Leyendo a Agatha Christie se viste de gala. Hoy leeremos el texto mas largo hasta ahora, les informo que esta en su totalidad para que puedan disfrutarle y leerle. Vayan y busquen un cafe con galletas o lo que deseen acompañar para amenizar la lectura, bienvenidos y a disfrutar...
Nota: el siguiente texto fue publicado en 1950 como libro bajo el texto "Tres ratones ciegos y otras historias". Es recomendable que si te gusta compres el libro en fisico en cualquier libreria. Si incumplo alguna normativa por publicarle online le borrare inmediatamente respetando los derechos del libro.
GUÍA DEL LECTOR
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:
BOYLE: Señora de mediana edad, hospedada en la pensión de los Davis.
CASEY: Portera de la casa número 74 de la calle Culver.
DAVIS (Giles): Comandante de marina retirado y dueño de una casa de huéspedes.
DAVIS (Molly): Joven esposa del anterior.
HOGBEN: Inspector de la policía de Berkshire.
KANE: Sargento detective.
LYON: Mujer asesinada en su domicilio de la calle Culver.
METCALF: Mayor del ejército, huésped de los Davis.
PARAVICINI: Otro de los hospedados en la pensión de los Davis.
PARMINTER: Inspector de Scotland Yard.
TROTTER: Sargento de policía.
WREN (Cristóbal): Joven, también huésped de los Davis.
CANCIÓN INFANTIL INGLESA
Three Blind Mice
Three Blind Mice
See how they run
See how they run
They all run after the farmer's wife
She cut of their tails with a carving knife
Did you ever see such a sight in your life
As Three Blind Mice?
Traducción:
Tres ratones ciegos.
Tres ratones ciegos.
Ved cómo corren.
Ved cómo corren.
Van tras la mujer del granjero;
les cortó el rabo con un trinchante.
¿Visteis nunca algo semejante
a Tres ratones ciegos?
PRÓLOGO
Hacía mucho frío, y el cielo, encapotado y gris, amenazaba nieve. Un hombre enfundado en un abrigo oscuro, con una bufanda subida hasta las orejas y el sombrero calado hasta los ojos, avanzó por la calle Culver y se detuvo ante el número 74. Apretó el timbre y lo oyó resonar en los bajos de la casa.
La señora Casey, que se hallaba fregando los platos muy atareada, dijo amargamente:
—¡Maldito timbre! Nunca le deja a una en paz.
Jadeando, subió los escalones del sótano para abrir la puerta.
El hombre, cuya silueta se recortaba contra el oscuro cielo, le preguntó con voz ronca:
—¿La señora Lyon?
—Segundo piso —informó la señora Casey—. Puede usted subir. ¿Le espera?
El hombre afirmó lentamente con la cabeza.
—¡Oh! Bueno, suba y llame.
Le observó mientras subía la escalera, cubierta por una alfombra raída. Más tarde dijo que le había producido una «extraña impresión». Pero en aquellos momentos sólo pensó que debía sufrir un fuerte resfriado que le hacía temblar de aquella forma... cosa nada extraña con aquel tiempecito.
Cuando el hombre llegó al primer rellano de la escalera comenzó a silbar suavemente la tonadilla de Tres ratones ciegos.
CAPÍTULO PRIMERO
Molly Davis dio unos pasos hacia atrás en la carretera para admirar el letrero recién pintado de la empalizada:
MONKSWELL MANOR
Casa de Huéspedes
Hizo un gesto de aprobación. Realmente tenía un aspecto muy profesional. O tal vez pudiera decirse casi profesional, ya que la última a de Casa bailaba un poco y el final de «Manor» estaba algo apretujado; pero, en conjunto, Giles lo hizo muy bien. Era muy inteligente. ¡Sabía hacer tantas cosas! Molly no cesaba de descubrir nuevas virtudes en su esposo. Hablaba tan poco de sí mismo que sólo muy lentamente iba conociendo sus talentos. Un ex marino siempre es un hombre «mañoso», se decía.
Pues bien, Giles tendría que hacer uso de todos sus talentos en su nueva aventura, ya que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo dirigir una casa de huéspedes. Pero era divertido y les resolvía el problema de alojamiento.
Había sido idea de Molly. Cuando murió tía Catalina y los abogados le escribieron comunicándole que le había dejado Monkswell Manor, la natural reacción de ambos jóvenes fue vender aquella propiedad. Giles le preguntó:
—¿Qué aspecto tiene?
Y Molly había contestado:
—Oh, es una casona antigua, llena de muebles victorianos, pasados de moda. Tiene un jardín bastante bonito, pero desde la guerra está muy descuidado; sólo quedó un viejo jardinero.
De modo que decidieron venderla, reservándose únicamente el mobiliario preciso para amueblar una casita o un pisito para ellos.
Pero en el acto surgieron dos dificultades. En primer lugar no se encontraban pisos ni casas pequeñas, y en segundo lugar todos los muebles eran enormes.
—Bueno —decidió Molly—, tendremos que venderlo todo. Supongo que la comprarán.
El agente les aseguró que en aquellos días se vendía cualquier cosa.
—Es muy probable que la adquieran para instalar un hotel o casa de huéspedes, en cuyo caso pudiera ser que se quedaran con el mobiliario completo. Por fortuna la casa está en muy buen estado. La finada señorita Emory hizo grandes reparaciones y la modernizó precisamente antes de la guerra y apenas se ha deteriorado. Oh, sí, se conserva muy bien.
Y entonces fue cuando a Molly se le ocurrió la idea.
—Giles —le dijo—, ¿por qué no la convertimos nosotros en casa de huéspedes?
Al principio su esposo se burló de ella, pero Molly siguió insistiendo.
—No es necesario que tengamos a mucha gente... por lo menos al principio. Es una casa fácil de llevar; tiene agua fría y caliente en los dormitorios, calefacción central y cocina de gas. Y podríamos tener gallinas y patos que nos proporcionarían huevos, y plantar verduras en el huerto.
—Y quién haría todo el trabajo... Es muy difícil encontrar servicio.
—Oh, lo haremos nosotros. En cualquier sitio en que vivamos tendremos que hacerlo, y unas cuantas personas más no representan mucho más trabajo. Cuando hayamos empezado podemos hacer que venga una mujer a ayudarnos en la limpieza. Con sólo cinco personas que nos pagasen siete guineas por semana...
Molly se abismó en optimistas cálculos mentales.
—Y además, Giles —concluyó—, sería nuestra propia casa. Con nuestras cosas. Y me parece que si no nos decidimos por esto, vamos a tardar años en encontrar otro sitio donde vivir.
Giles tuvo que admitir que aquello era cierto. Habían pasado tan poco tiempo juntos después de su agitado matrimonio, que ambos estaban deseosos de instalar su hogar ya perdurable.
Así es que el gran experimento pasó a ser puesto en práctica. Publicaron anuncios en los periódicos de la localidad y el Times de Londres, obteniendo varias respuestas.
Y aquel día precisamente iba a llegar el primero de sus huéspedes. Giles había salido temprano en el coche para tratar de adquirir varios metros de alambrada que había pertenecido al Ejército y que se anunciaba en venta al otro lado del condado. Molly tuvo que ir andando hasta el pueblo para hacer las últimas compras.
Lo único malo era el tiempo. Durante los dos últimos días había sido extremadamente frío, y ahora comenzaba a nevar. Molly apresuróse por el camino mientras espesos copos se fundían sobre el impermeable y su rizoso y brillante cabello. El parte meteorológico había sido en extremo descorazonador: eran de esperar intensas nevadas.
Pero que no se helaran las cañerías. Era una lástima que fueran a salirles mal las cosas cuando acababan de empezar. Miró su reloj. ¡Ya más de las cinco! Giles ya habría vuelto... y se estaría preguntando por dónde andaba ella.
—Tuve que volver al pueblo a comprar algunas cosas que había olvidado —le diría.
Y él preguntaría:
—¿Más latas de conserva?
Siempre bromeando por eso; en la actualidad su despensa estaba bien provista para casos de apuro.
Y ahora, pensó Molly mirando al cielo preocupada, parecía que los apuros iban a presentarse bien pronto.
La casa estaba vacía. Giles aún no había regresado, Molly fue primero a la cocina, y luego subió a revisar los dormitorios recién preparados. La señora Boyle, en la habitación sur, la de los muebles de caoba. El mayor Metcalf, en el cuarto azul, de roble. El señor Wren, en el ala este, en el del mirador. Todos eran bonitos... y ¡qué suerte que tía Catalina tuviera un surtido tan espléndido de ropas de cama! Molly ahuecó un edredón y volvió a bajar. Era casi de noche, y la casa le pareció de pronto muy silenciosa y vacía. Era una casa solitaria, situada a dos millas del pueblo. A dos millas..., pensó Molly, de cualquier parte.
A menudo se había quedado sola en la casa..., pero nunca hasta aquel momento tuvo aquella sensación de soledad...
La nieve batía blandamente contra los paneles de la ventana, produciendo un susurro inquietante... ¿Y si Giles no pudiera regresar?... ¿Y si la capa de nieve fuese tan espesa que no dejara avanzar el automóvil? ¿Y si tuviera que quedarse allí sola... tal vez durante varios días?
Contempló la cocina, grande y confortable, que parecía reclamar una cocinera rolliza que la presidiera moviendo las mandíbulas rítmicamente al comer pasteles y beber té muy cargado, teniendo a un lado de la mesa a un ama de llaves entrada en años, al otro una doncella sonrosada y enfrente una fregona que las miraría con ojos asustados. Y en vez de eso, allí estaba ella sola. Molly Davis, representando un papel que aún no encontraba muy natural. Toda su vida, hasta aquel momento, parecía irreal... lo mismo que Giles. Estaba representando un papel, sólo representando...
Una sombra pasó ante la ventana y Molly se sobresaltó... Un desconocido se acercaba quedamente. Molly oyó abrir la puerta lateral. El desconocido se detuvo en el umbral, sacudiéndose la nieve antes de penetrar en aquella casa vacía.
Y de pronto se tranquilizó.
—¡Oh, Giles! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto!
2
—¡Hola, cariño! ¡Buen tiempecito! ¡Cielos, estoy congelado!
Golpeó el suelo con los pies y se frotó las manos.
Automáticamente, Molly cogió el abrigo que él había arrojado, como de costumbre, sobre el arcón de roble, y lo colgó en la percha luego de sacar de sus bolsillos la bufanda, un periódico, un ovillo de cordel y el correo de la mañana. Dirigiéndose a la cocina, dejó todo aquello encima de la mesa y puso la olla sobre el fogón de gas.
—¿Conseguiste la alambrada? —le preguntó—. Has tardado mucho.
—No era de la que yo quiero. No nos hubiera servido para nada. ¿Y tú qué has estado haciendo? Me refiero a que no habrá llegado nadie todavía.
—La señora Boyle no vendrá hasta mañana.
—Pero el mayor Metcalf y el señor Wren tendrían que haber llegado hoy.
—El mayor Metcalf ha enviado una postal diciendo que no podrá llegar hasta mañana.
—Entonces a cenar sólo tendremos al señor Wren. ¿Cómo te lo imaginas? Yo como funcionario público retirado.
—No, creo que es un artista.
—En ese caso —repuso Giles—, será mejor que le cobremos una semana por adelantado.
—Oh, no, Giles; trae equipaje. Si no paga nos quedaremos con él.
—¿Y si luego resulta que consiste sólo en piedras envueltas en papel de periódico? La verdad es, Molly, que no tenemos la menor idea de cómo llevar este negocio. Espero que no se den cuenta de nuestra inexperiencia.
—Seguro que la señora Boyle lo descubre —dijo Molly—. Es de esa clase de mujeres.
—¿Cómo lo sabes? ¡Si aún no la has visto!
Molly le volvió la espalda, y extendiendo un periódico sobre la mesa fue a buscar un pedazo de queso y comenzó a rallarlo.
—¿Qué es esto? —quiso saber su esposo.
—Pues será un exquisito pastel de queso galés —le informó—. Miga de pan y patata chafada, y sólo un poquitín de queso para justificar su nombre.
—Eres una cocinera estupenda —dijo Giles con admiración.
—¿Tú crees? Sólo puedo hacer una cosa a un tiempo. Es el hacer varias a la vez, lo que demuestra tener mucha práctica. El desayuno es lo peor.
—¿Por qué?
—Porque se junta todo... huevos con jamón... café con leche... las tostadas. La leche se sale, o se queman las tostadas... El jamón se carboniza o los huevos se cuecen demasiado. Hay que vigilarlo todo con la velocidad de un gato escaldado.
—Tendré que espiarte mañana por la mañana, sin que tú te des cuenta, para contemplar esa encarnación del gato escaldado.
—Ya hierve el agua —dijo Molly—. ¿Quieres que llevemos la bandeja a la biblioteca y escuchemos la radio? No tardarán en dar noticias de Prensa.
—Y como parece ser que vamos a pasar la mayor parte del tiempo en la cocina, veo que tendremos que instalar un aparato aquí también.
—Sí. ¡Qué bonitas son las cocinas! Ésta me encanta. Creo que es lo más bonito de la casa... con su mesa... la vajilla... y la sensación de grandeza que da esta enorme cocina económica... aunque, naturalmente, me alegro de no tener que cocinar con ella.
—Supongo que debe consumir en un día nuestra ración de combustible de todo un año...
—Casi seguro. Pero piensa en las cosas que se asaban aquí... solomillos de ternera y piernas de cordero. Grandes calderos en los que se preparaba mermelada casera de fresas con libras y libras de azúcar. ¡Qué época tan agradable la victoriana... y qué cómoda! Fíjate en los muebles de arriba, grandes, sólidos y bastante adornados..., pero, ¡oh!, comodísimos; amplios armarios para la mucha ropa que se solía tener. Y en todos los cajones, que se abren y cierran con una facilidad extraordinaria. ¿Te acuerdas de aquel pisito moderno que nos alquilaron? Todo se atascaba... las puertas no cerraban, y si se cerraban, luego no podían abrirse.
—Sí, eso es lo malo de las casas modernas. Si se estropean estás perdido.
—Bueno, vamos a escuchar las noticias.
Las noticias consistieron principalmente en tristes pronósticos sobre el tiempo, el acostumbrado punto muerto de los asuntos de política internacional, discusiones en el Parlamento y un asesinato en la calle Culver, en Paddington.
—¡Bah! —dijo Molly, desconectando la radio—. Sólo miseria. No voy a escuchar otra vez las recomendaciones para que economicemos combustible. ¿Qué es lo que esperan? ¿Que nos quedemos helados? No creo que haya sido un acierto inaugurar nuestra casa de huéspedes en invierno. Debimos haber esperado hasta la primavera. —Y agregó en otro tono de voz—: Quisiera saber qué aspecto tenía esa mujer que han asesinado.
—¿La señora Lyon?
—¿Se llamaba así? Me pregunto quién la asesinó y por qué...
—Tal vez tuviera una fortuna escondida debajo de un ladrillo.
—Cuando se dice que la policía está deseando interrogar a un hombre que «se vio por la vecindad», ¿significa ello que él es el presunto asesino?
—Por lo general creo que sí. Es simplemente un modo de decirlo.
La aguda vibración del timbre les hizo sobresaltarse.
—Es la puerta principal —dijo Giles—. ¿Será el asesino? —agregó a modo de chiste.
—En una comedia, desde luego, lo sería. Date prisa.
—Debe de ser el señor Wren. Ahora veremos quién tiene razón, si tú o yo.
3
El señor Wren entró acompañado de un ramalazo de nieve y, todo lo que Molly pudo distinguir de su persona, desde la puerta de la biblioteca, fue su silueta recortándose contra el blanco mundo exterior.
«Qué parecidos son todos los hombres civilizados», pensó Molly. Abrigo oscuro, sombrero gris y una bufanda alrededor del cuello.
Giles cerró la puerta, mientras el señor Wren se quitaba la bufanda y el sombrero y dejaba la maleta en el suelo... todo ello sin parar de hablar. Tenía una voz aguda, casi molesta, y la voz del recibidor, le reveló como un hombre joven, de cabellos rubios, tostado por el sol, y los ojos claros e inquietos.
—Muy malo, demasiado malo —decía—. El invierno inglés ha llegado a su punto culminante... y hay que ser muy valiente para hacerle cara. ¿No le parece? He tenido un viaje terrible desde Gales. ¿Es usted la señora Davis? ¡Encantado! —Molly sintió su mano aprisionada en una mano huesuda—. Es completamente distinta de como la había imaginado. Yo me la suponía como la viuda de un general del Ejército indio... muy triste... una verdadera rinconera victoriana... y es celestial... sencillamente celestial... ¿Tienen flores de cera? ¿O aves del paraíso? Oh, este lugar me va a encantar. Temía que fuera demasiado anticuado... muy, muy... Manor. Y es maravilloso, auténticamente victoriano. Dígame, ¿tienen alguno de esos aparadores de caoba... de caoba rojiza con grandes frutas talladas?
—Pues a decir verdad —dijo Molly, casi sin aliento ante aquel torrente de palabras—, sí lo tenemos.
—¡No! ¿Puedo verlo en seguida? ¿Está aquí?
Su velocidad era desconcertante. Ya había hecho girar el pomo de la puerta del comedor y encendido la luz. Molly le siguió consciente de la mirada desaprobadora de su marido.
El señor Wren pasó sus dedos largos y angulosos por el rico trabajo de talla del macizo aparador, lanzando exclamaciones apreciativas.
—¿No tienen una gran mesa de caoba? ¿Cómo es que han puesto todas esas mesitas pequeñas?
—Pensamos que los huéspedes lo preferirían así —repuso Molly.
—Querida, claro que tiene toda la razón. Me había dejado llevar de mi amor a la época. Claro que de tener la gran mesa habría que sentar a su alrededor a la familia adecuada. Un padre severo, con una gran barba... una madre prolífica, once niños; una torva institutriz y alguien llamado «pobre Enriqueta...» la pariente pobre que es la ayuda de todos y se siente muy agradecida porque le han dado cobijo. Miren esa chimenea... imagínese las llamas que lamen el hogar quemando la espalda de la pobre Enriqueta.
—Le subiré la maleta a la habitación —dijo Giles—. ¿La habitación del ala este?
—Sí —repuso Molly.
El señor Wren salió al vestíbulo mientras Giles subía la escalera.
—¿Es una cama con dosel? —preguntó.
—No —repuso Giles antes de desaparecer en un recodo de la escalera.
—Me parece que no voy a ser del agrado de su esposo —dijo el señor Wren—. ¿Dónde ha estado? ¿En la Marina?
—Sí.
—Me lo figuraba. Son mucho menos tolerantes que en el Ejército y las fuerzas aéreas. ¿Cuánto tiempo llevan casados? ¿Está usted muy enamorada de él?
—Tal vez deseará usted subir a ver si le agrada su habitación.
—Sí. Perdón. He estado algo impertinente. Pero la verdad es que quiero saberlo. Quiero decir, que es interesante conocer la vida de los demás, ¿no le parece? Me refiero a lo que sienten y piensan, no a lo que son y a lo que hacen.
—Supongo que usted es el señor Wren —dijo Molly.
El joven se quedó cortado.
—Pero ¡qué tonto...! Nunca se me ocurre aclarar las cosas primero. Sí, yo soy Cristóbal Wren... no se ría. Mis padres eran una pareja muy romántica y esperaban que yo llegara a ser arquitecto y por eso les pareció una buena idea llamarme Cristóbal... De ese modo ya tenía mucho ganado.
—¿Y es usted arquitecto? —preguntó Molly, incapaz de ocultar su regocijo.
—Sí, lo soy —repuso el señor Wren, triunfante—. Por lo menos estoy muy cerca de serlo. Todavía no he terminado la carrera. Pero la verdad es que soy un buen ejemplo de un deseo que por una vez se cumplió. Y si quiere que le diga la verdad, me temo que ese nombre me servirá de estorbo. Nunca llegaré a ser un Cristóbal Wren. No obstante, los Nidos Prefabricados de Cris Wren puede que lleguen a tener fama.
Giles bajaba la escalera y Molly dijo:
—Ahora le enseñaré su habitación, señor Wren.
Cuando bajó al cabo de unos minutos, Giles le preguntó:
—Bueno, ¿le han gustado los muebles de roble?
—Tenía tantas ganas de dormir en una cama con dosel que le di el cuarto rosa.
Giles gruñó algo que terminaba en «ese joven cargante».
—Escúchame, Giles —Molly adoptó una expresión severa—. Esto no es una reunión de invitados, sino un negocio. Y te guste o no, Cristóbal Wren...
—No me gusta —la interrumpió Giles.
—...tienes que aguantarte. Nos paga siete guineas a la semana y eso es todo lo que importa.
—Si las paga, sí.
—Se ha comprometido a pagarlas. Tenemos su carta.
—¿Y le has llevado tú la maleta hasta la habitación rosa?
—La ha llevado él, naturalmente.
—Muy galante. Pero no te hubieras cansado cargando con ella. Desde luego no es probable que esté llena de piedras envueltas en papeles. Es tan ligera que me parece que debe estar vacía.
—¡Chist! Ahí viene —dijo Molly avisándole.
Cristóbal Wren fue acompañado a la biblioteca que presentaba un bonito aspecto con sus butacones y el hogar de la chimenea encendido. Molly le dijo que la cena se servía al cabo de media hora, y contestando a sus preguntas le explicó que de momento él era el único huésped.
—En este caso —dijo Cristóbal—, ¿le molestaría que fuera a la cocina a ayudarla? Puedo hacer una tortilla, si me lo permite —ofreció para que Molly accediera.
Así fue cómo Cristóbal se metió en la cocina y luego les ayudó a secar los platos y los vasos.
Molly se daba cuenta de que todo aquello no acreditaba a una casa de huéspedes formal... y a Giles no le había gustado nada. Oh, bueno, pensó Molly antes de quedarse dormida: mañana, cuando estén los demás, será distinto.
CAPÍTULO II
La mañana llegó acompañada de un cielo oscuro y nieve. Giles se mostraba preocupado, y Molly desanimada. Con aquel tiempo todo iba a resultar extremadamente difícil.
La señora Boyle llegó en el taxi de la localidad pertrechado con cadenas en las ruedas, y el conductor le dio malas noticias sobre el estado de la carretera.
—¡Vaya nevada que va a caer antes de la noche! —profetizó.
Y la propia señora Boyle no contribuyó a desvanecer el pesimismo reinante. Era una mujer alta, de aspecto desagradable, voz campanuda y ademanes autoritarios. Su natural agresividad se había acrecentado con el cargo de gran utilidad militar que desempeñó durante la guerra.
—De haber imaginado que esto no estaba en marcha, nunca se me hubiera ocurrido venir —dijo—. Pensé que era una Casa de Huéspedes debidamente establecida.
—No tiene por qué quedarse si no es de su agrado, señora Boyle —dijo Giles.
—No, desde luego, y no pienso hacerlo.
—Tal vez prefiera que llame a un taxi, señora Boyle —continuó Giles—. Las carreteras todavía no están bloqueadas. Si es que ha habido algún malentendido, lo mejor será que vaya a otro sitio. —Y agregó—: Tenemos tantos pedidos de habitaciones que podremos alquilar la suya sin dificultad... Por cierto que vamos a elevar el precio de la pensión.
La señora Boyle le lanzó una mirada aplastante.
—Desde luego que no voy a marcharse sin haber probado antes cómo es este sitio. ¿Puede darme una toalla de baño más grande, señora Davis? No estoy acostumbrada a secarme con un pañuelo de bolsillo.
Giles hizo una mueca a Molly a espaldas de la señora Boyle.
—Querido, has estado magnífico —dijo Molly—. ¡Cómo le has parado los pies!
—Las personas agresivas en seguida se amansan cuando se las trata con su propia medicina —dijo Giles.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Molly—. Me pregunto qué tal se llevará con Cristóbal Wren.
—Pues mal —dijo Giles.
Y desde luego, aquella misma tarde la señora Boyle le decía a Molly con evidente desagrado:
—Es un joven muy particular.
El panadero con aspecto de un explorador del Ártico, les trajo el pan, advirtiéndoles que tal vez no pudiera efectuar el próximo reparto.
—Todos los caminos se están cerrando con la nieve —les anunció—. Espero que tengan provisiones suficientes para aguantar unos días.
—¡Oh, sí! —contestó Molly—- Tenemos gran cantidad de latas de conserva. Aunque será mejor que me quede con más harina.
Recordaba vagamente que los irlandeses hacían un pan llamado de soda. En caso de llegar a lo peor, tal vez ella pudiera hacerlo.
El panadero también les trajo los periódicos, y Molly los extendió sobre la mesa de la cocina.
Las noticias del extranjero habían perdido importancia. El tiempo y el asesinato de la señora Lyon ocupaban la primera página.
Se hallaba contemplando la borrosa reproducción del rostro de la difunta cuando la voz de Cristóbal Wren dijo a sus espaldas:
—Un crimen bastante bajo, ¿no le parece? Una mujer de aspecto tan vulgar y en semejante calle. ¿No es verdad que tras esto puede esconderse cualquier historia?
—No tengo la menor duda —dijo la señora Boyle con un bufido— de que esa mujer ha tenido el fin que merecía.
—¡Oh! —El señor Wren volvióse hacia ella con fingido interés—. De modo que usted lo considera un crimen pasional, ¿verdad?
—No he dicho nada de eso, señor Wren.
—Pero fue estrangulada, ¿no es así? Quisiera saber... —dijo extendiendo sus manos largas y blancas— lo que debe sentirse al estrangular a alguien.
—¡Por favor, señor Wren!
Cristóbal acercóse a ella bajando la voz.
—¿Ha pensado usted, señora Boyle, lo que debe experimentarse al ser estrangulado?
La señora Boyle volvió a exclamar:
—¡Por favor, señor Wren!
Molly leyó en voz alta y apresurada:
«El hombre que la policía está deseando interrogar lleva un abrigo oscuro y un sombrero claro, es de mediana estatura y se cubre el rostro con una bufanda de lana.»
—En resumen —concluyó Cristóbal Wren—, tiene igual aspecto que otro cualquiera —Rió.
—Sí —dijo Molly—; que otro cualquiera.
2
En su despacho de Scotland Yard, el inspector Parminter decía al sargento detective Kane:
—Ahora recibiré a esos dos obreros.
—Sí, señor.
—¿Qué aspecto tienen?
—De clase humilde, pero decentes, y reacciones bastante lentas. Parecen formales.
—Bien —dijo el inspector Parminter.
Y dos hombres vestidos con sus mejores trajes y muy nerviosos fueron introducidos en el despacho. Parminter les clasificó de una sola ojeada. Era un experto en conseguir tranquilizar a la gente.
—De modo que ustedes creen tener algunas informaciones que pudieran ser útiles en el caso Lyon —les dijo—. Han sido muy amables al venir. Siéntense. ¿Quieren fumar?
Aguardó a que encendieran los cigarrillos.
—Hace un tiempo terrible.
—Cierto, señor.
—Bien, ahora... veamos de qué se trata.
Los dos hombres se miraron azorados al ver llegado el momento difícil de hacer el relato.
—Veamos, Joe —dijo el más grandote.
Y Joe comenzó a hablar.
—Ocurrió así, sabe. No teníamos ni una cerilla.
—¿Dónde fue eso?
—En la calle Jarman... Estamos trabajando en la calzada... en las conducciones de gas.
El inspector Parminter asintió con la cabeza. Más tarde pasaría a detallar exactamente el tiempo y el lugar. La calle Jarman se hallaba cerca de la calle Culver, donde se registró la tragedia.
—No tenían ustedes ni una cerilla —repitió para animarle a continuar.
—No. Había terminado mi caja y el encendedor de Bill no quiso funcionar, así que le dije a un sujeto que pasaba: «¿Podría darnos una cerilla, señor?» No crea que entonces hiciera nada de particular. Sólo pasaba por allí... como muchos otros... y se me ocurrió pedírsela a él.
Parminter asintió de nuevo.
—Bueno; nos dio una caja, sin decir nada, Bill le dijo: «¡Qué frío!», y él se limitó a contestar casi en un susurro: «Sí, desde luego». Yo pensé que debía estar muy resfriado. Llevaba la bufanda hasta las orejas. «Gracias, señor», dije devolviéndole sus cerillas, y se marchó tan de prisa que cuando me di cuenta de que le había caído algo era ya demasiado tarde para llamarle. Era una libretita que debió caérsele del bolsillo al sacar las cerillas. «¡Eh, míster», le grité. «Se le ha caído algo.» Pero, al parecer, no me oía, y a toda prisa dobló la esquina, ¿no es cierto, Bill?
—Sí —repuso el aludido—, como un conejo escurridizo.
—Fue en dirección a Harrow Road, y ya no pudimos alcanzarle a la velocidad que iba; de todas formas era un poquitín tarde... y total por un librito de notas..., no es lo mismo que una cartera o algo así..., tal vez no fuese importante. «Extraño sujeto», dije a Bill. «El sombrero calado hasta los ojos, abrigo abrochado hasta arriba... como los ladrones de las películas.» ¿No es cierto, Bill?
—Eso es lo que me dijiste.
—Es curioso que lo dijera, aunque entonces no pensé nada malo. Sólo que tendría prisa por llegar a su casa, y no se lo reproché. ¡Con el frío que hacía!
—Desde luego —convino Bill.
—Así que le dije a éste: «Echemos un vistazo a esta libretita y veamos si tiene importancia.» Bueno, señor, y lo hice. «Sólo hay un par de direcciones», dije a Bill «Calle Culver, 74, y otra de un Manor de las afueras».
Joe prosiguió su historia con cierto gusto, ahora que había cogido el hilo.
—«Calle Culver, 74 —dije a Bill—. Esto está al volver la esquina. Cuando terminemos el trabajo, pasamos por ahí...», y entonces vi unas palabras escritas al principio de la página. «¿Qué es esto?», pregunté a Bill. Y él cogió el librito de notas y leyó: «Tres ratones ciegos», me dijo, y en ese preciso momento... sí, en aquel mismo momento, oímos una voz de mujer que gritaba: «¡Asesino!», un par de calles más abajo.
Joe hizo una pausa para que su relato impresionara más.
—Y le dije a Bill: «Oye, ves a ver qué pasa.» Y al cabo de un rato volvió diciendo que había un montón de gente y la policía y que una mujer se había cortado la yugular o había sido estrangulada, y que fue la patrona quien la encontró y gritó llamando a la policía. «¿Dónde ha sido?», le pregunté. «En la calle Culver.» «¿Qué número?», le pregunté, y me dijo que no se había fijado.
Bill carraspeó, escondiendo los pies, avergonzado.
—Y yo dije: «Iremos a asegurarnos», y descubrimos que era el número 74. «Tal vez», dijo Bill, «esa dirección de la libretita no tenga nada que ver con esto». Pero yo le contesté que tal vez sí, y de todas maneras después de considerarlo bien y de haber oído que la policía deseaba interrogar a un hombre que había salido de aquella casa a aquella hora, vinimos para preguntar si podíamos ver al caballero encargado de este asunto, y estoy seguro y espero no haberle hecho perder el tiempo.
—Han obrado muy bien —dijo Parminter—. ¿Y han traído esa libretita? Gracias. Ahora...
Sus preguntas fueron precisas y profesionales. Obtuvo el lugar exacto, la hora, datos... Lo único que no consiguió fue la descripción del hombre que había perdido la libretita. Pero en cambio le hicieron otra de una patrona presa de un ataque de histerismo, y de un abrigo abrochado hasta arriba, un sombrero calado hasta las orejas y un bufanda ocultando la parte baja del rostro, una voz que era sólo un susurro, unas manos enguantadas.
Cuando los dos hombres se hubieron marchado, permaneció contemplando aquel librito, que dejó abierto sobre la mesa... y que iría al departamento correspondiente para que comprobasen si había en él huellas digitales. Mas ahora su atención se hallaba concentrada en aquellas dos direcciones y en la línea de letras menudas escritas al principio de la página.
Volvió la cabeza al entrar el sargento Kane.
—Venga, Kane, y mire esto.
Kane lanzó un silbido al leer por encima de su hombro:
—¡Tres ratones ciegos! Bueno, que me aspen...
—Sí —Parminter abrió un cajón y sacó media hoja de papel que puso encima de la mesa junto al librito de notas, y que había sido hallado prendido con un alfiler en las ropas de la mujer asesinada.
En el papel se leía:
Éste es el primero.
Y debajo un dibujo infantil de tres ratones y un fragmento de pentagrama con unas notas.
Kane silbó la tonadilla por debajo.
—Tres ratones ciegos. Ved cómo corren...
—Muy bien. Ésa es la tonadilla de la firma.
—Es tonto, ¿verdad?
—Sí —Parminter frunció el ceño—. ¿No hay la menor duda acerca de la identificación de esa mujer?
—No, señor. Aquí tiene usted el informe de las huellas dactilares. La señora Lyon, como se hacía llamar, era en realidad Maureen Greeg. Hace dos meses que salió de Hollaway después de cumplir su condena.
Parminter dijo pensativo:
—Fue a la calle Culver 74, haciéndose pasar por Maureen Lyon. De vez en cuando bebía un poco y se sabe que llevó a un hombre a su casa un par o tres de veces. No demostró temer a nada ni a nadie, y no hay razón para que se creyera en peligro. Este hombre llama a la puerta, pregunta por ella y la patrona le dice que suba al segundo piso. No es capaz de describirle; dice únicamente que era de estatura mediana y al parecer un fuerte resfriado le había hecho perder la voz. Ella volvió a los bajos y no oyó nada que le hiciera entrar en sospecha. Ni siquiera le oyó salir. Diez minutos más tarde fue a subirle una taza de té a la señora Lyon y la encontró estrangulada. Éste no fue un asesinato fortuito, Kane. Había sido todo cuidadosamente planeado.
Hizo una pausa y agregó de improviso:
—Quisiera saber cuántas casas de huéspedes hay en Inglaterra que se llamen Monkswell Manor.
—Puede que sólo haya una, señor.
—Eso sería tener demasiada suerte. Pero averígüelo. No hay tiempo que perder.
Los ojos del sargento se posaron en las direcciones de la libretita. Calle Culver, 74, y Monkswell Manor.
Y dijo:
—¿De modo que usted cree...?
—Sí. ¿Y usted no? —le atajó Parminter.
—Podría ser. Monkswell Manor... ahora que.., ¿sabe que juraría que he visto ese nombre escrito en alguna parte últimamente?
—¿Dónde?
—Eso es lo que trato de recordar... Aguarde un momento... En un periódico... Última página. Aguarde... Hoteles y Casas de Huéspedes... Un momento, señor... era uno atrasado. Estaba resolviendo el crucigrama...
Salió corriendo de la habitación, regresando triunfante al poco rato.
—Aquí lo tiene, señor. Mire.
El inspector siguió la dirección del dedo índice del sargento.
—Monkswell Manor. Harplender, Berks.
Descolgó el teléfono.
—Póngame con la policía del condado de Berkshire.
CAPÍTULO III
Con la llegada del mayor Metcalf, Monkswell Manor comenzó a funcionar tan normalmente como cualquier negocio en marcha. El mayor Metcalf no resultaba tan solemne como la señora Boyle, ni excéntrico como Cristóbal Wren. Era un hombre de mediana edad, impasible, de aspecto marcial y apuesto, que había realizado la mayor parte de su servicio militar en la India. Pareció satisfecho con su habitación y el mobiliario, y aunque él y la señora Boyle no se habían conocido hasta entonces, el mayor había tenido amistad con varios primos de aquélla, de la rama de los Yorkshire, en Poonah. Su equipaje, consistente en dos pesadas maletas de piel de cerdo, aplacó todos los recelos de Giles.
A decir verdad, Molly y Giles no tuvieron mucho tiempo para hacer comentarios sobre sus huéspedes. Prepararon entre los dos la cena, la sirvieron, cenaron después ellos y fregaron los platos. El mayor Metcalf elogió el café y Giles y Molly se acostaron rendidos, pero satisfechos... para levantarse cerca de las dos de la madrugada para atender las insistentes llamadas del timbre.
—¡Maldita sea! —bufó Giles—. Llaman a la puerta. ¿Qué diablos...?
—Date prisa —repuso Molly—. Ve a ver.
Dirigiéndole una mirada de reproche, Giles envolvióse en su batín y bajó la escalera. Molly le oyó descorrer el cerrojo y luego un murmullo de voces en el vestíbulo, e impulsada por la curiosidad salió de la cama y fue a mirar desde lo alto de la escalera. Abajo, en el recibidor, Giles ayudaba a un barbudo desconocido a sacudirse la nieve del abrigo. Varios fragmentos de su conversación llegaron hasta ella.
—¡Brrr! —Tiritaba el extraño—. Mis dedos están tan helados que no los siento. Y mis pies... —Golpeó el suelo con ellos.
—Entre aquí —Giles le abrió la puerta de la biblioteca—. Está más caliente; será mejor que espere mientras le preparo su habitación.
—He tenido mucha suerte —dijo el desconocido.
Molly siguió mirando por entre los barrotes de la barandilla de la escalera y pudo ver a un anciano de barba negra y cejas mefistofélicas. Un hombre que se movía con la ligereza de un joven a pesar de las canas de sus sienes.
Giles cerró la puerta de la biblioteca tras él y subió a toda prisa. Molly abandonó su puesto de observación.
—¿Quién es? —quiso saber.
Giles sonrió.
—Otro huésped para nuestra Casa de Huéspedes. Su coche ha volcado en la nieve. Consiguió salir de él y se ha abierto camino como ha podido por la carretera (está soplando una fuerte ventisca, escucha) y vio nuestro letrero. Dice que fue como la respuesta a una plegaria.
—Y, ¿crees que es como es debido?
—Querida, no es una noche a propósito para que anden por ahí los rateros.
—Es extranjero, ¿verdad?
—Sí. Se llama Paravicini. Vi su cartera... Casi creo que la enseñó adrede..., atiborrada de billetes. ¿Qué habitación le damos?
—El cuarto verde. Está ya dispuesto. Sólo tenemos que hacer la cama.
—Me imagino que tendré que dejarle un pijama. Lo ha abandonado todo en el automóvil. Dijo que tuvo que salir por la ventanilla.
Molly fue en busca de sábanas, almohadas y toallas. Mientras hacían la cama a toda prisa, Giles le dijo:
—La nevada es muy densa. Vamos a quedar bloqueados por la nieve y completamente aislados. En cierto modo resulta emocionante, ¿no crees?
—No lo sé —repuso Molly preocupada—. ¿Tú crees que sabré hacer pan de soda?
—Pues claro que sí. Tú entiendes mucho de cocina —le dijo su fiel marido.
—Nunca he intentado hacer pan. Puede ser duro o tierno, pero es algo que nos lo trae el panadero cada día. Pero si quedamos bloqueados no podrá venir.
—Ni él ni el carnicero, ni el cartero. No recibiremos periódicos y es probable que se corte el teléfono.
—¿Sólo nos quedará la radio para advertirnos lo que debemos hacer?
—De todas maneras, tenemos luz propia.
—Debo poner en marcha el motor mañana mismo. Y hay que conservar la calefacción a toda potencia.
—Me figuro que el próximo envío de carbón no llegará en unos cuantos días y nos queda muy poco.
—¡Oh, qué contratiempo, Giles! Presiento que lo vamos a pasar muy mal. Date prisa y trae a Para... como se llame. Yo me vuelvo a la cama.
A la mañana siguiente se confirmaron los pronósticos de Giles. La nieve alcanzó una altura de cinco pies, y el viento la arremolinaba contra la puerta y ventanas. Todavía seguía nevando. El mundo exterior se había vuelto blanco, silencioso, y en cierto modo... amenazador.
2
La señora Boyle se sentó a desayunar. No había nadie más en el comedor. Acababan de retirar de la mesa contigua el servicio del mayor Metcalf, y la del señor Wren estaba dispuesta todavía para el almuerzo. Por lo visto, uno se había levantado antes y el otro lo haría
después. La señora Boyle era la única que sabía que las nueve en punto es la hora adecuada para desayunar.
La señora Boyle había terminado la excelente tortilla e iba dando cuenta de las tostadas con ayuda de sus dientes blancos y fuertes. Estaba descontenta y defraudada. Monkswell Manor no era ni remotamente como ella lo había imaginado. Esperaba haber podido organizar partidas de bridge con solteronas que se dejaran impresionar por su posición social y por sus relaciones, y a las que podría insinuar la importancia y secretos de sus servicios prestados durante la guerra.
El término de la guerra había dejado a la señora Boyle anclada, como lo estaba, en una playa desierta. Siempre fue una mujer activa, que hablaba sin cesar de eficiencia y organización, lo cual había evitado que la gente le preguntara si era una buena y eficiente... organizadora. Las actividades de guerra le habían venido como anillo al dedo. Había dirigido, animado y preocupado, a decir verdad, a mucha gente sin concederse ni un minuto de descanso. Y ahora, toda aquella vida excitada y activa había terminado. Volvía a su vida privada y su antigua vida agitada ya no existía. Su casa, que había sido requisada por el Ejército, necesitaba ser reparada y pintada de arriba abajo antes de que pudiera volver a habitarla, y la dificultad de encontrar servicio la hacían insuperable. Sus amigos se habían desperdigado, y aunque algún día encontraría su puesto de momento era cosa de dejar transcurrir el tiempo. Un Hotel o una Casa de Huéspedes le pareció la mejor solución, y por eso resolvió ir a Monkswell.
Miró a su alrededor con disgusto.
—Debieron haberme dicho que estaban empezando —dijo para sus adentros.
Apartó el plato. En cierto modo, el hecho de que el desayuno estuviera perfectamente preparado y servido, con buen café y mermelada casera, le contrariaba todavía más, ya que la privaba de un legítimo motivo de queja. Asimismo, su cama era muy cómoda, con sábanas bordadas y almohada blanda y suave. A la señora Boyle le agradaba el confort, pero también el poder encontrar defectos. Y esto último tal vez fuera su pasión más arraigada.
La señora Boyle, levantándose majestuosamente, salió del comedor cruzándose en la puerta con aquel extraordinario joven de cabellos rojos, que aquella mañana lucía una corbata de cuadros, verde rabioso... una corbata de lana.
«Absurda —díjose la señora Boyle—. Completamente absurda.»
Y el modo de mirarla aquel joven con el rabillo de aquellos ojos claros... también le disgustaba. Había algo molesto..., extraño... en aquella mirada ligeramente burlona.
«No me extrañaría que fuese un desequilibrado mental», continuó diciéndose mistress Boyle.
Y saludándole con una ligera inclinación de cabeza, para corresponder a su extravagante reverencia, entró en el espacioso salón. ¡Qué butacones más cómodos... sobre todo el de color de rosa! Sería mejor que les hiciera comprender desde ahora que aquélla iba a ser su butaca. Puso su labor sobre ella, a modo de señal y fue a apoyar la mano sobre los radiadores. Sus ojos brillaron con arrogancia. Ya tenía algo de qué quejarse.
Miró por la ventana.
Vaya un tiempo malo... malísimo. Bueno, no se quedaría mucho tiempo allí... a menos que llegara más gente y empezara a divertirse.
Un montón de nieve cayó desde el tejado produciendo un ruido ahogado. La señora Boyle se estremeció.
—No —dijo en voz alta—. No me quedaré mucho tiempo aquí.
Alguien rió..., risita de falsete, haciéndole volver la cabeza. El joven Wren la contemplaba desde la puerta con aquella extraña expresión tan característica en él.
—No —le dijo—. No creo que dure mucho aquí.
3
El mayor Metcalf ayudaba a Giles a quitar la nieve amontonada ante la puerta posterior. Era muy diestro en el manejo de la pala y Giles no cesaba de prodigar frases de elogio y gratitud.
—Es un buen ejercicio —dijo el mayor Metcalf—. Debiera hacerse a diario. Ya sabe usted que ello ayuda a conservar la línea.
De modo que el mayor era un amante del ejercicio físico. Giles lo había temido desde que le oyó pedir que le sirviese el desayuno a las siete y media.
Como si leyera su pensamiento, Metcalf le dijo:
—Su esposa ha sido muy amable al prepararme el desayuno tan temprano, ha sido un placer poder tomar un huevo recién puesto.
Giles se había levantado antes de las siete a causa de las exigencias de la marcha del hotel. En compañía de Molly estuvo cociendo los huevos, preparando el té, y arreglando el comedor y la biblioteca. Todo estaba limpio y dispuesto. Giles no pudo dejar de pensar que de haber sido un huésped de su propio establecimiento, nadie le hubiera sacado de la cama en una mañana semejante hasta el último momento posible.
No obstante, el mayor se había levantado, almorzando y deambulando por la casa pletórico de energía y buscando en qué entretenerse.
«Bueno —pensó Giles—, hay mucha nieve que quitar.»
Dirigióle una mirada de soslayo. La verdad era que no resultaba un hombre fácil de clasificar. Reservado, de mediana edad, y mirada extraña y observadora. Un hombre que no dejaba traslucir nada. Giles se preguntó por qué habría ido a Monkswell Manor. Probablemente le acababan de licenciar y estaría sin ocupación.
4
El señor Paravicini apareció más tarde. Había tomado café y una tostada, un frugal desayuno europeo continental.
Cuando Molly se lo sirvió, tuvo una sorpresa al verle levantarse y hacerle una exagerada reverencia mientras le preguntaba:
—¿Es usted mi encantadora patrona? ¿Me equivoco?
Molly le dijo lacónicamente que estaba en lo cierto. A aquellas horas no tenía humor para galanteos.
«¿Y por qué todo el mundo tiene que desayunar a distinta hora? —se lamentaba al ir amontonando los platos en la fregadera—. Resulta muy molesto.»
Una vez lavados y colocados en el escurreplatos corrió a hacer las camas. Aquella mañana no podía esperar la ayuda de Giles. Tenía que abrir camino hasta la casita de la caldera y el gallinero.
Molly hizo las camas a toda marcha y lo mejor que pudo, estirando las sábanas y remetiéndolas por los lados lo más de prisa posible.
Estaba barriendo el suelo de uno de los cuartos de baño cuando sonó el teléfono.
Molly experimentó primero una sensación de contrariedad porque interrumpían su trabajo, pero luego sintió alivio al pensar que por lo menos seguía funcionando el teléfono, y bajó corriendo para atender la llamada.
Llegó a la biblioteca casi sin aliento y descolgó el auricular.
—¿Sí?
Una voz llena, con un ligero acento del país, preguntó:
—¿Monkswell Manor?
—Sí. Aquí la Casa de Huéspedes Monkswell Manor.
—¿Podría hablar con el comandante Davis, por favor?
—Ahora no puede ponerse al aparato —dijo Molly—. Yo soy la señora Davis. ¿Quién le llama, por favor?
—El inspector Hogben, de la policía de Berkshire.
Molly se quedó sin respiración.
—Oh, sí... es..., ¿sí?
—Señora Davis, se ha presentado un asunto bastante urgente. No quiero decir mucho por teléfono, pero he enviado al sargento detective Trotter a su casa a la que llegará de un momento a otro.
—Pero no lo conseguirá. Estamos bloqueados por la nieve... completamente aislados. Los caminos están intransitables.
La voz no perdió su seguridad.
—Trotter llegará ahí de todas maneras —le dijo—. Haga el favor de advertir a su esposo para que escuche con toda atención lo que Trotter tiene que decirle y que siga sus instrucciones sin la menor reserva. Eso es todo, señora Davis.
—Pero, inspector Hogben, qué...
Mas ya había cortado la comunicación. Era evidente que Hogben, una vez dicho todo lo que tenía que decir, daba por terminada al conferencia. Molly colgó el auricular y volvióse al mismo tiempo que se abría la puerta.
—¡Oh, Giles, ya estás aquí, querido!
Giles traía nieve en los cabellos y la cara bastante tiznada de carbón. Parecía sudoroso.
—¿Qué te ocurre, cariño? He llenado de carbón el depósito y he entrado leña. Ahora iré al gallinero y luego a echar un vistazo a la caldera. ¿Te parece bien? ¿Qué es lo que pasa, Molly? Pareces asustada.
—Giles, era la policía.
—¿La policía?
El tono de Giles expresaba asombro.
—Sí, nos envían un inspector, sargento, o algo parecido.
—Pero ¿por qué? ¿Qué hemos hecho?
—No lo sé. ¿Tú crees que será por aquellas dos libras de mantequilla que nos hicimos traer de Irlanda?
Giles tenia el ceño fruncido.
—No me habré olvidado de sacar la licencia de la radio, ¿verdad?
—No. Está en el escritorio. Giles, la señora Bidlock me dio cinco de sus cupones por mi viejo abrigo de tweed. Supongo que esto está prohibido..., pero yo lo encuentro perfectamente justo. Yo tengo un abrigo menos, así que, ¿por qué no voy a tener los cupones? Oh, querido, ¿qué otra cosa habremos hecho?
—El otro día tuve un pequeño encontronazo con el coche... Pero fue culpa del otro. Sin la menor duda...
—Debemos haber hecho algo —gimió Molly.
—Lo malo es que prácticamente todo lo que uno hace hoy en día es ilegal —dijo Giles apesadumbrado—. Por eso siempre se tiene cierta sensación de culpabilidad. Me imagino que será algo relacionado con el asunto de la Casa de Huéspedes. Probablemente para ejercer de fondistas debe haber una serie de requisitos que observar, de los que ni siquiera tenemos idea.
—Yo creí que lo único que importaba era lo referente a la bebida. Y no hemos servido nada a nadie. Por otra parte, ¿por qué no habríamos de admitir huéspedes en nuestra propia casa de la manera que más nos agrade?
—Lo sé. Parece lo más natural, pero como te digo, hoy en día todo está más o menos prohibido.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró Molly—. ¡Ojalá no hubiéramos emprendido este negocio! Vamos a estar varios días bloqueados por la nieve, todos se pondrán de mal humor y se comerán nuestras reservas de provisiones y no sé lo que será de nosotros.
—Anímate, cariño —repuso Giles—. Estamos pasando un mal momento, pero todo se arreglará.
La besó en la frente distraído y soltándola agregó en otro tono de voz:
—¿Sabes, Molly, que, pensándolo bien, debe ser algo de bastante importancia para que envíen a un sargento a pesar de la nieve?
Hizo un gesto señalando hacia el exterior y dijo:
—Debe tratarse de algo muy urgente.
Se miraron perplejos y en aquel momento abrióse la puerta dando paso a la señora Boyle.
—¡Ah, está usted aquí, señor Davis! —dijo la recién llegada—. ¿Sabe que el radiador del salón está frío como el mármol?
—Lo siento, señora Boyle. Andamos algo escasos de carbón y...
La señora Boyle le atajó con rudeza.
—Pago siete guineas a la semana..., siete guineas. Y no estoy dispuesta a helarme.
Giles se puso como la grana y repuso escuetamente:
—Procuraré remediarlo.
Cuando salió de la estancia, la señora Boyle volvióse a Molly.
—Si no le molesta que se lo diga, señora Davis, creo que tiene hospedado en su casa a un joven muy particular... Sus modales..., sus corbatas..., ¿y nunca se peina?
—Es un joven arquitecto, que ha hecho una gran carrera —dijo Molly.
—Le ruego me perdone, pero...
—Cristóbal Wren es arquitecto y..,
—Déjeme hablar, mi querida joven. Naturalmente que sé quién es sir Cristóbal Wren. Era arquitecto. Fue quien construyó San Pablo.
—Yo me refiero a este otro Wren. Sus padres le llamaron Cristóbal porque esperaban que fuera arquitecto. Y lo es... bueno, o casi lo es.
—¡Hum! —gruñó la señora Boyle—. A mí me parece esto una historia bastante extraña. Yo de usted haría algunas averiguaciones acerca de su persona. ¿Qué es lo que sabe de él?
—Tanto como de usted, señora Boyle... es decir, que también me paga siete guineas a la semana. Y en realidad eso es todo lo que necesitamos saber, ¿no le parece? Y por lo que a mí respecta, no me importa que mis huéspedes me gusten o... —Molly miró fijamente a la señora Boyle—, no me gusten.
La señora Boyle enrojeció de coraje.
—Es usted joven y sin experiencia y debiera agradecer los consejos de alguien que sabe más que usted. ¿Y qué me dice de ese extranjero? ¿Cuándo ha llegado?
—A medianoche.
—Vaya. Es muy curioso. No es una hora muy corriente.
—Negarse a admitir a los viajeros sería ir contra la ley, señora Boyle. —Y agregó en tono menos agresivo—: Tal vez no sepa eso.
—Todo lo que puedo decir es que ese Paravicini, o como se llame, me parece...
—¡Cuidado, cuidado, querida señora...! Cuando se habla del ruin de Roma...
La señora Boyle pegó un salto como si acabara de ver al mismísimo diablo. El señor Paravicini que acababa de entrar silenciosamente en la habitación sin que ellas se dieran cuenta, rió, frotándose las manos con ademán sarcástico.
—Me ha asustado usted —le dijo la señora Boyle—. No le he oído entrar.
—Para eso he entrado de puntillas —repuso el señor Paravicini—. Nadie me oye nunca entrar o salir. Lo encuentro muy divertido. Algunas veces oigo cosas y eso también me divierte. —Y agregó en tono más bajo—: Y nunca olvido lo que oigo.
La señora Boyle dijo en voz débil:
—¿De veras? Voy a buscar mi labor... la dejé en el salón.
Y salió a toda prisa. Molly se quedó contemplando al señor Paravicini con expresión ausente. Él se le acercó andando a saltitos.
—Mi encantadora patrona parece preocupada —y antes de que Molly pudiera evitarlo le besó en la mano—. ¿Qué es ello, querida señora?
Molly retrocedió. No estaba segura de que le agradara aquel individuo que la miraba como un viejo sátiro:
—Esta mañana se hace todo bastante difícil a causa de la nieve —le dijo con ligereza.
—Sí —El señor Paravicini volvió la cabeza para mirar por la ventana—. La nieve lo complica todo, ¿no es cierto? O al contrario, lo hace todo muy fácil.
—No se a qué se refiere.
—No —repuso él pensativo—. Hay muchas cosas que usted ignora. Por ejemplo, me parece que no sabe gran cosa de cómo administrar y regir una casa de huéspedes.
Molly alzó la barbilla.
—Confieso que es cierto..., pero tenemos intención de salir adelante.
—¡Bravo bravo!
—Después de todo —la voz de Molly demostraba una ligera ansiedad—, no soy tan mala cocinera...
—Sin duda alguna es usted una cocinera encantadora —repuso el señor Paravicini.
«¡Qué molestos resultan los extranjeros!», pensó Molly.
Tal vez míster Paravicini leyera sus pensamientos pues el caso fue que sus modales cambiaron y habló sosegado y muy serio.
—¿Puedo darle un pequeño consejo, señora Davis? Usted y su esposo no debieron ser tan confiados. ¿Tienen alguna referencia de sus huéspedes?
—¿Es costumbre obtenerlas? —Molly pareció algo azorada—. Yo creí que la gente acudía... y eso bastaba.
—Siempre es aconsejable saber algo de las personas que duermen bajo nuestro techo —Se inclinó par darle unos golpecitos en el hombro con aire ligeramente amenazador—. Tómeme a mí como ejemplo. Aparecí a medianoche diciendo que mi coche había volcado a causa de la ventisca. ¿Qué sabe de mí? Nada en absoluto. Y tal vez tampoco sepa nada de ninguno de los otros huéspedes.
—La señora Boyle... —comenzó a decir Molly, más se detuvo al ver a la aludida entrar en la estancia con su labor de punto en la mano.
—El salón está demasiado frío. Me sentaré aquí —Y se dirigió hacia la chimenea.
El señor Paravicini se le adelantó con su andar peculiar.
—Permítame que avive el fuego.
Y Molly se sorprendió, lo mismo que la noche anterior, ante la jovial elasticidad de su paso. Había observado que siempre procuraba conservarse de espaldas a la luz y ahora, al arrodillarse ante el fuego, comprendió la razón. El rostro del señor Paravicini mostrábase inteligentemente «maquillado».
De modo que el viejo estúpido quería parecer más joven de lo que era, ¿verdad? Pues no lo conseguía. Representaba su edad, e incluso más. Sólo su paso firme resultaba una contradicción. Y tal vez también eso estuviera cuidadosamente calculado.
Le sacó de su ensimismamiento la brusca aparición del mayor Metcalf.
—Señora Davis. Me temo que las cañerías... de... er... —bajó la voz— del sótano estén heladas.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Molly—. ¡Qué día! Primero la policía y ahora las cañerías!
El señor Paravicini dejó caer el atizador con estrépito. La señora Boyle suspendió su labor. Molly, que miraba al mayor Metcalf, quedó extrañada de su repentina inmovilidad y la indescriptible expresión de su rostro... como si hubiera dejado de experimentar emociones y no fuera más que una talla de madera.
—¿Ha dicho la policía?
Molly tuvo conciencia de que tras su impasibilidad aparente se desarrollaba una violenta emoción. Pudiera ser temor, precaución o sorpresa..., pero escondía algo. Aquel hombre podía resultar peligroso.
Volvió a hablar, esta vez en tono de simple curiosidad:
—¿Qué es eso de la policía?
—Han telefoneado —dijo Molly— hace muy poco rato, para decir que van a enviar aquí a un sargento —Miró por la ventana—. Pero yo no creo que consiga llegar —dijo esperanzada.
—¿Por qué nos envían a un policía? —Dio un paso hacia ella, pero antes de que Molly pudiera contestar palabra, se abrió la puerta y entró Giles.
—Este carbón parece de piedra. —dijo contrariado. Luego agregó—: ¿Ocurre algo?
El mayor Metcalf volvióse de repente hacia él:
—He sabido que va llegar la policía. ¿Por qué?
—¡Oh, no tenga cuidado; —repuso Giles—. Nadie puede llegar hasta aquí. Hay cinco pies de nieve. Los caminos están bloqueados. No es posible que se acerque nadie.
Y en aquel momento dieron tres golpecitos en la ventana.
CAPÍTULO IV
Todos se sobresaltaron, y durante unos segundos no consiguieron localizar la procedencia de la llamada, que llegaba hasta ellos como un aviso fantasmal. Hasta que, con un grito, Molly señaló la ventana, donde un hombre golpeaba con los nudillos en el marco, y todos se explicaron el misterio de su llegada al ver que llevaba puestos los esquíes.
Lanzando una exclamación, Giles cruzó la estancia para abrir la ventana.
—Gracias, señor —dijo el recién llegado, que tenía una voz alegre y un rostro muy moreno—. Soy el sargento detective Trotter —presentóse él mismo.
La señora Boyle le miró con disgusto por encima de su labor de punto.
—No es posible que sea ya sargento —dijo mirándole desaprobadoramente—. Es usted demasiado joven.
El joven, que por cierto lo era mucho, pareció ofenderse y dijo en tono ligeramente molesto:
—No soy tan joven como parezco, señora.
Sus ojos recorrieron el grupo hasta detenerse en Giles.
—¿Es usted el señor Davis? ¿Puedo quitarme los esquíes y dejarlos en alguna parte?
—Desde luego, venga conmigo.
Cuando la puerta del vestíbulo se hubo cerrado tras ellos, la señora Boyle dijo con acritud:
—¿Para eso pagamos hoy en día a nuestros policías? ¿Para que se diviertan practicando deportes de invierno?
Paravicini se había acercado a Molly y le preguntó:
—¿Por qué ha enviado a buscar a la policía, señora Davis?
Ella retrocedió un tanto bajo la firmeza y malignidad de aquella mirada. Aquél era un nuevo Paravicini, y por unos instantes Molly sintió miedo.
—¡Pero si yo no he avisado! —dijo con desmayo.
Y entonces Cristóbal Wren entró por la puerta, muy excitado, diciendo con voz penetrante:
—¿Quién es ese hombre que hay en el vestíbulo? ¿De dónde ha salido? Es preciso ser muy valiente para venir con este tiempo.
La voz de la señora Boyle se dejó oír por encima del entrechocar de sus agujas de crochet.
—Puede que lo crea o no, pero ese hombre es un policía. ¡Un policía... esquiando!
Su tono parecía expresar que había llegado el quebrantamiento de la gradación entre las clases sociales.
—Perdóneme, señora Davis, ¿podría utilizar un momento el teléfono?
—Desde luego, mayor Metcalf.
El mayor se dirigió al aparato mientras Cristóbal Wren decía con su voz chillona:
—Es muy guapo, ¿no les parece? Siempre he creído que los policías tienen un gran atractivo.
—Oiga... oiga... —El mayor Metcalf gritaba irritado por el auricular. Volvióse a Molly—. Señora Davis, este teléfono, está muerto, completamente muerto.
—Funcionaba muy bien hace sólo un momento Yo...
La interrumpió la risa estridente, casi frenética, de Cristóbal Wren.
—De modo que ahora estamos completamente aislados. Es divertido, ¿verdad?
—Yo no le veo la gracia —repuso el mayor Metcalf.
—Ni yo, desde luego —dijo la señora Boyle.
Cristóbal continuaba riendo a carcajadas.
—Se trata de un chiste de mi propiedad —dijo—. ¡Chitón —se llevó el índice a los labios—, que viene el «poli»!
Giles entraba en aquel momento con el agente Trotter. Este último se había librado de los esquíes y sacudido la nieve, y llevaba en la mano una gran libreta y un lápiz.
—Molly —dijo Giles—, el sargento Trotter quiere hablar unos momentos con nosotros dos reservadamente.
Molly les siguió fuera de la estancia.
—Pasemos al gabinete —invitó Giles.
Fueron a la reducida habitación situada al fondo del vestíbulo que bautizaron con este nombre. El sargento Trotter cerró la puerta con sumo cuidado.
—¿Qué es lo que hemos hecho? —preguntó Molly, inquieta.
—¿Hecho? —El sargento Trotter la miró sonriente—. ¡Oh! —agregó—. No se trata de eso, señora. Lamento haber dado lugar a un malentendido. No, señora Davis, es algo distinto por completo. Es más bien un caso de protección de la Policía, no sé si me comprenden ustedes.
Como no le entendieron lo más mínimo, los dos le miraron interrogantes.
El sargento Trotter siguió hablando:
—Es con relación a la muerte de la señora Lyon. La señora Maureen Lyon, que fue asesinada en Londres hace dos días. Tal vez lo hayan leído ustedes en los periódicos.
—Sí —dijo Molly.
—Lo primero que quiero saber es si ustedes conocían a la señora Lyon.
—Jamás la había oído nombrar —dijo Giles, y Molly murmuró unas palabras para acompañarle en su negativa.
—Bien, ya me lo figuro. Pero a decir verdad, Lyon no era el verdadero nombre de la interfecta. La Policía tenía su ficha con las huellas dactilares, de modo que pudieron identificarla sin dificultad. Su verdadero nombre era Greeg; Maureen Greeg. Su fallecido esposo, John Greeg, fue un granjero residente en Longridge Farm, no muy lejos de aquí. Es posible que ustedes hayan oído hablar del caso Longridge Farm.
En la estancia reinaba el silencio más absoluto. Sólo se oía el golpe amortiguado de la nieve que resbalaba del tejado.
Trotter agregó:
—Tres niños evacuados se alojaron en casa de los Greeg en Longridge Farm en 1940. Uno de esos niños falleció a consecuencia de abandono y malos tratos. El caso armó mucho alboroto, y los Greeg fueron condenados a presidio. Greeg escapó cuando le llevaban a la cárcel, robó un automóvil y sufrió un accidente durante el intento de burlar a la policía. Murió en el acto. La señora Greeg cumplió su condena y fue puesta en libertad hará unos dos meses.
—Y ahora ha sido asesinada —dijo Giles—. ¿Quién suponen que la mató?
Pero el sargento Trotter no era partidario de las prisas.
—¿Recuerda el caso, señor? —quiso saber.
Giles negó con la cabeza.
—En 1940 yo era guardiamarina y servía en el Mediterráneo.
Trotter dirigió su mirada a Molly.
—Yo... yo recuerdo haber oído algo —dijo Molly bastante inquieta—. Pero, ¿por qué se dirige usted a nosotros? ¿Qué tenemos que ver con esto?
—Pues porque es posible que corran peligro, señora Davis.
—¿Peligro? —Giles estaba asombrado.
—Ocurre lo siguiente, señor. Cerca del lugar del crimen se recogió un librito de notas en el que había apuntadas dos direcciones. La primera: calle Culver, 74.
—¿Allí donde fue asesinada esa mujer? —dijo Molly.
—Sí, señora Davis. La otra dirección era: Monkswell Manor.
—¿Qué? —Molly exteriorizó su asombro—. Pero eso es extraordinario.
—Sí. Por eso el inspector Hogben consideró necesario averiguar si ustedes conocían la relación que pudiera existir entre ustedes, o esta casa, y el caso Longridge Farm.
—Ninguna..., absolutamente ninguna —repuso Giles—. Debe tratarse de una coincidencia.
—El inspector Hogben no lo considera así —dijo el sargento Trotter con amabilidad—; y hubiera venido él en persona de haberle sido posible. Debido al estado atmosférico, y por ser yo un esquiador experto, me ha enviado a mí para que averigüe todo lo referente a las personas que habitan esta casa, y que debo transmitir por teléfono, y para que tome las medidas que considere necesarias para la seguridad de todos.
Giles exclamó con acritud:
—¿Seguridad? Pero hombre, ¿es que cree que van a asesinar a alguien aquí?
—No quisiera asustar a su esposa —dijo Trotter—, pero eso es precisamente lo que teme el inspector Hogben.
—¿Y qué razones pueden tener...?
Giles se interrumpió y Trotter precisó:
—Eso es lo que he venido a averiguar.
—Pero todo esto es una locura.
—Sí, señor. Y precisamente porque es una locura, resulta peligroso.
—Hay algo más que todavía no nos ha dicho, ¿verdad, sargento? —preguntó Molly.
—Sí, señora. En la parte superior de la hoja del librito de notas habían escrito: «Tres Ratones Ciegos», y prendido en las ropas del cadáver de la mujer asesinada se encontró un papel con las palabras: «Éste es el primero», un dibujo de los tres ratones y un pentagrama con la tonadilla infantil «Tres Ratones Ciegos».
Molly cantó por lo bajo:
Tres Ratones Ciegos,
¡Van tras la mujer del granjero!
Ved cómo corren.
les..
Se interrumpió.
—¡Oh, es horrible... horrible! Eran tres niños, ¿verdad?
—Sí, señora Davis. Un muchacho de quince años, una niña de catorce y el niño de doce, que murió...
—¿Qué fue de los otros dos?
—Creo que la niña fue adoptada, pero no hemos conseguido dar con su paradero. El muchacho tendrá ahora unos veintitrés años. Hemos perdido su rastro. Se dice que siempre fue un poco... raro. A los dieciocho años se alistó en el Ejército, para desertar más tarde. Desde entonces no se ha sabido de él. El psiquiatra del Ejército dice que, desde luego, no es normal.
—¿Y usted cree que haya sido él quien asesinó a la señora Lyon? —preguntó Giles—. ¿Y que es un maniático homicida que puede venir aquí por alguna razón desconocida?
—Supongo que debe haber alguna relación entre alguno de los que viven aquí y el caso de Longridge Farm. Una vez hayamos establecido esta relación, podremos prevenirnos. Usted declara que no tiene nada que ver con ese caso, ¿verdad? Y usted lo mismo, ¿eh, señora Davis?
—Yo... oh, sí..., sí...
—¿Quieren decirme exactamente quiénes habitan en esta casa?
Le dieron los nombres. La señora Boyle, el mayor Metcalf. Cristóbal Wren... Y el señor Paravicini. El sargento los fue anotando en su libreta.
—¿Criados?
—No tenemos criados —repuso Molly—. Y eso me recuerda que debo subir a pelar patatas.
Y salió de la habitación a toda prisa,
Trotter miró a Giles.
—¿Qué sabe usted de esas personas?
—Yo... nosotros... —Giles hizo una pausa antes de agregar con calma—: La verdad es que no sabemos nada de ellos, sargento. La señora Boyle escribió desde su hotel de Bournemouth. El mayor Metcalf desde Leamington. Míster Wren desde un hotel particular de South Kessington. El señor Paravicini surgió de la nada... o mejor dicho, de entre la nieve... Su automóvil había volcado a causa de la ventisca, cerca de aquí. No obstante, supongo que tendrá tarjetas de identidad, cartilla de racionamiento o alguno de esos papeles.
—Ya lo averiguaremos, desde luego.
—En cierto modo es una suerte que haga tan mal tiempo —dijo Giles—. Así el asesino no podrá llegar hasta aquí, ¿no le parece?
—Tal vez no le sea necesario venir, señor Davis.
—¿Qué quiere decir? —repitió.
El sargento Trotter vaciló unos instantes y luego dijo:
—Tenemos que considerar que es posible que ya esté aquí.
Giles le miró sorprendido.
—¿Qué quiere decir? —repitió.
—La señora Greeg fue asesinada hace dos días. Y todos sus huéspedes han llegado aquí después, ¿verdad, señor Davis?
—Sí, pero habían reservado habitación... algún tiempo antes... todos, excepto Paravicini.
El sargento Trotter suspiró. Su voz denotaba cansancio.
—Estos crímenes fueron planeados de antemano.
—¿Crímenes? ¡Pero si sólo se ha cometido uno! ¿Por qué está tan seguro de que haya de haber otro?
—Lo habrá... No; espero evitarlo. Pero se intentará, estoy seguro de ello.
—Pero entonces.., si está en lo cierto —Giles habló muy excitado—, sólo hay una persona que puede ser el asesino. La única que tiene la edad precisa: Cristóbal Wren.
2
El sargento Trotter entró en la cocina.
—Señora Davis —dijo a Molly—, me agradaría que pudiera usted acompañarme a la biblioteca. Quisiera interrogarles a todos; el señor Davis ha sido tan amable de ir a prevenirles...
—Muy bien..., pero déjeme que termine de pelar las patatas... Algunas veces desearía que sir Walter Raleigh no las hubiera descubierto nunca...
El sargento Trotter guardó silencio y Molly agregó para disculparse.
—La verdad es que todo me parece fantástico...
—No es fantástico, señora Davis. Se trata de hechos.
—¿Tiene usted la descripción del hombre? —preguntó Molly con curiosidad.
—De estatura mediana, más bien delgado, llevaba un abrigo oscuro y sombrero gris; hablaba con voz apenas perceptible y se cubría el rostro con una bufanda. Ya ve... podría ser cualquiera. —Hizo una pausa y agregó—: Hay tres abrigos oscuros y tres sombreros grises colgados en el vestíbulo, señora Davis.
—No creo que ninguno de mis huéspedes viniera de Londres precisamente.
—¿No, señora Davis? —Y con un movimiento rápido el sargento Trotter dirigióse al aparador y cogió un periódico.
—El Evening Standard del 19 de febrero. De hace dos días. Alguien lo ha traído aquí, señora Davis.
—¡Qué extraño! —sorprendióse Molly al tiempo que una ligera lucecita brillaba en su memoria—. ¿Cómo puede haber llegado ese periódico?
—No debe juzgar siempre a las personas por su apariencia, señora Davis. La verdad es que usted no sabe nada de la gente que tiene en su casa. Eso me da a entender que ustedes dos son nuevos en este negocio.
—Sí, es cierto —admitió Molly sintiéndose de pronto muy joven, tonta e inexperta.
—Y tal vez tampoco lleven mucho tiempo de casados.
—Sólo un año —Se sonrojó ligeramente—. ¡Fue todo tan rápido...!
—Amor a primera vista —dijo el sargento Trotter con simpatía.
Molly no fue capaz de enfadarse.
—Sí. —dijo, añadiendo a modo de confidencia—: Hacía quince días que nos conocíamos...
Sus pensamientos volaron a aquellos catorce días de noviazgo vertiginoso. No habían existido dudas... En aquel mundo preocupado, de confusión y nerviosismo, se había realizado el milagro de su mutuo encuentro... Una ligera sonrisa curvó sus labios.
Volvió a la realidad, bajo la mirada indulgente del sargento Trotter.
—Su esposo ha nacido por esta región, ¿verdad?
—No —repuso Molly, distraída—. Es de Lincolnshire.
Sabía muy pocas cosas de la infancia y juventud de Giles. Sus padres habían muerto y él evitaba hablar de su niñez. Molly suponía que debía ser muy desgraciado de niño.
—Permítame que le diga que son ustedes muy jóvenes para dirigir un negocio como éste —dijo el sargento.
—¡Oh, no lo sé! Yo tengo veintidós años y además...
Se interrumpió al abrirse la puerta y entrar Giles.
—Todo está dispuesto. Ya les he puesto en antecedentes —anunció—. Espero que le parecerá a usted bien, ¿verdad?
—Eso ahorra tiempo —repuso Trotter—. ¿Está preparada, señora Davis?
3
Cuando el sargento Trotter entró en la biblioteca oyó simultáneamente cuatro voces.
La más aguda y chillona era la de Cristóbal Wren, que declaraba que no iba a poder dormir aquella noche, que todo era emocionante y por favor, por favor, pedía que le dieran más detalles.
A modo de acompañamiento, la señora Boyle afirmaba con voz grave.
—Esto es una afrenta... ¡Valiente protección tenemos...! La Policía no tiene derecho a dejar que los asesinos anden sueltos por el país.
El señor Paravicini accionaba elocuentemente con ambas manos y sus palabras quedaban ahogadas por la voz de la señora Boyle. De vez en cuando podían oírse las frases tajantes del mayor Metcalf pidiendo «pruebas».
Trotter alzó la mano y todos, a un mismo tiempo, enmudecieron.
—¡Gracias! —les dijo—. El señor Davis acaba de hacerles un resumen del motivo de mi presencia. Ahora deseo saber una cosa, una sola cosa y pronto. ¿Quién de ustedes tiene algo que ver con el caso de Longridge Farm?
El silencio continuó inalterable y cuatro rostros impasibles fijaron sus miradas en el sargento Trotter. Los rasgos de las emociones de momentos antes: indignación, histeria, curiosidad..., se habían desvanecido de aquellos semblantes.
El sargento Trotter volvió a hacer uso de la palabra, esta vez con más apremio.
—Por favor, entiéndame. Tenemos razones para creer que uno de ustedes corre peligro... peligro de muerte... ¡Tengo que averiguar quién es!
Nadie habló ni se movió.
Algo semejante a la ira alteraba ahora la voz de Trotter.
—Muy bien... Les interrogaré uno por uno. ¿Señor Paravicini?
Una sonrisa apenas perceptible apareció en los labios de míster Paravicini, quien alzó las manos en un gesto de protesta.
—¡Pero si yo soy un extraño en esta región, señor inspector! No sé nada, nada en absoluto, de los sucesos locales a que se refiere usted.
Trotter, sin perder tiempo, prosiguió:
—¿Señora Boyle?
—La verdad, no veo por qué..., quiero decir..., ¿por qué tendría yo que ver en tan desagradable asunto?
—¿Señor Wren?
—Por aquel entonces era yo un niño —repuso Cristóbal con voz estridente—. Ni siquiera recuerdo haber oído nunca hablar de ello.
—¿Y usted, mayor Metcalf?
—Lo leí en los periódicos —repuso con brusquedad—. Entonces yo estaba en Edimburgo.
—¿Eso es todo lo que tienen que decir?
De nuevo reinó el silencio. Trotter exhaló un suspiro de desesperación.
—Si uno de ustedes es asesinado —les dijo—, no culpen a nadie, sino a ustedes mismos.
Y dando media vuelta abandonó la biblioteca.
CAPÍTULO V
—Amigos míos —exclamó Cristóbal—. ¡Qué melodramático! —agregó—: Es muy apuesto, ¿no les parece? Yo admiro a los policías. Tan enérgicos y decididos. Este asunto es muy emocionante. Tres Ratones Ciegos. ¿Cómo dice la canción?
Silbó la tonadilla por lo bajo y Molly exclamó involuntariamente:
—¡Oh, no!
Él girando en redondo, se echó a reír.
—Pero, querida —le dijo—, es la tonadilla de mi firma. Nunca me habían tomado por un asesino y me voy a divertir mucho.
—¡Tonterías! —le dijo la señora Boyle—. No creo una palabra de todo esto.
En los ojos de Cristóbal brillaba una lucecita traviesa.
—Pero aguarde, señora Boyle —bajó la voz—, hasta que yo me deslice por detrás de usted y apriete mis manos alrededor de su garganta...
Molly retrocedió involuntariamente y Giles dijo enojado:
—Está usted enojando a mi esposa, Wren, y de todas formas es una broma muy pesada.
—No es cosa de broma —dijo Metcalf.
—¡Oh, pues claro que sí! —repuso Cristóbal—. Esto es precisamente... la broma de un loco. Por eso resulta tan fúnebre.
Miró a su alrededor y volvió a echarse a reír.
—¡Si pudieran ver las caras que ponen!
Y, dando media vuelta, abandonó la habitación.
2
La señora Boyle fue la primera en recobrarse.
—Es un joven neurótico y muy mal educado —dijo.
—Me contó que estuvo enterrado cuarenta y ocho horas durante un ataque aéreo —explicó el mayor Metcalf—. Me atrevo a asegurar que eso explica muchas cosas.
—La gente siempre encuentra excusas para dejarse llevar de los nervios —dijo la señora Boyle con acritud—. Estoy segura que durante la guerra yo pasé tanto como cualquier otro y mis nervios están perfectamente.
—Tal vez esto tenga que ver con usted, señora Boyle —exclamó Metcalf.
—¿Cómo dice?
El mayor Metcalf se expresó tranquilamente:
—Creo que en 1940 estaba usted en la Oficina de Alojamiento de este distrito, señora Boyle —Miró a Molly, que inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Es así, ¿no es verdad?
El rostro de la señora Boyle se puso rojo de ira.
—¿Y qué? —desafió con la voz y la mirada.
—Usted fue la que envió a los tres niños a Longridge Farm.
—La verdad, mayor Metcalf, no veo por qué he de ser responsable de lo ocurrido. Los granjeros parecían buena gente y se mostraban deseosos de alojar a los niños. No creo que puedan culparme en este sentido... o que yo sea responsable.
Su acento se quebró.
Giles intervino, preocupado.
—¿Por qué no se lo dijo al sargento Trotter?
—Esto no le importa a la policía —replicó la señora Boyle—. Puedo cuidar de mí misma.
—Será mejor que vigile con todo cuidado —dijo el mayor Metcalf sin alterarse, y él también salió apresuradamente de la estancia.
—Claro —murmuró Molly—, usted estaba en la oficina de hospedaje... Recuerdo...
—Molly, ¿tú lo sabías? —Giles la miraba fijamente.
—Usted vivía en la gran casa que luego incautaron, ¿no es verdad?
—La requisaron —precisó la señora Boyle—; y la arruinaron por completo —agregó con amargura—. Está devastada. Fue una iniquidad.
Y entonces el señor Paravicini comenzó a reír. Echó la cabeza hacia atrás, riendo sin el menor disimulo.
—Perdónenme —consiguió decir—; pero es que todo esto resulta muy divertido. Me estoy divirtiendo... sí, me estoy divirtiendo en grande.
En aquel momento entraba en la habitación el sargento Trotter y dirigió una mirada de censura al señor Paravicini.
—Celebro que todos se encuentren tan divertidos —dijo, molesto.
—Le ruego que disculpe, querido inspector, y le pido perdón. Estoy estropeando el efecto de sus graves advertencias.
El sargento Trotter se encogió de hombros.
—Hice cuanto pude por aclarar la situación —dijo—. No soy inspector, sino sólo sargento. Por favor, señora Davis, quisiera hablar por teléfono.
—Perdóneme —repitió Paravicini—. Ya me voy.
Y abandonó la biblioteca con su andar firme y airoso, que ya llamara la atención de Molly.
—Es un tipo extraño —dijo Giles.
—Podría ser un criminal —repuso Trotter—. No me fiaría ni un pelo de él.
—¡Oh! —exclamó Molly—. ¿Usted cree que él...? Pero si es demasiado viejo... ¿O no lo es? Se maquilla... bastante, y su andar es seguro. Tal vez pretenda parecer viejo. Sargento Trotter, ¿usted cree...?
El sargento Trotter dirigióle una severa mirada.
—No iremos a ninguna parte con teorías inútiles, señora Davis —se acercó al teléfono—. Ahora debo informar al inspector Hogben.
—No podrá comunicar —le advirtió Molly—. No funciona.
—¿Qué? —Trotter giró en redondo.
Y la alarma de su acento les impresionó.
—¿No funciona? ¿Desde cuándo?
—El mayor Metcalf intentó hablar antes de que usted llegara.
—Pero antes funcionaba perfectamente. ¿No recibió el mensaje del inspector Hogben?
—Sí. Supongo... que desde las diez... la línea se habrá cortado... por la nieve.
El rostro de Trotter se ensombreció.
—Me pregunto —dijo— si pueden haberla cortado.
Molly sobresaltóse.
—¿Usted lo cree así?
—Voy a asegurarme.
Y abandonó a toda prisa la estancia. Giles vaciló unos instantes y al fin salió tras él.
Molly exclamó:
—¡Cielo santo! Casi es la hora de comer. Debo darme prisa... o no tendremos nada que llevarnos a la boca.
Y cuando salía de la biblioteca la señora Boyle murmuró:
—¡Qué chiquilla más incompetente! Y qué casa ésta. No pagaré siete guineas por esta clase de cosas.
3
El sargento Trotter, inclinado, repasaba los cables telefónicos y preguntó a Giles:
—¿Hay algún aparato supletorio?
—Sí, arriba, en nuestro dormitorio. ¿Quiere que vaya a mirar allí?
—Sí, haga el favor.
Trotter abrió la ventana e inclinóse hacia el exterior, barriendo la nieve del alféizar. Giles corrió escalera arriba.
4
El señor Paravicini se hallaba en el salón. Dirigióse al piano de cola y lo abrió. Una vez hubo tomado asiento en el taburete, comenzó a tocar suavemente con un dedo.
Tres Ratones Ciegos
Ved cómo corren...
5
Cristóbal Wren estaba en su habitación, y yendo de un lado a otro silbaba suavemente...
De pronto su silbido cesó. Sentóse en el borde de la cama y escondiendo el rostro entre las manos comenzó a sollozar... murmurando infantilmente:
—No puedo continuar...
Luego su expresión cambió, y poniéndose en pie enderezó los hombros.
—Tengo que continuar —dijo—. Tengo que acabar con ello.
6
Giles permanecía junto al teléfono de su dormitorio, que era a la vez el de Molly. Inclinóse para recoger algo semioculto entre las faldas del tocador: era un guante de su esposa, y al levantarlo de su interior cayó un billete de autobús, color rosa... Giles contempló su trayectoria hasta el suelo, mientras cambiaba la expresión de su rostro.
Podían haberle tomado por otro hombre cuando se dirigió a la puerta como un sonámbulo, y una vez la hubo abierto permaneció unos instantes contemplando el pasillo en dirección al rellano de la escalera.
7
Molly terminó de pelar las patatas y las echó en una olla que colocó sobre el fogón. Miró dentro del horno. Todo estaba dispuesto, según su plan.
Encima de la mesa de la cocina yacía el ejemplar de dos días atrás, el Evening Standard. Frunció el ceño al verlo. Si consiguiera recordar...
De pronto se llevó las manos a los ojos.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Oh, no...!
Bajó lentamente sus manos contemplando la cocina como si fuera un lugar extraño... tan cálida, cómoda y espaciosa, con el sabroso aroma de los guisos.
—¡Oh, no! —repitió casi sin aliento.
Y también con el andar lento de una sonámbula dirigióse a la puerta que daba al vestíbulo. La abrió. La casa estaba en silencio... sólo se oía un ligero silbido...
Aquella canción...
Molly se estremeció volviendo a la cocina para echar otro vistazo. Sí, todo estaba en orden y en marcha.
Una vez más fue hacia la puerta...
8
El mayor Metcalf bajó lentamente la escalera. Aguardó uno instantes en el vestíbulo, luego abrió el gran armario situado debajo de la escalera y se metió dentro.
Todo estaba tranquilo. No se veía a nadie. Era una buena ocasión para llevar a cabo lo que se había propuesto hacer...
9
En la biblioteca la señora Boyle conectó la radio. Estaba todavía enfadada.
La primera emisora que sintonizó estaba lanzando al éter una charla sobre el significado y origen de las melodías infantiles. Lo último que esperaba oír. Giró el cuadrante con impaciencia y una pastosa voz le informó:
—La psicología del miedo debe ser comprendida. Supongamos que usted se halla solo en una habitación y se abre una puerta en silencio a su espalda...
Y la puerta se abrió. La señora Boyle experimentó un violento sobresalto.
—¡Oh, es usted! —dijo, aliviada—. ¡Qué programas más estúpidos! ¡No consigo en modo alguno encontrar nada digno de oírse!
—Yo no me preocuparía por eso, señora Boyle.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer si no es escuchar la radio? —preguntó—. Encerrada en esta casa con un posible asesino... Aunque no es que me crea esa melodramática historia ni por un momento...
—¿No, señora Boyle?
—Pues... ¿qué quiere decir...?
El cinturón de un impermeable se arrolló tan rápidamente en torno a su cuello que apenas pudo comprender lo que le ocurría.
El tono de la radio fue elevado hasta el máximo. El conferenciante sobre la psicología del miedo siguió lanzando sus opiniones por las habitaciones, ahogando los sonidos entrecortados producidos por la señora Boyle en su agonía.
Que no hizo mucho ruido.
El asesino era muy experto.
CAPÍTULO VI
Estaban todos reunidos en la cocina. Sobre el fogón de gas la olla de patatas hervía alegremente. El sabroso aroma del asado que salía del horno era más fuerte que nunca.
Cuatro seres asustados se miraron unos a otros: el quinto, Molly, pálida y temblorosa, sorbía un vaso de whisky, que el sexto, el sargento Trotter, le había obligado a beber.
El propio sargento Trotter, con su rostro grave y contrariado, contemplaba a los reunidos. Habían transcurrido sólo quince minutos desde que los terribles gritos de Molly les atrajeran a todos a la biblioteca.
—Acababa de ser asesinada cuando usted llegó junto a ella, señora Davis —le dijo—. ¿Está segura de no haber visto u oído nada cuando cruzó el vestíbulo?
—Oí silbar —dijo Molly con voz débil—, pero eso fue antes. Creo... no estoy segura... creo haber oído cerrar una puerta... precisamente cuando yo... cuando yo... entraba en la biblioteca.
—¿Qué puerta?
—No lo sé.
—Piense, señora Davis... trate de recordar..., ¿arriba, abajo, a la derecha o a la izquierda...?
—No lo sé, ya se lo he dicho —exclamó Molly—. Ni siquiera estoy segura de haber oído algo.
—¿Es que no puede dejar de acosarla? —dijo Giles, furioso—. ¿No ve que está nerviosa?
—Estoy investigando un crimen, señor Davis... Le ruego me perdone, comandante Davis.
—No utilizo mi título de guerra en ninguna ocasión, sargento.
—Perfectamente, señor —Trotter hizo una pausa, como si hubiera tocado un punto delicado—. Como iba diciendo, estoy investigando un crimen. Hasta ahora nadie ha tomado este asunto en serio. La señora Boyle tampoco. No quiso darme cierta información. Todos ustedes han hecho lo mismo. Bien, la señora Boyle ha muerto y, a menos que lleguemos al fondo de todo esto... y pronto, puede que haya otra muerte.
—¿Otra? ¡Tonterías! ¿Por qué?
—Porque... —repuso el sargento Trotter con voz grave— eran tres ratoncitos ciegos...
—¿Una muerte por cada uno? —preguntó Giles, extrañado—. Pero tendría que existir alguna relación... quiero decir, otra relación con aquel caso.
—Sí, tiene que haberla.
—Pero, ¿por qué ha de haber otro crimen aquí?
—Porque sólo había dos direcciones en el librito de notas. Había sólo una posible víctima en la calle Culver, 74. Ya ha muerto. Pero en Monkswell Manor hay un campo más amplio.
—Tonterías, Trotter. Sería una coincidencia casi improbable que se hubieran reunido aquí por azar dos personas relacionadas con el caso de Longridge Farm.
—Dadas ciertas circunstancias, no sería mucha casualidad. Piénselo, señor Davis.
Se volvió hacia los otros.
—Ya tengo sus declaraciones de dónde estaba cada uno de ustedes cuando la señora Boyle fue asesinada. Voy a repasarlas. ¿Usted, señor Wren, estaba en su habitación cuando oyó gritar a la señora Davis?
—Sí, sargento.
—Señor David, ¿usted se encontraba en su dormitorio examinando el teléfono supletorio que hay allí?
—Sí —repuso Giles.
—El señor Paravicini se hallaba en el salón tocando el piano. A propósito, ¿no le oyó nadie, señor Paravicini?
—Tocaba muy piano, muy piano, sargento, y sólo con un dedo.
—¿Qué es lo que tocaba?
—Tres Ratones Ciegos, sargento —Sonrió—. Lo mismo que el señor Wren silbaba en el piso de arriba. La tonadilla que todos llevamos metida en la cabeza.
—Es una canción horrible —dijo Molly.
—¿Y qué me dice del cable telefónico? —quiso saber Metcalf—. ¿Lo habían cortado intencionadamente?
—Sí, mayor Metcalf. Precisamente junto a la ventana del comedor... acababa de localizar la avería cuando gritó la señora Davis.
—¡Pero eso es una locura! ¿Cómo espera el criminal poder salir con bien de todo esto? —preguntó Cristóbal con voz estridente.
El sargento le contempló fijamente unos instantes.
—Tal vez eso no le preocupe mucho —dijo—. O es posible que se crea demasiado listo para nosotros. Los asesinos son así. Nosotros tenemos un curso de psicología en nuestro aprendizaje. La mentalidad de un esquizofrénico es muy interesante.
—¿No podríamos suprimir las palabras innecesarias? —preguntó Giles.
—Desde luego, señor Davis. Sólo hay dos de ellas que nos interesan de momento. Una es asesinato y la otra peligro. Nos hemos de concentrar sobre esas palabras. Ahora, mayor Metcalf, permítame que aclare sus movimientos. Dice que estaba usted en el sótano..., ¿por qué?
—Echando un vistazo —repuso el mayor—. Miré en el interior de ese armario que hay debajo de la escalera y entonces vi una puerta, la abrí, había un tramo de escalones y los bajé. Tiene usted un sótano muy bonito —dijo dirigiéndose a Giles—. Parece la bien conservada cripta de un viejo monasterio.
—No se trata de buscar antigüedades, mayor Metcalf. Estamos investigando un crimen. ¿Quiere escuchar un momento, señora Davis? Dejaré abierta la puerta de la cocina —Y salió. Oyóse cerrar una puerta con cuidado—. ¿Es eso lo que oyó usted, señora Davis? —preguntó al reaparecer.
—Yo... creo que fue algo así.
—Era la puerta del armario de debajo de la escalera. Podría ser que el asesino, tras matar a la señora Boyle, se retirara por el recibidor, y al oírla salir de la cocina se refugiara en este armario y cerrara la puerta.
—En ese caso estarán sus huellas en el interior del armario —exclamó Cristóbal.
—Y también las mías —dijo el mayor Metcalf.
—Cierto —repuso el sargento Trotter—. Pero nos ha dado una explicación satisfactoria, ¿verdad? —agregó en tono más bajo.
—Escuche, sargento —intervino Giles—, admito que usted es el encargado de aclarar este asunto, pero ésta es mi casa, y en cierto modo me siento responsable de las personas que se hospedan aquí. ¿No podríamos tomar ciertas medidas de precaución?
—¿Tales como...? Diga, diga usted, señor Davis.
—Bien, para ser franco, habría que arrestar a la persona que aparece como principal sospechoso.
Y Giles miró fijamente a Wren.
2
Wren adelantóse, exclamando con voz aguda:
—¡No es verdad! ¡No es verdad! Todos están contra mí... Todo el mundo está siempre contra mí. Ahora ustedes quieren echarme la culpa. Es una persecución... una persecución...
—Cálmese, muchacho —le dijo el mayor Metcalf.
—Tranquilícese, Cris —Molly acercóse a él—. Nadie está en contra suya. Dígale que no hay nada de eso, sargento.
—Nosotros no echamos la culpa a nadie —repuso el sargento Trotter.
—Dígale que no va a arrestarle.
—No voy a arrestar a nadie. Para hacerlo necesito pruebas. Y no las hay... por ahora.
—Creo que te has vuelto loca, Molly —exclamó Giles—, y usted también, sargento. Hay una sola persona que reúna las características del asesino y...
—Aguarda, Giles, espera —interrumpió su esposa—. ¡Oh, cálmate! Sargento Trotter..., ¿puedo... puedo hablar un momento con usted?
—Yo me quedo —dijo Giles.
—No, vete, por favor.
El rostro de Giles estaba sombrío y presagiaba tormenta cuando habló.
—No sé lo que te ha pasado, Molly.
Y siguió a los otros fuera de la habitación.
—Diga usted, señora Davis, ¿qué es ello?
—Sargento Trotter, cuando usted nos habló del caso de Longridge Farm, nos dio a entender que debía ser el hermano mayor el... responsable de todo esto. Pero no lo sabe con certeza, ¿verdad?
—Así es, señora Davis. Pero la mayoría de posibilidades, se inclinaban hacia ese lado..., desequilibrio mental, deserción del Ejército... ése fue el informe del psiquiatra.
—Oh, ya, y por consiguiente todo parecía indicar a Cristóbal. Yo no creo que haya sido él. Debe de haber otras... posibilidades. ¿Es que aquellos niños no tenían familia... padres, por ejemplo?
—Sí. La madre había muerto, pero el padre estaba sirviendo en el extranjero.
—Bueno. ¿Y qué hay de él? ¿Dónde se encuentra ahora?
—No tenemos informes. Obtuvo los documentos de desmovilización el año pasado.
—Y si el hijo era un desequilibrado mental, el padre también pudo serlo.
—Es posible.
—De modo que el asesino pudiera ser de mediana edad, o más bien viejo. Recuerde que el mayor Metcalf se asustó mucho cuando le dije que había telefoneado la policía. Y realmente estaba atemorizado.
—Créame, por favor, señora Davis —dijo el sargento Trotter con calma—. No he dejado de considerar todas las posibilidades desde el principio. El joven Jim... el padre, e incluso la hermana. Podría haber sido una mujer, ¿sabe? No he pasado nada por alto. Puedo estar seguro en mi interior..., pero no lo sé... todavía. Es muy difícil conocer todo lo referente a los demás... sobre todo en estos tiempos. Le sorprendería lo que se ve en el Departamento de Policía. Principalmente en matrimonios. Bodas rápidas... casamientos de guerra... Sin explicar el pasado... Sin hablar de familia, ni amistades. La gente acepta la palabra de un desconocido como artículo de fe. Si un individuo dice que es piloto de aviación, o mayor del ejército... la chica le cree a pies juntillas... y algunas veces tarda uno o dos años en descubrir que es un empleado de un Banco que se ha fugado y que tiene esposa e hijos... o que es un desertor del ejército... o peor.
Hizo una pausa y continuó:
—Sé perfectamente lo que está pensando, señora Davis. Sólo quiero decirle una cosa. El asesino se está divirtiendo. Eso es de lo único que estoy seguro.
Y se dirigió hacia la puerta.
3
Molly quedóse inmóvil mientras sentía arder sus mejillas. Al cabo de unos instantes avanzó lentamente hacia el fogón y se arrodilló para ir a abrir la puerta del horno. El aroma sabroso y familiar alegró su ánimo. Era como si de pronto volviera a encontrarse en el mundo amable de la rutina cotidiana. Guisar... cuidar de la casa... la vida ordinaria y prosaica...
Desde tiempo inmemorial las mujeres han preparado los alimentos para los hombres. El mundo de peligros... y locuras se desvaneció. La mujer, en su cocina, se encuentra a salvo... completamente a salvo.
Abrióse la puerta. Molly volvió la cabeza, viendo entrar a Cristóbal Wren casi sin aliento.
—¡Cielos! —exclamó Cristóbal—. ¡Qué desorden! ¡Alguien ha robado los esquíes del sargento!
—¿Los esquíes del sargento? Pero ¿quién ha podido ser?
—La verdad es que no puedo imaginarlo... quiero decir, que si el sargento decidía marcharse y dejarnos, supongo que el asesino debiera sentirse satisfecho. En fin, que no tiene sentido, ¿no le parece?
—Giles los puso en el armario de debajo de la escalera.
—Bueno, pues ya no están allí. Es algo extraño, ¿verdad?
Rió alegremente.
—El sargento está furioso... Y culpa al pobre mayor Metcalf..., que sostiene que no se fijó si estaban o no cuando miró dentro del armario justamente antes de que mataran a la señora Boyle. Trotter dice que debió haberlo notado forzosamente —Cristóbal bajó la voz—. Si quiere saber mi opinión, creo que este asunto está empezando a desmoralizar a Trotter.
—Nos está desmoralizando a todos nosotros —replicó Molly.
—A mí no. Lo encuentro estimulante. ¡Es tan deliciosamente irreal!...
—No diría eso... si hubiera sido usted quien la hubiese encontrado. Me refiero a la señora Boyle. Sigo recordándola... No consigo olvidarlo... Su rostro... hinchado y cárdeno...
Se estremeció. Cristóbal acercóse a ella y le puso una mano sobre el hombro.
—Lo sé. Soy un estúpido. Lo siento. No quise entristecerla.
Un sollozo ahogóse en la garganta de Molly.
—Hace unos momentos todo parecía como antes... esta cocina.., el preparar la comida... —Habló de un modo confuso e incoherente—. Y, de pronto, todo... volvió de nuevo... como una pesadilla.
Había una curiosa expresión en el rostro de Cristóbal Wren mientras contemplaba con marcada atención a la joven.
—Ya comprendo —le dijo—. Bueno, será mejor que me vaya... y no la entretenga.
Cuando Cristóbal tenía ya la mano en el pomo de la puerta, la joven exclamó:
—¡No se marche!
Él se volvió, mirándola interrogadoramente, y regresó a su lado despacio.
—¿Lo ha dicho de veras?
—¿El qué?
—Que no quiere que me marche.
—Sí, ya se lo he dicho. No quiero estar sola. Tengo miedo de quedarme sola.
Cristóbal sentóse junto a la mesa. Molly abrió el horno y cambió de estante el pastel de carne.
—Eso es muy interesante —dijo Cristóbal en voz baja.
—¿El qué?
—El que no tema quedarse a solas... conmigo. No tiene miedo, ¿verdad?
Molly movió la cabeza.
—No, no tengo miedo.
—¿Por qué no tiene miedo, Molly?
—No lo sé... yo no...
—Y, no obstante, soy la única persona que reúne las características del asesino.
—No —repuso Molly—. Existen otras... posibilidades. He estado hablando de ello unos momentos con el sargento Trotter.
—¿Y está de acuerdo contigo?
—Por lo menos no está en desacuerdo —dijo la joven despacio.
Ciertas palabras volvían a martillear su cerebro. Especialmente la última frase: «Sé perfectamente lo que está pensando, señora Davis.» Pero, ¿lo sabía? Es posible que lo supiera. También dijo que el asesino estaba disfrutando... ¿Era cierto?
Y preguntó a Cristóbal:
—Tú no te estás divirtiendo precisamente, ¿verdad? A pesar de lo que acabas de decirme.
—¡Cielos, no! —repuso Cristóbal mirándola, sorprendido—. ¡Qué cosas tan chocantes se te ocurren!
—Oh, no es cosa mía, sino del sargento Trotter. ¡Le odio! Me ha metido cosas en la cabeza... cosas que no son verdad... que no pueden ser verdad.
Se cubrió el rostro con las manos, pero Cristóbal se las apartó suavemente.
—Escucha, Molly, ¿qué es todo esto?
Ella dejó que la sentara en una silla junto a la mesa de la cocina. Los modales de Cristóbal ya no eran ni morbosos ni infantiles.
—¿Qué te pasa, Molly? —le dijo.
La joven le miró largamente.
—¿Cuánto tiempo hace que te conozco, Cristóbal? ¿Dos días?
—Poco más o menos. Estás pensando que para hacer tan poco tiempo nos conocemos bastante bien.
—Sí... es extraño, ¿verdad?
—Oh, no lo sé... Existe una corriente de simpatía entre nosotros. Posiblemente porque ambos... hemos luchado contra ella.
No era pregunta, sino afirmación, y Molly la pasó por alto. Preguntó en voz muy baja:
—Tu nombre verdadero no es Cristóbal Wren, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué...?
—¿Por qué he escogido ése? Oh, me pareció bastante ingenioso. En el colegio solían burlarse de mí llamándome Cristóbal Robin. Robin... Wren... me figuro que fue por asociación de ideas.
—¿Cuál es, pues, tu verdadero nombre?
Cristóbal repuso con voz tranquila:
—No creo que te interese... No significaría nada para ti... No soy arquitecto. En la actualidad soy un desertor del ejército.
Por un momento en los ojos de Molly brilló un relámpago de alarma.
Cristóbal lo comprendió así.
—Sí —continuó—. Igual que nuestro asesino desconocido. Ya te dije que yo era el único que coincidía con su descripción.
—No seas tonto —replicó Molly—. No he creído nunca que fueses el asesino. Continúa... háblame de ti... ¿Qué impulsos fueron los que te hicieron desertar? ¿Los nervios?
—¿Te refieres a que sentí miedo? No. Por extraño que parezca, no estaba asustado... es decir, no más asustado que los otros. Gozaba fama de tener mucho temple ante el enemigo. No; fue algo bien diferente. Fue por... por mi madre.
—¿Tu madre?
—Sí... verás; murió durante un ataque aéreo. Quedó sepultada. Tenían que desenterrarla. No sé lo que se apoderó de mí cuando me enteré... supongo que estaba un poco loco. Pensé... que me había ocurrido a mí... Sentí que debía regresar a casa en seguida... y sacarla yo mismo... No puedo explicarlo... fue todo tan confuso... —Ocultó el rostro entre las manos y siguió con voz ahogada—: Anduve de un lado a otro durante mucho tiempo, buscándola a ella... o a mí mismo... no sé. Y luego, cuando mi mente se aclaró, tuve miedo de regresar... sabía que nunca conseguiría explicarlo... y desde entonces... no soy absolutamente nadie.
Quedó mirándola con el rostro contraído por la desesperación.
—No debes pensar así —le dijo Molly—. Puedes volver a empezar.
—¿Es que acaso es posible?
—Pues claro... eres muy joven.
—Sí, pero ya ves... he llegado al fin.
—No —insistió la joven—. No has llegado al fin, sólo lo piensas. Yo creo que todo el mundo siente esa sensación una vez en la vida por lo menos... que ha llegado su fin y que no pueden continuar.
—Tú la has tenido, ¿verdad, Molly? Debe ser así, pues de otro modo es de suponer que no hablarías como lo haces.
—Sí.
—¿Qué te pasó a ti?
—Pues lo que a mucha gente. Estaba prometida a un piloto de aviación... y lo mataron.
—¿No hubo nada más que eso?
—Supongo que hay algo más. Sufrí un rudo golpe cuando era niña... y me predispuso a pensar que todo en la vida era... horrible. Cuando murió Jack se confirmó mi creencia, profundamente arraigada, de que todo era cruel y traicionero...
—Comprendo... Y luego, supongo —dijo Cristóbal sin dejar de mirar con gran fijeza y observarla— que apareció Giles.
—Sí —Cristóbal vio la sonrisa tierna, casi tímida, que temblaba en sus labios—. Llegó Giles... y volví a sentirme feliz y segura—. ¡Giles!
La sonrisa desapareció de sus labios. Se estremeció como si tuviera frío.
—¿Qué te ocurre, Molly? ¿Qué es lo que temes? Porque estás asustada, ¿no es así?
La joven asintió con la cabeza.
—¿Y es algo referente a Giles? ¿Algo que ha dicho o hecho?
—No es Giles, en realidad, sino ese hombre horrible.
—¿Qué hombre horrible? —Cristóbal estaba sorprendido—. ¿Paravicini?
—No, no; el sargento Trotter.
—¿El sargento Trotter?
—Sugiriendo cosas... cosas ocultas... provocándome terribles ludas acerca de Giles... pensamientos que nunca cruzaron por mi mente. ¡Oh, le odio... le odio!
Cristóbal alzó las cejas sorprendido.
—¿Giles? ¡Giles! Sí, claro, él y yo somos de la misma edad. A mí me parece mucho mayor, pero me figuro que no debe serlo. Sí, Giles también coincide con las características del asesino. Pero escucha, Molly, todo esto es una tontería. Giles estaba aquí contigo el día que esa mujer fue asesinada en Londres.
Molly no contestó. Cristóbal la miraba extrañado.
—¿No estaba aquí?
Molly habló casi sin aliento. Sus palabras fueron un susurro incoherente.
—Estuvo fuera todo el día... con el coche... fue al otro extremo de la comarca para comprar una alambrada que vendían allí... por lo menos eso fue lo que dijo... y es lo que pensaba... hasta... hasta...
—¿Hasta qué?
Lentamente Molly alargó la mano para señalar la fecha del ejemplar del Evening Standard que cubría parte del tablero de la mesa de la cocina.
Cristóbal miró y dijo:
—Es la edición de Londres de hace dos días.
—Estaba en el bolsillo del gabán de Giles cuando regresó. Debió... debió haber estado en Londres.
Cristóbal se extrañó. Miró de nuevo el periódico y luego a Molly, y frunciendo los labios comenzó a silbar aunque se interrumpió de pronto. No quería silbar aquella tonadilla precisamente en aquellos momentos, y escogiendo sus palabras con sumo cuidado y evitando mirar a Molly a los ojos, dijo:
—¿Qué es lo que sabes de... Giles?
—¡No! —exclamó la joven—. ¡No! Eso es lo que ese Trotter dijo... o insinuó. Que las mujeres solemos ignorarlo todo del hombre con quien nos casamos... especialmente en tiempo de guerra. Que aceptamos siempre... todo lo que nos cuentan...
—Supongo que eso es cierto.
—¡No digas eso tú también! No puedo soportarlo. Es porque estamos todos trastornados. Creemos... creemos que cualquier suposición fantástica... ¡No es cierto! Yo...
Se detuvo sin terminar la frase. La puerta de la cocina acababa de abrirse.
Entró Giles con expresión sombría.
—¿Les he interrumpido? —preguntó.
Cristóbal se apartó de la mesa.
—Estoy tomando unas cuantas lecciones de cocina —dijo.
—¿De veras? Escuche, Wren; los téte-a-téte no son prudentes en los momentos presentes. No se acerque más a la cocina, ¿me ha oído?
—¡Oh!, pero seguramente...
—No se acerque a mi esposa, Wren. Ella no va a ser la próxima víctima.
—Eso —atajó Cristóbal— es precisamente lo que me preocupa.
Si hubo intención en sus palabras, Giles pareció no darse cuenta.
—Soy yo quien debo vigilar aquí. Sé cuidar de mi propia esposa. ¡Fuera!
Molly dijo con voz clara:
—Por favor, vete, Cristóbal. Sí..., márchate.
El muchacho dirigióse hacia la puerta sin prisa.
—No me iré muy lejos —Sus palabras iban dirigidas a Molly y tenían un significado definitivo.
—¿Quiere marcharse de una vez?
Cristóbal soltó una risita infantil.
—Ya me voy, comandante.
La puerta cerróse tras él y Giles se volvió para enfrentarse con su mujer.
—¡Por amor de Dios, Molly! ¿Es que te has vuelto loca? ¡Estar aquí encerrada y tan tranquila con un peligroso maniático homicida!
—No es... —Cambió la frase comenzada—. No es peligroso. De todas maneras estoy prevenida... y puedo cuidar de mí misma.
Giles rió de mala gana.
—También podía la señora Boyle.
—¡Oh, Giles! ¡No!
—Lo siento, querida, pero ya estoy harto. ¡Ese condenado muchacho! No comprendo qué es lo que ves en él.
Molly repuso despacio:
—Me da lástima.
—¿Te compadeces de un lunático homicida?
Molly le dirigió una mirada indescifrable.
—Puedo sentir compasión de un lunático homicida —repuso.
—Y también llamarle Cristóbal. ¿Desde cuándo os tuteáis?
—¡Oh, Giles! No seas ridículo. Hoy en día todo el mundo se tutea. Tú lo sabes.
—¿A los dos días de conocerse? Pero tal vez haya más que eso. Puede que conocieras a Cristóbal Wren, el extraño arquitecto, mucho antes de que viniera aquí. Es posible que fueras tú quien le sugiriera la idea de venir. ¿O es que lo planeasteis los dos?
—Giles, ¿te has vuelto loco? ¿Qué es lo que insinúas?
—Pues que Cristóbal Wren era un antiguo amigo tuyo y que estáis en bastante buenas relaciones... cosa que has procurado ocultarme.
—Giles, ¡debes estar loco!
—Supongo que insistirás en decir que no le habías visto nunca hasta el momento en que puso los pies en esta casa. Pero es bastante extraño que se le ocurriera venir a un lugar tan apartado como éste, ¿no te parece?
—No lo es más que se le ocurriera igual también al mayor Metcalf... y a la señora Boyle.
—Sí... yo creo que sí... He leído que esos maniáticos que hablan solos sienten una atracción especial hacia las mujeres. Y parece cierto. ¿Cómo le conociste? ¿Cuánto hace que dura esto?
—¡Eres absurdo, Giles! No había visto nunca a Cristóbal Wren hasta que vino aquí.
—¿No fuiste a Londres hace un par de días para poneros de acuerdo y encontraros aquí como si fueseis dos desconocidos?
—Giles, sabes perfectamente que no he estado en Londres desde hace algunas semanas.
—¿No? Esto es muy interesante —Sacó el guante de su bolsillo y se lo tendió—. Éste es uno de los guantes que llevabas anteayer, ¿no es cierto? El día que yo fui a Sailham a comprar la alambrada.
—El día que tú fuiste a Sailham a comprar la alambrada —repitió Molly con firmeza—. Sí, llevaba esos guantes cuando salí.
—Dijiste que habías ido al pueblo. Si sólo fuiste hasta allí, ¿qué es lo que hace esto dentro del guante?
Y con un ademán acusador le enseñó el billete rosado del ómnibus.
Se produjo un silencioso angustioso.
—Fuiste a Londres —insinuó Giles.
—Está bien —repuso Molly alzando la barbilla—. Fui a Londres.
—Para encontrarte con ese tipo.
—No, no fui a eso.
—Entonces, ¿a qué fuiste?
—De momento no voy a decírtelo, Giles.
—Eso quiere decir que vas a tomarte tiempo para inventar una buena historia.
—Creo que... ¡te aborrezco!
—Yo no te odio... —repuso Giles despacio—. Pero casi quisiera odiarte... Me doy cuenta de que.., no sé nada de ti... que no te conozco...
—Yo siento lo mismo —replicó Molly—. Eres... eres sólo un extraño. Un hombre que miente...
—¿Cuándo te he mentido?
Molly echóse a reír.
—¿Crees que me tragué la historia de que ibas a comprar esa alambrada?... Tú también estuviste en Londres aquel día.
—Supongo que debiste verme. Y no tuviste la suficiente confianza en mí...
—¿Confianza en ti? Nunca volveré a fiarme de nadie...
Ninguno de los dos había notado que se abría la puerta con sigilo. El señor Paravicini carraspeó desde el umbral.
—Es violento para mí —murmuró—; pero, ¿no creen que están diciendo peores cosas de lo que es su intención? Uno se acalora tanto en estas disputas de enamorados...
—Disputas de enamorados... —repitió Giles con sorna—. ¡Tiene gracia!
—Desde luego, desde luego —replicó Paravicini—. Sé lo que siente. Yo también pasé por ello cuando era joven. Pero lo que vine a decirles es que el inspector insiste en que vayamos todos al salón. Al parecer tiene una idea.
El señor Paravicini rió divertido.
—Se oye decir con frecuencia... que la policía tiene una pista... eso sí, pero, ¿una idea? Lo dudo mucho. Nuestro sargento Trotter es un sargento entusiasta y concienzudo, mas no le creo superdotado intelectualmente.
—Ve tú, Giles —dijo Molly—. Yo tengo que vigilar la comida. El sargento Trotter puede pasarse sin mí.
—Hablando de comida —intervino el señor Paravicini, acercándose a Molly—, ¿ha probado alguna vez higadillos de pollo servidos sobre pan tostado bien cubierto de foie-gras y una lonja de tocino muy delgada y untada de mostaza francesa?
—Oh, ahora apenas se encuentra foie-gras —repuso Giles—. Vamos, señor Paravicini.
—¿Quiere que me quede con usted y la ayude?
—Usted se viene conmigo al salón, Paravicini —le atajó Giles.
Paravicini rió por lo bajo.
—Su esposo teme por usted. Es muy natural. No se aviene a la idea de dejarla a solas conmigo... por temor a mis tendencias sádicas..., no las deshonrosas. Tendré que obedecer a la fuerza.
E inclinándose graciosamente le besó las puntas de los dedos.
Molly dijo violentamente:
—¡Oh, señor Paravicini! Estoy segura...
—Es usted muy inteligente, joven —contestó a Giles sin hacer caso de Molly—. No quiere correr ningún riesgo. ¿Acaso puedo probarle... a usted, o al inspector... que no soy un maniático homicida? No, no puedo. Esas cosas son difíciles de probar.
Comenzó a tararear alegremente. Molly se exasperó.
—Por favor, señor Paravicini... no cante esa horrible canción.
—¿Tres ratones ciegos? ¿Conque era eso? Se me ha venido a la cabeza sin darme cuenta. Ahora que me fijo, es una tonadilla horrenda. No tiene nada de bonita, pero a los niños les gustan esas cosas. ¿Lo ha notado? Ese ritmo es muy inglés.., el lado cruel y bucólico del pueblo inglés. Les cortó el rabo con un trinchante. Claro que a un niño no le gustaría eso... Podría contarles muchas cosas acerca de los pequeñuelos...
—No, por favor —dijo Molly con desmayo—. Creo que usted también es cruel —Su voz adquirió un tono de histerismo—. Usted ríe... y sonríe... es como un gato jugando con un ratón... jugando...
Se echó a reír.
—¡Cálmate, Molly! —rogó Giles—. Ven, vamos todos al salón.
—Trotter debe estar impaciente. No importa la comida. Un crimen es algo mucho más importante.
—No estoy muy de acuerdo con usted —dijo Paravicini mientras les seguía con su andar saltarín—. Al condenado a muerte siempre se le sirve una opípara comida cuando está en capilla... Es lo que se hace siempre.
4
Cristóbal Wren se unió a ellos en el recibidor y Giles frunció el ceño. El joven dirigió una mirada ansiosa a Molly, pero ésta, con la cabeza muy alta, siguió andando sin mirarle.
Entraron casi en procesión por la puerta de la sala. El señor Paravicini cerraba la marcha con su andar saltarín.
El sargento Trotter y el mayor Metcalf les aguardaban en pie. El mayor presentaba un aspecto abatido y Trotter estaba sonrojado y nervioso.
—Muy bien —les dijo el sargento cuando entraron—. Quería verles a todos. Quiero poner en práctica cierto experimento... para lo cual necesito su cooperación.
—¿Tardará mucho rato? —quiso saber Molly—. Tengo bastante que hacer en la cocina. Después de todo, tenemos que comer a alguna hora.
—Sí —replicó Trotter—. Lo comprendo, señora Davis, pero hay cosas más urgentes que la comida. La señora Boyle, por ejemplo, ya no necesita comer.
—La verdad, sargento —intervino el mayor Metcalf—, me parece un modo muy crudo de comentar las cosas.
—Lo siento, mayor Metcalf, pero quiero que todos colaboren.
—¿Ha encontrado ya sus esquíes, sargento Trotter? —preguntó Molly.
El joven enrojeció.
—No, señora Davis; pero puedo decir que tengo mis sospechas de quién los ha cogido, y sus motivos. No pudo decir más por el momento.
—No lo diga, por favor —suplicó Paravicini—. Siempre he pensado que las explicaciones deben dejarse para el final... ya sabe para ese excitante último capítulo.
—Esto no es un juego, señor.
—¿No? Ahora creo que se equivoca. Considero que esto es un juego... para alguien.
—El asesino se está divirtiendo —murmuró Molly en voz baja.
Tocios la miraron sorprendidos.
—Sólo repito lo que me dijo el sargento Trotter.
El aludido no pareció muy satisfecho.
—No me parece bien que el señor Paravicini hable del último capítulo como si se tratara de un misterio emocionante —dijo—. Esto es real... Algo que está sucediendo.
—Mientras no me suceda a mí... —dijo Cristóbal.
—Concretemos, señores —intervino el mayor Metcalf—. El sargento va a decirnos claramente el papel que debemos representar...
Trotter aclaró su garganta. Su tono se volvió oficial.
—Hace poco me hicieron ustedes ciertas declaraciones relacionadas con sus respectivas posiciones en el momento en que tuvo lugar la muerte de la señora Boyle. El señor Wren y el señor Davis se hallaban en sus dormitorios. La señora Davis se hallaba en la cocina. El mayor Metcalf en el sótano, y míster Paravicini aquí, en esta habitación. Éstas son las declaraciones que hicieron ustedes. No tengo medio alguno de comprobarlas. Pueden ser verdad... o no serlo. Para hablar con claridad... cuatro de estas declaraciones son ciertas..., pero una es falsa. ¿Cuál?
Giles dijo con acritud:
—Nadie es infalible. Alguien puede haber mentido... por alguna otra razón.
—Lo dudo, señor Davis.
—¿Pero cuál es su idea? Acaba de confesar que no tiene medio de comprobar nuestras declaraciones.
—No, pero supongamos que todos tengan que realizar sus movimientos por segunda vez.
—¡Bah! —replicó el mayor Metcalf despectivamente—. Reconstruir el crimen. Valiente idea.
—No se trata de la reconstrucción del crimen, mayor Metcalf, sino de los movimientos de las personas en apariencia inocentes.
—¿Y qué espera conseguir con eso?
—Me perdonará si no se lo digo por el momento.
—¿Así que usted quiere repetir lo ocurrido? —preguntó Molly.
—Más o menos, señora Davis.
Hubo un silencio... en cierto modo violento.
«Es una trampa —pensó Molly—. Es una trampa, pero no comprendo cómo...»
Podía haberse pensado que había cinco culpables en aquella habitación, en vez de uno y cuatro inocentes. Todos dirigían furtivas miradas al joven sonriente y seguro de sí que exponía su plan.
Cristóbal exclamó con voz aguda:
—Pero no comprendo... no puedo comprender... qué es lo que espera descubrir... con sólo hacer que repitamos lo que hicimos antes. ¡Me parece una tontería!
—¿Lo es, señor Wren?
—Naturalmente, haremos lo que usted diga, sargento —repuso Giles despacio—. Cooperaremos. ¿Debemos repetir exactamente lo que hicimos antes?
—Sí, deben repetir todos sus actos.
La ligera ambigüedad de su frase hizo que el mayor Metcalf le mirara inquisitivamente mientras el sargento Trotter proseguía:
—El señor Paravicini nos dijo que estaba sentado al piano tocando cierta tonadilla. Señor Paravicini, ¿sería tan amable de demostrarnos lo que hizo, con toda exactitud?
—Desde luego, mi querido sargento.
Paravicini dirigióse con su andar característico hasta el piano de cola y tomó asiento en el taburete.
—El maestro tocará la rúbrica musical de un asesino —anunció.
Sonriente y con ademanes exagerados fue tocando con un solo dedo la tonadilla de Tres Ratones Ciegos.
«Está disfrutando —pensó Molly—. Se está divirtiendo...»
En la amplia habitación las apagadas notas produjeron un efecto casi impresionante...
—Gracias, señor Paravicini —dijo el sargento Trotter—. ¿Debo creer que tocó esa canción de esta misma manera... en la ocasión anterior?
—Sí, sargento, exactamente así. La repetí tres veces.
El sargento Trotter volvióse hacia Molly.
—¿Toca usted el piano, señora Davis?
—Sí, sargento Trotter.
—¿Podría interpretar esa melodía, tocándola exactamente como lo ha hecho el señor Paravicini?
—Desde luego.
—Entonces póngase al piano y esté preparada para hacerlo cuando le dé la señal.
Molly pareció asustarse un tanto. Luego dirigióse lentamente hacia el piano.
—Volveremos a representar cada papel..., pero no es necesario que lo hagan las mismas personas.
—No... no le veo la punta —dijo Giles.
—Pues la tiene, señor Davis. Es un medio de comprobar las declaraciones originales... y me atrevo a decir que sobre todo una en particular. Ahora, por favor, voy a asignarles sus papeles. La señora Davis se quedará aquí... al piano. Señor Wren, ¿quiere hacer el favor de ir a la cocina? Eche un vistazo a la comida. Señor Paravicini, ¿querrá subir a la habitación del señor Wren? Allí puede ejercitar sus talentos musicales. Tres Ratones Ciegos, como lo hizo él. Mayor Metcalf, vaya usted a la habitación del señor Davis y examine el teléfono. Y usted, señor Davis, ¿quiere mirar el interior del armario del recibidor y luego bajar al sótano?
Se produjo un embarazoso silencio. Luego los cuatro se dirigieron a la puerta perezosamente.
Trotter les siguió y volviéndose dijo por encima de su hombro:
—Cuente hasta cincuenta y luego empiece a tocar, señora Davis.
Antes de que la puerta se cerrara tras él, la joven pudo oír la voz del señor Paravicini diciendo:
—Nunca hubiera creído que la policía fuera tan aficionada a los juegos de salón.
5
Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta. Molly, obediente se dispuso a tocar... Y de nuevo la cruel tonadilla encontró eco en el amplio salón...
Tres Ratones Ciegos...
Ved cómo corren...
Molly sintió que su corazón iba latiendo cada vez más de prisa. Como había dicho Paravicini era una melodía horrenda y obsesionante. Poseía toda la infantil incomprensión hacia la piedad, que resultaba tan terrorífica para los adultos.
Desde arriba y muy apagadas llegaban las notas de la misma tonadilla, que silbaba Paravicini representando el papel de Cristóbal Wren.
De pronto, en la habitación contigua comenzó a sonar la radio. El sargento Trotter debía haberla conectado... Entonces, era él quien representaba el papel de la señora Boyle...
Pero ¿por qué? ¿Qué iba a conseguir con todo aquello? ¿Dónde estaba la trampa? Porque la había... seguro, no cabía la menor duda.
Una corriente de aire frío le dio en la nuca. Molly volvióse extrañada. ¿Es que se había abierto la puerta? ¿Habría entrado alguien en la habitación? No, el salón estaba vacío, mas de pronto sintióse nerviosa... asustada. ¿Y si entraba alguien? Supongamos que el señor Paravicini se acercara sigilosamente al piano y sus largos dedos apretaran y apretaran...
—¿De modo que está tocando su propia marcha fúnebre, querida señora? ¡Feliz idea...!
—Tonterías... no seas estúpida... no imagines cosas... Además, le estás oyendo silbar. Lo mismo que él debe oírte a ti.
¡Casi apartó los dedos de las teclas al ocurrírsele que nadie había oído tocar a Paravicini! ¿Era aquélla la trampa? ¿Sería posible que no hubiera estado tocando? Entonces habría podido estar no en el salón, sino en la biblioteca... estrangulando a la señora Boyle.
Se había mostrado molesto, muy molesto, cuando Trotter le dijo a ella que tocara, y se había hecho fuerte en asegurar lo calladamente que fue desgranando la melodía, dando a entender que tal vez no se oyera desde el exterior de la estancia. Y si esta vez oía alguien... entonces, Trotter tendría lo que deseaba... la persona que había mentido tan deliberadamente.
Se abrió la puerta del salón, y Molly, que esperaba ver aparecer a Paravicini, casi lanzó un grito. Pero era sólo el sargento Trotter quien entró precisamente cuando tocaba la tonadilla por tercera vez.
—Gracias, señora Davis —le dijo.
Parecía muy satisfecho de sí mismo, y sus gestos eran rápidos y seguros.
Molly apartó las manos del teclado.
—¿Ya tiene lo que buscaba? —le preguntó.
—¡Sí, desde luego! —Su voz sonaba triunfal—. Tengo exactamente lo que deseaba.
—¿Qué? ¿Quién ha sido?
—¿No se lo imagina, señora Davis? Vamos... ahora ya no es tan difícil. A propósito, si me permite decirlo, ha sido usted muy tonta. Me ha dejado que ignorara quién iba a ser la tercera víctima y como resultado ha corrido usted un serio peligro.
—¿Yo? No sé lo que me quiere decir.
—Quiero decir que no ha sido sincera conmigo, señora Davis. Usted me ha ocultado algo... lo mismo que hiciera la señora Boyle.
—Sigo sin comprender.
—Oh, claro que sí. Cuando yo mencioné el caso de Longridge Farm usted lo conocía ya perfectamente. Oh, sí, lo sabía y estaba preocupada. Y fue usted quien confirmó que la señora Boyle estuvo en la Oficina de Alojamiento en esta parte del país. Usted y ella vivieron en esta región. De modo que cuando yo empecé a preguntarme quién sería la tercera víctima probable, en seguida pensé en usted, que no quiso confesar de buenas a primeras que conocía el caso de Longridge Farm. Los policías no somos tan ciegos como parecemos.
Molly dijo en voz baja:
—Usted no me comprende. Yo no quería recordar.
—La comprendo muy bien —Su voz adquirió otro tono—. Su nombre de soltera era Wainwright, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y es usted algo mayor de lo que dice. En 1940 cuando ocurrió lo de Longridge Farm, usted era la maestra del colegio de Abbeyvale.
—¡No!
—¡Oh, sí, señora Davis!
—Le digo que no era yo.
—El niño que murió se las compuso para enviarle una carta. Robó el sello. En la carta suplicaba ayuda... a su cariñosa maestra. Es obligación de la profesora averiguar por qué los alumnos no acuden a la escuela. Usted no lo hizo. Ni prestó atención a la carta de aquel pobre diablo.
—¡Basta! —A Molly le ardían las mejillas—. Está usted hablando de mi hermana. Ella era maestra, y no es que hiciera caso omiso de la carta. Estaba enferma... con pulmonía. No vio la carta hasta después de la muerte del niño. Eso la trastornó mucho.., muchísimo... era muy sensible. Pero no tuvo la culpa. Y es por eso, porque lo tomé tan a pecho, que nunca he podido soportar que me lo recordasen. Siempre ha sido como una pesadilla para mí.
Molly se cubrió el rostro con las manos. Cuando las apartó, Trotter la miraba fijamente:
—De modo que era su hermana... Bueno, después de todo... —Sus labios se curvaron en una extraña sonrisa—. Eso no importa mucho, ¿verdad? Su hermana... mi hermano...
Sacó algo de su bolsillo. Ahora sonreía satisfecho.
Molly miraba el objeto que el sargento tenía en la mano.
—¡Creí que la policía no usaba revólver! —exclamó.
—La policía, no... —repuso Trotter—. Pero, ¿sabe?, yo no soy policía. Soy Jim. El hermano de Jorge. Usted pensó que era de la policía porque telefoneé desde el pueblo y le dije que iba a venir el sargento Trotter. Corté los cables telefónicos del exterior de la casa cuando llegué para que no pudiera volver a llamar al puesto de policía...
Molly vio que no dejaba de apuntarle con el revólver.
—No se mueva, señora Davis... y no grite... o apretaré el gatillo en el acto.
Seguía sonriendo. Y Molly, horrorizada, comprendió que era una sonrisa infantil. Y su voz se iba volviendo la de un niño.
—Sí. Soy el hermano de Jorge. Jorge murió en Longridge Farm. Aquella mujer nos envió allí y la esposa del granjero fue cruel con nosotros y usted no quiso ayudarnos... a tres ratoncitos ciegos. Dije que la mataría cuando fuera mayor. No he pensado en otra cosa desde entonces.
Frunció el ceño.
—Se preocuparon mucho por mí en el ejército... aquel médico no cesaba de hacerme preguntas... Tuve que marcharme... Temía que me impidiera realizar mis proyectos. Pero ahora ya soy mayor. Y las personas mayores pueden hacer lo que les agrada.
Molly intentó recobrarse.
«Háblale —se dijo—. Distrae su mente.»
—Pero, Jim, escuche. Nunca conseguirá escapar.
Su rostro volvió a ensombrecerse.
—Alguien ha escondido mis esquíes. No consigo encontrarlos —rió—. Pero me atrevo a asegurar que todo irá bien. Es el revólver de su esposo. Lo cogí de su cajón. Así pensarán que fue él quien disparó contra usted. De todas formas... no me importa mucho. Ha sido todo tan divertido. ¡Imagínese! ¡La cara que puso aquella mujer de Londres cuando me reconoció! ¿Y esta estúpida de esta mañana?
Hasta ellos, con impresionante efecto, llegó un silbido. Alguien silbaba la tonadilla de Tres Ratones Ciegos.
Trotter se sobresaltó... mientras una voz gritaba:
—¡Al suelo, señora Davis!
Molly dejóse caer en tanto que el mayor Metcalf, saliendo de detrás del sofá que había junto a la puerta, se abalanzaba sobre Trotter. El revólver se disparó... y la bala fue a incrustarse en una de las pinturas al óleo que tanto apreciaba la finada señora Emory.
Momentos después se armó un barullo de mil demonios. Entró Giles seguido de Cristóbal y Paravicini.
El mayor Metcalf, que seguía sujetando a Trotter, habló con frases entrecortadas:
—Entré mientras usted estaba tocando... y me escondí detrás del sofá... He estado persiguiéndole desde el principio... es decir, sabía que no era agente de la policía. Yo soy policía... el inspector Tanner. Me puse de acuerdo con Metcalf para venir en su lugar. Scotland Yard consideró conveniente que vigiláramos este lugar. Ahora... muchacho —se dirigió amablemente al ahora dócil Trotter—, vas a venir conmigo.., Nadie te hará daño. Estarás muy bien. Te cuidaremos...
—¿Jorge no estará enfadado conmigo?
—No, Jorge no estará enfadado —repuso Metcalf.
—Está loco de remate, ¡pobre diablo!
Salieron juntos. El señor Paravicini tocó a Cristóbal Wren en el brazo.
—Usted también va a venir conmigo —le dijo.
Giles y Molly, al quedarse solos, se miraron a los ojos... fundiéndose en un abrazo cariñoso.
—Querida, ¿estás segura de que no te ha hecho daño?
—No, no. Estoy perfectamente, Giles. Me he sentido tan confundida. Casi llegué a pensar que tú..., ¿por qué fuiste a Londres aquel día?
—Querida, quise comprarte un regalo para nuestro aniversario, que es mañana, y no quería que lo supieras.
—¡Qué casualidad! Yo también fui a Londres a comprarte un regalo sin que te enteraras.
—He estado terriblemente celoso de ese neurótico estúpido. Debo haber estado loco... perdóname, cariño.
Se abrió la puerta y entró Paravicini con su andar característico.
Llegaba resplandeciente.
—¿Interrumpo la reconciliación...? ¡Qué escena más encantadora...! Pero debo decirle adieu. Va a venir un jeep de la policía y he pedido que me lleven con ellos. —Inclinóse para susurrar al oído de Molly con misterio—: Es posible que encuentre algunas dificultades en un futuro próximo..., pero confío en poder arreglarlas, y si recibiera usted una caja... con un pavo... digamos, un pavo, algunas latas de foie-gras, un jamón... algunas medias de nylon..., ¿eh...? Bueno, sepa que se lo envío con mis mayores respetos a una damita tan encantadora. Señora Davis, mi cheque está encima de la mesa del recibidor.
Y tras depositar un beso en la mano de Molly, salió por la puerta.
—¿Medias de nylon? —murmuró la joven—. ¿Foie-gras? ¿Quién es ese señor Paravicini? ¿Papá Noel?
—Me figuro que es un tipo que se dedica al mercado negro —repuso Giles.
Cristóbal Wren asomó la cabeza por la puerta.
—Amigos míos, espero no haberles molestado, pero en la cocina se huele terriblemente a quemado. ¿Puedo hacer algo?
Con un grito de angustia y exclamando: «¡Mi pastel!», Molly salió corriendo de la estancia.
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