El libro que leemos hoy ha sido considerado racista por muchos, tanto que incluso encendió en un momento las alarmas frente a una supuesta actitud discriminatoria de Agatha Christie, de todas formas vale la pena leerlo. Es importante que tengas tu propia opinión y luego de leerlo decidas que creer o no, en fin, igual es un texto interesante que aquí empieza, vamos...
Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y
quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon
mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar
y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el
Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con
un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis negritos jugaron con una
avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron
derecho.
Uno de ellos se doctoró y
quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos se pasearon por el
Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar
el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó
nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!
1
Confortablemente
instalado en la esquina de un departamento de primera clase, el juez Wargrave,
jubilado hacía poco, echaba bocanadas de humo de su cigarro, recorriendo además
con mirada sagaz las noticias políticas del Times.
De pronto
puso el diario sobre el asiento y echó un vistazo por la ventanilla. En este
momento el tren pasaba por el condado de Somerset. El juez consulto su reloj:
todavía le quedaban dos horas de viaje.
Entonces
recordó los artículos publicados en la Prensa sobre el asunto de la isla del
Negro. Desde luego se había hablado de un millonario americano, loco por las
cosas del mar, que había ocupado esta pequeña isla y había construido en la
misma una lujosa residencia moderna. Desgraciadamente, la tercera esposa de
este rico yanqui no tenía gustos marinos y por ello la isla, con su espléndida
mansión, fueron puestas en venta. Una formidable publicidad se hizo patente en
los periódicos, y un buen día se supo que la isla habíala adquirido un tal
mister Owen.
Las
habladurías más fantásticas no tardaron en circular por la Prensa londinense.
La isla del Negro, decíase, había sido adquirida realmente por miss Gabrielle
Turl. La famosa «estrella» de Hollywood deseaba descansar algunos meses, lejos
de los reporteros indiscretos. «La abeja Laboriosa» insinuaba delicadamente que
aquélla era una morada digna de una reina. Merry Weather deslizó que la
isla había sido comprada por una pareja deseosa de pasar allí su luna de miel.
Hasta se rumoreaba el nombre del joven lord L..., alcanzado por las flechas de
Cupido. Jonas afirmaba que la isla del Negro había caído en manos del
Almirantazgo británico que quería dedicarla a muy secretas experiencias.
En breve,
la isla del Negro fue, en aquella temporada, un maná para los periodistas
faltos de información.
El juez
sacó de su bolsillo una carta cuya escritura era, por así decirlo, ilegible;
pero, aun desperdigadas las palabras, se destacaban unas más que otras con
cierta claridad.
Mi querido Lawrence... después de tantos años de haberme dejado sin
noticias... Venid a la isla del Negro... un sitio verdaderamente encantador...
tantas cosas tenemos para contarnos... del tiempo pasado... en comunión con la
naturaleza... tostarse al sol... a las 12.40 salida de Paddington.... a
Y la carta
terminaba así:
Siempre vuestra,
CONSTANCE CULMINGTON
Adornando
su firma con una gran rúbrica.
El juez
Wargrave intentó recordar la fecha exacta de su último encuentro con lady
Constance Culmington; debía de remontarse a siete u ocho años atrás. La joven
se volvió a Italia para tostarse al sol, comulgar con la naturaleza y los contadini[1].
Más tarde se dijo que había proseguido su viaje hasta Siria, donde quizá se
prometió tostarse bajo un sol más ardiente todavía y «comunicarse» con la
naturaleza y los beduinos.
Constance
Culmington, pensaba el magistrado, era una mujer capaz de comprarse una isla y
rodearse de misterio. Aprobando con una inclinación de cabeza la lógica de su
argumentación, el juez Wargrave se dejó mecer por el movimiento del tren.
Y se
adormeció.
Vera
Claythorne, sentada en un vagón de tercera clase en compañía de otros viajeros,
cerraba los ojos, recostada hacia atrás su cabeza. ¡Qué calor más sofocante
hacía dentro de aquel tren...!, ¡qué bien se estaría a orillas del mar! Esta
situación constituía para la joven una verdadera suerte. Conmuévete; cuando
solicitáis un empleo para los meses de vacaciones, se os encarga la vigilancia
de una chiquillería... las plazas de secretaria, en esta época, se presentan
muy de tarde en tarde. La oficina de colocaciones no le dio sino una ligera
esperanza. Al fin la esperada carta había llegado:
La agencia para colocaciones profesionales me propone su nombre y me
la recomienda calurosamente. Creo entender que la directora la conoce
personalmente. Estoy dispuesta a concederle los honorarios propuestos por usted
y cuento con que podrá entrar en funciones el día 8 de agosto. Tome el tren de
las 12.40 en Paddington y se la irá a recibir a la estación de Oakbridge.
Adjunto un billete de cinco libras para sus gastos de viaje.
Sinceramente suya
UNA
NANCY OWEN
En la
cabecera de esta carta consignábase la dirección:
Isla del
Negro, Sticklehaven (Devon)
¡La isla
del Negro! ¡Y tanto como se habían ocupado de ella los periódicos! Toda suerte
de insinuaciones y de rumores extraños circulaban motivados por este pedazo de
tierra rodeada de agua. Sin duda no habría nada de verdad en ellos. De todas
maneras, la casa, construida bajo los cuidados de un millonario americano
sería, al parecer, el «último grito» del lujo y del «confort».
Miss Vera
Claythorne, fatigada por su último trimestre de clases pensaba:
«La
situación del profesor de cultura física en una escuela de tercer orden no es
muy brillante... Si por lo menos pudiese hallar un empleo en un establecimiento
mejor...»
Luego, con
el corazón oprimido, pensó:
«Yo debo
aún considerarme dichosa... La gente, por lo regular, no quiere tener en sus
casas a una persona que ha sido procesada..., aunque luego quedase absuelta.»
Hasta el
fiscal la había cumplimentado por su presencia de ánimo y su serenidad. En
suma, el juicio le fue favorable del todo. La señora Hamilton habíale
testimoniado su gran bondad; solamente Hugo... Pero ella no quería pensar en
Hugo.
De súbito,
a pesar del calor sofocante del departamento, se estremeció y deseó encontrarse
a orillas del mar. Un cuadro se dibujaba con toda claridad en su espíritu. Veía
la cabeza de Cyril subir y bajar de la superficie del agua y dirigirse hacia
las rocas. La cabeza subía y bajaba..., aparecía y sumergíase... y ella
misma, Vera, nadadora experta, se reprochaba por ello, al hendir fácilmente las
olas, aunque persuadida de que llegaría... demasiado tarde...
El mar...,
sus aguas profundas, calientes y azuladas..., las mañanas pasadas tendidos
sobre la arena... Hugo..., Hugo... que le había vendido su amor.
Era preciso
no pensar más en Hugo...
Abriendo
los ojos, miró desabridamente al viajero sentado frente a ella, un hombrón de
cara bronceada, ojos claros y boca arrogante, casi cruel.
«Yo
apostaría a que este hombre ha recorrido el mundo y visto cosas sumamente
interesantes.»
Philip
Lombard, juzgando con una sola ojeada a la joven que sentábase frente a él,
pensó:
«Encantadora...,
quizá con demasiado aspecto de institutriz...»
Una mujer
con la cabeza erguida, se dijo, es una mujer capaz de defenderse... en amor
como en la guerra. Procuraría conducirse bien.
Puso el
ceño adusto. No, inútil pensar en cuchufletas. Los negocios ante todo. Le era
preciso concentrar todas sus energías en su trabajo.
¿De qué se
preocupaba, en resumen? Aquel pequeño judío se había mostrado excesivamente
misterioso.
—Hay que
tomarlo o dejarlo, capitán Lombard.
—Cien
guineas, ¿eh? —le había dicho entonces con gesto indiferente, como si cien
guineas no significasen nada para él. ¡Cien guineas, ahora que no contaba con
recursos! Adivinó sin embargo que el pequeño judío no era cándido; el fastidio
con los judíos es precisamente nuestra impotencia para engañarles en materia de
dinero... Parecen leer nuestros pensamientos.
Le había
pedido bien claramente:
—¿No puede
usted proporcionarme unos más amplios informes?
Mister Isaac
Morris había sacudido con energía su pequeña cabeza calva.
—No,
capitán Lombard, las cosas están así. Para mi cliente, usted es una buena
persona, acorralada en un callejón sin salida. Estoy autorizado para entregarle
la suma de cien guineas, y en reciprocidad, usted debe ir a Sticklehaven, en el
Devon. La estación más próxima es Oakbridge; desde ella será usted conducido en
automóvil hasta Sticklehaven y luego una canoa de motor le llevará a la isla
del Negro. Una vez allí, usted se pondrá a la disposición de mi cliente.
Lombard
había preguntado bruscamente:
—¿Por mucho
tiempo?
—Una semana
a lo más.
Atusándose
su corto bigote, el capitán Lombard hizo observar:
—Está bien
entendido que no exigirá de mi ningún trabajo ilegal, ¿no es cierto?
Al
pronunciar estas palabras, Lombard lanzó una rápida mirada a su interlocutor.
Una ligera sonrisa había aflorado a los labios carnosos del pequeño israelita y
respondió seriamente:
—Con toda
seguridad; si le pidiera alguna cosa ilegal, queda en completa libertad para retirarse.
¡Vaya al
cuerno este judío meloso!
Había
sonreído. A buen seguro sabía que en el pasado del capitán Lombard no todos los
actos habían revestido caracteres de legalidad. Los labios de Lombard se
entreabrieron como en una mueca.
¡En una o
en dos ocasiones le faltó poco para dejarse ahorcar, pero siempre se había
librado! ¿A qué, pues, atormentarse por anticipado? Contaba con darse buena
vida en la isla del Negro.
En un
departamento de no fumadores, miss Emily Brent permanecía sentada, erguido el busto,
según su costumbre. Aunque tenía sesenta y cinco años, reprobaba todo abandono.
Su padre, coronel de la antigua escuela, siempre habíase mostrado acicalado y
meticuloso en su atuendo.
La
generación actual alardeaba de un vergonzoso despechugamiento tanto en las
actitudes como en las demás cosas.
Rodeada de
una aureola de honestidad y de rígidos principios, miss Brent, en aquel vagón
de tercera clase, abarrotado de viajeros, triunfaba de la falta de «confort» y
del calor. En estos tiempos las gentes ven obstáculos por todas partes. Se
prefiere una inyección antes de dejarse arrancar una muela... se toma un
soporífero si el sueño no llega... se arrellanan en las butacas entre los
cojines... y las muchachas medio desnudas, se exhiben en las playas durante el
verano.
Miss Brent,
con los labios fruncidos, hubiera querido dar una lección a ciertas gentes.
Ella
recordaba sus vacaciones del año anterior. Este año sería diferente. La isla
del Negro...
En su
imaginación releía una vez más la carta tan frecuentemente recorrida y que ya
se sabía de memoria:
Querida miss Brent:
Quiero creer que se acordará de mí. Hace algunos años pasamos juntas
el mes de agosto en una pensión familiar en Bellhaven... ¡Y nos descubrimos
tantos gustos comunes!
En este momento tengo en marcha establecer una pensión parecida en una
isla a lo largo de la costa del Devon. Siempre he pensado que para alcanzar el
éxito en esta clase de empresas era preciso una prima sencilla, pero excelente
y la presencia de una persona amable de la vieja escuela. ¡Yo estaría encantada
si quisiera hacer sus preparativos para venir a pasar estas vacaciones de
verano en la isla del Negro, sin retribución alguna tan sólo a título de
invitada! ¿A principios de agosto, le convendría...? ¿Y si fijásemos el día 8?
Con mis mejores recuerdos, sinceramente suya,
U. N. O.
¿Qué nombre
sería éste? La firma aparecía casi ilegible, Emily Brent tenia poca paciencia y
se hizo esta observación:
«¡Tanta
gente firma tan mal con su nombre que no hay medio de descifrarlo...!»
Y esto
pensando, pasó revista a los huéspedes de Bellhaven, donde hacía más de dos
años ella había pasado el verano... Había una gentil mujer, de edad madura,
señora... señora... veamos, ¿Cómo se llamaba...? Era hija de un canónigo y después
aquella miss Olton... Ormen... no decididamente se llamaba Oliver. Sí, si,
estaba bien segura, miss Oliver.
¡La isla
del Negro! Se había hablado mucho en los periódicos... a propósito de una
actriz de cinema... ¿o quizás mejor de un millonario americano? Total: una isla
no cuesta un ojo de la cara y tampoco es del gusto de todos.
La idea de
habitar una isla parece muy romántica, pero una vez instalados en ella no se
tarda en comprobar los disgustos y uno se siente dichoso al poder
desembarazarse.
A manera de
conclusión, Emily Brent pensó:
«Sea como
fuera, este año mis vacaciones no me costarán nada.»
Sus rentas
se reducían más y más cada día, una buena parte de sus dividendos persistían
impagados, por eso apareció su buena suerte. ¡Si su memoria le permitiera
recordar solamente un poco mejor, a la señora... o señorita (no podía
precisarlo) Oliver!
El general
MacArthur se asomó a la ventanilla de su departamento. El convoy llegaba a
Exeter, donde el bravo general debía cambiar de tren. ¡Esos trenes de líneas
secundarias avanzaban con lentitud más propia de caracoles! ¡Y pensar que, a
vuelo de pájaro, la isla del Negro estaba tan cerca!
No sabía de
fijo quién era el llamado Owen... según parecía, un amigo de Spoof Leggard y de
Johnnie Dyer...
Uno o dos de sus viejos camaradas serán de los nuestros... se sentirán
encantados de charlar con usted de los tiempos pasados...
A fe que no
deseaba cosa mejor que evocar el pasado en alegre compañía.
En estos
últimos tiempos se había imaginado que sus amigos le ponían en cuarentena.
¡Todo a causa de sus estúpidas chinchorrerías! ¡Dios mío! La píldora era dura
de tragar... aquello se remontaba a más de treinta años. Armitage no había
sabido contener su lengua. ¿Qué sabía aquel charlatán? ¿A qué tanto alborotar?
Uno se figura un montón de cosas y se imagina que los otros le miran de reojo.
Después de
todo le agradaría ver aquella isla del Negro que tanto gasto hizo en las
crónicas periodísticas. Seguramente algo habría de verdad en el ruido que se
produjo, según el cual el Almirantazgo, la Guerra o la Aviación se posesionaron
de aquélla.
El joven
Elmer Robson, el millonario americano, había construido efectivamente una
magnífica morada que hubo de costarle unos miles de libras esterlinas. Un lujo
difícil de imaginar.
¡Exeter!
¡Una hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada! Impaciente, el general
MacArthur hubiera querido continuar.
El doctor
Armstrong conducía su auto a través de la llanura de Salisbury. Sentíase
fatigado... La gloria se paga. Un tiempo hubo en que tranquilamente sentado en
un gabinete de consulta de Harley Street, correctamente vestido, rodeado de los
más modernos aparatos y los muebles más lujosos, esperaba... esperaba a lo
largo de las horas el éxito o el fracaso de un esfuerzo.
¡Pero ya
había triunfado! ¡La suerte le había sonreído! La suerte, secundada por su
saber, vale decirlo. Conocía admirablemente su oficio... pero esto no era
siempre suficiente para triunfar. Era preciso también el factor suerte. ¡Y ésa
llegó! Un diagnóstico exacto y la gratitud de los clientes, dos ricas damas de
la mejor sociedad... crearon su reputación.
—Debéis ir
a consultar al doctor Armstrong, un joven médico, pero sumamente inteligente y
hábil. Pam ha sido visitada por toda clase de médicos durante dos años y sólo
él vio inmediatamente la causa de su mal.
Y así había
empezado la bola de nieve.
Actualmente
el doctor Armstrong era el médico de moda. No tenía un minuto para él. Todos
sus días estaban empleados. Así en esta deliciosa mañana de agosto se divertía
dejando Londres para ir a pasar algunos días en una isla situada a lo largo de
la ribera del Devon. No le fue preciso un permiso. La carta que recibió estaba
redactada en términos excesivamente vagos, pero nada de vago tenia el cheque
que la acompañaba. ¡Unos honorarios fabulosos! Decididamente esos Owen rodaban
sobre oro. El marido, al parecer, se atormentaba a causa de la salud de su
esposa y quería saber a qué atenerse respecto a la naturaleza de la enfermedad
sin que la señora Owen concibiese ninguna alarma. Ella rehusaba ser visitada
por un médico... Sus nervios...
¡Los
nervios! El médico levantó las cejas. ¡Las mujeres y sus nervios! Al fin y al
cabo, desde el punto de vista comercial él cometería una tontería si las
compadeciese. La mitad de las mujeres que iban a consultarle no sufrían otra
enfermedad que el aburrimiento... ¡Pero iba a decírselo! Se puede siempre
achacar a cualquier otra cosa.
Un estado
ligeramente anormal, debido a (aquí una larga palabra científica), nada de
importancia, pero es preciso remediarlo. Un tratamiento de los más sencillos.
En medicina
lo corriente es la fe la que salva. Y el doctor Armstrong conocía el mejor
sistema: inspiraba confianza y esperanza.
Tras un
toque estridente de claxon, un enorme «Super Sports Daimler» le pasó a una
velocidad de ciento treinta por hora. Le faltó poco al doctor Armstrong para no
ser lanzado a la cuneta... uno de esos jóvenes imbéciles que devoran el camino.
El médico no podía sufrirlos... Cretinos, idiotas...
Tony
Marston, pasando como una tromba por el pueblecito de Mere, pensaba:
«¡Es
espantoso el número de bañistas que se arrastran por los caminos y os impiden
desfilar! ¡Es el colmo que circulen por el centro de la calzada! ¡Así se hace
imposible conducir un auto en Inglaterra! ¡Habladme de Francia, donde realmente
se puede correr a gran velocidad!»
¿Sería
preciso detenerse allí para tomar un refresco o proseguiría su camino? Tenía
aún mucho tiempo y sólo le faltaba por recorrer un centenar de kilómetros.
Pediría una ginebra y una gaseosa... ¡Qué calor más sofocante! Iría a
divertirse en aquella isla, si persistía el buen tiempo. Pero ¿quiénes serían
esos Owen?, se preguntaba Tony Marston. ¡Probablemente unos infectos nuevos
ricos!
¡Con tal que
tuvieran una buena bodega! Nada es seguro en las casas de los ricos
improvisados. Lástima que estos rumores concernientes a la compra de la isla
por Gabrielle Turl no tuviesen fundamento. Era preferible juntarse a los
adoradores de la hermosa artista. Quizá también se encontrarían algunas lindas
muchachas entre los invitados de los Owen. Salió del mesón, estiró las piernas,
los brazos, bostezó, contempló el cielo azul y subió de nuevo en su «Daimler».
Varias
muchachas le observaban. Su alta estatura (un metro ochenta), sus cabellos
rizados, su bronceada faz y sus ojos azules intenso, suscitaban la admiración.
Se apoyó
sobre la palanca, rugió el motor y el auto trepó de un brinco la estrecha
calleja. Las viejas mujeres y los chicos de la escuela se apartaban a su paso
como medida de precaución y los pilluelos, subyugados, se desviaban del camino
para seguir con los ojos al soberbio auto.
Anthony
Marston continuaba su marcha triunfal.
Mister
Blove viajaba en el tren ómnibus que venía de Plymouth. En su departamento tan
sólo se encontraba otra persona, un señor viejo con trazas de marino y ojos
legañosos. Entonces dormía.
Mister
Blove escribía con cuidado en un pequeño cuaderno de notas.
—Esta vez
mi lista está completa: Emily Brent, Vera Claythorne, doctor Armstrong, Anthony
Marston, el viejo juez Wargrave, Philip Lombard y el general MacArthur, C.M.G.[2],
D.S.O.[3].
El criado y su mujer: mister y mistress Rogers.
Cerró su
cuaderno de notas y lo guardó en su bolsillo. Echó una mirada hacia el rincón
donde dormía su compañero de viaje.
—Contaba
uno de más —dijo muy bajo.
Reflexionó
un instante y terminó:
—El trabajo
será de los más fáciles. No hay modo de equivocarse. Confío que mi aspecto no
deja nada que desear.
Se levantó
y examinóse meticulosamente en el espejo del departamento. La imagen reflejada
presentaba un aspecto militar. Había cierta expresión en su cara de ojos grises
y labios adornados con un corto bigote.
—¡Palabra!
Se me tomaría por un comandante —observó mister Blove—. ¡Ah, no!, olvidaba al
general. Aquel viejo desperdicio no tardaría en desenmascararme.
«África del
Sur —siguió monologando mister Blove—. Este, éste es mi rayo. Ninguna de esas
personas ha estado en África del Sur, y como yo acabo de leer estos prospectos
del viaje, podré hablar del país con conocimiento de causa.
La isla del
Negro. Recordaba haber estado allí durante su infancia, una especie de rocas
nauseabundas, frecuentadas por las gaviotas, a mil quinientos metros de la
costa. Esta isla debía su nombre a su parecido con una cabeza de hombre... con
los labios negros.
¡Graciosa
idea de edificar allí una morada! Es horrible vivir en un islote cuando sopla
el temporal. ¡Pero los millonarios son tan caprichosos!
El viejo
buen hombre del rincón se despertó diciendo:
—En el mar
no se puede nunca prever nada..., ¡nunca!
A manera de
consuelo replicó mister Blove:
—Exacto. No
se sabe jamás qué os espera.
Sacudido
por el hipo, el viejo continuó, con voz lastimera:
—Algo se
espera.
—No, no,
amigo. Hace un tiempo espléndido —respondió mister Blove.
El viejo se
enfadó.
—Le digo
que la tormenta está en el aire. La percibo.
—Quizá
tenga razón —le dijo mister Blove pacíficamente.
El tren se
detuvo en una estación y el viejo se levantó penosamente.
—Yo bajo
aquí.
Sacudió la
portezuela para abrirla. Mister Blove acudió en su ayuda.
Antes de
bajar al andén, el viejo levantó una mano con gesto solemne y guiñó los ojos.
—¡Velad y
orad! —conjuró—. ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio se aproxima!
Ganando,
por fin, el andén, se enderezó, levantó los ojos hacia mister Blove y le dijo
con acento digno y severo:
—Es a usted
a quien me dirijo, joven. El día del Juicio está muy cercano.
Arrinconado
en la esquina de su departamento, mister Blove pensó en lo mismo:
—Es cierto;
él está más cerca que yo del día del Juicio.
Pero mister
Blove se equivocó.
2
Delante de
la estación de Oakbridge había un grupo de personas esperando. Tras ellos
estaban los mozos de las maletas.
Uno de
ellos llamó:
—¡Jim!
El chófer
de uno de los taxis estacionados se adelantó y preguntó con el dulce acento de
Devon:
—¿Van
ustedes, sin duda alguna, a la isla del Negro?
Cuatro
voces respondieron afirmativamente, y los viajeros se miraron entre sí. El
chófer se dirigió al de más edad, que era el juez Wargrave.
—Tenemos
dos taxis a su disposición. Uno de ellos debe esperar el tren ómnibus que viene
de Exeter dentro de cinco o seis minutos, pues otro señor llegará en ese tren.
Quizás alguno de ustedes quiera esperar un poco, y de esa forma no irán tan
apretados en el coche.
Vera
Claythorne, comprendiendo su deber de secretaria, se apresuró a contestar:
—Yo
esperaré, si quieren.
Su mirada y
su voz ligeramente autoritarias dejaban entrever la clase de su trabajo.
Empleaba el mismo tono que si diese órdenes a sus alumnos en un partido de
tenis.
Miss Brent
dijo secamente:
—Gracias.
El chófer
había abierto la portezuela del taxi, y ella entró la primera, el juez la
siguió. El capitán Lombard se atrevió.
—Esperaré
con miss...
—...Claythorne
—terminó Vera.
—Yo me
llamo Lombard, Philip Lombard.
Los mozos
apilaron sobre el taxi las maletas, y desde su interior el juez dijo
amablemente:
—Tenemos un
tiempo espléndido.
—En efecto.
«Un señor
muy viejo, pero muy distinguido —pensó—. Completamente diferente de las
personas que se encuentran en las pensiones familiares de las playas baratas.
Es evidente que los señores Oliver conocen la gente del gran mundo.»
El juez
Wargrave preguntó:
—¿Conoce
usted esta región de Inglaterra?
—Conozco
Cornualles y Torquay, pero es mi primera visita a esta región de Devon.
El juez
añadió:
—No
importa, tampoco yo conocía esta región.
El taxi se
alejó.
El chófer
del otro coche preguntó a los dos viajeros que quedaban:
—¿Quieren
ustedes sentarse en el coche en tanto esperan?
Vera
respondió con voz autoritaria:
—De ninguna
manera.
Mister
Lombard sonrió y dijo:
—Este sitio
soleado me gusta mucho, a menos que usted prefiera entrar en la estación.
—¡Ah!, no,
gracias. ¡Se siente uno tan dichoso de no estar en esos vagones recalentados!
—Es cierto;
viajar en tren con esta temperatura es lo más desagradable que hay.
Vera
añadió, por decir algo:
—Esperemos
que esto dure. Hablo del tiempo. ¡El verano en Inglaterra reserva muchas
sorpresas!
Lombard
hizo una pregunta desprovista de originalidad:
—¿Conoce
usted esta parte de Inglaterra?
—No, vengo
por vez primera.
Decidida a
poner en claro su situación en casa de los Owen, añadió:
—No he
visto jamás a mi jefe.
—¿Su jefe?
—Sí, soy la
secretaria de mistress Owen.
—¡Ah!
Comprendo. Esto lo cambia todo.
Vera se
echó a reír.
—¿Por qué?
Yo no lo encuentro diferente. La secretaria particular de mistress Owen se puso
enferma y pidió a una agencia, telegráficamente, una sustituta, y me han
enviado a mí.
—¿Y si el
puesto no le conviene, una vez instalada en la casa?
De nuevo
Vera se echó a reír.
—¡Oh!, esto
sólo es provisional. Un empleo para las vacaciones. Yo tengo una situación
estable en una escuela de niñas. El hecho es que yo ardo en deseos de ver esta
isla del Negro, tan célebre desde que los periódicos han hablado de ella. ¿Es a
tal punto fascinadora?
—En verdad,
no puedo decirle nada, no la conozco —respondió Lombard.
—¡Ah, si!
Los Owen han debido entusiasmarse. ¿Cómo son? Dígame algo de ellos.
Lombard
reflexionó un instante. La situación se ponía difícil. ¿Debía, sí o no, dar a
entender que él no los conocía? Se decidió a cambiar de conversación.
—¡Oh! Tiene
una avispa en un brazo, no se mueva, por favor.
Para
convencerla hizo el gesto de lanzarse a cazar a la avispa.
—¡Ya se
fue!
—Gracias,
muchas gracias. Las avispas abundan este verano.
—Es, sin
duda, el calor. ¿Sabe usted a quién esperamos?
—No tengo
la menor idea.
Se oyó el
ruido de un tren que se acercaba.
Lombard
dijo:
—¡He aquí
el tren que llega!
Un hombre
alto, de aspecto militar, apareció a la salida del andén.
Sus
cabellos grises estaban cortados casi al rape y su bigotito blanco muy bien
cuidado.
El mozo,
ligeramente vacilante bajo el peso de una sólida maleta de cuero, le indico a
Vera y a Lombard.
Vera se
adelantó.
—Soy la
secretaria de mistress Owen, tomaremos este coche. Le presento a mister
Lombard.
Con sus
ojos azules, fatigados por la edad, el recién llegado juzgó al capitán Lombard.
Se hubiera podido leer en ellos esta opinión:
«Buen tipo,
pero hay en él algo que desagrada.»
Los tres se
instalaron en el taxi, que recorrió las calles solitarias del pueblecito de
Oakbridge y enfiló la carretera de Plymouth. A los dos kilómetros el coche se
metió por un laberinto de caminos vecinales, verdeantes, empinados y estrechos.
El general
MacArthur observó:
—Desconozco
esta parte de Devon. Mi pequeña propiedad está situada al Este del condado,
junto a los confines del Dorset.
—Este campo
es encantador —comentó Vera—. Las colinas tan verdes y la tierra roja hacen un
contraste agradable a la vista.
Lombard
replicó, un tanto displicente:
—Esto me
parece demasiado angosto, prefiero los grandes espacios donde la vista se
pierde en el horizonte.
El general
MacArthur le dijo:
—Parece
como si hubiera viajado mucho.
Lombard
alzó los hombros con gesto despectivo.
—¡Bah! He
dado muchas vueltas por el mundo.
Y pensaba
para sí: «Este viejo militar me va, seguramente, a preguntar si durante la Gran
Guerra estaba en edad de coger el fusil. Con esta gente siempre pasa lo mismo.»
Sin
embargo, el general MacArthur no hizo ninguna alusión a la guerra.
Después de
haber subido a una colina escarpada, descendieron hacia Sticklehaven por un
camino en zigzag. Este pueblecito sólo tenía varias casuchas, con una o dos
barcas de pesca varadas en la playa.
Por primera
vez contemplaron la isla del Negro, que surgía del mar, hacia el sur, iluminada
por el sol poniente.
—Pero ¡si
estamos todavía muy lejos de ella! —exclamó sorprendida Vera.
Se la había
imaginado muy diferente, cerca de la ribera, coronada con una casa blanca; pero
no se veía vivienda alguna. Sólo se percibía una enorme silueta rocosa que
vagamente parecíase a una cara de negro. Su aspecto le pareció siniestro, y se
estremeció. Delante de la posada de las Siete Estrellas, tres personas estaban
sentadas; el viejo juez con su espalda encorvada, miss Brent, derecha como un
huso, y un hombre, un mocetón que, sin ceremonias, adelantándose, se presentó a
si mismo.
—Hemos
creído que debíamos esperarles. Así no haremos más que un viaje. Permítanme que
me presente. Me llamo Davis, y he nacido en Natal, en África del Sur.
Su jovial
sonrisa le valió una mirada torva del juez Wargrave. Se diría que tenía deseos
de dar la orden de despejar la sala del tribunal.
—¿Alguien
desea tomar una copita antes de embarcarnos? —preguntó Davis, muy hospitalario.
Nadie
aceptó su invitación. Volvióse y, con el dedo levantado, decidió:
—En ese
caso no nos detengamos más. Deben de esperarnos nuestros anfitriones.
Se habría
podido observar un cierto malestar en las caras de los demás invitados, que sus
últimas palabras parecían haber inmovilizado.
En
respuesta al signo de Davis, un hombre se destacó de la pared más próxima,
contra la cual se apoyaba, y se acercó a ellos. Su paso balanceante indicaba en
él al marino. Tenía la cara arrugada, los ojos sombríos y una expresión
soñadora. Se expresó con el suave acento de Devon.
—Señoras y
caballeros, ¿desean salir en seguida para la isla? El barco está preparado.
Otras dos personas tienen que llegar en auto, pero mister Owen me ha ordenado
no esperarles, ya que pueden llegar en cualquier momento.
El grupo se
levantó y siguió al marino hacia un pequeño embarcadero, donde estaba amarrada
una canoa automóvil.
Emily Brent
observó:
—¡Qué barco
más pequeño!
—No impide
que sea excelente. En muy poco tiempo la llevaría a Plymouth.
El juez
Wargrave dijo con aspereza:
—¿No somos
muchos?
—Aún puede
llevar doble número de pasajeros, señor.
Philip
Lombard intervino y, con voz agradable, concluyó:
—¡Oh! Todo
irá bien, hace un tiempo soberbio... el mar está en calma...
Sin gran
entusiasmo, miss Brent se dejó ayudar para subir a la canoa. Los demás la
siguieron. Hasta este momento ninguna cordialidad se había establecido entre
los invitados. Cada uno parecía estudiar a su vecino.
En el
instante en que la canoa iba a ponerse en marcha, el marino se detuvo con el
bichero en la mano. En la bajada que había hacia el pueblo un automóvil
descendía a toda velocidad. Era un auto tan potente y de líneas tan perfectas
que les causó el efecto de una aparición. Al volante estaba sentado un joven
que a la luz del crepúsculo parecía un héroe nórdico. Se oyó el sonido del
claxon como un rugido infernal, repercutiendo por las rocas de la bahía. En
este instante fantástico, Anthony Marston parecía estar por encima de los
pobres mortales. Esta escena quedó grabada en la mente de quienes fueron
testigos de su entrada en aquel pueblecito.
Fred
Narracott, sentado cerca del motor, pensaba: «¡Vaya reunión de personas raras!»
No esperaba conducir a este género de invitados para mister Owen. Creía que
serían más elegantes. Las mujeres con bellos trajes y los hombres con atuendo
apropiado para el yachting, todos ricos e importantes. Estos sí que no
se parecen a los invitados de mister Elmer Robson. Una sonrisa burlesca se
dibujó en sus labios mientras pensaba en otros tiempos. ¡Qué magníficas
recepciones daba el millonario! ¡El champaña corría a torrentes!
Mister Owen
debía ser una persona completamente diferente. Fred se extrañaba de no haber
visto jamás a mister Owen, ni a su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los encargos
eran hechos y pagados por mister Morris. Las instrucciones eran siempre claras
y precisas, y el pago, rápido. Claro que esto no dejaba de ser extraño. Los
periódicos suponían en todo esto un misterio. Mister Narracott abundaba en esta
opinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin
embargo, esta hipótesis se encontraba desechada al ver a los invitados; ninguno
de ellos parecía vivir en el ambiente de una estrella de cine.
Fríamente
los catalogaba en su interior.
Una
solterona, con su agrio carácter... El las conocía bien. Estaba dispuesto a
apostar que era una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera.
La joven era bonita, pero nada extraordinaria y, desde luego, nada de estrella
de Hollywood. Un grueso señor, que no tenía modales, un tendero retirado de sus
negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un tipo muy raro, probablemente
trabajaría en el cine.
En resumen,
no veía en todo el grupo más que uno que le gustase, el último que llegó: el
del coche. ¡Jamás se vio cosa igual en Sticklehaven! Un coche tan estupendo
debía costar mucho dinero. Parecía un niño rico. ¡Si los demás se le asemejaran
sólo un poco!
Reflexionando,
todo esto le parecía extraño, muy extraño.
La canoa
dio la vuelta a la isla, y se vio la casa. El lado sur de la isla era diferente
del resto; descendía en suave pendiente hacia el mar.
La vivienda
era baja y cuadrada, de estilo moderno. Estaba orientada hacia el Mediodía y
recibía la luz a torrentes.
Una
vivienda espléndida que respondía a todo cuanto se puede soñar.
Philip
Lombard observó secamente:
—Debe de
ser muy difícil llegar hasta aquí con mal tiempo.
—Cuando
sopla el sudeste es imposible acercarse. A menudo las comunicaciones con la
isla están cortadas durante una semana o más aún.
Vera
Claythorne pensó:
«El
aprovisionamiento debe de ser difícil. He aquí el inconveniente de una isla,
cualquier disgusto con los criados se convierte en verdadero problema.»
Un lado de
la canoa chocó suavemente con las rocas. Fred saltó a tierra; él y Lombard
ayudaron a los demás a desembarcar. Narracott amarró la canoa a una argolla
empotrada en la piedra y después dirigió al grupo hacia una escalera tallada en
las rocas.
El general
MacArthur exclamó:
—¡Esto es
espléndido!
Sin
embargo, en su fuero interno, no se encontraba a gusto. «Estrafalario lugar
para vivir», pensó.
Al final de
los peldaños se encontraron sobre una terraza. Ante la puerta abierta estaba un
mayordomo de bondadoso semblante, esperándoles, y su cara pacífica aunque
seria, les tranquilizó. En cuanto a la residencia de los Owen era admirable y
el panorama que se vislumbraba desde la terraza superaba cuanto se hubiese
visto o imaginado.
El criado
se adelantó y haciendo una reverencia les invitó:
—Señoras y
caballeros, ¿tienen ustedes la amabilidad de entrar?
En el
inmenso vestíbulo había refrescos preparados para los invitados.
A la vista
de las hileras de botellas Anthony Marston recobró su buen humor. Esta
mezcolanza de gente no era de su gusto. Pero ¿qué idea tan tonta tuvo ese
idiota de Badger de hacerle venir a esta isla? Sin embargo, las bebidas eran
buenas y no faltaba el hielo.
Mister
Owen, a causa de un fastidioso retraso, no podía venir hasta mañana.
El
mayordomo se ponía por entero a disposición de los invitados. ¿Deseaban subir a
sus habitaciones...? La cena estaría servida a las ocho...
Vera siguió
a la señora Rogers hacia el otro piso. La criada abrió una puerta al final del
pasillo y la joven entró en un dormitorio espléndido con un gran ventanal que
daba al mar y otro hacia el interior; no pudo por menos Vera Claythorne que
lanzar una exclamación de asombro.
Espero que
no le falte nada, miss —le decía la señora Rogers.
Vera miró a
su alrededor. Sus maletas deshechas ya y puesto todo en su sitio.
En una
esquina de la habitación había una puerta que Vera supuso sería el cuarto de
baño.
—Si desea
algo más, miss, no tiene más que tocar el timbre.
—No tengo
necesidad de nada, gracias.
Vera
examinó a la mujer. Estaba tan pálida que parecía un fantasma. De tipo muy
correcto, con los cabellos echados hacia atrás, y su traje negro, pero sus ojos
no dejaban de mirar en todas direcciones. «Parece que tenga miedo de su
sombra», se dijo Vera.
Y era
cierto. La señora Rogers parecía presa de un pavor mortal.
La joven
sintió un ligero estremecimiento. ¿De qué podía tener miedo esta mujer?
Amablemente
dijo:
—Soy la
nueva secretaria de la señora Owen, seguramente ya lo saben ustedes. La señora
Rogers respondió:
—No sé
nada, miss. Sólo me han dado una lista de las personas que venían y la
habitación que tenía que dar a cada uno.
—¿Mistress
Owen no le ha hablado de mí? —preguntó Vera.
Los ojos de
la señora Rogers parpadearon.
—No he
visto todavía a mistress Owen; hace sólo dos días que estamos aquí.
«¡Qué gente
más fantástica estos Owen!», pensó Vera y añadió en voz alta:
—¿El
personal doméstico es numeroso?
—No somos
más que mi marido y yo.
Vera
frunció las cejas. Ocho invitados. Diez personas en la casa en total,
comprendidos mister y mistress Owen, y ¡sólo un matrimonio para servir a toda
esta gente!
La señora
Rogers añadió:
—Soy una
buena cocinera y Rogers se basta para hacer el trabajo de la casa. Naturalmente
no esperábamos tantos invitados.
—¿Cómo se
las arreglará usted para salir adelante?
—Tranquilícese,
miss, ya me arreglaré. Si más tarde mister Owen organiza otras recepciones, sin
duda tomará más personal para ayudarnos.
—Así lo
espero —contestó Vera.
La señora
Rogers se alejó, sin ruido, como si fuera una sombra.
Vera se
dirigió hacia la ventana y se sentó en una banqueta. Estaba inquieta. Todo le
parecía muy raro en esta casa. ¡La ausencia de los dueños, la espectral criada
y los invitados! ¡Estos sí que eran muy raros y extraños!
Vera pensó:
«En verdad me hubiese gustado ver a mistress Owen y poder formar mi opinión.»
Se levantó
y se paseó por la habitación, vivamente agitada.
Un
dormitorio con decorado ultramoderno; las paredes pintadas de un color claro, y
el espejo estaba contorneado de luces. Sobre la chimenea sólo había un bloque
de mármol blanco queriendo imitar un oso, muestra de la escultura moderna, y en
el cual estaba encajado un reloj de péndulo. Encima, un cuadro de metal cromado
con una hoja cuadrada de pergamino.
Una canción
de cuna.
De pie,
delante de la chimenea, Vera leyó las ingenuas estrofas aprendidas en su niñez.
Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis de ellos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!
Vera no
pudo por menos que sonreírse. ¿No estaba en la isla del Negro?
Se asomó a
la ventana para contemplar el mar. ¡Cuan grande era el océano! No se distinguía
tierra alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista.
Sólo una
vasta extensión de ondulante agua azul bajo los rayos del sol poniente.
El mar...
hoy tan sereno... a veces tan cruel... El mar que nos atrae a sus abismos...
Ahogado... ahogado en el mar... ahogado... ahogado... ahogado... No quería
acordarse. ¡No quería pensar en ello! ¡Todo esto pertenecía al pasado!
El doctor
Armstrong desembarcó en la isla del Negro en el momento en que el sol
desaparecía en el océano.
Había
charlado durante el viaje con el hotelero, un hombre de la localidad, a fin de
documentarse un poco acerca de los propietarios de la isla, pero Narracott no
estaba bien informado o quizás estuviera poco dispuesto a charlar.
El doctor
tuvo que contentarse con hablar del tiempo y de la pesca. El largo recorrido
que hizo en auto lo había cansado, y los ojos hacíanle daño, pues todo el
tiempo tuvo el sol de cara.
El mar y la
calma le reponían de su lasitud. Le hubiese gustado tomarse unas largas
vacaciones, pero no podía ofrecerse ese lujo. La cuestión económica era lo de
menos, pero el cuidado de conservar la clientela estaba por encima de todo.
Ahora que tenía una situación asegurada, debía trabajar sin descanso.
Pensaba:
«Por esta noche trataré de no recordar que tengo que volver pronto a Londres y
que existe Harley Street[4]».
La sola
palabra isla tiene la virtud mágica de evocar en nuestro espíritu toda suerte
de fantasías, pues al llegar se pierde el contacto con el mundo. ¡Una isla representa
ella sola en un mundo! ¡Un mundo de donde, a veces, no se vuelve jamás! «Por
una sola vez voy a ensayar el dejar detrás de mí todos los cuidados
cotidianos.»
Y,
sonriendo comenzó a elaborar proyectos para el porvenir.
Siempre
sonriendo subió los peldaños tallados en las rocas.
En un
butacón, en la terraza, estaba sentado un viejo cuyo aspecto le era vagamente
familiar al doctor. ¿Dónde había visto esta cara de rana con ese cuello de
tortuga, esa espalda y esos ojos maliciosos? ¡Ah, sí; era el viejo juez
Wargrave! En una ocasión, Armstrong había informado en una audiencia en que
estaba este magistrado. El viejo siempre parecía estar dormido, pero era listo
como un zorro. Ejercía una gran influencia sobre el jurado: presentando los
hechos a su gusto, había conseguido de esa forma increíbles veredictos. ¡En
suma, era un juez feroz que enviaba a la horca al acusado con la mayor
facilidad!
¡Vaya sitio
más absurdo para encontrarle... en esta isla aislada del mundo!
El juez
Wargrave se decía: «¿Armstrong? Me parece haberle visto informar como testigo.
Una persona estimable, pero muy prudente. Todos los médicos son unos asnos, y
los de Harley Street son los peores.»
Recordaba
la reciente entrevista que había tenido con uno de ellos en esa misma calle.
Refunfuñó
en voz alta:
—Las
bebidas están en el vestíbulo.
—Voy a
saludar a los dueños de la casa —indicó el doctor.
Wargrave
cerró los ojos, lo que acentuó aún más su semejanza a un reptil.
—¡Imposible!
—profirió.
—¿Por qué?
—respondió Armstrong.
—No están
ninguno de los dos. La situación es de lo más rara y no comprendo ni jota.
El doctor
le miró largamente, y cuando creía al juez soñoliento, éste le preguntó:
—¿Conoce
usted a Constance Culmington?
—No lo
creo...
—No tiene
importancia. Es una persona necia. Tiene una escritura ilegible. Me pregunto si
no me habré equivocado de dirección.
El doctor,
inclinando la cabeza en un saludo, siguió hacia la casa.
Wargrave
pensó un momento en la alocada Constance Culmington; se parecía en eso a todas
las hijas de Eva.
Su
imaginación recayó entonces sobre las dos mujeres llegadas a la isla al mismo
tiempo que él; la vieja pintada de labios y la joven. Esta no le satisfacía
sino a medias... ¡Ah!, pero ellas eran tres contando a la señora Rogers.
Curiosa mujer siempre atormentada por el miedo, según parecía. Esta pareja de
criados eran aceptables y daban la impresión de conocer bien su cometido.
En este
momento preciso, Rogers apareció en la terraza y el juez preguntó:
—¿Sabe
usted si se espera hoy aquí a lady Constance Culmington? Rogers contestó:
—No, señor,
no sé nada.
El juez
enarcó las cejas y pensó: «Aquí hay algo raro.»
Anthony
Marston tomaba su baño con voluptuosidad.
Sus
miembros, anquilosados por el largo viaje en auto, se normalizaban. Muy pocas
ideas le atormentaban. Era un ser lleno de acción y sensaciones.
Pensaba.
«Lo tomaremos con calma», y volvió a no pensar en nada. El agua caliente... su
cuerpo fatigado... se afeitaría, tomaría un aperitivo... comería... ¿Y después?
Mister
Blove se hacía el nudo de la corbata.
Este
ejercicio no le gustaba.
¿Tenía
buena presencia?
Podía
pasar.
Nadie le
había demostrado simpatía. Rara manera que tenían los demás de mirarse de
reojo... como si supieran....
El tenía
que estar a la altura de las circunstancias.
A toda costa
tenía que llevar a cabo la tarea que le habían encomendado.
Alzando los
ojos vio la canción de cuna en el cuadro encima de la chimenea.
¡Buena idea
habían tenido al ponerla allí...!
Pensó: «Me
acuerdo haber estado aquí de pequeño. No hubiese creído nunca que volvería con
un encargo tal... Afortunadamente no se sabe el porvenir.»
El general
MacArthur reflexionó: «Todo esto empieza a molestarme, no esperaba semejante
recibimiento.»
De buena
gana hubiese inventado un pretexto para marcharse y enviarlo todo a paseo, pero
la canoa automóvil había regresado al pueblo.
Al general
le era, pues, forzoso quedarse en la isla.
El llamado
Lombard le parecía un tipo extraño. Hubiera jurado que era falso como Judas.
Al primer
golpe de batintín Philip Lombard salió de su habitación. Con pasos silenciosos
y ágiles como los de una pantera, bajó la escalera. Tenía algo de felino. Su
traza evocaba a una bestia feroz, pero simpática.
Se sonreía
para sí.
¿Una
semana?
¡Sí,
aprovecharía esta semana!
En su
dormitorio Emily Brent, vestida con un traje de seda negra, esperaba la hora de
cenar leyendo su Biblia.
Repetía a
media voz las palabras del texto.
«Los
paganos están precipitados al abismo que ellos mismos habrán cavado; en el cepo
que han ocultado se cogerán el pie. El señor se dará a conocer el día del
Juicio Final. El pecador en sus propias redes caerá y será arrojado al
infierno.»
Se mordió
los labios y cerró la Biblia.
Se levantó;
prendió en su corpiño un broche de cuarzo y bajó a cenar.
3
La cena estaba
terminada.
Los platos
habían sido excelentes, los vinos exquisitos, Rogers había servido la mesa
admirablemente.
Todos
estaban de buen humor y las lenguas empezaban a desatarse. El juez Wargrave,
dulcificado por el delicioso vino de oporto, era espiritual e irónico; el
doctor Armstrong y Tony Marston le escuchaban con placer.
Miss Brent
hablaba con el general MacArthur; habían encontrado amigos comunes. Vera
Claythorne le sometía a mister Davis cuestiones pertinentes al África del Sur,
tema que mister Davis conocía a fondo.
Lombard
seguía esta conversación. Una o dos veces levantó los ojos bruscamente y sus
párpados se encogieron. De vez en cuando miraba discretamente alrededor de la
mesa y estudiaba a los otros comensales.
De repente
Marston exclamó:
—Son raras
estas estatuillas, ¿verdad?
En el
centro de la mesa redonda, sobre una bandeja de cristal estaban colocadas unas
figurillas de porcelana.
—Negros
—dijo Tony—. La isla del Negro. De ahí es de donde viene la idea, supongo.
Vera se
inclinó hacia delante.
—En efecto,
es divertido. ¿Cuántos son? ¿Diez?
—Sí... hay
diez.
Vera
exclamó:
—Son
graciosos. Son los diez negritos de la canción de cuna; en mi cuarto está en un
cuadro, suspendido sobre la chimenea.
—En mi
cuarto también —dijo Lombard.
—En el mío
también.
—Y en el
mío.
Todo el
mundo hizo coro.
—La idea no
es vulgar —dijo Vera.
El juez
Wargrave gruñó:
—Decid
mejor es infantil.
Después se
sirvió oporto.
Emily Brent
lanzó una mirada a Vera, que respondió con una inclinación de cabeza y las dos
se levantaron. Hasta el salón con las ventanas abiertas que daban sobre la
terraza, les llegaba el ruido de las olas rompiendo en las rocas.
—Me encanta
escuchar el murmullo del mar —indicó Emily Brent.
—A mí me
horroriza —contestó Vera con voz seca.
Miss Brent
le miró sorprendida. Vera enrojeció y añadió conteniendo su emoción:
—No será
agradable estar aquí un día de tempestad.
—La casa
debe de estar cerrada durante el invierno —dijo miss Brent—. Los criados
rehusarán quedarse aquí.
Vera
murmuró:
—No importa
la época; debe ser difícil encontrar personas que quieran vivir en una isla.
Emily Brent
hizo esta reflexión:
—Mistress
Oliver puede sentirse contenta de haber encontrado este matrimonio de
servidores; la mujer es una excelente cocinera.
«Es
fantástico la forma con que estas solteronas equivocan los nombres», pensó
Vera.
Y añadió
con voz clara y lenta:
—Tiene
suerte mistress Owen, verdaderamente.
Emily Brent
sacó de su bolso una labor de punto y en el momento que cogía las agujas se
detuvo y preguntó a su compañera:
—¿Owen? ¿Ha
dicho usted Owen?
—Sí.
—En mi vida
había oído ese nombre.
Vera
dedujo.
—Pero bueno...
No pudo
terminar la frase. La puerta se abrió dando paso a los hombres; les seguía
Rogers trayendo el café en una bandeja.
El
magistrado se sentó al lado de miss Brent y Armstrong al lado de Vera. Tony se
dirigió hacia la ventana que seguía abierta. Blove examinaba con asombro una
estatuilla de bronce, preguntándose cándidamente si esas formas angulosas
representaban el cuerpo de una mujer.
El general
MacArthur, de espaldas a la chimenea, se atusaba su corto bigote blanco, la
cena había sido espléndida y regocijábase de haber aceptado la invitación.
Lombard hojeaba el Punch, puesto con otros periódicos en una mesita
cerca de la pared. El criado sirvió el café, negro, fuerte, ardiendo.
En resumen,
todos los invitados estaban encantados de la vida, después de la copiosa y
exquisita cena. Las agujas del reloj señalaban las nueve y veinte. En el salón
reinaba un silencio... un silencio de confortable beatitud.
En medio de
este silencio se oyó una voz... inesperada, sobrenatural:
«Señoras y caballeros. Silencio por favor.»
Todos se
sobresaltaron, se observaron unos a otros y escudriñaron las paredes. ¿Quién
había hablado?
La voz
continuó alta y clara:
«Os acuso de los siguientes crímenes:
»Edward George Armstrong, usted causó
la muerte a Luisa Mary Glees el 14 de marzo de 1925.
»Emily Caroline Brent, es responsable de la muerte de Beatryz Taylor
el 5 de noviembre de 1931.
»John Gordon MacArthur, usted envió a la muerte con la mayor sangre
fría al amante de su mujer, Arthur Richmond, el 4 de enero de 1917.
»William Henry Blove: es usted causante de la muerte de James Stephen
Landor el 10 de octubre de 1928.
»Vera Elisabeth Claythorne, el 11 de agosto de 1933 mató usted a Cyril
Oglive Hamilton.
»Philip Lombard, en el mes de febrero de 1932 llevó a la muerte a
veintiún hombres miembros de una tribu de África Oriental.
»Anthony James Marston, el 14 de noviembre último mató a John y Lucy
Combes.
«Tornas Rogers y Ethel Rogers, el 6 de mayo de 1929 dejaron morir a
Jennifer Brady.
»Lawrence John Wargrave, el 10 de junio de 1934 condujo a la muerte a
Edward Seton.
»Acusados:
»¿Tienen ustedes algo que alegar en su defensa?»
La voz
acusadora se calló.
Después de
un instante de silencio absoluto se oyó el ruido de una vajilla; a Rogers se le
cayó de las manos la bandeja con el servicio del café. En este mismo momento
les llegó del vestíbulo un grito y el ruido de una caída.
Lombard fue
el primero en levantarse y corrió hacia la puerta, al abrirla se encontró con
mistress Rogers tendida en el suelo.
Lombard
llamó a Marston en su ayuda. Entre los dos levantaron a la mujer y la llevaron
al salón.
El doctor
intervino, auxilió a los que traían a la sirvienta para tenderla en el sofá y
se inclinó para examinarla.
—No es nada
—anunció—. Un simple desvanecimiento; volverá en sí de un instante a otro.
—Vaya a
buscar coñac, Rogers —dijo mister Lombard.
El criado,
con el semblante lívido y temblorosas las manos, salió rápidamente de la
estancia.
Vera gritó:
—¿Quién
hablaba? ¿Dónde se oculta esa voz? Habría jurado...
El general
MacArthur balbució:
—Pero ¿qué
pasa aquí? ¿Qué broma de tan mal gusto es ésta?
Sus manos
temblaban, sus espaldas se doblaron y de repente pareció envejecer diez años.
Blove
secóse el sudor de la cara con el pañuelo. Sólo el juez Wargrave y miss Brent
quedaron impasibles en apariencia. El busto erguido y la cabeza alta, Emily
Brent tenía los pómulos sonrojados. El magistrado conservaba su actitud
acostumbrada, con la cabeza gacha. Con una mano se rascaba suavemente la oreja.
Sólo sus ojos se movían. Su mirada, perpleja y brillante de inteligencia
husmeaba todos los rincones del salón.
Viendo al
doctor ocupado con la mujer desvanecida, Lombard tomó la iniciativa de
responder a las preguntas formuladas por Vera y el general.
—Esa voz
parecía venir desde la habitación en que estamos.
—Pero
¿quién hablaba? ¿Quién? ¡Desde luego ninguno de nosotros! —exclamó Vera.
Lo mismo que el juez, Lombard recorría
con la mirada todos los rincones de la habitación. Su mirada se posó en el ventanal
y movió la cabeza dudando. De repente sus ojos brillaron y con paso rápido se
dirigió hacia una puerta cercana a la chimenea que daba a la estancia contigua.
Abrió la
puerta bruscamente y lanzó una viva exclamación:
—Esta vez
lo encontré.
Los demás
se unieron inmediatamente, sólo miss Brent se quedó sentada en la butaca.
En aquella
habitación había una mesa arrimada a la pared que daba a la sala. Sobre la mesa
había un gramófono de un modelo antiquísimo con una gran bocina pegada al muro.
Lombard desarmó el aparato y señaló dos o tres agujeros casi imperceptibles
horadados en el tabique.
Volvió a
colocar el gramófono en su sitio; fijó la aguja sobre el disco e inmediatamente
escucharon de nuevo:
«Os acuso de los crímenes siguientes.»
—¡Pare,
pare! ¡Esto es horrible! —exclamó Vera.
Lombard
obedeció y Armstrong dio un suspiro de satisfacción añadiendo:
—Han
querido gastarnos una broma. ¡He ahí todo!
La voz del
juez murmuró:
—¿Cree
usted que se trata de una broma?
El médico
le miró fijamente.
—¿Qué quiere
usted que sea?
El
magistrado, pellizcándose los labios, declaró:
—En estos
momentos no estoy, en absoluto, en disposición de opinar.
—Olvida un
detalle —intervino Anthony Marston—. ¿Quién ha puesto el gramófono en marcha?
—En efecto.
Me parece que una indagación se impone para esclarecer este punto —murmuró
agriamente Wargrave.
Se fue
hacia el salón y todos le siguieron.
Rogers
entraba con un vaso de coñac. Miss Brent estaba inclinada sobre la cocinera que
se quejaba.
Hábilmente,
Rogers se interpuso entre las dos mujeres.
—Permítame,
señorita, decirle una palabra... Ethel... Ethel... no te atormentes, no es nada
serio..., ¿me comprendes...? Anímate un poco.
La criada
respiraba con dificultad. Sus ojos fijos y asustados recorrieron todas las
caras. La voz de su marido se hacía cada vez más fuerte:
—Anda,
Ethel, no te excites.
—Se
encontrará mejor dentro de poco; sólo se trata de una broma —le dijo el doctor
amablemente, en animoso tono.
—¿Me he
desmayado, doctor?
—Sí,
mistress Rogers.
—Era esa
voz... esa horrible voz... Como si fuera la de un juez.
De nuevo su
cara se puso verdosa y sus ojos parpadearon.
El doctor
pidió vivamente:
—¿Dónde
está el coñac?
Rogers
había puesto el vaso encima de una mesita, se lo dio al doctor que se inclinó
sobre la criada.
—Tenga,
beba esto.
Bebió un
sorbo y tosió. El alcohol le sentó muy bien; los colores reaparecieron en su
semblante.
—Me siento
mejor ahora —dijo la enferma—. Esto me ha impresionado mucho.
Su marido
la interrumpió:
—Lo creo; a
mí también. Dejé caer la bandeja. Son infames mentiras... Me gustaría saber...
Fue
interrumpido por una tos... una tosecilla seca, pero que le cortó la palabra.
Miró al juez que, en el tono de antes, volvió a toser.
—¿Quién ha
puesto ese disco en el gramófono? ¿Ha sido usted, Rogers? —interrogó el juez.
Rogers
protestó.
—No sabia
de qué se trataba señor; juro que lo ignoraba. Si hubiese sabido lo que decía
no lo hubiera puesto, se lo aseguro.
El juez
profirió con voz brusca:
—Quiero
creerle, pero, sin embargo, me gustaría que me proporcionara algunas
explicaciones, Rogers.
El criado
se secó el sudor de la frente con un pañuelo y declaró con franqueza:
—No he
hecho más que obedecer órdenes.
—¿Qué
ordenes?
El juez
Wargrave insistió:
—Esclareceremos
un poco esto. ¿Qué órdenes le ha dado exactamente mister Owen?
—Me dijo
que pusiera un disco en el gramófono, que este disco lo encontraría en el cajón
y mi mujer pondría el gramófono en marcha cuando yo sirviese el café en el
salón.
—Esta
historia me parece extraordinaria —murmuró el juez.
—Es cierto,
señor, lo juro. No me pareció raro porque el disco llevaba una etiqueta y yo
creía que era música como los demás.
Wargrave
miró a Lombard, preguntándole:
—¿Había una
etiqueta en ese disco?
Lombard
asintió con la cabeza y rió burlonamente descubriendo sus dientes blancos y
puntiagudos.
—Es exacto,
señor, ese disco lleva el título: El canto del cisne.
El general
MacArthur estalló colérico:
—Todo esto
es grotesco, estúpidamente grotesco; ¿qué idea han tenido al lanzar acusaciones
tan monstruosas contra nosotros? Es preciso avisar sin demora a mister Owen o
quien sea.
Miss Brent le
interrumpió:
—Pero
¿quién es ese señor? He aquí la cuestión —dijo con aire indignado.
El juez
meditó. Expresóse con la autoridad que le había conferido una vida entera
pasada en los tribunales.
—Ante todo
interesa esclarecer este detalle. Rogers, llévese a su mujer a su habitación y
que se acueste. Luego, vuelva en seguida.
—Bien,
señor.
—Espere que
le ayude, Rogers —añadió el doctor.
Apoyada en
los dos hombres, mistress Rogers salió vacilante de la estancia.
Cuando
hubieron salido, Tony Marston dijo:
—No sé si
opinará lo mismo que yo, pero voy a beber una copita de licor.
—Yo también
—añadió Lombard.
—Voy a ver
si descubro por ahí algunas botellas —dijo Tony alejándose.
Unos
instantes después, ya estaba de vuelta.
—Ya las
tengo, las descubrí en una bandeja cerca de la puerta, nos estaban esperando.
Las puso
delicadamente sobre la mesa y llenó los vasos. El juez y el general se hicieron
servir un buen whisky. Todos necesitaban un estimulante; sólo Emily Brent pidió
un vaso de agua.
El doctor
reapareció en el salón.
—Está mucho
mejor. Le he dado un sedante para que descanse. ¿Están ustedes bebiendo? Les
imitaré muy gustoso.
Los hombres
llenaron por segunda vez sus vasos.
Unos
minutos después volvió Rogers.
El juez se
encargó de continuar el interrogatorio.
Pronto el
salón se transformó en un tribunal improvisado.
—Veamos,
Rogers: queremos conocer algo de esa historia. ¿Quién es mister Owen? —preguntó
el magistrado.
—Pues el
propietario de la isla, señor.
—Sí. Ya lo
sé. Pero ¿sabe algo de él?
Rogers bajó
la cabeza.
—No puedo
decirle nada en absoluto, pues no lo he visto jamás.
Un
movimiento de sorpresa se produjo en todos.
El general
MacArthur preguntó a su vez:
—¿No le ha
visto jamás? ¿Qué cuento es éste?
—Mi mujer y
yo estamos aquí sólo desde hace unos días. Fuimos contratados por mediación de
una agencia de colocaciones. La agencia Regina, en Plymouth, fue la que nos
escribió.
Blove aprobó
con la cabeza.
—Es una
agencia antigua —dijo.
—¿Tiene esa
carta? —interrogó Wargrave.
—¿La carta
que nos escribieron? No, señor; no la he conservado.
—Continúe
su historia. Dice que fueron contratados por carta...
—Si, y se
nos fijaba el día que teníamos que venir. Aquí todo estaba en orden, había
provisiones en abundancia y nos gustó la casa; sólo tuvimos que limpiar el
polvo.
—¿Y
después?
—Nada,
señor; recibimos instrucciones, por carta, de preparar las habitaciones para
recibir a los invitados, y ayer el cartero nos trajo otra carta de mister Owen
diciéndonos que no podía venir y que cumpliéramos con nuestro deber lo mejor
posible en su ausencia. Nos daba órdenes para la cena y nos pedía que
pusiéramos el disco a la hora del café.
—¿Tiene esa
carta? —interrogó Wargrave.
—Sí, señor;
la llevo encima.
Sacó la
carta del bolsillo y el juez se la cogió de las manos.
—¡Hum!
Tiene el timbrado del Ritz y está escrita a máquina.
—¿Me
permite verla? —le dijo Blove, que estaba a su lado.
La cogió de
manos del juez y la recorrió con la vista. Luego murmuró:
—Es una
máquina Corona nueva, y sin ningún defecto; papel comercial ordinario. No
estamos más adelantados que antes. Podrían sacarse huellas digitales, pero me
parece que no encontraríamos ninguna.
Wargrave le
miró con atención creciente.
Marston, de
pie, al lado de mister Blove, miraba por encima de su espalda y señaló:
—Nuestro
anfitrión tiene unos nombres muy extraños: Ulik Norman Owen. Se llena la boca
uno al decirlo.
El viejo
magistrado se sobresaltó:
—Le estoy
muy reconocido, mister Marston; acaba de llamar mi atención sobre un punto
bastante sugestivo.
Miró a su
alrededor y alargando el cuello como una tortuga enfadada, añadió:
—Creo que
el momento es propicio para reunir todas las informaciones que poseemos. Me
parece que cada uno deberíamos decir todo cuanto sepamos acerca del propietario
de esta casa.
Hubo un
momento de silencio y, un tanto malhumorado continuó:
—Aquí somos
todos invitados. A mi juicio sería utilísimo que cada uno de nosotros explicase
exactamente a título de qué se encuentra aquí.
Al cabo de
un instante, Emily Brent tomó la palabra muy decidida.
—Hay en
todo esto algo misterioso. Yo he recibido una carta cuya firma era casi
imposible descifrar. Parecía proceder de una amiga que tuve hace dos o tres
años en una playa. He creído leer Ogden y Oliver. Ahora bien, conozco a una
señora Ogden y otra mistress Oliver, pero puedo afirmar con toda seguridad que
jamás he conocido una mistress Owen.
—¿Tiene
usted esa carta, miss Brent? —preguntó el juez.
Subió a su
cuarto y volvió con ella en las manos a los pocos minutos.
Después de
haberla leído, el juez indicó:
—Comienzo a
comprender... ¿Y usted,
miss Claythorne?
Vera
explicó cómo había sido contratada en calidad de secretaria de mister Owen.
—¿Y usted,
mister Marston? —dijo en seguida Wargrave.
—Recibí un
telegrama de uno de mis amigos, Badger Berkeley —respondió Anthony—. De momento
quedé sorprendido, pues creía que ese sinvergüenza se encontraba en Noruega. Me
decía que viniese aquí en seguida.
El juez
inclinó la cabeza y añadió:
—Doctor
Armstrong, ¿qué tiene que decirnos?
—Yo vine
aquí a título profesional.
—Bien. ¿Y
no tiene usted ninguna relación con la familia Owen?
—No, sólo
el nombre de uno de mis colegas era simplemente citado en la carta.
—Desde
luego esto prestaba más verosimilitud —añadió el magistrado—. ¿No le daba a
usted tiempo a entrevistarse con su colega?
—No. No me
fue posible.
Lombard,
que examinaba la carta de Blove desde hacía un momento, dijo de repente:
—Escuche,
acaba de ocurrírseme una idea.
Wargrave
levantó la mano.
—Espere un
minuto.
—Pero si...
—Vayamos
por orden, mister Lombard. En este momento estamos aclarando las causas que
motivaron nuestra asistencia aquí. ¿General MacArthur?
Atusándose
siempre el bigotito, el viejo militar murmuró:
—Recibí una
carta... de ese mister Owen... me hablaba de los viejos camaradas míos que
podía encontrar aquí... Y me pedía sus excusas al hacerme la invitación de esta
forma. No he guardado la carta.
Wargrave
llamó:
—¿Mister
Lombard?
El cerebro
de Lombard no había estado inactivo. ¿Debía hablar con toda franqueza? Tomó una
decisión.
—La misma
historia que los demás. La invitación hace alusión a unos amigos comunes y he
caído en la trampa. Por desgracia rompí la carta.
Wargrave se
volvió hacia mister Blove y mirándole fijamente añadió:
—Acabamos
de pasar por una prueba muy desagradable. Una voz que parecía venir de
ultratumba nos ha llamado a todos por nuestros nombres y ha hecho acusaciones
precisas contra nosotros de las cuales ya hablaremos después. Ahora lo que
interesa es un detalle menos importante. Entre los nombres citados oímos el de
William Henry Blove. Pero entre nosotros nadie se llama así. En cambio, el de
Davis no ha sido mencionado. ¿Qué dice a esto, mister Davis?
—¿Por qué ocultarlo
por más tiempo? Yo no me llamo Davis.
—Entonces,
¿usted es William Henry Blove?
—Sí.
—Permítame
decirle una palabra —añadió Lombard—. Mister Blove: no sólo se ha presentado
usted con un nombre falso, sino que además le he sorprendido mintiendo. Usted
pretendía que venía de Natal. Conozco muy bien África del Sur y puedo jurar que
no puso allí jamás los pies.
Todas las
miradas convergieron sobre Blove... Miradas cargadas de cólera y desconfianza.
Marston se abalanzó sobre él con los puños crispados.
—¡Ahora,
dígame quién es, sinvergüenza!
Blove se
echó hacia atrás, apretando sus mandíbulas, y contestó:
—Ustedes se
equivocan. Tengo mis papeles y puedo enseñárselos. He pertenecido a la policía
y dirijo actualmente una agencia de detectives en Plymouth y fui requerido para
venir aquí por mister Owen. Adjunta en su carta había una gran cantidad de
dinero para mis gastos y me daba las instrucciones que debía seguir. Debía
mezclarme con los invitados (me envió una lista) y vigilar sus hechos y gestos.
—¿Y qué
razón le daba?
Blove
contestó con amargura:
—Las joyas
de mistress Owen. Me pregunto, ahora, si existe el tal mister Owen.
El juez
repuso:
—Las
conclusiones me parecen lógicas. ¡Ulik Norman Owen! En la carta dirigida a miss
Brent el apellido era ilegible, pero el nombre se podía leer: Una Nancy O., es
decir, siempre U. N. Owen. Con un poco de imaginación y fantasía se podría
reconstruir la palabra inglesa «Unknown», es decir, desconocido.
—¡Pero esto es fantástico, es una locura! —exclamó Vera.
El juez
repuso:
—Tiene
usted razón, miss Vera. Estoy seguro de que hemos sido invitados por un loco,
probablemente un loco... un maniático del crimen.
4
Hubo un
momento de silencio. En todos los rostros se leía la sorpresa y el miedo. Se
dejó oír de nuevo la voz clara del juez Wargrave:
—Llegamos
ahora a la segunda fase de nuestra relación. Ante todo voy a añadir mis propias
informaciones a las que ya poseemos.
Sacó una
carta de su bolsillo y la arrojó sobre la mesa.
—Esta carta
está escrita como si fuese de una de mis viejas amistades. Lady Constance
Culmington, a la que hace dos años que no he visto. Estaba en Oriente. El autor
de esta carta ha empleado el estilo incoherente y fútil de lady Culmington para
invitarme a encontrarla aquí, y me habla de los propietarios de una manera
confusa. Fíjense ustedes en que en todas las cartas se encuentra la misma
táctica, sobresaliendo un punto del mayor interés: que, sea quien fuere el
individuo, nombre o mujer, que nos ha traído a esta casa, nos conoce o se ha
molestado en buscar datos sobre cada uno de nosotros. Está al corriente de mi
relación con lady Culmington y su estilo epistolar no le es extraño. Sabe el
alias del amigo de Marston y la clase de telegramas que envía habitualmente. No
ignora el estilo en que hace dos años pasaba sus vacaciones miss Brent y las
costumbres de la gente con quien se relacionaba. Y por último posee
indicaciones sobre los viejos camaradas del general MacArthur. Después de una
pausa continuó:
—Ustedes
vieron cómo nuestro anfitrión conoce muchas cosas nuestras que le han permitido
formular acusaciones concretas.
Esta
observación desató muchas protestas.
—Todo eso
no es más que un hatajo de calumnias —exclamó el general.
—¡Esto es
cínico! —gritaba Vera con la respiración entrecortada.
—¡Es una
mentira, una infame mentira! —exclamaba Rogers con voz ronca—. ¡Jamás ni mi
mujer ni yo hemos cometido crimen alguno!
—Me
pregunto, ¿adonde quiere llegar ese loco? —murmuraba Anthony Marston.
La mano en
alto del magistrado calmó a los asistentes. Escogiendo sus palabras, dijo:
—Deseo
hacer una declaración. Nuestro amigo desconocido me acusa de la muerte de un
tal Edward Seton. Me acuerdo perfectamente de Seton. Estaba acusado del
asesinato de una vieja y compareció ante mí en junio de 1930. Su abogado le
defendió hábilmente y él mismo produjo una buena impresión en el jurado. Pero
después de las declaraciones de los testigos, su crimen no dejaba duda a mis
ojos. Presenté mi requisitoria y el jurado le condenó. Proponiendo la pena de
muerte contra él no hacia más que confirmar el veredicto. Se recurrió contra la
sentencia invocando unas inexactitudes en la interpretación de los hechos, pero
la apelación fue desestimada y el hombre ejecutado. Declaro ante ustedes que mi
alma y mi conciencia no tienen nada que reprocharme, pues cumplí con mi deber
condenando a muerte a un asesino.
¡Armstrong
se acordaba del caso Seton! El veredicto sorprendió a todos. El día anterior al
juicio había cenado en un restaurante con el abogado de su cliente. Después las
lenguas se desataron; el juez Wargrave se cebó con el acusado.
Había
conseguido convencer al jurado y Seton fue reconocido culpable. «Procedimiento
legal.» El viejo magistrado conocía como pocos la ley. Dio la impresión que el
juez satisfacía una venganza personal.
Todos estos
recuerdos aparecían de repente en la imaginación del doctor, y sin reflexionar
le preguntó:
—¿Conocía
personalmente a Seton? Quiero decir antes del proceso.
Los ojos
del juez se posaron en el doctor y con voz precisa contestó:
—No, no
conocía personalmente a Seton antes del proceso.
Pero el
doctor pensó: «Este pícaro viejo miente, estoy seguro.»
Vera
Claythorne explicó temblorosa:
—Quisiera
decirles... a propósito del niño Cyril Hamilton, que era yo su institutriz.
Estábamos en una playa veraneando y le tenía prohibido el nadar demasiado
lejos. Un día aprovechando una distracción por mi parte, se fue más lejos de lo
que le tenía permitido. Salté al agua para cogerle, pero llegué demasiado
tarde. Fue horroroso, pero no hubo falta por mi parte. En la indagatoria el
fiscal reconoció mi inocencia. La madre del niño no me dirigió ningún reproche
y me demostró su afecto. ¿Por qué reprocharme este doloroso accidente? ¡Es
injusto... injusto!
La joven se
deshizo en lágrimas.
El general
le dijo para consolarla:
—Vamos,
vamos, querida niña... Sabemos que todo eso es falso... se trata de un loco
chiflado, digno de encierro. No vale la pena darle importancia a esas infamias.
Entretanto yo declaro que no hay nada cierto en esa historia del joven Arthur
Richmond. Richmond era oficial de mi regimiento, le envié a un
reconocimiento... y fue muerto por el enemigo... ¿qué cosa más corriente en
tiempo de guerra? Lo que me apena es esa malévola insinuación sobre la conducta
de mi mujer... la más fiel de todas las esposas... ¡la mujer del César!
El general
MacArthur se sentó. Su mano temblaba al atusarse el bigote. Estas palabras le
habían costado un esfuerzo sobrehumano.
Con los
ojos sonrientes Lombard le tomó la palabra.
—Por lo que
se refiere a los indígenas...
Marston le
interrumpió:
—¿Qué?
Philip
Lombard se echó a reír.
—Es una
historia verídica. Los abandoné a su suerte. Era una cuestión de vida o muerte,
estábamos perdidos en la selva. Mis dos camaradas y yo cogimos lo que quedaba
de alimento y huimos.
El general
se indignó.
—¡Cómo! ¿Ustedes abandonaron a sus hombres? ¿Les
dejaron morir de hambre?
Lombard
respondió:
—Cierto, no
sería muy edificante por parte de un Poukka sahib... pero el conservar
la vida creo que es el primer deber de un hombre. Los indígenas no tienen miedo
a la muerte... Sobre este particular su mentalidad difiere de la de los
europeos.
Vera
levantó la cabeza y miró a Lombard de hito en hito.
—¿Los...
dejó morir?
—Sí
—respondió Lombard—, los dejé morir —su mirada alegre se posó en los ojos
asustados de la joven—.
Anthony
Marston declaró perplejo:
—Acabo de
reflexionar... pienso que Johnny y Lucy Combes serían los dos niños que
atropellé cerca de Cambridge. ¡Qué mala suerte!
El juez
Wargrave le preguntó:
—¿Para
ellos o para usted?
—Hombre,
pensaba que para mí... Quizá tenga usted razón; fue mala suerte para ellos.
Pero se trata de un accidente. Los niños salían corriendo de una casa. Me
quitaron el permiso de conducir durante un año, y esto, por cierto, me
fastidió.
El doctor
Armstrong le recriminó:
—¡Esos
excesos de velocidad son inadmisibles enteramente; los jóvenes imprudentes de
su temple constituyen un peligro público!
Alzando los
hombros, Tony contestó:
—Estamos en
el siglo de la velocidad, ¡qué diablos! ¡Son las carreteras inglesas las
defectuosas! ¡Hay que ir siempre a paso de tortuga!
Buscó su
vaso, lo cogió de la mesa, del aparador tomó una botella de whisky y se echó
una gran cantidad con soda y continuó:
—Lo cierto
es que fue un accidente, ¡yo no tuve la culpa!
Rogers, el
criado, se humedeció los labios y dijo con tono deferente:
—¿Me
permiten que les diga algo, señores?
—Le
escuchamos —respondió Lombard.
—También la
voz ha citado mi nombre y el de mi mujer... y el de miss Brady. No hay nada de
cierto en lo dicho, señor. Mi mujer y yo hemos estado a su servicio hasta que
murió. Siempre estaba enferma: la noche que se agravó hubo una gran tempestad,
el teléfono estaba averiado; era imposible, pues, llamar al doctor y fui yo
mismo a buscarlo a pie.
«Llegamos
demasiado tarde, lo hicimos todo para salvarla. Le estamos muy agradecidos,
todo el mundo se lo dirá, señor; ¡jamás tuvo queja alguna de nosotros! ¡Ni el
menor reproche!
Lombard
miraba con insistencia la cara crispada del mayordomo; sus labios estaban secos
y el terror se reflejaba en su mirada. Se acordó de la caída de la bandeja con
el servicio de café, pero no dijo nada.
Con su voz
profesional y brusca Blove preguntó al doméstico:
—¿Les dejó
algo al morir?
Rogers se
enderezó indignado.
—Miss Brady
nos dejó una suma como premio a nuestros fieles servicios. ¿Y por qué no?
Lombard
intervino:
—¿Y si
usted nos hablara un poco de si mismo, mister Blove?
—¿De mí?
—Sí, su
nombre está en la lista.
Blove
enrojeció.
—¿El asunto
Landor? Se trataba de un robo en un Banco, el London Commercial.
El juez
Wargrave se agitó en su butaca.
—Me acuerdo
muy bien, aunque no pasó por mis manos el proceso: Landor fue condenado por su
testimonio, Blove. Fue usted quien, como oficial de policía, llevó la
indagatoria.
—Eso mismo
—dijo Blove.
—Landor fue
condenado a trabajos forzados a perpetuidad y murió en Dartmour. Su salud era
muy delicada.
—Ese
individuo no era más que un estafador —concluyó Blove—. Fue él quien mató al
sereno. Su culpabilidad no dejaba lugar a dudas.
El juez
dijo lentamente:
—Usted
recibió, me parece, felicitaciones por su habilidad.
—Ascendí en
mi carrera —añadió Blove—. No hice sino cumplir con mi deber.
Lombard se
echó a reír ruidosamente.
—Por lo
visto todos somos personas que respetan la ley y cumplen su deber; excepto yo.
¿Y usted, doctor? ¿Qué le parece si hablásemos un poco de error profesional?
¿Se trataba de una operación ilegal?
Emily Brent
miraba a Lombard con asco y retiró su butaca hacia atrás.
Muy dueño
de sí mismo, el doctor inclinó la cabeza con buen humor.
—Les
declaro que no comprendo nada de esa historia. No me acuerdo de haber operado a
nadie con ese nombre de ¿Gleis...? ¿Glose?, y menos que se muriese por mi
culpa. ¡Hará tantos años! Lo probable es que fuese una operación en el
hospital, y ya saben ustedes que a veces está en tal estado el enfermo que no
sirve para nada operar y luego la familia lo achaca al cirujano si sobreviene
la muerte.
Inclinando
la cabeza lanzó un suspiro.
El mismo
Armstrong pensaba: «Estaba borracho, eso fue... y borracho operé a una mujer.
Tenía los nervios deshechos y mis manos temblaban. No hay duda... la maté.
¡Pobre mujer! La operación era de las más sencillas, y habría salido bien si yo
no hubiese bebido. Afortunadamente para mi existe esto que se ha convenido en
llamar el secreto profesional. La enfermera lo sabía, pero no dijo nada. ¡Dios
mío! ¡Qué golpe para mí! Menos mal que corté a tiempo. Pero ¿quién diablos ha
podido estar al corriente de este incidente después de tantos años?»
Un profundo
silencio reinaba en el salón. Todo el mundo miraba a Emily Brent de una manera
más o menos discreta. Al cabo de un momento se dio cuenta que esperaban que
dijese algo. Enarcó las cejas sobre su frente estrecha y preguntó:
—¿Esperan
que les diga algo? No tengo nada que decirles.
—¿Nada?
—dijo el juez.
—No, nada
—contestó miss Brent, apretando fuertemente los labios.
—¿Se reserva usted
para la defensa? —preguntó Wargrave con dulzura.
—Es inútil
que me defienda —respondió fríamente miss Brent—. He obrado siempre con arreglo
a mi conciencia y no tengo nada que reprocharme.
Una amarga
decepción se dibujó en todos los semblantes. Sin embargo, miss Brent no era
mujer para desanimarse ante la opinión de los demás.
Se quedó
impasible.
Una o dos
veces el juez tosió.
Luego dijo:
—Nuestra
pesquisa se suspende por el momento. Dígame, Rogers, aparte de nosotros, usted
y su mujer, ¿hay alguien más en la isla?
—No, señor.
—¿Está
seguro?
—Completamente
seguro.
—No me
explico qué intenciones tuvo nuestro desconocido anfitrión al reunimos en esta
casa. A mi juicio esta persona, hombre o mujer, no tiene completas sus
facultades mentales.
—Creo que
obraríamos bien abandonando esta isla lo más pronto posible. ¿Y si nos fuésemos
esta misma noche?
—Perdón,
señor —dijo Rogers—, pero no hay barco en la isla.
—¿Ni una
barca?
—No, señor.
—Entonces,
¿cómo se comunica usted con la costa?
—Fred Narracott
viene todas las mañanas con su barco, trae el pan, la leche y el correo y toma
los pedidos para los proveedores.
—En este
caso todos debemos mañana tomar el barco de Narracott —declaró el juez.
Los
reunidos fueron de su parecer salvo Anthony Marston que expuso esta opinión:
—Esta huida
no tiene nada de elegante. Antes de irnos deberíamos aclarar este misterio.
Parece una novela policíaca... de las más emocionantes.
—A mis años
no se buscan las emociones —le replicó agriamente el magistrado.
—La vida es
cada vez más breve. Los asuntos criminales me apasionan. ¡Bebo a la salud de
los asesinos! —contestó Tony riéndose con sarcasmo.
Llevó su
vaso a la boca y lo vació de un trago. De repente, pareció que se ahogaba, sus
facciones se crisparon y sus carrillos tomaron un color purpúreo. Trató de
respirar y se derrumbó al pie de su butaca dejando caer el vaso sobre la
alfombra.
5
El golpe
fue tan inesperado que todo el mundo quedó estupefacto. Los espectadores, como
clavados en el suelo, miraban el cuerpo inanimado del joven.
Por fin el
doctor saltó de su silla y se arrodilló para examinarlo; levantó la cabeza y
con voz que el miedo desfiguraba, exclamó:
—¡Dios mío!
¡Ha muerto!
Al
principio nadie se movió.
¿Muerto?
¿Muerto? Este joven que parecía un héroe nórdico que desbordaba de salud, en la
plenitud de sus fuerzas había sido fulminado en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué
diablos! ¡A esta edad no se muere uno así! ¡Un whisky no era causa para que un
hombre tan fuerte muriese!
Nadie podía
admitirlo.
El doctor examinó
la cara del muerto y olió sus labios azulados y torcidos en una mueca.
Después
cogió el vaso en el que había bebido Marston.
—¿Muerto?
¿Es posible que este joven se haya ahogado? —exclamó el general.
—Llámelo
así si quiere. Lo cierto es que murió asfixiado —aseguró el doctor.
Olió el
vaso y pasó un dedo por el fondo y se lo llevó a la punta de la lengua. Cambió
de expresión súbitamente.
De nuevo
habló el general:
—Jamás he
visto morir tan de repente... en un acceso de ahogo.
Emily Brent
dijo con voz clara y penetrante:
—¡En plena
vida pertenecemos a la muerte!
—No, un
hombre no muere por un simple acceso de tos; la muerte de Marston no es natural
—dijo bruscamente el doctor.
—¿Había
algo... en el whisky? —preguntó bajito Vera.
—Sí. No
sabría precisar la naturaleza del veneno, pero todo me hace creer que se trata
de cianuro. No será ácido prúsico; debe ser cianuro de potasio, que mata de
manera fulminante.
—¿El veneno
estaba en el vaso? —preguntó el juez Wargrave.
—Sí.
El médico
se dirigió hacia la mesa donde se encontraban las botellas. Destapó la del
whisky, la olió, probó de ella e hizo lo mismo con la soda.
—No
encuentro nada sospechoso —terminó el doctor, inclinando la cabeza.
—¿Cree
usted que él mismo se habría echado el veneno? —indicó Lombard.
—Eso parece
—respondió Armstrong sin gran convicción.
—¿Entonces
es un suicidio? —preguntó Blove—. He ahí una cosa rara.
—Jamás
habría creído —murmuró lentamente Vera— que un hombre tan jovial y tan vigoroso
pensara suicidarse. Cuando esta tarde llegó en su coche, parecía como... un...
oh, ¡no sabría explicarlo!
Pero todos
adivinaron la idea que quería expresar. Anthony Marston, en la flor de su
juventud, les produjo la impresión de un ser sobrenatural y ahora estaba allí,
inerte en el suelo.
—¿Ven
ustedes alguna otra hipótesis que la del suicidio? —preguntó Armstrong.
Nadie
contestó. No acertaban a darse ninguna explicación. Nadie había descubierto
nada, todos vieron cómo él se sirvió el whisky; pareció lógico, pues, que si
había cianuro en su bebida, fuera él mismo quien lo había echado.
Y sin
embargo..., ¿qué motivos tenía Anthony Marston para querer morir?
Blove
observó pensativamente:
—Doctor,
todo esto me parece increíble. Marston no era del tipo de los que se suicidan.
—Lo mismo
pienso yo —añadió Armstrong.
Las cosas
quedaron así. ¿Qué más podían hacer?
Entre
Armstrong y Lombard transportaron el cuerpo de Marston a su cuarto y lo taparon
con una colcha.
Cuando
descendieron, los otros formaban un grupo y sentían frío a pesar de lo templado
de la noche.
—Haremos
bien en acostarnos, ya es muy tarde —dijo miss Brent.
El consejo
estaba acertado, pues era ya más de medianoche; sin embargo, todos esperaban,
parecía que nadie quería abandonar la reunión, como si buscasen un consuelo con
su compañía.
Fue el juez
Wargrave el que primero habló:
—Es cierto
que todos tenemos necesidad de dormir.
—Todavía no
he levantado la mesa —protestó Rogers.
Lombard
ordenó:
—Ya hará
mañana ese trabajo.
—¿Se siente
mejor su mujer? —preguntó el doctor.
—Subo a
verla, señor.
Al cabo de
unos minutos volvió.
—Está
durmiendo, señor.
—Muy bien
—dijo—, no la despierte.
—No, señor;
voy a arreglar el comedor, cerraré las puertas con llave y en seguida me
acostaré.
A su pesar
los invitados se fueron a sus habitaciones. Si hubiesen estado en una vieja
casona con las escaleras y los suelos cimbreantes, con rincones llenos de
sombras por todas partes y paredes artesonadas y oscuras, hubiesen podido
sentir siniestros temores, pero no se encontraban en tal caso.
En esta
vivienda ultramoderna, exenta de oscuros rincones, con luz eléctrica derramada
a chorros, todo era nuevo, brillante, resplandeciente, nada podía esconderse de
malo, faltaba por completo el ambiente de los viejos caserones atormentados.
Y, sin
embargo, inspiraba a los reunidos un temor inexplicable.
Se desearon
las buenas noches y entraron en sus respectivos dormitorios. Casi
inconscientemente todos echaron la llave a su puerta.
En su
alegre habitación, pintadas las paredes de un color azul, el juez se desnudaba
dispuesto a meterse en la cama.
Pensaba en
Edward Seton. La imagen del condenado se le aparecía con toda claridad. Veía
sus cabellos rubios y sus ojos azules que miraban a la cara con cordial
franqueza. Esto fue lo que impresionó al jurado.
Al fiscal
Llewelin le faltó tacto, y en su informe tan pomposo quiso probarlo todo.
En cuanto a
Matthews, el abogado defensor, estuvo muy bien. Su interrogatorio conciso y
bien llevado había sido favorable a Seton. Y creyó haber ganado por completo la
partida.
El juez dio
cuerda a su reloj y lo colocó sobre la mesilla de noche.
Se acordaba
como si fuese ayer de esta sesión del tribunal, escuchaba, tomaba notas y hacía
resaltar el menor testimonio contra el acusado.
Este
proceso fue para él una victoria profesional. El abogado defensor estuvo
admirable, tanto que el fiscal que informó después no pudo borrar la buena
impresión que había causado la defensa. Fue él, al hacer el resumen de los
testimonios y los debates, antes de la deliberación del jurado, quien lo consiguió.
Con gesto
meticuloso el juez Wargrave se quitó su dentadura postiza y la puso en un vaso
de agua. Sus labios arrugados se cerraron y dieron a su boca un pliegue cruel.
Bajando los
párpados el juez sonrió. ¡A pesar de todo había conseguido arreglarle las
cuentas a Seton!
Gruñendo
contra su reumatismo se metió en la cama y apagó la luz.
En el
comedor, Rogers estaba perplejo. Contemplaba las figurillas de porcelana,
puestas sobre la mesa. Se decía: «¡Esto es extraordinario! Hubiera jurado que
había diez.»
El general
MacArthur daba vueltas en su cama. El sueño no venía.
En la
oscuridad veía la figura de Arthur. Había sentido por Arthur una verdadera
amistad y cariño. Estaba siempre contento por la simpatía que le testimoniaba
Leslie.
¡Ella era
tan caprichosa! ¡Cuántos jóvenes se habían enamorado de ella, a los que trataba
de «brutos», su palabra favorita!
Sin
embargo, Arthur Richmond no fue a sus ojos un «bruto», desde el principio se
entendieron. Discutían de teatro, música y pintura, ella se divertía burlándose
de él hasta que se enfadaba. Y él, MacArthur, veía con agrado el interés casi
maternal de su mujer para con el joven.
¡Interés
maternal! ¡Qué mentira! Fue un tonto al no darse cuenta de que Richmond tenía
veintiocho años y Leslie veintinueve.
MacArthur
amó a su mujer, la veía ahora. Su boca en forma de corazón, y sus ojos grises
profundos e impenetrables bajo sus espesos bucles. Si; la había querido y
adorado ciegamente.
Allá, en el
frente francés, en plena batalla, pensaba en ella y con frecuencia deleitábase
contemplando su retrato que llevaba siempre en su bolsillo de su guerrera.
Un día...
¡lo descubrió todo!
Ocurrió
como en las novelas: Una carta metida por equivocación en sobre distinto; ella
escribió a los dos hombres y puso la carta amorosa en el sobre de su marido.
Después de tantos años aún sentía el dolor que le produjo.
¡Dios mío,
lo que había sufrido!
Sus
culpables relaciones databan de bastante tiempo, la carta lo atestiguaba. Fines
de semana... El último permiso de Richmond.
Leslie...
¡Leslie y
Arthur!
Innoble
individuo.
Su sonrisa
hipócrita... su afectada educación: «Sí, mi general.»
¡Hipócrita
y mentiroso! ¡Ladrón de mujeres!
Con su
calma habitual había estado elaborando un plan de venganza. Se esforzó en
demostrarle a Richmond la misma amabilidad de siempre.
¿Lo había
logrado? Puede ser. Lo cierto era que Richmond no sospechó nada. Los cambios de
humor se explicaban fácilmente allí donde los nervios de los hombres estaban
sujetos a dura prueba; sólo el joven Armitage le miraba algunas veces de una
manera muy rara, y el día que decidió realizarlo se dio cuenta de sus
intenciones.
Con toda
sangre fría MacArthur envió a Richmond a la muerte, sólo un milagro podía
salvarle, y este milagro no se produjo.
Si, envió a
Richmond a que lo matasen, y no lo sintió nada. ¡Qué fácil fue aquello! Los
errores se multiplicaban diariamente. La vida de un hombre no contaba. Todo era
confusión y pánico. Después sólo dirían: «El viejo MacArthur no era dueño de
sus nervios, ha cometido faltas tontas y ha enviado a la muerte a sus mejores
hombres.» ¡De ahí todo!
Después de
la guerra... ¿Armitage había hablado?
Leslie no
estaba al corriente de nada... seguramente lloró la muerte de su amante, pero
su pena se había pasado cuando volvió su marido a Inglaterra. Jamás le dijo
nada referente a su infidelidad. Entre ellos la vida continuaba normalmente...
salvo que a sus ojos ella había perdido su aureola de virtud. Tres o cuatro
años después, su mujer murió de pulmonía.
Todo esto
era muy lejano... quince años... quizá dieciséis.
Se retiró
del ejército para irse a la región del Devon, donde compró una casita, el sueño
de su vida.
Simpáticos
vecinos, bonito paisaje, caza y pesca.
El domingo
asistía a los oficios (a excepción del día en que el pastor leía en la Biblia
aquel pasaje en donde David envía a Urías en primera fila entre sus guerreros).
No, esto
era demasiado fuerte para él; ese trozo le turbaba en extremo.
Todo el
mundo, al principio, le trataba con amabilidad... después sintió la impresión
de que se hablaba de él... Las gentes le miraban de reojo, como si les hubiese
robado algo.
Los rumores
crecían... Supuso que Armitage habría hablado.
Evitó la
gente y se encerró en un mundo creado por él, sólo para sus pensamientos y
recursos. Prescindió hasta de sus viejos camaradas.
Los hechos
y los recuerdos se iban esfumando.
Leslie se
desvanecía en un pasado lejano, lo mismo que Richmond. ¡Qué importaba ya todo
esto, actualmente!
Pero esta
noche sintió una inquietud en su espíritu al oír la voz... aquella voz que
parecía de ultratumba, al decir la verdad.
¿Había
adoptado una actitud adecuada?
¿Sus labios
se habían estremecido?
¿Supo
expresar su indignación y su disgusto... o le traicionó su confusión, su
culpabilidad?
¡Qué asunto
más embarazoso!
Seguramente
ninguno de los invitados tomó en serio esta acusación. La voz había proferido
toda clase de enormidades, a cual más inverosímil.
Por
ejemplo, ¿no había reprochado a aquella encantadora joven el haber ahogado a un
niño? ¡Disparates! ¡Un monomaniaco que sentía el placer de acusar a los demás a
troche y moche!
Emily
Brent, la sobrina de su viejo compañero de armas, Tom Brent, estaba acusada,
como él, de homicidio. Saltaba a la vista que esta mujer era una persona
piadosa, siempre metida en la iglesia.
¡Qué asunto
más estrafalario! ¡Una verdadera locura!
El general
se preguntaba cuándo podría abandonar la isla del Negro. Mañana, seguramente,
cuando la canoa automóvil llegara a la costa...
¡Bravo...!
En ese preciso momento no deseaba sino salir de aquella isla... abandonar la
casa con todos sus disgustos. Por la ventana abierta le llegaba el ruido de las
olas rompiendo en el acantilado, más fuerte ahora que al caer la tarde. Ahora
paulatinamente se levantaba el viento.
El general
pensaba:
«Ruido
monótono... paisaje apacible... La ventaja de una isla consiste en la
imposibilidad que tiene el viajero de ir más lejos... parece haber llegado al
fin del mundo...»
De repente diose cuenta de que no deseaba más que alejarse de aquella
isla.
Tendida en
su cama, con sus ojazos abiertos, Vera Claythorne miraba fijamente al techo.
Asustada
por la oscuridad, no apagó la luz.
Pensaba:
«Hugo...
Hugo... ¿Por qué está tan cerca de mí esta noche? ¿Dónde está ahora? No lo sé.
Jamás lo sabré; ¡desapareció de mi vida tan bruscamente!»
¿A qué
remover recuerdos? Hugo absorbía todos sus pensamientos. Soñaba siempre con él;
no le olvidaría jamás.
Cornualles...
las rocas negras... la arena tan fina... La buena señora Hamilton... el pequeño
Ciryl que la cogía de la mano lloriqueando.
«Quiero
nadar hasta las rocas, miss Claythorne. ¿Por qué no me deja ir hasta allá?»
Cada vez
que levantaba los ojos veía a Hugo que la miraba.
Por la
noche, cuando el niño dormía, Hugo le rogaba que saliese con él.
«Miss
Claythorne, venga, daremos un paseo.»
«Si usted
quiere...»
El paseo
clásico por la playa... a la luz de la luna... el aire templado del Atlántico.
Hugo la cogía por la cintura.
«La quiero,
Vera. ¡Si usted supiese cuánto la quiero! —Ella lo sabía, o al menos creía
saberlo—. No me atrevo a pedir su mano... no tengo dinero, sólo el justo para
ir mal viviendo. Sin embargo, durante tres meses tuve la esperanza de llegar a
ser rico. Ciryl no había nacido, tres meses después de la muerte de su padre.
Si hubiese sido una niña...»
Si hubiese
sido una niña, siguiendo la ley inglesa, Hugo hubiese heredado el título y el
dinero.
Tuvo una
gran decepción.
«Es cierto
que no me hacía muchas ilusiones; usted ya sabe que la vida es cuestión de
suerte... Ciryl es un niño encantador, a quien yo quiero mucho.»
Esto era la
pura verdad. Hugo adoraba al niño y se prestaba a todos los caprichos de su
sobrino. En su alma noble no podía albergar el odio.
Ciryl era
de constitución débil, canijo, sin resistencia alguna; seguramente no llegaría
a viejo.
Entonces,
¿por qué...?
«Miss
Claythorne, ¿por qué me prohíbe que nade hasta la roca?»
Siempre
esta perpetua cuestión exasperante...
«Está muy
lejos, Ciryl.»
«Ande,
déjeme...»
Vera saltó
de la cama, sacó del cajón del tocador tres tabletas de aspirina y se las tomó.
Pensaba:
«Si tuviese un soporífero enérgico. Terminaría con esta vida miserable
tomándome una fuerte dosis. Podría ser veronal... o cualquier droga similar...
pero no cianuro.»
Se
estremeció al pensar en la cara descompuesta de Anthony Marston.
Al pasar
por delante de la chimenea miró el cuadro de metal con los versos de la popular
canción.
Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Y se dijo:
«¡Es
horroroso! Exactamente lo que ha pasado esta noche.»
¿Por qué
Anthony Marston se suicidó?
Vera no
pensaba en hacerlo. Rechazaba de su mente la idea de su muerte. ¡Morir...
estaba bien para los demás!
6
El doctor
soñaba.
Hacía un
calor excesivo en la sala de operaciones.
Seguramente
habían exagerado los grados de temperatura. El sudor cubría su cara. Sus manos
húmedas sostenían torpemente el bisturí.
¡Qué
aguzado estaba este instrumento!
Se podía
fácilmente matar a alguien con una hoja tan afilada. En este momento mataba a
un ser humano.
El cuerpo
de su víctima le era indiferente. No era la gruesa mujer de la otra vez, pero
sí una forma delgada a la cual no le veía la cara.
¿Por qué
tenía, pues, que matarla? No se acordaba de nadie. Le falló, por lo tanto, su
ciencia.
¿Y si
interrogase a la enfermera?
Esta le
observaba... pero nada decía... Leía la desconfianza en sus ojos.
¿Quién era,
pues, esta persona echada sobre la mesa de operaciones?
¿Y por qué
le habían tapado la cara?
¡Al fin! Un
joven interno quitó el pañuelo y descubrió los rasgos de la mujer.
Era Emily
Brent, naturalmente, con sus ojos maliciosos. Movía los labios. ¿Qué decía?
«En plena
vida pertenecemos a la muerte.»
Ahora se
reía..
—No,
señorita; no le ponga ese pañuelo —decía a la enfermera—; tengo que darle el
anestésico. ¿Dónde está la botella de éter? ¡La traje conmigo! ¿Qué ha hecho
usted con ella, señorita...?
«Quite ese
pañuelo, señorita, se lo ruego.»
«¡Ah! Ya me
lo parecía. ¡Este es Anthony Marston! Su semblante rojo y convulso... pero no
está muerto, se está mofando, os juro que se burla... sacude la mesa de
operaciones... señorita, sujétele, sujétele bien.»
El doctor
se despertó sobresaltado. Ya era de día y el sol entraba a raudales en la
habitación. Alguien, inclinado sobre él, le sacudía.
Era Rogers.
Un Rogers emocionado y asustado.
—¡Doctor!
¡Doctor!
El doctor
abrió los ojos, se sentó en la cama y preguntó:
—¿Qué pasa?
—Es por mi
mujer, doctor; no la puedo despertar, he probado todos los medios. ¡Dios mío!
Debe ocurrirle algo grave, doctor...
Saltó
vivamente de la cama, se puso una bata y siguió a Rogers.
Se inclinó
sobre la criada, que yacía en la cama, le cogió su mano fría y levantó sus
párpados. A los pocos instantes se enderezó Armstrong y lentamente se alejó de
la cama.
Rogers
murmuró:
—¿Ella
ha...? ¿Es que...?
Armstrong
hizo un signo significativo:
—¡Todo
acabó!
Pensativo,
examinó al hombre que tenía delante; se dirigió hacia la mesilla de noche luego
hasta el tocador y finalmente volvió al lado de su mujer.
Rogers le
preguntó:
—¿Ha sido...
ha sido su corazón, doctor?
Armstrong
dudó unos instantes, antes de hablar.
—Rogers,
¿su mujer gozaba de buena salud?
—Sufría de
reumatismo.
—¿La vio
últimamente algún médico?
—¿Un
médico? Hace muchos años que no nos ha visto un médico ni a mi mujer ni a mí.
—Entonces,
no tiene usted ningún motivo para suponer que tenía alguna enfermedad del
corazón.
—No sé,
doctor; no sabía nada.
—¿Ella
dormía bien?
Los ojos
del criado evitaron la mirada penetrante del doctor. Se retorcía las manos y
murmuró.
—En
realidad no dormía bien... No...
—¿Tomaba
alguna poción para dormir?
Rogers
pareció sorprendido.
—¿Medicina
para dormir? Que yo sepa, no; estoy casi seguro.
Armstrong
volvió al tocador, donde había muchos frascos, loción capilar, colonia,
glicerina, pasta para los dientes...
Rogers
abría los cajones de la mesa y de la cómoda, pero en ningún lado había trazos
de narcóticos líquidos o en comprimidos.
Rogers
recalcó:
—Ayer noche
ella tomó lo que usted le había dado.
A las
nueve, cuando el gong anunció el desayuno, todos los invitados estaban ya
dispuestos en espera de esta llamada.
El general
y Wargrave se paseaban por la terraza y sostenían una discusión sobre asuntos
políticos.
Vera y
Lombard habían trepado a lo alto de la isla.
Por detrás
de la casa sorprendieron a Blove mirando a la costa.
—Ningún
barco a la vista; desde hace un largo rato espío la llegada de esa famosa
canoa.
Con el
semblante sombrío, Vera hizo esta observación:
—Se pegan
las sábanas, en Devon, y el día comienza muy tarde.
Lombard contemplaba
el mar y dijo bruscamente:
—¿Qué
piensa del tiempo?
—Lo hará
bueno —respondió Blove elevando la vista hacia el cielo. Lombard silbó y
añadió:
—Antes de
que llegue la noche tendremos viento.
—¿Tempestad?
—preguntó Blove.
Desde abajo
les llegó el sonido del gong.
—Vamos a
desayunar, que tengo un hambre de lobo —dijo Lombard.
Bajando la
cuesta, Blove comentó con voz inquieta:
—No vuelvo
de mi sorpresa... ¿Qué razón tenía ese joven Marston para suicidarse? Esta idea
me ha atormentado toda la noche.
Vera iba
delante de ellos; Lombard se detuvo para contestarle:
—¿Concibe
otra hipótesis que la del suicidio?
—Me harán
falta pruebas, un móvil lo primero. Debía de ser muy rico ese joven.
Saliendo
por la puerta del salón vino a su encuentro Emily Brent.
—¿Llegó la
canoa? —preguntó a Vera.
—Todavía no
—respondió Vera.
Entraron en
el comedor. Sobre la mesa había una inmensa fuente con jamón y huevos, té y
café.
Rogers, que
les había abierto la puerta, la cerró tras ellos.
—Este
hombre tiene cara de estar enfermo —observó miss Brent.
—Es preciso
mostrarnos indulgentes esta mañana con el servicio. Rogers ha debido encargarse
sólo de la preparación del desayuno, y lo ha hecho lo mejor posible. La señora
Rogers ha sido incapaz de cuidarse de ello...
—¿Qué le
pasa a la señora Rogers? —preguntó miss Brent, inquieta.
El doctor,
cual si no hubiese entendido la pregunta, dijo:
—Sentémonos:
los huevos se van a enfriar; después discutiremos todos los asuntos.
Se
acomodaron todos, sirviéndose el desayuno y empezaron a comer. De común acuerdo
todos, se abstuvieron de hacer la menor alusión a la isla del Negro. Y se
entabló una conversación frívola sobre deporte, los acontecimientos actuales en
el extranjero y la reaparición de la monstruosa serpiente marina.
La comida
se terminó. El doctor retiró su silla y, aclarándose la voz y dándose un aire
de importancia, comenzó a decir:
—He creído
preferible esperar a terminar de comer para enterarles de la nueva tragedia. La
mujer de Rogers ha muerto mientras dormía.
Todos se
sobresaltaron.
—Pero ¡esto
es horrible! —exclamó Vera—. Dos muertes en una isla desde ayer...
—¡Hum! Es
extraordinario. ¿Sabe usted cuál es la causa de la muerte? —preguntó el juez.
Armstrong
alzó los hombros en señal de ignorancia.
—Imposible
darse cuenta a primera vista.
—¿Hará
usted la autopsia?
—Desde
luego; no puedo dar el permiso de inhumación sin esta formalidad; y además
ignoro totalmente cuál era el estado de salud de esta mujer.
—Ayer
parecía estar muy nerviosa —declaró Vera—. Por la noche recibió una conmoción;
creo que debió morir de un ataque cardíaco.
—Es cierto,
el corazón le falló... —replicó el doctor—. Pero ¿qué fue lo que provocó este
ataque de corazón? Esa es la pregunta.
Una palabra
se escapó de los labios de Emily Brent, dejando una sensación desagradable
entre todos.
—¡Su
conciencia!
Armstrong
se volvió hacia ella.
—¿Qué
insinúa, miss Brent?
—Todos lo
oyeron; ella y su marido han sido acusados de haber matado a su antigua señora,
una dama vieja —respondió.
—Entonces,
¿cree...?
—Creo que
esa acusación es cierta. Ayer noche, ustedes la vieron, lo mismo que yo, cómo
se desvanecía al oír la revelación de su atentado. No pudo soportar el recuerdo
de su fechoría... ha muerto de miedo.
—Su
hipótesis es aceptable, pero no se puede aceptar sin saber si esta pobre mujer
era cardíaca —arguyó el doctor.
Miss Brent
volvió a insistir:
—Si usted
lo prefiere, llámelo castigo del cielo.
Todos se
escandalizaron. Blove replicó, indignado:
—Miss
Brent, usted lleva las cosas demasiado lejos.
La solterona
le miró con ojos brillantes y, levantando el mentón, contestó:
—¿Ustedes
creen imposible que un pecador sea castigado por la cólera divina? ¡Yo no!
El juez
murmuró irónico:
—Estimada
señorita: la experiencia me ha enseñado que la Providencia nos deja a nosotros,
mortales, la misión de castigar a los culpables. Nuestra tarea está a veces
erizada de dificultades y no es muy expeditiva.
Miss Brent
alzó las espaldas con incredulidad.
—¿Qué cenó
anoche y qué bebió estando ya en la cama? —preguntó Blove.
—Nada
—respondió el doctor.
—Usted
afirma que no bebió nada, ¿ni siquiera una taza de té, un vaso de agua?
—Apostaría
a que bebió una taza de té; es el remedio corriente de esta gente.
—Rogers
sostiene que no tomó nada.
—¡Claro!
Puede decir lo que quiera —replicó Blove de una manera tan rara que el doctor
se le quedó mirando.
—Entonces,
¿ésta es su opinión? —preguntó Philip Lombard.
—¿Por qué
no? —añadió Blove—. Anoche escuchamos todos esa acusación. No puede ser más que
una broma de un loco, ¡pero quién sabe! Supongamos por un momento que sea
verdad que Rogers y su mujer dejaron morir a la vieja; ellos se creían seguros
y se felicitaban por su buena suerte.
Vera le
interrumpió:
—La señora
Rogers no parecía muy tranquila.
Muy enfadado
por esta interrupción, Blove miró a la joven como si quisiera decirle:
«Todas son
iguales», y continuó:
—Puede ser;
de todas formas, ni Rogers ni su mujer se creían en peligro hasta anoche que se
descubrió el enredo. ¿Qué pasó entonces? La mujer se desvaneció y perdió el
conocimiento. ¿Se fijaron ustedes en el cuidado que tuvo su marido en no
dejarla cuando volvió en sí? Había algo más que solicitud conyugal. Temía que
revelase sus secretos. Y he ahí donde estamos. Los dos han cometido un crimen,
y ahora, si se les descubría, ¿qué pasaría? Pues hay nueve posibilidades contra
diez de que la mujer se delatara; no tendría valor para seguir mintiendo hasta
el final, y ello era un peligro para su marido; y éste tiene valor suficiente
para callar para siempre, pero no se fía de su mujer. Si ella hablaba, él
corría el riesgo de ser ahorcado. ¿Qué cosa más natural que poner un veneno en
la taza de té y cerrar así para siempre la boca de su mujer?
—Pero ¡si
no había ninguna taza vacía en el cuarto! Me aseguré yo mismo —objetó el
doctor.
—Eso es lo
natural —dijo Blove—. En cuanto tomó el brebaje, el primer cuidado del marido
fue llevarse la taza y el platillo comprometedores y lavarlos, seguramente.
Hubo una
pausa y fue el general MacArthur el que habló después.
—Me parece
imposible que un hombre pueda obrar así con su mujer.
—Cuando un
hombre siente que su vida peligra, el cariño nada tiene que ver —respondió
Blove.
En este
momento la puerta se abrió y entró Rogers. Mirando la mesa y a los invitados
les preguntó:
—¿Quieren
que les sirva alguna otra cosa? Perdónenme si no había bastante asado, pero nos
queda muy poco pan y el de hoy todavía no lo han traído.
—¿A qué
hora suele venir la canoa? —preguntó el juez.
—De siete a
ocho, señor. A veces, pasadas las ocho. Me pregunto lo que le habrá pasado a
Fred, pues si estuviera enfermo enviaría a su hermano.
—¿Qué hora
es, pues? —preguntó Lombard.
—Las diez
menos diez, señor.
Philip
Lombard movió ligeramente la cabeza. Rogers esperó un instante.
Bruscamente,
el general le dijo con voz emocionada:
—Siento
muchísimo lo ocurrido con su mujer. El doctor nos lo acaba de contar.
—Ya ve,
señor... se lo agradezco mucho. Llevóse la fuente del jamón, ya vacía, y salió
del comedor.
De nuevo se
hizo el silencio.
Fuera, en
la terraza, Philip Lombard decía:
—En cuanto
a esa canoa...
Blove le
miró; bajando la cabeza dijo:
—Adivino su
pensamiento, mister Lombard, yo me he preguntado lo mismo; la canoa hace más de
dos horas que debiera estar aquí y aún no ha llegado. ¿Por qué?
—¿Usted
encuentra una explicación?
—No es un
accidente; oiga lo que pienso. Creo que esto forma parte de la mise en
scene. En este asunto todo es probable.
—Entonces,
¿usted cree que no vendrá ya? —añadió Lombard.
Tras él una
voz... impaciente decía:
—La canoa
no vendrá.
Blove
volvióse ligeramente y percibió al que acababa de proferir esta frase.
—Entonces,
mi general; ¿usted también duda de que venga?
—Seguro que
no vendrá; todos contamos con esa barca para abandonar la isla del Negro, pero
¿quiere saber mi opinión? Pues que no nos marcharemos de esta isla. Ninguno de
nosotros saldrá de ella. Esto es el fin...¿me comprenden...? ¡El fin de todo!
Dudó un
momento y añadió con voz extraña:
—Disfrutamos
de la paz... sí, de una paz dura.... llegar al final del viaje... no más
inquietudes... la paz...
Dio media
vuelta y se alejó por la terraza hacia la cuesta que conducía al mar... en la
extremidad de la isla donde las rocas se despegan y a veces caían al mar.
Andaba como si estuviese adormecido.
—Uno que
está ya medio loco —exclamó Blove—. Creo que todos vamos a perder la cabeza.
—Me parece
que usted no la pierde —rectificó Lombard.
El ex
inspector se echó a reír.
—Me hacen
falta muchas cosas para enloquecerme, y apuesto a que usted no sucumbirá a la
demencia colectiva.
—Por ahora
me encuentro sano de cuerpo y espíritu —añadió Lombard.
El doctor
Armstrong se fue a la terraza, estuvo allí un momento indeciso. A su izquierda
se encontraba Blove y Lombard, a la derecha, Wargrave se paseaba meditabundo.
Al cabo de un instante, el doctor se volvió hacia el juez, pero en aquel
momento Rogers salía de prisa de la casa.
—Doctor,
¿podría hablarle unas palabras tan sólo?
Armstrong
se volvió, y parecía sorprendido de la expresión del criado. Este tenía la faz
verdosa y temblorosas las manos. El contraste entre la reserva de antes y su
emoción actual era tan chocante, que el doctor quedó estupefacto.
—Doctor
—insistió—, tengo absoluta necesidad de hablarle. ¿Quiere usted que entremos en
la casa?
Penetraron
en ella.
—Pero ¿qué
le pasa, Rogers? Tranquilícese usted.
—Venga por
aquí, doctor.
Abrió el
comedor, en el cual entró el doctor, y Rogers cerró la puerta tras de él.
—Bueno,
¿qué es lo que le pasa?
—Mire,
señor; aquí pasan cosas muy raras que yo no comprendo. Usted me tratará de
loco, señor, pero es necesario averiguar cómo ha ocurrido, porque yo no me lo
explico.
—Bueno, ¿me
quiere decir de qué se trata? No me gustan las adivinanzas.
—Se trata
de las figuritas de porcelana que están encima de la mesa. Había diez; lo puedo
jurar que había diez.
—Es cierto,
las contamos ayer noche a la hora de la cena.
Rogers se
acercó.
—Es
justamente esto lo que me enloquece. Ayer noche, cuando quité la mesa, no había
más que nueve. Me pareció raro, pero no le di ninguna importancia. Y esta
mañana, al poner los cubiertos para el desayuno... estaba tan emocionado...
pero hace unos momentos que vine para retirar el servicio... Cuéntelas usted
mismo, si no me cree; sólo hay ocho. ¿No es esto incomprensible, señor?
¡Solamente ocho!
7
Después del
desayuno, miss Brent invitó a Vera a subir a lo alto de la isla para vigilar la
llegada del barco. Y Vera aceptó.
El viento
había cambiado y era más fresco. Crestas de espuma aparecían en el mar. En el
horizonte no se veía ninguna barca de pesca... y ni la menor señal de la canoa.
El pueblo
de Sticklehaven era invisible, no se divisaban sino los rojizos acantilados que
lo dominaban y ocultaban la pequeña bahía.
Emily Brent
dijo:
—Parecíame
que el hombre que nos trajo ayer era bastante formal; es verdaderamente raro
que se retrase tanto esta mañana.
Vera no
respondió, trataba de reprimir su nerviosismo y pensaba:
«Debo
conservar mi sangre fría; en este momento no me conozco, acostumbro tener más
valor.»
Al cabo de
un instante, dijo en voz alta:
—Deseo ver
llegar esta canoa, pues quiero marcharme de aquí.
La vieja,
sobresaltada, exclamó:
—Todos
deseamos marcharnos de esta isla —añadió secamente miss Brent.
—íEsta
aventura es tan fantástica! No se comprende nada —suspiró Vera.
La vieja
solterona volvió a hablar:
—Me he
dejado engañar muy fácilmente; esta carta es absurda, si se toma uno la
molestia de examinarla detenidamente. Pero cuando la recibí no tuve la menor
sospecha.
—Lo comprendo
muy bien —murmuró Vera.
—No se
desconfía bastante en la vida.
Vera lanzó
un largo suspiro y le preguntó:
—¿Piensa
usted de veras lo que dijo durante el desayuno?
—Sea un
poco más precisa. ¿A qué hace alusión?
—¿Cree
usted verdaderamente que Rogers y su mujer dejaron morir a su señora? —preguntó
Vera en voz baja.
Miss Brent
miró largamente al mar y dijo.
—Personalmente
estoy convencida. Y usted, ¿qué opina?
—No sé qué
pensar.
—Todo
parece confirmar mi idea. La forma en que se desvaneció la criada en el momento
en que su marido dejaba caer la bandeja con el servicio de café. Recuérdelo.
Después, las explicaciones de Rogers... sonaban a falso. ¡Desde luego, para mí
son culpables, sin duda alguna!
Vera
encareció:
—Esa pobre
mujer parecía tener miedo de su sombra; jamás he visto una cara de terror como
la suya. Los remordimientos debían perseguirla...
—Me acuerdo
de un texto que había en un marco colgado de mi cuarto de niña —murmuró miss
Brent—. «Ten por seguro que tus pecados te remorderán.» Es la mayor verdad,
nadie escapa a su propia conciencia.
Vera, que
estaba sentada en una roca, se puso precipitadamente en pie.
—Miss
Brent... miss Brent... en este caso...
—¿Qué?
—¿Los
otros? ¿Qué me dice usted?
—No
comprendo lo que puede significar.
—¿Todas las
demás acusaciones serían falsas? Si la voz decía la verdad referente a los
esposos Rogers...
Se
interrumpió, incapaz de poner en orden el caos de sus pensamientos.
La frente
arrugada de miss Brent serenóse, y dijo:
—¡Ah! Ya
veo dónde quiere usted ir a parar. Tomemos la acusación contra Lombard. Declaró
haber abandonado a la muerte a veinte hombres.
—No eran
más que indígenas... —comentó Vera.
Emily Brent
exclamó indignada:
—Blancos o
negros, todos los hombres son hermanos.
En su
interior Vera pensaba:
«Nuestros
hermanos los negros... los hermanos de color... Eso me da ganas de reír. Me
encuentro muy nerviosa hoy...»
Emily Brent
continuó pensativa:
—Naturalmente,
las otras acusaciones eran exageradas y hasta ridículas. Así, el reproche
contra el juez Wargrave, que cumplió con su deber, igual que el caso del ex
detective de Scotland Yard... y justamente el mío.
Después de
una breve pausa continuó:
—En vista
de las circunstancias preferí no decir nada anoche. Me dolía el tener que
hacerlo delante de esos señores.
—¿De veras?
Vera
escuchaba atentamente y miss Brent le contó la historia:
—Beatriz
Taylor era mi criada. No era una joven sensata, pero lo descubrí demasiado
tarde; me desilusionó mucho. Tenía buenos modales; voluntariosa y servicial. Al
principio me satisfizo, pero todas estas cualidades eran sólo la fachada de un
interior hipócrita de costumbres ligeras y, desde luego, sin moralidad. Una
criatura espantosa. Pasaron muchos meses antes de que descubriese que estaba
encinta. Me escandalicé, pues sus padres eran personas decentes que le habían
inculcado buenas ideas. Debo decir que no aprobaron la conducta de su hija.
Vera miraba
fijamente a miss Brent.
—¿Qué pasó
entonces?
—Pues que
no la tuve ni una hora más debajo de mi techo. Nadie me reprochará de alentar
el vicio.
Bajando la
voz, Vera insistió:
—Pero ¿qué
le pasó?
—Esa
inmunda criatura, no satisfecha de tener sobre su conciencia un pecado, cometió
otro más grande aún: se suicidó.
—¡Se mató!
—exclamó horrorizada.
—Sí,
arrojándose al mar.
Temblorosa,
Vera estudió el delicado perfil de la solterona y preguntó:
—¿Qué
sintió usted al saber que se había suicidado de desesperación? ¿Se reprocharía
usted su conducta?
—¿Yo? ¿Qué
tenía que reprocharme?
—Su
severidad la empujo a la muerte.
Secamente,
miss Brent replicó:
—Fue
víctima de su propio pecado. Si se hubiese conducido como una joven honesta,
nada de eso hubiera ocurrido.
Volvió la
cabeza hacia miss Vera. Los ojos de miss Brent no expresaban ningún remordimiento.
Sólo se retrataba en ellos un reflejo de una conciencia severa y rígida.
Sentada en
la cima de la isla del Negro, estaba protegida por la coraza de sus virtudes.
Esta vieja
no parecía ridícula a los ojos de Vera. Pero de repente... vio en Emily Brent
un monstruo de crueldad.
Una vez más
el doctor Armstrong salió del comedor y se dirigió a la terraza. En este
momento el juez estaba sentado en un butacón y paseaba su mirada por el océano.
Lombard y
Blove, a su izquierda, fumaban su pipa sin hablarse.
El doctor
dudó un instante, y sus ojos escrutadores miraron a mister Wargrave. Necesitaba
un consejo. Pese a que apreciaba la lógica y lucidez del viejo, no se atrevería
a dirigirse a él. Wargrave poseía quizás un cerebro extraordinario, pero sus
muchos años predisponían contra él. Entonces comprendió el doctor que precisaba
de un hombre de acción y decidióse en consecuencia.
—Lombard,
¿haría el favor de venir un instante? Tengo que hablarle. Philip se sobresaltó.
—Con mucho
gusto.
Los dos
hombres abandonaron la terraza y descendieron juntos la cuesta que conducía al
mar. Cuando se encontraron al abrigo de oídos indiscretos, Armstrong comenzó:
—Quería
consultarle.
—Pero,
querido doctor, ¡no sé nada de medicina!
—No,
tranquilícese usted; se trata de nuestra situación actual.
—Eso es
diferente, entonces.
—Francamente,
dígame lo que usted piensa.
Después de
reflexionar un breve instante, Lombard respondió:
—Lo cierto
es que la situación es difícil, y me pregunto cómo saldremos de ella.
—¿Cuál es
su opinión sobre la muerte de esa mujer? ¿Acepta la explicación del marido?
Philip
lanzó al aire una bocanada de humo y objetó:
—Sus
explicaciones me parecieron bastante naturales... siempre que no haya pasado
otra cosa.
—Eso es lo
que me hace pensar precisamente.
Armstrong
tuvo una gran satisfacción al ver que había consultado a un hombre
sensato.
Lombard
continuó:
—Al menos
admitiendo que hayan cometido un crimen y de él se hayan aprovechado con
tranquilidad. ¿Y por qué no? ¿Les supone usted premeditados envenenadores de su
ama?
El doctor
respondió lentamente:
—Las cosas
han podido suceder más fácilmente todavía. Esta mañana pregunté a Rogers qué
enfermedad sufría miss Brady. Y con sus respuestas me abrió distintas
perspectivas. Inútil perderse en largas consideraciones médicas. Sepa usted tan
sólo que en varias enfermedades cardíacas se emplea como medicamento nitrato
amílico; en el momento de la crisis se rompe una ampolla de este producto y se
le hace respirar al enfermo. Si se olvida de colocársela debajo de las narices,
las consecuencias pueden ser fatales.
—¡Es bien
sencillo todo esto! La tentación era demasiado fuerte.
—Evidentemente,
no había que hacer nada comprometedor. ¡Sólo se trataba de no hacerlo! Y para
que viesen su cariño para con su señora, en una noche tormentosa salió a buscar
un médico.
—Y aunque
hubiesen sospechado, ¿qué pruebas podían invocar contra ellos? Eso explicaría
muchas cosas.
—¿Cuáles?
—preguntó curioso Armstrong.
—Los
sucesos que ocurren en esta isla del Negro. Ciertos crímenes escapan a la
justicia humana. Por ejemplo: el asesinato de miss Brady por el matrimonio
Rogers. Otro ejemplo, el viejo juez Wargrave ha matado sin traspasar los
limites de la ley.
—Entonces,
¿usted cree completamente esa historia?
—Jamás he
dudado —añadió Lombard, sonriendo—. Wargrave mató a Seton tan seguro como si le
hubiese clavado un puñal en el corazón, pero tuvo el acierto de hacerlo desde
un sillón de magistrado, cubierto con su peluca y revestido de su toga. Desde
luego, siguiendo los procedimientos ordinarios, este crimen no podría
imputársele.
Como un
rayo de luz traspasó el cerebro del doctor.
¡Muerte en
el hospital, muerte en la sala de operaciones, la justicia es impotente delante
de sus actos!
Lombard
murmuró, pensativo:
—¡De ahí...
mister Owen... de ahí... la isla del Negro!
Armstrong
suspiró profundamente.
—¡Llegamos
a lo interesante del asunto! ¿Con qué idea nos han reunido en esta isla?
—¿Tiene
usted alguna idea sobre esto?
—Volvamos
sobre la muerte de esa mujer. ¿Qué hipótesis se nos presentan? Su marido la ha
matado por miedo a que divulgue su secreto. Segunda eventualidad: ella pierde
su valor y, en una crisis de desesperación, pone fin a sus días tomando una
fuerte dosis de narcóticos.
—Entonces,
¿un suicidio? —preguntó Lombard.
—¿Le
extraña esto?
—Admitiría
esta segunda hipótesis si no hubiese ocurrido la muerte de Marston. Dos
suicidios en veinticuatro horas me parecen una coincidencia demasiado forzada.
Si usted pretende que ese joven alocado de Marston, desprovisto de una
moralidad y sentimientos, haya voluntariamente puesto fin a sus días por haber
atropellado a dos niños, ¡es para estallar de risa! Además, ¿cómo se procuró el
veneno? El cianuro no es, me parece, una mercancía que se lleva en el bolsillo
de la americana cuando se va de vacaciones. Pero en eso es usted mejor juez que
yo.
—Nadie que
esté en sus cabales se pasea con cianuro en su bolsillo —respondió Armstrong—.
Este veneno ha debido ser traído a la isla por alguien que quería destruir un
nido de avispas.
—¿El celoso
jardinero o el propietario? —preguntó Philip Lombard—. En todo esto del cianuro
hay que reflexionar un poco, pues, desde luego, no fue Marston. O bien tenía la
intención de matarse antes de venir aquí... O bien...
—¿O
bien...? —insistió Armstrong. Lombard sonreía socarronamente.
—¿Por qué
quiere obligarme a que lo diga? Usted tiene en la punta de la lengua lo mismo: Anthony
Marston ha sido envenenado por alguien.
—¿Y la señora Rogers? —insistió suspirando el doctor Armstrong.
—Aunque con
dificultad habría podido creer en el suicidio de Marston si no hubiese acaecido
la muerte de la mujer de Rogers. Por otra parte, habría admitido, sin duda, el
suicidio de la mujer si no hubiese sido por la muerte de Marston. No rechazaría
la idea de que Rogers se haya desembarazado de su mujer, sin el fin
inexplicable de Marston. Lo esencial será encontrar una explicación a estas dos
muertes.
—Puede ser
que yo le ayude a aclarar un poco este misterio.
Y le
repitió los detalles que le había dado Rogers sobre la desaparición de las dos
figuritas de porcelana.
—Si las
estatuillas representan negritos... había diez anoche durante la cena, y, ¿dice
usted que sólo quedan ocho?
El doctor
recitó los versos:
«Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.»
Los dos
hombres se miraron. Lombard rió socarrón y arrojó su cigarrillo con fuerza.
—Esas dos
muertes y la desaparición de los dos negritos concuerdan demasiado bien para
que sea una simple coincidencia. Marston ha sucumbido a una asfixia o a un
ahogo después de cenar, y la señora Rogers ha olvidado despertarse... porque
alguien se lo impidió.
—¿Y
entonces?
—Existe
otra clase de negros... aquella que se oculta en el túnel, el misterioso X...
Mister Owen; ¡el loco desconocido y en libertad!
—¡Ah!
—exclamó Armstrong satisfecho—. Usted comparte íntegramente mi opinión. Por
tanto, veamos adonde nos conduce esto. Rogers jura que no había nadie en esta
isla más que los invitados de Owen, él y su mujer.
—Rogers se
equivoca... a menos que mienta.
—Para mí,
Rogers no miente. Está tan asustado que perdería la razón.
—Esta
mañana no ha venido ninguna canoa —observó Lombard—, lo que confirma
sobradamente la conspiración llamada Owen. La isla del Negro quedará aislada
del resto del mundo para permitir a mister Owen realizar su tarea hasta el
final.
El médico
palideció.
—Usted
comprenderá que ese hombre debe estar loco de atar.
Lombard
respondió con una nueva entonación en su voz.
—Mister
Owen ha olvidado un pequeño detalle...
—¿Cuál?
—Esta isla
no es más que una desnuda roca; la exploraremos fácilmente de arriba abajo y
descubriremos la guarida de U. N. Owen.
—¡Desconfíe
usted, Lombard! Ese loco se hará peligroso.
Lombard
echóse a reír.
—¿Peligroso? Seré yo el peligroso en cuanto le eche la
vista encima. Después de una pausa añadió:
—Debemos
decírselo a Blove, pues en el momento crítico su ayuda será preciosa. En cuanto
a las mujeres es mejor no decirles nada y respecto a los otros, creo que el
general está ya muy viejo y el juez está mejor en su sillón. ¡Nosotros tres nos
encargaremos de la tarea!
8
Blove se
dejó convencer fácilmente. En seguida explicó su acuerdo y expuso sus
argumentos.
—Lo que me
viene usted a contar sobre las figuras de porcelana aclara un punto
sobre esta historia. Desde luego, existe la locura dentro de todo esto. Me
pregunto si nuestro mister Owen no tiene intención de realizar sus fechorías
por mano de un tercero.
—¡Explíquese
usted! —le indicó el doctor.
—Vean mi
idea. Después que se oyó el gramófono, ayer noche, Marston tuvo miedo y se
envenenó. Todo eso debe formar parte del plan demoníaco de U. N. Owen.
Armstrong
movió la cabeza y volvió nuevamente a hablar del cianuro.
—Había
omitido este detalle —dijo Blove—. Efectivamente, no es natural llevar de aquí
para allá un veneno de tal categoría encima... Pero entonces, ¿cómo estaba el
veneno en el vaso de Marston?
—He
reflexionado mucho sobre este detalle —dijo Lombard—. Ayer noche, Marston bebió
varios vasos de alcohol. Pero se pasó cierto tiempo entre el último y el
anterior. En este intervalo de tiempo su vaso estaba sobre una mesa. No
afirmaré nada, pero me parece habérselo visto coger de la mesita que está cerca
de la ventana que estuvo abierta. Alguien pudo echar el cianuro en el vaso.
—¿Sin que
ninguno lo hubiese visto? —atajó, incrédulo, Blove.
—Estábamos
pensando entonces en otra cosa —dijo Lombard.
—Es cierto
—añadió el doctor—. Discutimos a más no poder, cada uno absorbido en sus ideas.
Evidentemente es verosímil.
—Ha debido
de ocurrir en esta forma —añadió Blove—. Pongámonos a trabajar en seguida. Sin
duda, será inútil el preguntarles si tienen ustedes algún revólver. Esto sería
estupendo.
—Yo tengo
uno —anunció Lombard, tentándose el bolsillo.
Blove abrió
mucho los ojos.
—¿Y lo
lleva siempre consigo? —le preguntó en un tono natural.
—Siempre,
por costumbre, pues he vivido en un país donde la vida de un hombre está
amenazada constantemente.
—Quiero
creer que jamás ha estado en un sitio tan peligroso como esta isla, pues el
loco que se oculta aquí seguramente dispondrá de un arsenal, sin hablar de un
puñal o una daga.
Armstrong
se sobresaltó.
—Puede ser
que usted se equivoque, Blove. Ciertos maniáticos homicidas son gentes
tranquilas y aparentemente inofensivas... hasta deliciosas... a veces.
—Por mi
parte, doctor —observó Blove—, no alimento ninguna ilusión respecto a este
particular.
Los tres
hombres comenzaron su exploración por la isla.
Fue lo más
sencillo. En el noroeste la costa estaba cortada a pico y en el resto de la
isla no había árboles y casi nada de malezas. Los tres recorrieron la isla de
la cima a la playa, registrando por orden y escrupulosamente las más pequeñas
anfractuosidades de las peñas que hubieran podido ser la entrada de alguna
caverna; pero su búsqueda resultó infructuosa.
Cuando
bordeaban el mar, llegaron al sitio donde estaba sentado el general MacArthur
contemplando el océano.
En este
lugar apacible, donde las olas venían dulcemente a estrellarse, el viejo
general, erguido el busto, fijaba su mirada en el horizonte.
La llegada
de los tres hombres no le llamó la atención. Esta indiferencia les causó
malestar.
«Esta
quietud no es natural. Diríase que el viejo está inquieto», pensó Blove.
—Mi
general, ha encontrado usted un rincón precioso para descansar.
El general
frunció la frente, volviéndose lentamente hacia él y le contesto:
—Me queda
tan poco tiempo... tan poco tiempo... Insisto para que no se me moleste.
—¡Oh! No queremos
molestarle, mi general; dábamos una vuelta por la isla para ver si alguien se
escondía en ella.
Frunciendo
el entrecejo, el general rearguyó:
—Ustedes no
me comprenden... basta ya... les ruego que se retiren.
Blove se
alejó, confiando a los otros:
—Este se
está volviendo loco; no es necesario hablarle.
—¿Qué es lo
que le dijo? —preguntó Lombard con curiosidad.
—Murmuró
que no le quedaba mucho tiempo y que necesitaba que le dejasen tranquilo.
El doctor,
alarmado, murmuró:
—A saber si
ahora...
Cuando sus
pesquisas terminaron estaban los tres hombres en la cima de la isla y, oteaban
el horizonte. Ningún barco a la vista, y el viento refrescaba ya.
—Las barcas
pesqueras no han salido hoy —dijo Lombard—. Una tempestad se prepara. Lástima
que desde aquí no se vea el pueblo; podríamos al menos hacerles señales.
—¿Y si
encendiéramos un gran fuego? —sugirió Blove.
—La
desgracia es que todo ha debido de ser previsto —respondió Lombard.
—¿Cómo es
eso?
—¿Qué sé
yo? Una siniestra broma. Debemos de estar abandonados en esta isla. No se
prestará atención a nuestras señales. Probablemente se ha prevenido a la gente
del pueblo que se trata de una apuesta. ¡Qué historia!
—¿Usted
cree que los lugareños se van a tragar este cuento? —interrogó Blove con
escepticismo.
—La verdad
resulta aún más inverosímil. Si les hubiesen dicho que la isla debía estar
aislada hasta que su propietario desconocido, Owen, haya ejecutado
tranquilamente a todos sus invitados, ¿cree usted que lo hubiesen creído?
El doctor
expuso sus dudas:
—Yo mismo
me pregunto por momentos si no estoy soñando. Por tanto...
Philip
Lombard descubrió con una sonrisa sus blancos dientes.
—Y, por
tanto..., ¡todo demuestra lo contrario, doctor!
Blove
miraba al mar que rugía a sus pies.
—Nadie ha
podido subir por aquí.
Armstrong
bajó la cabeza.
—Evidentemente,
está bien escarpado. Pero ¿dónde se oculta el individuo?
—Puede ser
que haya una abertura disimulada en las rocas —apuntó Blove—. Con una barca
podríamos dar la vuelta a la isla.
—Si
tuviéramos una barca estaríamos camino de la costa —replicó Lombard.
—Es cierto,
señor.
—En cuanto
a esta parte del acantilado —dijo Lombard— no existe más que un sitio, hacia la
derecha, donde puede que haya un rincón allá abajo. Si encontramos una cuerda
bastante sólida me comprometo a bajar y nos aseguraremos.
—La idea no
es mala —observó Blove—, aunque reflexionando me parece un tanto peligrosa.
Pero voy a ver si encuentro alguna cuerda.
Con paso
ligero se fue hacia la casa.
Lombard
levantó los ojos hacia el cielo: las nubes comenzaban a juntarse y la fuerza
del viento crecía por momentos.
—Parece
usted taciturno, doctor. ¿Qué piensa?
—Me
pregunto hacia qué grado de locura camina el viejo general MacArthur.
Vera
sintióse toda la mañana nerviosa; rehusó la compañía de miss Brent con
manifiesta repugnancia.
La
solterona llevó una silla a un rincón de la casa resguardado del aire y sentóse
haciendo la labor de mano.
Cada vez
que Vera pensaba en ella parecía estar viendo una cara ahogada con los cabellos
mezclados con algas marinas... una figura que seria bonita... muy bonita
quizá... y que ahora no inspiraba piedad ni temor. Sin embargo, Emily Brent,
aplacada y confiada en su virtud, seguía haciendo su labor.
En la
terraza, el juez Wargrave estaba como apelotonado en una butaca de mimbre, con
la cabeza hundida en el cuello.
Mirándole,
Vera se imaginaba ver a un hombre joven de cabellos rubios y ojos azules
asustados, sentado en el banquillo de los acusados; a Edward Seton. Con sus
manos arrugadas, el juez se cubría con un birrete negro antes de pronunciar la
sentencia de muerte.
Tras un
momento de indecisión descendió con paso lento hacia el mar. Llegó a la
extremidad de la isla, donde un viejo, sentado, miraba el horizonte fijamente.
El general
MacArthur, pues era él, se removió al acercarse Vera. Volvió la cabeza, y en
sus ojos vio un destello de curiosidad y de aprensión. Extrañada, la joven se
sobresaltó. Una idea había surgido en su mente.
«Es
extraño. Diríase que él sabe...»
—¡Ah, es
usted! —dijo el general.
Vera tomó
asiento a su lado, en las rocas.
—¿Le gusta
a usted también contemplar el mar? —le preguntó ella.
Muy
suavemente afirmó con la cabeza.
—Sí, es
agradable, y este rincón es bueno para esperar.
—¿Esperar?
—repitió la joven—. ¿Qué espera usted, pues?
—El final
de la vida. Pero usted lo sabe tan bien como yo, ¿no es cierto? Todos esperamos
el final.
Extrañada,
Vera le preguntó:
—¿Qué
quiere usted decir?
Con voz
grave, MacArthur respondió:
—¡Ninguno
de nosotros saldrá de esta isla! Está en el programa. ¿Por qué hacernos los
ignorantes? Puede ser que usted no lo comprenda, pero lo agradable es la
tranquilidad.
—¿La
tranquilidad? —repitió Vera, sorprendida.
—Sí.
Naturalmente, usted es demasiado joven, no ha llegado a esa edad en que se
piensa en la tranquilidad que se va a tener cuando se deje el peso de la vida.
Un día llegará usted a sentirlo.
—Todavía no
lo comprendo —le contestó Vera, con voz temblorosa.
Vera se
retorcía nerviosamente los dedos, asustada por la presencia del viejo militar
con ese aire de desengaño.
—A Leslie
la amaba... sí, con locura —dijo el general, pensativo.
—¿Leslie
era su mujer? —preguntóle la joven.
—Sí, mi
mujer. La adoraba, y sentíame orgulloso. ¡Era tan bonita y alegre...!
Tras un
momento de silencio, continuó:
—Sí, quería
mucho a Leslie; fue por esto por lo que hice aquello.
—¿Qué dice?
El general
MacArthur afirmó con la cabeza lentamente.
—¿Para qué
negarlo ahora, ya que vamos a morir todos? Envié a Richmond a la muerte; esto
era un crimen. ¡Bravo! ¡Un crimen...! ¡Y decir que siempre respeté la ley...!
Pero en este momento no veía las cosas como hoy, y no tuve remordimientos. «Se
lo ha buscado; lo tiene bien merecido.» Así pensaba yo entonces... Mas luego...
—¿Qué?
—inquirió Vera. Inclinó la cabeza con aire perplejo y angustioso.
—No sé nada
más... no sé nada... La vida se me apareció de otra forma distinta. No sé si
Leslie supo la verdad... no lo creo. Jamás adiviné sus pensamientos. Más tarde
murió y me dejó solo.
—Solo...
solo... —replicó Vera. Y el eco de su voz se lo devolvían las rocas.
—Usted
también será feliz cuando llegue su hora —continuó el general.
Vera se
levantó y le respondió con voz seca:
—No
comprendo a qué hace usted alusión.
—La
comprendo, pequeña, la comprendo.
—No, mi
general, usted no me comprende... No del todo.
El general
volvió su mirada hacia el mar, e inconsciente de la presencia de la joven,
murmuró con voz cariñosa:
—Leslie...
Cuando
volvía Blove de la casa llevaba una cuerda bajo el brazo; encontró a Armstrong
en el mismo sitio en que lo había dejado, fija la mirada en las profundidades
marinas.
—¿Dónde
está Lombard? —preguntó con curiosidad.
—Ha ido a
comprobar una de las hipótesis —le respondió Armstrong— Estará aquí dentro de
un minuto. Mire, Blove, estoy intranquilo.
—Todos lo
estamos, me parece.
—Seguro...
seguro... pero usted no me comprende. Me inquieto por el viejo general.
—¿Qué es lo
que le pasa?
Con una
mueca el doctor contestó:
—¿No
buscamos a un loco? ¿Qué piensa usted de él?
—¿Usted le
cree capaz de cometer asesinatos? —preguntó Blove, incrédulo.
—No diré
tanto. No soy especialista en enfermedades mentales y no he tenido una
conversación con él; ni le he podido estudiar, pues, desde ese punto de vista.
—Chochea,
sí, se lo concedo del todo convencido, pero de eso a sospechar que...
—Usted
tiene razón —le interrumpió—. El asesino se oculta en la isla. ¡Por ahí viene
Lombard!
Ataron la
cuerda con solidez a la cintura de Lombard.
—Trataré de
ayudarme yo mismo. Esperen siempre a que sacuda la cuerda bruscamente.
Durante
algunos instantes los dos hombres siguieron con la vista el descenso de
Lombard.
—¡Es ligero
como un mono! —exclamó Blove con voz extraña.
—Ha debido
hacer alpinismo —observó el médico.
—Eso diría.
Un silencio
se hizo entre los dos hombres y el ex inspector de policía emitió esta opinión:
—Es un
bicho raro, entre nosotros. ¿Sabe usted lo que pienso?
—Le
escucho.
—No me
inspira confianza ninguna.
—¿Por qué?
—No podría
explicarlo claramente, pero le creo capaz de todo.
—Usted ya
sabe la vida que ha llevado de aventuras.
—Sí. Pero
apostaría a que muchas de sus aventuras no ganarían nada al ser sacadas a la
luz.
Después de
una pausa preguntó al médico:
—¿Por
casualidad ha traído usted su revólver, doctor?
—¿Yo? Claro
que no. ¿Por qué?
—¿Por qué
Lombard tiene el suyo?
—Sin duda
alguna por costumbre.
Blove
refunfuñó.
Una
violenta sacudida se sintió en la cuerda y durante unos instantes tanto Blove
como el médico emplearon todas sus fuerzas para que no se soltase la cuerda.
Cuando ésta quedó bien tirante, Blove observó:
—¡Hay
costumbres y costumbres! Que Lombard, para ir a un país salvaje, lleve el
revólver, su saco de provisiones, su infiernillo y polvos contra las pulgas no
es extraño, pero esa costumbre no le haría trasladarse aquí con su equipo
colonial. Eso solamente ocurre en las novelas policíacas, que las gentes
guardan su revólver hasta para dormir.
Perplejo,
el doctor Armstrong agachó la cabeza. Inclinado al borde del abismo seguía los
progresos de su compañero. Lombard terminó su exploración y su cara expresaba
la inutilidad de sus esfuerzos.
Pronto se
remontó al pico de la roca y secándose el sudor de la frente dijo:
—Pues
estamos listos. No nos queda más que examinar la casa.
Ya en ella
las exploraciones fueron hechas sin dificultad. Comenzaron por las dependencias
anexas, luego dirigieron su atención al interior de la morada. El metro de
mister Rogers que encontraron en un cajón de la cocina les sirvió de mucho.
Pero la casa no tenía ningún rincón oculto. Toda la estructura era de estilo
moderno, líneas rectas, que no dejaban lugar alguno para escondrijos.
Inspeccionaron primero el piso bajo, y cuando subían por la escalera para
continuar en el piso de arriba, vieron por la escalera del rellano al criado
Rogers que llevaba a la terraza una bandeja cargada de combinados.
—Ese
sinvergüenza es un fenómeno. Continúa su servicio impasible, como si no hubiese
pasado nada —señaló Lombard.
—Rogers es
la perla de los mayordomos. ¡Rindámosle este homenaje! —dijo el doctor.
—Y su mujer
era una excelente cocinera. La cena de anoche...
Entraron en
el primer dormitorio. Cinco minutos después se encontraron en el rellano. Nadie
se ocultaba. Imposible esconderse en ninguna habitación.
—¡Vean! —anunció
Blove—. He ahí una escalera.
—En efecto,
debe de ser la escalera que conduce a los cuartos de los criados —respondió
Armstrong.
Blove
insistió:
—Habrá en
los desvanes un sitio para el depósito del agua, y es lo único que nos queda
por registrar.
En este
momento preciso los tres hombres percibieron un ruido que parecía venir de
arriba como si alguien caminase cautelosamente.
Todos lo
oyeron. Armstrong cogió del brazo a Blove, y Lombard, levantando un dedo,
impuso silencio.
—¡Chitón...!
¡Escuchad!
El ruido se
repitió, alguien se movía con sumo tiento por arriba con paso furtivo.
Armstrong murmuró en voz baja:
—Me parece
que es en el cuarto donde reposa el cadáver de la señora Rogers.
—Seguro
—respondió Blove—. No se podía escoger mejor escondite. ¡Quién pensaría en
subir allí! Subamos sin hacer ruido.
A paso de
lobo subieron sin hacer ningún ruido y se deslizaron por el pequeño pasillo, y
ante la puerta de los criados escucharon. Si, había alguien en la habitación;
un débil ruido les llegó desde el interior.
—Vamos
—susurró Blove.
Abrió la
puerta de golpe y entró precipitadamente seguido de los otros dos.
Los tres se
pararon a la vez.
¡Rogers se
encontraba ante ellos con los brazos cargados de ropas!
Blove fue
el primero que recobró la serenidad y dijo:
—Perdone,
Rogers, pero hemos oído ruido en este cuarto y hemos creído que...
Rogers le
interrumpió:
—Les ruego
que me perdonen, señores. Estaba recogiendo mis cosas; he pensado que ustedes
no tendrían inconveniente en que duerma en una de las habitaciones que hay
libres en el piso de abajo, en la más pequeña.
Se dirigía
al doctor Armstrong, que respondió:
—Eso es
natural... Instálese en la habitación, Rogers.
Rogers
evitó mirar el cuerpo que estaba sobre la cama tapado con una sábana.
—Gracias,
señor.
El criado
salió de la estancia, llevándose sus ropas, y bajó al primer piso.
El doctor
Armstrong se dirigió hacia la cama, levantó la sábana y examinó el semblante
apacible de la muerta.
El miedo
había desaparecido para dar lugar a la tranquilidad de la nada.
—¡Qué
lástima que no tenga mis instrumentos aquí! Me hubiese gustado saber de qué
veneno se trataba. Señores, terminemos pronto, pues tengo la impresión de que
no encontraremos nada aquí.
Blove se
agitaba como un diablo procurando abrir una especie de nicho en el desván.
—Este buen
hombre se desliza como una sombra; hace sólo un par de minutos que estaba en la
terraza y nadie de entre nosotros le ha visto subir las escaleras —hizo
observar Blove.
—Es por lo
que sin duda hemos creído que había alguien extraño en esta habitación
—respondió Lombard.
Blove
desapareció por una oscura puertecita en el desván.
Lombard
sacó su linterna de bolsillo y le siguió.
Cinco
minutos después los tres volvían, llenos de polvo y telarañas. Una profunda
decepción se leía en sus semblantes.
¡No había
más que ocho personas en toda la isla!
9
Lombard se
expresó lentamente:
—Bueno,
estamos fastidiados del todo. Hemos levantado el andamiaje con todos los
requisitos de un acuciante drama de supersticiones y fantasías y todo ello a
causa de la coincidencia de dos defunciones.
—Por lo
tanto, orientemos nuestro razonamiento. Soy médico y pretendo conocer a los
suicidas. Marston no era de los que se matan voluntariamente —repuso Armstrong
con voz grave.
—¿No podría
haber sido un accidente? —preguntó Lombard.
—¡Extraño
accidente! —respondió Blove, y añadió—: En cuanto a la mujer...
—¿La señora
Rogers?
—Sí, su
muerte parece debida a una causa accidental.
—¡Accidental!
¿Cómo es eso? —preguntó Lombard.
Blove
parecía no saber cómo responder a esa pregunta; su cara, de ordinario
sonrosada, se coloreó aún más, y murmuró:
—Veamos,
doctor, usted le administró una droga.
—¿Una
droga? Explíquese usted.
—Ayer noche
usted mismo dijo que le había dado algo para dormir.
—¡Ah! ¡Sí!
Fue un inofensivo soporífero.
—¿Qué era?
—Le hice
tomar una dosis muy suave de veronal. Una preparación nada peligrosa.
—Dígame,
¿no es posible que le haya dado una dosis más fuerte de ese producto? —insistió
Blove.
Furioso, el
doctor protestó:
—¿Qué
insinúa usted?
Blove no se
amedrentó:
—¿No es
posible que usted haya cometido un error? Esa clase de accidente puede pasarle a
cualquiera.
—No he
cometido ningún error —añadió el doctor—. Su insinuación roza lo grotesco.
Rojo de
cólera, Armstrong continuó:
—Acúseme en
seguida de haber dado expresamente a esa desgraciada una dosis excesiva de
veronal.
Lombard
intervino para calmarles:
—Vamos,
señores, un poco de calma. No comencemos por acusarnos unos a otros.
Blove
replicó en tono mesurado:
—Busco
solamente saber si el doctor se ha equivocado.
—Un médico
no puede permitirse el lujo de equivocarse, amigo mío —respondió Armstrong,
descubriendo sus dientes en una sonrisa forzada.
—No sería
la primera vez que haya usted cometido una equivocación, si creemos lo dicho
por el disco del gramófono —insistió Blove, pensando sus palabras.
Armstrong
palideció. Lombard, furioso, se dirigió a Blove:
—¿Qué
significa esta actitud agresiva? Estamos todos en la misma situación y debemos
ayudarnos mutuamente, pues... también podríamos preguntarle algo a usted sobre
este asunto de perjurio.
Blove,
adelantóse con los puños crispados, replicó:
—Déjeme
tranquilo con esa historia; no son más que mentiras. Me gustaría conocer
ciertos detalles acerca de usted.
—¿De mí?
—Sí,
quisiera que usted me dijese por qué lleva un revólver, cuando viene usted sólo
a título de invitado.
—Es usted
muy curioso, Blove.
—Estoy en
mi derecho.
—Blove,
usted no es tan tonto como parece.
—Puede ser;
pero respóndame respecto a ese revólver.
Lombard
sonrió.
—Lo he
traído porque esperaba caer en una cueva de sinvergüenzas.
—No era eso
lo que usted nos decía anoche; ayer nos engañó usted.
—En cierto
sentido, sí —asintió Lombard.
—Pues
díganos la verdad ahora.
—Bueno; he
dejado creer que estaba invitado en esta lista como los demás. No es cierto. La
realidad es que un pequeño judío llamado Morris me ha ofrecido cien guineas por
venir aquí y tener abiertos los ojos para lo que pudiera pasar. Me dijo que yo
estaba reputado como hombre de recursos en las situaciones difíciles.
—¿Y bien?
—insistió Blove.
—¡Ah! Eso
es todo —respondió Lombard en tono sarcástico.
—Seguramente
le habría dicho algo más que eso —añadió Armstrong.
—No, no
pude sacarle nada más. Era cosa de tomarlo o dejarlo, me dijo, y como yo estaba
sin un céntimo, acepté.
Con aire de
incredulidad, Blove preguntó:
—¿Por qué no
nos lo dijo usted ayer noche?
Lombard
hizo un movimiento de hombros muy elocuente:
—¿Cómo
podía saber yo, querido amigo, si el incidente del gramófono era precisamente
por lo que me habían hecho venir aquí? Me hice el inocente y les conté una
historia que no me comprometía para nada.
—Ahora
—dijo el doctor, con sonrisa maliciosa—, ¿supongo que verá usted las cosas bajo
otro aspecto completamente diferente?
La cara de
Lombard se ensombreció.
—Sí; ahora
creo que estoy como todos ustedes; las cien guineas ofrecidas eran el anzuelo
que me tendió mister Owen para atraerme a la ratonera.
Hizo una
pausa y continuó:
—Pues
juraría que todos estamos cogidos en la misma celda. ¡La muerte de la señora
Rogers! ¡La de Tony! ¡La desaparición de los negritos en la mesa del comedor!
Sí, la mano de mister Owen se ve en todo esto. ¿Pero dónde demonios se esconde
ese Owen?
Abajo el
sonido solemne del batintín llamó a los invitados para comer.
Rogers
estaba en la puerta del comedor. Cuando los tres hombres bajaban las escaleras
se dirigió hacia ellos y les dijo con voz inquieta:
—Espero que
la comida será de su agrado. Hay jamón y lengua fría y he cocido algunas
patatas; también, además, hay queso, biscuits y frutas en conserva.
—Esa minuta
me parece muy aceptable.
¿Tienen entonces
muchos víveres de reserva? —preguntó Armstrong.
—Una gran
cantidad, señor... sobre todo en conservas. La despensa está repleta; esta
precaución es indispensable en una isla que puede quedar aislada de la costa
por tiempo indefinido.
—Exacto
—aprobó Lombard.
Seguidamente
los tres individuos entraron al comedor.
—Es una
lástima que Fred Narracott no haya venido esta mañana. ¡Qué mala suerte!
—Sí, una
verdadera mala suerte —terminó Lombard.
Miss Brent
entró en el comedor. Se le había escapado el ovillo de lana y lo iba recogiendo
cuidadosamente. Sentándose a la mesa, indicó:
—El tiempo
cambia, se ha levantado el viento y las olas están embravecidas.
A su vez el
juez Wargrave hizo su entrada con paso lento y mesurado. Bajo sus espesas cejas
sus ojos lanzaban centelleantes miradas a los demás invitados. Tras una pausa,
les dijo:
—Vuestra
mañana ha sido completa.
En su voz
se notaba la ironía.
Vera
Claythorne hizo su aparición de golpe, parecía sofocada.
—Supongo
que no me esperaban —se apresuró a decir a manera de excusa—. ¿Llego retrasada?
—No es
usted la última, pues el general no ha venido todavía —respondió miss Brent.
Rogers,
dirigiéndose a ésta, preguntó:
—Señorita,
¿hay que servir en seguida o quieren esperar?
—El general
MacArthur está sentado en una roca contemplando el mar —respondió Vera—. Desde
ese sitio dudo mucho de que haya oído el batintín. En todo caso... no está hoy
muy normal.
—Corro a
anunciarle que la comida está servida —se apresuró a decir Rogers.
El doctor
se levantó precipitadamente.
—Voy yo;
ustedes pueden empezar.
Salió de la
habitación y detrás de él se oyó la voz de Rogers.
—Señorita,
¿quiere usted lengua o jamón?
Los cinco
invitados, sentados alrededor de la mesa, no sabían qué decirse.
Fuera, las
ráfagas de viento se sucedían. Vera, temblorosa, suspiró.
—La
tempestad se acerca.
Blove
añadió, para mantener la conversación:
—En el tren
de Playmouth me encontré con un viejo que no cesaba de decirme que iba a
estallar una fuerte tempestad. Es extraordinario cómo esos viejos lobos de mar
predicen el tiempo.
Rogers fue
quitando los platos de la mesa. Bruscamente, con la vajilla en las manos, se
detuvo y dijo con voz angustiada:
—Oigo
correr a alguien.
Efectivamente,
todos oyeron un ruido precipitado de pasos en la terraza. En este mismo momento
todos adivinaron instintivamente lo que pasaba y sus miradas convergieron hacia
la puerta. El doctor Armstrong apareció sin aliento.
—El general
MacArthur... —balbució.
—¿Muerto?
La pregunta
escapó de los labios de Vera.
—Sí, ha
muerto —confirmó.
Hubo un
silencio... un largo silencio. Las siete personas reunidas en la habitación se
miraban, incapaces de pronunciar una sola palabra.
La
tempestad estalló cuando transportaban el cuerpo del viejo general al interior
de la casa.
Los
invitados esperaron en el vestíbulo.
En aquel
momento la lluvia caía a raudales y el viento soplaba con fuerza. Mientras
Blove y Armstrong subían las escaleras con el cuerpo del general, Vera penetró
en el desierto comedor.
Estaba tal
como lo habían dejado; los entremeses permanecían intactos sobre la mesa. Vera
se dirigió hacia ella y en este momento Rogers entró despacito.
Sobresaltándose
al ver a la joven y, mirándola fijamente balbució:
—Miss...
venía a ver...
—Usted
tiene razón, Rogers. Véalo usted mismo: No quedan más que siete.
El cadáver
yacía sobre la cama. Después de un breve examen, el doctor abandonó el
dormitorio y bajó a reunirse con los demás. Los encontró reunidos en el salón.
Miss Brent
se entretenía con su labor. Vera, de pie cerca de la ventana, miraba la lluvia
caer a raudales. Blove estaba sentado. Lombard se paseaba nervioso por la
habitación.
En el fondo
de la estancia estaba con los ojos cerrados, instalado en un butacón, el juez
Wargrave.
A la
entrada del doctor pareció despertar y preguntó:
—¿Y qué,
doctor?
Muy pálido,
Armstrong respondió:
—No se
trata de una crisis cardíaca ni de nada por el estilo. MacArthur fue golpeado
con un martillo o algo parecido en la cabeza.
Hubo un
ligero murmullo, pero la voz del juez Wargrave lo extinguió:
—¿Ha
encontrado el instrumento del crimen?
—No.
—Pero usted
parece estar muy seguro de lo que dice.
—Segurísimo.
—Ahora
sabemos exactamente dónde estamos —declaró, calmado, el juez.
No había
lugar a duda: el juez tomaba el mando de la situación. Durante la mañana
permaneció inmóvil en el butacón de mimbre, evitando desplegar toda actividad.
Pero ahora asumía la dirección del asunto con toda la autoridad que le confería
la práctica de sus largos años de magistrado.
Esclareciéndose
la voz, tomó la palabra:
—Esta
mañana, sentado en la terraza, les observé a ustedes. Sus intenciones no me
dejaron duda alguna. Han registrado la isla en busca y captura de un asesino
desconocido.
—Es cierto
—respondió Lombard.
El juez
continuó:
—Ustedes
están de acuerdo conmigo referente a la muerte de Marston y de la señora
Rogers; no fueron accidentales y tampoco pueden considerarse como suicidios.
¿Se han formado ustedes alguna idea sobre las intenciones que tuvo mister Owen
al traernos aquí?
—Es un
loco, un desequilibrado —estalló Blove con rabia.
—Es
evidente, pero eso no cambia en nada la consecuencia de sus actos, nuestros
esfuerzos deben dirigirse hacia el mismo final. Salvar nuestras vidas.
—Le aseguro
que no hay nadie en la isla —aseguró Armstrong—. ¡Nadie!
El juez,
acariciándose la barbilla, dijo suavemente:
—Nadie en
el sentido que usted lo entiende. Yo mismo, esta mañana, saqué la misma
conclusión y hubiera podido anticiparle lo inútil de su busca. Sin embargo,
estoy convencido que mister Owen, por darle el nombre que él ha escogido, se
encuentra en la isla, lo juraría por mi vida. Este hombre ha decidido castigar
a ciertos individuos por faltas cometidas que escapan a la ley. No dispone de
otros medios para su plan que el juntarse con sus invitados. Creo que mister
Owen es uno de nosotros.
—¡Oh, no!
¡No!
Vera
pronunció estas palabras con voz débil, como si gimiese. El juez se volvió
hacia ella con mirada penetrante.
—Miss Vera,
no tenemos más remedio que rendirnos a la evidencia de los hechos. El tiempo
apremia y todos corrernos un grave peligro. Uno de nosotros es Owen y no
sabemos quién. De las diez personas que desembarcaron en la isla, tres han
desaparecido: Anthony Marston, la señora Rogers y el general MacArthur; sólo
quedamos siete y uno de nosotros es el falso negrito.
Hizo otra
pausa y pasó la mirada a su alrededor.
—Creo que
todos ustedes comparten mi idea.
—Es
fantástico..., pero quizá usted tenga razón —añadió el doctor.
—No hay
duda alguna —dijo Blove—; y si quieren escucharme puedo sugerir una buena idea.
Con gesto
rápido el juez le atajó:
—Nos
ocuparemos de esto más tarde, pues ahora sólo me interesa saber que todos
estamos de acuerdo sobre este primer punto.
Emily
Brent, que continuaba su labor, dijo:
—Su
razonamiento me parece lógico. Sí, uno de nosotros está poseído del demonio.
—¡Me niego
a creerlo! —protestó Vera.
—¿Y usted,
Lombard? —preguntó Wargrave.
—Yo lo creo
también.
Satisfecho,
el juez hizo un signo con la cabeza y añadió:
—Ahora
escuchemos sus declaraciones. Antes de empezar, ¿sospecha usted de alguien en
particular? Mister Blove, creo que tenía usted algo que decirnos.
Blove
respiraba con dificultad y al fin pudo decir:
—Lombard
tiene un revólver. Ayer noche no nos dijo la verdad y él mismo lo reconoce.
Lombard
sonrió desdeñosamente.
—Creo
prudente explicarme una vez más.
Lo hizo en
términos breves y concisos.
—¿Qué
prueba tiene usted que darnos? —preguntó Blove—. Nada corrobora su historia.
—Estamos
todos en un mismo caso, no podemos confiar más que en nuestra palabra. Nadie de
entre nosotros parece darse cuenta de esta situación extraordinaria. ¿Hay
alguien entre nosotros a quien podamos eliminar por los testimonios que
poseemos?
El doctor
Armstrong se apresuró a decir:
—Soy un
médico conocido, y la idea de que yo pudiese ser objeto de una sospecha...
Con un
gesto de la mano el juez frenó al orador, declarando con voz agria:
—Yo también
soy un personaje conocido, pero eso nada prueba. En todos los tiempos ha habido
médicos que perdieron la cabeza y magistrados que se volvieron locos y también
—añadió dirigiéndose a Blove—, ¡policías!
—Sea lo que
fuere —intervino Lombard—, creo que las señoras quedan libres de nuestras
sospechas.
El juez
enarcó las cejas, y elevando su voz, tan conocida en tribunales, dijo:
—Debo
deducir, según usted, que las mujeres están exentas de locura homicida.
—Evidentemente
no, pero parece imposible que...
Se calló,
pues Wargrave se dirigía al médico.
—Doctor,
según usted, ¿una mujer tiene la fuerza física suficiente para dar el golpe que
ha matado al pobre MacArthur?
El médico
respondió con calma:
—Perfectamente,
si emplease el instrumento necesario, un mazo o un martillo.
—¿Y eso no
exigiría un esfuerzo extraordinario por su parte?
—Ninguno.
El juez
Wargrave torció su cuello de tortuga y continuó:
—Las otras
dos muertes resultaron por la absorción de un veneno, y en esto no hay
discusión posible; ese acto pudo ser realizado por una persona sin necesidad de
emplear el más mínimo esfuerzo físico.
Vera
exclamó con cólera:
—¡Pero
usted está loco!
Lentamente,
el juez volvió los ojos hacia ella y la envolvió con su mirada fría e impasible
de hombre acostumbrado a juzgar a los humanos. Vera pensaba: «Este juez me
observa como un objeto de experimentación y —la idea vino de repente con gran
sorpresa suya— a este hombre no le soy simpática.»
Muy dueño
de sus palabras, el magistrado le aconsejó:
—Querida
jovencita, le ruego que trate de dominar sus sentimientos. Yo no acuso —e
inclinándose hacia miss Brent—; espero, miss Brent, que usted no se habrá
ofendido por mi insistencia al considerarnos a todos igualmente sospechosos.
Miss Brent
no levantó la cabeza de su labor. Y con un tono glacial respondió:
—La idea de
que pudiese ser acusada de la muerte de uno de mis semejantes, y con mayor
motivo si son tres, parecerá grotesca a los que conozcan mi carácter. Pero
comprendo la situación: siéndonos extraños los unos a los otros, nadie puede
dejar de ser sospechoso, ya que ninguno puede presentar pruebas de su
inocencia. Como acabo de decir, entre nosotros hay un monstruo.
—Así, todos
estamos de acuerdo —dijo el juez—. Llevaremos la averiguación sin exceptuar a
nadie y no tendremos en cuenta ni el carácter moral ni la clase social de cada
uno de nosotros.
—¿Y en
cuanto a Rogers? —preguntó Lombard.
—¿Qué?
—exclamó el juez sin mirarle.
—Según mi
opinión, Rogers debiera de ser tachado de la lista —replicó Lombard.
—¿Y por
qué? Explíquese.
—Lo primero
es que no tiene la inteligencia para realizar tales hechos y por otra parte su
mujer fue una de las víctimas.
Una vez más
centellearon los ojos del juez.
—En mis
tiempos he visto muchos hombres llevados ante el tribunal bajo la acusación de
asesinato de sus mujeres y con las pruebas aportadas han sido reconocidos
culpables.
—No busco
contradecirle a usted —dijo Blove—. Que un hombre asesine a su mujer entra en
la esfera de las posibilidades; es hasta casi natural, añadiría yo. Pero no en
el caso de Rogers; hasta admitiría que la hubiese matado por temor a que ella
lo denunciase o por haberle cobrado aversión y hasta quizá por querer contraer
segundas nupcias con alguna jovencita; pero no veo en él al enigmático mister
Owen que se toma la justicia por su mano y comienza por suprimir a su esposa
por un crimen que ha cometido en complicidad.
El juez
Wargrave le observó.
—Usted se
basa sobre lo que hemos oído para formarse de él una opinión, pero ignoramos si
Rogers y su mujer realizaron verdaderamente la muerte de su señora. Puede ser
que la acusación fuera falsa con objeto de colocar a Rogers en la misma
situación que todos nosotros. El terror que ayer noche demostró la mujer de
Rogers podría ser causado al darse cuenta del desarreglo mental de su marido.
—Piense
usted como quiera —añadió Lombard—. Owen es uno de nosotros y no hagamos
excepción alguna; nos atenemos a su parecer.
—Repito que
no haré ninguna excepción; no se ha de tener en cuenta la moralidad ni el nivel
social de nadie; por ahora lo que importa es examinar el caso de cada uno según
los hechos. En otros términos: ¿hay entre nosotros una o varias personas que no
hubiesen podido materialmente administrar el cianuro a Marston o una fuerte
dosis de soporíferos a la señora Rogers y golpear sañudamente al general?
—Esto está
bien hablado —exclamó Blove—. Vayamos al fondo del asunto. En cuanto a la
muerte del joven Marston es muy difícil descubrir al culpable; hemos supuesto
que alguien desde la terraza, por la ventana abierta echó en el vaso, que
estaba en la mesa, el veneno. Pero también es cierto que uno de los que
estábamos en el salón hubiera podido hacerlo. No recuerdo exactamente si Rogers
estaba en la habitación en esos momentos, pero los demás sí que estábamos
presentes.
Después de
un silencio continuó:
—Ocupémonos
ahora de la muerte de la mujer de Rogers. En este caso los dos principales
sospechosos son el marido y el médico; tanto el uno como el otro reúnen todas
las probabilidades.
Armstrong
se levantó tembloroso.
—¡Protesto
de esa insinuación! Juro haber administrado tan sólo la dosis necesaria para
que descansara...
—¡Doctor!
La voz del
juez invitando al doctor a que no continuase sirvió para interrumpirle, mas
continuó:
—Su
indignación me parece natural, pero admito, sin embargo, que nosotros debemos
tomar en consideración todos los aspectos que los hechos presentan. Usted o
Rogers son los que tuvieron más facilidad de hacerlo. Ahora consideremos la
posición de los otros invitados. ¿Qué posibilidad teníamos Blove, miss Brent,
miss Vera, Lombard y yo de echar el veneno en el vaso? ¿Puede alguno ser
inocente? No lo creo.
Vera
exclamó furiosa:
—No me
encontraba cerca de la mujer, ustedes fueron testigos.
El juez
Wargrave reflexionó un instante.
—Por lo que
recuerdo, he aquí cómo ocurrió. Si me equivoco, les ruego que me rectifiquen.
Marston y usted, Lombard, dejaron el cuerpo sobre el sofá y el doctor vino a
examinarla. Mandó a Rogers en busca del coñac, y entonces nos inquietamos por
saber de dónde provenía la voz acusadora y nos dirigimos todos a la habitación
contigua, a excepción de miss Brent, que permaneció sola con la mujer
desvanecida.
Los colores
aparecieron en la cara de miss Brent, la cual dejó su labor y declaró:
—¡Es
monstruoso eso!
El juez,
implacable, continuó:
—Cuando
volvimos a esta habitación, usted, miss Brent, estaba inclinada sobre la mujer.
Emily Brent
replicó:
—¿La piedad
es, pues, un crimen a sus ojos?
—Yo me
ajusto a los hechos. En ese momento Rogers regresaba con el coñac que podía
haber envenenado antes. El vasito con el licor le fue dado a la enferma y poco
después, entre el doctor y Rogers ayudaron a acostarla, dándole Armstrong un
sedante.
—Eso es lo
que pasó —confirmó Blove—. El juez, Lombard, miss Vera y yo estamos a salvo de
toda sospecha.
Estas
palabras las había dicho con fuerza y aire triunfante, pero el juez le miró
fijamente y murmuró:
—¡Ah!
¿Usted lo cree así? Debemos tener en cuenta cualquier eventualidad.
—No lo comprendo
—respondió Blove, sorprendido.
Wargrave se
explicó de esta forma:
—Arriba, en
su habitación, la señora Rogers estaba en su cama. El sedante administrado por
el doctor comienza a producir su efecto; está adormecida y sin voluntad alguna,
supongamos que en este instante alguien ha llegado trayendo digamos un
comprimido o una poción diciéndole: «El doctor quiere que se tome usted este
medicamento.» ¿Dudan ustedes que ella no se lo hubiese tomado sin reflexionar?
Hubo un
silencio. Blove movía los pies y en su frente aparecían gotas de sudor. Lombard
tomó la palabra:
—No puedo
aceptar esa versión. Nadie se fue del salón sino unas horas después de que
mistress Rogers fue conducida a su dormitorio. En seguida acaeció la muerte
fulminante de Marston.
—Alguien
pudo salir —le interrumpió el juez— de su habitación más tarde...
—Pero ¡si
entonces estaba Rogers en la habitación con su mujer! —observó Lombard.
—No —dijo
el doctor—. Rogers bajó para quitar la mesa y arreglar el comedor. No importa
quién pudo entonces introducirse en la habitación de Rogers sin verle nadie.
—Veamos
—observó Emily Brent—; esa mujer estaba adormecida por efecto de la droga que
usted le dio a beber.
—Sí, con
toda probabilidad, pero no lo afirmaría, pues si no se le ha prescrito al
paciente, jamás se sabe la reacción que produce un medicamento. Depende del
temperamento del paciente el que un soporífero surta el efecto en más o menos
tiempo.
—Usted nos
dice lo que quiere, doctor —insinuó Lombard.
De nuevo la
cara de Armstrong enrojeció de cólera. Una vez más la voz fría del magistrado
detuvo las protestas del médico.
—Las
recriminaciones no nos llevan a ningún resultado, sólo interesan los hechos.
Cada uno reconoce voluntariamente que alguno de entre nosotros pudo subir a la
habitación; cierto que esta hipótesis tiene un valor relativo, yo lo reconozco.
La aparición de miss Brent o miss Vera cerca de la enferma no habría ocasionado
sorpresas, mientras que si Blove, Lombard o yo nos hubiésemos presentado,
nuestra visita parecería insólita, pero no habría provocado ninguna sospecha en
la mujer.
—¿Adonde
nos conduce todo esto? —preguntó Blove.
El juez
Wargrave se acarició los labios y con gesto frío e impasible declaró:
—Vamos a
examinar el tercer crimen y establecer el hecho de que nadie de entre nosotros
puede estar enteramente exento de sospecha.
Hizo una
pausa, carraspeó y siguió diciendo:
—Llegamos
ahora a la muerte del general, ocurrida esta mañana. Ruego a los que de entre
nosotros sean capaces de suministrarse una coartada la expongan. Yo no puedo
dar ninguna coartada posible, pues toda la mañana he estado sentado en la
terraza meditando. He pasado revista a todos los extraños acontecimientos que
han ocurrido en la isla desde ayer noche. Estuve en la terraza hasta que sonó
el batintín para comer, pero me imagino que hubo muchos momentos en que nadie
me hubiese visto bajar hasta el mar, asesinar al general y volver a ocupar mi
sitio en la butaca. Les aseguro que no me he ausentado de la terraza, pero
ustedes no tienen más que mi palabra; por lo tanto, eso no es suficiente y son
necesarias pruebas.
—Me
encontraba con el doctor y Lombard, los dos pueden testimoniarlo —dijo Blove.
—Usted ha
vuelto a la casa para buscar una cuerda —precisó Armstrong.
—Perfectamente,
no he hecho nada más que ir y venir; usted lo sabe de sobra.
—Usted ha
estado demasiado... lejos.
—¿Qué
demonios insinúa usted, doctor?
—Solamente
digo que ha tardado en volver —repitió Armstrong.
—¡Claro! He
tenido que buscarla, pues no se echa las manos encima a un rollo de cuerda
cuando no se sabe dónde está.
Wargrave
intervino.
—Durante la
ausencia del inspector, ¿ustedes estuvieron juntos, señores Armstrong y
Lombard?
—Buscaba el
sitio mejor para poder enviar señales heliográficas a la costa —respondió
sonriendo Lombard—. Me ausenté un minuto o dos.
—Es exacto
—declaró el doctor, afirmando con un movimiento de cabeza—. No ha tenido tiempo
suficiente para realizar un asesinato, puedo jurarlo.
—¿Alguno de
ustedes consultó el reloj? —preguntó el juez.
—No, claro
que no.
—Además yo
no lo llevaba.
—Un minuto
o dos, eso es muy impreciso —murmuró Wargrave.
Volvió la
cabeza hacia miss Brent, que continuaba con el cuerpo erguido y su labor en la
falda.
—Miss
Brent, ¿qué hizo usted esta mañana?
—En
compañía de miss Claythorne he subido a la cima de la isla y después me he
sentado en la terraza a tomar el sol.
—No
recuerdo haberla visto —recalcó Wargrave.
—No es
extraño, pues me encontraba al amparo del viento, en el rincón del este, junto
a la casa.
—¿Y ha
estado usted allí hasta la hora de la comida?
—Sí, señor.
—Ahora, a
su vez, miss Claythorne —continuó el viejo magistrado—, hable usted.
—Esta
mañana me he paseado, en efecto, con miss Brent. Después he estado dando una
vuelta por la isla y me he sentado al lado del general para charlar un rato.
—¿Qué hora
sería en aquel momento? —la interrumpió el juez.
Por primera
vez la respuesta de Vera fue evasiva.
—No sé con
certeza. Seguramente una hora antes de la comida o un poco más.
—¿Era antes
o después de que nosotros le habláramos? —preguntó Blove.
—Lo ignoro.
De todas maneras le encontré muy raro.
—¿En qué
sentido lo juzga raro? —insistió Wargrave.
Vera
respondió en voz baja y temblorosa:
—Me dijo
que íbamos a morir todos... y que él esperaba su fin. Me asustó...
El juez
admitió con un movimiento de cabeza y preguntóle:
—Y después,
¿qué hizo?
—Volví a la
casa y antes del almuerzo salí de nuevo y estuve detrás de la finca. Todo el
día me he sentido muy nerviosa.
—No queda
más que Rogers por preguntar, aunque dudo que la declaración pueda añadir algo
más a lo que ya conocemos.
Rogers,
convocado ante este tribunal improvisado, no tenía gran cosa que decir. Toda la
mañana había trabajado en el arreglo de la casa y en preparar la comida. Antes
de ésta, llevó los combinados a la terraza y después subió a su habitación para
recoger sus ropas personales y trasladarlas a otra habitación. En toda la
mañana no había mirado por las ventanas y por tanto no sabía nada que pudiese
esclarecer el misterio de la muerte del general. En todo caso él juraba que al
poner los cubiertos había visto los ocho negritos de porcelana sobre la mesa
del comedor.
Cuando el
criado terminó de declarar se produjo un silencio.
Luego el
juez Wargrave carraspeó y Lombard murmuró al oído de Vera:
—Ahora verá
cómo el juez va a resumir nuestras declaraciones.
—Hemos
hecho, con toda nuestra competencia, la encuesta de las circunstancias que
envuelven las tres muertes que nos ocupan. Hay muchas probabilidades contra
ciertas personas, pero no podemos, sin embargo, declarar de forma fehaciente a
los demás inocentes en toda complicidad. Reitero mi afirmación de que existe un
asesino peligroso y probablemente loco entre las siete personas aquí reunidas.
Nada nos deja adivinar quién es. Por ahora, lo único que podemos hacer es tomar
las medidas necesarias para ponernos en comunicación con la costa y pedir
auxilio. Si el socorro tardase, lo cual es de suponer, dado el estado del mar,
debemos tomar toda clase de medidas para asegurar nuestras vidas. Yo les estaré
muy agradecido si me exponen las ideas que les sugieran estas cuestiones. Entretanto,
recomiendo a cada uno que esté alerta, pues hasta aquí la tarea del asesino ha
sido muy fácil, dado que sus víctimas estaban confiadas. De ahora en adelante
el deber nos ordena sospechar los unos de los otros. Un hombre advertido vale
por dos. Les prevengo para que no se expongan a ningún riesgo y se guarden de
los peligros. Es todo lo que tengo que decirles por el momento.
Lombard
murmuró irónico:
—Se levanta
la sesión.
10
—¿Cree que
esto sea verdad? —preguntó Vera. Estaba sentada en una banqueta cerca de la
ventana del salón, en compañía de Philip Lombard. Fuera, la lluvia caía a
torrentes y el viento azotaba con sus ráfagas los cristales.
Lombard
inclinó la cabeza antes de contestar.
—¿Me pide
mi opinión acerca de si Wargrave no se equivoca cuando afirma que mister Owen
es uno de nosotros?
—Sí, eso
es.
—Es muy
difícil responderle. En pura lógica tiene razón, pero, sin embargo...
Vera le
sacó las palabras de la boca.
—Pero, sin
embargo, todo esto me parece increíble.
Philip
Lombard hizo una mueca.
—¡Toda esta
historia es inverosímil! Pero después de la muerte del general un punto muy
importante ha sido aclarado: que no se trata de accidentes ni suicidios; pero
sí de crímenes. Tres asesinatos hasta ahora.
Vera se
estremeció.
—Uno llega
a figurarse estar viviendo una pesadilla. Continúo creyendo que tales cosas es
imposible que sucedan.
—La
comprendo, miss Claythorne. Nosotros soñamos. Dentro de un momento llamarán a
la puerta y la sirvienta entrará para servirnos el té.
—¡Ah! ¡Si
fuese cierto lo que usted dice...! —exclamó Vera.
Lombard
replicó gravemente:
—¡Todos
nosotros estamos mezclados en esta horrible pesadilla! Y mientras tanto es
necesario que cada uno se guarde a sí mismo.
Bajando la
voz, Vera preguntó a su compañero:
—Si... éste
es uno de ellos... ¿quién cree usted que es, entonces?
—Por lo que
veo, usted hace una excepción en lo que se refiere a nosotros dos. Yo la
apruebo, pues sé perfectamente que no soy el asesino, y en cuanto a usted la
creo una persona sana de espíritu. Es usted la joven más inteligente y sensata
que he conocido, le doy mi palabra.
Con sonrisa
maliciosa le respondió:
—Es usted
muy galante, señor Lombard, gracias.
—Veamos,
miss Vera, ¿no me devolverá el cumplido?
Después de
un breve silencio, Vera respondió:
—Usted
mismo ha confesado que no da importancia a la vida humana y no me lo imagino
dictando el disco del gramófono.
—Tiene
mucha razón. Si hubiera pensado cometer uno o varios crímenes hubiese sido
solamente para sacarles provecho. Estos castigos en serie no creo que valgan la
pena. Entonces, entendidos; nosotros mismos nos eliminamos de la lista de
sospechosos y concentraremos nuestra atención sobre los siniestros cinco
compañeros de prisión. ¿Cuál de ellos es U. N. Owen? Aunque no tengamos prueba
alguna, apostaría por Wargrave —indicó Lombard.
— ¡Oh!
—exclamó Vera, sorprendida. Tras reflexionar un instante, preguntó—: ¿Por qué?
—No sabría
explicarlo exactamente. En primer lugar es viejo y ha presidido los tribunales
durante muchos años y le ha podido trastornar esa autoridad intangible que
tenía. Puede ser que Wargrave se crea «Todopoderoso Señor de la Vida y de la
Muerte de los hombres». Su cerebro se ha estropeado y nuestro viejo magistrado
se considera como Juez Supremo y verdugo.
—Es posible
—aprobó Vera.
—¿Por quién
apuesta usted, miss Claythorne?
Sin
vacilar, Vera respondió:
—Por el
doctor Armstrong.
—¿Por el
doctor? Es el último en quien yo habría pensado.
—Las
muertes —continuó Vera— son debidas al veneno y esto revela la mano de un
médico.
—En efecto,
es verdad —admitió Lombard.
Vera
persistió en su acusación.
—Cuando un
médico se vuelve loco, es muy difícil darse cuenta. Muchos de ellos se extenúan
por exceso de trabajo y tienen el cerebro fatigado.
—De acuerdo
—dijo Philip—, pero no creo que Armstrong hubiera podido matar al general. No
pudo hacerlo durante el corto instante que le dejé solo, al menos que corriese
como una liebre y volviera corriendo también... Pero su falta de entrenamiento
físico no le permite de ninguna forma realizar tal proeza.
Vera no se
dejó ganar la partida.
—No ha sido
en este momento cuando mató al general —remachó Vera—. Fue más tarde.
—¿Cuándo?
—Cuando fue
a buscarle antes de ir a comer.
Philip
lanzó un silbido muy significativo.
—¿Usted
cree que lo hizo entonces? ¡Sí que tiene sangre fría!
—¿Qué
riesgo corría? Ninguno, pues es el único que posee conocimientos suficientes
para decirnos que la muerte se remontaba a una hora o más. ¿Y quién le podía
contradecir?
Philip miró
a la joven con gesto pensativo.
—Mis
felicitaciones. Su solución es ingeniosa. Pero me pregunto...
—¿Quién es
el asesino, mister Blove? Me gustaría saberlo. ¿Quién es?
Rogers
tenía la frente arrugada y sus manos se crisparon sobre la gamuza con que
estaba limpiando el polvo.
—Esta
pregunta me la hago yo mismo —le respondió Blove.
—Uno de
nosotros, según el juez. Pero ¿quién? Eso es lo que desearía saber. ¿Quién es
ese demonio con forma humana?
—Todos
quisiéramos aclarar este misterio.
Rogers le
insinuó:
—Pero
¿usted tiene una idea sobre el particular, mister Blove?
—¡Puede
ser! Tengo sospechas, pero de eso a una certidumbre hay mucho trecho y puedo
equivocarme. Pero la persona de quien sospecho tiene mucha sangre fría.
Rogers,
secándose el sudor de la frente, dijo con voz ronca por la emoción:
—Me parece
una pesadilla.
—Y usted,
Rogers, ¿tiene alguna idea?
El criado
inclinó la cabeza al responder:
—No sé nada
y eso es lo que me da miedo. ¿De quién podría sospechar?
Desesperado,
el doctor gritaba:
—¡Tenemos
que salir de aquí a toda costa!
El juez
Wargrave miraba la lluvia a través del ventanal. Jugueteaba con el cordón de
sus lentes.
—No
pretendo adivinar el tiempo que hará, pero me parece que antes de veinticuatro
horas no podrían venir aquí, aunque supieran la situación trágica en que nos
encontramos. Y aun eso, si el viento amaina.
El doctor
llevóse las manos a la cabeza gruñendo:
—Y
mientras, podemos ser asesinados en nuestras camas.
—No soy tan
pesimista como usted. Tomaré toda clase de precauciones para que no me ocurra esa
desgracia —replicó Wargrave.
Armstrong
pensaba que el anciano magistrado agarrábase más a la vida que muchos jóvenes.
Ese fenómeno lo había observado muchas veces a lo largo de su carrera. El mismo
tenía, por lo menos, una veintena de años menos que el juez y, sin embargo, su
instinto de conservación le parecía menos arraigado.
En cuanto
al juez, pensaba: «¡Asesinados en la cama! Esos medicuchos se parecen todos; no
tienen ideas originales.»
—Cierto,
pero tenga en cuenta que esas víctimas estaban desprevenidas, mientras que
nosotros estamos sobre aviso.
—Pero ¿qué
podemos hacer? —preguntó Armstrong—. Tarde o temprano...
—Yo he
tomado mis medidas.
—No sabemos
de quién desconfiar.
El viejo
magistrado se acarició la barbilla y murmuró:
—No diría
yo otro tanto...
Armstrong
le miró a la cara de hito en hito.
—Entonces...
¿Usted sabe?
—En cuanto
a las pruebas indispensables ante un tribunal, le declaro no tener ninguna
—dijo con prudencia Wargrave—. Sin embargo, si paso revista a todos los hechos,
distinguiría claramente quién era el culpable.
—¡No le
comprendo! —dijo con los ojos fijos en el anciano juez el asombrado doctor.
Miss Emily
Brent se retiró a su dormitorio, cogió la Biblia y se sentó cerca de la
ventana. La solterona abrió el libro sagrado y después de unos segundos de
duda, lo dejó, se fue hacia la mesilla de noche y sacó de un cajón un pequeño
cuaderno de memorias, con cubiertas negras.
Lo abrió y
púsose a escribir.
Una horrorosa desgracia acaba de pasar. El general MacArthur ha
muerto. (Su primo era marido de Elsie MacPherson.) Sin duda alguna ha sido
asesinado. Después de comer el juez Wargrave nos ha hecho un interesante
discurso, pues está convencido de que uno de nosotros es el culpable. En otros
términos, uno de nosotros está poseído del demonio. Estoy segura,.. ¿Quién
podrá ser? Esta es la pregunta que cada uno se hace. Pero yo sola sé...
Se quedó un
instante inmóvil, sus ojos grises se cerraron; el lápiz temblaba entre sus
dedos; escribió en mayúsculas:
LA ASESINADA SE LLAMA BEATRIZ TAYLOR
Cerró los
ojos. De repente los abrió sobresaltada y miró el cuaderno donde había estado
escribiendo; lanzando una exclamación de cólera leyó las letras tan
irregularmente escritas de la última frase y murmuró con voz muy baja:
—No es
posible. ¿He sido yo quien ha escrito esto? Me estoy volviendo loca.
La
tempestad estaba en todo su furor, el viento rugía alrededor de la casa.
Hallábanse
todos reunidos en el salón y se observaban entre sí. Cuando Rogers entró con la
bandeja para servir el té todos se sobresaltaron.
—¿Quieren
que corra las cortinas? Estará esto menos triste.
Ante la
respuesta afirmativa el criado corrió las cortinas y encendió la luz.
La
habitación iluminóse y se disiparon las sombras.
Al día
siguiente la tempestad se apaciguaría y vendría un barco... Un barco
surgiría...
Miss
Claythorne preguntó:
—¿Quiere
usted servir el té, miss Brent?
La
solterona le contestó:
—No, se lo
ruego; sírvalo usted misma. La tetera es tan pesada... por otra parte he
perdido dos ovillos de lana gris y eso me disgusta.
Vera se
aproximó a la mesa y se oyó el alegre tintineo de la porcelana. Todo parecía
volver a la normalidad.
—¡El té!
¡El té de la tarde! ¡Para los ingleses, qué deliciosa costumbre!
Philip
Lombard arriesgó una broma, Blove le respondió en el mismo tono. Armstrong
contó una divertida anécdota, y hasta el mismo juez, que de ordinario rechazaba
este brebaje, paladeábalo con visible placer.
En este
ambiente de tranquilidad, Rogers entró con cara descompuesta y farfullando
nerviosamente.
—Perdón,
señores. ¿Alguno de ustedes sabría en dónde está la cortina del cuarto de baño?
Lombard
levantó bruscamente la cabeza.
—¿La
cortina del cuarto de baño? ¡Qué diantre nos cuenta usted!
—Ha
desaparecido, señor. No está en la ventana. He dado una vuelta por las
habitaciones para echar las cortinas, pero la del cuarto de baño no estaba.
—¿Estaba
esta mañana? —preguntó Wargrave.
—¡Oh! Sí,
señor.
—¿Qué clase
de cortina era?
—Era de
hule rojo, impermeable y hacía juego con los ladrillos.
—¿Y ha
desaparecido? —preguntó Lombard.
—Sí, señor,
ha desaparecido.
Se miraron
unos a otros; Blove dijo lentamente:
—¿Después
de todo qué importa? Esta desaparición es insensata... como todo lo que está
ocurriendo, pero no hay por qué alarmarse, pues no se puede asesinar a nadie
con una cortina de hule. Pensemos en otra cosa.
—Bien,
señor, gracias —dijo Rogers.
El criado
salió de la habitación y cerró la puerta tras sí.
De nuevo el
miedo se instaló en el salón y una vez más los invitados se observaron con
ansia disimulada.
Llegó la
hora de la cena. La cena, compuesta principalmente de conservas, transcurrió a
toda prisa y Rogers se apresuró a levantar los manteles.
En el salón
reinaba una tensión insoportable.
A las nueve
Emily Brent se levantó.
—Subo a
acostarme —anunció.
—Yo también
—dijo Vera.
Las dos
mujeres subieron acompañadas de Lombard y Blove. En el pasillo los dos hombres
vieron cómo Vera y miss Brent entraban en sus respectivos aposentos y oyeron el
ruido de los cerrojos y de las llaves desde el interior.
—¡No es
necesario recomendarles que se cierren con llave! —exclamó Blove—. Ya lo hacen.
—En todo
caso están en seguridad por esta noche —añadió Lombard cuando bajaban.
Una hora
más tarde, los cuatro hombres se retiraron a sus dormitorios. Rogers, desde el
comedor, donde preparaba la mesa para el desayuno del siguiente día, los vio
subir y oyó que se paraban en el primer rellano.
La voz del
juez dejóse oír:
—Inútil
será aconsejarles que cierren bien sus puertas.
A Blove
parecióle bien añadir:
—Y sobre
todo no olviden ustedes poner una silla atrancando la puerta, pues ya saben que
se puede abrir desde fuera.
—Querido
Blove, usted es muy listo para nosotros —dijo Lombard.
—Buenas
noches, deseo que nos encontremos mañana sanos y salvos —se despidió del juez
con estas palabras.
Rogers
salió del comedor y subía lentamente la escalera; vio cuatro sombras
desaparecer tras cuatro puertas, percibió cuatro vueltas a la llave y el ruido
de cuatro cerrojos al correrse...
—Es una
buena precaución —murmuró para sí.
Volvió a
bajar para ir al comedor. Miró si estaba en orden y preparado para la siguiente
mañana.
Su mirada
se posó en el centro de la mesa y contó siete negritos de porcelana.
«¡Trataré
de que nadie nos gaste una broma durante esta noche!»
Atravesando
la habitación cerró con llave la puerta que daba a la cocina y pasó al
vestíbulo por la otra puerta, que cerró igualmente con llave y se la guardó en
el bolsillo.
Después
apagó las luces y con paso lento llegó a su nueva habitación. Allí encontró un
sitio para guardar la llave en el armario, cerró la puerta también con llave y
echó el cerrojo. Rogers se dispuso acostarse. Y se dijo a sí mismo:
«Esta noche
nadie tocará los negritos; he tomado mis precauciones.»
11
Philip
Lombard se despertó al amanecer, como era su costumbre, apoyándose sobre un
codo, escuchó. El viento un tanto calmado soplaba aún, pero el ruido de la
lluvia había cesado.
A las ocho,
el viento volvió a adquirir violencia, pero Lombard se había adormecido.
A las nueve
de la mañana, sentado al borde de la cama, consultó su reloj, lo aplicó al oído
y sus labios se abrieron descubriendo sus dientes en una sonrisa que evocaba
una mueca de lobo y murmuró:
«Hay que
poner fin a todos estos crímenes.»
A las diez
menos veinticinco llamó a la puerta de Blove, cerrada con llave.
El ex
inspector de policía vino a abrirle con mil precauciones. Estaba todavía medio
dormido y con los ojos cargados de sueño y los cabellos desgreñados.
Lombard
dijo con voz amable:
—Veo que
duerme usted como un lirón. Es indicio de una conciencia tranquila.
—¿Qué pasa,
pues?
—¿No han
venido a despertarle trayéndole el té? ¿Sabe usted la hora?
Blove movió
la cabeza hacia el despertador de la mesilla de noche.
—Las diez
menos veinte; no creí haber dormido tanto. ¿Dónde está Rogers?
—Le
responderé con la misma pregunta.
—¿Qué dice
usted?
—Simplemente,
que Rogers falta a la lista. No está ni en su cuarto ni en la cocina, y ni
siquiera ha encendido la lumbre.
Blove ahogó
un juramento y profirió en voz alta:
—¿Dónde
demonios puede estar? Seguramente estará dando vueltas a la isla. Espere a que
me vista. Mientras averigüe si los demás saben algo.
Philip
Lombard se dirigió hacia las puertas cerradas. Encontró levantado al doctor y
casi vestido. Al juez Wargrave, como a Blove, le tuvo que despertar. Vera
estaba disponiéndose a bajar, y en cuanto a miss Brent no estaba en su
habitación.
El reducido
grupo inspeccionó la casa. El dormitorio de Rogers estaba vacío, la cama
deshecha, la navaja, la brocha y el jabón estaban aún húmedos.
—Rogers se
ha levantado como siempre —dijo Lombard.
En voz
baja, Vera, tratando de ocultar su emoción, preguntó:
—¿No creen
que pueda estar oculto en algún rincón para espiarnos?
—Amiga mía
—contestó Lombard—, nada nos puede ya sorprender; haremos bien en resguardarnos
hasta que le encontremos.
—Opino que
debe estar haciendo algo por la isla —replicó Armstrong.
Blove, ya
vestido, pero no afeitado, se les unió.
—¿Dónde
está miss Brent? ¿Otro misterio? —preguntó.
Cuando
llegaron al vestíbulo entraba por otra puerta Emily Brent; llevaba puesto un
impermeable.
—El mar
sigue esta mañana con mucho oleaje —dijo—, y dudo que ningún barco pueda llegar
hoy a la isla.
Blove
preguntó a la solterona:
—¿Se ha
paseado usted sola esta mañana? Es usted una incalificable imprudente.
—Tranquilícese,
mister Blove; he andado con precauciones y con los ojos bien abiertos.
—¿Ha visto
usted a Rogers en algún sitio?
—¿Rogers?
—preguntó enarcando las cejas—. No, no le he visto esta mañana. ¿Por qué?
Wargrave,
correctamente vestido y muy bien afeitado, bajaba lentamente las escaleras. Se
dirigió hacia la puerta abierta del comedor y observó:
—¡Ah, la
mesa está ya preparada para el desayuno!
—Rogers ha
debido de prepararla anoche —repuso Lombard.
Entraron en
el comedor y vieron los platos puestos, los cubiertos de plata en su sitio, la
hilera de tazas y platitos sobre la mesa y las rodajas de fieltro esperando la
cafetera y la leche calientes.
Vera fue la
primera que lo advirtió. Cogió al anciano juez por el brazo y la violencia de
su gesto hizo que éste se sobresaltase.
—¡Los
negritos! ¡Mírelos! No había más que seis figuritas en el centro de la mesa.
Se le
encontró más tarde en la leñera, al otro lado de la casa. Había estado
partiendo leña para hacer fuego y tenía aún en la mano la pequeña hacha,
mientras que otra, más grande y fuerte, estaba apoyada en la puerta, llena de
sangre fresca, explicando demasiado la herida profunda que tenía Rogers en su
cráneo.
—Ha sido muy
fácil —dijo el doctor—. El asesino se ha deslizado por detrás, levantó la
pesada hacha y la dejó caer en la cabeza de Rogers en el momento en que éste se
inclinaba.
—¿Para
asestar tal golpe, el asesino debía de ser muy fuerte? —preguntó Wargrave al
doctor, que respondió:
—Una mujer
hubiese sido capaz.
Armstrong
miró a su alrededor, y no viendo a Vera ni a miss Brent, que se habían marchado
a la cocina, continuó:
—La joven,
aún más, pues es una atleta. En cuanto a miss Brent, parece muy débil, pero
esta clase de mujeres poseen de ordinario una gran fuerza nerviosa. Recuerden
que una persona atacada de locura puede desarrollar una energía increíble.
Pensativamente
el juez asintió con la cabeza.
Blove se
levantó suspirando:
—Ni la
menor huella digital. El asesino tuvo la precaución de limpiar el mango después
de cometer su crimen.
Una risa
histérica se oyó. Todos se volvieron. Vera estaba en medio del patio. Sacudida
por un acceso de hilaridad gritaba:
—¿Crían
abejas en esta isla? Dígame dónde se busca la miel. ¡Ah! ¡Ah!
La miraban
sin comprender nada. Dijérase que esta joven tan inteligente se volvía loca.
Siguió gritando:
—¿Por qué
me miran así? ¿Me creen loca? Pues mi pregunta no tiene nada de extravagante.
¡Hay abejas, colmenas, abejas! ¿No lo comprenden ustedes? ¿No han leído la
canción de cuna? ¡Está en sus dormitorios para que la aprendan! Si hubiéramos
reflexionado un momento, hubiéramos ido en seguida a la leñera, donde Rogers
cortaba leña, pues Siete negritos cortaban leña con un hacha... ¿Y cuál
es la estrofa siguiente? Seis negritos jugaban con una colmena... He ahí
por qué pregunto si se crían abejas en esta isla. ¡Dios mío, qué raro...! ¡Qué
extraño!
De nuevo
estalló su risa de loca; el doctor se adelantó y le dio un cachete en la cara.
Hipando y
jadeando tragó saliva. Al cabo de un instante continuó:
—Gracias,
doctor... ahora me encuentro mejor.
Su voz
volvía a ser calmosa y recobró su actitud ponderada de profesora de cultura
física. Dio media vuelta y se dirigió hacia la cocina, diciendo:
—Miss Brent
y yo prepararemos el desayuno. ¿Podrían traernos algunos trozos de leña para
encender la lumbre?
Los dedos
del doctor habían dejado unas huellas sonrosadas en la mejilla de Vera.
Cuando
desapareció, Blove dijo al doctor.
—¡Tiene
usted la mano pesada!
—Era
necesario, ya tenemos bastantes horrores para venirnos con crisis nerviosas
—prorrumpió a manera de excusa.
—¡Oh! Miss
Claythorne no tiene nada de histérica —objetó Lombard.
—No, al
contrario, veo en ella una joven muy sana de cuerpo y espíritu, pero con todas
estas emociones violentas eso le pasa a cualquiera.
Recogieron
la poca leña que Rogers había partido y la llevaron a la cocina, donde estaban
las dos mujeres trabajando. Miss Brent vaciaba las cenizas del fogón, y Vera,
con la ayuda de un cuchillo, quitaba la grasa.
Emily dijo
a los señores que le trajeron el combustible:
—Gracias,
vamos a darnos prisa para que dentro de media hora esté todo dispuesto. Es
preciso ante todo hacer hervir el agua.
El
inspector Blove preguntó a Philip Lombard con voz ronca:
—¿Sabe
usted qué pienso?
—Desde el
momento que usted piensa decírmelo es inútil que me rompa la cabeza
adivinándolo —replicó riendo.
El
inspector era un hombre serio y que no admitía bromas; sin pestañear continuó:
—Esto me recuerda un caso que pasó en América. Un
señor ya viejo y su mujer fueron asesinados a hachazos, el drama tuvo lugar por
la mañana y no había nadie en la casa más que su hija y la criada. Durante el
juicio se demostró que ésta no pudo cometer el asesinato, y en cuanto a la
otra, la hija, era una solterona de excelente reputación; se la reconoció
igualmente inocente y jamás se descubrió al culpable. Este caso lo he recordado
al ver el hacha y la solterona tan tranquila en la cocina, pues ni se ha
inmutado. En cuanto a la joven, ¿qué más lógico que esta crisis nerviosa? ¿No
opina usted así?
—Puede ser
—respondió lacónicamente Lombard.
Blove
continuó:
—Pero la
vieja, tan cuidadosa con su delantal... me recordaba a la señora Rogers cuando
nos decía: «El desayuno estará dispuesto dentro de media hora.» Me parece que
está mujer está loca de atar, pues casi todas estas solteronas terminan lo
mismo. No quiero decir con esto que tengan la mano homicida, pero sí que muchas
pierden la cabeza. Empiezo a creer que miss Brent tiene una locura mística, que
se imagina ser el instrumento de la justicia divina o algo por el estilo.
Cuando está en su cuarto siempre lee la Biblia.
Philip
Lombard lanzó un suspiro y declaró:
—Pero esto
no es prueba de desequilibrio mental.
El
inspector obstinóse:
—Esta
mañana ha salido con un impermeable y nos dijo que había ido a ver el mar.
El otro
bajó la cabeza, agregando:
—Rogers fue
asesinado en las primeras horas de la mañana. Miss Brent no tenia ninguna
necesidad de pasearse por la isla unas horas después del crimen. Créame, el
asesino de Rogers se las ha arreglado para que le encontremos, esta mañana,
durmiendo en su cama.
—Me atrevo
a señalar, querido Lombard, que si esta mujer fuera inocente se hubiese
asustado de andar sola por la isla. Pero claro, si ella es culpable no tiene
que temer de nadie; luego ella es la criminal.
—Este
argumento tiene su valor —dijo Lombard—. No había pensado en ello —y añadió
sonriendo—: Me place comprobar que usted no sospecha de mí.
Un poco
confuso, Blove respondió:
—No le
niego que al principio sospeché de usted... su revólver... la extraña historia
que nos contó... o mejor dicho que nos ocultó. Pero ahora me doy cuenta de que
su inocencia ha quedado bien patente.
—Espero que
usted tendrá la misma certidumbre referente a mí.
—Puedo
equivocarme —respondió Lombard—, pero no lo creo con imaginación suficiente
para la realización y preparación de todos estos horrores que estamos viviendo.
Si usted fuera el culpable, admitiría su gran talento de actor, y ante éste
tendría que quitarme el sombrero. Entre nosotros, Blove, y ya que antes de que
termine el día es probable que no seamos más que dos cadáveres, ¿estuvo usted
de veras complicado en aquel asunto de falsos testimonios?
Muy molesto
Blove respondió:
—¡Ahora ya
no me importa! Pues bien, sí. Landor era inocente, pero la cuadrilla de
bandidos me amenazó y tuve que encerrarlo por un año. Claro que todo esto es
confidencial, pues a no ser por las circunstancias... jamás lo hubiese dicho...
—Y sobre
todo delante de testigos —terminó Lombard, riéndose—. Pero esté usted
tranquilo, que no diré nada. Por lo menos espero que ganaría usted mucho
dinero.
—El negocio
no me dio lo que yo esperaba. Los Pudcel era una banda de harapientos; sin
embargo, logré un ascenso.
—Y a Landor
le condenaron a trabajos forzados a perpetuidad y murió en la cárcel.
—¿Podía yo
adivinar que iba a morir?
—No. ¡De
aquí su mala suerte!
—¿Mi mala
suerte? La de él, querrá decir.
—La de
usted también. Porque ha tenido como resultado que su vida sea acortada de un
modo desagradable.
—¡Que se
cree usted eso! —le contestó Blove, mirándole fijamente—. ¿Usted cree que me
voy a dejar coger como Rogers y los demás? Esté tranquilo, que sé guardarme
bien.
—A pesar de
todo, no quiero apostar, pues si usted muere yo no cobraría.
—¿Qué es lo
que me está contando?
—Le digo
que no tiene ninguna posibilidad de escapar a su destino. Su falta de
imaginación hace de usted un blanco ideal: un criminal tan astuto como U. N.
Owen le cogerá en sus redes, cuando quiera.
La cara de
Blove, enrojeció y preguntó con rabia:
—¿Y a
usted, mister Lombard?
Los rasgos
de Philip Lombard se endurecieron al responder:
—Yo soy un
hombre de recursos y me he encontrado en situaciones más peligrosas aún, de las
que salí indemne... Y espero salir de ésta, no diré con mayor ventaja...
Los huevos
se estaban friendo. Vera, que estaba tostando el pan, pensaba al mismo tiempo:
«¿Por qué
me ha atacado esa crisis de nervios? He sido una ridícula y he cometido un error.
Hay que tener calma, mucha calma.»
Hasta
entonces ella había conservado siempre su sangre fría.
«Miss Claythorne ha dado pruebas de mucha sangre fría; sin dudar se
lanzó al agua para socorrer al niño Ciryl...»
¿Por qué
evocar ese recuerdo? Todo pertenecía al pasado... al pasado... Ciryl había
desaparecido mucho antes que ella llegase a las rocas. Sintió que la corriente
le llevaba y se dejó arrastrar, flotando, y por fin la canoa de salvamento...
La felicitaron por su coraje y sangre fría. «Todos a excepción de Hugo, que
solamente la miró a los ojos.»
¡Oh! ¡Cómo
sufría pensando en Hugo después de tanto tiempo! ¿Dónde estaría? ¿Qué haría?
¿Tendría novia? ¿Estaría casado, quizá?
Emily Brent
la volvió a la realidad.
—¡Vera, el
pan se está quemando!
—Perdóneme,
miss Brent, estoy aturdida.
Emily Brent
sacaba de la sartén el último huevo frito. Disponiendo otro pedazo de pan para
tostarlo, Vera observó:
—Usted
tiene una calma extraordinaria, miss Brent.
—Me
enseñaron en mi juventud a dominar los nervios y a no causar molestias.
—Entonces,
¿no tiene miedo? —Vera hizo una pausa y añadió—: ¿O no teme a la muerte?
¡Morir!
Emily Brent tuvo una sensación como si una aguja le traspasase la cabeza.
¿Morir? Los demás morían, pero no ella... Esta Vera no comprendía nada. Los
Brent no habían tenido jamás miedo. Sus antepasados estuvieron al servicio del
rey y afrontaron la muerte con serenidad. Llevaron una vida tan recta como
ella... Jamás había hecho algo que la hiciese sonrojarse. «El señor vela por
los suyos. No temáis los terrores de la noche, ni la flecha que golpea el
día...» ¡Estamos en pleno día; la luz alejaba los fantasmas! «Ninguno de
nosotros abandonará esta isla.» ¿Quién dijo estas palabras? El general
MacArthur, cuyo primo estaba casado con Elsie MacPherson. No parecía que le
hubiese atormentado esta idea y la acogió con serenidad. ¡Fue impío! Ciertas
personas hacen tan poco caso de la muerte, que se suprimen ellos mismos. Beatriz
Taylor. Esta noche pasada soñó son Beatriz. La veía apoyada en la ventana,
la cara pegada a los vidrios, suplicándole que la dejase entrar. Pero ella la
había dejado fuera. De haberle permitido entrar en su cuarto, aquella gran
desgracia no hubiese ocurrido.
Emily
tembló. Su joven amiga la miraba de forma extraña; entonces dijo vivamente:
—¿Todo está
dispuesto? Vamos a servir el desayuno.
Ese
desayuno se salió de lo corriente. Cada uno mostróse extremadamente solícito
con su vecino de mesa.
—Miss
Brent, ¿puedo servirle el café?
—Mis
Claythorne, ¿quiere una lonja de jamón?
—¿Un poco
más de asado?
Había seis
personas, todas aparentemente normales y dueñas de su sangre fría. Pero en su
fuero interno las ideas daban vueltas como ardillas enjauladas.
¿A quién le tocará? ¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Lo logrará esta vez?
Me lo pregunto. ¡Si me diesen tiempo! Dios mío, ¿me dejarán tiempo?
Locura mística... eso es, seguramente. Mirándola, jamás se dudaría. ¿Y
si me equivocase?
Pierdo la cabeza. Mi lana ha desaparecido... las cortinas rojas
también... esto no tiene sentido. No comprendo nada ni veo jota.
¡Esta especie de cretino se ha tragado todo lo que le he contado!
¡Atención, sin embargo!
Seis negritos de porcelana... No quedan más que seis. ¿Cuántos habrá
esta noche?
Todo eso
pensaban, inquietos, en tanto comían.
—¿Quién
quiere el último huevo?
—¿Un poco
de mermelada?
—Gracias.
¿Un pastelillo?
Eran seis a
desayunar y todos se conducían como seres normales.
[1] Aldeanos,
labriegos.
[2] Miembro de
la Orden de San Miguel y San Jorge
[3] Cruz de
servicios distinguidos
[4] Calle de
Londres, donde viven los médicos famosos
0 Comentarios