AGATHA CHRISTIE - DIEZ NEGRITOS (PARTE 1)

El libro que leemos hoy ha sido considerado racista por muchos, tanto que incluso encendió en un momento las alarmas frente a una supuesta actitud discriminatoria de Agatha Christie, de todas formas vale la pena leerlo. Es importante que tengas tu propia opinión y luego de leerlo decidas que creer o no, en fin, igual es un texto interesante que aquí empieza, vamos...





Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!

1


Confortablemente instalado en la esquina de un departamento de primera clase, el juez Wargrave, jubilado hacía poco, echaba bocanadas de humo de su cigarro, recorriendo además con mirada sagaz las noticias políticas del Times.
De pronto puso el diario sobre el asiento y echó un vistazo por la ventanilla. En este momento el tren pasaba por el condado de Somerset. El juez consulto su reloj: todavía le quedaban dos horas de viaje.
Entonces recordó los artículos publicados en la Prensa sobre el asunto de la isla del Negro. Desde luego se había hablado de un millonario americano, loco por las cosas del mar, que había ocupado esta pequeña isla y había construido en la misma una lujosa residencia moderna. Desgraciadamente, la tercera esposa de este rico yanqui no tenía gustos marinos y por ello la isla, con su espléndida mansión, fueron puestas en venta. Una formidable publicidad se hizo patente en los periódicos, y un buen día se supo que la isla habíala adquirido un tal mister Owen.
Las habladurías más fantásticas no tardaron en circular por la Prensa londinense. La isla del Negro, decíase, había sido adquirida realmente por miss Gabrielle Turl. La famosa «estrella» de Hollywood deseaba descansar algunos meses, lejos de los reporteros indiscretos. «La abeja Laboriosa» insinuaba delicadamente que aquélla era una morada digna de una reina. Merry Weather deslizó que la isla había sido comprada por una pareja deseosa de pasar allí su luna de miel. Hasta se rumoreaba el nombre del joven lord L..., alcanzado por las flechas de Cupido. Jonas afirmaba que la isla del Negro había caído en manos del Almirantazgo británico que quería dedicarla a muy secretas experiencias.
En breve, la isla del Negro fue, en aquella temporada, un maná para los periodistas faltos de información.
El juez sacó de su bolsillo una carta cuya escritura era, por así decirlo, ilegible; pero, aun desperdigadas las palabras, se destacaban unas más que otras con cierta claridad.

Mi querido Lawrence... después de tantos años de haberme dejado sin noticias... Venid a la isla del Negro... un sitio verdaderamente encantador... tantas cosas tenemos para contarnos... del tiempo pasado... en comunión con la naturaleza... tostarse al sol... a las 12.40 salida de Paddington.... a

Y la carta terminaba así:

Siempre vuestra,
CONSTANCE CULMINGTON

Adornando su firma con una gran rúbrica.
El juez Wargrave intentó recordar la fecha exacta de su último encuentro con lady Constance Culmington; debía de remontarse a siete u ocho años atrás. La joven se volvió a Italia para tostarse al sol, comulgar con la naturaleza y los contadini[1]. Más tarde se dijo que había proseguido su viaje hasta Siria, donde quizá se prometió tostarse bajo un sol más ardiente todavía y «comunicarse» con la naturaleza y los beduinos.
Constance Culmington, pensaba el magistrado, era una mujer capaz de comprarse una isla y rodearse de misterio. Aprobando con una inclinación de cabeza la lógica de su argumentación, el juez Wargrave se dejó mecer por el movimiento del tren.
Y se adormeció.



Vera Claythorne, sentada en un vagón de tercera clase en compañía de otros viajeros, cerraba los ojos, recostada hacia atrás su cabeza. ¡Qué calor más sofocante hacía dentro de aquel tren...!, ¡qué bien se estaría a orillas del mar! Esta situación constituía para la joven una verdadera suerte. Conmuévete; cuando solicitáis un empleo para los meses de vacaciones, se os encarga la vigilancia de una chiquillería... las plazas de secretaria, en esta época, se presentan muy de tarde en tarde. La oficina de colocaciones no le dio sino una ligera esperanza. Al fin la esperada carta había llegado:

La agencia para colocaciones profesionales me propone su nombre y me la recomienda calurosamente. Creo entender que la directora la conoce personalmente. Estoy dispuesta a concederle los honorarios propuestos por usted y cuento con que podrá entrar en funciones el día 8 de agosto. Tome el tren de las 12.40 en Paddington y se la irá a recibir a la estación de Oakbridge. Adjunto un billete de cinco libras para sus gastos de viaje.
Sinceramente suya
                                                       UNA NANCY OWEN

En la cabecera de esta carta consignábase la dirección:

Isla del Negro, Sticklehaven (Devon)

¡La isla del Negro! ¡Y tanto como se habían ocupado de ella los periódicos! Toda suerte de insinuaciones y de rumores extraños circulaban motivados por este pedazo de tierra rodeada de agua. Sin duda no habría nada de verdad en ellos. De todas maneras, la casa, construida bajo los cuidados de un millonario americano sería, al parecer, el «último grito» del lujo y del «confort».
Miss Vera Claythorne, fatigada por su último trimestre de clases pensaba:
«La situación del profesor de cultura física en una escuela de tercer orden no es muy brillante... Si por lo menos pudiese hallar un empleo en un establecimiento mejor...»
Luego, con el corazón oprimido, pensó:
«Yo debo aún considerarme dichosa... La gente, por lo regular, no quiere tener en sus casas a una persona que ha sido procesada..., aunque luego quedase absuelta.»
Hasta el fiscal la había cumplimentado por su presencia de ánimo y su serenidad. En suma, el juicio le fue favorable del todo. La señora Hamilton habíale testimoniado su gran bondad; solamente Hugo... Pero ella no quería pensar en Hugo.
De súbito, a pesar del calor sofocante del departamento, se estremeció y deseó encontrarse a orillas del mar. Un cuadro se dibujaba con toda claridad en su espíritu. Veía la cabeza de Cyril subir y bajar de la superficie del agua y dirigirse hacia las rocas. La cabeza subía y bajaba..., aparecía y sumergíase... y ella misma, Vera, nadadora experta, se reprochaba por ello, al hendir fácilmente las olas, aunque persuadida de que llegaría... demasiado tarde...
El mar..., sus aguas profundas, calientes y azuladas..., las mañanas pasadas tendidos sobre la arena... Hugo..., Hugo... que le había vendido su amor.
Era preciso no pensar más en Hugo...
Abriendo los ojos, miró desabridamente al viajero sentado frente a ella, un hombrón de cara bronceada, ojos claros y boca arrogante, casi cruel.
«Yo apostaría a que este hombre ha recorrido el mundo y visto cosas sumamente interesantes.»


Philip Lombard, juzgando con una sola ojeada a la joven que sentábase frente a él, pensó:
«Encantadora..., quizá con demasiado aspecto de institutriz...»
Una mujer con la cabeza erguida, se dijo, es una mujer capaz de defenderse... en amor como en la guerra. Procuraría conducirse bien.
Puso el ceño adusto. No, inútil pensar en cuchufletas. Los negocios ante todo. Le era preciso concentrar todas sus energías en su trabajo.
¿De qué se preocupaba, en resumen? Aquel pequeño judío se había mostrado excesivamente misterioso.
—Hay que tomarlo o dejarlo, capitán Lombard.
—Cien guineas, ¿eh? —le había dicho entonces con gesto indiferente, como si cien guineas no significasen nada para él. ¡Cien guineas, ahora que no contaba con recursos! Adivinó sin embargo que el pequeño judío no era cándido; el fastidio con los judíos es precisamente nuestra impotencia para engañarles en materia de dinero... Parecen leer nuestros pensamientos.
Le había pedido bien claramente:
—¿No puede usted proporcionarme unos más amplios informes?
Mister Isaac Morris había sacudido con energía su pequeña cabeza calva.
—No, capitán Lombard, las cosas están así. Para mi cliente, usted es una buena persona, acorralada en un callejón sin salida. Estoy autorizado para entregarle la suma de cien guineas, y en reciprocidad, usted debe ir a Sticklehaven, en el Devon. La estación más próxima es Oakbridge; desde ella será usted conducido en automóvil hasta Sticklehaven y luego una canoa de motor le llevará a la isla del Negro. Una vez allí, usted se pondrá a la disposición de mi cliente.
Lombard había preguntado bruscamente:
—¿Por mucho tiempo?
—Una semana a lo más.
Atusándose su corto bigote, el capitán Lombard hizo observar:
—Está bien entendido que no exigirá de mi ningún trabajo ilegal, ¿no es cierto?
Al pronunciar estas palabras, Lombard lanzó una rápida mirada a su interlocutor. Una ligera sonrisa había aflorado a los labios carnosos del pequeño israelita y respondió seriamente:
—Con toda seguridad; si le pidiera alguna cosa ilegal, queda en completa libertad para retirarse.
¡Vaya al cuerno este judío meloso!
Había sonreído. A buen seguro sabía que en el pasado del capitán Lombard no todos los actos habían revestido caracteres de legalidad. Los labios de Lombard se entreabrieron como en una mueca.
¡En una o en dos ocasiones le faltó poco para dejarse ahorcar, pero siempre se había librado! ¿A qué, pues, atormentarse por anticipado? Contaba con darse buena vida en la isla del Negro.


En un departamento de no fumadores, miss Emily Brent permanecía sentada, erguido el busto, según su costumbre. Aunque tenía sesenta y cinco años, reprobaba todo abandono. Su padre, coronel de la antigua escuela, siempre habíase mostrado acicalado y meticuloso en su atuendo.
La generación actual alardeaba de un vergonzoso despechugamiento tanto en las actitudes como en las demás cosas.
Rodeada de una aureola de honestidad y de rígidos principios, miss Brent, en aquel vagón de tercera clase, abarrotado de viajeros, triunfaba de la falta de «confort» y del calor. En estos tiempos las gentes ven obstáculos por todas partes. Se prefiere una inyección antes de dejarse arrancar una muela... se toma un soporífero si el sueño no llega... se arrellanan en las butacas entre los cojines... y las muchachas medio desnudas, se exhiben en las playas durante el verano.
Miss Brent, con los labios fruncidos, hubiera querido dar una lección a ciertas gentes.
Ella recordaba sus vacaciones del año anterior. Este año sería diferente. La isla del Negro...
En su imaginación releía una vez más la carta tan frecuentemente recorrida y que ya se sabía de memoria:

Querida miss Brent:
Quiero creer que se acordará de mí. Hace algunos años pasamos juntas el mes de agosto en una pensión familiar en Bellhaven... ¡Y nos descubrimos tantos gustos comunes!
En este momento tengo en marcha establecer una pensión parecida en una isla a lo largo de la costa del Devon. Siempre he pensado que para alcanzar el éxito en esta clase de empresas era preciso una prima sencilla, pero excelente y la presencia de una persona amable de la vieja escuela. ¡Yo estaría encantada si quisiera hacer sus preparativos para venir a pasar estas vacaciones de verano en la isla del Negro, sin retribución alguna tan sólo a título de invitada! ¿A principios de agosto, le convendría...? ¿Y si fijásemos el día 8?
Con mis mejores recuerdos, sinceramente suya,
U. N. O.

¿Qué nombre sería éste? La firma aparecía casi ilegible, Emily Brent tenia poca paciencia y se hizo esta observación:
«¡Tanta gente firma tan mal con su nombre que no hay medio de descifrarlo...!»
Y esto pensando, pasó revista a los huéspedes de Bellhaven, donde hacía más de dos años ella había pasado el verano... Había una gentil mujer, de edad madura, señora... señora... veamos, ¿Cómo se llamaba...? Era hija de un canónigo y después aquella miss Olton... Ormen... no decididamente se llamaba Oliver. Sí, si, estaba bien segura, miss Oliver.
¡La isla del Negro! Se había hablado mucho en los periódicos... a propósito de una actriz de cinema... ¿o quizás mejor de un millonario americano? Total: una isla no cuesta un ojo de la cara y tampoco es del gusto de todos.
La idea de habitar una isla parece muy romántica, pero una vez instalados en ella no se tarda en comprobar los disgustos y uno se siente dichoso al poder desembarazarse.
A manera de conclusión, Emily Brent pensó:
«Sea como fuera, este año mis vacaciones no me costarán nada.»
Sus rentas se reducían más y más cada día, una buena parte de sus dividendos persistían impagados, por eso apareció su buena suerte. ¡Si su memoria le permitiera recordar solamente un poco mejor, a la señora... o señorita (no podía precisarlo) Oliver!


El general MacArthur se asomó a la ventanilla de su departamento. El convoy llegaba a Exeter, donde el bravo general debía cambiar de tren. ¡Esos trenes de líneas secundarias avanzaban con lentitud más propia de caracoles! ¡Y pensar que, a vuelo de pájaro, la isla del Negro estaba tan cerca!
No sabía de fijo quién era el llamado Owen... según parecía, un amigo de Spoof Leggard y de Johnnie Dyer...

Uno o dos de sus viejos camaradas serán de los nuestros... se sentirán encantados de charlar con usted de los tiempos pasados...

A fe que no deseaba cosa mejor que evocar el pasado en alegre compañía.
En estos últimos tiempos se había imaginado que sus amigos le ponían en cuarentena. ¡Todo a causa de sus estúpidas chinchorrerías! ¡Dios mío! La píldora era dura de tragar... aquello se remontaba a más de treinta años. Armitage no había sabido contener su lengua. ¿Qué sabía aquel charlatán? ¿A qué tanto alborotar? Uno se figura un montón de cosas y se imagina que los otros le miran de reojo.
Después de todo le agradaría ver aquella isla del Negro que tanto gasto hizo en las crónicas periodísticas. Seguramente algo habría de verdad en el ruido que se produjo, según el cual el Almirantazgo, la Guerra o la Aviación se posesionaron de aquélla.
El joven Elmer Robson, el millonario americano, había construido efectivamente una magnífica morada que hubo de costarle unos miles de libras esterlinas. Un lujo difícil de imaginar.
¡Exeter! ¡Una hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada! Impaciente, el general MacArthur hubiera querido continuar.


El doctor Armstrong conducía su auto a través de la llanura de Salisbury. Sentíase fatigado... La gloria se paga. Un tiempo hubo en que tranquilamente sentado en un gabinete de consulta de Harley Street, correctamente vestido, rodeado de los más modernos aparatos y los muebles más lujosos, esperaba... esperaba a lo largo de las horas el éxito o el fracaso de un esfuerzo.
¡Pero ya había triunfado! ¡La suerte le había sonreído! La suerte, secundada por su saber, vale decirlo. Conocía admirablemente su oficio... pero esto no era siempre suficiente para triunfar. Era preciso también el factor suerte. ¡Y ésa llegó! Un diagnóstico exacto y la gratitud de los clientes, dos ricas damas de la mejor sociedad... crearon su reputación.
—Debéis ir a consultar al doctor Armstrong, un joven médico, pero sumamente inteligente y hábil. Pam ha sido visitada por toda clase de médicos durante dos años y sólo él vio inmediatamente la causa de su mal.
Y así había empezado la bola de nieve.
Actualmente el doctor Armstrong era el médico de moda. No tenía un minuto para él. Todos sus días estaban empleados. Así en esta deliciosa mañana de agosto se divertía dejando Londres para ir a pasar algunos días en una isla situada a lo largo de la ribera del Devon. No le fue preciso un permiso. La carta que recibió estaba redactada en términos excesivamente vagos, pero nada de vago tenia el cheque que la acompañaba. ¡Unos honorarios fabulosos! Decididamente esos Owen rodaban sobre oro. El marido, al parecer, se atormentaba a causa de la salud de su esposa y quería saber a qué atenerse respecto a la naturaleza de la enfermedad sin que la señora Owen concibiese ninguna alarma. Ella rehusaba ser visitada por un médico... Sus nervios...
¡Los nervios! El médico levantó las cejas. ¡Las mujeres y sus nervios! Al fin y al cabo, desde el punto de vista comercial él cometería una tontería si las compadeciese. La mitad de las mujeres que iban a consultarle no sufrían otra enfermedad que el aburrimiento... ¡Pero iba a decírselo! Se puede siempre achacar a cualquier otra cosa.
Un estado ligeramente anormal, debido a (aquí una larga palabra científica), nada de importancia, pero es preciso remediarlo. Un tratamiento de los más sencillos.
En medicina lo corriente es la fe la que salva. Y el doctor Armstrong conocía el mejor sistema: inspiraba confianza y esperanza.
Tras un toque estridente de claxon, un enorme «Super Sports Daimler» le pasó a una velocidad de ciento treinta por hora. Le faltó poco al doctor Armstrong para no ser lanzado a la cuneta... uno de esos jóvenes imbéciles que devoran el camino. El médico no podía sufrirlos... Cretinos, idiotas...


Tony Marston, pasando como una tromba por el pueblecito de Mere, pensaba:
«¡Es espantoso el número de bañistas que se arrastran por los caminos y os impiden desfilar! ¡Es el colmo que circulen por el centro de la calzada! ¡Así se hace imposible conducir un auto en Inglaterra! ¡Habladme de Francia, donde realmente se puede correr a gran velocidad!»
¿Sería preciso detenerse allí para tomar un refresco o proseguiría su camino? Tenía aún mucho tiempo y sólo le faltaba por recorrer un centenar de kilómetros. Pediría una ginebra y una gaseosa... ¡Qué calor más sofocante! Iría a divertirse en aquella isla, si persistía el buen tiempo. Pero ¿quiénes serían esos Owen?, se preguntaba Tony Marston. ¡Probablemente unos infectos nuevos ricos!
¡Con tal que tuvieran una buena bodega! Nada es seguro en las casas de los ricos improvisados. Lástima que estos rumores concernientes a la compra de la isla por Gabrielle Turl no tuviesen fundamento. Era preferible juntarse a los adoradores de la hermosa artista. Quizá también se encontrarían algunas lindas muchachas entre los invitados de los Owen. Salió del mesón, estiró las piernas, los brazos, bostezó, contempló el cielo azul y subió de nuevo en su «Daimler».
Varias muchachas le observaban. Su alta estatura (un metro ochenta), sus cabellos rizados, su bronceada faz y sus ojos azules intenso, suscitaban la admiración.
Se apoyó sobre la palanca, rugió el motor y el auto trepó de un brinco la estrecha calleja. Las viejas mujeres y los chicos de la escuela se apartaban a su paso como medida de precaución y los pilluelos, subyugados, se desviaban del camino para seguir con los ojos al soberbio auto.
Anthony Marston continuaba su marcha triunfal.


Mister Blove viajaba en el tren ómnibus que venía de Plymouth. En su departamento tan sólo se encontraba otra persona, un señor viejo con trazas de marino y ojos legañosos. Entonces dormía.
Mister Blove escribía con cuidado en un pequeño cuaderno de notas.
—Esta vez mi lista está completa: Emily Brent, Vera Claythorne, doctor Armstrong, Anthony Marston, el viejo juez Wargrave, Philip Lombard y el general MacArthur, C.M.G.[2], D.S.O.[3]. El criado y su mujer: mister y mistress Rogers.
Cerró su cuaderno de notas y lo guardó en su bolsillo. Echó una mirada hacia el rincón donde dormía su compañero de viaje.
—Contaba uno de más —dijo muy bajo.
Reflexionó un instante y terminó:
—El trabajo será de los más fáciles. No hay modo de equivocarse. Confío que mi aspecto no deja nada que desear.
Se levantó y examinóse meticulosamente en el espejo del departamento. La imagen reflejada presentaba un aspecto militar. Había cierta expresión en su cara de ojos grises y labios adornados con un corto bigote.
—¡Palabra! Se me tomaría por un comandante —observó mister Blove—. ¡Ah, no!, olvidaba al general. Aquel viejo desperdicio no tardaría en desenmascararme.
«África del Sur —siguió monologando mister Blove—. Este, éste es mi rayo. Ninguna de esas personas ha estado en África del Sur, y como yo acabo de leer estos prospectos del viaje, podré hablar del país con conocimiento de causa.
La isla del Negro. Recordaba haber estado allí durante su infancia, una especie de rocas nauseabundas, frecuentadas por las gaviotas, a mil quinientos metros de la costa. Esta isla debía su nombre a su parecido con una cabeza de hombre... con los labios negros.
¡Graciosa idea de edificar allí una morada! Es horrible vivir en un islote cuando sopla el temporal. ¡Pero los millonarios son tan caprichosos!
El viejo buen hombre del rincón se despertó diciendo:
—En el mar no se puede nunca prever nada..., ¡nunca!
A manera de consuelo replicó mister Blove:
—Exacto. No se sabe jamás qué os espera.
Sacudido por el hipo, el viejo continuó, con voz lastimera:
—Algo se espera.
—No, no, amigo. Hace un tiempo espléndido —respondió mister Blove.
El viejo se enfadó.
—Le digo que la tormenta está en el aire. La percibo.
—Quizá tenga razón —le dijo mister Blove pacíficamente.
El tren se detuvo en una estación y el viejo se levantó penosamente.
—Yo bajo aquí.
Sacudió la portezuela para abrirla. Mister Blove acudió en su ayuda.
Antes de bajar al andén, el viejo levantó una mano con gesto solemne y guiñó los ojos.
—¡Velad y orad! —conjuró—. ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio se aproxima!
Ganando, por fin, el andén, se enderezó, levantó los ojos hacia mister Blove y le dijo con acento digno y severo:
—Es a usted a quien me dirijo, joven. El día del Juicio está muy cercano.
Arrinconado en la esquina de su departamento, mister Blove pensó en lo mismo:
—Es cierto; él está más cerca que yo del día del Juicio.
Pero mister Blove se equivocó.

2


Delante de la estación de Oakbridge había un grupo de personas esperando. Tras ellos estaban los mozos de las maletas.
Uno de ellos llamó:
—¡Jim!
El chófer de uno de los taxis estacionados se adelantó y preguntó con el dulce acento de Devon:
—¿Van ustedes, sin duda alguna, a la isla del Negro?
Cuatro voces respondieron afirmativamente, y los viajeros se miraron entre sí. El chófer se dirigió al de más edad, que era el juez Wargrave.
—Tenemos dos taxis a su disposición. Uno de ellos debe esperar el tren ómnibus que viene de Exeter dentro de cinco o seis minutos, pues otro señor llegará en ese tren. Quizás alguno de ustedes quiera esperar un poco, y de esa forma no irán tan apretados en el coche.
Vera Claythorne, comprendiendo su deber de secretaria, se apresuró a contestar:
—Yo esperaré, si quieren.
Su mirada y su voz ligeramente autoritarias dejaban entrever la clase de su trabajo. Empleaba el mismo tono que si diese órdenes a sus alumnos en un partido de tenis.
Miss Brent dijo secamente:
—Gracias.
El chófer había abierto la portezuela del taxi, y ella entró la primera, el juez la siguió. El capitán Lombard se atrevió.
—Esperaré con miss...
—...Claythorne —terminó Vera.
—Yo me llamo Lombard, Philip Lombard.
Los mozos apilaron sobre el taxi las maletas, y desde su interior el juez dijo amablemente:
—Tenemos un tiempo espléndido.
—En efecto.
«Un señor muy viejo, pero muy distinguido —pensó—. Completamente diferente de las personas que se encuentran en las pensiones familiares de las playas baratas. Es evidente que los señores Oliver conocen la gente del gran mundo.»
El juez Wargrave preguntó:
—¿Conoce usted esta región de Inglaterra?
—Conozco Cornualles y Torquay, pero es mi primera visita a esta región de Devon.
El juez añadió:
—No importa, tampoco yo conocía esta región.
El taxi se alejó.
El chófer del otro coche preguntó a los dos viajeros que quedaban:
—¿Quieren ustedes sentarse en el coche en tanto esperan?
Vera respondió con voz autoritaria:
—De ninguna manera.
Mister Lombard sonrió y dijo:
—Este sitio soleado me gusta mucho, a menos que usted prefiera entrar en la estación.
—¡Ah!, no, gracias. ¡Se siente uno tan dichoso de no estar en esos vagones recalentados!
—Es cierto; viajar en tren con esta temperatura es lo más desagradable que hay.
Vera añadió, por decir algo:
—Esperemos que esto dure. Hablo del tiempo. ¡El verano en Inglaterra reserva muchas sorpresas!
Lombard hizo una pregunta desprovista de originalidad:
—¿Conoce usted esta parte de Inglaterra?
—No, vengo por vez primera.
Decidida a poner en claro su situación en casa de los Owen, añadió:
—No he visto jamás a mi jefe.
—¿Su jefe?
—Sí, soy la secretaria de mistress Owen.
—¡Ah! Comprendo. Esto lo cambia todo.
Vera se echó a reír.
—¿Por qué? Yo no lo encuentro diferente. La secretaria particular de mistress Owen se puso enferma y pidió a una agencia, telegráficamente, una sustituta, y me han enviado a mí.
—¿Y si el puesto no le conviene, una vez instalada en la casa?
De nuevo Vera se echó a reír.
—¡Oh!, esto sólo es provisional. Un empleo para las vacaciones. Yo tengo una situación estable en una escuela de niñas. El hecho es que yo ardo en deseos de ver esta isla del Negro, tan célebre desde que los periódicos han hablado de ella. ¿Es a tal punto fascinadora?
—En verdad, no puedo decirle nada, no la conozco —respondió Lombard.
—¡Ah, si! Los Owen han debido entusiasmarse. ¿Cómo son? Dígame algo de ellos.
Lombard reflexionó un instante. La situación se ponía difícil. ¿Debía, sí o no, dar a entender que él no los conocía? Se decidió a cambiar de conversación.
—¡Oh! Tiene una avispa en un brazo, no se mueva, por favor.
Para convencerla hizo el gesto de lanzarse a cazar a la avispa.
—¡Ya se fue!
—Gracias, muchas gracias. Las avispas abundan este verano.
—Es, sin duda, el calor. ¿Sabe usted a quién esperamos?
—No tengo la menor idea.
Se oyó el ruido de un tren que se acercaba.
Lombard dijo:
—¡He aquí el tren que llega!
Un hombre alto, de aspecto militar, apareció a la salida del andén.
Sus cabellos grises estaban cortados casi al rape y su bigotito blanco muy bien cuidado.
El mozo, ligeramente vacilante bajo el peso de una sólida maleta de cuero, le indico a Vera y a Lombard.
Vera se adelantó.
—Soy la secretaria de mistress Owen, tomaremos este coche. Le presento a mister Lombard.
Con sus ojos azules, fatigados por la edad, el recién llegado juzgó al capitán Lombard. Se hubiera podido leer en ellos esta opinión:
«Buen tipo, pero hay en él algo que desagrada.»
Los tres se instalaron en el taxi, que recorrió las calles solitarias del pueblecito de Oakbridge y enfiló la carretera de Plymouth. A los dos kilómetros el coche se metió por un laberinto de caminos vecinales, verdeantes, empinados y estrechos.
El general MacArthur observó:
—Desconozco esta parte de Devon. Mi pequeña propiedad está situada al Este del condado, junto a los confines del Dorset.
—Este campo es encantador —comentó Vera—. Las colinas tan verdes y la tierra roja hacen un contraste agradable a la vista.
Lombard replicó, un tanto displicente:
—Esto me parece demasiado angosto, prefiero los grandes espacios donde la vista se pierde en el horizonte.
El general MacArthur le dijo:
—Parece como si hubiera viajado mucho.
Lombard alzó los hombros con gesto despectivo.
—¡Bah! He dado muchas vueltas por el mundo.
Y pensaba para sí: «Este viejo militar me va, seguramente, a preguntar si durante la Gran Guerra estaba en edad de coger el fusil. Con esta gente siempre pasa lo mismo.»
Sin embargo, el general MacArthur no hizo ninguna alusión a la guerra.
Después de haber subido a una colina escarpada, descendieron hacia Sticklehaven por un camino en zigzag. Este pueblecito sólo tenía varias casuchas, con una o dos barcas de pesca varadas en la playa.
Por primera vez contemplaron la isla del Negro, que surgía del mar, hacia el sur, iluminada por el sol poniente.
—Pero ¡si estamos todavía muy lejos de ella! —exclamó sorprendida Vera.
Se la había imaginado muy diferente, cerca de la ribera, coronada con una casa blanca; pero no se veía vivienda alguna. Sólo se percibía una enorme silueta rocosa que vagamente parecíase a una cara de negro. Su aspecto le pareció siniestro, y se estremeció. Delante de la posada de las Siete Estrellas, tres personas estaban sentadas; el viejo juez con su espalda encorvada, miss Brent, derecha como un huso, y un hombre, un mocetón que, sin ceremonias, adelantándose, se presentó a si mismo.
—Hemos creído que debíamos esperarles. Así no haremos más que un viaje. Permítanme que me presente. Me llamo Davis, y he nacido en Natal, en África del Sur.
Su jovial sonrisa le valió una mirada torva del juez Wargrave. Se diría que tenía deseos de dar la orden de despejar la sala del tribunal.
—¿Alguien desea tomar una copita antes de embarcarnos? —preguntó Davis, muy hospitalario.
Nadie aceptó su invitación. Volvióse y, con el dedo levantado, decidió:
—En ese caso no nos detengamos más. Deben de esperarnos nuestros anfitriones.
Se habría podido observar un cierto malestar en las caras de los demás invitados, que sus últimas palabras parecían haber inmovilizado.
En respuesta al signo de Davis, un hombre se destacó de la pared más próxima, contra la cual se apoyaba, y se acercó a ellos. Su paso balanceante indicaba en él al marino. Tenía la cara arrugada, los ojos sombríos y una expresión soñadora. Se expresó con el suave acento de Devon.
—Señoras y caballeros, ¿desean salir en seguida para la isla? El barco está preparado. Otras dos personas tienen que llegar en auto, pero mister Owen me ha ordenado no esperarles, ya que pueden llegar en cualquier momento.
El grupo se levantó y siguió al marino hacia un pequeño embarcadero, donde estaba amarrada una canoa automóvil.
Emily Brent observó:
—¡Qué barco más pequeño!
—No impide que sea excelente. En muy poco tiempo la llevaría a Plymouth.
El juez Wargrave dijo con aspereza:
—¿No somos muchos?
—Aún puede llevar doble número de pasajeros, señor.
Philip Lombard intervino y, con voz agradable, concluyó:
—¡Oh! Todo irá bien, hace un tiempo soberbio... el mar está en calma...
Sin gran entusiasmo, miss Brent se dejó ayudar para subir a la canoa. Los demás la siguieron. Hasta este momento ninguna cordialidad se había establecido entre los invitados. Cada uno parecía estudiar a su vecino.
En el instante en que la canoa iba a ponerse en marcha, el marino se detuvo con el bichero en la mano. En la bajada que había hacia el pueblo un automóvil descendía a toda velocidad. Era un auto tan potente y de líneas tan perfectas que les causó el efecto de una aparición. Al volante estaba sentado un joven que a la luz del crepúsculo parecía un héroe nórdico. Se oyó el sonido del claxon como un rugido infernal, repercutiendo por las rocas de la bahía. En este instante fantástico, Anthony Marston parecía estar por encima de los pobres mortales. Esta escena quedó grabada en la mente de quienes fueron testigos de su entrada en aquel pueblecito.


Fred Narracott, sentado cerca del motor, pensaba: «¡Vaya reunión de personas raras!» No esperaba conducir a este género de invitados para mister Owen. Creía que serían más elegantes. Las mujeres con bellos trajes y los hombres con atuendo apropiado para el yachting, todos ricos e importantes. Estos sí que no se parecen a los invitados de mister Elmer Robson. Una sonrisa burlesca se dibujó en sus labios mientras pensaba en otros tiempos. ¡Qué magníficas recepciones daba el millonario! ¡El champaña corría a torrentes!
Mister Owen debía ser una persona completamente diferente. Fred se extrañaba de no haber visto jamás a mister Owen, ni a su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los encargos eran hechos y pagados por mister Morris. Las instrucciones eran siempre claras y precisas, y el pago, rápido. Claro que esto no dejaba de ser extraño. Los periódicos suponían en todo esto un misterio. Mister Narracott abundaba en esta opinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin embargo, esta hipótesis se encontraba desechada al ver a los invitados; ninguno de ellos parecía vivir en el ambiente de una estrella de cine.
Fríamente los catalogaba en su interior.
Una solterona, con su agrio carácter... El las conocía bien. Estaba dispuesto a apostar que era una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera. La joven era bonita, pero nada extraordinaria y, desde luego, nada de estrella de Hollywood. Un grueso señor, que no tenía modales, un tendero retirado de sus negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un tipo muy raro, probablemente trabajaría en el cine.
En resumen, no veía en todo el grupo más que uno que le gustase, el último que llegó: el del coche. ¡Jamás se vio cosa igual en Sticklehaven! Un coche tan estupendo debía costar mucho dinero. Parecía un niño rico. ¡Si los demás se le asemejaran sólo un poco!
Reflexionando, todo esto le parecía extraño, muy extraño.
La canoa dio la vuelta a la isla, y se vio la casa. El lado sur de la isla era diferente del resto; descendía en suave pendiente hacia el mar.
La vivienda era baja y cuadrada, de estilo moderno. Estaba orientada hacia el Mediodía y recibía la luz a torrentes.
Una vivienda espléndida que respondía a todo cuanto se puede soñar.
Philip Lombard observó secamente:
—Debe de ser muy difícil llegar hasta aquí con mal tiempo.
—Cuando sopla el sudeste es imposible acercarse. A menudo las comunicaciones con la isla están cortadas durante una semana o más aún.
Vera Claythorne pensó:
«El aprovisionamiento debe de ser difícil. He aquí el inconveniente de una isla, cualquier disgusto con los criados se convierte en verdadero problema.»
Un lado de la canoa chocó suavemente con las rocas. Fred saltó a tierra; él y Lombard ayudaron a los demás a desembarcar. Narracott amarró la canoa a una argolla empotrada en la piedra y después dirigió al grupo hacia una escalera tallada en las rocas.
El general MacArthur exclamó:
—¡Esto es espléndido!
Sin embargo, en su fuero interno, no se encontraba a gusto. «Estrafalario lugar para vivir», pensó.
Al final de los peldaños se encontraron sobre una terraza. Ante la puerta abierta estaba un mayordomo de bondadoso semblante, esperándoles, y su cara pacífica aunque seria, les tranquilizó. En cuanto a la residencia de los Owen era admirable y el panorama que se vislumbraba desde la terraza superaba cuanto se hubiese visto o imaginado.
El criado se adelantó y haciendo una reverencia les invitó:
—Señoras y caballeros, ¿tienen ustedes la amabilidad de entrar?
En el inmenso vestíbulo había refrescos preparados para los invitados.
A la vista de las hileras de botellas Anthony Marston recobró su buen humor. Esta mezcolanza de gente no era de su gusto. Pero ¿qué idea tan tonta tuvo ese idiota de Badger de hacerle venir a esta isla? Sin embargo, las bebidas eran buenas y no faltaba el hielo.
Mister Owen, a causa de un fastidioso retraso, no podía venir hasta mañana.
El mayordomo se ponía por entero a disposición de los invitados. ¿Deseaban subir a sus habitaciones...? La cena estaría servida a las ocho...
Vera siguió a la señora Rogers hacia el otro piso. La criada abrió una puerta al final del pasillo y la joven entró en un dormitorio espléndido con un gran ventanal que daba al mar y otro hacia el interior; no pudo por menos Vera Claythorne que lanzar una exclamación de asombro.
Espero que no le falte nada, miss —le decía la señora Rogers.
Vera miró a su alrededor. Sus maletas deshechas ya y puesto todo en su sitio.
En una esquina de la habitación había una puerta que Vera supuso sería el cuarto de baño.
—Si desea algo más, miss, no tiene más que tocar el timbre.
—No tengo necesidad de nada, gracias.
Vera examinó a la mujer. Estaba tan pálida que parecía un fantasma. De tipo muy correcto, con los cabellos echados hacia atrás, y su traje negro, pero sus ojos no dejaban de mirar en todas direcciones. «Parece que tenga miedo de su sombra», se dijo Vera.
Y era cierto. La señora Rogers parecía presa de un pavor mortal.
La joven sintió un ligero estremecimiento. ¿De qué podía tener miedo esta mujer?
Amablemente dijo:
—Soy la nueva secretaria de la señora Owen, seguramente ya lo saben ustedes. La señora Rogers respondió:
—No sé nada, miss. Sólo me han dado una lista de las personas que venían y la habitación que tenía que dar a cada uno.
—¿Mistress Owen no le ha hablado de mí? —preguntó Vera.
Los ojos de la señora Rogers parpadearon.
—No he visto todavía a mistress Owen; hace sólo dos días que estamos aquí.
«¡Qué gente más fantástica estos Owen!», pensó Vera y añadió en voz alta:
—¿El personal doméstico es numeroso?
—No somos más que mi marido y yo.
Vera frunció las cejas. Ocho invitados. Diez personas en la casa en total, comprendidos mister y mistress Owen, y ¡sólo un matrimonio para servir a toda esta gente!
La señora Rogers añadió:
—Soy una buena cocinera y Rogers se basta para hacer el trabajo de la casa. Naturalmente no esperábamos tantos invitados.
—¿Cómo se las arreglará usted para salir adelante?
—Tranquilícese, miss, ya me arreglaré. Si más tarde mister Owen organiza otras recepciones, sin duda tomará más personal para ayudarnos.
—Así lo espero —contestó Vera.
La señora Rogers se alejó, sin ruido, como si fuera una sombra.
Vera se dirigió hacia la ventana y se sentó en una banqueta. Estaba inquieta. Todo le parecía muy raro en esta casa. ¡La ausencia de los dueños, la espectral criada y los invitados! ¡Estos sí que eran muy raros y extraños!
Vera pensó: «En verdad me hubiese gustado ver a mistress Owen y poder formar mi opinión.»
Se levantó y se paseó por la habitación, vivamente agitada.
Un dormitorio con decorado ultramoderno; las paredes pintadas de un color claro, y el espejo estaba contorneado de luces. Sobre la chimenea sólo había un bloque de mármol blanco queriendo imitar un oso, muestra de la escultura moderna, y en el cual estaba encajado un reloj de péndulo. Encima, un cuadro de metal cromado con una hoja cuadrada de pergamino.
Una canción de cuna.
De pie, delante de la chimenea, Vera leyó las ingenuas estrofas aprendidas en su niñez.

Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis de ellos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!

Vera no pudo por menos que sonreírse. ¿No estaba en la isla del Negro?
Se asomó a la ventana para contemplar el mar. ¡Cuan grande era el océano! No se distinguía tierra alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista.
Sólo una vasta extensión de ondulante agua azul bajo los rayos del sol poniente.
El mar... hoy tan sereno... a veces tan cruel... El mar que nos atrae a sus abismos... Ahogado... ahogado en el mar... ahogado... ahogado... ahogado... No quería acordarse. ¡No quería pensar en ello! ¡Todo esto pertenecía al pasado!


El doctor Armstrong desembarcó en la isla del Negro en el momento en que el sol desaparecía en el océano.
Había charlado durante el viaje con el hotelero, un hombre de la localidad, a fin de documentarse un poco acerca de los propietarios de la isla, pero Narracott no estaba bien informado o quizás estuviera poco dispuesto a charlar.
El doctor tuvo que contentarse con hablar del tiempo y de la pesca. El largo recorrido que hizo en auto lo había cansado, y los ojos hacíanle daño, pues todo el tiempo tuvo el sol de cara.
El mar y la calma le reponían de su lasitud. Le hubiese gustado tomarse unas largas vacaciones, pero no podía ofrecerse ese lujo. La cuestión económica era lo de menos, pero el cuidado de conservar la clientela estaba por encima de todo. Ahora que tenía una situación asegurada, debía trabajar sin descanso.
Pensaba: «Por esta noche trataré de no recordar que tengo que volver pronto a Londres y que existe Harley Street[4]».
La sola palabra isla tiene la virtud mágica de evocar en nuestro espíritu toda suerte de fantasías, pues al llegar se pierde el contacto con el mundo. ¡Una isla representa ella sola en un mundo! ¡Un mundo de donde, a veces, no se vuelve jamás! «Por una sola vez voy a ensayar el dejar detrás de mí todos los cuidados cotidianos.»
Y, sonriendo comenzó a elaborar proyectos para el porvenir.
Siempre sonriendo subió los peldaños tallados en las rocas.
En un butacón, en la terraza, estaba sentado un viejo cuyo aspecto le era vagamente familiar al doctor. ¿Dónde había visto esta cara de rana con ese cuello de tortuga, esa espalda y esos ojos maliciosos? ¡Ah, sí; era el viejo juez Wargrave! En una ocasión, Armstrong había informado en una audiencia en que estaba este magistrado. El viejo siempre parecía estar dormido, pero era listo como un zorro. Ejercía una gran influencia sobre el jurado: presentando los hechos a su gusto, había conseguido de esa forma increíbles veredictos. ¡En suma, era un juez feroz que enviaba a la horca al acusado con la mayor facilidad!
¡Vaya sitio más absurdo para encontrarle... en esta isla aislada del mundo!


El juez Wargrave se decía: «¿Armstrong? Me parece haberle visto informar como testigo. Una persona estimable, pero muy prudente. Todos los médicos son unos asnos, y los de Harley Street son los peores.»
Recordaba la reciente entrevista que había tenido con uno de ellos en esa misma calle.
Refunfuñó en voz alta:
—Las bebidas están en el vestíbulo.
—Voy a saludar a los dueños de la casa —indicó el doctor.
Wargrave cerró los ojos, lo que acentuó aún más su semejanza a un reptil.
—¡Imposible! —profirió.
—¿Por qué? —respondió Armstrong.
—No están ninguno de los dos. La situación es de lo más rara y no comprendo ni jota.
El doctor le miró largamente, y cuando creía al juez soñoliento, éste le preguntó:
—¿Conoce usted a Constance Culmington?
—No lo creo...
—No tiene importancia. Es una persona necia. Tiene una escritura ilegible. Me pregunto si no me habré equivocado de dirección.
El doctor, inclinando la cabeza en un saludo, siguió hacia la casa.
Wargrave pensó un momento en la alocada Constance Culmington; se parecía en eso a todas las hijas de Eva.
Su imaginación recayó entonces sobre las dos mujeres llegadas a la isla al mismo tiempo que él; la vieja pintada de labios y la joven. Esta no le satisfacía sino a medias... ¡Ah!, pero ellas eran tres contando a la señora Rogers. Curiosa mujer siempre atormentada por el miedo, según parecía. Esta pareja de criados eran aceptables y daban la impresión de conocer bien su cometido.
En este momento preciso, Rogers apareció en la terraza y el juez preguntó:
—¿Sabe usted si se espera hoy aquí a lady Constance Culmington? Rogers contestó:
—No, señor, no sé nada.
El juez enarcó las cejas y pensó: «Aquí hay algo raro.»


Anthony Marston tomaba su baño con voluptuosidad.
Sus miembros, anquilosados por el largo viaje en auto, se normalizaban. Muy pocas ideas le atormentaban. Era un ser lleno de acción y sensaciones.
Pensaba. «Lo tomaremos con calma», y volvió a no pensar en nada. El agua caliente... su cuerpo fatigado... se afeitaría, tomaría un aperitivo... comería... ¿Y después?


Mister Blove se hacía el nudo de la corbata.
Este ejercicio no le gustaba.
¿Tenía buena presencia?
Podía pasar.
Nadie le había demostrado simpatía. Rara manera que tenían los demás de mirarse de reojo... como si supieran....
El tenía que estar a la altura de las circunstancias.
A toda costa tenía que llevar a cabo la tarea que le habían encomendado.
Alzando los ojos vio la canción de cuna en el cuadro encima de la chimenea.
¡Buena idea habían tenido al ponerla allí...!
Pensó: «Me acuerdo haber estado aquí de pequeño. No hubiese creído nunca que volvería con un encargo tal... Afortunadamente no se sabe el porvenir.»


El general MacArthur reflexionó: «Todo esto empieza a molestarme, no esperaba semejante recibimiento.»
De buena gana hubiese inventado un pretexto para marcharse y enviarlo todo a paseo, pero la canoa automóvil había regresado al pueblo.
Al general le era, pues, forzoso quedarse en la isla.
El llamado Lombard le parecía un tipo extraño. Hubiera jurado que era falso como Judas.


Al primer golpe de batintín Philip Lombard salió de su habitación. Con pasos silenciosos y ágiles como los de una pantera, bajó la escalera. Tenía algo de felino. Su traza evocaba a una bestia feroz, pero simpática.
Se sonreía para sí.
¿Una semana?
¡Sí, aprovecharía esta semana!


En su dormitorio Emily Brent, vestida con un traje de seda negra, esperaba la hora de cenar leyendo su Biblia.
Repetía a media voz las palabras del texto.
«Los paganos están precipitados al abismo que ellos mismos habrán cavado; en el cepo que han ocultado se cogerán el pie. El señor se dará a conocer el día del Juicio Final. El pecador en sus propias redes caerá y será arrojado al infierno.»
Se mordió los labios y cerró la Biblia.
Se levantó; prendió en su corpiño un broche de cuarzo y bajó a cenar.


3


La cena estaba terminada.
Los platos habían sido excelentes, los vinos exquisitos, Rogers había servido la mesa admirablemente.
Todos estaban de buen humor y las lenguas empezaban a desatarse. El juez Wargrave, dulcificado por el delicioso vino de oporto, era espiritual e irónico; el doctor Armstrong y Tony Marston le escuchaban con placer.
Miss Brent hablaba con el general MacArthur; habían encontrado amigos comunes. Vera Claythorne le sometía a mister Davis cuestiones pertinentes al África del Sur, tema que mister Davis conocía a fondo.
Lombard seguía esta conversación. Una o dos veces levantó los ojos bruscamente y sus párpados se encogieron. De vez en cuando miraba discretamente alrededor de la mesa y estudiaba a los otros comensales.
De repente Marston exclamó:
—Son raras estas estatuillas, ¿verdad?
En el centro de la mesa redonda, sobre una bandeja de cristal estaban colocadas unas figurillas de porcelana.
—Negros —dijo Tony—. La isla del Negro. De ahí es de donde viene la idea, supongo.
Vera se inclinó hacia delante.
—En efecto, es divertido. ¿Cuántos son? ¿Diez?
—Sí... hay diez.
Vera exclamó:
—Son graciosos. Son los diez negritos de la canción de cuna; en mi cuarto está en un cuadro, suspendido sobre la chimenea.
—En mi cuarto también —dijo Lombard.
—En el mío también.
—Y en el mío.
Todo el mundo hizo coro.
—La idea no es vulgar —dijo Vera.
El juez Wargrave gruñó:
—Decid mejor es infantil.
Después se sirvió oporto.
Emily Brent lanzó una mirada a Vera, que respondió con una inclinación de cabeza y las dos se levantaron. Hasta el salón con las ventanas abiertas que daban sobre la terraza, les llegaba el ruido de las olas rompiendo en las rocas.
—Me encanta escuchar el murmullo del mar —indicó Emily Brent.
—A mí me horroriza —contestó Vera con voz seca.
Miss Brent le miró sorprendida. Vera enrojeció y añadió conteniendo su emoción:
—No será agradable estar aquí un día de tempestad.
—La casa debe de estar cerrada durante el invierno —dijo miss Brent—. Los criados rehusarán quedarse aquí.
Vera murmuró:
—No importa la época; debe ser difícil encontrar personas que quieran vivir en una isla.
Emily Brent hizo esta reflexión:
—Mistress Oliver puede sentirse contenta de haber encontrado este matrimonio de servidores; la mujer es una excelente cocinera.
«Es fantástico la forma con que estas solteronas equivocan los nombres», pensó Vera.
Y añadió con voz clara y lenta:
—Tiene suerte mistress Owen, verdaderamente.
Emily Brent sacó de su bolso una labor de punto y en el momento que cogía las agujas se detuvo y preguntó a su compañera:
—¿Owen? ¿Ha dicho usted Owen?
—Sí.
—En mi vida había oído ese nombre.
Vera dedujo.
—Pero bueno...
No pudo terminar la frase. La puerta se abrió dando paso a los hombres; les seguía Rogers trayendo el café en una bandeja.
El magistrado se sentó al lado de miss Brent y Armstrong al lado de Vera. Tony se dirigió hacia la ventana que seguía abierta. Blove examinaba con asombro una estatuilla de bronce, preguntándose cándidamente si esas formas angulosas representaban el cuerpo de una mujer.
El general MacArthur, de espaldas a la chimenea, se atusaba su corto bigote blanco, la cena había sido espléndida y regocijábase de haber aceptado la invitación. Lombard hojeaba el Punch, puesto con otros periódicos en una mesita cerca de la pared. El criado sirvió el café, negro, fuerte, ardiendo.
En resumen, todos los invitados estaban encantados de la vida, después de la copiosa y exquisita cena. Las agujas del reloj señalaban las nueve y veinte. En el salón reinaba un silencio... un silencio de confortable beatitud.
En medio de este silencio se oyó una voz... inesperada, sobrenatural:

«Señoras y caballeros. Silencio por favor.»

Todos se sobresaltaron, se observaron unos a otros y escudriñaron las paredes. ¿Quién había hablado?
La voz continuó alta y clara:

«Os acuso de los siguientes crímenes:
»Edward George Armstrong, usted causó la muerte a Luisa Mary Glees el 14 de marzo de 1925.
»Emily Caroline Brent, es responsable de la muerte de Beatryz Taylor el 5 de noviembre de 1931.
»John Gordon MacArthur, usted envió a la muerte con la mayor sangre fría al amante de su mujer, Arthur Richmond, el 4 de enero de 1917.
»William Henry Blove: es usted causante de la muerte de James Stephen Landor el 10 de octubre de 1928.
»Vera Elisabeth Claythorne, el 11 de agosto de 1933 mató usted a Cyril Oglive Hamilton.
»Philip Lombard, en el mes de febrero de 1932 llevó a la muerte a veintiún hombres miembros de una tribu de África Oriental.
»Anthony James Marston, el 14 de noviembre último mató a John y Lucy Combes.
«Tornas Rogers y Ethel Rogers, el 6 de mayo de 1929 dejaron morir a Jennifer Brady.
»Lawrence John Wargrave, el 10 de junio de 1934 condujo a la muerte a Edward Seton.
»Acusados:
»¿Tienen ustedes algo que alegar en su defensa?»


La voz acusadora se calló.
Después de un instante de silencio absoluto se oyó el ruido de una vajilla; a Rogers se le cayó de las manos la bandeja con el servicio del café. En este mismo momento les llegó del vestíbulo un grito y el ruido de una caída.
Lombard fue el primero en levantarse y corrió hacia la puerta, al abrirla se encontró con mistress Rogers tendida en el suelo.
Lombard llamó a Marston en su ayuda. Entre los dos levantaron a la mujer y la llevaron al salón.
El doctor intervino, auxilió a los que traían a la sirvienta para tenderla en el sofá y se inclinó para examinarla.
—No es nada —anunció—. Un simple desvanecimiento; volverá en sí de un instante a otro.
—Vaya a buscar coñac, Rogers —dijo mister Lombard.
El criado, con el semblante lívido y temblorosas las manos, salió rápidamente de la estancia.
Vera gritó:
—¿Quién hablaba? ¿Dónde se oculta esa voz? Habría jurado...
El general MacArthur balbució:
—Pero ¿qué pasa aquí? ¿Qué broma de tan mal gusto es ésta?
Sus manos temblaban, sus espaldas se doblaron y de repente pareció envejecer diez años.
Blove secóse el sudor de la cara con el pañuelo. Sólo el juez Wargrave y miss Brent quedaron impasibles en apariencia. El busto erguido y la cabeza alta, Emily Brent tenía los pómulos sonrojados. El magistrado conservaba su actitud acostumbrada, con la cabeza gacha. Con una mano se rascaba suavemente la oreja. Sólo sus ojos se movían. Su mirada, perpleja y brillante de inteligencia husmeaba todos los rincones del salón.
Viendo al doctor ocupado con la mujer desvanecida, Lombard tomó la iniciativa de responder a las preguntas formuladas por Vera y el general.
—Esa voz parecía venir desde la habitación en que estamos.
—Pero ¿quién hablaba? ¿Quién? ¡Desde luego ninguno de nosotros! —exclamó Vera.
Lo mismo que el juez, Lombard recorría con la mirada todos los rincones de la habitación. Su mirada se posó en el ventanal y movió la cabeza dudando. De repente sus ojos brillaron y con paso rápido se dirigió hacia una puerta cercana a la chimenea que daba a la estancia contigua.
Abrió la puerta bruscamente y lanzó una viva exclamación:
—Esta vez lo encontré.
Los demás se unieron inmediatamente, sólo miss Brent se quedó sentada en la butaca.
En aquella habitación había una mesa arrimada a la pared que daba a la sala. Sobre la mesa había un gramófono de un modelo antiquísimo con una gran bocina pegada al muro. Lombard desarmó el aparato y señaló dos o tres agujeros casi imperceptibles horadados en el tabique.
Volvió a colocar el gramófono en su sitio; fijó la aguja sobre el disco e inmediatamente escucharon de nuevo:
«Os acuso de los crímenes siguientes.»
—¡Pare, pare! ¡Esto es horrible! —exclamó Vera.
Lombard obedeció y Armstrong dio un suspiro de satisfacción añadiendo:
—Han querido gastarnos una broma. ¡He ahí todo!
La voz del juez murmuró:
—¿Cree usted que se trata de una broma?
El médico le miró fijamente.
—¿Qué quiere usted que sea?
El magistrado, pellizcándose los labios, declaró:
—En estos momentos no estoy, en absoluto, en disposición de opinar.
—Olvida un detalle —intervino Anthony Marston—. ¿Quién ha puesto el gramófono en marcha?
—En efecto. Me parece que una indagación se impone para esclarecer este punto —murmuró agriamente Wargrave.
Se fue hacia el salón y todos le siguieron.
Rogers entraba con un vaso de coñac. Miss Brent estaba inclinada sobre la cocinera que se quejaba.
Hábilmente, Rogers se interpuso entre las dos mujeres.
—Permítame, señorita, decirle una palabra... Ethel... Ethel... no te atormentes, no es nada serio..., ¿me comprendes...? Anímate un poco.
La criada respiraba con dificultad. Sus ojos fijos y asustados recorrieron todas las caras. La voz de su marido se hacía cada vez más fuerte:
—Anda, Ethel, no te excites.
—Se encontrará mejor dentro de poco; sólo se trata de una broma —le dijo el doctor amablemente, en animoso tono.
—¿Me he desmayado, doctor?
—Sí, mistress Rogers.
—Era esa voz... esa horrible voz... Como si fuera la de un juez.
De nuevo su cara se puso verdosa y sus ojos parpadearon.
El doctor pidió vivamente:
—¿Dónde está el coñac?
Rogers había puesto el vaso encima de una mesita, se lo dio al doctor que se inclinó sobre la criada.
—Tenga, beba esto.
Bebió un sorbo y tosió. El alcohol le sentó muy bien; los colores reaparecieron en su semblante.
—Me siento mejor ahora —dijo la enferma—. Esto me ha impresionado mucho.
Su marido la interrumpió:
—Lo creo; a mí también. Dejé caer la bandeja. Son infames mentiras... Me gustaría saber...
Fue interrumpido por una tos... una tosecilla seca, pero que le cortó la palabra. Miró al juez que, en el tono de antes, volvió a toser.
—¿Quién ha puesto ese disco en el gramófono? ¿Ha sido usted, Rogers? —interrogó el juez.
Rogers protestó.
—No sabia de qué se trataba señor; juro que lo ignoraba. Si hubiese sabido lo que decía no lo hubiera puesto, se lo aseguro.
El juez profirió con voz brusca:
—Quiero creerle, pero, sin embargo, me gustaría que me proporcionara algunas explicaciones, Rogers.
El criado se secó el sudor de la frente con un pañuelo y declaró con franqueza:
—No he hecho más que obedecer órdenes.
—¿Qué ordenes?
El juez Wargrave insistió:
—Esclareceremos un poco esto. ¿Qué órdenes le ha dado exactamente mister Owen?
—Me dijo que pusiera un disco en el gramófono, que este disco lo encontraría en el cajón y mi mujer pondría el gramófono en marcha cuando yo sirviese el café en el salón.
—Esta historia me parece extraordinaria —murmuró el juez.
—Es cierto, señor, lo juro. No me pareció raro porque el disco llevaba una etiqueta y yo creía que era música como los demás.
Wargrave miró a Lombard, preguntándole:
—¿Había una etiqueta en ese disco?
Lombard asintió con la cabeza y rió burlonamente descubriendo sus dientes blancos y puntiagudos.
—Es exacto, señor, ese disco lleva el título: El canto del cisne.
El general MacArthur estalló colérico:
—Todo esto es grotesco, estúpidamente grotesco; ¿qué idea han tenido al lanzar acusaciones tan monstruosas contra nosotros? Es preciso avisar sin demora a mister Owen o quien sea.
Miss Brent le interrumpió:
—Pero ¿quién es ese señor? He aquí la cuestión —dijo con aire indignado.
El juez meditó. Expresóse con la autoridad que le había conferido una vida entera pasada en los tribunales.
—Ante todo interesa esclarecer este detalle. Rogers, llévese a su mujer a su habitación y que se acueste. Luego, vuelva en seguida.
—Bien, señor.
—Espere que le ayude, Rogers —añadió el doctor.
Apoyada en los dos hombres, mistress Rogers salió vacilante de la estancia.
Cuando hubieron salido, Tony Marston dijo:
—No sé si opinará lo mismo que yo, pero voy a beber una copita de licor.
—Yo también —añadió Lombard.
—Voy a ver si descubro por ahí algunas botellas —dijo Tony alejándose.
Unos instantes después, ya estaba de vuelta.
—Ya las tengo, las descubrí en una bandeja cerca de la puerta, nos estaban esperando.
Las puso delicadamente sobre la mesa y llenó los vasos. El juez y el general se hicieron servir un buen whisky. Todos necesitaban un estimulante; sólo Emily Brent pidió un vaso de agua.
El doctor reapareció en el salón.
—Está mucho mejor. Le he dado un sedante para que descanse. ¿Están ustedes bebiendo? Les imitaré muy gustoso.
Los hombres llenaron por segunda vez sus vasos.
Unos minutos después volvió Rogers.
El juez se encargó de continuar el interrogatorio.
Pronto el salón se transformó en un tribunal improvisado.
—Veamos, Rogers: queremos conocer algo de esa historia. ¿Quién es mister Owen? —preguntó el magistrado.
—Pues el propietario de la isla, señor.
—Sí. Ya lo sé. Pero ¿sabe algo de él?
Rogers bajó la cabeza.
—No puedo decirle nada en absoluto, pues no lo he visto jamás.
Un movimiento de sorpresa se produjo en todos.
El general MacArthur preguntó a su vez:
—¿No le ha visto jamás? ¿Qué cuento es éste?
—Mi mujer y yo estamos aquí sólo desde hace unos días. Fuimos contratados por mediación de una agencia de colocaciones. La agencia Regina, en Plymouth, fue la que nos escribió.
Blove aprobó con la cabeza.
—Es una agencia antigua —dijo.
—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.
—¿La carta que nos escribieron? No, señor; no la he conservado.
—Continúe su historia. Dice que fueron contratados por carta...
—Si, y se nos fijaba el día que teníamos que venir. Aquí todo estaba en orden, había provisiones en abundancia y nos gustó la casa; sólo tuvimos que limpiar el polvo.
—¿Y después?
—Nada, señor; recibimos instrucciones, por carta, de preparar las habitaciones para recibir a los invitados, y ayer el cartero nos trajo otra carta de mister Owen diciéndonos que no podía venir y que cumpliéramos con nuestro deber lo mejor posible en su ausencia. Nos daba órdenes para la cena y nos pedía que pusiéramos el disco a la hora del café.
—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.
—Sí, señor; la llevo encima.
Sacó la carta del bolsillo y el juez se la cogió de las manos.
—¡Hum! Tiene el timbrado del Ritz y está escrita a máquina.
—¿Me permite verla? —le dijo Blove, que estaba a su lado.
La cogió de manos del juez y la recorrió con la vista. Luego murmuró:
—Es una máquina Corona nueva, y sin ningún defecto; papel comercial ordinario. No estamos más adelantados que antes. Podrían sacarse huellas digitales, pero me parece que no encontraríamos ninguna.
Wargrave le miró con atención creciente.
Marston, de pie, al lado de mister Blove, miraba por encima de su espalda y señaló:
—Nuestro anfitrión tiene unos nombres muy extraños: Ulik Norman Owen. Se llena la boca uno al decirlo.
El viejo magistrado se sobresaltó:
—Le estoy muy reconocido, mister Marston; acaba de llamar mi atención sobre un punto bastante sugestivo.
Miró a su alrededor y alargando el cuello como una tortuga enfadada, añadió:
—Creo que el momento es propicio para reunir todas las informaciones que poseemos. Me parece que cada uno deberíamos decir todo cuanto sepamos acerca del propietario de esta casa.
Hubo un momento de silencio y, un tanto malhumorado continuó:
—Aquí somos todos invitados. A mi juicio sería utilísimo que cada uno de nosotros explicase exactamente a título de qué se encuentra aquí.
Al cabo de un instante, Emily Brent tomó la palabra muy decidida.
—Hay en todo esto algo misterioso. Yo he recibido una carta cuya firma era casi imposible descifrar. Parecía proceder de una amiga que tuve hace dos o tres años en una playa. He creído leer Ogden y Oliver. Ahora bien, conozco a una señora Ogden y otra mistress Oliver, pero puedo afirmar con toda seguridad que jamás he conocido una mistress Owen.
—¿Tiene usted esa carta, miss Brent? —preguntó el juez.
Subió a su cuarto y volvió con ella en las manos a los pocos minutos.
Después de haberla leído, el juez indicó:
—Comienzo a comprender... ¿Y usted, miss Claythorne?
Vera explicó cómo había sido contratada en calidad de secretaria de mister Owen.
—¿Y usted, mister Marston? —dijo en seguida Wargrave.
—Recibí un telegrama de uno de mis amigos, Badger Berkeley —respondió Anthony—. De momento quedé sorprendido, pues creía que ese sinvergüenza se encontraba en Noruega. Me decía que viniese aquí en seguida.
El juez inclinó la cabeza y añadió:
—Doctor Armstrong, ¿qué tiene que decirnos?
—Yo vine aquí a título profesional.
—Bien. ¿Y no tiene usted ninguna relación con la familia Owen?
—No, sólo el nombre de uno de mis colegas era simplemente citado en la carta.
—Desde luego esto prestaba más verosimilitud —añadió el magistrado—. ¿No le daba a usted tiempo a entrevistarse con su colega?
—No. No me fue posible.
Lombard, que examinaba la carta de Blove desde hacía un momento, dijo de repente:
—Escuche, acaba de ocurrírseme una idea.
Wargrave levantó la mano.
—Espere un minuto.
—Pero si...
—Vayamos por orden, mister Lombard. En este momento estamos aclarando las causas que motivaron nuestra asistencia aquí. ¿General MacArthur?
Atusándose siempre el bigotito, el viejo militar murmuró:
—Recibí una carta... de ese mister Owen... me hablaba de los viejos camaradas míos que podía encontrar aquí... Y me pedía sus excusas al hacerme la invitación de esta forma. No he guardado la carta.
Wargrave llamó:
—¿Mister Lombard?
El cerebro de Lombard no había estado inactivo. ¿Debía hablar con toda franqueza? Tomó una decisión.
—La misma historia que los demás. La invitación hace alusión a unos amigos comunes y he caído en la trampa. Por desgracia rompí la carta.
Wargrave se volvió hacia mister Blove y mirándole fijamente añadió:
—Acabamos de pasar por una prueba muy desagradable. Una voz que parecía venir de ultratumba nos ha llamado a todos por nuestros nombres y ha hecho acusaciones precisas contra nosotros de las cuales ya hablaremos después. Ahora lo que interesa es un detalle menos importante. Entre los nombres citados oímos el de William Henry Blove. Pero entre nosotros nadie se llama así. En cambio, el de Davis no ha sido mencionado. ¿Qué dice a esto, mister Davis?
—¿Por qué ocultarlo por más tiempo? Yo no me llamo Davis.
—Entonces, ¿usted es William Henry Blove?
—Sí.
—Permítame decirle una palabra —añadió Lombard—. Mister Blove: no sólo se ha presentado usted con un nombre falso, sino que además le he sorprendido mintiendo. Usted pretendía que venía de Natal. Conozco muy bien África del Sur y puedo jurar que no puso allí jamás los pies.
Todas las miradas convergieron sobre Blove... Miradas cargadas de cólera y desconfianza. Marston se abalanzó sobre él con los puños crispados.
—¡Ahora, dígame quién es, sinvergüenza!
Blove se echó hacia atrás, apretando sus mandíbulas, y contestó:
—Ustedes se equivocan. Tengo mis papeles y puedo enseñárselos. He pertenecido a la policía y dirijo actualmente una agencia de detectives en Plymouth y fui requerido para venir aquí por mister Owen. Adjunta en su carta había una gran cantidad de dinero para mis gastos y me daba las instrucciones que debía seguir. Debía mezclarme con los invitados (me envió una lista) y vigilar sus hechos y gestos.
—¿Y qué razón le daba?
Blove contestó con amargura:
—Las joyas de mistress Owen. Me pregunto, ahora, si existe el tal mister Owen.
El juez repuso:
—Las conclusiones me parecen lógicas. ¡Ulik Norman Owen! En la carta dirigida a miss Brent el apellido era ilegible, pero el nombre se podía leer: Una Nancy O., es decir, siempre U. N. Owen. Con un poco de imaginación y fantasía se podría reconstruir la palabra inglesa «Unknown», es decir, desconocido.
¡Pero esto es fantástico, es una locura! —exclamó Vera.
El juez repuso:
—Tiene usted razón, miss Vera. Estoy seguro de que hemos sido invitados por un loco, probablemente un loco... un maniático del crimen.


4


Hubo un momento de silencio. En todos los rostros se leía la sorpresa y el miedo. Se dejó oír de nuevo la voz clara del juez Wargrave:
—Llegamos ahora a la segunda fase de nuestra relación. Ante todo voy a añadir mis propias informaciones a las que ya poseemos.
Sacó una carta de su bolsillo y la arrojó sobre la mesa.
—Esta carta está escrita como si fuese de una de mis viejas amistades. Lady Constance Culmington, a la que hace dos años que no he visto. Estaba en Oriente. El autor de esta carta ha empleado el estilo incoherente y fútil de lady Culmington para invitarme a encontrarla aquí, y me habla de los propietarios de una manera confusa. Fíjense ustedes en que en todas las cartas se encuentra la misma táctica, sobresaliendo un punto del mayor interés: que, sea quien fuere el individuo, nombre o mujer, que nos ha traído a esta casa, nos conoce o se ha molestado en buscar datos sobre cada uno de nosotros. Está al corriente de mi relación con lady Culmington y su estilo epistolar no le es extraño. Sabe el alias del amigo de Marston y la clase de telegramas que envía habitualmente. No ignora el estilo en que hace dos años pasaba sus vacaciones miss Brent y las costumbres de la gente con quien se relacionaba. Y por último posee indicaciones sobre los viejos camaradas del general MacArthur. Después de una pausa continuó:
—Ustedes vieron cómo nuestro anfitrión conoce muchas cosas nuestras que le han permitido formular acusaciones concretas.
Esta observación desató muchas protestas.
—Todo eso no es más que un hatajo de calumnias —exclamó el general.
—¡Esto es cínico! —gritaba Vera con la respiración entrecortada.
—¡Es una mentira, una infame mentira! —exclamaba Rogers con voz ronca—. ¡Jamás ni mi mujer ni yo hemos cometido crimen alguno!
—Me pregunto, ¿adonde quiere llegar ese loco? —murmuraba Anthony Marston.
La mano en alto del magistrado calmó a los asistentes. Escogiendo sus palabras, dijo:
—Deseo hacer una declaración. Nuestro amigo desconocido me acusa de la muerte de un tal Edward Seton. Me acuerdo perfectamente de Seton. Estaba acusado del asesinato de una vieja y compareció ante mí en junio de 1930. Su abogado le defendió hábilmente y él mismo produjo una buena impresión en el jurado. Pero después de las declaraciones de los testigos, su crimen no dejaba duda a mis ojos. Presenté mi requisitoria y el jurado le condenó. Proponiendo la pena de muerte contra él no hacia más que confirmar el veredicto. Se recurrió contra la sentencia invocando unas inexactitudes en la interpretación de los hechos, pero la apelación fue desestimada y el hombre ejecutado. Declaro ante ustedes que mi alma y mi conciencia no tienen nada que reprocharme, pues cumplí con mi deber condenando a muerte a un asesino.
¡Armstrong se acordaba del caso Seton! El veredicto sorprendió a todos. El día anterior al juicio había cenado en un restaurante con el abogado de su cliente. Después las lenguas se desataron; el juez Wargrave se cebó con el acusado.
Había conseguido convencer al jurado y Seton fue reconocido culpable. «Procedimiento legal.» El viejo magistrado conocía como pocos la ley. Dio la impresión que el juez satisfacía una venganza personal.
Todos estos recuerdos aparecían de repente en la imaginación del doctor, y sin reflexionar le preguntó:
—¿Conocía personalmente a Seton? Quiero decir antes del proceso.
Los ojos del juez se posaron en el doctor y con voz precisa contestó:
—No, no conocía personalmente a Seton antes del proceso.
Pero el doctor pensó: «Este pícaro viejo miente, estoy seguro.»


Vera Claythorne explicó temblorosa:
—Quisiera decirles... a propósito del niño Cyril Hamilton, que era yo su institutriz. Estábamos en una playa veraneando y le tenía prohibido el nadar demasiado lejos. Un día aprovechando una distracción por mi parte, se fue más lejos de lo que le tenía permitido. Salté al agua para cogerle, pero llegué demasiado tarde. Fue horroroso, pero no hubo falta por mi parte. En la indagatoria el fiscal reconoció mi inocencia. La madre del niño no me dirigió ningún reproche y me demostró su afecto. ¿Por qué reprocharme este doloroso accidente? ¡Es injusto... injusto!
La joven se deshizo en lágrimas.
El general le dijo para consolarla:
—Vamos, vamos, querida niña... Sabemos que todo eso es falso... se trata de un loco chiflado, digno de encierro. No vale la pena darle importancia a esas infamias. Entretanto yo declaro que no hay nada cierto en esa historia del joven Arthur Richmond. Richmond era oficial de mi regimiento, le envié a un reconocimiento... y fue muerto por el enemigo... ¿qué cosa más corriente en tiempo de guerra? Lo que me apena es esa malévola insinuación sobre la conducta de mi mujer... la más fiel de todas las esposas... ¡la mujer del César!
El general MacArthur se sentó. Su mano temblaba al atusarse el bigote. Estas palabras le habían costado un esfuerzo sobrehumano.
Con los ojos sonrientes Lombard le tomó la palabra.
—Por lo que se refiere a los indígenas...
Marston le interrumpió:
—¿Qué?
Philip Lombard se echó a reír.
—Es una historia verídica. Los abandoné a su suerte. Era una cuestión de vida o muerte, estábamos perdidos en la selva. Mis dos camaradas y yo cogimos lo que quedaba de alimento y huimos.
El general se indignó.
—¡Cómo!  ¿Ustedes abandonaron a sus hombres? ¿Les dejaron morir de hambre?
Lombard respondió:
—Cierto, no sería muy edificante por parte de un Poukka sahib... pero el conservar la vida creo que es el primer deber de un hombre. Los indígenas no tienen miedo a la muerte... Sobre este particular su mentalidad difiere de la de los europeos.
Vera levantó la cabeza y miró a Lombard de hito en hito.
—¿Los... dejó morir?
—Sí —respondió Lombard—, los dejé morir —su mirada alegre se posó en los ojos asustados de la joven—.
Anthony Marston declaró perplejo:
—Acabo de reflexionar... pienso que Johnny y Lucy Combes serían los dos niños que atropellé cerca de Cambridge. ¡Qué mala suerte!
El juez Wargrave le preguntó:
—¿Para ellos o para usted?
—Hombre, pensaba que para mí... Quizá tenga usted razón; fue mala suerte para ellos. Pero se trata de un accidente. Los niños salían corriendo de una casa. Me quitaron el permiso de conducir durante un año, y esto, por cierto, me fastidió.
El doctor Armstrong le recriminó:
—¡Esos excesos de velocidad son inadmisibles enteramente; los jóvenes imprudentes de su temple constituyen un peligro público!
Alzando los hombros, Tony contestó:
—Estamos en el siglo de la velocidad, ¡qué diablos! ¡Son las carreteras inglesas las defectuosas! ¡Hay que ir siempre a paso de tortuga!
Buscó su vaso, lo cogió de la mesa, del aparador tomó una botella de whisky y se echó una gran cantidad con soda y continuó:
—Lo cierto es que fue un accidente, ¡yo no tuve la culpa!
Rogers, el criado, se humedeció los labios y dijo con tono deferente:
—¿Me permiten que les diga algo, señores?
—Le escuchamos —respondió Lombard.
—También la voz ha citado mi nombre y el de mi mujer... y el de miss Brady. No hay nada de cierto en lo dicho, señor. Mi mujer y yo hemos estado a su servicio hasta que murió. Siempre estaba enferma: la noche que se agravó hubo una gran tempestad, el teléfono estaba averiado; era imposible, pues, llamar al doctor y fui yo mismo a buscarlo a pie.
«Llegamos demasiado tarde, lo hicimos todo para salvarla. Le estamos muy agradecidos, todo el mundo se lo dirá, señor; ¡jamás tuvo queja alguna de nosotros! ¡Ni el menor reproche!
Lombard miraba con insistencia la cara crispada del mayordomo; sus labios estaban secos y el terror se reflejaba en su mirada. Se acordó de la caída de la bandeja con el servicio de café, pero no dijo nada.
Con su voz profesional y brusca Blove preguntó al doméstico:
—¿Les dejó algo al morir?
Rogers se enderezó indignado.
—Miss Brady nos dejó una suma como premio a nuestros fieles servicios. ¿Y por qué no?
Lombard intervino:
—¿Y si usted nos hablara un poco de si mismo, mister Blove?
—¿De mí?
—Sí, su nombre está en la lista.
Blove enrojeció.
—¿El asunto Landor? Se trataba de un robo en un Banco, el London Commercial.
El juez Wargrave se agitó en su butaca.
—Me acuerdo muy bien, aunque no pasó por mis manos el proceso: Landor fue condenado por su testimonio, Blove. Fue usted quien, como oficial de policía, llevó la indagatoria.
—Eso mismo —dijo Blove.
—Landor fue condenado a trabajos forzados a perpetuidad y murió en Dartmour. Su salud era muy delicada.
—Ese individuo no era más que un estafador —concluyó Blove—. Fue él quien mató al sereno. Su culpabilidad no dejaba lugar a dudas.
El juez dijo lentamente:
—Usted recibió, me parece, felicitaciones por su habilidad.
—Ascendí en mi carrera —añadió Blove—. No hice sino cumplir con mi deber.
Lombard se echó a reír ruidosamente.
—Por lo visto todos somos personas que respetan la ley y cumplen su deber; excepto yo. ¿Y usted, doctor? ¿Qué le parece si hablásemos un poco de error profesional? ¿Se trataba de una operación ilegal?
Emily Brent miraba a Lombard con asco y retiró su butaca hacia atrás.
Muy dueño de sí mismo, el doctor inclinó la cabeza con buen humor.
—Les declaro que no comprendo nada de esa historia. No me acuerdo de haber operado a nadie con ese nombre de ¿Gleis...? ¿Glose?, y menos que se muriese por mi culpa. ¡Hará tantos años! Lo probable es que fuese una operación en el hospital, y ya saben ustedes que a veces está en tal estado el enfermo que no sirve para nada operar y luego la familia lo achaca al cirujano si sobreviene la muerte.
Inclinando la cabeza lanzó un suspiro.
El mismo Armstrong pensaba: «Estaba borracho, eso fue... y borracho operé a una mujer. Tenía los nervios deshechos y mis manos temblaban. No hay duda... la maté. ¡Pobre mujer! La operación era de las más sencillas, y habría salido bien si yo no hubiese bebido. Afortunadamente para mi existe esto que se ha convenido en llamar el secreto profesional. La enfermera lo sabía, pero no dijo nada. ¡Dios mío! ¡Qué golpe para mí! Menos mal que corté a tiempo. Pero ¿quién diablos ha podido estar al corriente de este incidente después de tantos años?»


Un profundo silencio reinaba en el salón. Todo el mundo miraba a Emily Brent de una manera más o menos discreta. Al cabo de un momento se dio cuenta que esperaban que dijese algo. Enarcó las cejas sobre su frente estrecha y preguntó:
—¿Esperan que les diga algo? No tengo nada que decirles.
—¿Nada? —dijo el juez.
—No, nada —contestó miss Brent, apretando fuertemente los labios.
—¿Se  reserva usted  para la defensa? —preguntó Wargrave con dulzura.
—Es inútil que me defienda —respondió fríamente miss Brent—. He obrado siempre con arreglo a mi conciencia y no tengo nada que reprocharme.
Una amarga decepción se dibujó en todos los semblantes. Sin embargo, miss Brent no era mujer para desanimarse ante la opinión de los demás.
Se quedó impasible.
Una o dos veces el juez tosió.
Luego dijo:
—Nuestra pesquisa se suspende por el momento. Dígame, Rogers, aparte de nosotros, usted y su mujer, ¿hay alguien más en la isla?
—No, señor.
—¿Está seguro?
—Completamente seguro.
—No me explico qué intenciones tuvo nuestro desconocido anfitrión al reunimos en esta casa. A mi juicio esta persona, hombre o mujer, no tiene completas sus facultades mentales.
—Creo que obraríamos bien abandonando esta isla lo más pronto posible. ¿Y si nos fuésemos esta misma noche?
—Perdón, señor —dijo Rogers—, pero no hay barco en la isla.
—¿Ni una barca?
—No, señor.
—Entonces, ¿cómo se comunica usted con la costa?
—Fred Narracott viene todas las mañanas con su barco, trae el pan, la leche y el correo y toma los pedidos para los proveedores.
—En este caso todos debemos mañana tomar el barco de Narracott —declaró el juez.
Los reunidos fueron de su parecer salvo Anthony Marston que expuso esta opinión:
—Esta huida no tiene nada de elegante. Antes de irnos deberíamos aclarar este misterio. Parece una novela policíaca... de las más emocionantes.
—A mis años no se buscan las emociones —le replicó agriamente el magistrado.
—La vida es cada vez más breve. Los asuntos criminales me apasionan. ¡Bebo a la salud de los asesinos! —contestó Tony riéndose con sarcasmo.
Llevó su vaso a la boca y lo vació de un trago. De repente, pareció que se ahogaba, sus facciones se crisparon y sus carrillos tomaron un color purpúreo. Trató de respirar y se derrumbó al pie de su butaca dejando caer el vaso sobre la alfombra.


5


El golpe fue tan inesperado que todo el mundo quedó estupefacto. Los espectadores, como clavados en el suelo, miraban el cuerpo inanimado del joven.
Por fin el doctor saltó de su silla y se arrodilló para examinarlo; levantó la cabeza y con voz que el miedo desfiguraba, exclamó:
—¡Dios mío! ¡Ha muerto!
Al principio nadie se movió.
¿Muerto? ¿Muerto? Este joven que parecía un héroe nórdico que desbordaba de salud, en la plenitud de sus fuerzas había sido fulminado en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué diablos! ¡A esta edad no se muere uno así! ¡Un whisky no era causa para que un hombre tan fuerte muriese!
Nadie podía admitirlo.
El doctor examinó la cara del muerto y olió sus labios azulados y torcidos en una mueca.
Después cogió el vaso en el que había bebido Marston.
—¿Muerto? ¿Es posible que este joven se haya ahogado? —exclamó el general.
—Llámelo así si quiere. Lo cierto es que murió asfixiado —aseguró el doctor.
Olió el vaso y pasó un dedo por el fondo y se lo llevó a la punta de la lengua. Cambió de expresión súbitamente.
De nuevo habló el general:
—Jamás he visto morir tan de repente... en un acceso de ahogo.
Emily Brent dijo con voz clara y penetrante:
—¡En plena vida pertenecemos a la muerte!
—No, un hombre no muere por un simple acceso de tos; la muerte de Marston no es natural —dijo bruscamente el doctor.
—¿Había algo... en el whisky? —preguntó bajito Vera.
—Sí. No sabría precisar la naturaleza del veneno, pero todo me hace creer que se trata de cianuro. No será ácido prúsico; debe ser cianuro de potasio, que mata de manera fulminante.
—¿El veneno estaba en el vaso? —preguntó el juez Wargrave.
—Sí.
El médico se dirigió hacia la mesa donde se encontraban las botellas. Destapó la del whisky, la olió, probó de ella e hizo lo mismo con la soda.
—No encuentro nada sospechoso —terminó el doctor, inclinando la cabeza.
—¿Cree usted que él mismo se habría echado el veneno? —indicó Lombard.
—Eso parece —respondió Armstrong sin gran convicción.
—¿Entonces es un suicidio? —preguntó Blove—. He ahí una cosa rara.
—Jamás habría creído —murmuró lentamente Vera— que un hombre tan jovial y tan vigoroso pensara suicidarse. Cuando esta tarde llegó en su coche, parecía como... un... oh, ¡no sabría explicarlo!
Pero todos adivinaron la idea que quería expresar. Anthony Marston, en la flor de su juventud, les produjo la impresión de un ser sobrenatural y ahora estaba allí, inerte en el suelo.
—¿Ven ustedes alguna otra hipótesis que la del suicidio? —preguntó Armstrong.
Nadie contestó. No acertaban a darse ninguna explicación. Nadie había descubierto nada, todos vieron cómo él se sirvió el whisky; pareció lógico, pues, que si había cianuro en su bebida, fuera él mismo quien lo había echado.
Y sin embargo..., ¿qué motivos tenía Anthony Marston para querer morir?
Blove observó pensativamente:
—Doctor, todo esto me parece increíble. Marston no era del tipo de los que se suicidan.
—Lo mismo pienso yo —añadió Armstrong.


Las cosas quedaron así. ¿Qué más podían hacer?
Entre Armstrong y Lombard transportaron el cuerpo de Marston a su cuarto y lo taparon con una colcha.
Cuando descendieron, los otros formaban un grupo y sentían frío a pesar de lo templado de la noche.
—Haremos bien en acostarnos, ya es muy tarde —dijo miss Brent.
El consejo estaba acertado, pues era ya más de medianoche; sin embargo, todos esperaban, parecía que nadie quería abandonar la reunión, como si buscasen un consuelo con su compañía.
Fue el juez Wargrave el que primero habló:
—Es cierto que todos tenemos necesidad de dormir.
—Todavía no he levantado la mesa —protestó Rogers.
Lombard ordenó:
—Ya hará mañana ese trabajo.
—¿Se siente mejor su mujer? —preguntó el doctor.
—Subo a verla, señor.
Al cabo de unos minutos volvió.
—Está durmiendo, señor.
—Muy bien —dijo—, no la despierte.
—No, señor; voy a arreglar el comedor, cerraré las puertas con llave y en seguida me acostaré.
A su pesar los invitados se fueron a sus habitaciones. Si hubiesen estado en una vieja casona con las escaleras y los suelos cimbreantes, con rincones llenos de sombras por todas partes y paredes artesonadas y oscuras, hubiesen podido sentir siniestros temores, pero no se encontraban en tal caso.
En esta vivienda ultramoderna, exenta de oscuros rincones, con luz eléctrica derramada a chorros, todo era nuevo, brillante, resplandeciente, nada podía esconderse de malo, faltaba por completo el ambiente de los viejos caserones atormentados.
Y, sin embargo, inspiraba a los reunidos un temor inexplicable.
Se desearon las buenas noches y entraron en sus respectivos dormitorios. Casi inconscientemente todos echaron la llave a su puerta.


En su alegre habitación, pintadas las paredes de un color azul, el juez se desnudaba dispuesto a meterse en la cama.
Pensaba en Edward Seton. La imagen del condenado se le aparecía con toda claridad. Veía sus cabellos rubios y sus ojos azules que miraban a la cara con cordial franqueza. Esto fue lo que impresionó al jurado.
Al fiscal Llewelin le faltó tacto, y en su informe tan pomposo quiso probarlo todo.
En cuanto a Matthews, el abogado defensor, estuvo muy bien. Su interrogatorio conciso y bien llevado había sido favorable a Seton. Y creyó haber ganado por completo la partida.
El juez dio cuerda a su reloj y lo colocó sobre la mesilla de noche.
Se acordaba como si fuese ayer de esta sesión del tribunal, escuchaba, tomaba notas y hacía resaltar el menor testimonio contra el acusado.
Este proceso fue para él una victoria profesional. El abogado defensor estuvo admirable, tanto que el fiscal que informó después no pudo borrar la buena impresión que había causado la defensa. Fue él, al hacer el resumen de los testimonios y los debates, antes de la deliberación del jurado, quien lo consiguió.
Con gesto meticuloso el juez Wargrave se quitó su dentadura postiza y la puso en un vaso de agua. Sus labios arrugados se cerraron y dieron a su boca un pliegue cruel.
Bajando los párpados el juez sonrió. ¡A pesar de todo había conseguido arreglarle las cuentas a Seton!
Gruñendo contra su reumatismo se metió en la cama y apagó la luz.


En el comedor, Rogers estaba perplejo. Contemplaba las figurillas de porcelana, puestas sobre la mesa. Se decía: «¡Esto es extraordinario! Hubiera jurado que había diez.»


El general MacArthur daba vueltas en su cama. El sueño no venía.
En la oscuridad veía la figura de Arthur. Había sentido por Arthur una verdadera amistad y cariño. Estaba siempre contento por la simpatía que le testimoniaba Leslie.
¡Ella era tan caprichosa! ¡Cuántos jóvenes se habían enamorado de ella, a los que trataba de «brutos», su palabra favorita!
Sin embargo, Arthur Richmond no fue a sus ojos un «bruto», desde el principio se entendieron. Discutían de teatro, música y pintura, ella se divertía burlándose de él hasta que se enfadaba. Y él, MacArthur, veía con agrado el interés casi maternal de su mujer para con el joven.
¡Interés maternal! ¡Qué mentira! Fue un tonto al no darse cuenta de que Richmond tenía veintiocho años y Leslie veintinueve.
MacArthur amó a su mujer, la veía ahora. Su boca en forma de corazón, y sus ojos grises profundos e impenetrables bajo sus espesos bucles. Si; la había querido y adorado ciegamente.
Allá, en el frente francés, en plena batalla, pensaba en ella y con frecuencia deleitábase contemplando su retrato que llevaba siempre en su bolsillo de su guerrera.
Un día... ¡lo descubrió todo!
Ocurrió como en las novelas: Una carta metida por equivocación en sobre distinto; ella escribió a los dos hombres y puso la carta amorosa en el sobre de su marido. Después de tantos años aún sentía el dolor que le produjo.
¡Dios mío, lo que había sufrido!
Sus culpables relaciones databan de bastante tiempo, la carta lo atestiguaba. Fines de semana... El último permiso de Richmond.
Leslie...
¡Leslie y Arthur!
Innoble individuo.
Su sonrisa hipócrita... su afectada educación: «Sí, mi general.»
¡Hipócrita y mentiroso! ¡Ladrón de mujeres!
Con su calma habitual había estado elaborando un plan de venganza. Se esforzó en demostrarle a Richmond la misma amabilidad de siempre.
¿Lo había logrado? Puede ser. Lo cierto era que Richmond no sospechó nada. Los cambios de humor se explicaban fácilmente allí donde los nervios de los hombres estaban sujetos a dura prueba; sólo el joven Armitage le miraba algunas veces de una manera muy rara, y el día que decidió realizarlo se dio cuenta de sus intenciones.
Con toda sangre fría MacArthur envió a Richmond a la muerte, sólo un milagro podía salvarle, y este milagro no se produjo.
Si, envió a Richmond a que lo matasen, y no lo sintió nada. ¡Qué fácil fue aquello! Los errores se multiplicaban diariamente. La vida de un hombre no contaba. Todo era confusión y pánico. Después sólo dirían: «El viejo MacArthur no era dueño de sus nervios, ha cometido faltas tontas y ha enviado a la muerte a sus mejores hombres.» ¡De ahí todo!
Después de la guerra... ¿Armitage había hablado?
Leslie no estaba al corriente de nada... seguramente lloró la muerte de su amante, pero su pena se había pasado cuando volvió su marido a Inglaterra. Jamás le dijo nada referente a su infidelidad. Entre ellos la vida continuaba normalmente... salvo que a sus ojos ella había perdido su aureola de virtud. Tres o cuatro años después, su mujer murió de pulmonía.
Todo esto era muy lejano... quince años... quizá dieciséis.
Se retiró del ejército para irse a la región del Devon, donde compró una casita, el sueño de su vida.
Simpáticos vecinos, bonito paisaje, caza y pesca.
El domingo asistía a los oficios (a excepción del día en que el pastor leía en la Biblia aquel pasaje en donde David envía a Urías en primera fila entre sus guerreros).
No, esto era demasiado fuerte para él; ese trozo le turbaba en extremo.
Todo el mundo, al principio, le trataba con amabilidad... después sintió la impresión de que se hablaba de él... Las gentes le miraban de reojo, como si les hubiese robado algo.
Los rumores crecían... Supuso que Armitage habría hablado.
Evitó la gente y se encerró en un mundo creado por él, sólo para sus pensamientos y recursos. Prescindió hasta de sus viejos camaradas.
Los hechos y los recuerdos se iban esfumando.
Leslie se desvanecía en un pasado lejano, lo mismo que Richmond. ¡Qué importaba ya todo esto, actualmente!
Pero esta noche sintió una inquietud en su espíritu al oír la voz... aquella voz que parecía de ultratumba, al decir la verdad.
¿Había adoptado una actitud adecuada?
¿Sus labios se habían estremecido?
¿Supo expresar su indignación y su disgusto... o le traicionó su confusión, su culpabilidad?
¡Qué asunto más embarazoso!
Seguramente ninguno de los invitados tomó en serio esta acusación. La voz había proferido toda clase de enormidades, a cual más inverosímil.
Por ejemplo, ¿no había reprochado a aquella encantadora joven el haber ahogado a un niño? ¡Disparates! ¡Un monomaniaco que sentía el placer de acusar a los demás a troche y moche!
Emily Brent, la sobrina de su viejo compañero de armas, Tom Brent, estaba acusada, como él, de homicidio. Saltaba a la vista que esta mujer era una persona piadosa, siempre metida en la iglesia.
¡Qué asunto más estrafalario! ¡Una verdadera locura!
El general se preguntaba cuándo podría abandonar la isla del Negro. Mañana, seguramente, cuando la canoa automóvil llegara a la costa...
¡Bravo...! En ese preciso momento no deseaba sino salir de aquella isla... abandonar la casa con todos sus disgustos. Por la ventana abierta le llegaba el ruido de las olas rompiendo en el acantilado, más fuerte ahora que al caer la tarde. Ahora paulatinamente se levantaba el viento.
El general pensaba:
«Ruido monótono... paisaje apacible... La ventaja de una isla consiste en la imposibilidad que tiene el viajero de ir más lejos... parece haber llegado al fin del mundo...»
De repente diose cuenta de que no deseaba más que alejarse de aquella isla.


Tendida en su cama, con sus ojazos abiertos, Vera Claythorne miraba fijamente al techo.
Asustada por la oscuridad, no apagó la luz.
Pensaba:
«Hugo... Hugo... ¿Por qué está tan cerca de mí esta noche? ¿Dónde está ahora? No lo sé. Jamás lo sabré; ¡desapareció de mi vida tan bruscamente!»
¿A qué remover recuerdos? Hugo absorbía todos sus pensamientos. Soñaba siempre con él; no le olvidaría jamás.
Cornualles... las rocas negras... la arena tan fina... La buena señora Hamilton... el pequeño Ciryl que la cogía de la mano lloriqueando.
«Quiero nadar hasta las rocas, miss Claythorne. ¿Por qué no me deja ir hasta allá?»
Cada vez que levantaba los ojos veía a Hugo que la miraba.
Por la noche, cuando el niño dormía, Hugo le rogaba que saliese con él.
«Miss Claythorne, venga, daremos un paseo.»
«Si usted quiere...»
El paseo clásico por la playa... a la luz de la luna... el aire templado del Atlántico. Hugo la cogía por la cintura.
«La quiero, Vera. ¡Si usted supiese cuánto la quiero! —Ella lo sabía, o al menos creía saberlo—. No me atrevo a pedir su mano... no tengo dinero, sólo el justo para ir mal viviendo. Sin embargo, durante tres meses tuve la esperanza de llegar a ser rico. Ciryl no había nacido, tres meses después de la muerte de su padre. Si hubiese sido una niña...»
Si hubiese sido una niña, siguiendo la ley inglesa, Hugo hubiese heredado el título y el dinero.
Tuvo una gran decepción.
«Es cierto que no me hacía muchas ilusiones; usted ya sabe que la vida es cuestión de suerte... Ciryl es un niño encantador, a quien yo quiero mucho.»
Esto era la pura verdad. Hugo adoraba al niño y se prestaba a todos los caprichos de su sobrino. En su alma noble no podía albergar el odio.
Ciryl era de constitución débil, canijo, sin resistencia alguna; seguramente no llegaría a viejo.
Entonces, ¿por qué...?
«Miss Claythorne, ¿por qué me prohíbe que nade hasta la roca?»
Siempre esta perpetua cuestión exasperante...
«Está muy lejos, Ciryl.»
«Ande, déjeme...»
Vera saltó de la cama, sacó del cajón del tocador tres tabletas de aspirina y se las tomó.
Pensaba: «Si tuviese un soporífero enérgico. Terminaría con esta vida miserable tomándome una fuerte dosis. Podría ser veronal... o cualquier droga similar... pero no cianuro.»
Se estremeció al pensar en la cara descompuesta de Anthony Marston.
Al pasar por delante de la chimenea miró el cuadro de metal con los versos de la popular canción.

Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.

Y se dijo:
«¡Es horroroso! Exactamente lo que ha pasado esta noche.»
¿Por qué Anthony Marston se suicidó?
Vera no pensaba en hacerlo. Rechazaba de su mente la idea de su muerte. ¡Morir... estaba bien para los demás!


6


El doctor soñaba.
Hacía un calor excesivo en la sala de operaciones.
Seguramente habían exagerado los grados de temperatura. El sudor cubría su cara. Sus manos húmedas sostenían torpemente el bisturí.
¡Qué aguzado estaba este instrumento!
Se podía fácilmente matar a alguien con una hoja tan afilada. En este momento mataba a un ser humano.
El cuerpo de su víctima le era indiferente. No era la gruesa mujer de la otra vez, pero sí una forma delgada a la cual no le veía la cara.
¿Por qué tenía, pues, que matarla? No se acordaba de nadie. Le falló, por lo tanto, su ciencia.
¿Y si interrogase a la enfermera?
Esta le observaba... pero nada decía... Leía la desconfianza en sus ojos.
¿Quién era, pues, esta persona echada sobre la mesa de operaciones?
¿Y por qué le habían tapado la cara?
¡Al fin! Un joven interno quitó el pañuelo y descubrió los rasgos de la mujer.
Era Emily Brent, naturalmente, con sus ojos maliciosos. Movía los labios. ¿Qué decía?
«En plena vida pertenecemos a la muerte.»
Ahora se reía..
—No, señorita; no le ponga ese pañuelo —decía a la enfermera—; tengo que darle el anestésico. ¿Dónde está la botella de éter? ¡La traje conmigo! ¿Qué ha hecho usted con ella, señorita...?
«Quite ese pañuelo, señorita, se lo ruego.»
«¡Ah! Ya me lo parecía. ¡Este es Anthony Marston! Su semblante rojo y convulso... pero no está muerto, se está mofando, os juro que se burla... sacude la mesa de operaciones... señorita, sujétele, sujétele bien.»
El doctor se despertó sobresaltado. Ya era de día y el sol entraba a raudales en la habitación. Alguien, inclinado sobre él, le sacudía.
Era Rogers. Un Rogers emocionado y asustado.
—¡Doctor! ¡Doctor!
El doctor abrió los ojos, se sentó en la cama y preguntó:
—¿Qué pasa?
—Es por mi mujer, doctor; no la puedo despertar, he probado todos los medios. ¡Dios mío! Debe ocurrirle algo grave, doctor...
Saltó vivamente de la cama, se puso una bata y siguió a Rogers.
Se inclinó sobre la criada, que yacía en la cama, le cogió su mano fría y levantó sus párpados. A los pocos instantes se enderezó Armstrong y lentamente se alejó de la cama.
Rogers murmuró:
—¿Ella ha...? ¿Es que...?
Armstrong hizo un signo significativo:
—¡Todo acabó!
Pensativo, examinó al hombre que tenía delante; se dirigió hacia la mesilla de noche luego hasta el tocador y finalmente volvió al lado de su mujer.
Rogers le preguntó:
—¿Ha sido... ha sido su corazón, doctor?
Armstrong dudó unos instantes, antes de hablar.
—Rogers, ¿su mujer gozaba de buena salud?
—Sufría de reumatismo.
—¿La vio últimamente algún médico?
—¿Un médico? Hace muchos años que no nos ha visto un médico ni a mi mujer ni a mí.
—Entonces, no tiene usted ningún motivo para suponer que tenía alguna enfermedad del corazón.
—No sé, doctor; no sabía nada.
—¿Ella dormía bien?
Los ojos del criado evitaron la mirada penetrante del doctor. Se retorcía las manos y murmuró.
—En realidad no dormía bien... No...
—¿Tomaba alguna poción para dormir?
Rogers pareció sorprendido.
—¿Medicina para dormir? Que yo sepa, no; estoy casi seguro.
Armstrong volvió al tocador, donde había muchos frascos, loción capilar, colonia, glicerina, pasta para los dientes...
Rogers abría los cajones de la mesa y de la cómoda, pero en ningún lado había trazos de narcóticos líquidos o en comprimidos.
Rogers recalcó:
—Ayer noche ella tomó lo que usted le había dado.


A las nueve, cuando el gong anunció el desayuno, todos los invitados estaban ya dispuestos en espera de esta llamada.
El general y Wargrave se paseaban por la terraza y sostenían una discusión sobre asuntos políticos.
Vera y Lombard habían trepado a lo alto de la isla.
Por detrás de la casa sorprendieron a Blove mirando a la costa.
—Ningún barco a la vista; desde hace un largo rato espío la llegada de esa famosa canoa.
Con el semblante sombrío, Vera hizo esta observación:
—Se pegan las sábanas, en Devon, y el día comienza muy tarde.
Lombard contemplaba el mar y dijo bruscamente:
—¿Qué piensa del tiempo?
—Lo hará bueno —respondió Blove elevando la vista hacia el cielo. Lombard silbó y añadió:
—Antes de que llegue la noche tendremos viento.
—¿Tempestad? —preguntó Blove.
Desde abajo les llegó el sonido del gong.
—Vamos a desayunar, que tengo un hambre de lobo —dijo Lombard.
Bajando la cuesta, Blove comentó con voz inquieta:
—No vuelvo de mi sorpresa... ¿Qué razón tenía ese joven Marston para suicidarse? Esta idea me ha atormentado toda la noche.
Vera iba delante de ellos; Lombard se detuvo para contestarle:
—¿Concibe otra hipótesis que la del suicidio?
—Me harán falta pruebas, un móvil lo primero. Debía de ser muy rico ese joven.
Saliendo por la puerta del salón vino a su encuentro Emily Brent.
—¿Llegó la canoa? —preguntó a Vera.
—Todavía no —respondió Vera.
Entraron en el comedor. Sobre la mesa había una inmensa fuente con jamón y huevos, té y café.
Rogers, que les había abierto la puerta, la cerró tras ellos.
—Este hombre tiene cara de estar enfermo —observó miss Brent.
—Es preciso mostrarnos indulgentes esta mañana con el servicio. Rogers ha debido encargarse sólo de la preparación del desayuno, y lo ha hecho lo mejor posible. La señora Rogers ha sido incapaz de cuidarse de ello...
—¿Qué le pasa a la señora Rogers? —preguntó miss Brent, inquieta.
El doctor, cual si no hubiese entendido la pregunta, dijo:
—Sentémonos: los huevos se van a enfriar; después discutiremos todos los asuntos.
Se acomodaron todos, sirviéndose el desayuno y empezaron a comer. De común acuerdo todos, se abstuvieron de hacer la menor alusión a la isla del Negro. Y se entabló una conversación frívola sobre deporte, los acontecimientos actuales en el extranjero y la reaparición de la monstruosa serpiente marina.
La comida se terminó. El doctor retiró su silla y, aclarándose la voz y dándose un aire de importancia, comenzó a decir:
—He creído preferible esperar a terminar de comer para enterarles de la nueva tragedia. La mujer de Rogers ha muerto mientras dormía.
Todos se sobresaltaron.
—Pero ¡esto es horrible! —exclamó Vera—. Dos muertes en una isla desde ayer...
—¡Hum! Es extraordinario. ¿Sabe usted cuál es la causa de la muerte? —preguntó el juez.
Armstrong alzó los hombros en señal de ignorancia.
—Imposible darse cuenta a primera vista.
—¿Hará usted la autopsia?
—Desde luego; no puedo dar el permiso de inhumación sin esta formalidad; y además ignoro totalmente cuál era el estado de salud de esta mujer.
—Ayer parecía estar muy nerviosa —declaró Vera—. Por la noche recibió una conmoción; creo que debió morir de un ataque cardíaco.
—Es cierto, el corazón le falló... —replicó el doctor—. Pero ¿qué fue lo que provocó este ataque de corazón? Esa es la pregunta.
Una palabra se escapó de los labios de Emily Brent, dejando una sensación desagradable entre todos.
—¡Su conciencia!
Armstrong se volvió hacia ella.
—¿Qué insinúa, miss Brent?
—Todos lo oyeron; ella y su marido han sido acusados de haber matado a su antigua señora, una dama vieja —respondió.
—Entonces, ¿cree...?
—Creo que esa acusación es cierta. Ayer noche, ustedes la vieron, lo mismo que yo, cómo se desvanecía al oír la revelación de su atentado. No pudo soportar el recuerdo de su fechoría... ha muerto de miedo.
—Su hipótesis es aceptable, pero no se puede aceptar sin saber si esta pobre mujer era cardíaca —arguyó el doctor.
Miss Brent volvió a insistir:
—Si usted lo prefiere, llámelo castigo del cielo.
Todos se escandalizaron. Blove replicó, indignado:
—Miss Brent, usted lleva las cosas demasiado lejos.
La solterona le miró con ojos brillantes y, levantando el mentón, contestó:
—¿Ustedes creen imposible que un pecador sea castigado por la cólera divina? ¡Yo no!
El juez murmuró irónico:
—Estimada señorita: la experiencia me ha enseñado que la Providencia nos deja a nosotros, mortales, la misión de castigar a los culpables. Nuestra tarea está a veces erizada de dificultades y no es muy expeditiva.
Miss Brent alzó las espaldas con incredulidad.
—¿Qué cenó anoche y qué bebió estando ya en la cama? —preguntó Blove.
—Nada —respondió el doctor.
—Usted afirma que no bebió nada, ¿ni siquiera una taza de té, un vaso de agua?
—Apostaría a que bebió una taza de té; es el remedio corriente de esta gente.
—Rogers sostiene que no tomó nada.
—¡Claro! Puede decir lo que quiera —replicó Blove de una manera tan rara que el doctor se le quedó mirando.
—Entonces, ¿ésta es su opinión? —preguntó Philip Lombard.
—¿Por qué no? —añadió Blove—. Anoche escuchamos todos esa acusación. No puede ser más que una broma de un loco, ¡pero quién sabe! Supongamos por un momento que sea verdad que Rogers y su mujer dejaron morir a la vieja; ellos se creían seguros y se felicitaban por su buena suerte.
Vera le interrumpió:
—La señora Rogers no parecía muy tranquila.
Muy enfadado por esta interrupción, Blove miró a la joven como si quisiera decirle:
«Todas son iguales», y continuó:
—Puede ser; de todas formas, ni Rogers ni su mujer se creían en peligro hasta anoche que se descubrió el enredo. ¿Qué pasó entonces? La mujer se desvaneció y perdió el conocimiento. ¿Se fijaron ustedes en el cuidado que tuvo su marido en no dejarla cuando volvió en sí? Había algo más que solicitud conyugal. Temía que revelase sus secretos. Y he ahí donde estamos. Los dos han cometido un crimen, y ahora, si se les descubría, ¿qué pasaría? Pues hay nueve posibilidades contra diez de que la mujer se delatara; no tendría valor para seguir mintiendo hasta el final, y ello era un peligro para su marido; y éste tiene valor suficiente para callar para siempre, pero no se fía de su mujer. Si ella hablaba, él corría el riesgo de ser ahorcado. ¿Qué cosa más natural que poner un veneno en la taza de té y cerrar así para siempre la boca de su mujer?
—Pero ¡si no había ninguna taza vacía en el cuarto! Me aseguré yo mismo —objetó el doctor.
—Eso es lo natural —dijo Blove—. En cuanto tomó el brebaje, el primer cuidado del marido fue llevarse la taza y el platillo comprometedores y lavarlos, seguramente.
Hubo una pausa y fue el general MacArthur el que habló después.
—Me parece imposible que un hombre pueda obrar así con su mujer.
—Cuando un hombre siente que su vida peligra, el cariño nada tiene que ver —respondió Blove.
En este momento la puerta se abrió y entró Rogers. Mirando la mesa y a los invitados les preguntó:
—¿Quieren que les sirva alguna otra cosa? Perdónenme si no había bastante asado, pero nos queda muy poco pan y el de hoy todavía no lo han traído.
—¿A qué hora suele venir la canoa? —preguntó el juez.
—De siete a ocho, señor. A veces, pasadas las ocho. Me pregunto lo que le habrá pasado a Fred, pues si estuviera enfermo enviaría a su hermano.
—¿Qué hora es, pues? —preguntó Lombard.
—Las diez menos diez, señor.
Philip Lombard movió ligeramente la cabeza. Rogers esperó un instante.
Bruscamente, el general le dijo con voz emocionada:
—Siento muchísimo lo ocurrido con su mujer. El doctor nos lo acaba de contar.
—Ya ve, señor... se lo agradezco mucho. Llevóse la fuente del jamón, ya vacía, y salió del comedor.
De nuevo se hizo el silencio.


Fuera, en la terraza, Philip Lombard decía:
—En cuanto a esa canoa...
Blove le miró; bajando la cabeza dijo:
—Adivino su pensamiento, mister Lombard, yo me he preguntado lo mismo; la canoa hace más de dos horas que debiera estar aquí y aún no ha llegado. ¿Por qué?
—¿Usted encuentra una explicación?
—No es un accidente; oiga lo que pienso. Creo que esto forma parte de la mise en scene. En este asunto todo es probable.
—Entonces, ¿usted cree que no vendrá ya? —añadió Lombard.
Tras él una voz... impaciente decía:
—La canoa no vendrá.
Blove volvióse ligeramente y percibió al que acababa de proferir esta frase.
—Entonces, mi general; ¿usted también duda de que venga?
—Seguro que no vendrá; todos contamos con esa barca para abandonar la isla del Negro, pero ¿quiere saber mi opinión? Pues que no nos marcharemos de esta isla. Ninguno de nosotros saldrá de ella. Esto es el fin...¿me comprenden...? ¡El fin de todo!
Dudó un momento y añadió con voz extraña:
—Disfrutamos de la paz... sí, de una paz dura.... llegar al final del viaje... no más inquietudes... la paz...
Dio media vuelta y se alejó por la terraza hacia la cuesta que conducía al mar... en la extremidad de la isla donde las rocas se despegan y a veces caían al mar. Andaba como si estuviese adormecido.
—Uno que está ya medio loco —exclamó Blove—. Creo que todos vamos a perder la cabeza.
—Me parece que usted no la pierde —rectificó Lombard.
El ex inspector se echó a reír.
—Me hacen falta muchas cosas para enloquecerme, y apuesto a que usted no sucumbirá a la demencia colectiva.
—Por ahora me encuentro sano de cuerpo y espíritu —añadió Lombard.


El doctor Armstrong se fue a la terraza, estuvo allí un momento indeciso. A su izquierda se encontraba Blove y Lombard, a la derecha, Wargrave se paseaba meditabundo. Al cabo de un instante, el doctor se volvió hacia el juez, pero en aquel momento Rogers salía de prisa de la casa.
—Doctor, ¿podría hablarle unas palabras tan sólo?
Armstrong se volvió, y parecía sorprendido de la expresión del criado. Este tenía la faz verdosa y temblorosas las manos. El contraste entre la reserva de antes y su emoción actual era tan chocante, que el doctor quedó estupefacto.
—Doctor —insistió—, tengo absoluta necesidad de hablarle. ¿Quiere usted que entremos en la casa?
Penetraron en ella.
—Pero ¿qué le pasa, Rogers? Tranquilícese usted.
—Venga por aquí, doctor.
Abrió el comedor, en el cual entró el doctor, y Rogers cerró la puerta tras de él.
—Bueno, ¿qué es lo que le pasa?
—Mire, señor; aquí pasan cosas muy raras que yo no comprendo. Usted me tratará de loco, señor, pero es necesario averiguar cómo ha ocurrido, porque yo no me lo explico.
—Bueno, ¿me quiere decir de qué se trata? No me gustan las adivinanzas.
—Se trata de las figuritas de porcelana que están encima de la mesa. Había diez; lo puedo jurar que había diez.
—Es cierto, las contamos ayer noche a la hora de la cena.
Rogers se acercó.
—Es justamente esto lo que me enloquece. Ayer noche, cuando quité la mesa, no había más que nueve. Me pareció raro, pero no le di ninguna importancia. Y esta mañana, al poner los cubiertos para el desayuno... estaba tan emocionado... pero hace unos momentos que vine para retirar el servicio... Cuéntelas usted mismo, si no me cree; sólo hay ocho. ¿No es esto incomprensible, señor? ¡Solamente ocho!


7


Después del desayuno, miss Brent invitó a Vera a subir a lo alto de la isla para vigilar la llegada del barco. Y Vera aceptó.
El viento había cambiado y era más fresco. Crestas de espuma aparecían en el mar. En el horizonte no se veía ninguna barca de pesca... y ni la menor señal de la canoa.
El pueblo de Sticklehaven era invisible, no se divisaban sino los rojizos acantilados que lo dominaban y ocultaban la pequeña bahía.
Emily Brent dijo:
—Parecíame que el hombre que nos trajo ayer era bastante formal; es verdaderamente raro que se retrase tanto esta mañana.
Vera no respondió, trataba de reprimir su nerviosismo y pensaba:
«Debo conservar mi sangre fría; en este momento no me conozco, acostumbro tener más valor.»
Al cabo de un instante, dijo en voz alta:
—Deseo ver llegar esta canoa, pues quiero marcharme de aquí.
La vieja, sobresaltada, exclamó:
—Todos deseamos marcharnos de esta isla —añadió secamente miss Brent.
—íEsta aventura es tan fantástica! No se comprende nada —suspiró Vera.
La vieja solterona volvió a hablar:
—Me he dejado engañar muy fácilmente; esta carta es absurda, si se toma uno la molestia de examinarla detenidamente. Pero cuando la recibí no tuve la menor sospecha.
—Lo comprendo muy bien —murmuró Vera.
—No se desconfía bastante en la vida.
Vera lanzó un largo suspiro y le preguntó:
—¿Piensa usted de veras lo que dijo durante el desayuno?
—Sea un poco más precisa. ¿A qué hace alusión?
—¿Cree usted verdaderamente que Rogers y su mujer dejaron morir a su señora? —preguntó Vera en voz baja.
Miss Brent miró largamente al mar y dijo.
—Personalmente estoy convencida. Y usted, ¿qué opina?
—No sé qué pensar.
—Todo parece confirmar mi idea. La forma en que se desvaneció la criada en el momento en que su marido dejaba caer la bandeja con el servicio de café. Recuérdelo. Después, las explicaciones de Rogers... sonaban a falso. ¡Desde luego, para mí son culpables, sin duda alguna!
Vera encareció:
—Esa pobre mujer parecía tener miedo de su sombra; jamás he visto una cara de terror como la suya. Los remordimientos debían perseguirla...
—Me acuerdo de un texto que había en un marco colgado de mi cuarto de niña —murmuró miss Brent—. «Ten por seguro que tus pecados te remorderán.» Es la mayor verdad, nadie escapa a su propia conciencia.
Vera, que estaba sentada en una roca, se puso precipitadamente en pie.
—Miss Brent... miss Brent... en este caso...
—¿Qué?
—¿Los otros? ¿Qué me dice usted?
—No comprendo lo que puede significar.
—¿Todas las demás acusaciones serían falsas? Si la voz decía la verdad referente a los esposos Rogers...
Se interrumpió, incapaz de poner en orden el caos de sus pensamientos.
La frente arrugada de miss Brent serenóse, y dijo:
—¡Ah! Ya veo dónde quiere usted ir a parar. Tomemos la acusación contra Lombard. Declaró haber abandonado a la muerte a veinte hombres.
—No eran más que indígenas... —comentó Vera.
Emily Brent exclamó indignada:
—Blancos o negros, todos los hombres son hermanos.
En su interior Vera pensaba:
«Nuestros hermanos los negros... los hermanos de color... Eso me da ganas de reír. Me encuentro muy nerviosa hoy...»
Emily Brent continuó pensativa:
—Naturalmente, las otras acusaciones eran exageradas y hasta ridículas. Así, el reproche contra el juez Wargrave, que cumplió con su deber, igual que el caso del ex detective de Scotland Yard... y justamente el mío.
Después de una breve pausa continuó:
—En vista de las circunstancias preferí no decir nada anoche. Me dolía el tener que hacerlo delante de esos señores.
—¿De veras?
Vera escuchaba atentamente y miss Brent le contó la historia:
—Beatriz Taylor era mi criada. No era una joven sensata, pero lo descubrí demasiado tarde; me desilusionó mucho. Tenía buenos modales; voluntariosa y servicial. Al principio me satisfizo, pero todas estas cualidades eran sólo la fachada de un interior hipócrita de costumbres ligeras y, desde luego, sin moralidad. Una criatura espantosa. Pasaron muchos meses antes de que descubriese que estaba encinta. Me escandalicé, pues sus padres eran personas decentes que le habían inculcado buenas ideas. Debo decir que no aprobaron la conducta de su hija.
Vera miraba fijamente a miss Brent.
—¿Qué pasó entonces?
—Pues que no la tuve ni una hora más debajo de mi techo. Nadie me reprochará de alentar el vicio.
Bajando la voz, Vera insistió:
—Pero ¿qué le pasó?
—Esa inmunda criatura, no satisfecha de tener sobre su conciencia un pecado, cometió otro más grande aún: se suicidó.
—¡Se mató! —exclamó horrorizada.
—Sí, arrojándose al mar.
Temblorosa, Vera estudió el delicado perfil de la solterona y preguntó:
—¿Qué sintió usted al saber que se había suicidado de desesperación? ¿Se reprocharía usted su conducta?
—¿Yo? ¿Qué tenía que reprocharme?
—Su severidad la empujo a la muerte.
Secamente, miss Brent replicó:
—Fue víctima de su propio pecado. Si se hubiese conducido como una joven honesta, nada de eso hubiera ocurrido.
Volvió la cabeza hacia miss Vera. Los ojos de miss Brent no expresaban ningún remordimiento. Sólo se retrataba en ellos un reflejo de una conciencia severa y rígida.
Sentada en la cima de la isla del Negro, estaba protegida por la coraza de sus virtudes.
Esta vieja no parecía ridícula a los ojos de Vera. Pero de repente... vio en Emily Brent un monstruo de crueldad.


Una vez más el doctor Armstrong salió del comedor y se dirigió a la terraza. En este momento el juez estaba sentado en un butacón y paseaba su mirada por el océano.
Lombard y Blove, a su izquierda, fumaban su pipa sin hablarse.
El doctor dudó un instante, y sus ojos escrutadores miraron a mister Wargrave. Necesitaba un consejo. Pese a que apreciaba la lógica y lucidez del viejo, no se atrevería a dirigirse a él. Wargrave poseía quizás un cerebro extraordinario, pero sus muchos años predisponían contra él. Entonces comprendió el doctor que precisaba de un hombre de acción y decidióse en consecuencia.
—Lombard, ¿haría el favor de venir un instante? Tengo que hablarle. Philip se sobresaltó.
—Con mucho gusto.
Los dos hombres abandonaron la terraza y descendieron juntos la cuesta que conducía al mar. Cuando se encontraron al abrigo de oídos indiscretos, Armstrong comenzó:
—Quería consultarle.
—Pero, querido doctor, ¡no sé nada de medicina!
—No, tranquilícese usted; se trata de nuestra situación actual.
—Eso es diferente, entonces.
—Francamente, dígame lo que usted piensa.
Después de reflexionar un breve instante, Lombard respondió:
—Lo cierto es que la situación es difícil, y me pregunto cómo saldremos de ella.
—¿Cuál es su opinión sobre la muerte de esa mujer? ¿Acepta la explicación del marido?
Philip lanzó al aire una bocanada de humo y objetó:
—Sus explicaciones me parecieron bastante naturales... siempre que no haya pasado otra cosa.
—Eso es lo que me hace pensar precisamente.
Armstrong tuvo una gran satisfacción al ver que había consultado a un hombre sensato.
Lombard continuó:
—Al menos admitiendo que hayan cometido un crimen y de él se hayan aprovechado con tranquilidad. ¿Y por qué no? ¿Les supone usted premeditados envenenadores de su ama?
El doctor respondió lentamente:
—Las cosas han podido suceder más fácilmente todavía. Esta mañana pregunté a Rogers qué enfermedad sufría miss Brady. Y con sus respuestas me abrió distintas perspectivas. Inútil perderse en largas consideraciones médicas. Sepa usted tan sólo que en varias enfermedades cardíacas se emplea como medicamento nitrato amílico; en el momento de la crisis se rompe una ampolla de este producto y se le hace respirar al enfermo. Si se olvida de colocársela debajo de las narices, las consecuencias pueden ser fatales.
—¡Es bien sencillo todo esto! La tentación era demasiado fuerte.
—Evidentemente, no había que hacer nada comprometedor. ¡Sólo se trataba de no hacerlo! Y para que viesen su cariño para con su señora, en una noche tormentosa salió a buscar un médico.
—Y aunque hubiesen sospechado, ¿qué pruebas podían invocar contra ellos? Eso explicaría muchas cosas.
—¿Cuáles? —preguntó curioso Armstrong.
—Los sucesos que ocurren en esta isla del Negro. Ciertos crímenes escapan a la justicia humana. Por ejemplo: el asesinato de miss Brady por el matrimonio Rogers. Otro ejemplo, el viejo juez Wargrave ha matado sin traspasar los limites de la ley.
—Entonces, ¿usted cree completamente esa historia?
—Jamás he dudado —añadió Lombard, sonriendo—. Wargrave mató a Seton tan seguro como si le hubiese clavado un puñal en el corazón, pero tuvo el acierto de hacerlo desde un sillón de magistrado, cubierto con su peluca y revestido de su toga. Desde luego, siguiendo los procedimientos ordinarios, este crimen no podría imputársele.
Como un rayo de luz traspasó el cerebro del doctor.
¡Muerte en el hospital, muerte en la sala de operaciones, la justicia es impotente delante de sus actos!
Lombard murmuró, pensativo:
—¡De ahí... mister Owen... de ahí... la isla del Negro!
Armstrong suspiró profundamente.
—¡Llegamos a lo interesante del asunto! ¿Con qué idea nos han reunido en esta isla?
—¿Tiene usted alguna idea sobre esto?
—Volvamos sobre la muerte de esa mujer. ¿Qué hipótesis se nos presentan? Su marido la ha matado por miedo a que divulgue su secreto. Segunda eventualidad: ella pierde su valor y, en una crisis de desesperación, pone fin a sus días tomando una fuerte dosis de narcóticos.
—Entonces, ¿un suicidio? —preguntó Lombard.
—¿Le extraña esto?
—Admitiría esta segunda hipótesis si no hubiese ocurrido la muerte de Marston. Dos suicidios en veinticuatro horas me parecen una coincidencia demasiado forzada. Si usted pretende que ese joven alocado de Marston, desprovisto de una moralidad y sentimientos, haya voluntariamente puesto fin a sus días por haber atropellado a dos niños, ¡es para estallar de risa! Además, ¿cómo se procuró el veneno? El cianuro no es, me parece, una mercancía que se lleva en el bolsillo de la americana cuando se va de vacaciones. Pero en eso es usted mejor juez que yo.
—Nadie que esté en sus cabales se pasea con cianuro en su bolsillo —respondió Armstrong—. Este veneno ha debido ser traído a la isla por alguien que quería destruir un nido de avispas.
—¿El celoso jardinero o el propietario? —preguntó Philip Lombard—. En todo esto del cianuro hay que reflexionar un poco, pues, desde luego, no fue Marston. O bien tenía la intención de matarse antes de venir aquí... O bien...
—¿O bien...? —insistió Armstrong. Lombard sonreía socarronamente.
—¿Por qué quiere obligarme a que lo diga? Usted tiene en la punta de la lengua lo mismo: Anthony Marston ha sido envenenado por alguien.
¿Y la señora Rogers? —insistió suspirando el doctor Armstrong.
—Aunque con dificultad habría podido creer en el suicidio de Marston si no hubiese acaecido la muerte de la mujer de Rogers. Por otra parte, habría admitido, sin duda, el suicidio de la mujer si no hubiese sido por la muerte de Marston. No rechazaría la idea de que Rogers se haya desembarazado de su mujer, sin el fin inexplicable de Marston. Lo esencial será encontrar una explicación a estas dos muertes.
—Puede ser que yo le ayude a aclarar un poco este misterio.
Y le repitió los detalles que le había dado Rogers sobre la desaparición de las dos figuritas de porcelana.
—Si las estatuillas representan negritos... había diez anoche durante la cena, y, ¿dice usted que sólo quedan ocho?
El doctor recitó los versos:

«Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.»

Los dos hombres se miraron. Lombard rió socarrón y arrojó su cigarrillo con fuerza.
—Esas dos muertes y la desaparición de los dos negritos concuerdan demasiado bien para que sea una simple coincidencia. Marston ha sucumbido a una asfixia o a un ahogo después de cenar, y la señora Rogers ha olvidado despertarse... porque alguien se lo impidió.
—¿Y entonces?
—Existe otra clase de negros... aquella que se oculta en el túnel, el misterioso X... Mister Owen; ¡el loco desconocido y en libertad!
—¡Ah! —exclamó Armstrong satisfecho—. Usted comparte íntegramente mi opinión. Por tanto, veamos adonde nos conduce esto. Rogers jura que no había nadie en esta isla más que los invitados de Owen, él y su mujer.
—Rogers se equivoca... a menos que mienta.
—Para mí, Rogers no miente. Está tan asustado que perdería la razón.
—Esta mañana no ha venido ninguna canoa —observó Lombard—, lo que confirma sobradamente la conspiración llamada Owen. La isla del Negro quedará aislada del resto del mundo para permitir a mister Owen realizar su tarea hasta el final.
El médico palideció.
—Usted comprenderá que ese hombre debe estar loco de atar.
Lombard respondió con una nueva entonación en su voz.
—Mister Owen ha olvidado un pequeño detalle...
—¿Cuál?
—Esta isla no es más que una desnuda roca; la exploraremos fácilmente de arriba abajo y descubriremos la guarida de U. N. Owen.
—¡Desconfíe usted, Lombard! Ese loco se hará peligroso.
Lombard echóse a reír.
—¿Peligroso?  Seré yo el peligroso en cuanto le eche la vista encima. Después de una pausa añadió:
—Debemos decírselo a Blove, pues en el momento crítico su ayuda será preciosa. En cuanto a las mujeres es mejor no decirles nada y respecto a los otros, creo que el general está ya muy viejo y el juez está mejor en su sillón. ¡Nosotros tres nos encargaremos de la tarea!


8


Blove se dejó convencer fácilmente. En seguida explicó su acuerdo y expuso sus argumentos.
—Lo que me viene usted a contar sobre las figuras de porcelana aclara un punto sobre esta historia. Desde luego, existe la locura dentro de todo esto. Me pregunto si nuestro mister Owen no tiene intención de realizar sus fechorías por mano de un tercero.
—¡Explíquese usted! —le indicó el doctor.
—Vean mi idea. Después que se oyó el gramófono, ayer noche, Marston tuvo miedo y se envenenó. Todo eso debe formar parte del plan demoníaco de U. N. Owen.
Armstrong movió la cabeza y volvió nuevamente a hablar del cianuro.
—Había omitido este detalle —dijo Blove—. Efectivamente, no es natural llevar de aquí para allá un veneno de tal categoría encima... Pero entonces, ¿cómo estaba el veneno en el vaso de Marston?
—He reflexionado mucho sobre este detalle —dijo Lombard—. Ayer noche, Marston bebió varios vasos de alcohol. Pero se pasó cierto tiempo entre el último y el anterior. En este intervalo de tiempo su vaso estaba sobre una mesa. No afirmaré nada, pero me parece habérselo visto coger de la mesita que está cerca de la ventana que estuvo abierta. Alguien pudo echar el cianuro en el vaso.
—¿Sin que ninguno lo hubiese visto? —atajó, incrédulo, Blove.
—Estábamos pensando entonces en otra cosa —dijo Lombard.
—Es cierto —añadió el doctor—. Discutimos a más no poder, cada uno absorbido en sus ideas. Evidentemente es verosímil.
—Ha debido de ocurrir en esta forma —añadió Blove—. Pongámonos a trabajar en seguida. Sin duda, será inútil el preguntarles si tienen ustedes algún revólver. Esto sería estupendo.
—Yo tengo uno —anunció Lombard, tentándose el bolsillo.
Blove abrió mucho los ojos.
—¿Y lo lleva siempre consigo? —le preguntó en un tono natural.
—Siempre, por costumbre, pues he vivido en un país donde la vida de un hombre está amenazada constantemente.
—Quiero creer que jamás ha estado en un sitio tan peligroso como esta isla, pues el loco que se oculta aquí seguramente dispondrá de un arsenal, sin hablar de un puñal o una daga.
Armstrong se sobresaltó.
—Puede ser que usted se equivoque, Blove. Ciertos maniáticos homicidas son gentes tranquilas y aparentemente inofensivas... hasta deliciosas... a veces.
—Por mi parte, doctor —observó Blove—, no alimento ninguna ilusión respecto a este particular.


Los tres hombres comenzaron su exploración por la isla.
Fue lo más sencillo. En el noroeste la costa estaba cortada a pico y en el resto de la isla no había árboles y casi nada de malezas. Los tres recorrieron la isla de la cima a la playa, registrando por orden y escrupulosamente las más pequeñas anfractuosidades de las peñas que hubieran podido ser la entrada de alguna caverna; pero su búsqueda resultó infructuosa.
Cuando bordeaban el mar, llegaron al sitio donde estaba sentado el general MacArthur contemplando el océano.
En este lugar apacible, donde las olas venían dulcemente a estrellarse, el viejo general, erguido el busto, fijaba su mirada en el horizonte.
La llegada de los tres hombres no le llamó la atención. Esta indiferencia les causó malestar.
«Esta quietud no es natural. Diríase que el viejo está inquieto», pensó Blove.
—Mi general, ha encontrado usted un rincón precioso para descansar.
El general frunció la frente, volviéndose lentamente hacia él y le contesto:
—Me queda tan poco tiempo... tan poco tiempo... Insisto para que no se me moleste.
—¡Oh! No queremos molestarle, mi general; dábamos una vuelta por la isla para ver si alguien se escondía en ella.
Frunciendo el entrecejo, el general rearguyó:
—Ustedes no me comprenden... basta ya... les ruego que se retiren.
Blove se alejó,  confiando a los otros:
—Este se está volviendo loco; no es necesario hablarle.
—¿Qué es lo que le dijo? —preguntó Lombard con curiosidad.
—Murmuró que no le quedaba mucho tiempo y que necesitaba que le dejasen tranquilo.
El doctor, alarmado, murmuró:
—A saber si ahora...


Cuando sus pesquisas terminaron estaban los tres hombres en la cima de la isla y, oteaban el horizonte. Ningún barco a la vista, y el viento refrescaba ya.
—Las barcas pesqueras no han salido hoy —dijo Lombard—. Una tempestad se prepara. Lástima que desde aquí no se vea el pueblo; podríamos al menos hacerles señales.
—¿Y si encendiéramos un gran fuego? —sugirió Blove.
—La desgracia es que todo ha debido de ser previsto —respondió Lombard.
—¿Cómo es eso?
—¿Qué sé yo? Una siniestra broma. Debemos de estar abandonados en esta isla. No se prestará atención a nuestras señales. Probablemente se ha prevenido a la gente del pueblo que se trata de una apuesta. ¡Qué historia!
—¿Usted cree que los lugareños se van a tragar este cuento? —interrogó Blove con escepticismo.
—La verdad resulta aún más inverosímil. Si les hubiesen dicho que la isla debía estar aislada hasta que su propietario desconocido, Owen, haya ejecutado tranquilamente a todos sus invitados, ¿cree usted que lo hubiesen creído?
El doctor expuso sus dudas:
—Yo mismo me pregunto por momentos si no estoy soñando. Por tanto...
Philip Lombard descubrió con una sonrisa sus blancos dientes.
—Y, por tanto..., ¡todo demuestra lo contrario, doctor!
Blove miraba al mar que rugía a sus pies.
—Nadie ha podido subir por aquí.
Armstrong bajó la cabeza.
—Evidentemente, está bien escarpado. Pero ¿dónde se oculta el individuo?
—Puede ser que haya una abertura disimulada en las rocas —apuntó Blove—. Con una barca podríamos dar la vuelta a la isla.
—Si tuviéramos una barca estaríamos camino de la costa —replicó Lombard.
—Es cierto, señor.
—En cuanto a esta parte del acantilado —dijo Lombard— no existe más que un sitio, hacia la derecha, donde puede que haya un rincón allá abajo. Si encontramos una cuerda bastante sólida me comprometo a bajar y nos aseguraremos.
—La idea no es mala —observó Blove—, aunque reflexionando me parece un tanto peligrosa. Pero voy a ver si encuentro alguna cuerda.
Con paso ligero se fue hacia la casa.
Lombard levantó los ojos hacia el cielo: las nubes comenzaban a juntarse y la fuerza del viento crecía por momentos.
—Parece usted taciturno, doctor. ¿Qué piensa?
—Me pregunto hacia qué grado de locura camina el viejo general MacArthur.


Vera sintióse toda la mañana nerviosa; rehusó la compañía de miss Brent con manifiesta repugnancia.
La solterona llevó una silla a un rincón de la casa resguardado del aire y sentóse haciendo la labor de mano.
Cada vez que Vera pensaba en ella parecía estar viendo una cara ahogada con los cabellos mezclados con algas marinas... una figura que seria bonita... muy bonita quizá... y que ahora no inspiraba piedad ni temor. Sin embargo, Emily Brent, aplacada y confiada en su virtud, seguía haciendo su labor.
En la terraza, el juez Wargrave estaba como apelotonado en una butaca de mimbre, con la cabeza hundida en el cuello.
Mirándole, Vera se imaginaba ver a un hombre joven de cabellos rubios y ojos azules asustados, sentado en el banquillo de los acusados; a Edward Seton. Con sus manos arrugadas, el juez se cubría con un birrete negro antes de pronunciar la sentencia de muerte.
Tras un momento de indecisión descendió con paso lento hacia el mar. Llegó a la extremidad de la isla, donde un viejo, sentado, miraba el horizonte fijamente.
El general MacArthur, pues era él, se removió al acercarse Vera. Volvió la cabeza, y en sus ojos vio un destello de curiosidad y de aprensión. Extrañada, la joven se sobresaltó. Una idea había surgido en su mente.
«Es extraño. Diríase que él sabe...»
—¡Ah, es usted! —dijo el general.
Vera tomó asiento a su lado, en las rocas.
—¿Le gusta a usted también contemplar el mar? —le preguntó ella.
Muy suavemente afirmó con la cabeza.
—Sí, es agradable, y este rincón es bueno para esperar.
—¿Esperar? —repitió la joven—. ¿Qué espera usted, pues?
—El final de la vida. Pero usted lo sabe tan bien como yo, ¿no es cierto? Todos esperamos el final.
Extrañada, Vera le preguntó:
—¿Qué quiere usted decir?
Con voz grave, MacArthur respondió:
¡Ninguno de nosotros saldrá de esta isla! Está en el programa. ¿Por qué hacernos los ignorantes? Puede ser que usted no lo comprenda, pero lo agradable es la tranquilidad.
—¿La tranquilidad? —repitió Vera, sorprendida.
—Sí. Naturalmente, usted es demasiado joven, no ha llegado a esa edad en que se piensa en la tranquilidad que se va a tener cuando se deje el peso de la vida. Un día llegará usted a sentirlo.
—Todavía no lo comprendo —le contestó Vera, con voz temblorosa.
Vera se retorcía nerviosamente los dedos, asustada por la presencia del viejo militar con ese aire de desengaño.
—A Leslie la amaba... sí, con locura —dijo el general, pensativo.
—¿Leslie era su mujer? —preguntóle la joven.
—Sí, mi mujer. La adoraba, y sentíame orgulloso. ¡Era tan bonita y alegre...!
Tras un momento de silencio, continuó:
—Sí, quería mucho a Leslie; fue por esto por lo que hice aquello.
—¿Qué dice?
El general MacArthur afirmó con la cabeza lentamente.
—¿Para qué negarlo ahora, ya que vamos a morir todos? Envié a Richmond a la muerte; esto era un crimen. ¡Bravo! ¡Un crimen...! ¡Y decir que siempre respeté la ley...! Pero en este momento no veía las cosas como hoy, y no tuve remordimientos. «Se lo ha buscado; lo tiene bien merecido.» Así pensaba yo entonces... Mas luego...
—¿Qué? —inquirió Vera. Inclinó la cabeza con aire perplejo y angustioso.
—No sé nada más... no sé nada... La vida se me apareció de otra forma distinta. No sé si Leslie supo la verdad... no lo creo. Jamás adiviné sus pensamientos. Más tarde murió y me dejó solo.
—Solo... solo... —replicó Vera. Y el eco de su voz se lo devolvían las rocas.
—Usted también será feliz cuando llegue su hora —continuó el general.
Vera se levantó y le respondió con voz seca:
—No comprendo a qué hace usted alusión.
—La comprendo, pequeña, la comprendo.
—No, mi general, usted no me comprende... No del todo.
El general volvió su mirada hacia el mar, e inconsciente de la presencia de la joven, murmuró con voz cariñosa:
—Leslie...


Cuando volvía Blove de la casa llevaba una cuerda bajo el brazo; encontró a Armstrong en el mismo sitio en que lo había dejado, fija la mirada en las profundidades marinas.
—¿Dónde está Lombard? —preguntó con curiosidad.
—Ha ido a comprobar una de las hipótesis —le respondió Armstrong— Estará aquí dentro de un minuto. Mire, Blove, estoy intranquilo.
—Todos lo estamos, me parece.
—Seguro... seguro... pero usted no me comprende. Me inquieto por el viejo general.
—¿Qué es lo que le pasa?
Con una mueca el doctor contestó:
—¿No buscamos a un loco? ¿Qué piensa usted de él?
—¿Usted le cree capaz de cometer asesinatos? —preguntó Blove, incrédulo.
—No diré tanto. No soy especialista en enfermedades mentales y no he tenido una conversación con él; ni le he podido estudiar, pues, desde ese punto de vista.
—Chochea, sí, se lo concedo del todo convencido, pero de eso a sospechar que...
—Usted tiene razón —le interrumpió—. El asesino se oculta en la isla. ¡Por ahí viene Lombard!
Ataron la cuerda con solidez a la cintura de Lombard.
—Trataré de ayudarme yo mismo. Esperen siempre a que sacuda la cuerda bruscamente.
Durante algunos instantes los dos hombres siguieron con la vista el descenso de Lombard.
—¡Es ligero como un mono! —exclamó Blove con voz extraña.
—Ha debido hacer alpinismo —observó el médico.
—Eso diría.
Un silencio se hizo entre los dos hombres y el ex inspector de policía emitió esta opinión:
—Es un bicho raro, entre nosotros. ¿Sabe usted lo que pienso?
—Le escucho.
—No me inspira confianza ninguna.
—¿Por qué?
—No podría explicarlo claramente, pero le creo capaz de todo.
—Usted ya sabe la vida que ha llevado de aventuras.
—Sí. Pero apostaría a que muchas de sus aventuras no ganarían nada al ser sacadas a la luz.
Después de una pausa preguntó al médico:
—¿Por casualidad ha traído usted su revólver, doctor?
—¿Yo? Claro que no. ¿Por qué?
—¿Por qué Lombard tiene el suyo?
—Sin duda alguna por costumbre.
Blove refunfuñó.
Una violenta sacudida se sintió en la cuerda y durante unos instantes tanto Blove como el médico emplearon todas sus fuerzas para que no se soltase la cuerda. Cuando ésta quedó bien tirante, Blove observó:
—¡Hay costumbres y costumbres! Que Lombard, para ir a un país salvaje, lleve el revólver, su saco de provisiones, su infiernillo y polvos contra las pulgas no es extraño, pero esa costumbre no le haría trasladarse aquí con su equipo colonial. Eso solamente ocurre en las novelas policíacas, que las gentes guardan su revólver hasta para dormir.
Perplejo, el doctor Armstrong agachó la cabeza. Inclinado al borde del abismo seguía los progresos de su compañero. Lombard terminó su exploración y su cara expresaba la inutilidad de sus esfuerzos.
Pronto se remontó al pico de la roca y secándose el sudor de la frente dijo:
—Pues estamos listos. No nos queda más que examinar la casa.


Ya en ella las exploraciones fueron hechas sin dificultad. Comenzaron por las dependencias anexas, luego dirigieron su atención al interior de la morada. El metro de mister Rogers que encontraron en un cajón de la cocina les sirvió de mucho. Pero la casa no tenía ningún rincón oculto. Toda la estructura era de estilo moderno, líneas rectas, que no dejaban lugar alguno para escondrijos. Inspeccionaron primero el piso bajo, y cuando subían por la escalera para continuar en el piso de arriba, vieron por la escalera del rellano al criado Rogers que llevaba a la terraza una bandeja cargada de combinados.
—Ese sinvergüenza es un fenómeno. Continúa su servicio impasible, como si no hubiese pasado nada —señaló Lombard.
—Rogers es la perla de los mayordomos. ¡Rindámosle este homenaje! —dijo el doctor.
—Y su mujer era una excelente cocinera. La cena de anoche...
Entraron en el primer dormitorio. Cinco minutos después se encontraron en el rellano. Nadie se ocultaba. Imposible esconderse en ninguna habitación.
—¡Vean! —anunció Blove—. He ahí una escalera.
—En efecto, debe de ser la escalera que conduce a los cuartos de los criados —respondió Armstrong.
Blove insistió:
—Habrá en los desvanes un sitio para el depósito del agua, y es lo único que nos queda por registrar.
En este momento preciso los tres hombres percibieron un ruido que parecía venir de arriba como si alguien caminase cautelosamente.
Todos lo oyeron. Armstrong cogió del brazo a Blove, y Lombard, levantando un dedo, impuso silencio.
—¡Chitón...! ¡Escuchad!
El ruido se repitió, alguien se movía con sumo tiento por arriba con paso furtivo. Armstrong murmuró en voz baja:
—Me parece que es en el cuarto donde reposa el cadáver de la señora Rogers.
—Seguro —respondió Blove—. No se podía escoger mejor escondite. ¡Quién pensaría en subir allí! Subamos sin hacer ruido.
A paso de lobo subieron sin hacer ningún ruido y se deslizaron por el pequeño pasillo, y ante la puerta de los criados escucharon. Si, había alguien en la habitación; un débil ruido les llegó desde el interior.
—Vamos —susurró Blove.
Abrió la puerta de golpe y entró precipitadamente seguido de los otros dos.
Los tres se pararon a la vez.
¡Rogers se encontraba ante ellos con los brazos cargados de ropas!


Blove fue el primero que recobró la serenidad y dijo:
—Perdone, Rogers, pero hemos oído ruido en este cuarto y hemos creído que...
Rogers le interrumpió:
—Les ruego que me perdonen, señores. Estaba recogiendo mis cosas; he pensado que ustedes no tendrían inconveniente en que duerma en una de las habitaciones que hay libres en el piso de abajo, en la más pequeña.
Se dirigía al doctor Armstrong, que respondió:
—Eso es natural... Instálese en la habitación, Rogers.
Rogers evitó mirar el cuerpo que estaba sobre la cama tapado con una sábana.
—Gracias, señor.
El criado salió de la estancia, llevándose sus ropas, y bajó al primer piso.
El doctor Armstrong se dirigió hacia la cama, levantó la sábana y examinó el semblante apacible de la muerta.
El miedo había desaparecido para dar lugar a la tranquilidad de la nada.
—¡Qué lástima que no tenga mis instrumentos aquí! Me hubiese gustado saber de qué veneno se trataba. Señores, terminemos pronto, pues tengo la impresión de que no encontraremos nada aquí.
Blove se agitaba como un diablo procurando abrir una especie de nicho en el desván.
—Este buen hombre se desliza como una sombra; hace sólo un par de minutos que estaba en la terraza y nadie de entre nosotros le ha visto subir las escaleras —hizo observar Blove.
—Es por lo que sin duda hemos creído que había alguien extraño en esta habitación —respondió Lombard.
Blove desapareció por una oscura puertecita en el desván.
Lombard sacó su linterna de bolsillo y le siguió.
Cinco minutos después los tres volvían, llenos de polvo y telarañas. Una profunda decepción se leía en sus semblantes.
¡No había más que ocho personas en toda la isla!


9


Lombard se expresó lentamente:
—Bueno, estamos fastidiados del todo. Hemos levantado el andamiaje con todos los requisitos de un acuciante drama de supersticiones y fantasías y todo ello a causa de la coincidencia de dos defunciones.
—Por lo tanto, orientemos nuestro razonamiento. Soy médico y pretendo conocer a los suicidas. Marston no era de los que se matan voluntariamente —repuso Armstrong con voz grave.
—¿No podría haber sido un accidente? —preguntó Lombard.
—¡Extraño accidente! —respondió Blove, y añadió—: En cuanto a la mujer...
—¿La señora Rogers?
—Sí, su muerte parece debida a una causa accidental.
—¡Accidental! ¿Cómo es eso? —preguntó Lombard.
Blove parecía no saber cómo responder a esa pregunta; su cara, de ordinario sonrosada, se coloreó aún más, y murmuró:
—Veamos, doctor, usted le administró una droga.
—¿Una droga? Explíquese usted.
—Ayer noche usted mismo dijo que le había dado algo para dormir.
—¡Ah! ¡Sí! Fue un inofensivo soporífero.
—¿Qué era?
—Le hice tomar una dosis muy suave de veronal. Una preparación nada peligrosa.
—Dígame, ¿no es posible que le haya dado una dosis más fuerte de ese producto? —insistió Blove.
Furioso, el doctor protestó:
—¿Qué insinúa usted?
Blove no se amedrentó:
—¿No es posible que usted haya cometido un error? Esa clase de accidente puede pasarle a cualquiera.
—No he cometido ningún error —añadió el doctor—. Su insinuación roza lo grotesco.
Rojo de cólera, Armstrong continuó:
—Acúseme en seguida de haber dado expresamente a esa desgraciada una dosis excesiva de veronal.
Lombard intervino para calmarles:
—Vamos, señores, un poco de calma. No comencemos por acusarnos unos a otros.
Blove replicó en tono mesurado:
—Busco solamente saber si el doctor se ha equivocado.
—Un médico no puede permitirse el lujo de equivocarse, amigo mío —respondió Armstrong, descubriendo sus dientes en una sonrisa forzada.
—No sería la primera vez que haya usted cometido una equivocación, si creemos lo dicho por el disco del gramófono —insistió Blove, pensando sus palabras.
Armstrong palideció. Lombard, furioso, se dirigió a Blove:
—¿Qué significa esta actitud agresiva? Estamos todos en la misma situación y debemos ayudarnos mutuamente, pues... también podríamos preguntarle algo a usted sobre este asunto de perjurio.
Blove, adelantóse con los puños crispados, replicó:
—Déjeme tranquilo con esa historia; no son más que mentiras. Me gustaría conocer ciertos detalles acerca de usted.
—¿De mí?
—Sí, quisiera que usted me dijese por qué lleva un revólver, cuando viene usted sólo a título de invitado.
—Es usted muy curioso, Blove.
—Estoy en mi derecho.
—Blove, usted no es tan tonto como parece.
—Puede ser; pero respóndame respecto a ese revólver.
Lombard sonrió.
—Lo he traído porque esperaba caer en una cueva de sinvergüenzas.
—No era eso lo que usted nos decía anoche; ayer nos engañó usted.
—En cierto sentido, sí —asintió Lombard.
—Pues díganos la verdad ahora.
—Bueno; he dejado creer que estaba invitado en esta lista como los demás. No es cierto. La realidad es que un pequeño judío llamado Morris me ha ofrecido cien guineas por venir aquí y tener abiertos los ojos para lo que pudiera pasar. Me dijo que yo estaba reputado como hombre de recursos en las situaciones difíciles.
—¿Y bien? —insistió Blove.
—¡Ah! Eso es todo —respondió Lombard en tono sarcástico.
—Seguramente le habría dicho algo más que eso —añadió Armstrong.
—No, no pude sacarle nada más. Era cosa de tomarlo o dejarlo, me dijo, y como yo estaba sin un céntimo, acepté.
Con aire de incredulidad, Blove preguntó:
—¿Por qué no nos lo dijo usted ayer noche?
Lombard hizo un movimiento de hombros muy elocuente:
—¿Cómo podía saber yo, querido amigo, si el incidente del gramófono era precisamente por lo que me habían hecho venir aquí? Me hice el inocente y les conté una historia que no me comprometía para nada.
—Ahora —dijo el doctor, con sonrisa maliciosa—, ¿supongo que verá usted las cosas bajo otro aspecto completamente diferente?
La cara de Lombard se ensombreció.
—Sí; ahora creo que estoy como todos ustedes; las cien guineas ofrecidas eran el anzuelo que me tendió mister Owen para atraerme a la ratonera.
Hizo una pausa y continuó:
—Pues juraría que todos estamos cogidos en la misma celda. ¡La muerte de la señora Rogers! ¡La de Tony! ¡La desaparición de los negritos en la mesa del comedor! Sí, la mano de mister Owen se ve en todo esto. ¿Pero dónde demonios se esconde ese Owen?
Abajo el sonido solemne del batintín llamó a los invitados para comer.


Rogers estaba en la puerta del comedor. Cuando los tres hombres bajaban las escaleras se dirigió hacia ellos y les dijo con voz inquieta:
—Espero que la comida será de su agrado. Hay jamón y lengua fría y he cocido algunas patatas; también, además, hay queso, biscuits y frutas en conserva.
—Esa minuta me parece muy aceptable.
¿Tienen entonces muchos víveres de reserva? —preguntó Armstrong.
—Una gran cantidad, señor... sobre todo en conservas. La despensa está repleta; esta precaución es indispensable en una isla que puede quedar aislada de la costa por tiempo indefinido.
—Exacto —aprobó Lombard.
Seguidamente los tres individuos entraron al comedor.
—Es una lástima que Fred Narracott no haya venido esta mañana. ¡Qué mala suerte!
—Sí, una verdadera mala suerte —terminó Lombard.
Miss Brent entró en el comedor. Se le había escapado el ovillo de lana y lo iba recogiendo cuidadosamente. Sentándose a la mesa, indicó:
—El tiempo cambia, se ha levantado el viento y las olas están embravecidas.
A su vez el juez Wargrave hizo su entrada con paso lento y mesurado. Bajo sus espesas cejas sus ojos lanzaban centelleantes miradas a los demás invitados. Tras una pausa, les dijo:
—Vuestra mañana ha sido completa.
En su voz se notaba la ironía.
Vera Claythorne hizo su aparición de golpe, parecía sofocada.
—Supongo que no me esperaban —se apresuró a decir a manera de excusa—. ¿Llego retrasada?
—No es usted la última, pues el general no ha venido todavía —respondió miss Brent.
Rogers, dirigiéndose a ésta, preguntó:
—Señorita, ¿hay que servir en seguida o quieren esperar?
—El general MacArthur está sentado en una roca contemplando el mar —respondió Vera—. Desde ese sitio dudo mucho de que haya oído el batintín. En todo caso... no está hoy muy normal.
—Corro a anunciarle que la comida está servida —se apresuró a decir Rogers.
El doctor se levantó precipitadamente.
—Voy yo; ustedes pueden empezar.
Salió de la habitación y detrás de él se oyó la voz de Rogers.
—Señorita, ¿quiere usted lengua o jamón?
Los cinco invitados, sentados alrededor de la mesa, no sabían qué decirse.
Fuera, las ráfagas de viento se sucedían. Vera, temblorosa, suspiró.
—La tempestad se acerca.
Blove añadió, para mantener la conversación:
—En el tren de Playmouth me encontré con un viejo que no cesaba de decirme que iba a estallar una fuerte tempestad. Es extraordinario cómo esos viejos lobos de mar predicen el tiempo.
Rogers fue quitando los platos de la mesa. Bruscamente, con la vajilla en las manos, se detuvo y dijo con voz angustiada:
—Oigo correr a alguien.
Efectivamente, todos oyeron un ruido precipitado de pasos en la terraza. En este mismo momento todos adivinaron instintivamente lo que pasaba y sus miradas convergieron hacia la puerta. El doctor Armstrong apareció sin aliento.
—El general MacArthur... —balbució.
—¿Muerto?
La pregunta escapó de los labios de Vera.
—Sí, ha muerto —confirmó.
Hubo un silencio... un largo silencio. Las siete personas reunidas en la habitación se miraban, incapaces de pronunciar una sola palabra.


La tempestad estalló cuando transportaban el cuerpo del viejo general al interior de la casa.
Los invitados esperaron en el vestíbulo.
En aquel momento la lluvia caía a raudales y el viento soplaba con fuerza. Mientras Blove y Armstrong subían las escaleras con el cuerpo del general, Vera penetró en el desierto comedor.
Estaba tal como lo habían dejado; los entremeses permanecían intactos sobre la mesa. Vera se dirigió hacia ella y en este momento Rogers entró despacito.
Sobresaltándose al ver a la joven y, mirándola fijamente balbució:
—Miss... venía a ver...
—Usted tiene razón, Rogers. Véalo usted mismo: No quedan más que siete.


El cadáver yacía sobre la cama. Después de un breve examen, el doctor abandonó el dormitorio y bajó a reunirse con los demás. Los encontró reunidos en el salón.


Miss Brent se entretenía con su labor. Vera, de pie cerca de la ventana, miraba la lluvia caer a raudales. Blove estaba sentado. Lombard se paseaba nervioso por la habitación.
En el fondo de la estancia estaba con los ojos cerrados, instalado en un butacón, el juez Wargrave.
A la entrada del doctor pareció despertar y preguntó:
—¿Y qué, doctor?
Muy pálido, Armstrong respondió:
—No se trata de una crisis cardíaca ni de nada por el estilo. MacArthur fue golpeado con un martillo o algo parecido en la cabeza.
Hubo un ligero murmullo, pero la voz del juez Wargrave lo extinguió:
—¿Ha encontrado el instrumento del crimen?
—No.
—Pero usted parece estar muy seguro de lo que dice.
—Segurísimo.
—Ahora sabemos exactamente dónde estamos —declaró, calmado, el juez.
No había lugar a duda: el juez tomaba el mando de la situación. Durante la mañana permaneció inmóvil en el butacón de mimbre, evitando desplegar toda actividad. Pero ahora asumía la dirección del asunto con toda la autoridad que le confería la práctica de sus largos años de magistrado.
Esclareciéndose la voz, tomó la palabra:
—Esta mañana, sentado en la terraza, les observé a ustedes. Sus intenciones no me dejaron duda alguna. Han registrado la isla en busca y captura de un asesino desconocido.
—Es cierto —respondió Lombard.
El juez continuó:
—Ustedes están de acuerdo conmigo referente a la muerte de Marston y de la señora Rogers; no fueron accidentales y tampoco pueden considerarse como suicidios. ¿Se han formado ustedes alguna idea sobre las intenciones que tuvo mister Owen al traernos aquí?
—Es un loco, un desequilibrado —estalló Blove con rabia.
—Es evidente, pero eso no cambia en nada la consecuencia de sus actos, nuestros esfuerzos deben dirigirse hacia el mismo final. Salvar nuestras vidas.
—Le aseguro que no hay nadie en la isla —aseguró Armstrong—. ¡Nadie!
El juez, acariciándose la barbilla, dijo suavemente:
—Nadie en el sentido que usted lo entiende. Yo mismo, esta mañana, saqué la misma conclusión y hubiera podido anticiparle lo inútil de su busca. Sin embargo, estoy convencido que mister Owen, por darle el nombre que él ha escogido, se encuentra en la isla, lo juraría por mi vida. Este hombre ha decidido castigar a ciertos individuos por faltas cometidas que escapan a la ley. No dispone de otros medios para su plan que el juntarse con sus invitados. Creo que mister Owen es uno de nosotros.


—¡Oh, no! ¡No!
Vera pronunció estas palabras con voz débil, como si gimiese. El juez se volvió hacia ella con mirada penetrante.
—Miss Vera, no tenemos más remedio que rendirnos a la evidencia de los hechos. El tiempo apremia y todos corrernos un grave peligro. Uno de nosotros es Owen y no sabemos quién. De las diez personas que desembarcaron en la isla, tres han desaparecido: Anthony Marston, la señora Rogers y el general MacArthur; sólo quedamos siete y uno de nosotros es el falso negrito.
Hizo otra pausa y pasó la mirada a su alrededor.
—Creo que todos ustedes comparten mi idea.
—Es fantástico..., pero quizá usted tenga razón —añadió el doctor.
—No hay duda alguna —dijo Blove—; y si quieren escucharme puedo sugerir una buena idea.
Con gesto rápido el juez le atajó:
—Nos ocuparemos de esto más tarde, pues ahora sólo me interesa saber que todos estamos de acuerdo sobre este primer punto.
Emily Brent, que continuaba su labor, dijo:
—Su razonamiento me parece lógico. Sí, uno de nosotros está poseído del demonio.
—¡Me niego a creerlo! —protestó Vera.
—¿Y usted, Lombard? —preguntó Wargrave.
—Yo lo creo también.
Satisfecho, el juez hizo un signo con la cabeza y añadió:
—Ahora escuchemos sus declaraciones. Antes de empezar, ¿sospecha usted de alguien en particular? Mister Blove, creo que tenía usted algo que decirnos.
Blove respiraba con dificultad y al fin pudo decir:
—Lombard tiene un revólver. Ayer noche no nos dijo la verdad y él mismo lo reconoce.
Lombard sonrió desdeñosamente.
—Creo prudente explicarme una vez más.
Lo hizo en términos breves y concisos.
—¿Qué prueba tiene usted que darnos? —preguntó Blove—. Nada corrobora su historia.
—Estamos todos en un mismo caso, no podemos confiar más que en nuestra palabra. Nadie de entre nosotros parece darse cuenta de esta situación extraordinaria. ¿Hay alguien entre nosotros a quien podamos eliminar por los testimonios que poseemos?
El doctor Armstrong se apresuró a decir:
—Soy un médico conocido, y la idea de que yo pudiese ser objeto de una sospecha...
Con un gesto de la mano el juez frenó al orador, declarando con voz agria:
—Yo también soy un personaje conocido, pero eso nada prueba. En todos los tiempos ha habido médicos que perdieron la cabeza y magistrados que se volvieron locos y también —añadió dirigiéndose a Blove—, ¡policías!
—Sea lo que fuere —intervino Lombard—, creo que las señoras quedan libres de nuestras sospechas.
El juez enarcó las cejas, y elevando su voz, tan conocida en tribunales, dijo:
—Debo deducir, según usted, que las mujeres están exentas de locura homicida.
—Evidentemente no, pero parece imposible que...
Se calló, pues Wargrave se dirigía al médico.
—Doctor, según usted, ¿una mujer tiene la fuerza física suficiente para dar el golpe que ha matado al pobre MacArthur?
El médico respondió con calma:
—Perfectamente, si emplease el instrumento necesario, un mazo o un martillo.
—¿Y eso no exigiría un esfuerzo extraordinario por su parte?
—Ninguno.
El juez Wargrave torció su cuello de tortuga y continuó:
—Las otras dos muertes resultaron por la absorción de un veneno, y en esto no hay discusión posible; ese acto pudo ser realizado por una persona sin necesidad de emplear el más mínimo esfuerzo físico.
Vera exclamó con cólera:
—¡Pero usted está loco!
Lentamente, el juez volvió los ojos hacia ella y la envolvió con su mirada fría e impasible de hombre acostumbrado a juzgar a los humanos. Vera pensaba: «Este juez me observa como un objeto de experimentación y —la idea vino de repente con gran sorpresa suya— a este hombre no le soy simpática.»
Muy dueño de sus palabras, el magistrado le aconsejó:
—Querida jovencita, le ruego que trate de dominar sus sentimientos. Yo no acuso —e inclinándose hacia miss Brent—; espero, miss Brent, que usted no se habrá ofendido por mi insistencia al considerarnos a todos igualmente sospechosos.
Miss Brent no levantó la cabeza de su labor. Y con un tono glacial respondió:
—La idea de que pudiese ser acusada de la muerte de uno de mis semejantes, y con mayor motivo si son tres, parecerá grotesca a los que conozcan mi carácter. Pero comprendo la situación: siéndonos extraños los unos a los otros, nadie puede dejar de ser sospechoso, ya que ninguno puede presentar pruebas de su inocencia. Como acabo de decir, entre nosotros hay un monstruo.
—Así, todos estamos de acuerdo —dijo el juez—. Llevaremos la averiguación sin exceptuar a nadie y no tendremos en cuenta ni el carácter moral ni la clase social de cada uno de nosotros.
—¿Y en cuanto a Rogers? —preguntó Lombard.
—¿Qué? —exclamó el juez sin mirarle.
—Según mi opinión, Rogers debiera de ser tachado de la lista —replicó Lombard.
—¿Y por qué? Explíquese.
—Lo primero es que no tiene la inteligencia para realizar tales hechos y por otra parte su mujer fue una de las víctimas.
Una vez más centellearon los ojos del juez.
—En mis tiempos he visto muchos hombres llevados ante el tribunal bajo la acusación de asesinato de sus mujeres y con las pruebas aportadas han sido reconocidos culpables.
—No busco contradecirle a usted —dijo Blove—. Que un hombre asesine a su mujer entra en la esfera de las posibilidades; es hasta casi natural, añadiría yo. Pero no en el caso de Rogers; hasta admitiría que la hubiese matado por temor a que ella lo denunciase o por haberle cobrado aversión y hasta quizá por querer contraer segundas nupcias con alguna jovencita; pero no veo en él al enigmático mister Owen que se toma la justicia por su mano y comienza por suprimir a su esposa por un crimen que ha cometido en complicidad.
El juez Wargrave le observó.
—Usted se basa sobre lo que hemos oído para formarse de él una opinión, pero ignoramos si Rogers y su mujer realizaron verdaderamente la muerte de su señora. Puede ser que la acusación fuera falsa con objeto de colocar a Rogers en la misma situación que todos nosotros. El terror que ayer noche demostró la mujer de Rogers podría ser causado al darse cuenta del desarreglo mental de su marido.
—Piense usted como quiera —añadió Lombard—. Owen es uno de nosotros y no hagamos excepción alguna; nos atenemos a su parecer.
—Repito que no haré ninguna excepción; no se ha de tener en cuenta la moralidad ni el nivel social de nadie; por ahora lo que importa es examinar el caso de cada uno según los hechos. En otros términos: ¿hay entre nosotros una o varias personas que no hubiesen podido materialmente administrar el cianuro a Marston o una fuerte dosis de soporíferos a la señora Rogers y golpear sañudamente al general?
—Esto está bien hablado —exclamó Blove—. Vayamos al fondo del asunto. En cuanto a la muerte del joven Marston es muy difícil descubrir al culpable; hemos supuesto que alguien desde la terraza, por la ventana abierta echó en el vaso, que estaba en la mesa, el veneno. Pero también es cierto que uno de los que estábamos en el salón hubiera podido hacerlo. No recuerdo exactamente si Rogers estaba en la habitación en esos momentos, pero los demás sí que estábamos presentes.
Después de un silencio continuó:
—Ocupémonos ahora de la muerte de la mujer de Rogers. En este caso los dos principales sospechosos son el marido y el médico; tanto el uno como el otro reúnen todas las probabilidades.
Armstrong se levantó tembloroso.
—¡Protesto de esa insinuación! Juro haber administrado tan sólo la dosis necesaria para que descansara...
—¡Doctor!
La voz del juez invitando al doctor a que no continuase sirvió para interrumpirle, mas continuó:
—Su indignación me parece natural, pero admito, sin embargo, que nosotros debemos tomar en consideración todos los aspectos que los hechos presentan. Usted o Rogers son los que tuvieron más facilidad de hacerlo. Ahora consideremos la posición de los otros invitados. ¿Qué posibilidad teníamos Blove, miss Brent, miss Vera, Lombard y yo de echar el veneno en el vaso? ¿Puede alguno ser inocente? No lo creo.
Vera exclamó furiosa:
—No me encontraba cerca de la mujer, ustedes fueron testigos.
El juez Wargrave reflexionó un instante.
—Por lo que recuerdo, he aquí cómo ocurrió. Si me equivoco, les ruego que me rectifiquen. Marston y usted, Lombard, dejaron el cuerpo sobre el sofá y el doctor vino a examinarla. Mandó a Rogers en busca del coñac, y entonces nos inquietamos por saber de dónde provenía la voz acusadora y nos dirigimos todos a la habitación contigua, a excepción de miss Brent, que permaneció sola con la mujer desvanecida.
Los colores aparecieron en la cara de miss Brent, la cual dejó su labor y declaró:
—¡Es monstruoso eso!
El juez, implacable, continuó:
—Cuando volvimos a esta habitación, usted, miss Brent, estaba inclinada sobre la mujer.
Emily Brent replicó:
—¿La piedad es, pues, un crimen a sus ojos?
—Yo me ajusto a los hechos. En ese momento Rogers regresaba con el coñac que podía haber envenenado antes. El vasito con el licor le fue dado a la enferma y poco después, entre el doctor y Rogers ayudaron a acostarla, dándole Armstrong un sedante.
—Eso es lo que pasó —confirmó Blove—. El juez, Lombard, miss Vera y yo estamos a salvo de toda sospecha.
Estas palabras las había dicho con fuerza y aire triunfante, pero el juez le miró fijamente y murmuró:
—¡Ah! ¿Usted lo cree así? Debemos tener en cuenta cualquier eventualidad.
—No lo comprendo —respondió Blove, sorprendido.
Wargrave se explicó de esta forma:
—Arriba, en su habitación, la señora Rogers estaba en su cama. El sedante administrado por el doctor comienza a producir su efecto; está adormecida y sin voluntad alguna, supongamos que en este instante alguien ha llegado trayendo digamos un comprimido o una poción diciéndole: «El doctor quiere que se tome usted este medicamento.» ¿Dudan ustedes que ella no se lo hubiese tomado sin reflexionar?
Hubo un silencio. Blove movía los pies y en su frente aparecían gotas de sudor. Lombard tomó la palabra:
—No puedo aceptar esa versión. Nadie se fue del salón sino unas horas después de que mistress Rogers fue conducida a su dormitorio. En seguida acaeció la muerte fulminante de Marston.
—Alguien pudo salir —le interrumpió el juez— de su habitación más tarde...
—Pero ¡si entonces estaba Rogers en la habitación con su mujer! —observó Lombard.
—No —dijo el doctor—. Rogers bajó para quitar la mesa y arreglar el comedor. No importa quién pudo entonces introducirse en la habitación de Rogers sin verle nadie.
—Veamos —observó Emily Brent—; esa mujer estaba adormecida por efecto de la droga que usted le dio a beber.
—Sí, con toda probabilidad, pero no lo afirmaría, pues si no se le ha prescrito al paciente, jamás se sabe la reacción que produce un medicamento. Depende del temperamento del paciente el que un soporífero surta el efecto en más o menos tiempo.
—Usted nos dice lo que quiere, doctor —insinuó Lombard.
De nuevo la cara de Armstrong enrojeció de cólera. Una vez más la voz fría del magistrado detuvo las protestas del médico.
—Las recriminaciones no nos llevan a ningún resultado, sólo interesan los hechos. Cada uno reconoce voluntariamente que alguno de entre nosotros pudo subir a la habitación; cierto que esta hipótesis tiene un valor relativo, yo lo reconozco. La aparición de miss Brent o miss Vera cerca de la enferma no habría ocasionado sorpresas, mientras que si Blove, Lombard o yo nos hubiésemos presentado, nuestra visita parecería insólita, pero no habría provocado ninguna sospecha en la mujer.
—¿Adonde nos conduce todo esto? —preguntó Blove.
El juez Wargrave se acarició los labios y con gesto frío e impasible declaró:
—Vamos a examinar el tercer crimen y establecer el hecho de que nadie de entre nosotros puede estar enteramente exento de sospecha.
Hizo una pausa, carraspeó y siguió diciendo:
—Llegamos ahora a la muerte del general, ocurrida esta mañana. Ruego a los que de entre nosotros sean capaces de suministrarse una coartada la expongan. Yo no puedo dar ninguna coartada posible, pues toda la mañana he estado sentado en la terraza meditando. He pasado revista a todos los extraños acontecimientos que han ocurrido en la isla desde ayer noche. Estuve en la terraza hasta que sonó el batintín para comer, pero me imagino que hubo muchos momentos en que nadie me hubiese visto bajar hasta el mar, asesinar al general y volver a ocupar mi sitio en la butaca. Les aseguro que no me he ausentado de la terraza, pero ustedes no tienen más que mi palabra; por lo tanto, eso no es suficiente y son necesarias pruebas.
—Me encontraba con el doctor y Lombard, los dos pueden testimoniarlo —dijo Blove.
—Usted ha vuelto a la casa para buscar una cuerda —precisó Armstrong.
—Perfectamente, no he hecho nada más que ir y venir; usted lo sabe de sobra.
—Usted ha estado demasiado... lejos.
—¿Qué demonios insinúa usted, doctor?
—Solamente digo que ha tardado en volver —repitió Armstrong.
—¡Claro! He tenido que buscarla, pues no se echa las manos encima a un rollo de cuerda cuando no se sabe dónde está.
Wargrave intervino.
—Durante la ausencia del inspector, ¿ustedes estuvieron juntos, señores Armstrong y Lombard?
—Buscaba el sitio mejor para poder enviar señales heliográficas a la costa —respondió sonriendo Lombard—. Me ausenté un minuto o dos.
—Es exacto —declaró el doctor, afirmando con un movimiento de cabeza—. No ha tenido tiempo suficiente para realizar un asesinato, puedo jurarlo.
—¿Alguno de ustedes consultó el reloj? —preguntó el juez.
—No, claro que no.
—Además yo no lo llevaba.
—Un minuto o dos, eso es muy impreciso —murmuró Wargrave.
Volvió la cabeza hacia miss Brent, que continuaba con el cuerpo erguido y su labor en la falda.
—Miss Brent, ¿qué hizo usted esta mañana?
—En compañía de miss Claythorne he subido a la cima de la isla y después me he sentado en la terraza a tomar el sol.
—No recuerdo haberla visto —recalcó Wargrave.
—No es extraño, pues me encontraba al amparo del viento, en el rincón del este, junto a la casa.
—¿Y ha estado usted allí hasta la hora de la comida?
—Sí, señor.
—Ahora, a su vez, miss Claythorne —continuó el viejo magistrado—, hable usted.
—Esta mañana me he paseado, en efecto, con miss Brent. Después he estado dando una vuelta por la isla y me he sentado al lado del general para charlar un rato.
—¿Qué hora sería en aquel momento? —la interrumpió el juez.
Por primera vez la respuesta de Vera fue evasiva.
—No sé con certeza. Seguramente una hora antes de la comida o un poco más.
—¿Era antes o después de que nosotros le habláramos? —preguntó Blove.
—Lo ignoro. De todas maneras le encontré muy raro.
—¿En qué sentido lo juzga raro? —insistió Wargrave.
Vera respondió en voz baja y temblorosa:
—Me dijo que íbamos a morir todos... y que él esperaba su fin. Me asustó...
El juez admitió con un movimiento de cabeza y preguntóle:
—Y después, ¿qué hizo?
—Volví a la casa y antes del almuerzo salí de nuevo y estuve detrás de la finca. Todo el día me he sentido muy nerviosa.
—No queda más que Rogers por preguntar, aunque dudo que la declaración pueda añadir algo más a lo que ya conocemos.
Rogers, convocado ante este tribunal improvisado, no tenía gran cosa que decir. Toda la mañana había trabajado en el arreglo de la casa y en preparar la comida. Antes de ésta, llevó los combinados a la terraza y después subió a su habitación para recoger sus ropas personales y trasladarlas a otra habitación. En toda la mañana no había mirado por las ventanas y por tanto no sabía nada que pudiese esclarecer el misterio de la muerte del general. En todo caso él juraba que al poner los cubiertos había visto los ocho negritos de porcelana sobre la mesa del comedor.
Cuando el criado terminó de declarar se produjo un silencio.
Luego el juez Wargrave carraspeó y Lombard murmuró al oído de Vera:
—Ahora verá cómo el juez va a resumir nuestras declaraciones.
—Hemos hecho, con toda nuestra competencia, la encuesta de las circunstancias que envuelven las tres muertes que nos ocupan. Hay muchas probabilidades contra ciertas personas, pero no podemos, sin embargo, declarar de forma fehaciente a los demás inocentes en toda complicidad. Reitero mi afirmación de que existe un asesino peligroso y probablemente loco entre las siete personas aquí reunidas. Nada nos deja adivinar quién es. Por ahora, lo único que podemos hacer es tomar las medidas necesarias para ponernos en comunicación con la costa y pedir auxilio. Si el socorro tardase, lo cual es de suponer, dado el estado del mar, debemos tomar toda clase de medidas para asegurar nuestras vidas. Yo les estaré muy agradecido si me exponen las ideas que les sugieran estas cuestiones. Entretanto, recomiendo a cada uno que esté alerta, pues hasta aquí la tarea del asesino ha sido muy fácil, dado que sus víctimas estaban confiadas. De ahora en adelante el deber nos ordena sospechar los unos de los otros. Un hombre advertido vale por dos. Les prevengo para que no se expongan a ningún riesgo y se guarden de los peligros. Es todo lo que tengo que decirles por el momento.
Lombard murmuró irónico:
—Se levanta la sesión.


10


—¿Cree que esto sea verdad? —preguntó Vera. Estaba sentada en una banqueta cerca de la ventana del salón, en compañía de Philip Lombard. Fuera, la lluvia caía a torrentes y el viento azotaba con sus ráfagas los cristales.
Lombard inclinó la cabeza antes de contestar.
—¿Me pide mi opinión acerca de si Wargrave no se equivoca cuando afirma que mister Owen es uno de nosotros?
—Sí, eso es.
—Es muy difícil responderle. En pura lógica tiene razón, pero, sin embargo...
Vera le sacó las palabras de la boca.
—Pero, sin embargo, todo esto me parece increíble.
Philip Lombard hizo una mueca.
—¡Toda esta historia es inverosímil! Pero después de la muerte del general un punto muy importante ha sido aclarado: que no se trata de accidentes ni suicidios; pero sí de crímenes. Tres asesinatos hasta ahora.
Vera se estremeció.
—Uno llega a figurarse estar viviendo una pesadilla. Continúo creyendo que tales cosas es imposible que sucedan.
—La comprendo, miss Claythorne. Nosotros soñamos. Dentro de un momento llamarán a la puerta y la sirvienta entrará para servirnos el té.
—¡Ah! ¡Si fuese cierto lo que usted dice...! —exclamó Vera.
Lombard replicó gravemente:
—¡Todos nosotros estamos mezclados en esta horrible pesadilla! Y mientras tanto es necesario que cada uno se guarde a sí mismo.
Bajando la voz, Vera preguntó a su compañero:
—Si... éste es uno de ellos... ¿quién cree usted que es, entonces?
—Por lo que veo, usted hace una excepción en lo que se refiere a nosotros dos. Yo la apruebo, pues sé perfectamente que no soy el asesino, y en cuanto a usted la creo una persona sana de espíritu. Es usted la joven más inteligente y sensata que he conocido, le doy mi palabra.
Con sonrisa maliciosa le respondió:
—Es usted muy galante, señor Lombard, gracias.
—Veamos, miss Vera, ¿no me devolverá el cumplido?
Después de un breve silencio, Vera respondió:
—Usted mismo ha confesado que no da importancia a la vida humana y no me lo imagino dictando el disco del gramófono.
—Tiene mucha razón. Si hubiera pensado cometer uno o varios crímenes hubiese sido solamente para sacarles provecho. Estos castigos en serie no creo que valgan la pena. Entonces, entendidos; nosotros mismos nos eliminamos de la lista de sospechosos y concentraremos nuestra atención sobre los siniestros cinco compañeros de prisión. ¿Cuál de ellos es U. N. Owen? Aunque no tengamos prueba alguna, apostaría por Wargrave —indicó Lombard.
— ¡Oh! —exclamó Vera, sorprendida. Tras reflexionar un instante, preguntó—: ¿Por qué?
—No sabría explicarlo exactamente. En primer lugar es viejo y ha presidido los tribunales durante muchos años y le ha podido trastornar esa autoridad intangible que tenía. Puede ser que Wargrave se crea «Todopoderoso Señor de la Vida y de la Muerte de los hombres». Su cerebro se ha estropeado y nuestro viejo magistrado se considera como Juez Supremo y verdugo.
—Es posible —aprobó Vera.
—¿Por quién apuesta usted, miss Claythorne?
Sin vacilar, Vera respondió:
—Por el doctor Armstrong.
—¿Por el doctor? Es el último en quien yo habría pensado.
—Las muertes —continuó Vera— son debidas al veneno y esto revela la mano de un médico.
—En efecto, es verdad —admitió Lombard.
Vera persistió en su acusación.
—Cuando un médico se vuelve loco, es muy difícil darse cuenta. Muchos de ellos se extenúan por exceso de trabajo y tienen el cerebro fatigado.
—De acuerdo —dijo Philip—, pero no creo que Armstrong hubiera podido matar al general. No pudo hacerlo durante el corto instante que le dejé solo, al menos que corriese como una liebre y volviera corriendo también... Pero su falta de entrenamiento físico no le permite de ninguna forma realizar tal proeza.
Vera no se dejó ganar la partida.
—No ha sido en este momento cuando mató al general —remachó Vera—. Fue más tarde.
—¿Cuándo?
—Cuando fue a buscarle antes de ir a comer.
Philip lanzó un silbido muy significativo.
—¿Usted cree que lo hizo entonces? ¡Sí que tiene sangre fría!
—¿Qué riesgo corría? Ninguno, pues es el único que posee conocimientos suficientes para decirnos que la muerte se remontaba a una hora o más. ¿Y quién le podía contradecir?
Philip miró a la joven con gesto pensativo.
—Mis felicitaciones. Su solución es ingeniosa. Pero me pregunto...


—¿Quién es el asesino, mister Blove? Me gustaría saberlo. ¿Quién es?
Rogers tenía la frente arrugada y sus manos se crisparon sobre la gamuza con que estaba limpiando el polvo.
—Esta pregunta me la hago yo mismo —le respondió Blove.
—Uno de nosotros, según el juez. Pero ¿quién? Eso es lo que desearía saber. ¿Quién es ese demonio con forma humana?
—Todos quisiéramos aclarar este misterio.
Rogers le insinuó:
—Pero ¿usted tiene una idea sobre el particular, mister Blove?
—¡Puede ser! Tengo sospechas, pero de eso a una certidumbre hay mucho trecho y puedo equivocarme. Pero la persona de quien sospecho tiene mucha sangre fría.
Rogers, secándose el sudor de la frente, dijo con voz ronca por la emoción:
—Me parece una pesadilla.
—Y usted, Rogers, ¿tiene alguna idea?
El criado inclinó la cabeza al responder:
—No sé nada y eso es lo que me da miedo. ¿De quién podría sospechar?


Desesperado, el doctor gritaba:
—¡Tenemos que salir de aquí a toda costa!
El juez Wargrave miraba la lluvia a través del ventanal. Jugueteaba con el cordón de sus lentes.
—No pretendo adivinar el tiempo que hará, pero me parece que antes de veinticuatro horas no podrían venir aquí, aunque supieran la situación trágica en que nos encontramos. Y aun eso, si el viento amaina.
El doctor llevóse las manos a la cabeza gruñendo:
—Y mientras, podemos ser asesinados en nuestras camas.
—No soy tan pesimista como usted. Tomaré toda clase de precauciones para que no me ocurra esa desgracia —replicó Wargrave.
Armstrong pensaba que el anciano magistrado agarrábase más a la vida que muchos jóvenes. Ese fenómeno lo había observado muchas veces a lo largo de su carrera. El mismo tenía, por lo menos, una veintena de años menos que el juez y, sin embargo, su instinto de conservación le parecía menos arraigado.
En cuanto al juez, pensaba: «¡Asesinados en la cama! Esos medicuchos se parecen todos; no tienen ideas originales.»
—Cierto, pero tenga en cuenta que esas víctimas estaban desprevenidas, mientras que nosotros estamos sobre aviso.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Armstrong—. Tarde o temprano...
—Yo he tomado mis medidas.
—No sabemos de quién desconfiar.
El viejo magistrado se acarició la barbilla y murmuró:
—No diría yo otro tanto...
Armstrong le miró a la cara de hito en hito.
—Entonces... ¿Usted sabe?
—En cuanto a las pruebas indispensables ante un tribunal, le declaro no tener ninguna —dijo con prudencia Wargrave—. Sin embargo, si paso revista a todos los hechos, distinguiría claramente quién era el culpable.
—¡No le comprendo! —dijo con los ojos fijos en el anciano juez el asombrado doctor.


Miss Emily Brent se retiró a su dormitorio, cogió la Biblia y se sentó cerca de la ventana. La solterona abrió el libro sagrado y después de unos segundos de duda, lo dejó, se fue hacia la mesilla de noche y sacó de un cajón un pequeño cuaderno de memorias, con cubiertas negras.
Lo abrió y púsose a escribir.

Una horrorosa desgracia acaba de pasar. El general MacArthur ha muerto. (Su primo era marido de Elsie MacPherson.) Sin duda alguna ha sido asesinado. Después de comer el juez Wargrave nos ha hecho un interesante discurso, pues está convencido de que uno de nosotros es el culpable. En otros términos, uno de nosotros está poseído del demonio. Estoy segura,.. ¿Quién podrá ser? Esta es la pregunta que cada uno se hace. Pero yo sola sé...

Se quedó un instante inmóvil, sus ojos grises se cerraron; el lápiz temblaba entre sus dedos; escribió en mayúsculas:

LA ASESINADA SE LLAMA BEATRIZ TAYLOR


Cerró los ojos. De repente los abrió sobresaltada y miró el cuaderno donde había estado escribiendo; lanzando una exclamación de cólera leyó las letras tan irregularmente escritas de la última frase y murmuró con voz muy baja:
—No es posible. ¿He sido yo quien ha escrito esto? Me estoy volviendo loca.


La tempestad estaba en todo su furor, el viento rugía alrededor de la casa.
Hallábanse todos reunidos en el salón y se observaban entre sí. Cuando Rogers entró con la bandeja para servir el té todos se sobresaltaron.
—¿Quieren que corra las cortinas? Estará esto menos triste.
Ante la respuesta afirmativa el criado corrió las cortinas y encendió la luz.
La habitación iluminóse y se disiparon las sombras.
Al día siguiente la tempestad se apaciguaría y vendría un barco... Un barco surgiría...
Miss Claythorne preguntó:
—¿Quiere usted servir el té, miss Brent?
La solterona le contestó:
—No, se lo ruego; sírvalo usted misma. La tetera es tan pesada... por otra parte he perdido dos ovillos de lana gris y eso me disgusta.
Vera se aproximó a la mesa y se oyó el alegre tintineo de la porcelana. Todo parecía volver a la normalidad.
—¡El té! ¡El té de la tarde! ¡Para los ingleses, qué deliciosa costumbre!
Philip Lombard arriesgó una broma, Blove le respondió en el mismo tono. Armstrong contó una divertida anécdota, y hasta el mismo juez, que de ordinario rechazaba este brebaje, paladeábalo con visible placer.
En este ambiente de tranquilidad, Rogers entró con cara descompuesta y farfullando nerviosamente.
—Perdón, señores. ¿Alguno de ustedes sabría en dónde está la cortina del cuarto de baño?
Lombard levantó bruscamente la cabeza.
—¿La cortina del cuarto de baño? ¡Qué diantre nos cuenta usted!
—Ha desaparecido, señor. No está en la ventana. He dado una vuelta por las habitaciones para echar las cortinas, pero la del cuarto de baño no estaba.
—¿Estaba esta mañana? —preguntó Wargrave.
—¡Oh! Sí, señor.
—¿Qué clase de cortina era?
—Era de hule rojo, impermeable y hacía juego con los ladrillos.
—¿Y ha desaparecido? —preguntó Lombard.
—Sí, señor, ha desaparecido.
Se miraron unos a otros; Blove dijo lentamente:
—¿Después de todo qué importa? Esta desaparición es insensata... como todo lo que está ocurriendo, pero no hay por qué alarmarse, pues no se puede asesinar a nadie con una cortina de hule. Pensemos en otra cosa.
—Bien, señor, gracias —dijo Rogers.
El criado salió de la habitación y cerró la puerta tras sí.
De nuevo el miedo se instaló en el salón y una vez más los invitados se observaron con ansia disimulada.


Llegó la hora de la cena. La cena, compuesta principalmente de conservas, transcurrió a toda prisa y Rogers se apresuró a levantar los manteles.
En el salón reinaba una tensión insoportable.
A las nueve Emily Brent se levantó.
—Subo a acostarme —anunció.
—Yo también —dijo Vera.
Las dos mujeres subieron acompañadas de Lombard y Blove. En el pasillo los dos hombres vieron cómo Vera y miss Brent entraban en sus respectivos aposentos y oyeron el ruido de los cerrojos y de las llaves desde el interior.
—¡No es necesario recomendarles que se cierren con llave! —exclamó Blove—. Ya lo hacen.
—En todo caso están en seguridad por esta noche —añadió Lombard cuando bajaban.

Una hora más tarde, los cuatro hombres se retiraron a sus dormitorios. Rogers, desde el comedor, donde preparaba la mesa para el desayuno del siguiente día, los vio subir y oyó que se paraban en el primer rellano.
La voz del juez dejóse oír:
—Inútil será aconsejarles que cierren bien sus puertas.
A Blove parecióle bien añadir:
—Y sobre todo no olviden ustedes poner una silla atrancando la puerta, pues ya saben que se puede abrir desde fuera.
—Querido Blove, usted es muy listo para nosotros —dijo Lombard.
—Buenas noches, deseo que nos encontremos mañana sanos y salvos —se despidió del juez con estas palabras.
Rogers salió del comedor y subía lentamente la escalera; vio cuatro sombras desaparecer tras cuatro puertas, percibió cuatro vueltas a la llave y el ruido de cuatro cerrojos al correrse...
—Es una buena precaución —murmuró para sí.
Volvió a bajar para ir al comedor. Miró si estaba en orden y preparado para la siguiente mañana.
Su mirada se posó en el centro de la mesa y contó siete negritos de porcelana.
«¡Trataré de que nadie nos gaste una broma durante esta noche!»
Atravesando la habitación cerró con llave la puerta que daba a la cocina y pasó al vestíbulo por la otra puerta, que cerró igualmente con llave y se la guardó en el bolsillo.
Después apagó las luces y con paso lento llegó a su nueva habitación. Allí encontró un sitio para guardar la llave en el armario, cerró la puerta también con llave y echó el cerrojo. Rogers se dispuso acostarse. Y se dijo a sí mismo:
«Esta noche nadie tocará los negritos; he tomado mis precauciones.»


11


Philip Lombard se despertó al amanecer, como era su costumbre, apoyándose sobre un codo, escuchó. El viento un tanto calmado soplaba aún, pero el ruido de la lluvia había cesado.
A las ocho, el viento volvió a adquirir violencia, pero Lombard se había adormecido.
A las nueve de la mañana, sentado al borde de la cama, consultó su reloj, lo aplicó al oído y sus labios se abrieron descubriendo sus dientes en una sonrisa que evocaba una mueca de lobo y murmuró:
«Hay que poner fin a todos estos crímenes.»
A las diez menos veinticinco llamó a la puerta de Blove, cerrada con llave.
El ex inspector de policía vino a abrirle con mil precauciones. Estaba todavía medio dormido y con los ojos cargados de sueño y los cabellos desgreñados.
Lombard dijo con voz amable:
—Veo que duerme usted como un lirón. Es indicio de una conciencia tranquila.
—¿Qué pasa, pues?
—¿No han venido a despertarle trayéndole el té? ¿Sabe usted la hora?
Blove movió la cabeza hacia el despertador de la mesilla de noche.
—Las diez menos veinte; no creí haber dormido tanto. ¿Dónde está Rogers?
—Le responderé con la misma pregunta.
—¿Qué dice usted?
—Simplemente, que Rogers falta a la lista. No está ni en su cuarto ni en la cocina, y ni siquiera ha encendido la lumbre.
Blove ahogó un juramento y profirió en voz alta:
—¿Dónde demonios puede estar? Seguramente estará dando vueltas a la isla. Espere a que me vista. Mientras averigüe si los demás saben algo.
Philip Lombard se dirigió hacia las puertas cerradas. Encontró levantado al doctor y casi vestido. Al juez Wargrave, como a Blove, le tuvo que despertar. Vera estaba disponiéndose a bajar, y en cuanto a miss Brent no estaba en su habitación.
El reducido grupo inspeccionó la casa. El dormitorio de Rogers estaba vacío, la cama deshecha, la navaja, la brocha y el jabón estaban aún húmedos.
—Rogers se ha levantado como siempre —dijo Lombard.
En voz baja, Vera, tratando de ocultar su emoción, preguntó:
—¿No creen que pueda estar oculto en algún rincón para espiarnos?
—Amiga mía —contestó Lombard—, nada nos puede ya sorprender; haremos bien en resguardarnos hasta que le encontremos.
—Opino que debe estar haciendo algo por la isla —replicó Armstrong.
Blove, ya vestido, pero no afeitado, se les unió.
—¿Dónde está miss Brent? ¿Otro misterio? —preguntó.
Cuando llegaron al vestíbulo entraba por otra puerta Emily Brent; llevaba puesto un impermeable.
—El mar sigue esta mañana con mucho oleaje —dijo—, y dudo que ningún barco pueda llegar hoy a la isla.
Blove preguntó a la solterona:
—¿Se ha paseado usted sola esta mañana? Es usted una incalificable imprudente.
—Tranquilícese, mister Blove; he andado con precauciones y con los ojos bien abiertos.
—¿Ha visto usted a Rogers en algún sitio?
—¿Rogers? —preguntó enarcando las cejas—. No, no le he visto esta mañana. ¿Por qué?
Wargrave, correctamente vestido y muy bien afeitado, bajaba lentamente las escaleras. Se dirigió hacia la puerta abierta del comedor y observó:
—¡Ah, la mesa está ya preparada para el desayuno!
—Rogers ha debido de prepararla anoche —repuso Lombard.
Entraron en el comedor y vieron los platos puestos, los cubiertos de plata en su sitio, la hilera de tazas y platitos sobre la mesa y las rodajas de fieltro esperando la cafetera y la leche calientes.
Vera fue la primera que lo advirtió. Cogió al anciano juez por el brazo y la violencia de su gesto hizo que éste se sobresaltase.
—¡Los negritos! ¡Mírelos! No había más que seis figuritas en el centro de la mesa.
Se le encontró más tarde en la leñera, al otro lado de la casa. Había estado partiendo leña para hacer fuego y tenía aún en la mano la pequeña hacha, mientras que otra, más grande y fuerte, estaba apoyada en la puerta, llena de sangre fresca, explicando demasiado la herida profunda que tenía Rogers en su cráneo.
—Ha sido muy fácil —dijo el doctor—. El asesino se ha deslizado por detrás, levantó la pesada hacha y la dejó caer en la cabeza de Rogers en el momento en que éste se inclinaba.
—¿Para asestar tal golpe, el asesino debía de ser muy fuerte? —preguntó Wargrave al doctor, que respondió:
—Una mujer hubiese sido capaz.
Armstrong miró a su alrededor, y no viendo a Vera ni a miss Brent, que se habían marchado a la cocina, continuó:
—La joven, aún más, pues es una atleta. En cuanto a miss Brent, parece muy débil, pero esta clase de mujeres poseen de ordinario una gran fuerza nerviosa. Recuerden que una persona atacada de locura puede desarrollar una energía increíble.
Pensativamente el juez asintió con la cabeza.
Blove se levantó suspirando:
—Ni la menor huella digital. El asesino tuvo la precaución de limpiar el mango después de cometer su crimen.
Una risa histérica se oyó. Todos se volvieron. Vera estaba en medio del patio. Sacudida por un acceso de hilaridad gritaba:
—¿Crían abejas en esta isla? Dígame dónde se busca la miel. ¡Ah! ¡Ah!
La miraban sin comprender nada. Dijérase que esta joven tan inteligente se volvía loca. Siguió gritando:
—¿Por qué me miran así? ¿Me creen loca? Pues mi pregunta no tiene nada de extravagante. ¡Hay abejas, colmenas, abejas! ¿No lo comprenden ustedes? ¿No han leído la canción de cuna? ¡Está en sus dormitorios para que la aprendan! Si hubiéramos reflexionado un momento, hubiéramos ido en seguida a la leñera, donde Rogers cortaba leña, pues Siete negritos cortaban leña con un hacha... ¿Y cuál es la estrofa siguiente? Seis negritos jugaban con una colmena... He ahí por qué pregunto si se crían abejas en esta isla. ¡Dios mío, qué raro...! ¡Qué extraño!
De nuevo estalló su risa de loca; el doctor se adelantó y le dio un cachete en la cara.
Hipando y jadeando tragó saliva. Al cabo de un instante continuó:
—Gracias, doctor... ahora me encuentro mejor.
Su voz volvía a ser calmosa y recobró su actitud ponderada de profesora de cultura física. Dio media vuelta y se dirigió hacia la cocina, diciendo:
—Miss Brent y yo prepararemos el desayuno. ¿Podrían traernos algunos trozos de leña para encender la lumbre?
Los dedos del doctor habían dejado unas huellas sonrosadas en la mejilla de Vera.
Cuando desapareció, Blove dijo al doctor.
—¡Tiene usted la mano pesada!
—Era necesario, ya tenemos bastantes horrores para venirnos con crisis nerviosas —prorrumpió a manera de excusa.
—¡Oh! Miss Claythorne no tiene nada de histérica —objetó Lombard.
—No, al contrario, veo en ella una joven muy sana de cuerpo y espíritu, pero con todas estas emociones violentas eso le pasa a cualquiera.
Recogieron la poca leña que Rogers había partido y la llevaron a la cocina, donde estaban las dos mujeres trabajando. Miss Brent vaciaba las cenizas del fogón, y Vera, con la ayuda de un cuchillo, quitaba la grasa.
Emily dijo a los señores que le trajeron el combustible:
—Gracias, vamos a darnos prisa para que dentro de media hora esté todo dispuesto. Es preciso ante todo hacer hervir el agua.


El inspector Blove preguntó a Philip Lombard con voz ronca:
—¿Sabe usted qué pienso?
—Desde el momento que usted piensa decírmelo es inútil que me rompa la cabeza adivinándolo —replicó riendo.
El inspector era un hombre serio y que no admitía bromas; sin pestañear continuó:
—Esto me recuerda un caso que pasó en América. Un señor ya viejo y su mujer fueron asesinados a hachazos, el drama tuvo lugar por la mañana y no había nadie en la casa más que su hija y la criada. Durante el juicio se demostró que ésta no pudo cometer el asesinato, y en cuanto a la otra, la hija, era una solterona de excelente reputación; se la reconoció igualmente inocente y jamás se descubrió al culpable. Este caso lo he recordado al ver el hacha y la solterona tan tranquila en la cocina, pues ni se ha inmutado. En cuanto a la joven, ¿qué más lógico que esta crisis nerviosa? ¿No opina usted así?
—Puede ser —respondió lacónicamente Lombard.
Blove continuó:
—Pero la vieja, tan cuidadosa con su delantal... me recordaba a la señora Rogers cuando nos decía: «El desayuno estará dispuesto dentro de media hora.» Me parece que está mujer está loca de atar, pues casi todas estas solteronas terminan lo mismo. No quiero decir con esto que tengan la mano homicida, pero sí que muchas pierden la cabeza. Empiezo a creer que miss Brent tiene una locura mística, que se imagina ser el instrumento de la justicia divina o algo por el estilo. Cuando está en su cuarto siempre lee la Biblia.
Philip Lombard lanzó un suspiro y declaró:
—Pero esto no es prueba de desequilibrio mental.
El inspector obstinóse:
—Esta mañana ha salido con un impermeable y nos dijo que había ido a ver el mar.
El otro bajó la cabeza, agregando:
—Rogers fue asesinado en las primeras horas de la mañana. Miss Brent no tenia ninguna necesidad de pasearse por la isla unas horas después del crimen. Créame, el asesino de Rogers se las ha arreglado para que le encontremos, esta mañana, durmiendo en su cama.
—Me atrevo a señalar, querido Lombard, que si esta mujer fuera inocente se hubiese asustado de andar sola por la isla. Pero claro, si ella es culpable no tiene que temer de nadie; luego ella es la criminal.
—Este argumento tiene su valor —dijo Lombard—. No había pensado en ello —y añadió sonriendo—: Me place comprobar que usted no sospecha de mí.
Un poco confuso, Blove respondió:
—No le niego que al principio sospeché de usted... su revólver... la extraña historia que nos contó... o mejor dicho que nos ocultó. Pero ahora me doy cuenta de que su inocencia ha quedado bien patente.
—Espero que usted tendrá la misma certidumbre referente a mí.
—Puedo equivocarme —respondió Lombard—, pero no lo creo con imaginación suficiente para la realización y preparación de todos estos horrores que estamos viviendo. Si usted fuera el culpable, admitiría su gran talento de actor, y ante éste tendría que quitarme el sombrero. Entre nosotros, Blove, y ya que antes de que termine el día es probable que no seamos más que dos cadáveres, ¿estuvo usted de veras complicado en aquel asunto de falsos testimonios?
Muy molesto Blove respondió:
—¡Ahora ya no me importa! Pues bien, sí. Landor era inocente, pero la cuadrilla de bandidos me amenazó y tuve que encerrarlo por un año. Claro que todo esto es confidencial, pues a no ser por las circunstancias... jamás lo hubiese dicho...
—Y sobre todo delante de testigos —terminó Lombard, riéndose—. Pero esté usted tranquilo, que no diré nada. Por lo menos espero que ganaría usted mucho dinero.
—El negocio no me dio lo que yo esperaba. Los Pudcel era una banda de harapientos; sin embargo, logré un ascenso.
—Y a Landor le condenaron a trabajos forzados a perpetuidad y murió en la cárcel.
—¿Podía yo adivinar que iba a morir?
—No. ¡De aquí su mala suerte!
—¿Mi mala suerte? La de él, querrá decir.
—La de usted también. Porque ha tenido como resultado que su vida sea acortada de un modo desagradable.
—¡Que se cree usted eso! —le contestó Blove, mirándole fijamente—. ¿Usted cree que me voy a dejar coger como Rogers y los demás? Esté tranquilo, que sé guardarme bien.
—A pesar de todo, no quiero apostar, pues si usted muere yo no cobraría.
—¿Qué es lo que me está contando?
—Le digo que no tiene ninguna posibilidad de escapar a su destino. Su falta de imaginación hace de usted un blanco ideal: un criminal tan astuto como U. N. Owen le cogerá en sus redes, cuando quiera.
La cara de Blove, enrojeció y preguntó con rabia:
—¿Y a usted, mister Lombard?
Los rasgos de Philip Lombard se endurecieron al responder:
—Yo soy un hombre de recursos y me he encontrado en situaciones más peligrosas aún, de las que salí indemne... Y espero salir de ésta, no diré con mayor ventaja...


Los huevos se estaban friendo. Vera, que estaba tostando el pan, pensaba al mismo tiempo:
«¿Por qué me ha atacado esa crisis de nervios? He sido una ridícula y he cometido un error. Hay que tener calma, mucha calma.»
Hasta entonces ella había conservado siempre su sangre fría.

«Miss Claythorne ha dado pruebas de mucha sangre fría; sin dudar se lanzó al agua para socorrer al niño Ciryl...»

¿Por qué evocar ese recuerdo? Todo pertenecía al pasado... al pasado... Ciryl había desaparecido mucho antes que ella llegase a las rocas. Sintió que la corriente le llevaba y se dejó arrastrar, flotando, y por fin la canoa de salvamento... La felicitaron por su coraje y sangre fría. «Todos a excepción de Hugo, que solamente la miró a los ojos.»
¡Oh! ¡Cómo sufría pensando en Hugo después de tanto tiempo! ¿Dónde estaría? ¿Qué haría? ¿Tendría novia? ¿Estaría casado, quizá?
Emily Brent la volvió a la realidad.
—¡Vera, el pan se está quemando!
—Perdóneme, miss Brent, estoy aturdida.
Emily Brent sacaba de la sartén el último huevo frito. Disponiendo otro pedazo de pan para tostarlo, Vera observó:
—Usted tiene una calma extraordinaria, miss Brent.
—Me enseñaron en mi juventud a dominar los nervios y a no causar molestias.
—Entonces, ¿no tiene miedo? —Vera hizo una pausa y añadió—: ¿O no teme a la muerte?
¡Morir! Emily Brent tuvo una sensación como si una aguja le traspasase la cabeza. ¿Morir? Los demás morían, pero no ella... Esta Vera no comprendía nada. Los Brent no habían tenido jamás miedo. Sus antepasados estuvieron al servicio del rey y afrontaron la muerte con serenidad. Llevaron una vida tan recta como ella... Jamás había hecho algo que la hiciese sonrojarse. «El señor vela por los suyos. No temáis los terrores de la noche, ni la flecha que golpea el día...» ¡Estamos en pleno día; la luz alejaba los fantasmas! «Ninguno de nosotros abandonará esta isla.» ¿Quién dijo estas palabras? El general MacArthur, cuyo primo estaba casado con Elsie MacPherson. No parecía que le hubiese atormentado esta idea y la acogió con serenidad. ¡Fue impío! Ciertas personas hacen tan poco caso de la muerte, que se suprimen ellos mismos. Beatriz Taylor. Esta noche pasada soñó son Beatriz. La veía apoyada en la ventana, la cara pegada a los vidrios, suplicándole que la dejase entrar. Pero ella la había dejado fuera. De haberle permitido entrar en su cuarto, aquella gran desgracia no hubiese ocurrido.
Emily tembló. Su joven amiga la miraba de forma extraña; entonces dijo vivamente:
—¿Todo está dispuesto? Vamos a servir el desayuno.
Ese desayuno se salió de lo corriente. Cada uno mostróse extremadamente solícito con su vecino de mesa.
—Miss Brent,   ¿puedo servirle el café?
—Mis Claythorne, ¿quiere una lonja de jamón?
—¿Un poco más de asado?
Había seis personas, todas aparentemente normales y dueñas de su sangre fría. Pero en su fuero interno las ideas daban vueltas como ardillas enjauladas.


¿A quién le tocará? ¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Lo logrará esta vez?
Me lo pregunto. ¡Si me diesen tiempo! Dios mío, ¿me dejarán tiempo?
Locura mística... eso es, seguramente. Mirándola, jamás se dudaría. ¿Y si me equivocase?
Pierdo la cabeza. Mi lana ha desaparecido... las cortinas rojas también... esto no tiene sentido. No comprendo nada ni veo jota.
¡Esta especie de cretino se ha tragado todo lo que le he contado! ¡Atención, sin embargo!
Seis negritos de porcelana... No quedan más que seis. ¿Cuántos habrá esta noche?

Todo eso pensaban, inquietos, en tanto comían.
—¿Quién quiere el último huevo?
—¿Un poco de mermelada?
—Gracias. ¿Un pastelillo?
Eran seis a desayunar y todos se conducían como seres normales.






[1] Aldeanos, labriegos.

[2] Miembro de la Orden de San Miguel y San Jorge
[3] Cruz de servicios distinguidos
[4] Calle de Londres, donde viven los médicos famosos









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