Hoy leemos un corto texto de Agatha Christie que vale la pena ver una y otra vez. Aquí vamos...
Hércules
Poirot hizo con sus cartas un ordenado montón, colocándolo ante sí. Cogió la
primera de las cartas, examinó un momento la dirección, despegando luego el
dorso del sobre con una pequeña plegadera que tenía siempre en la mesa del
desayuno para ese fin y extrajo el contenido. Dentro había otro sobre, sellado
con lacre y en el que se leía: «Privado y confidencial».
Hércules
Poirot alzó ligeramente las cejas, murmuró Patience! Nous allons arriver!, y
de nuevo puso en juego la pequeña plegadera. Del sobre salió entonces una
carta, escrita con letra temblona y picuda. Algunas palabras estaban subrayadas
de un modo muy notorio.
Hércules
Poirot desdobló la carta y leyó. En la parte superior, de nuevo se leían las
palabras «privado y confidencial». A la derecha iba escrita la dirección,
Rosebank, Charman's Green, Bucks, y la fecha, veintiuno de marzo.
Señor Poirot:
Me ha recomendado
a usted una antigua y buena amiga mía, que sabe lo preocupada
y disgustada que he estado en estos últimos tiempos. Claro que mi
amiga no conoce los hechos; por tratarse de un asunto estrictamente
confidencial no se los he confiado a nadie. Mi amiga me ha dicho que es usted
la discreción personificada, y que no tema verme envuelta con la policía, cosa
que, si mis sospechas resultan fundadas, me desagradaría muchísimo. Pero por
supuesto, es posible que esté equivocada por completo. No me considero
ya con la cabeza lo bastante despierta —padeciendo como padezco de
insomnio y habiendo sufrido el pasado invierno una grave enfermedad— para
investigar las cosas por sí misma. No tengo ni medios ni capacidad para
hacerlo. Por otra parte, debo insistir una vez más en que se trata de un asunto
de familia en extremo delicado y que por muchas razones puede que desee echar
tierra sobre el mismo. Teniendo seguridad de los hechos, podré ocuparme yo
misma del asunto y así lo prefiero. Espero que este punto haya quedado bien
claro. Caso de aceptar usted esta investigación, le agradecería me lo comunicara
a la dirección que figura al principio de la carta.
Atentamente,
amelia barrowby.
Poirot
leyó la carta dos veces, del principio al fin. De nuevo alzó ligeramente las
cejas. Luego la dejó al lado y cogió el segundo sobre del montón.
A
las diez en punto entró en la habitación donde la señorita Lemon, su secretaria
particular, esperaba recibir instrucciones para la jornada. La señorita Lemon
tenía cuarenta y ocho años y un aspecto poco atractivo. La impresión general
que producía era la de un montón de huesos colocados de cualquier modo. Su
pasión por el orden casi igualaba la de Poirot, y, aunque muy capaz de pensar
por sí misma, nunca lo hacía a no ser que se lo ordenaran.
Poirot
le entregó el correo de la mañana.
—Tenga
la bondad, señorita, de contestar todas estas cartas, diciendo que no, con
buenas palabras.
La
señorita Lemon echó una ojeada a las distintas cartas, garabateando un
jeroglífico en cada una de ellas. Eran signos que sólo ella podía leer, de un
código suyo particular: «jabón suave», «bofetada», «ronroneo», «seco», etc.
Hecho esto, levantó la vista hacia Hércules Poirot, solicitando más
instrucciones.
Poirot
le tendió la carta de Amelia Barrowby. Ella la sacó de su doble envoltura, la
leyó y miró a Poirot con expresión interrogante.
—¿Bueno,
monsieur Poirot?
Tenía
el lapicero en alto, a puntó, sobre el cuaderno de taquigrafía.
—¿Qué
opina usted francamente de esa carta, señorita Lemon?
Frunciendo
ligeramente el ceño, la señorita Lemon dejó el lapicero y leyó de nuevo la
carta.
El
contenido de las cartas nunca tenía ningún significado para la señorita Lemon,
salvo desde el punto de vista de redactar una respuesta adecuada. Muy de tarde
en tarde solicitaba su jefe sus facultades humanas, dejando a un lado su
personalidad profesional. Cuando esto ocurría, la señorita Lemon sentía cierta
irritación. Ella era una máquina casi perfecta, total y gloriosamente
desinteresada por los problemas humanos. La verdadera pasión de su vida era dar
con un sistema de archivo perfecto, al lado del cual todos los demás sistemas
serían olvidados. Por las noches soñaba con este archivo. Sin embargo, como
Poirot sabía muy bien, la señorita Lemon era muy capaz de tratar con
inteligencia los asuntos puramente humanos.
—¿Qué
le parece? —preguntó.
—Una
señora de edad —dijo la señorita Lemon—. Está muerta de miedo.
Y
añadió, echando una ojeada a los dos sobres:
—Todo
muy misterioso, y no le dice nada en absoluto.
—Sí
—dijo Hércules Poirot—. Ya lo he notado.
La
señorita Lemon posó una vez más su mano esperanzada sobre el cuaderno de
taquigrafía. Por fin, Poirot, tras una pausa, respondió:
—Dígale
que será para mí un honor el visitarla en el día y la hora que me indique, a no
ser que prefiera venir a consultarme aquí. No escriba la carta a máquina,
escríbala a mano.
—Muy
bien, monsieur Poirot.
Poirot
mostró el resto del correo.
—Éstas
son facturas.
Las
manos eficientes de la señorita Lemon establecieron una rápida selección entre
ellas.
—Las
pagaré todas menos estas dos.
—¿Por
qué no esas dos? No hay error en ellas.
—Son
unas firmas con las que tiene usted relaciones desde hace muy poco tiempo. No
hace buen efecto pagar demasiado pronto, acabando de abrir una cuenta... parece
como si estuviera usted trabajando el terreno para conseguir un crédito.
—|Ah!
—murmuró Poirot—. Me inclino ante su superior conocimiento del comerciante
británico.
—Poco
habrá que yo no sepa con respecto a ellos —dijo la señorita Lemon con expresión
torva.
La
carta para la señorita Amelia Barrowby fue escrita y echada al correo, pero no
llegaba respuesta alguna. Quizá, pensaba Hércules Poirot, la anciana señora
había descubierto el misterio por sí misma. Sin embargo, le sorprendía un poco
el que, de ser así, no hubiera escrito unas líneas corteses, diciendo que ya no
necesitaba sus servicios.
Cinco
días más tarde, después de recibir las instrucciones de la correspondencia,
dijo la señorita Lemon:
—Esa
señorita Barrowby a quien escribimos... no es extraño que no haya contestado.
Ha muerto.
Hércules
Poirot dijo en voz muy baja: «¿Ha muerto?» Sus palabras, más que una pregunta,
parecían una respuesta.
La
señorita Lemon abrió el bolso y extrajo de él un recorte de periódico.
—Lo
vi en el «metro» y lo arranqué.
Aprobando
mentalmente el hecho de que la señorita Lemon, a pesar de haber empleado la
palabra «arranqué», había recortado la noticia cuidadosamente con unas tijeras,
Poirot leyó el suelto, extraído de la sección de «Nacimientos, Defunciones y
Enlaces», del Morning Post:
«El 26 de marzo falleció de repente,
en Rosebank Charman's Green, Amelia Jane Barrowby, a los setenta y tres años de
edad. Se ruega no envíen flores.»
Poirot
lo leyó y murmuró entre dientes: «De repente.» Luego dijo, vivamente:
—Señorita
Lemon, ¿tiene usted la bondad de escribir una carta?
La
señorita Lemon cogió un lápiz y, meditando, tomó la carta en rápida y correcta
taquigrafía.
Distinguida
señorita Barrowby: No he recibido contestación de usted, pero como estaré por
las inmediaciones de Charman's Creen el viernes, la visitaré dicho día para
tratar con mayor amplitud del asunto mencionado por usted en su carta.
Atentamente, etc.
—Escriba
en seguida esta carta y si la echa pronto llegará a Charman's Green de seguro
esta noche.
A
la mañana siguiente, el segundo correo trajo una carta en un sobre de luto.
Muy señor mío:
En contestación a
su carta, he de manifestarle que mi tía, la señorita Barrowby, falleció el día
veintiséis. En consecuencia, el asunto de que habla ya no tiene importancia.
Atentamente,
mary delafontaine.
Poirot
sonrió para sí.
—Ya
no tiene importancia... ¡Ah! Eso ya lo veremos. En avant... vamos a
Charman's Green.
«Rosebank»
era una casa que parecía hacer honor a su nombre[1],
lo cual no puede decirse de muchas casas de su estilo y carácter.
Hércules
Poirot se detuvo en el sendero que conducía a la puerta principal y dirigió una
mirada aprobatoria a los bien trazados macizos que se extendían a ambos lados.
Había rosales, que prometían una buena cosecha para cuando llegara la estación,
y, ya en flor, narcisos, tulipanes tempraneros, jacintos azules... El último
macizo estaba bordeado parcialmente por conchas.
Poirot
murmuró para sí:
—¿Cómo
es esa cancioncita que cantan los niños ingleses?
Di, María, la
obstinada,
¿cómo crece tu
jardín?
Tiene conchas,
campanitas,
«Puede
que no haya un sinfín —pensó—, pero, por lo menos, aquí viene una doncella,
para que se cumpla en todas sus estrofas la cancioncita infantil.»
La
puerta principal se había abierto y una pulcra doncellita, con gorro y
delantal, contemplaba indecisa el espectáculo que ofrecía un señor extranjero
de grandes bigotes, hablando solo en voz alta en medio del jardín. Era, según
observó Poirot, una doncellita muy mona, de redondos ojos azules y mejillas
sonrosadas.
Poirot
se quitó el sombrero cortésmente y se dirigió a ella:
—Perdone,
¿vive aquí la señorita Amelia Barrowby?
La
doncella lanzó un sonido entrecortado y sus ojos, a consecuencia de la
impresión, se redondearon aún más.
—¡Ay,
señor! ¿No lo sabía? Se ha muerto. ¡Tan de repente! El martes por la noche.
Titubeó,
luchando entre dos instintos encontrados: primero, la desconfianza hacia el
extranjero, y segundo, la fruición natural de su clase en explayarse en el
interminable tema de enfermedades y muertes.
—Me
sorprende usted —dijo Hércules Poirot, faltando a la verdad—. Tenía una cita para
hoy con la señora. Sin embargo, quizá pueda ver a la otra señora que vive en la
casa.
La
doncellita, antes de responder, pareció titubear un poco.
—¿La
señora? Sí, a lo mejor podría usted verla, pero no sé si querrá recibir a
nadie.
—A
mí me recibirá —dijo Poirot, entregándole una tarjeta.
La
autoridad con que habló surtió el efecto deseado. La doncella de mejillas
rosadas se hizo a un lado y condujo a Poirot hasta un salón, situado a la
derecha del vestíbulo. Luego, con la tarjeta en la mano, se fue a avisar a su
señora.
Hércules Poirot miró a su alrededor. El
salón era completamente convencional: en las paredes, papel color de avena, con
un friso en el borde; cretonas de color indefinido; cojines y cortinas de color
rosa y profusión de chucherías y adornos. No había nada
en la habitación que se destacara, que indicara la presencia de una
personalidad definida.
De
pronto Poirot, que era muy sensible para estas cosas, sintió que unos ojos le
observaban. Giró sobre sus talones. Una chica estaba de pie en el umbral de la
puerta ventana, una chica de baja estatura, cetrina, de pelo muy negro y mirada
llena de desconfianza.
Entró
en la habitación y, al tiempo que Poirot se inclinaba ligeramente en ademán de
respeto ante ella, saltó bruscamente:
—¿Por
qué ha venido?
Poirot
no respondió. Se limitó a alzar las cejas.
—Usted
no es abogado, ¿verdad?
Hablaba
bien el inglés, pero nadie, ni por un momento, la hubiera tomado por inglesa.
—¿Por
qué había de ser yo abogado, mademoiselle?
La
chica se le quedó mirando fijamente con una expresión sombría.
—Pensé
que a lo mejor lo era. Pensé que a lo mejor había venido a decir que ella no
sabía lo que hacía. He oído hablar de esas cosas; la influencia indebida le
llaman, ¿verdad? Pero no es cierto. Ella quiso que el dinero fuera mío y lo
será. Si es necesario tendré un abogado propio. El dinero es mío. Ella lo dejó
escrito así, y así será.
Estaba
muy fea, con la barbilla hacia delante y los ojos lanzando chispas.
La
puerta se abrió y entró una mujer alta.
—Katrina
—dijo.
La
chica retrocedió, enrojeció, y, farfullando algo ininteligible, salió por la
puerta ventana,
Poirot
se volvió hacia la recién llegada, que de modo tan eficaz había zanjado la
cuestión, pronunciando una sola palabra. En su voz había habido autoridad,
desprecio y una nota de ironía refinada. Poirot se dio cuenta en seguida de que
aquélla era la dueña de la casa, Mary Delafontaine.
—¿Monsieur
Poirot? Le he escrito a usted. No habrá recibido mi carta.
—He
estado fuera de Londres.
—Ah,
comprendo; eso lo explica. Permita que me presente. Me llamo Delafontaine. Mi
marido. La señorita Barrowby era tía mía.
El
señor Delafontaine había entrado tan silenciosamente que su llegada había
pasado inadvertida. Era un hombre alto, de cabellos grises y aspecto indeciso.
Se acariciaba la barbilla con movimientos nerviosos. Con frecuencia miraba a su
mujer y era evidente que dejaba que ella llevara la voz cantante en las
conversaciones.
—Siento
mucho molestarles en medio de su aflicción —les dijo Hércules Poirot.
—Ya
comprendo que no ha sido culpa suya —dijo la señora Delafontaine—. Mi tía murió
la tarde del martes. Fue de lo más inesperado.
—De
lo más inesperado —dijo el señor Delafontaine—. Un gran golpe.
Sus
ojos estaban fijos en la puerta ventana, por donde había desaparecido la chica
extranjera.
—Les
pido a ustedes perdón —dijo Hércules Poirot—, y me retiro.
Dio
un paso en dirección a la puerta.
—Un
momento —dijo el señor Delafontaine—. ¿Dice usted que tenía... ejem... una cita
con tía Amelia?
—Parfaitement.
—Sí
nos dijera usted de qué se trataba —dijo su esposa—, quizá pudiéramos ayudarle.
—Se
trata de un asunto reservado —dijo Poirot—. Soy detective —añadió,
sencillamente.
El
señor Delafontaine tiró una figurita de porcelana que tenía en la mano.
Su
esposa parecía perpleja.
—¿Un
detective? ¿Y tenía usted una cita con la tía? ¡Qué cosa más extraordinaria!
—Se quedó mirando fijamente a Poirot—. ¿No puede usted decirnos nada más,
monsieur Poirot? Todo esto es... fantástico.
Poirot
guardó silencio durante algunos segundos. Cuando habló, lo hizo escogiendo
cuidadosamente las palabras.
—Es
difícil para mí, señora, saber lo que debo hacer.
—Diga
—dijo el señor Delafontaine—. No mencionó a los rusos, ¿verdad?
—¿A los rusos?
—Sí,
ya me entiende... bolcheviques, rojos, etc.
—No
seas absurdo, Henry —dijo su mujer.
Delafontaine
se disculpó, muy turbado.
—Perdón...
perdón... Tenía curiosidad.
Mary
Delafontaine miró abiertamente a Poirot. Sus ojos eran muy azules, del color de
las miosotis.
—Si
puede usted decirnos algo, señor Poirot, le agradecería mucho que lo hiciera.
Le aseguro que tengo... tengo motivos para pedírselo.
El
señor Delafontaine se mostró alarmado.
—Ten
cuidado... ya sabes que a lo mejor no hay nada cierto en todo ello.
De
nuevo la esposa le detuvo con una mirada.
—¿Qué
dice usted, monsieur Poirot?
Lentamente,
con gravedad, Hércules Poirot movió la cabeza en sentido negativo. Lo hizo con
gran pesar, pero lo hizo.
—Por
el momento, señora —dijo—, lamento no poder decir nada.
Se
inclinó, cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Mary Delafontaine le
acompañó al vestíbulo. En el peldaño, Poirot se detuvo y la miró.
—Parece
que tiene usted gran afición a su jardín, ¿no es así, señora?
—¿Al
jardín? Sí, le dedico mucho tiempo.
—Je
vous fait mes compliments.
Se
inclinó de nuevo y se dirigió a la verja a grandes pasos. Al cruzar la verja y
torcer hacia la derecha, miró hacia atrás y su mente anotó dos impresiones; un
rostro cetrino que le observaba desde una ventana del primer piso y un hombre
erguido, de porte militar, que se paseaba de arriba abajo por el otro lado de
la calle.
Hércules
Poirot se dijo para sus adentros:
«Decididamente,
aquí hay gato encerrado. ¿Qué haremos para cogerlo?»
Después
de considerar la cuestión, se dirigió a la oficina de Correos más próxima.
Desde allí hizo dos llamadas telefónicas, cuyo resultado pareció satisfacerle.
Dirigió sus pasos al cuartelillo de policía de Charman's Green, donde preguntó
por el inspector Sims.
El
inspector Sims era un hombre cordial, alto y corpulento.
—¿Monsieur
Poirot? —preguntó—. Me lo pareció. Me acaba de llamar el jefe hace un momento
para hablarme de usted. Dijo que se pasaría usted por aquí. Venga usted a mi
despacho.
Una
vez cerrada la puerta, el inspector señaló una butaca a Poirot, se acomodó en
otra y volvió hacia su visitante una mirada llena de curiosidad.
—¡No
pierde usted el tiempo, monsieur Poirot! Viene usted a vernos acerca del caso
de Rosebank casi antes de que sepamos que existe semejante caso. ¿Qué fue lo
que le metió a usted a investigar en esto?
Poirot
sacó la carta que había recibido y se la entregó al inspector. Este último la
leyó con cierto interés.
—Interesante
—dijo—. Lo malo es que puede significar tantas cosas... Es una pena que no haya
sido un poco más explícita. Nos hubiera ayudado ahora.
—¿Quiere
usted decir...?
—Puede
que hubiera estado viva.
—¿Es
que su muerte es... dudosa?
—Va
usted tan lejos como todo eso, ¿eh? ¡Hum! No digo que no tenga usted razón.
—Le
ruego, inspector, me haga usted una relación de los hechos. No sé nada en
absoluto.
—Muy
fácil. La vieja señora se puso mala el martes por la noche, después de cenar.
Muy alarmante, convulsiones, espasmos y todas esas cosas. Llamaron al médico.
Cuando llegó, estaba muerta. Parecía que había muerto de un ataque. Bueno, al
médico no le gustó mucho el aspecto que presentaban las cosas. Tartamudeó un
poco y doró la píldora lo que pudo, pero dio a entender claramente que no podía
extender un certificado de defunción. Y en cuanto a la familia respecta, esto
es todo lo que hay. Están esperando el resultado de la autopsia. Nosotros hemos
llegado un poco más lejos. El médico nos informó confidencialmente en seguida
(él y el cirujano de la policía hicieron juntos la autopsia) y el resultado no
deja lugar a dudas. La señora murió a consecuencia de una fuerte dosis de
estricnina.
—¡Ah!
—Eso
es. Un asunto muy feo. El caso es saber quién le dio la estricnina. Deben
habérsela dado muy poco antes de su muerte. Al principio creíamos que se la
habían dado con la cena, pero, francamente, parece que hay que desechar esa idea.
Comieron sopa de alcachofas, servida de una sopera, pastelón de pescado y tarta
de manzana. Una cena como puede verse frugal.
—¿Quiénes
eran los comensales?
—La
señorita Barrowby y el señor y la señora Delafontaine. La señorita Barrowby
tenía una especie de enfermera y señorita de compañía, una chica medio rusa,
pero no comía con la familia. Después de retirar la comida de la mesa la chica
comió de lo mismo. Tiene una muchacha, pero era su noche libre. Dejó en el homo
la sopa y el pastelón de pescado y la tarta de manzana era fría. Los tres
comieron lo mismo y, aparte de eso, no creo que sea posible hacer tragar
estricnina a nadie de ese modo. La estricnina es amarga como la hiel. Me dijo
el médico que puede notarse su sabor en una solución de uno por mil, o algo por
el estilo.
—¿Y
con café?
—Con
café es más fácil, pero ella no tomaba nunca café.
—Ya
comprendo. Sí, parece un punto muy difícil de aclarar. ¿Qué bebió con la
comida?
—Agua.
—Vamos
de mal en peor.
—Sí,
es un verdadero lío.
—¿Tenía
dinero la señora?
—Creo
que estaba muy bien. Claro que todavía no conocemos los detalles concretos.
Tengo entendido que los Delafontaine están bastante mal de dinero. La señora
ayudaba a sostener la casa.
Poirot
sonrió.
—¿De
modo que sospecha usted de los Delafontaine? —dijo—. ¿De cuál de ellos?
—No
quiero decir precisamente que sospeche de ninguno de los dos en particular.
Pero ahí tiene usted, son sus únicos parientes cercanos y su muerte les
proporciona una bonita cantidad de dinero, estoy seguro. ¡Ya sabe cómo es la
naturaleza humana!
—Algunas
veces, inhumana; sí, muy cierto. ¿Y no tomó ni bebió nada más la anciana?
—Bueno,
a decir verdad...
—Ah,
voilá! Me parecía que tenía usted algo dentro de la manga, como
dicen ustedes los ingleses... la sopa, el pastel de pescado, la tarta de
manzana... bêtises! Ahora llegamos al centro de la cuestión.
—No
lo sé. Pero lo cierto es que la anciana tomaba unos sellos antes de las
comidas. Ya me entiende, no eran píldoras, ni tabletas, sino unas de esas
cajitas de papel de arroz con unos polvos dentro. Era una medicina
completamente inofensiva, para la digestión.
—Admirable.
Nada más fácil que llenar uno de los sellos con estricnina y sustituirlo por
uno de los otros. Pasa por la garganta tragado con un poco de agua y no se nota
el sabor.
—Eso
es. Lo malo es que fue la chica la que se lo dio.
—¿La
chica rusa?
—Sí.
Katrina Rieger. Era una especie de criada, enfermera y señorita de compañía de
la señorita Barrowby. Creo que no la dejaba en paz: tráeme esto, tráeme lo
otro, tráeme lo de más allá, frótame la espalda, sírveme la medicina, vete
corriendo a la farmacia... ese plan. Ya sabe usted lo que son esas señoras
mayores, tienen buenas intenciones, pero lo que necesitan en realidad es una
esclava negra.
Poirot
sonrió.
—Y
así estamos —continuó el inspector Sims—. No encaja muy bien que digamos. ¿Por
qué iba a envenenarla la chica? Muerta la señorita Barrowby, se queda sin
trabajo y no es tan fácil encontrar empleo; no tiene preparación especial, ni
nada de eso.
—Sin
embargo —sugirió Poirot—, si la caja de los sellos no estaba guardada,
cualquiera de la casa pudo tener oportunidad de realizar la sustitución,
—Naturalmente,
estamos en eso, monsieur Poirot. No tengo reparo en confesarle que estamos
haciendo averiguaciones... discretamente, claro. Cuándo fue preparada la
medicina, dónde la guardaban de costumbre... Con paciencia y mucho trabajo
pesado y oscuro conseguiremos lo que buscamos. Luego está también el abogado de
la señorita Barrowby. Mañana tengo una entrevista con él. Y el director del
banco. Todavía hay mucho que hacer.
Poirot
se levantó.
—Voy
a pedirle un favor, inspector Sims: que me diga cómo marcha el asunto. Lo
consideraré como un gran favor. Éste es mi número de teléfono.
—¡No
faltaría más, monsieur Poirot! Cuatro ojos ven más que dos; además, habiendo
recibido la carta, tenía usted que estar en el asunto.
—Me
abruma usted, inspector.
Cortésmente,
Poirot estrechó la mano del inspector y se marchó.
Al
día siguiente por la tarde le llamaron por teléfono.
—¿Es
usted, monsieur Poirot? Le habla el inspector Sims. Parece que aquel asuntito
que sabemos usted y yo se va animando.
—¿De
verdad? Cuénteme, se lo ruego....
—Bueno,
ahí va el artículo número 1... y bastante importante, por cierto. La señorita B
dejó un pequeño legado a su sobrina y todo lo demás a K. En consideración a su
gran bondad y atenciones para con ella... así es como se expresa. Eso cambia el
aspecto de las cosas totalmente, a mi juicio.
Ante
la mente de Poirot se presentó una escena: un rostro sombrío y una voz apasionada
que decía: «El dinero es mío. Ella lo ha escrito así y así será.» El legado no
iba a constituir una sorpresa para Katrina; tenía conocimiento de él con
anticipación.
—Artículo
número 2 —continuó la voz del inspector Sims—. Nadie más que K anduvo con el
sello.
—¿Está
usted seguro de eso?
—La
propia chica al menos no lo niega. ¿Qué opina usted de eso...?
—Es
sumamente interesante.
—Sólo
necesitamos una cosa más... pruebas de cómo llegó a sus manos la estricnina. No
creo que sea difícil.
—¿Pero
hasta ahora no ha tenido éxito?
—Acabo
de empezar, como quien dice. La encuesta fue esta mañana.
—¿Qué ocurrió en ella?
—Se
aplazó por una semana.
—¿Y
la señorita... K?
—Voy
a detenerla por sospechosa. No quiero correr riesgos. Puede que tenga
amigos en el país que traten de sacarla de esto,
—No
—dijo Poirot—. No creo que tenga ningún amigo.
—¿De
verdad? ¿Qué le hace decir a usted eso, monsieur Poirot?
—Es
sólo una idea más. ¿No hay más «artículos», como usted los llama?
—Nada
que tenga mucha relación con el caso. Parece que la señorita B había hecho
algunas tonterías últimamente con sus valores... debe haber perdido una suma
bastante elevada. Es un asunto un poco raro, pero no veo que tenga mucho que
ver con el problema principal... por el momento, al menos.
—No,
puede que esté usted en lo cierto. Bueno, muchas gracias. Ha sido usted muy
amable en telefonearme.
—Nada
de eso. Soy un hombre de palabra y comprendí que estaba muy interesado. Quién
sabe, puede que me eche usted una mano antes de terminar este asunto.
—Eso
sería para mí un gran placer. Por ejemplo, podría ayudarle a usted si
consiguiera dar con un amigo de Katrina.
—¿No
había dicho usted que no tenía amigos? —dijo el inspector Sims, sorprendido.
—Estaba
equivocado —dijo Hércules Poirot—. Tiene un amigo.
Antes
de que el inspector pudiera hacer más preguntas, Poirot colgó.
Con
expresión grave, se encaminó a la habitación donde la señorita Lemon escribía a
máquina. Al acercarse su jefe, la señorita Lemon levantó las manos del teclado
y le miró, interrogante.
—Quiero
que se imagine usted una pequeña historia —le dijo Poirot.
La
señorita Lemon dejó caer las manos en su regazo, en actitud resignada. Le
gustaba escribir a máquina, pagar cuentas, archivar y anotar los compromisos de
su jefe, y que le pidiera que se imaginase en situaciones hipotéticas le
aburría mucho, pero lo aceptaba como una parte desagradable de su trabajo.
—Es
usted una muchacha rusa —empezó Poirot.
—Sí
—dijo la señorita Lemon, con un aire sumamente británico.
—Está
usted sola y sin amigos en este país. Tiene usted razones para no desear volver
a Rusia. Está usted empleada como una especie de esclava, enfermera y señorita
de compañía de una señora de edad. Es usted humilde y paciente.
—Sí
—dijo la señorita Lemon, obediente, pero incapaz de imaginarse a sí misma en
actitud humilde ante ninguna señora.
—La
anciana le coge cariño a usted. Decide dejarle su dinero y así se lo comunica.
Poirot
hizo una pausa.
La
señorita Lemon dijo «sí» una vez más.
—Y
entonces, la anciana descubre algo. Puede que sea un asunto de dinero, que se
haya dado cuenta de que usted no ha sido honrada con ella. O puede que sea más
grave todavía: una medicina que tenía un gusto raro, una comida que sienta
mal... Bueno, el caso es que empieza a sospechar de usted y escribe a un detective
muy famoso... enfin, el más famoso de todos los detectives, ¡a mí! Tengo
que ir a visitarla poco después. Y entonces, como dicen ustedes los ingleses,
la grasa está en el fuego, el peligro es inminente. Hay que obrar con rapidez.
Y así, cuando el gran detective llega, la anciana está muerta. Y el dinero va a
parar a usted... Dígame, ¿le parece razonable?
—Muy
razonable —dijo la señorita Lemon—. Quiero decir, muy razonable para una rusa.
Yo, personalmente, nunca me emplearía de señorita de compañía. Me gusta que mis
obligaciones estén bien definidas. Y, naturalmente, nunca se me ocurriría
asesinar a nadie.
Poirot
suspiró.
—¡Cómo
echo de menos a mi amigo Hastings! ¡Tenía tanta imaginación y una mentalidad
tan romántica! Bien es verdad que siempre se equivocaba, pero eso en sí mismo
era una guía.
La
señorita Lemon permaneció en silencio. Ya había oído hablar otras veces del
capitán Hastings y no le interesaba el tema. Dirigió una mirada melancólica a
la hoja mecanografiada que tenía ante ella.
—¡De
modo que le parece a usted razonable! —murmuró Poirot.
—¿A
usted no?
—Me
temo que sí —suspiró Poirot.
Sonó
el teléfono y la señorita Lemon salió de la habitación para contestarlo. Cuando
volvió dijo:
—Otra
vez el inspector Sims.
Poirot
corrió al aparato. Escuchó lo que le decía el inspector y exclamó:
—¿Cómo?
¿Qué dice?
Sims
repitió su declaración:
—Hemos
encontrado un paquete de estricnina en la habitación de la chica, escondido
debajo del colchón. Acababa de llegar el sargento con la noticia. Podemos decir
que esto liquida la cuestión.
—Sí
—dijo Poirot—. Creo que el asunto está liquidado.
Su
voz había cambiado; parecía, de pronto, llena de confianza.
«Había
algo que estaba mal —murmuró para sí—. Lo sentí..., no, no lo sentí. Debe haber
sido algo que vi. En avant, pequeñas células grises. Meditad,
reflexionad. ¿Era todo lógico, estaba todo en orden? La chica, su ansiedad
respecto al dinero... la señora Delafontaine; su marido... su referencia a los
rusos... una imbecilidad, pero bueno, él es un imbécil; la habitación... el
jardín..., ¡ah! Sí, el jardín.»
Se
enderezó muy rígido. En sus ojos apareció la luz verde. Se puso en pie de un
salto y se dirigió a la habitación contigua.
—Señorita
Lemon, ¿tiene usted la bondad de dejar lo que está haciendo y hacer una investigación?
—¿Una
investigación, monsieur Poirot? No creo que valga la...
Poirot
la interrumpió.
—Dijo
usted un día que conocía muy bien a los comerciantes.
—Desde
luego que sí —dijo la señorita Lemon con seguridad en sí misma.
—Entonces
el asunto es sencillo. Tiene usted que ir a Charman's Green y encontrar a un
pescadero.
—¿A
un pescadero? —preguntó la señorita Lemon, sorprendida.
—Exacto.
El pescadero que servía el pescado a Rosebank. Cuando lo encuentre usted, le
preguntará una cosa.
Poirot
le entregó un papel. La señorita Lemon lo cogió, leyó lo que había escrito en
él sin mostrar interés, hizo una señal de asentimiento y cubrió la máquina con
su correspondiente funda.
—Iremos
juntos a Charman's Green —dijo Poirot—. Usted al pescadero y yo al cuartelillo
de la policía. Tardaremos una media hora desde Baker Street.
Al
llegar a su destino fue recibido por el sorprendido inspector Sims.
—Vaya,
trabaja usted de prisa, monsieur Poirot. No hace más que una hora que le hablé
por teléfono.
—Tengo
que pedirle una cosa: que me deje ver a esa chica, Katrina..., ¿cómo dice que
se llama?
—Katrina
Rieger. Bueno, no creo que haya nada que lo impida.
Katrina
parecía más cetrina y sombría que nunca.
Poirot
le habló muy amablemente.
—Mademoiselle,
quiero que se convenza de que no soy enemigo suyo. Quiero que me diga usted la
verdad y toda la verdad. Los ojos de
Katrina chispearon, retadores.
—He
dicho la verdad. ¡He dicho la verdad a todo el mundo! Si a la señora la
envenenaron, yo no he sido. Todo esto es una equivocación. Usted quiere
quitarme el dinero.
Hablaba
con voz ronca. Parecía, pensó Poirot, una pobre ratita acorralada.
—Hábleme
del sello, mademoiselle —continuó Poirot—. ¿Nadie salvo usted anduvo con él?
—Ya
lo he dicho, ¿no? Los habían preparado aquella tarde en la farmacia. Los llevé
a casa en mi bolso... muy poco antes de la cena. Abrí la caja y le di uno a la
señora Barrowby, con un vaso de agua.
—¿Nadie
los tocó salvo usted?
—Nadie.
¿Una
rata acorralada..., pero valiente, quizá?
—Y
la señorita Barrowby cenó únicamente lo que nos ha dicho: la sopa, el pastel de
pescado y la tarta, ¿verdad?
—Sí.
Fue
un «sí» desesperado. Sus ojos oscuros no veían luz en ninguna parte.
Poirot
le dio unas palmaditas en el hombro.
—Tenga
valor, mademoiselle. Todavía puede usted ser libre... sí, y rica... una vida
cómoda.
Ella
le miró con desconfianza.
Al
salir, Sims le dijo:
—No
entendí bien lo que me dijo por teléfono... algo sobre un amigo que tenía la
chica.
—Tiene
uno. ¡Yo! —dijo Hércules Poirot y, antes de que el inspector pudiera
recobrarse, había salido del cuartelillo de policía.
En
el salón de té del «Gato Verde», la señorita Lemon no hizo esperar a su jefe,
sino que fue directamente al asunto.
—El
hombre se llama Rudge y tiene la pescadería en High Street. Tenía usted razón:
exactamente docena y media. He tomado nota de lo que me dijo —y le entregó
la nota.
Poirot
lanzó un sonido profundo, semejante al ronroneo de un gato.
Hércules
Poirot se encaminó a Rosebank. Estaba parado en el jardín, con el sol
poniéndose a sus espaldas, cuando Mary Delafontaine se le acercó.
—¿Monsieur
Poirot? —su voz denotaba sorpresa—. ¿Ha vuelto usted?
—Sí,
he vuelto. —Poirot hizo una pausa y luego dijo—: Cuando vine aquí por primera vez,
señora, me vino a la mente la rima infantil:
Di, María, la
obstinada,
¿cómo crece tu
jardín?
Tiene conchas,
campanitas,
de doncellas un
sinfín.
Poirot
terminó:
—Sí,
tiene conchas, conchas de ostras, ¿verdad, madame?
Señaló
con la mano en determinada dirección.•
Ella
contuvo la respiración, quedándose luego muy quieta. Sus ojos miraron a Poirot
con expresión interrogante.
Él
asintió.
—Mais
oui! ¡Lo sé todo! La muchacha dejó la comida preparada. Ella, lo mismo que
Katrina, jurará que no comieron ustedes otra cosa. Sólo usted y su esposo saben
que le trajeron docena y media de ostras, un regalito pour la bone tante. ¡Es
tan fácil poner estricnina en una ostra! Se traga, comme ça! Pero quedan
las conchas. No deben echarse al cubo. La criada las hubiera visto. Y entonces
pensó usted en bordear con ellas uno de los macizos. Pero no había las
suficientes; el borde no está completo. Hace mal efecto, estropea la simetría
del jardín, encantador, a no ser por ese detalle. Esas pocas conchas de ostras
producen una nota discordante... Me desagradaron cuando vine aquí por vez
primera.
Mary
Delafontaine dijo:
—Supongo
que lo habrá adivinado usted por la carta. Sabía que había escrito, pero no
sabía cuánto había dicho.
Poirot
contestó evasivo:
—Sabía
por lo menos que se trataba de un asunto de familia. Si se hubiera tratado de
Katrina, no habría motivo para echar tierra al asunto. Me figuro que usted o su
esposo negociaron los valores de la señorita Barrowby en provecho propio y que
ella lo descubrió.
Mary
Delafontaine asintió.
—Hacía
años que lo veníamos haciendo... un poco aquí y otro poco allá. Nunca me di
cuenta de que fuera lo bastante lista para enterarse. Y entonces me enteré de
que había mandado llamar a un detective y de que le dejaba el dinero a
Katrina... ¡esa miserable!
—Y
entonces puso la estricnina en el cuarto de Katrina. Comprendo. Se salvaba
usted y salvaba a su marido de lo que yo pudiera descubrir y cargaba a una
chiquilla inocente con la culpa de un asesinato. ¿No tiene usted piedad,
señora?
Mary
Delafontaine se encogió de hombros... sus ojos color miosotis miraban a Poirot.
Él recordó su primera visita, la perfecta actuación de Mary Delafontaine y las
torpes intervenciones de su marido. Una mujer superior..., pero inhumana.
—¿Piedad?
¿Para esa miserable intrigante? —dijo ella dando rienda suelta a su odio.
Hércules
Poirot dijo lentamente:
—Creo,
señora, que sólo ha tenido usted dos afectos en su vida. Uno es su marido.
Los
labios de Mary Delafontaine temblaron.
—Y
el otro... su jardín.
Poirot
miró en torno suyo. Su mirada parecía pedir perdón a las flores por lo que
había hecho y por lo que iba a hacer.
FIN
[2]
Traducimos
muy libremente la canción que, en su forma original, reproducimos a
continuación:
Mistress Mary, quite contrary
How does your garden grow?
With cockle-sells and silver bells
And pretty maids all in a row.
0 Comentarios