él, Silas Hamer, hacia el infinito.

No obstante, algo tiraba de su cuerpo hacia abajo. Y al mismo tiempo que ascendía impulsado por las notas, aquel algo lo arrastraba implacablemente a una sima.

Desde la cama observó la ventana frente a él. La respiración se le hizo difícil y dolorosa. Extendió un brazo fuera del lecho y el movimiento le pareció insufrible. La blandura de la cama se le antojó opresiva, como opresivos también eran los pesados cortinajes de la ventana que bloqueaban a la luz y el aire. El techo parecía presionar sobre él. Se movió un poco debajo de los cobertores, y la pesadez de su cuerpo fue la más opresiva de todas las sensaciones.



2

-Necesito su consejo, Seldon.

Seldon apartó un poco la silla de la mesa. Desde que se produjo la invitación, no había cesado de preguntarse cuáles serían los motivos que justificaban una cena para dos. Apenas había visto a Hamer desde el invierno, y aquella noche percibía un cambio indefinible en su amigo.

-Es algo tonto, lo sé -dijo el millonario-. Pero estoy preocupado conmigo mismo.

Seldon se sonrió mientras lo miraba por encima de la mesa.

-Su aspecto es saludable.

-No es eso -Hamer se detuvo un momento, y luego añadió quedamente-: Temo que me estoy volviendo loco.

El neurólogo alzó la cabeza, visiblemente interesado. Sin la menor prisa, se sirvió un vaso de oporto y preguntó suavemente:

-¿Qué se lo hace suponer?

-Algo que me ha sucedido. Algo inexplicable, increíble. No puede ser cierto; por eso me vuelvo loco.

-Cálmese -invitó Seldon-, y cuéntemelo.

-No creo en lo sobrenatural -empezó Hamer-. Jamás he creído. Pero esto... Bueno, es mejor que le cuente toda la historia desde el principio. Empezó el pasado invierno, una noche después de haber cenado con usted.

Entonces, breve y concisamente, le narró todos los sucesos que viviera camino de su casa.

-Aquello fue el principio. No sé explicar bien la sensación que experimento. Sólo sé que es maravilloso, distinto a todo lo sentido o soñado. Desde entonces se repite con mucha frecuencia. Oigo la música y empiezo a flotar y elevarme hasta que se produce la pugna de las dos fuerzas, una que me tira hacia arriba y otra hacia la tierra. Luego viene el dolor físico del despertar. Es como bajar de una alta montaña. ¿Conoce el dolor de oídos que produce? Pues bien, lo mío es esto, sólo que intensificado. A ello se une la terrible sensación de ser aplastado.

Después de una pausa continuó:

-Los criados ya me creen loco. No puedo soportar el tejado ni las paredes, y duermo en un lugar dispuesto en lo alto de la casa, a cielo abierto, sin muebles, cortinas ni alfombras. Aun así, las casas cercanas me oprimen del mismo modo. Prefiero el campo abierto, donde pueda respirar -miró a Seldon-. ¿Le encuentra explicación?

-Desde luego. Hay sobradas explicaciones. Usted ha sido hipnotizado o se ha autohipnotizado. Sus nervios están alterados. También puede que sea un simple sueño que se va repitiendo.

Hamer sacudió la cabeza.

-Ninguna de esas explicaciones sirve.

-Hay otras -repuso Seldon-; pero no gozan de mucho crédito.

-¿Las admite usted?

-En líneas generales, sí. Muchas cosas escapan a la comprensión humana y carecen de explicación. Entiendo que es mucho lo que ignoramos y no cierro mi mente a ellas.

-¿Qué me aconseja? -preguntó Hamer después de un breve silencio.

Seldon se inclinó hacia delante.

-Aléjese de Londres en busca de su "campo abierto". Los sueños pueden cesar.

-No lo deseo -contestó Hamer rápidamente-. He llegado al extremo de que no sé pasarme sin ellos, ni quiero.

-Lo comprendo. Hay otra alternativa: busque a ese sujeto, el inválido. Usted le atribuye toda clase de dones sobrenaturales. Háblele y quizá rompa su maleficio.

Hamer volvió a sacudir la cabeza,

-¿Por qué no? -preguntó Seldon.

-Tengo miedo.

El neurólogo hizo un gesto de impaciencia.

-No crea tan ciegamente en esas cosas. Pero dígame, la tonada, ¿qué le recuerda?

Hamer la tarareó y Seldon escuchó con el ceño fruncido.

-Recuerda la obertura de Rienzi. Es cierto que da la sensación de cosa que se remonta; si bien no advierto causa suficiente para sentirse alzado de la tierra. No obstante, esas suspensiones suyas, ¿son todas exactamente iguales?

-No, no -Hamer se inclinó hacia delante-. Parecen sometidas a una escala de progreso, pues cada vez soy consciente de algo nuevo. Es difícil explicarlo. Primero es como si llegase a un lugar desconocido, a impulsos de la música; aunque no directamente. Tengo la impresión de que las ondas se suceden y cada una me eleva un poco más, hasta que la última me sitúa en el punto más alto, de donde ya no puede pasarse. Permanezco allí algún tiempo, y luego otra fuerza me arrastra hacia abajo.

"En realidad, eso que llamo un lugar es más bien un estado. Aunque, posiblemente, esta denominación sólo sea correcta en cuanto al principio. Cuando regreso, sé que había cosas a mi alrededor que aguardan a ser percibidas. Piense en un cachorro. Sus ojos, al principio no ven. El animal tiene que educar su vista. Pues algo así es lo que me sucede a mí. Los sentidos naturales de la vista y el oído no me sirven, como si ellos aún no estuvieran desarrollados, si bien un sexto sentido, no corporal, los reemplaza. Así, poco a poco, percibo sensaciones de luz, de sonido, de color; pero de un modo vago. Es más bien conocimiento intuitivo de las cosas que verlas u oírlas. Primero capté una luz que se hacía más fuerte y clara; luego arena, grandes extensiones de arena rojiza, y aquí y allá, largas líneas de agua, como si fuesen canales.

Seldon contuvo el aliento.

-¡Canales! Esto es interesante. ¡Siga!

-Eso carece de importancia. Son más sugestivas las otras cosas reales que no podía ver, pero sí oírlas. Así, el sonido parecido a un aleteo, que de algún modo, y no sé explicarlo, me pareció glorioso. No hay nada en la tierra a que pueda compararse. ¡Al fin, vi las alas! Sí, Seldon, ¡las alas!

-¿Qué son hombres, ángeles, pájaros?

-Lo ignoro. Aún no les he visto. Pero el color de las alas es algo maravilloso.

-¿El color de las alas? -repitió Seldon-. ¿Qué color?

Hamer movió su mano con gesto indefinido.

-¿Cómo voy a explicárselo? ¡Diga a un ciego cómo es el color azul! Es un color que usted jamás ha visto.

-¿Y bien?

-Eso es todo. Al menos por ahora. Salvo que el regreso es peor, más doloroso cada vez. No lo comprendo. Estoy convencido de que mi cuerpo jamás abandona el lecho; como también que no alcanzo físicamente ese lugar. Siendo así, ¿por qué tanto dolor físico?

Seldon. silencioso, sacudió la cabeza.

-El regreso es algo terrible -continuó Hamer-. Primero se produce el tirón, y luego el dolor que afecta a cada uno de mis miembros y nervios. Los oídos amenazan estallar y todo me presiona, produciéndome una angustiosa sensación de encarcelamiento. Entonces yo deseo libertad.

-¿Y cuál es su postura ante las cosas que tanto significan para usted en este mundo? -preguntó Seldon.

-Eso es lo peor. Siguen gustándome tanto, si no más que antes. Y estas cosas, comodidad, lujo, placer, tiran de mí hacia un punto distinto del lugar donde están las alas. Es una lucha sorda que no sé cómo terminará.

Seldon nada repuso. La extraña historia que había escuchado era fantástica. ¿Sería delirio, alucinación o, posiblemente, verdad? De serlo, ¿por qué Hamer, entre todos los hombres? Aquel materialista que amaba la carne y negaba el espíritu era el menos indicado para tener visiones de otro mundo.

Por encima de la mesa, Hamer le miró ansioso.

-Supongo -dijo Seldon lentamente- que la única solución es aguardar. Aguardar y ver qué sucede.

-¡No puedo! ¡Le digo que no puedo! Sus palabras demuestran que no me entiende. Esa cosa me destroza con su terrible lucha... esa lucha a muerte entre... entre...

-La carne y el espíritu -añadió Seldon.

Hamer, con voz desalentada, concedió:

-Supongo que sí. De todos modos es insoportable. No puedo liberarme...

Una vez más, Bernard Seldon sacudió la cabeza. El hombre se debatía en la tenaza de lo inexplicable.

-Si yo fuera usted -aconsejó-, buscaría al inválido.

De regreso a su casa, murmuró para sí:

-¡Canales... qué raro!



Silas Hamer salió a la calle al día siguiente con nueva determinación en su ánimo. Estaba decidido a seguir el consejo de Seldon y buscar al hombre sin piernas. No obstante, en su fuero interno había el convencimiento de que la búsqueda sería infructuosa, pues el hombre habría desaparecido como si la tierra se lo hubiese tragado.

Los edificios a ambos lados cerraban el paso a la luz del sol, convirtiendo el paisaje en oscuro y misterioso. A mitad del camino vio el único sitio donde unos rayos de sol iluminaban una figura sentada en el suelo. La figura... ¡era el músico!

Su instrumento permanecía apoyado contra la pared junto a las muletas, mientras él cubría las losas con dibujos en yeso de color. Dos acabados mostraban escenas rústicas de maravillosa y delicada belleza: árboles frondosos entre los cuales discurría un saltarín arroyuelo.

Hamer dudó. ¿Se trataba de un simple músico callejero o de un artista decorador de pavimentos?

De repente, sus nervios le traicionaron y gritó:

-¿Quién es usted? Por lo que más quiera, ¡dígame quién es usted!

Los ojos del inválido se encontraron con los suyos; parecían sonreír.

-¿Por qué no me contesta? ¡Hable, dígame algo!

El hombre dibujaba entonces con increíble velocidad en una losa. Hamer siguió el movimiento de su mano, y lo que sólo eran unos trazos inconcretos se transformaban en árboles gigantes. Al fin apareció un hombre sentado que tocaba un instrumento de muchos agujeros -como una flauta-, cuyo rostro era extrañamente hermoso y que tenía piernas de cabra. La mano del inválido hizo un movimiento rápido y las patas de cabra desaparecieron. Luego alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Hamer.

-Eran malas -dijo.

Hamer, fascinado, lo miraba fijamente. El rostro del músico era el rostro dibujado, si bien más bello. Sus facciones purificadas mostraban ahora una intensa realidad de vida forzosa.

Hamer huyó del pasaje a la brillante luz del sol, repitiéndose: "¡Imposible, imposible; estoy loco! ¡Sueño!". Pero sentíase hechizado.

Entró en el parque y sentóse en una silla. En aquella hora desierta sólo algunas niñeras con sus pequeños permanecían sentadas a la sombra de los árboles, y aquí y allá, sobre el césped, como islas en un mar verde, hombres yacentes.

"Condenados vagabundos", fue la expresiva definición que hizo Hamer de ellos. No obstante, los envidiaba.

De todos los seres creados eran los únicos libres. Tenían la tierra debajo, el cielo encima, y el mundo entero a su disposición. Aquellos hombres desarraigados no estaban encadenados.

Entonces comprendió cuál era la causa de su esclavitud; aquello que más veneraba, aquello que amaba por encima de todas las cosas... ¡la riqueza!

Pero, ¿lo era? ¿Realmente lo era? ¿No habría una verdad más profunda? ¿Era el dinero o su amor al dinero? Sí, sus ligazones tenían la marca de cosa fabricada por su propia voluntad. No era la riqueza en sí, sino el amor a la riqueza lo que formaba los eslabones de aquella cadena que le privaba de la libertad. Claramente conocía ahora las dos fuerzas que lo desgarraban: la fuerza del materialismo sujetándolo al medio ambiente y la imperativa llamada de las "alas".

Y si una peleaba, la otra no le iba a la zaga. Podía oír, de hecho oía las exigencias de la última: "No debes ponerme condiciones -le decía-. Yo estoy por encima de todas las cosas. Para seguir mi llamada has de renunciar a todo lo demás y cortar las amarras que te retienen. Sólo los libres llegarán a donde yo conduzco."

-¡No puedo! -gritó Hamer-. ¡No puedo!

Algunas personas miraron al recio hombre, que, sentado, hablaba consigo mismo.

Le exigían sacrificar lo más querido, lo que era parte de él mismo.



3

-¿Qué golpe de fortuna le trae a usted por aquí? -preguntó Borrow.

Ciertamente, el barrio Este no era familiar a Hamer.

-He oído algunos sermones -repuso el millonario- sobre lo mucho que podría hacerse con abundancia de fondos. He venido a decirle que usted dispondrá de esos fondos.

-Muy loable por su parte -dijo Borrow sorprendido-. ¿Una importante suscripción, acaso?

Hamer se sonrió.

-Hasta el último penique que poseo.

-¿Qué?

Hamer explicó los detalles con viveza comercial. La cabeza de Borrow daba vueltas.

-¿Piensa... piensa renunciar a toda su fortuna y... dedicarla a los pobres del barrio Este, nombrándome administrador?

-Exacto.

-Pero, ¿por qué? ¿Por qué?

-No puedo explicárselo -repuso Hamer lentamente-. ¿Recuerda nuestra charla sobre visiones el pasado febrero? Pues bien, una de esas visiones se ha posesionado de mí.

-¡Espléndido! -Borrow se inclinó hacia delante. Sus ojos brillaban de excitación.

-No hay nada particularmente espléndido en ello -dijo Hamer de no muy buen talante-. No me importa un pepino la miseria del barrio Este. Sus feligreses sólo necesitan decisión. Yo era pobre y logré zafarme a las dentelladas del hambre. Pero he de desembarazarme del dinero y no quiero darlo a esas tontas sociedades protectoras. Usted es un hombre de mi confianza. Alimente cuerpos o almas con él, me da lo mismo. Sin embargo, yo he pasado hambre y veo con mejores ojos lo primero.

-Es algo sin precedentes -tartamudeó Borrow.

-Bien, ya está todo dispuesto -continuó Hamer-. Los leguleyos acabaron al fin, y he firmado. Eso me ha tenido muy ocupado la última quincena. Es casi tan difícil desembarazarse de una fortuna como hacerla.

-¿Supongo que se habrá reservado algo?

-Ni un penique. Bueno, no es totalmente cierto. Tengo dos peniques en mi bolsillo -se rió.

Después de despedirse de su aturdido amigo, se adentró en las estrechas y malolientes calles. Las palabras que había pronunciado volvieron a él con una dolorosa sensación de pérdida. "¡Ni un penique!" ¡Toda su inmensa fortuna! Ahora temía la miseria, el hambre y el frío.

Sin embargo, era consciente de que la opresión había menguado al sentirse libre de las cosas terrenas. Los eslabones de su cadena le habían llegado, si bien ahora la libertad lo fortalecía.

Había un toque de otoño en el aire, y el viento soplaba helado. Hamer sintió el frío estremecedor y también síntomas de hambre. Las dos cosas parecieron escarbar el próximo futuro. Resultaba increíble que hubiese renunciado a la facilidad, la comodidad y el calor.

Su cuerpo gritaba impotente; pero entonces le llegó la agradable sensación de libertad.

Hamer vaciló ante la boca de una estación de metro. Tenía dos peniques en su bolsillo. ¿Por qué no ir en metro hasta el parque donde viera a los ociosos que dormitaban al sol? Creía sinceramente que estaba loco, pues la gente cuerda no hace lo que él había hecho. Ahora bien, su locura resultaba ser una cosa sorprendente y maravillosa.

Sí, iría al espacio abierto del parque. Además, hacerlo en el metro tenía una significación para él. Ese medio de locomoción representaba todos los horrores de la vida enterrada y oprimida. Como un hombre libre, saldría de su encierro para posesionarse de los amplios espacios verdes, donde los árboles anulaban la amenaza opresiva de las casas.

El ascensor le llevó velozmente abajo, y sintió el aire enrarecido. Se quedó en un extremo del andén, apartado de la masa humana. A su izquierda se abría la abertura del túnel por donde aparecería el tren, semejante a una serpiente. No había nadie cerca de él, excepto un muchacho acurrucado en un asiento.

Muy distante, oyó el amortiguado ruido del tren. El muchacho se levantó de su asiento y caminó hacia Hamer, quedándose cerca del borde del andén.

Sucedió tan rápidamente que casi le pareció increíble. El jovencito perdió el equilibrio y cayó.

Multitud de pensamientos se agolparon en el cerebro de Hamer. Entre ellos se materializó el informe revoltijo de harapos atropellado por el autobús, y oyó una voz que decía: "No se culpe, jefe. Usted no hubiera podido evitarlo." Y esto le persuadió de que la vida del muchacho sólo podía ser salvada por él, Silas Hamer.

¡El tren se acercaba! De repente, una curiosa y tranquila lucidez mental vino a posesionarse de su espíritu.

No obstante, en aquel corto segundo, supo que su temor a la muerte persistía. Sí, tenía miedo; un miedo espantoso.

Para los aterrados espectadores del otro extremo del andén no hubo apenas separación de tiempo entre la caída del muchacho y el salto del hombre. Entonces vieron el tren en la curva anterior al andén, sin posibilidad de frenar.

Hamer cogió al muchacho en sus brazos. No le impulsaba ningún sentimiento heroico, pues su carne temblorosa obedecía la orden de un espíritu llamado al sacrificio. Con un último esfuerzo, empujó el cuerpo del joven por encima del andén, y luego se cayó sobre la vía.

De repente, murió todo su temor. El mundo ya no lo retenía. Estaba libre de sus cadenas. Por un momento creyó oír la tocata de Pan. Luego, más cerca y más alto a la vez, le llegó el alegre revoloteo de innumerables alas...





11.- LA ULTIMA SESIÓN



Raoul Daubreuil cruzó el Sena tarareando una cancioncilla. Era un apuesto ingeniero francés de unos treinta y dos años, con rostro saludable y pequeño bigote negro. Cuando estuvo en la vía Cardonet, penetró en la casa número diecisiete. La portera levantó la vista y le saludó.

-Buenos días.

Él contestó alegremente, y subió las escaleras hasta un apartamento del tercer piso. Mientras aguardaba después de tocar el timbre, tarareó de nuevo su tonadilla. Raoul Daubreuil sentíase especialmente alegre aquella mañana. Una anciana abrió la puerta y su arrugado rostro se iluminó al conjuro de una sonrisa, tan pronto reconoció a su visitante.

-Buenos días, monsieur.

-Buenos días, Elise.

Ya en el recibidor, se quitó los guantes.

-Madame me espera, ¿verdad? -preguntó por encima del hombro.

-Si monsieur quiere pasar al saloncillo, madame saldrá en seguida. En este momento descansa.

Raoul levantó la vista.

-¿No se encuentra bien?

-¡Bien!

Elise dio un resoplido, pasó por delante de Raoul y abrió la puerta del saloncillo. El joven entró allí seguido de la anciana.

-¡Bien! -replicó ella-. ¿Cómo va a encontrarse bien? ¡Pobrecilla! ¡Sesiones, sesiones y más sesiones! Eso no es bueno, no es natural, ni el buen Dios lo quiere para nosotros. Opino, y lo digo sin rodeos, que eso es traficar con el demonio.

Raoul le dio unos golpecitos en el hombro, tranquilizador.

-Vamos, vamos, Elise. No se altere ni vea el demonio en todo cuanto no entienda.

Elise, dubitativa, sacudió la cabeza y refunfuñó:

-Muy bien. Pero diga lo que diga usted, a mí no me gusta. Madame cada día se vuelve más blanca y delgada, y le aumentan los dolores de cabeza -y alzando las manos prosiguió-: ¡Ah, no; no es bueno todo este asunto de espíritus! Estoy conforme con los espíritus, si los buenos están en el paraíso y los otros en el purgatorio.

-Su visión de la vida después de la muerte es maravillosamente simple, Elise -dijo Raoul, y se dejó caer en una silla.

-Soy una buena católica, monsieur -luego de santiguarse se encaminó a la puerta y se detuvo con la mano en el pomo-: ¿Cuando se hayan casado, monsieur -su voz era suplicante-, todo eso se habrá acabado?

Raoul le sonrió afectuoso.

-Es usted una criatura fiel, Elise, y amante de su dueña. No tema; cuando sea mi esposa, todo ese "asunto de espíritus", como usted lo llama, cesará. Madame Daubreuil no celebrará más sesiones.

Elise le sonrió agradecida.

-¿Es cierto lo que dice?

Él asintió gravemente.

-Sí -su respuesta fue más bien para sí mismo-. Sí, todo esto debe terminar. Simone está dotada de un don maravilloso y lo ha prodigado. Ya ha hecho su parte. Es cierto lo que usted ha dicho: día a día se vuelve más blanca y delgada. La vida de una médium está siempre sometida a una ardua prueba, que exige un terrible esfuerzo nervioso. De todos modos, Elise, su ama es la mejor médium de París; aun más, de Francia. Gentes de todas partes del mundo vienen a verla porque saben que no es un engaño.

Esta vez el resoplido de Elise fue despectivo.

-¡Engaño! ¡Claro que no! Madame no sabría engañar a un recién nacido, aunque lo intentase.

-Es un Ángel -corroboró el joven francés-. Y yo haré cuanto un hombre puede porque sea feliz. ¡Esté segura de eso, Elise!

Ella respondió con sencilla dignidad:

-He servido a madame durante muchos años, monsieur. Con el respeto debido, la quiero. Si yo no creyese que usted le adora... ¡eh bien, monsieur!, sería capaz de desgarrarle uno a uno todos sus miembros.

Raoul se rió.

-¡Bravo, Elise! Admiró su fidelidad y le ruego que me quiera un poquito ahora que sabe mi decisión. Se lo aseguro: ¡Madame dejará el espiritismo!

Supuso que la anciana recibiría complacida la noticia, y le sorprendió que permaneciese en actitud grave.

-Imagine, monsieur -dijo Elise-, que los espíritus no renuncian a ella.

La sorpresa de Raoul se hizo más intensa.

-¡Eh! ¿Qué quiere decir?

-Le pregunto:. ¿Y si los espíritus no renuncian a ella?

-¿Pero no es usted incrédula en cuanto a los espíritus, Elise?

-Desde luego. Es necio creer en ellos. De todos modos...

-De todos modos... ¿qué?

-Me resulta difícil explicarlo, monsieur. Yo consideraba a estas médiums, según se llaman a sí mismas, unas inteligentes estafadoras que abusan de las pobres almas crédulas que han perdido a sus seres queridos. Sin embargo, madame no es de esas. Madame es buena. Madame es honrada y... -con un susurro de espanto añadió-: Suceden cosas. No es un truco; suceden cosas, y por eso temo. Estoy segura de ello, monsieur. Por eso digo que no está bien, pues va contra la naturaleza y le bon Dieu, alguien tendrá que pagar.

Raoul se puso en pie y le golpeó tranquilizadoramente el hombro.

-Cálmese, buena Elise -le sonrió-. Mire, le daré otra buena noticia: hoy celebraremos la última sesión de espiritismo; después de hoy, se acabó.

-Así, ¿tenemos una hoy? -preguntó suspicaz.

-La última, Elise, la última.

La anciana sacudió la cabeza desconsoladamente.

-Madame no está en condiciones...

Sus palabras fueron interrumpidas al abrirse una puerta por donde apareció una mujer alta y rubia; flexible y graciosa, con el rostro de una madonna de Botticelli. El semblante de Raoul se iluminó, y Elise se marchó rápida y discretamente.

-¡Simone! 

El joven le cogió entre las suyas las blancas manos y las besó una después de otra. Ella murmuró suavemente el nombre amado.

-¡Raoul, querido mío!

De nuevo le besó las manos, y luego le miró intensamente al rostro.

-Simone, ¡qué pálida estás! Elise me dijo que descansabas. ¿No estarás enferma, amada mía?

-No, enferma no... -ella vaciló.

-Cuéntame, pues.

La médium se sonrió desmayadamente.

-Pensarás que soy boba.

-¿Pensar que tú eres boba? ¡Jamás!

Simone retiró sus manos y sentóse. La joven permaneció inmóvil durante un momento, mirando la alfombra. En su hilo de voz había preocupación.

-¡Tengo miedo, Raoul!

Éste aguardó un momento a que continuase, y al no hacerlo, la invitó animoso:

-¿Miedo de qué?

-Simplemente miedo... eso es todo.

La miró perplejo, y ella aclaró rápidamente:

-Sí, es absurdo, lo sé; pero así lo siento. Miedo, nada más. No sé de qué, o por qué, si bien continuamente estoy poseída de que algo terrible, muy terrible, me va a suceder.

Simone se quedó con los ojos fijos en el vacío, y Raoul la enlazó suavemente por los hombros.

-Querida, debes reaccionar, Cuanto te ocurre es propio de la tensión nerviosa a que se ve sometida una médium. Sólo necesitas descanso y tranquilidad.

Ella le miró agradecida.

-Sí, Raoul; tienes razón. Necesito descanso y tranquilidad.

Simone cerró los ojos y se abandonó un poco sobre el brazo varonil.

-Y felicidad -murmuró él a su oído.

El brazo acentuó su presión, y la joven, con los ojos aún cerrados, suspiró profundamente.

-Cuando me rodean tus brazos me siento segura. Me olvido de todo, incluso de la terrible vida de la médium. Sabes mucho de nosotras; sin embargo, nunca sabrás el sufrimiento de una médium en trance.

Raoul percibió el envaramiento del cuerpo femenino sobre su brazo; abrió los ojos, que volvieron a mirar fijamente la nada, y continuó:

-Cuando espero sentada en el cuarto, la oscuridad se me hace insoportable, Raoul, pues vivo la oscuridad del vacío. Entonces me concentro deliberadamente para huir de mí misma. Luego nada sé de cuanto ocurre a mi alrededor, hasta el lento, doloroso regreso, y el despertar del sueño, cansada, terriblemente cansada.

-Lo sé -murmuró Raoul-. Lo sé.

-Muy cansada -insistió Simone.

Todo su cuerpo pareció derrumbarse mientras repetía esa palabra.

-Pero eres maravillosa, Simone.

Raoul le cogió las manos e intentó imbuirle su propio entusiasmo:

-Eres única; la mejor médium que el mundo jamás ha conocido.

Ella denegó con la cabeza, sonriendo halagada por el elogio.

-Es cierto, querida -insistió Raoul, que sacó dos cartas de un bolsillo-. Mira, una es del profesor Roche, de Salpetriere, y la otra del doctor Genir, de Nancy; ambos imploran que continúes sentándote para ellos de cuando en cuando.

-¡Ah, no! ¡Eso sí que no! -Simone, de repente, se puso en pie-. ¡No lo haré! ¡No lo haré! Debe terminar todo, todo. Me lo prometiste, Raoul.

Él la miró sorprendido mientras ella, temblorosa, le suplicaba con los ojos, como si fuese una criatura acorralada. Raoul se levantó y cariñosamente, le tomó las manos.

-Desde luego -dijo-. Todo ha acabado, eso por supuesto. Pero me siento muy orgulloso de ti, Simone, y por eso mencioné estas dos cartas.

La joven, suspicaz, lo miró de reojo.

-¿De veras no querrás que me siente otra vez?

-No. A menos que tú misma lo desees, aunque sólo sea de cuando en cuando para estos viejos amigos...

Simone, excitada, lo interrumpió.

-¡No, no; nunca jamás! Hay peligro, te lo aseguro. Lo percibo; es un gran peligro -se llevó las manos a la frente un momento y luego se encaminó a la ventana, y rogó ya más calmada-: Prométeme que nunca más me sentaré.

Raoul la siguió y le puso las manos sobre los hombros.

-Querida mía -murmuró tiernamente-. Te prometo que después de hoy nunca volverás a celebrar sesión.

La joven apenas le oyó, pues seguía el propio curso de sus pensamientos.

-Es una mujer extraña, Raoul; una mujer muy extraña. ¿Sabes?, casi me provoca terror su presencia.

-¡Simone!

El reproche de su voz lo advirtió ella de inmediato.

-Eres como todos los franceses, Raoul. Para ti una madre es sagrada y no es justo que yo piense así cuando ella sufre tanto por la pérdida de su hija. Pero... no sé cómo explicártelo. Su fortaleza, su color moreno, sus manos... ¿Te has fijado en sus manos, Raoul? Son enormes y tan fuertes como las de un hombre.

Se estremeció ligeramente y cerró los párpados. Raoul retiró sus manos de los hombros de ella y, al hablar, su voz fue cortante:

-No te entiendo, Simone. Desde luego, tú, una mujer, deberías de sentir cierta compasión hacia una madre privada de su única hija.

La joven médium hizo un gesto de impaciencia.

-Eres tú quien no lo entiende, amor mío. Yo no puedo evitar estas cosas. En el mismo instante de verla sentí... -extendió su manos como si rechazase algo, y continuó-: pánico. ¿No recuerdas el mucho tiempo que, luego, me negué a sentarme para ella? Estoy segura que, de algún modo, me traerá desgracia.

Raoul se encogió de hombros.

-La realidad es que solo te trajo lo contrario -dijo secamente-. Todas las sesiones han sido un notable éxito. El espíritu de la pequeña Amelia se apoderó de ti en seguida, y las materializaciones han sido sorprendentes. El profesor Roche habría dado algo por presenciar la última.

-¡Materializaciones! -exclamó en voz baja-. Dime, Raoul, ¿son las materializaciones realmente tan maravillosas?

El asintió entusiasmado.

-En las primeras sesiones la figura de la niña fue visible en una especie de nebulosa -explicó-. Pero en la última...

-¡Sigue!

La voz de Raoul descendió paulatinamente a un leve susurro.

-Simone, la niña que había allí era una criatura viviente, de carne y hueso. Llegué a tocarla, pero el contacto fue tan agudamente doloroso que no se lo permití a madame Exe. Temí que no supiera controlarse y te produjera un daño irreparable.

Simone volvió de nuevo a la ventana.

-Me hallé totalmente extenuada cuando desperté. Raoul, ¿estás seguro de que obramos bien? Ya sabes lo que dice Elise.

-Conoces mi pensamiento en cuanto a eso, Simone. No obstante, lo desconocido puede encerrar algún peligro pero lo nuestro es una causa noble; es la causa de la ciencia. El mundo conoce a miles de mártires de la ciencia; pioneros que pagaron un alto precio para que otros siguieran trabajando para la ciencia a costa de un terrible desgaste nervioso. Tu parte está hecha, y desde hoy eres libre para seguir otra senda más feliz.

Ella le miró afectuosa, restablecida su tranquilidad. Luego miró su reloj.

-Madame Exe se retrasa -murmuró-. Quizá no venga.

-Supongo que sí -dijo Raoul-. Tu reloj se adelanta un poco.

Simone se entretuvo en arreglar algunos detalles del saloncito.

-Me gustaría saber quién es madame Exe -observó-. ¿De dónde viene? ¿Cuál es su familia? Es raro que no sepamos nada.

Raoul se encogió de hombros.

-La gente suele ampararse en el incógnito cuando visita a una médium. Es una precaución elemental.

-Sí; eso debe de ser -dijo Simone.

Un jarroncillo de porcelana le resbaló de las manos y se hizo añicos en los azulejos de la chimenea. Bruscamente, la joven se volvió a Raoul:

-Ya lo ves. Estoy nerviosa. ¿Te enojarás si digo a madame Exe que no puedo sentarme hoy?

-Lo prometiste, Simone -repuso suavemente Raoul.

La joven retrocedió hasta la pared.

-No lo haré, Raoul. ¡No lo haré!

El tierno reproche de las pupilas varoniles la hizo parpadear.

-No me importa el dinero, Simone; pero recuerda la enorme suma que esta mujer ha ofrecido por la última sesión.

La joven le contestó casi enojada:

-Hay cosas que importan más que el dinero.

-Ciertamente, las hay. A eso me refería hace un rato, Esa mujer es una madre que ha perdido a su única hija. Si no estás enferma, si sólo es un prejuicio por parte tuya... puedes negarte al capricho de una mujer rica, pero no al deseo de una madre que sólo pretende ver por última vez a su hija.

La médium movió sus manos desesperadamente, como rechazando un dolor.

-¡No me tortures! -suplicó-. Está bien; tienes razón. Lo haré, si bien ahora sé a qué tengo miedo... a la "madre".

-¡Simone!

-Raoul, muchos de los principios elementales de la vida han sido destrozados por la civilización, pero la maternidad no ha sufrido alteración alguna. Y el amor de una madre no admite parangón en este mundo. No conoce ley, ni piedad; se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone.

Simone, jadeante, guardó silencio y luego se volvió a él con fugaz y desarmadora sonrisa.

-Estoy tonta hoy, Raoul. Lo sé.

El joven le cogió las manos.

-Acuéstate un poco. Acuéstate mientras llega.

-Está bien -le sonrió antes de salir de la estancia.

Durante un rato, Raoul se sumergió en sus propios pensamientos. Luego caminó a pasos largos hacia la puerta, cruzó el recibidor y entró en una sala muy parecida a la que había dejado. En uno de los extremos había una pequeña alcoba con un enorme sillón en su centro. Pesadas cortinas de terciopelo negro pendían dispuestas a ser corridas delante de la alcoba. Elise arreglaba la sala. Junto a la alcoba se hallaban dispuestas dos sillas y una mesa redonda. Y, sobre ésta, una pandereta, un cuerno, papel y lápices.

-¡La última vez! -exclamó Elise con lúgubre satisfacción-. Oh, monsieur, desearía que ya hubiese terminado.

El agudo sonido del timbre eléctrico resonó en el piso.

-¡Ahí está ese formidable gendarme de mujer! -dijo la vieja sirvienta-. ¿Por qué no reza decentemente por su hija en la iglesia y ofrece un cirio a la Virgen? ¿Acaso no sabe el buen Dios lo que más nos conviene?

-Atienda la llamada, Elise -fue la respuesta de Raoul.

La anciana le miró rencorosa, pero obedeció. Poco después hablaba con la visitante.

-Diré a mi ama que está usted aquí, madame.

Raoul salió al encuentro de madame Exe y le estrechó la mano. Entonces las palabras de Simone acudieron a su memoria: "Manos grandes y fuertes."

Realmente lo eran. También le pareció exagerado el amplio velo negro que la cubría. Su voz se le antojó cavernosa.

-Temo que me he retrasado algo, monsieur. 

-Sólo un poco -dijo sonriente-. Madame Simone descansa. Lamento decirle que no se encuentra muy bien; está nerviosa y trastornada.

Madame Exe, que retiraba su mano, la cerró de pronto sobre la de él.

-Pero se sentará -afirmó rudamente. 

-Oh, sí, madame.

Ella dio un suspiro de alivio y se dejó caer en una silla, ahuecando el pesado velo que flotaba a su alrededor.

-Oh, monsieur -murmuró-. Usted no puede imaginarse la maravilla y el gozo que son para mí estas sesiones. ¡Mi pequeñita! ¡Mi Amelia! ¡Verla, oírla... e, incluso, si tiendo la mano tocarla!

Raoul le contestó autoritariamente:

-Madame Exe, en ningún momento hará nada sin mi expresa autorización. Lo contrario sería provocar un grave peligro.

-¿Peligro para mí?

-No, madame. Para la médium. Trataré de explicarle en lenguaje sencillo, sin terminología científica, el fenómeno que se materializa ante nosotros. Un espíritu, para manifestarse, necesita valerse de la sustancia de la médium. ¿Ha visto usted el fluido que sale de los labios de la médium? Ese fluido, al condensarse, construye la semblanza física del espíritu que se posesiona de ella. Por eso creemos que este ectoplasma es la sustancia de la médium. Algún día quizá podamos comprobarlo científicamente. De momento sólo conocemos el dolor que sufre la médium si se manipula con el fenómeno. También suponemos que si alguien cogiese la materialización, la muerte de la médium podría provocarse en el acto.

Madame Exe escuchaba atenta.

-Muy interesante, monsieur. Dígame, ¿no llegará un momento en que la materialización sea tan perfecta que pueda ser aislada de la médium?

-Una especulación fantástica, madame.

Ella insistió.

-Pero no imposible.

-Totalmente imposible hoy por hoy.

-¿Quizás en lo futuro?

La llegada en aquel momento de Simone interrumpió el diálogo. Aunque lánguida y pálida, era evidente que había recuperado el control de sí misma. Estrechó la mano de Madame Exe, y Raoul advirtió su ligero estremecimiento al sentir el contacto.

-Lamento, madame, saber que se halla usted indispuesta -dijo madame Exe.

-No es nada -repuso Simone, no sin cierta brusquedad-. ¿Empezamos?

Se fue a la alcoba, y sentóse en el sillón. Entonces fue Raoul quien sintió los efectos de una onda de temor.

-No estás lo bastante fuerte, querida. Será mejor que cancelemos la sesión, Madame Exe lo comprenderá.

-¡Monsieur! -exclamó ésta levantándose indignada.

-Lo siento, madame. Debemos suspender la sesión.

-Madame Simone me prometió una última sesión para hoy.

-Así es -intervino Simone, quedamente-, y estoy dispuesta a cumplir mi promesa.

-Y yo lo celebro, madame.

-Nunca falto a mi palabra -añadió Simone-. No temas, Raoul, es la última vez a Dios gracias.

Raoul corrió las pesadas cortinas delante de la alcoba, y también las de la ventana, de modo que la estancia quedó en penumbra. Señaló una silla a madame Exe, y se dispuso a sentarse en la otra.

-Perdón, monsieur; yo creo en su integridad y en la de madame Simone. De todos modos, con el fin de que mi testimonio sea más valioso, me tomé la libertad de traer esto conmigo.

De su bolso extrajo un trozo de cuerda fina.

-¡Madame! -gritó Raoul-. ¡Esto es un insulto!

-Una precaución, diría yo.

-¡Repito que es un insulto!

-No comprendo su objeción, monsieur. Si no hay truco, no tiene nada que temer.

-Puedo asegurarle que no temo a nada, madame. Está bien, áteme las manos y los pies, si quiere.

Sus palabras no produjeron el efecto esperado, pues madame Exe se limitó a decir sin emoción alguna.

-Gracias, monsieur -y avanzó con la cuerda en la mano.

Simone, situada detrás de la cortina, gritó:

-¡No, Raoul! ¡No dejes que lo haga!

Madame Exe se rió despreciativa.

-Madame tiene miedo.

-Recuerda lo que ha dicho, Simone -intervino Raoul-. Madame Exe tiene la impresión de que somos unos charlatanes.

-Quiero asegurarme, eso es todo -repuso la aludida.

Luego procedió metódicamente a ligar a Raoul a su silla.

-La felicito por sus nudos, madame -dijo irónico, tan pronto quedó atado-. ¿Está satisfecha ahora?

Ella no contestó. Pero sí inspeccionó minuciosamente la sala. Después cerró la puerta, se guardó la llave y regresó a su puesto.

-Bien -exclamó decidida-. Ahora estoy dispuesta.

Pasaron varios minutos antes de que se oyera detrás de la cortina la respiración de Simone, más pesada y estentórea. Seguidamente se percibieron una serie de gemidos, seguidos de un corto silencio, roto por el repentino tamborileo de la pandereta. El cuerpo fue tirado de la mesa al suelo, al mismo tiempo que se producía una risa irónica. Las cortinas de la alcoba se entreabrieron un poco, y la figura de la médium se hizo visible, con la cabeza caída sobre el pecho.

De repente, madame Exe contuvo el aliento. Un arroyo de niebla, semejante a una cinta, salía de la boca de la médium. La niebla se condensó, y empezó gradualmente a tomar la forma de una niña de corta edad.

-¡Amelia! ¡Mi pequeña Amelia!

El susurro procedía de madame Exe. La nebulosa figura se materializó aún más. Raoul miraba casi incrédulo. Jamás había presenciado un éxito tan grande.

Allí, frente a él, una niña de carne y hueso se había hecho realidad.

De pronto, se oyó la suave voz infantil. 

-Maman!

Madame Exe medio se levantó de su asiento, al mismo tiempo que gritaba:

-¡Hijita mía! ¡Hijita mía! 

Raoul intranquilo y temeroso, exclamó: 

-¡Cuidado, madame!

La criatura se movió vacilante hacia las cortinas, y se quedó allí con los brazos extendidos. 

-Maman! -repitió.

Madame Exe volvió a medio levantarse de su silla exclamando sordamente: 

-¡Oh!

Raoul, asustado, gritó: 

-¡Madame! ¡La médium! 

Pero madame Exe pareció no enterarse. 

-Quiero tocarla -dijo.

Tan pronto avanzó un paso, el joven suplicó: 

-¡Por lo que más quiera, madame, contrólese! 

Ella no le oía. 

-¡Siéntese! -gritó aterrado. 

-¡Mi querida! ¡Quiero tocarla! 

-Madame, le ordeno que se siente. ¡Siéntese! -volvió a gritar, desesperado.

Raoul luchó denodadamente contra sus ligaduras. Fue inútil, ya que madame Exe había realizado bien su labor. La terrible sensación de inminente desastre, casi lo enloqueció.

-¡Madame! ¡Siéntese! --vociferó, perdido el control de sus nervios-¡Tenga piedad de la médium!

Ella, indiferente a la angustia del hombre, y sumida en gozoso éxtasis, alargó un brazo y tocó la pequeña figura en pie junto a la cortina. La médium exhaló un sobrecogedor grito.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -imploró Raoul-. ¡Compadézcase de la médium!

Madame Exe se volvió hacia él.

-¿Qué me importa a mí la médium? ¡Quiero a mi hija!

-¿Está usted loca?

-¡Mi hija! ¡Es mía! ¡Mía! Mi propia carne y sangre. Es mi pequeña que vuelve a mí del mundo de los muertos.

Raoul abrió sus labios, pero no logró decir palabra. ¡Aquella mujer estaba loca! Era inútil suplicar piedad a un ser dominado por su propia pasión.

Los labios de la niña volvieron a entreabrirse, y, por tercera vez, se oyó su voz:

-Maman!

-¡Ven, pequeñita mía! -gritó la madre.

Luego, sin más preámbulos, cogió a su hija en sus brazos. Detrás de las cortinas se produjo un prolongado gritó de extrema agonía.

-¡Simone! -llamó Raoul-. ¡Simone!

Madame Exe pasó precipitadamente por delante de él, abrió la puerta, y sus pasos se perdieron en las escaleras.

Detrás de la cortina aún sonaba el terrible y prolongado grito; un grito como Raoul jamás había oído. Luego se desvaneció en una especie de gorgoteo, roto por el golpe de un cuerpo al desplomarse.

El joven luchó como un loco, y sus ligaduras se partieron al fin. Mientras se ponía en pie, Elise apareció gritando:

-¡Madame!

-¡Simone! -dijo Raoul.

Juntos se precipitaron a la cortina, y la separaron.

Raoul retrocedió.

-¡Dios mío! -murmuró-. ¡Roja... toda roja!

Elisa, temblorosa, exclamó:

-¡Madame está muerta! Monsieur, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué madame ha quedado disminuida a la mitad de su tamaño? ¿Qué ha sucedido?

-Lo ignoro.

Durante breves segundos permanecieron callados, sobrecogidos de espanto. Al fin, Raoul gritó:

-¡No lo sé! ¡No lo sé! Creo que me vuelvo loco. ¡Simone! ¡Simone!





12.- S. O.S.



—¡Ah! —dijo el señor Dinsmead efusivamente mientras examinaba la mesa redonda con aprobación. La luz del hogar había resaltado el mantel blanco, los tenedores y cuchillos, así como todos los demás objetos.

—¿Está... todo a punto? —preguntó la señora Dinsmead con voz insegura. Era una mujercita insignificante, de rostro descolorido, cabellos ásperos, peinados hacia atrás, y una nerviosidad perpetua.

—Todo está a punto —replicó su esposo con una especie de satisfacción malsana.

Era un hombre corpulento, de hombros caídos y rostro rubicundo. Tenía los ojos pequeños y brillantes, las cejas muy pobladas y las mejillas desprovistas de vello.

—¿Limonada? —sugirió la señora Dinsmead, casi en un susurro.

Su esposo meneó la cabeza.

—Té. Es mucho mejor en todos los aspectos. Mira el tiempo que hace, llueve a cántaros y sopla fuerte viento. Una buena taza de té caliente es lo que hace falta para acompañar la cena de una noche como ésta.

Y parpadeando con vivacidad volvióse de nuevo para revisar la mesa.

—Un buen plato de huevos, ternera en lata y pan y queso. Esto es lo que he dispuesto para la cena. De manera que ve a prepararlo, mamá. Carlota está en la cocina esperando para ayudarte.

La señora Dinsmead se levantó, ovillando cuidadosamente la lana de su labor de punto.

—Es ya una muchacha muy atractiva —murmuró.

—¡Ah! —exclamó el señor Dinsmead—. ¡Es el viejo retrato de su madre! ¡Vamos, ve a la cocina de una vez y no perdamos más tiempo!

Y se puso a pasear por la habitación tarareando una cancioncilla por espacio de unos minutos. Una vez se acercó a la ventana para contemplar el exterior.

—Vaya tiempecito —murmuró para sí—. No es muy probable que tengamos visitas esta noche.

Y entonces salió de la habitación.

Unos diez minutos más tarde la señora Dinsmead volvía trayendo un plato de huevos fritos, seguida de sus dos hijas que traían el resto de las viandas. El señor Dinsmead y su hijo Johnnie cerraban la marcha. El primero sentóse a la cabecera de la mesa.

—¡Qué buena idea tuvo el primero a quien se le ocurrió conservar los alimentos en las latas! Me gustaría saber qué haríamos nosotros a tanta distancia de cualquier poblado si no pudiéramos echar mano de las conservas cada vez que el carnicero se olvida de venir.

Y se dispuso a atacar la ternera.

—Yo me pregunto a quién se le ocurriría construir una casa como ésta tan apartada de la civilización —replicó su hija Magdalena en tono quejoso—. Nunca vemos a un ser viviente.

—No —dijo su padre—. Nunca vemos a nadie.

—No sé por qué la alquilaste, papá —intervino Carlota.

—¿No, hija mía? Pues tenía mis razones..., sí, tuve mis razones.

Sus ojos buscaron los de su esposa, pero ella frunció el ceño.

—Y además está encantada —continuó Carlota—. No dormiría aquí sola por nada.

—Tonterías —replicó el padre—. Nunca viste nada, ¿no es cierto?

—Quizá no haya visto nada, pero...

—Pero, ¿qué...?

Carlota no contestó, mas un estremecimiento recorrió su cuerpo. Un fuerte ramalazo de lluvia azotó el postigo de la ventana y la señora Dinsmead dejó caer la cuchara, que tintineó contra la bandeja.

—¿Estás nerviosa, mamá? —dijo el señor Dinsmead—. Hace mala noche, eso es todo. No te preocupes, aquí estamos seguros junto al fuego, y no es probable que nadie venga a molestarnos. Vaya, sería un milagro que viniera alguien, y los milagros no ocurren a menudo. No —agregó como para sus adentros con extraña satisfacción—. Los milagros no ocurren a menudo.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando llamaron a la puerta, y el señor Dinsmead quedó como petrificado.

—¿Qué es eso? —murmuró boquiabierto.

La señora Dinsmead, exhalando un gemido, se arropó más en su chal. El color acudió a las mejillas de Magdalena cuando se inclinó hacia delante para decir a su padre:

—El milagro ha ocurrido. Será mejor que vayas a ver quién es.

Veinte minutos antes Mortimer Cleveland se hallaba examinando su automóvil bajo la lluvia y envuelto en la niebla. Aquello sí que era mala suerte. Dos pinchazos en menos de diez minutos, y allí estaba detenido a muchos kilómetros de distancia de cualquier parte, en mitad de las desnudas tierras de Wilstshire, con la noche echándose encima y sin la menor esperanza de encontrar dónde guarecerse. Le estaba bien empleado por querer tomar un atajo. ¡Si hubiera continuado por la carretera principal! Ahora se encontraba perdido en mitad de un camino de carros cerca de la ladera de una colina, sin posibilidad de hacer avanzar su coche, ni la menor idea de a qué distancia estaba el pueblo más próximo.

Miró perplejo a su alrededor y sus ojos percibieron el resplandor de una luz en la ladera de la colina. Un segundo más tarde la niebla la ocultó de nuevo, pero aguardando con paciencia logró verla otra vez. Tras un momento de vacilación se decidió a abandonar el automóvil, encaminándose hacia la colina.

Pronto pudo salir de la niebla, viendo que la luz salía de una ventana de una casita de campo. Allí por lo menos encontraría refugio. Mortimer Cleveland apresuró el paso, inclinando la cabeza para hacer frente a la lluvia y al fuerte viento que intentaba hacerle retroceder.

Cleveland era, a su manera, una celebridad, aunque la mayoría de la gente desconociera su nombre y actividades. Era una autoridad en ciencias mentales y había escrito dos libros de texto sobre el subconsciente. Era, además, miembro de la Sociedad de Investigaciones Físicas y un estudiante de las ciencias ocultas en cuanto afectaran sus propias conclusiones y línea de investigación.

Su naturaleza era muy susceptible al ambiente, y gracias a un adiestramiento deliberado había acrecentado este don natural. Cuando hubo llegado a la casa y llamado a la puerta, tuvo conciencia de una excitación, y de un interés especial, como si todas sus facultades se hubieran agudizado de pronto.

El murmullo de voces del interior llegaba perfectamente hasta sus oídos. Después de su llamada se hizo un silencio, y luego oyó correr una silla. Al minuto siguiente le abrió la puerta un muchacho de unos quince años. Cleveland pudo contemplar por encima de su hombro la escena del interior, que le recordó los cuadros de un pintor alemán.

Una mesa redonda preparada para la cena y una familia reunida a su alrededor; un par de velas encendidas y la luz del hogar iluminándolo todo. El padre, un hombre corpulento, sentado a la cabecera de la mesa, y frente a él una mujercita de cabellos grises y aspecto atemorizado. Frente a la puerta, mirando a Cleveland, una muchacha que había detenido su taza en el aire sin acabar de llevarla a sus labios.

Cleveland vio en seguida que su hermosura era poco corriente. Sus cabellos, rubios como el oro, enmarcaban su rostro como una aureola; sus ojos, muy separados, eran de un gris purísimo, y la boca y la barbilla dignas de una madonna italiana.

Hubo un minuto de silencio absoluto. Luego Cleveland penetró en la casa refiriendo lo que acababa de ocurrirle. Cuando hubo terminado su historia se hizo otra pausa difícil de explicar. Al fin, como si le costara un gran esfuerzo, se levantó el padre.

—Pase, señor... ¿señor Cleveland, dijo usted?

—Ése es mi nombre —repuso Mortimer sonriendo.

—Ah, sí. Pase, señor Cleveland. Hace noche de perros, ¿no es cierto? Acérquese al fuego. Cierra la puerta, ¿quieres, Johnnie? No te quedes ahí toda la noche.

Cleveland se acercó al fuego, tomando asiento en un taburete de madera, mientras Johnnie cerraba la puerta.

—Me llamo Dinsmead —le dijo el cabeza de familia con toda cordialidad—. Ésta es mi esposa, y éstas mis dos hijas, Carlota y Magdalena.

Por primera vez Cleveland vio el rostro de la otra joven sentada de espaldas a la puerta, y aunque totalmente distinta a la otra, era también una belleza. Muy morena, con el rostro pálido, una delicada nariz aguileña y boca perfecta. Al oír la presentación de su padre inclinó la cabeza mirándole como si quisiera adivinar su carácter..., como si le estuviera pesando en la balanza de su joven juicio.

—¿Quiere beber alguna cosa, señor Cleveland?

—Gracias —replicó Mortimer—. Una taza de té me sentaría admirablemente.

El señor Dinsmead vaciló un momento, y luego fue vaciando las cinco tazas, una tras otra, en la tetera.

—Este té está ya frío —dijo con brusquedad—. ¿Quieres hacer un poco más, mamá?

La señora Dinsmead levantóse rápidamente y recogió la tetera. Mortimer tuvo la impresión de que se alegraba de poder abandonar la habitación.

El té no tardó en llegar y el inesperado huésped participó en la cena.

El señor Dinsmead charlaba y charlaba..., estuvo comunicativo, genial y locuaz, contando al forastero toda su vida. Que se había retirado últimamente del negocio de la construcción..., sí, era un buen asunto. Él y su esposa habían creído que les convendría un poco de aire puro..., hasta entonces nunca habían vivido en el campo. Claro que era mala época, octubre y noviembre, pero no quisieron esperar.

—La vida es tan insegura, señor...

De modo que alquilaron aquella casita situada a ocho kilómetros del pueblo más cercano, y a diecinueve de lo que podríamos llamar la ciudad. No, no se quejaban. Las hijas lo encontraban un poco aburrido, pero él y su esposa disfrutaban con aquella tranquilidad.

Y así continuó largo rato, dejando a Mortimer casi hipnotizado con su facilidad de palabra. Estaba seguro de que allí no había otra cosa que vulgaridad doméstica, y no obstante al penetrar en la casa diagnosticó otra cosa..., cierta tensión..., cierta corriente que emanaba de una de aquellas cinco personas..., no sabía de cuál. ¡Simplezas, sus nervios estaban fuera de quicio! Les asustó al pronto su repentina aparición, seguramente..., nada más.

Insinuó la cuestión de buscar cobijo para pasar la noche, hallando pronta respuesta.

—Usted se queda con nosotros, señor Cleveland. No hay otra casa en varios kilómetros. Podemos darle habitación, y aunque mis pijamas son algo anchos, vaya, siempre serán mejor que nada, y sus ropas estarán ya secas por la mañana.

—Es usted muy amable.

—Nada de eso —-replicó el otro alegremente—. Como acabo de decirle, hace una nochecita de perros para andar por ahí. Magdalena, Carlota, id a preparar la habitación.

Las dos jóvenes salieron de la estancia y al poco rato Mortimer las oyó andar por arriba.

—Comprendo perfectamente que dos jovencitas tan atractivas como sus hijas se aburran aquí —dijo Cleveland.

—¿Bonitas, verdad? —repuso el señor Dinsmead con orgullo paternal—. Pero muy distintas de nosotros. Mi esposa y yo somos muy caseros y estamos muy unidos, se lo aseguro, señor Cleveland. ¿No es cierto, Maggie?

La señora Dinsmead sonrió y las agujas tintineaban afanosamente. Tejía muy de prisa.

Al fin la habitación estuvo preparada, y Mortimer, tras dar las gracias una vez más, anunció el deseo de retirarse a descansar.

—¿Habéis puesto una botella de agua caliente en la cama? —preguntó de pronto la señora Dinsmead acordándose de sus deberes de ama de casa.

—Sí, mamá, dos.

—Muy bien —replicó Dinsmead—. Subid con él, hijas mías, y ved que no falte nada.

Magdalena le precedió con un candelabro en alto para iluminar una escalera, y Carlota subió tras él.

El dormitorio era reducido, pero agradable, con el techo inclinado. La cama parecía cómoda y los pocos muebles un tanto polvorientos que la adornaban eran de caoba antigua. Sobre el lavabo había una gran jarra de agua caliente, y sobre una silla un pijama de enormes proporciones. La cama había sido abierta.

Magdalena fue hasta la ventana para asegurarse de que los postigos estaban cerrados. Carlota dirigió una ojeada final a los utensilios del lavabo y ambas se retiraron hacia la puerta.

—Buenas noches, señor Cleveland. ¿Está seguro de que no le falta nada?

—No, gracias, señorita Magdalena. Siento ocasionarles tantas molestias. Buenas noches.

Y salieron, cerrando la puerta tras ellas. Mortimer Cleveland quedó a solas y empezó a desnudarse con aire pensativo. Cuando se hubo puesto el enorme pijama del señor Dinsmead recogió sus ropas húmedas y las dejó fuera de la habitación, como le aconsejara su anfitrión, cuya voz se oía desde abajo.

¡Qué charlatán era aquel hombre! Era un tipo raro... y desde luego había oído algo extraño en aquella familia. ¿O eran cosas de su imaginación?

Volvió a entrar en el dormitorio y cerró la puerta, quedando sumido en sus pensamientos... y entonces tuvo un sobresalto.

La mesita de caoba que había al lado de la cama estaba cubierta de polvo y escritas en él se veían unas letras con toda claridad. S. O. S.

Mortimer no podía dar crédito a sus ojos. Aquello era una confirmación a sus vagas sospechas y presentimientos. Entonces estaba en lo cierto. En aquella casa ocurría algo raro.

S. O. S. Una llamada de auxilio. Pero, ¿quién la habría escrito en el polvo? ¿Magdalena o Carlota? Ambas estuvieron junto a la cama unos momentos antes de abandonar la habitación. ¿Qué mano habría trazado aquellas tres significativas letras?

Ante él aparecieron los rostros de las dos jóvenes. Magdalena, morena y fría, y Carlota, tal como la viera en el primer momento, con los ojos muy abiertos, sobresaltada, con un algo indefinible en su mirada.

Fue de nuevo hacia la puerta y la abrió. Ya no se oía la voz del señor Dinsmead. La casa estaba silenciosa.

Mortimer pensó para sus adentros:

«Esta noche nada puedo hacer. Y mañana ya veremos.»

Cleveland se despertó temprano, y luego de bajar a la planta baja salió al jardín. La mañana era hermosa y fresca después de la lluvia. Alguien más había madrugado. En el otro extremo del jardín Carlota estaba inclinada sobre la cerca contemplando las colinas, y el pulso se aceleró un poco al ir a su encuentro. En su interior estaba convencido de que fue Carlota quien escribiera el mensaje. Al llegar junto a ella la joven se volvió para darle los buenos días. Sus ojos eran francos e infantiles, sin la menor sombra de secreto.

—Hace una mañana espléndida —dijo Mortimer sonriendo—. Qué contraste con el tiempo que hacía anoche.

—Desde luego.

Mortimer arrancó una rama del árbol cercano, y con ella empezó a dibujar sobre la arena que había a sus pies. Trazó una S, luego una O y por último otra S, observando la reacción de la joven, pero tampoco ahora pudo ver la menor señal de comprensión.

—¿Sabe lo que representan estas letras? —le preguntó de pronto.

Carlota frunció el entrecejo.

—¿No son las que envían los barcos cuando están en peligro? —preguntó.

Mortimer hizo un gesto de asentimiento.

—Alguien las escribió anoche en mi mesita de noche —dijo tranquilamente—. Y pensé que tal vez hubiera sido usted.

Ella le miró con franco asombro.

—¿Yo? ¡Oh, no!

Entonces se había equivocado. Sintió una punzada de desaliento. Creía estar seguro..., tan seguro. Y sus presentimientos no solían engañarle.

—¿Está bien segura? —insistió.

—¡Oh, sí!

Echaron a andar hacia la casa. Carlota parecía preocupada por algo, y apenas contestaba a los comentarios de Mortimer. De pronto exclamó en voz baja y nerviosa:

—Es... es tan extraño que me haya usted preguntado por esas letras, S.O.S. Claro que yo no las escribí, pero... podría haberlo hecho.

Cleveland se detuvo para mirarla y ella continuó:

—Parece una tontería, lo sé, pero he estado tan asustada, tanto..., que cuando usted llegó anoche me parecía una... una respuesta a mis plegarias.

—¿De qué tenía miedo? —preguntó Mortimer.

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—Creo... que es la casa. Desde que vinimos aquí ha ido creciendo mi temor. Todos parecen distintos. Papá, mamá y Magdalena..., todos parecen haber cambiado.

Mortimer no replicó en seguida, y antes de que pudiera hacerlo, Carlota se apresuró a continuar:

—¿Sabe que esta casa dicen que está encantada?

—¿Qué? —preguntó él sintiendo renacer su interés.

—Sí, un hombre asesinó a su esposa aquí, hace ya algunos años. Nosotros lo supimos después de habitarla. Papá dice que eso de los fantasmas son tonterías, pero yo... no sé...

Mortimer pensaba a toda velocidad.

—Dígame —le preguntó en tono profesional—. ¿Ese crimen se cometió en la habitación donde yo he dormido?

—No lo sé —repuso Carlota.

—Quisiera saber —dijo Mortimer como para sus adentros—, si eso es posible.

Carlota le miraba sin comprender.

—Señorita Dinsmead —le dijo Cleveland amablemente—. ¿Ha tenido alguna vez motivos para creer que es usted una buena médium?

Ella le miró sorprendida.

—Creo que usted sabe que escribió S.O.S. anoche —dijo él tranquilamente—. Oh, inconsciente, desde luego. Un crimen flota en la atmósfera, por así decir. Una mentalidad sensible como la suya pudo ser influenciada en cierta manera. Usted ha estado reproduciendo las sensaciones e impresiones de la víctima. Muchos años atrás ella escribió S.O.S. en la mesa, y usted, inconsciente, reprodujo anoche su última acción.

El rostro de Carlota se iluminó.

—Ya entiendo —dijo—. ¿Usted cree que ésa es la explicación?

Una voz llamó desde la casa y la joven se marchó dejando a Mortimer en el sendero del jardín. ¿Estaba satisfecho con aquella explicación? ¿Cubría todos los hechos que él conocía? ¿Explicaba la tensión que percibiera al entrar en la casa la noche anterior?

Quizá, y no obstante aún tenía la extraña sensación de que su repentina presencia había producido algo muy semejante a la consternación, y pensó para sí: No debo dejarme llevar por la explicación física. Puede afectar a Carlota, pero no a los otros. Mi llegada les contrarió en gran manera... a todos, excepto a Johnnie. Sea lo que fuese lo que ocurre, Johnnie no tiene nada que ver.

Estaba seguro de esto: era extraño que demostrara tanta seguridad, pero era así.

En aquel momento el propio Johnnie salía de la casa y se aproximó al huésped.

—El desayuno espera —le anunció—. ¿Quiere usted entrar?

Mortimer observó que el muchacho tenía dos dedos muy manchados, y Johnnie, al ver su mirada, se echó a reír.

—Siempre ando trajinando con productos químicos, ¿sabe? —le dijo—. Papá a veces se pone furioso. Él quiere que me dedique a la construcción, pero a mí me encanta la química.

El señor Dinsmead apareció en una de las ventanas con una amplia sonrisa en los labios, y al verle, todo el recelo y desconfianza de Mortimer despertaron de nuevo. La señora Dinsmead estaba ya sentada a la mesa. Le dio los buenos días con su voz inexpresiva y otra vez tuvo la sensación de que por alguna oculta razón le temía.

Magdalena bajó al fin, y tras saludarle con una leve inclinación de cabeza se acercó y tomó asiento frente a él.

—¿Ha dormido usted bien? —le preguntó bruscamente—. ¿No ha extrañado la cama?

Le miraba con ansiedad, y cuando él le contestó que sí había dormido bien, le pareció ver en sus ojos una sombra de desilusión. ¿Qué es lo que había esperado que dijera?

Mortimer volvióse a su anfitrión.

—Creo que su hijo se interesa por la química —dijo complacido.

La señora Dinsmead dejó caer su taza con estrépito.

—Vamos, vamos, Maggie —le dijo su esposo.

A Mortimer le pareció que en su voz había una reconvención, una advertencia..., pero volviéndose hacia su huésped estuvo hablando tranquilamente de las ventajas del ramo de la construcción y de no dejar que los jóvenes siguieran sus impulsos.

Después del desayuno Cleveland salió solo al jardín para fumar un cigarrillo. Era evidente que había llegado la hora de abandonar aquella casa. Pasar la noche era una cosa, pero el prolongar su estancia allí resultaba difícil sin una excusa, y ¿qué excusa podía dar? Sin embargo sentíase reacio a partir.

Pensando y pensando, tomó un camino que llevaba al otro lado de la casa. Sus zapatos tenían las suelas de crepé y apenas hacían ruido. Al pasar ante la ventana de la cocina oyó la voz de Dinsmead y sus palabras atrajeron su atención.

—Es una buena suma de dinero, vaya si lo es.

Mortimer no tenía intención de escuchar lo que hablaban, pero volvió sobre sus pasos muy pensativo. Sea como fuere se trataba de sesenta mil libras, y aquello ponía la cosa más clara... y más fea.

Magdalena salía de la casa, pero la voz de su padre la llamó casi en el acto, y volvió a entrar. Al poco rato Dinsmead volvía a reunirse con su huésped.

—¡Qué hermosa mañana! —le dijo animadamente—. Espero que su automóvil no tenga nada de importancia.

Quiere saber cuándo me marcho, pensó Mortimer, y en voz alta agradeció una vez más su hospitalidad al señor Dinsmead.

—No faltaba más, no faltaba más —replicó el otro.

Magdalena y Carlota salieron juntas de la casa, y cogidas del brazo se dirigieron a un asiento rústico que había a corta distancia. Las dos cabezas, una morena y la otra rubia, contrastaban tanto que Mortimer exclamó impulsivamente:

—Qué distintas son sus hijas, señor Dinsmead.

El aludido, que estaba encendiendo su pipa, apagó la cerilla con violencia.

—¿Usted cree? —preguntó—. Sí; claro, supongo que lo son.

Mortimer tuvo una repentina inspiración.

—Claro que las dos muchachas no son hijas suyas —dijo con calma.

Vio que Dinsmead le miraba vacilando, y que al fin se decidía.

—Es usted muy inteligente —le dijo—. No, una de ellas la recogimos cuando era de pañales y la hemos criado como si fuera nuestra. Ella no tiene la menor idea de la verdad, pero tendrá que saberlo pronto —suspiró.

—¿Una cuestión de herencia? —insinuó Mortimer.

El otro le dirigió una mirada de recelo, y al fin decidió que la franqueza era lo mejor.

—Es extraño que usted diga eso, señor Cleveland.

—Un caso de telepatía, ¿eh? —dijo Mortimer con una sonrisa.

—Así es, señor. La recogimos por complacer a su madre..., entonces yo empezaba a dedicarme a la construcción. Hace pocos meses vi un anuncio en los periódicos, y me pareció que la niña en cuestión debía ser nuestra Magdalena. Fui a ver a los abogados y se ha hablado mucho en todos los sentidos. Ellos sospechan... es natural... es natural..., pero ahora está todo aclarado. Yo mismo voy a llevarla a Londres la semana que viene... Ella todavía no sabe nada. Parece ser que su padre fue un hombre muy rico, y sólo se enteró de la existencia de la niña pocos meses antes de su muerte. Contrató a varios agentes para que la encontraran y le dejó todo su dinero para cuando dieran con ella.

Mortimer le escuchaba con suma atención. No tenía motivos para dudar de la historia del señor Dinsmead, que explicaba la belleza morena de Magdalena, y quizá también su frialdad. Sin embargo, aunque la historia fuese cierta, algo se ocultaba tras ella.

Mas Cleveland no quiso despertar las sospechas del otro. Al contrario, debía procurar disiparlas.

—Una historia muy interesante, señor Dinsmead —le dijo—. Y felicito a la señorita Magdalena. Siendo tan hermosa y además heredera, tendrá un magnífico porvenir.

—Sí —convino el padre con calor—, y además es muy buena, señor Cleveland.

—Bien —dijo Mortimer—. Creo que debo marcharme ya. Tengo que darle las gracias una vez más, señor Dinsmead, por su hospitalidad tan estupenda y oportuna.

Acompañado de su anfitrión penetró en la casa para despedirse de la señora Dinsmead, que por hallarse de pie ante la ventana no les oyó entrar. Al oír decir a su esposo en tono jovial: «Aquí está el señor Cleveland, que quiere despedirse de ti», se sobresaltó de tal manera que le cayó algo que tenía en la mano y que Mortimer se apresuró a recoger. Era una miniatura de Carlota hecha al estilo de los veinte años atrás. Cleveland le repitió las gracias que ya diera a su esposo, volviendo a notar en ella las miradas furtivas y llenas de temor que le dirigían sus pestañas.

Las dos jóvenes no estaban a la vista, pero Mortimer no quería demostrar interés por ellas; también él tenía su idea, que no habría de tardar en comprobar.

Cuando se encontraba a medio kilómetro de distancia de la casa, camino del lugar donde dejara el automóvil la noche anterior, vio que se movían unos arbustos al lado del sendero y Magdalena apareció ante él.

—Tenía que verle —le dijo.

—La esperaba repitió Mortimer—. Fue usted quien escribió S.O.S. en mi mesilla de noche, ¿no es cierto?

Magdalena asintió.

—¿Por qué? —le preguntó Mortimer en tono amable.

La joven, dando media vuelta, comenzó a arrancar hojas de un arbusto.

—No lo sé —dijo—. Sinceramente, no lo sé.

—Cuéntame —le animó Cleveland.

Magdalena aspiró el aire con fuerza.

—Soy una persona práctica —dijo—; no de esas que imaginan o inventan cosas. Usted, según tengo entendido, cree en fantasmas y espíritus. Yo no, y le aseguro que en esta casa ocurre algo muy extraño —señaló la colina—. Quiero decir que hay algo tangible..., no es sólo un eco del pasado. Lo he estado notando desde que vinimos aquí. Cada día que pasa es peor. Papá está distinto, mamá es otra, y Carlota lo mismo.

Mortimer intervino.

—¿Y Johnnie no ha cambiado?

Magdalena le miró apreciativamente.

—No —dijo—, ahora que lo pienso, Johnnie no ha cambiado. Es el único que está igual que siempre. Incluso anoche a la hora del té.

—¿Y usted?

—Yo estaba asustada..., terriblemente asustada, como una niña..., sin saber por qué. Y papá estuvo tan... extraño, no hay otra palabra. Habló de milagros y entonces yo recé..., recé para que se realizara un milagro, y usted llamó a la puerta.

Se detuvo bruscamente, mirándola a los ojos.

—Supongo que no debo parecerle loca —le dijo con aire desafiante.

—No —replicó Mortimer—, al contrario, me parece usted una personita muy cuerda. Todas las personas sanas sienten el peligro cuando se hallan cerca de él.

—No comprende —dijo ella—. Yo no temía... por mí.

—¿Por quién entonces?

Pero Magdalena volvió a menear la cabeza con aire contrito.

—No lo sé. —Y continuó—: Escribí S.O.S. impulsivamente. Tuve la impresión... sin duda absurda... de que no iban a dejarme hablar con usted..., me refiero, a mi familia. No sé lo que pensaba pedirle que hiciera, ni tampoco lo sé ahora.

—No importa —replicó Mortimer—. Lo haré.

—¿Qué puede usted hacer ahora?

—Puedo pensar.

Ella le miró incrédula.

—Sí —dijo Mortimer—, así puede hacerse muchísimo más de lo que usted se imagina. Dígame, ¿hubo por casualidad alguna palabra o frase que atrajera su atención poco antes de la cena de anoche?

Magdalena frunció el entrecejo.

—No creo —dijo al fin—. Oí que papá decía a mamá que Carlota era su vivo retrato, y se rió de un modo muy extraño, pero... no hay nada raro en eso, ¿verdad?

—No —replicó Mortimer, despacio—, excepto que Carlota no se parece en nada a su madre.

Permaneció sumido en sus pensamientos unos instantes y, al levantar los ojos, comprendió que Magdalena le contemplaba indecisa.

—Vuelva a su casa, pequeña —le dijo—, y no se preocupe. Déjelo en mis manos.

Ella, obediente, emprendió el camino de regreso. Mortimer continuó andando un poco más, y luego se tumbó sobre la verde hierba y cerrando los ojos procuró no pensar en nada, para dejar que una serie de imágenes fueran subiendo a la superficie de su memoria.

¡Johnnie! Siempre volvía a pensar en Johnnie. Johnnie completamente inocente, y ajeno a las sospechas e intrigas, pero, sin embargo, el eje en torno al cual giraba todo. Recordó que la señora Dinsmead había dejado caer su taza aquella mañana durante el desayuno. ¿Qué fue lo que originó su agitación? ¿Un comentario casual que hizo él acerca de la afición del muchacho por la química? En aquel momento no había reparado en el señor Dinsmead, pero ahora recordaba que detuvo en el aire la taza que iba a llevarse a los labios.

Aquello le llevó de nuevo a Carlota cuando la vio por primera vez mirándole por encima de su taza de té. Y rápidamente a este pensamiento le sucedió otro: el recuerdo del Señor Dinsmead vaciando todas las tazas, una tras otra, y diciendo: «El té está frío».

Recordaba las tazas humeantes. Sin duda el té no estaría tan frío como él pretendía.

Algo empezó a bullir en su cerebro. Una noticia que leyera en los periódicos no hacía mucho..., todo lo más un mes. Una familia entera envenenada por el descuido de un muchacho. Un paquete de arsénico olvidado en la despensa, cuyo contenido había ido cayendo sobre el pan que estaba debajo. Probablemente el señor Dinsmead también lo habría leído.

Las cosas se fueron aclarando.

Y media hora más tarde, Mortimer Cleveland se puso en pie rápidamente.

Se hizo de noche una vez más en la casita. Esta vez los huevos eran escalfados y se abrió una lata de carne mollar. La señora Dinsmead salía de la cocina portando la enorme tetera, mientras la familia ocupaba sus sitios correspondientes alrededor de la mesa.

La madre fue llenando las tazas y repartiéndolas. Luego, al dejar la tetera sobre la mesa, lanzó un grito ahogado y se llevó la mano al corazón. El señor Dinsmead giró en redondo siguiendo la dirección de sus ojos aterrorizados. Mortimer Cleveland estaba en pie en la entrada, y se adelantó.

—Temo haberles asustado —dijo—. Tuve que volver por algo.

—¿Por algo? —exclamó el señor Dinsmead con el rostro amoratado y las venas a punto de estallar—. Me gustaría saber por qué.

—Por un poco de té —exclamó Mortimer.

Y con un gesto rápido extrajo un tubo de ensayo de su bolsillo, en el que vació el contenido de una de las tazas que había sobre la mesa.

—¿Qué... qué hace usted? —preguntó el señor

Dinsmead, con el rostro palidísimo, del que había desaparecido todo el acaloro anterior como por arte de magia.

La señora Dinsmead lanzó un gemido.

—¿Lee usted los periódicos, señor Dinsmead? Estoy seguro que sí. Algunas veces se lee la noticia de que toda una familia ha sido envenenada..., ciertos miembros de la misma se recobraron y otros no. En este caso uno hubiera muerto. La primera explicación sería la carne en lata que están comiendo, pero ¿y suponiendo que el médico fuese un hombre receloso y que no se dejase convencer fácilmente por esa teoría? En su despensa hay un paquete de arsénico, y en el estante de debajo un paquete de té. Nada más natural que suponer que el arsénico cayó en el té por accidente... Su hijo sería inculpado de descuido y nada más.

—Yo... yo no sé a qué se refiere —exclamó Dinsmead.

—Creo que sí lo sabe —Mortimer cogió otra taza de té y llenó otro tubo. Al primero le puso una etiqueta roja y al otro una azul.

—El de la etiqueta roja —dijo— contiene té de la taza de su hija Carlota, y el otro de la de Magdalena; y estoy dispuesto a jurar que en el primero se encontrará cuatro o cinco veces mayor cantidad de arsénico que en el segundo.

—¡Está loco! —exclamó Dinsmead.

—¡Oh, pobre de mí! Nada de eso. Usted me dijo hoy mismo, señor Dinsmead, que Magdalena no era hija suya. Y me mintió. Magdalena es su hija. CarIota es la niña que ustedes adoptaron y que es tan parecida a su madre, que cuando hoy tuve en mis manos una miniatura de su madre la tomé por la propia Carlota. Ustedes deseaban que su propia hija heredara la fortuna, y puesto que era imposible ocultar a Carlota, y alguien que hubiera conocido a su madre hubiese comprendido la verdad por su extraordinario parecido, decidieron..., bueno..., poner el arsénico blanco suficiente en el fondo de una taza de té.

La señora Dinsmead lanzó de pronto una risa histérica.

—Té —gritó—; eso es lo que dijo, té, y no limonada.

—¿Es que no puedes callarte? —rugió su esposo.

Mortimer vio que Carlota le miraba con los ojos muy abiertos. Luego sintió que le cogían de un brazo y Magdalena le llevó donde no pudieran oírles.

—Eso... —señaló los tubos de ensayo—. Papá... Usted no... Mortimer le puso una mano sobre el hombro.

—Pequeña —le dijo—, usted no cree en el pasado. Yo sí. Y creo en el ambiente que se respiraba en esta casa. Si su padre no hubiera venido a esta casa, precisamente, quizá... digo quizá..., no hubiera concebido este plan. Guardaré estos dos tubos de ensayo para salvaguardar a Carlota ahora, y en el futuro. Aparte de esto, no haré nada... en agradecimiento, si usted quiere, a la mano que escribió S.O.S.



[1] Victoria Cross: la Cruz de la Victoria.
[2] Tostada con queso hervido desleído en cerveza.





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