Hoy seguimos disfrutando de leer a Agatha Christie. En esta ocasión "El acantilado" es el texto escogido. Es bastante corto pero sustancioso, así que sin mas rodeos comencemos...
Clare
Halliwell recorrió el corto camino desde la puerta de su casa hasta la verja.
De su brazo colgaba una cesta, y la cesta contenía una botella de caldo,
gelatina casera y unos racimos de uva. En la aldea de Daymer's End no había
muchos pobres, pero los pocos que había recibían asidua atención, y Clare era
una de las voluntarias más diligentes de la parroquia.
Clare
Halliwell contaba treinta y dos años. Tenía un porte erguido, un color
saludable y unos bonitos ojos castaños. No era hermosa, pero ofrecía un aspecto
lozano, agradable y muy inglés. Todos la apreciaban y decían que era buena
persona. Desde la muerte de su madre, hacía dos años, vivía sola en la casa con
su perro, Rover. Criaba pollos y le gustaban los animales y la vida al aire
libre.
Mientras
descorría el pestillo de la verja, pasó un coche biplaza, y la conductora, una
muchacha con un sombrero rojo, la saludó con la mano. Clare devolvió el saludo,
pero apretó los labios por un momento. Notó esa punzada en el corazón que
siempre sentía al ver a Vivien Lee. ¡La esposa de Gerald!
Medenham
Grange, que se hallaba a poco más de una milla de la aldea, pertenecía a la
familia Lee desde hacía muchas generaciones. Sir Gerald Lee, el actual
propietario de la villa, aparentaba mayor edad de la que tenía y, según muchos,
se mostraba altivo en el trato con los demás. En realidad, su actitud pomposa
ocultaba una considerable timidez. Él y Clare habían jugado juntos de niños.
Más tarde fueron amigos, y muchos —incluida, debe decirse, la propia Clare—
confiaban en que de esa relación surgiese un lazo más serio y estrecho. No
había prisa, desde luego, pero algún día... Así se lo planteaba Clare en sus
adentros: algún día.
Y de
pronto, hacía apenas un año, la aldea recibió con asombro la noticia de que sir
Gerald se casaba con una tal señorita Harper, una desconocida.
La
nueva lady Lee no se granjeó la simpatía de sus convecinos. Los asuntos de la
parroquia le traían sin cuidado; la caza la aburría; y el campo y los deportes
al aire libre le causaban aversión. Los resabidos del lugar movían la cabeza en
un gesto de pesimismo y se preguntaban cómo acabaría aquel matrimonio. No
costaba adivinar por qué se había encaprichado de ella sir Gerald. Vivien era
una belleza, menuda, delicada, grácil, de cabello rojo dorado que se rizaba
encantadoramente en torno a sus preciosas orejas y grandes ojos de color
violáceo capaces de lanzar insinuantes miradas de soslayo con absoluta
naturalidad. En todos los sentidos ella y Clare eran, pues, polos opuestos.
Gerald
Lee, con su masculina simplicidad, mostraba un vivo interés en que su esposa y
Clare llegasen a ser excelentes amigas. Invitaba a Clare a cenar en la villa
con frecuencia, y Vivien fingía una afectuosa familiaridad siempre que se veían.
De ahí su alegre saludo de esa mañana.
Clare
fue a cumplir su caritativa misión. El párroco se encontraba también de visita
en la casa de la anciana en cuestión, y al salir caminaron juntos un trecho.
Antes de seguir cada uno por su lado, se detuvieron un momento a hablar de
asuntos parroquiales.
—Jones
ha vuelto a las andadas —anunció el párroco—. Y esta vez, al ver que abandonaba
la bebida por iniciativa propia, yo tenía la firme esperanza de que lo
consiguiese.
—Vergonzoso
—afirmó Clare categóricamente.
—Eso
nos parece a nosotros —dijo el señor Wilmot—, pero debemos recordar que es
difícil ponerse en su lugar y comprender su tentación. Para nosotros, el deseo
de emborracharse resulta inexplicable; sin embargo, a todos nos asaltan
tentaciones de una u otra clase, y eso debe servirnos para entender mejor las
suyas.
—Supongo
que así es —repuso Clare con escasa convicción.
El
párroco la observó.
—Algunos
tienen la fortuna de verse tentados escasas veces —dijo con delicadeza—. Pero
incluso a esos les llega el momento. Mantente alerta y reza para no caer en la
tentación. No lo olvides.
A
continuación se despidió y se alejó con paso enérgico. Clare siguió andando,
absorta en sus pensamientos, y al cabo de unos minutos casi tropezó con sir
Gerald Lee.
—Hola, Clare.
Confiaba en encontrarte por aquí. Estás radiante. ¡Y qué buen color!
Ese
color acababa de aparecer en sus mejillas.
—Como
te decía, esperaba encontrarte —continuó Lee—. Vivien ha de marcharse a
Bournemouth este fin de semana. Su madre está enferma. ¿Podrías venir a cenar
el martes en lugar de esta noche?
—¡Ah,
sí! Lo mismo me da hoy que el martes.
—Todo
arreglado, pues. Estupendo. Y ahora te dejo; tengo un poco de prisa.
Clare
fue a casa y halló a su única y fiel criada aguardándola ante la puerta.
—Menos
mal que ha llegado, señorita. No sabe qué lío se ha organizado. Han traído a
Rover a casa. Esta mañana se ha marchado él solo y lo ha atropellado un coche.
Clare
corrió junto al perro. Adoraba a los animales y sentía especial cariño por
Rover. Le examinó las patas una por una y luego le palpó el resto del cuerpo.
Rover gimió un par de veces y le lamió la mano.
—Si
tiene alguna herida grave, es interna —dictaminó por fin—. No parece que haya
huesos rotos.
—¿Lo
llevamos al veterinario, señorita?
Clare negó
con la cabeza. No confiaba demasiado en el veterinario de la aldea.
—Esperaremos
hasta mañana. No da la impresión de que le duela mucho, y las encías tienen
buen color, así que la hemorragia interna, si la hay, no puede ser muy
abundante. Mañana, si no me gusta su aspecto, lo llevaré a Skippington en el
coche para que Reeves le eche un vistazo. Es el mejor veterinario de los
alrededores con diferencia.
Al día
siguiente Clare notó a Rover más débil y llevó a cabo su plan como había
previsto. Skippington estaba a unas cuarenta millas, un largo camino, pero
Reeves, el veterinario de esa aldea, gozaba de gran reputación en muchas millas
a la redonda.
Diagnosticó
ciertas lesiones internas, pero confiaba en una total recuperación, y Clare se
marchó de la consulta contenta de dejar a Rover en sus manos.
En
Skippington había solo un hotel aceptable, el County Arms. Lo frecuentaban
principalmente viajantes de comercio, pues no había buena caza en las
inmediaciones de Skippington ni pasaba cerca ninguna carretera importante.
No
servían el almuerzo hasta la una, y como faltaban aún unos minutos, Clare se
entretuvo hojeando las entradas del libro de registro.
De
pronto ahogó una exclamación. Conocía aquella letra, con sus bucles, volutas y
florituras. Siempre la había considerado inconfundible. Habría jurado que era
la suya, pero no podía ser. Vivien Lee estaba en Bournemouth. El propio nombre
inscrito en el registro demostraba que era imposible: «Señor Cyril Brown y
señora. Londres».
Pero
contra su voluntad la mirada se le iba una y otra vez hacia aquella adornada
caligrafía. Finalmente, movida por un impulso que era incapaz de definir,
preguntó a la conserje:
—¿La
señora de Cyril Brown? Me gustaría saber si es la misma que yo conozco.
—¿Es
una mujer menuda? ¿Pelirroja? Muy guapa. Llego en un biplaza rojo. Un Peugeot,
creo.
¡Así
que era ella! Habría sido ya demasiada coincidencia. Como en un sueño, Clare
siguió oyendo la voz de la conserje.
—Se
alojaron aquí durante un fin de semana hace poco más de un mes y les gustó tanto
el sitio que han vuelto. Recién casados, imagino.
—Gracias
—se oyó contestar Clare—. No creo que sea mi amiga.
Su voz
sonaba distinta, como si fuese de otra persona.
Ya
sentada a la mesa, mientras comía rosbif frío en silencio, su mente era un
laberinto de emociones y pensamientos contradictorios.
Sin
embargo no albergaba la menor duda. Su primera impresión de Vivien había
resultado acertada. Vivien era de esas. Sintió una vaga curiosidad por saber
quién era el hombre. ¿Alguien que Vivien conocía de sus tiempos de soltera,
quizá? Probablemente. Pero eso no importaba. Nada importaba salvo Gerald.
¿Qué
haría Clare respecto a Gerald? Tenía derecho a enterarse, todo el derecho del
mundo. Estaba claro que su obligación era contárselo. Había descubierto el secreto
de Vivien por casualidad, pero debía poner al corriente a Gerald de inmediato.
Ella era amiga de Gerald, no de Vivien.
No
obstante, algo la incomodaba. No tenía la conciencia tranquila. En apariencia
su razonamiento era intachable, pero el deber y la predisposición corrían
sospechosamente parejos. Admitió que Vivien le inspiraba antipatía. Por otra
parte, si Gerald Lee se divorciaba de su esposa —y Clare no dudaba que esa
sería exactamente su reacción, pues era un hombre cuya concepción del honor rayaba
en el fanatismo—, tendría vía libre para acudir a ella. Visto así, la asaltaban
los escrúpulos, minando su determinación. Su propósito le resultaba
injustificado y repugnante.
El
elemento personal pesaba demasiado. No podía estar segura de sus propios motivos.
En esencia, Clare era una mujer desinteresada e íntegra. Hizo el sincero
esfuerzo de comprender cuál era su obligación. Deseaba, como en todos sus
actos, obrar correctamente. Pero en ese caso, ¿qué era lo correcto y qué lo
impropio?
Por
azar había llegado a su poder una información que afectaba de manera vital al
hombre que amaba y a la mujer por la que sentía aversión y, para ser francos,
también celos. Podía arruinar la vida de esa mujer. Pero ¿estaba autorizada a
hacerlo?
Clare
siempre se había mantenido al margen de las murmuraciones y chismorreos que son
parte inevitable de la vida en una aldea. Le desagradaba la sensación de verse
de pronto como uno de aquellos seres retorcidos que siempre había dicho
detestar.
De
repente volvieron a su memoria las palabras pronunciadas por el párroco la
mañana anterior: «Pero incluso a esos les llega el momento».
¿Le
había llegado a ella el momento? ¿Era esa su tentación? ¿Se había presentado
insidiosamente disfrazada de obligación? Ella era Clare Halliwell, una buena
cristiana, y amaba a todos los hombres... y mujeres. Si decidía contárselo a
Gerald, debía cerciorarse antes de que ningún motivo personal la inducía a
ello. De momento callaría.
Pagó la
cuenta y se marchó, invadida por una indescriptible paz de espíritu. En
realidad, hacía tiempo que no se sentía tan feliz. Le complacía haber tenido la
fortaleza de resistirse a la tentación, de no actuar de manera mezquina o
indigna. Por un segundo se preguntó si aquel súbito optimismo se debía a cierta
sensación de poder, pero la idea le pareció absurda y la descartó de inmediato.
El
martes por la noche Clare se mantenía firme en su decisión. No sería ella quien
desvelase el hecho. Debía guardar silencio. Su secreto amor por Gerald le
impedía hablar. ¿Era acaso una actitud demasiado altruista? Tal vez; pero para
ella no había alternativa.
Llegó a
la villa en su pequeño automóvil. Como la noche era lluviosa, el chófer de sir
Gerald esperaba ante la puerta principal para guardar el coche en el garaje en
cuanto ella se apease. Acababa de arrancar cuando Clare recordó que había
dejado dentro unos libros que se había llevado prestados en una visita anterior
y deseaba devolver. Llamó al chófer, pero no la oyó. El mayordomo corrió tras
él.
De modo
que durante un par de minutos Clare se quedó sola en el vestíbulo, junto a la
puerta del salón, que el mayordomo había dejado entornada cuando se disponía a
anunciar su llegada. No obstante, quienes se hallaban en el interior ignoraban
su presencia, y de ahí que Vivien comentase con voz aguda y estridente —una voz
que en nada se parecía a la de una dama—, claramente audible desde el
vestíbulo:
—Solo
falta Clare Halliwell. Ya la conocen, probablemente; vive en la aldea. Es, se
supone, una de las bellezas del lugar, pero en realidad no tiene ningún
encanto. Intentó por todos los medios atrapar a Gerald, pero él no mordió el
anzuelo. —En contestación a un murmullo de protesta de su marido, añadió—: Es
la verdad, cariño. Puede que tú no te dieses cuenta, pero hizo todo lo posible.
¡La pobre Clare! Es buena persona, pero tan poco agraciada...
Clare
palideció, apretando los puños a los costados con una ira que nunca antes había
sentido. En ese momento habría sido capaz de matar a Vivien Lee. Solo gracias a
un supremo esfuerzo físico logró recobrar la serenidad. Gracias a eso, y a la
idea medio formada de que tenía en sus manos el poder de castigar a Vivien por
sus crueles palabras.
El
mayordomo regresó con los libros, abrió la puerta y la anunció. Un instante
después Clare saludaba a los presentes con su habitual amabilidad.
Viven,
ataviada con un exquisito vestido de color vino oscuro que realzaba su blanca
fragilidad, se mostró con ella más efusiva que de costumbre, casi empalagosa.
Se quejó de que la veían poco por allí. Ella, Vivien, iba a aprender a jugar al
golf, y quería que Clare la acompañase al campo.
Gerald
estuvo muy atento y cordial. Pese a que no recelaba que Clare hubiese oído el
comentario de su esposa, tenía la vaga necesidad de compensarla. Profesaba a
Clare un gran afecto y lamentaba que su esposa dijese cosas como aquella. A él
y a Clare los unía una buena amistad, nada más que eso, y si albergaba la menor
sospecha de que hubiese en la afirmación de Vivien algo de verdad, la apartó de
su mente.
En la
sobremesa salió a colación el tema de los perros, y Clare contó el accidente de
Rover. Intencionadamente esperó a que se produjese una pausa en la conversación
para decir:
—Así
que el sábado lo llevé a Skippington.
Oyó el
súbito tintineo de la taza de café de Vivien contra el plato, pero prefirió no
dirigir la vista hacia ella... todavía.
—¿Para
ver a ese hombre, Reeves?
—Sí.
Rover se pondrá bien, creo. Luego almorcé en el County Arms. Un sitio bastante
agradable —Eligió ese momento para volverse hacia Vivien—. ¿Te has alojado alguna
vez allí?
Si le
quedaba aún alguna duda, se disipó en el acto. Vivien se apresuró a contestar
con voz vacilante:
—¿Yo?
Ah, no... no, no.
El
miedo se reflejó en sus ojos, dilatándolos y oscureciéndolos. Los ojos de
Clare, en cambio, nada delataban. Su mirada era serena, escrutadora. Nadie
habría imaginado el intenso placer que ocultaba. En ese instante Clare casi
perdonó a Vivien las palabras que le había oído pronunciar poco antes. Al
saborear aquel poder en toda su plenitud casi le dio vueltas la cabeza. Tenía a
Vivien Lee en un puño.
Al día
siguiente Clare recibió una nota de la otra mujer. ¿Le apetecería tomar el té
con ella tranquilamente esa tarde? Clare rehusó la invitación.
Vivien
decidió entonces visitarla. Se presentó en dos ocasiones, a horas en que era
muy probable encontrarla en casa. La primera vez Clare había salido realmente;
la segunda, se escabulló por la puerta trasera al ver aproximarse a Vivien por
el camino.
Aún no
tiene la certeza de si lo sé o no, se dijo Clare. Quiere averiguarlo sin
comprometerse. Pero no le daré esa satisfacción hasta que esté preparada.
Clare
no sabía exactamente a qué esperaba. Había optado por guardar silencio; era lo
más decente y honroso. Se sentía aún más virtuosa cuando recordaba la gran
provocación de que había sido objeto. Tras escuchar el modo en que Vivien
hablaba de ella a sus espaldas, una mujer de carácter más débil, pensaba,
habría renunciado a sus buenos propósitos.
El
domingo asistió dos veces a misa. Primero a la eucaristía del alba, de la que
salió fortalecida y espiritualmente reconfortada. Ningún sentimiento personal
influiría en sus decisiones, nada superficial o mezquino. Acudió de nuevo a la
iglesia para el oficio de la mañana. En el sermón, el señor Wilmot habló de la
conocida plegaria del fariseo. Contó a grandes rasgos la vida de aquel hombre,
un buen hombre, fervoroso creyente. Y describió después cómo se adueñó de él
gradualmente la lacra del orgullo espiritual, hasta deformar y ensuciar su
alma.
Clare
no prestó mucha atención. Vivien se hallaba en el banco enorme y macizo de la
familia Lee, y Clare intuyó que pretendía abordarla en cuanto acabase la misa.
Y así
ocurrió. Vivien se acercó a Clare y la acompañó hasta su casa. Una vez allí le
pidió que la dejase entrar. Clare accedió, naturalmente. Se acomodaron en la
pequeña sala de estar, adornada con flores y anticuadas tapicerías de chintz.
Vivien empezó a hablar con frases inconexas y entrecortadas.
—El fin
de semana pasado estuve en Bournemouth, ¿sabías? —comentó al cabo de un rato.
—Eso me
dijo Gerald —contestó Clare.
Se
miraron. Ese día Vivien parecía casi una mujer corriente. Su rostro ofrecía un
aspecto anguloso y amarillento que lo privaba de buena parte de su encanto.
—Cuando
estuviste en Skippington... —prosiguió Vivien.
—¿Cuando
estuve en Skippington? —repitió Clare cordialmente.
—Mencionaste
un hotelito que hay en el pueblo.
—El County
Arms, sí. No lo
conocías, dijiste.
—He...
he estado allí una vez.
—¡Ah!
Clare
no tenía más que esperar tranquilamente. Vivien era incapaz de soportar
cualquier clase de tensión. De hecho empezaba ya a perder el control. De pronto
se inclinó y prorrumpió en un vehemente parloteo.
—No te
caigo bien. Nunca te he caído bien. Me odias desde el principio. Y ahora estás
divirtiéndote a mi costa, jugando conmigo al gato y el ratón. Eres cruel, muy
cruel. Por eso te temo; porque en el fondo eres cruel.
—¡Esto
es el colmo, Vivien! —exclamó Clare con tono cortante.
—Te has
enterado, ¿verdad? Sí, ya veo que te has enterado. Lo sabías ya la otra noche,
cuando hablaste de Skippington. De alguna manera lo has averiguado. Bien, pues
quiero saber qué piensas hacer al respecto. ¿Qué piensas hacer?
Clare
permaneció en silencio, y Vivien se levantó de un salto.
—¿Qué
piensas hacer? Tengo que saberlo. ¿No irás a negar que estás enterada de todo?
—No
pretendo negar nada —contestó Clare con frialdad.
—¿Me
viste allí aquel día?
—No. Vi
tu letra en el registro: «Señor Cyril Brown y señora».
Una
llamarada cubrió el rostro de Vivien.
—Después
he hecho algunas averiguaciones —continuó Clare con calma—. Me consta que no
pasaste el fin de semana en Bournemouth. Tu madre no te pidió que fueses. Y
unas seis semanas atrás ocurrió exactamente lo mismo.
Vivien
se desplomó en el sofá y rompió a llorar a lágrima viva. Era el llanto de una niña
asustada.
—¿Qué
piensas hacer? —preguntó entre sollozos—. ¿Vas a decírselo a Gerald?
—Aún no
lo sé —respondió Clare. Se sentía serena, omnipotente.
Vivien
se incorporó, apartándose los rojos rizos de la frente.
—¿Quieres
que te lo cuente todo?
—Nada
pierdo con escuchar, supongo.
Vivien
desembuchó la historia completa, sin la menor reticencia. Cyril «Brown» era en
realidad Cyril Haviland, un joven ingeniero con quien había estado prometida en
otro tiempo. Cayó enfermo y perdió el trabajo, tras lo cual, sin el menor
reparo, dejó plantada a Vivien para casarse con una rica viuda mucho mayor que
él. Poco después Vivien contrajo matrimonio con Gerald Lee.
Volvió
a encontrarse con Cyril por casualidad. A ese primer encuentro siguieron
frecuentes citas. Cyril, respaldado por la fortuna de su esposa, prosperaba en
su profesión y empezaba a ser conocido. Era una historia sórdida, una historia
de citas clandestinas y continuas mentiras y maquinaciones.
—Le
quiero tanto —gimoteaba Vivien sin cesar, y Clare sentía náuseas cada vez que
oía esas palabras.
Por fin
el balbuceo terminó, y Vivien masculló un avergonzado:
—¿Y
bien?
—¿Qué
pienso hacer? —dijo Clare—. No puedo responderte. Necesito tiempo para
reflexionar.
—¿No me
delatarás a Gerald?
—Quizá
sea mi deber.
—No, no
—La voz de Vivien se convirtió en un histérico chillido—. Se divorciará de mí.
No se atendrá a razones. Preguntará en el hotel, y Cyril también se verá
involucrado. Entonces su esposa se divorciará de él. Eso arruinaría su carrera,
su salud... su vida entera; se quedaría otra vez en la miseria. Nunca me lo
perdonaría. Nunca.
—Disculpa
—dijo Clare—, pero ese Cyril no me merece muy buena opinión.
Vivien
no la escuchaba.
—Te lo
aseguro: me odiará. Me odiará. No podría soportarlo. No se lo cuentes a Gerald.
Haré lo que me pidas, pero no se lo cuentes a Gerald.
—Necesito
tiempo para tomar una decisión —repuso Clare con severidad—. No puedo
prometerte nada sin antes pensarlo. Entretanto tú y Cyril no debéis volver a
veros.
—No, no
nos veremos más. Te lo juro.
—Cuando
sepa qué es lo más correcto, te lo comunicaré.
Clare
se puso en pie. Vivien salió de la casa abochornada, con andar furtivo, echando
un vistazo atrás por encima del hombro.
Clare
arrugó la nariz asqueada. Un asunto repugnante. ¿Cumpliría Vivien su promesa de
no ver más a Cyril? Probablemente no. Era débil, resabiada sin remedio.
Aquella
tarde Clare salió a dar un largo paseo. Había un camino que discurría por las
colinas ribereñas. Serpenteaba cuesta arriba, y a su izquierda las verdes
laderas descendían en ligera pendiente hacia el acantilado. Los lugareños lo
conocían como la Vera. Aunque era seguro si uno se mantenía en el camino,
apartarse de él podía resultar peligroso, pues aquel suave declive, pese a su
inofensiva apariencia, era muy traicionero. Clare había perdido allí un perro
en una ocasión. El animal, correteando por la hierba uniforme, cobró velocidad,
y al llegar al borde del acantilado, fue incapaz de detenerse y se despeñó,
estrellándose contra las afiladas rocas de la orilla.
Era una
tarde clara y hermosa. De abajo llegaba el ruido de las olas, un relajante
murmullo. Clare se sentó entre la corta hierba y contempló el mar azul. Debía
afrontar aquella situación sin rodeos. ¿Qué se proponía hacer?
Pensó
en Vivien con cierta aversión. ¡Cómo se había desmoronado! ¡Qué vilmente se
había rendido! Clare sintió un creciente desprecio por ella. No tenía redaños;
era una cobarde.
No
obstante, pese a la antipatía que Vivien le inspiraba, Clare resolvió ser
indulgente con ella por el momento. Cuando volvió a casa, le escribió una nota,
anunciándole que si bien no podía prometerle nada a largo plazo, había decidido
guardar silencio por el presente.
La vida
continuó poco más o menos como siempre en Daymer's End. La gente notó muy
desmejorada a lady Lee. Clare Halliwell, en cambio, nunca había tenido mejor
aspecto. Le brillaban más los ojos; llevaba la cabeza más alta, y se advertía
mayor aplomo en su actitud. Ella y lady Lee se reunían con frecuencia, y se
observó que en tales ocasiones la mujer de menor edad escuchaba con aduladora
atención hasta la última palabra de la otra.
A veces
la señorita Halliwell dejaba escapar comentarios un tanto ambiguos, no del todo
pertinentes a la conversación. Decía de pronto, por ejemplo, que últimamente
había cambiado de opinión respecto a muchas cosas, que resultaba curioso cómo
un detalle insignificante podía inducirla a una a modificar por completo sus
puntos de vista, y que a menudo una tendía a dejarse influir demasiado por la
compasión, lo cual era un error.
Cuando
hacía observaciones de esa clase, solía mirar a lady Lee de un modo peculiar, y
ésta de repente palidecía y parecía casi aterrorizada.
Pero a
medida que avanzó el año esas sutilezas se tornaron menos manifiestas. Clare
continuó con los mismos comentarios, pero aparentemente a lady Lee no la
afectaban ya tanto. Empezaba a recobrar el buen aspecto y el ánimo. Volvió su
alegría de antes.
Una
mañana, cuando paseaba al perro, Clare se cruzó con Gerald en la calle. El
spaniel de este confraternizó con Rover mientras su dueño charlaba con Clare.
—¿Conoces
ya la noticia? —preguntó Gerald ilusionado—. Supongo que Vivien te lo ha dicho.
—¿Qué
noticia? Vivien no me ha mencionado nada fuera de lo normal.
—Nos
vamos al extranjero... por un año, o quizá más. Vivien está harta de esto.
Nunca le ha gustado demasiado, ya sabes —Suspiró. Por un momento pareció
abandonarlo su anterior optimismo. Gerald Lee estaba muy orgulloso de su casa—.
El caso es que le he prometido un cambio. He alquilado una villa en Algiers. Un
sitio precioso, según dicen —Dejó escapar una tímida risa—. Como una segunda
luna de miel, ¿no?
Por un
instante Clare fue incapaz de hablar. Era como si algo se hubiese atascado en
su garganta y le impidiese respirar. Vio las paredes blancas de la villa, los
naranjos; olió la brisa suave y perfumada del sur. ¡Una segunda luna de miel!
Escapaban.
Sus amenazas no surtían ya el menor efecto en Vivien. Se iba, despreocupada,
ufana, feliz.
Clare
oyó su propia voz, algo más ronca, mientras expresaba los pertinentes parabienes:
«¡Estupendo! ¡Qué envidia!».
Por
suerte Rover y el spaniel decidieron desavenirse en ese preciso momento, y en
la subsiguiente refriega fue imposible continuar con la conversación.
Esa
tarde Clare se sentó a escribir una nota dirigida a Vivien. Le pidió que se
reuniese con ella al día siguiente en la Vera, ya que tenía algo importante que
comunicarle.
El día
siguiente amaneció claro y despejado. Clare subía exultante por el empinado
camino. Hacía un día magnífico. Se congratulaba de haber decidido decir lo que
debía decir al aire libre, bajo el cielo azul, en lugar de encerrada entre las
cuatro paredes de su pequeña sala de estar. Lo sentía por Vivien, lo sentía
mucho, pero no quedaba otro remedio.
Vio un
punto amarillo a lo lejos, más arriba, como una flor al lado del camino.
Conforme se acercaba, el punto se tornó más nítido, hasta dibujarse claramente
la figura de Vivien sentada en la hierba, con un vestido amarillo de punto y
las manos cruzadas en torno a las rodillas.
—Buenos
días —saludó Clare—. ¿No hace un día precioso?
—¿Ah,
sí? —dijo Vivien—. No me había dado cuenta. ¿Qué querías decirme?
Clare
se dejó caer en la hierba junto a ella.
—Déjame
recobrar el aliento —se excusó Clare—. Hasta aquí hay una buena caminata, y
cuesta arriba.
—¡Maldita
seas! —exclamó Vivien con voz aguda—. ¿Por qué no hablas de una vez en lugar de
torturarme, demonio con cara de ángel?
Clare
quedó estupefacta, y Vivien se retractó de inmediato.
—Lo he
dicho sin querer. Lo siento, Clare. De verdad, lo siento. Es solo que... tengo
los nervios destrozados, y tú ahí sentada, hablándome del tiempo... En fin, he
perdido los estribos.
—Tendrás
un ataque de nervios si no vas con cuidado —dijo Clare con frialdad.
Vivien
dejó escapar una breve risotada.
—¿Volverme
loca, yo? No, no soy de esas. Nunca seré una chiflada. Y ahora dime, ¿por qué
me has hecho venir aquí?
Clare
permaneció callada por un momento. Cuando por fin habló, en lugar de mirar a
Vivien, mantuvo la vista fija en el mar.
—Me ha
parecido justo advertirte que ya no puedo guardar silencio por más tiempo...
respecto a lo que ocurrió el año pasado.
—¿Significa
eso que vas a contárselo todo a Gerald?
—A
menos que se lo digas tú misma —respondió Clare—. Eso sería lo mejor.
Vivien
soltó una estridente carcajada.
—De
sobra sabes que no tengo valor para eso.
Clare
no la contradijo. Ya antes había comprobado la cobardía de Vivien.
—Sería
lo mejor —repitió.
Vivien
respondió de nuevo con aquella risa breve y desagradable.
—Te
obliga a hacerlo tu recta conciencia, supongo —dijo con desdén.
—Seguramente
a ti eso te parece muy extraño —repuso Clare con serenidad—, pero es así,
créeme.
Pálida
y tensa, Vivien la miró a la cara.
—¡Dios
mío! —exclamó—. Además, lo dices convencida. Realmente piensas que esa es la
razón.
—Es la
razón.
—No, no
lo es. Si lo fuese, habrías hablado ya hace tiempo. ¿Por qué no lo has hecho?
No, no contestes. Yo te lo diré. Te proporcionaba más placer amenazarme, por
eso no has hablado. Preferías tenerme sobre ascuas y ver cómo me crispaba y
estremecía. Hacías comentarios... comentarios diabólicos... solo para
atormentarme y mantenerme siempre con el alma en vilo. Y al principio te daban
resultado, pero luego me acostumbré.
—Empezaste
a sentirte a salvo —corrigió Clare.
—Te
diste cuenta, ¿verdad? Aun así, guardaste el secreto, disfrutando de tu
sensación de poder. Pero ahora nos marchamos, escapamos de ti, quizá incluso
seamos felices... y eso no lo tolerarías por nada del mundo. ¡Así que ahora tu
conciencia va y se despierta, justo cuando te conviene! —Se interrumpió, respirando
agitadamente.
—No
puedo impedir que digas semejantes disparates —replicó Clare, todavía con
calma—, pero te aseguro que nada de eso es verdad.
De
pronto Vivien se volvió hacia ella y la cogió de la mano.
—¡Por
amor de Dios, Clare! Me he enmendado. He hecho lo que me pediste. No he vuelto
a ver a Cyril, te lo juro.
—Eso no
tiene nada que ver.
—¿Es
que no tienes corazón, Clare? ¿No conoces la compasión? Te lo suplicaré de
rodillas si hace falta.
—Cuéntaselo
tú misma a Gerald. Si se lo dices, quizá te perdone.
Vivien
rió con sorna.
—Tú
conoces bien a Gerald y sabes que no me perdonará. Montará en cólera; querrá
vengarse. Me hará sufrir. Hará sufrir a Cyril, y eso es lo que no resisto.
Escúchame, Clare, ahora le van bien las cosas. Ha inventado algo, una máquina.
Yo no entiendo de eso, pero puede ser un éxito extraordinario. En estos
momentos está desarrollando la idea. Su esposa pone el dinero, claro está. Pero
es una mujer desconfiada... celosa. Si se entera, y se enterará en cuanto
Gerald comience los trámites del divorcio, se desentenderá de Cyril, de su
trabajo, de todo. Cyril estará acabado.
—Cyril
no me preocupa —dijo Clare—. Me preocupa Gerald. ¿Por qué no piensas un poco en
él también?
—¡Gerald!
Gerald no me importa ni esto —chasqueó los dedos—. Nunca me ha importado. Ya
que estamos, ¿por qué no hablar con franqueza? Pero quiero a Cyril. Soy una
completa sinvergüenza, lo reconozco. Posiblemente también Cyril lo es. Pero mis
sentimientos hacia él son sinceros. Moriría por él, ¿lo oyes? ¡Moriría por él!
—Eso es
fácil decirlo —repuso Clare con desprecio.
—¿Crees
que no hablo en serio? Te lo aviso: si sigues con este asqueroso asunto, me
mataré. Antes eso que ver a Cyril en la miseria.
Clare
no se dejó impresionar.
—¿No me
crees? —preguntó Vivien con la respiración entrecortada.
—El
suicidio requiere mucho valor.
Vivien
se echó bruscamente hacia atrás, como si hubiese recibido un golpe.
—En eso
te doy la razón. Es verdad, no tengo agallas. Si hubiese una manera fácil...
—Delante
de ti hay una manera fácil —dijo Clare—. Solo tienes que bajar derecha por esa
pendiente verde. Todo terminaría en un par de minutos. Recuerda lo que le
ocurrió a aquel niño el año pasado.
—Sí
—respondió Vivien, pensativa—. Eso sería fácil, muy fácil, si una quisiese
realmente...
Clare
se echó a reír.
Vivien
se volvió hacia ella.
—Hablemos
seriamente de esto una vez más. ¿No te das cuenta, Clare, de que habiendo
guardado silencio tanto tiempo, ahora no... no tienes derecho a empezar de
nuevo con eso? No veré a Cyril nunca más. Seré una buena esposa para Gerald, lo
juro. O si no, me marcharé y Gerald no volverá a verme por aquí. Lo que tú
prefieras. Clare...
Clare
se puso en pie y dijo:
—Te
aconsejo que se lo cuentes tú misma a tu marido; de lo contrario, lo haré yo.
—Entiendo
—susurró Vivien—. Bien, no voy a consentir que Cyril sufra...
Se
levantó, permaneció inmóvil por un momento, como si reflexionase, y luego trotó
hacia el camino, pero en lugar de parar al llegar a él, lo cruzó y siguió
pendiente abajo. Volvió una vez la cabeza y se despidió de Clare con un gesto
jovial. Después continuó corriendo, alegre, despreocupada, como un niño, hasta
perderse de vista.
Clare
se quedó paralizada. De pronto oyó exclamaciones, gritos, un clamor de voces.
Por fin, silencio.
Agarrotada,
descendió hasta el camino. A unos cien metros de allí se había detenido un
grupo de gente que subía.
Miraban
y señalaban hacia el borde del acantilado. Clare corrió hasta ellos.
—Sí,
señorita, se ha despeñado alguien. Dos hombres han bajado... a ver.
Clare
aguardó. ¿Transcurrió una hora, una eternidad, o solo unos minutos?
Un
hombre trepaba con esfuerzo por el escarpado terreno. Era el párroco en mangas
de camisa. Se había quitado la chaqueta para cubrir el cuerpo que yacía abajo.
—Espantoso
—dijo, muy pálido—. Gracias a Dios, ha debido morir en el acto —Vio a Clare y
se acercó a ella—. Habrá sido una conmoción terrible para ti. Estabais paseando
juntas, ¿no?
Clare
se oyó contestar mecánicamente.
Sí.
Acababan de separarse. No, el comportamiento de lady Lee había sido normal. Una
persona del grupo comentó que la había visto reír y despedirse con la mano. Un
sitio muy peligroso. Debería haber una barandilla al borde del camino.
La voz
del párroco sonó de nuevo:
—Un
accidente. Sí, sin duda ha sido un accidente.
Y de repente
Clare prorrumpió en carcajadas roncas y estridentes que retumbaron en el
acantilado.
—Eso es
mentira —dijo por fin—. La he matado yo.
Notó
una palmada en el hombro; oyó unas palabras de consuelo.
—Vamos,
vamos. Tranquila. Enseguida te sobrepondrás.
Pero
Clare no se sobrepuso enseguida. Ya nunca se sobrepuso. Persistió en su
delirante idea —sin duda delirante, puesto que al menos ocho personas habían
presenciado la escena— de que ella había matado a Vivien Lee.
Estuvo
muy deprimida hasta que la enfermera Lauriston se ocupó de ella. La enfermera
Lauriston obtenía excelentes resultados con los enfermos mentales.
—Les
sigo la corriente a esos pobres infelices —explicaba con satisfacción.
De modo
que se presentó a Clare como celadora de la cárcel de Pentonville. Le habían
conmutado la pena de muerte por trabajos forzados, anunció. Una de las
habitaciones se acondicionó como celda.
—Y
ahora, creo, la tendremos contenta y a gusto —dijo la enfermera Lauriston al
médico—. Tráigale cuchillos sin filo si quiere, doctor, pero dudo que haya
riesgo de suicidio. No es de esa clase de pacientes. Demasiado egocéntrica. Es
curioso que a menudo sean esos los que se vuelven locos con mayor facilidad.
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