La sección dedicada a leer a Agatha Christie continua. Hoy leemos "Asesinato en el campo de Golf" así que prepare tu café (vino, té o lo que prefieras) y siéntate a degustar de esta historia. Comencemos...
DRAMATIS PERSONAE
francisca
arrichet: Antigua ama
de llaves de
la familia Renauld.
augusto:
Viejo jardinero.
lucien
bex: Comisario de la Policía
francesa.
conneau: Amante que
fue de madame Daubreuil.
daubreuil:
Hermosa mujer,
amiga íntima de monsieur
Renauld.
marta
daubreuil: Hija de la anterior.
durand:
Médico forense.
bella
duveen: Una artista de
variedades.
giraud:
De la Sûreté de París.
hastings:
Capitán retirado
del Ejército, amigo y
colaborador de Poirot y cronista de esta novela.
hautet:
Juez de instrucción.
japp:
Inspector de Scotland
Yard.
marchaud:
Agente de Policía.
masters:
Chófer de los Renauld.
dionisia
y leonia oulard: Dos
jóvenes hermanas, camareras de la familia Renauld.
hércules
poirot: El genial
detective belga que protagoniza esta obra.
eloísa
renauld: Esposa de Renauld,
asesinado.
pablo
renauld: Un millonario de
enigmático pasado.
gabriel
stonor: Secretario del
anterior.
CAPITULO UNO
UNA COMPAÑERA DE VIAJE
Creo que existe una
anécdota famosa según la cual un joven escritor, resuelto a dar a su narración
un principio bastante enérgico y original para alcanzar y retener la atención
del más hastiado de los editores, escribió lo siguiente:
—¡Demonio! —exclamó la
duquesa.
Por extraño que
parezca, la presente narración mía comienza de un modo muy parecido, salvo que
la dama que lanza la exclamación no es duquesa.
Era en un día de
principios de junio. Había despachado yo algunos asuntos en París y tomado el
tren de la mañana para regresar a Londres, donde seguía compartiendo un
alojamiento con mi antiguo amigo el ex detective Hércules Poirot.
Eran muy escasos los
viajeros en el expreso de Calais: en realidad sólo venía otro en mi propio
departamento. Yo había salido del hotel con alguna precipitación y estaba
ocupado en el recuento de mis bártulos cuando arrancó el tren. Hasta aquel
momento apenas me había dado cuenta de la presencia de mi compañera; pero ahora
me hallé violentamente llamado a reconocer su existencia. Levantándose de su
asiento de un salto, bajó el cristal de la ventanilla y sacó fuera la cabeza,
retirándola al cabo de un momento con la breve y enérgica exclamación:
—¡Demonio!
Ahora bien: yo soy un
hombre algo anticuado. Para mí, una mujer debe ser femenina. ¡No puedo soportar
a la neurótica muchacha moderna que se entrega al jazz de la mañana a la
noche, fuma como una chimenea y usa un lenguaje que haría sonrojarse a una
pescadera de Billingsgate!
Levanté la cabeza con
el ceño ligeramente fruncido y me hallé ante un rostro bonito, de expresión
descarada y bajo un disparatado sombrerito rojo. Las orejas estaban ocultas
tras espesas matas de rizos negros. Me pareció que tenía poco más de diecisiete
años, pero su cara estaba cubierta de polvos y los labios eran de matiz
escarlata enteramente imposible.
Sin desconcertarse poco
ni mucho, sostuvo mi mirada y ejecutó una expresiva mueca.
—¡Pobre de mí! ¡He
escandalizado al buen caballero! —observó, dirigiéndose a un imaginado
auditorio—. ¡Ofrezco mis excusas por mi lenguaje! Muy impropio de una señorita,
etcétera, etcétera. Pero, Dios mío, ¡qué razón tenía para usarlo! ¿Sabe usted
que he perdido a mi única hermana?
—¿De veras? —dije
cortésmente—. ¡Qué desgracia!
—Me desaprueba —observó
la dama—. Me desaprueba por completo, a mí y a mi hermana... Y esto último no
está bien, ¡porque no la ha visto!
Abrí la boca, pero ella
se me adelantó.
—¡No diga nada más!
¡Nadie me quiere! ¡Me iré al jardín y comeré gusanos! ¡Buujuú! ¡Estoy
aplastada!
Y se escondió tras un
gran periódico cómico francés. Al cabo de uno o dos minutos vi cómo me
observaban sus ojos disimuladamente por encima del periódico. Me sonreí a mi
pesar, y un minuto más tarde la muchacha había tirado el periódico y estallado
en una alegre carcajada.
—Ya sabía que no era
usted tan majadero como parecía —exclamó.
Y era su risa tan
contagiosa que no pude menos que reír también, aunque no me había gustado mucho
la palabra «majadero».
—¡Vaya! ¡Ahora ya somos
amigos! —declaró la gran picara—. Diga que siente lo de mi hermana...
—¡Estoy desconsolado!
—Es usted un buen
muchacho.
—Pero déjeme acabar.
Iba a añadir que, aunque esté desconsolado, puedo conformarme con su ausencia
perfectamente —y le hice una pequeña reverencia.
Pero aquella extraña
mocita arrugó la frente y movió la cabeza.
—Basta de esto.
Prefiero la postura de «digna desaprobación». Y la cara que ha puesto, como si
dijera: «No es de los nuestros.» ¡Y en esto tenía usted razón..., aunque fíjese
bien: es muy difícil saberlo en nuestros tiempos. No todo el mundo sabe
distinguir entre una fulanita y una duquesa. ¡Vaya! ¡Creo que he vuelto a
escandalizarle! Le han traído a usted de Zululandia, de veras. No es que esto
me importe. Podríamos aguantar a unos cuantos de su clase. Lo que no soporto es
un individuo que se propasa. Me ponen furiosa.
Y movió la cabeza
vigorosamente.
—¿Qué parece usted
cuando se pone furiosa? —le pregunté con una sonrisa.
—¡Un pequeño demonio!
No me importa lo que digo, ¡ni lo que hago tampoco! Una vez casi maté a un buen
mozo. Sí; verdaderamente. Y bien merecido se lo tenía.
—Bueno —le supliqué—.
No se ponga furiosa conmigo.
—No me pondré. Me ha
sido usted simpático... desde el primer momento en que le he visto. Sólo que
parecía desaprobarme de tal modo que creí que nunca seríamos amigos.
—Pues bien: ya lo
somos. Dígame algo de usted misma.
—Soy actriz. No...; no
del género que usted imagina. Estoy en el escenario desde la edad de seis
años..., doy volteretas.
—¿Dice usted...?
—pregunté, desorientado.
—¿No ha visto nunca
niños acróbatas?
—¡Oh, comprendo!
—Nací en América, pero
me he pasado la mayor parte de la vida en Inglaterra. Tenemos ahora un número
nuevo...
—¿Tenemos?
—Mi hermana y yo. Algo
de canto y danza y un poco de pataleo y otro poco de lo de costumbre. Es una
idea enteramente nueva y siempre les cae en gracia. Vamos a sacar dinero de
ella...
Mi nueva amiga se
inclinó hacia adelante y charló volublemente, aunque muchas de sus palabras
eran incomprensibles para mí. Sentí, no obstante, que crecía mi interés por
ella. Parecía ser una curiosa mezcla de niña y mujer. Aunque perfectamente
informada de lo que es el mundo y, tal como lo decía, capaz de guardarse, su
sencilla actitud frente a la vida y su resuelta determinación de «portarse
bien», tenía un carácter curiosamente ingenuo.
Pasamos por Amiens.
Este nombre despertó en mí muchos recuerdos. Mi compañera parecía tener un
conocimiento intuitivo de lo que se agitaba en mi conciencia.
—¿Piensa en la guerra?
Hice una seña
afirmativa.
—¿Tomó parte en ella,
supongo?
—Bastante. Fui herido
una vez, y después del Somme me licenciaron por inválido. Soy ahora una especie
de secretario particular de un miembro del Parlamento.
—¡Toma! ¡Se necesitan
sesos para esto!
—No se necesitan sesos.
Realmente, hay muy poco que hacer. Por lo general, con un par de horas diarias
estoy listo. Y el trabajo es aburrido. La verdad es que no sé lo que sería de
mí si no tuviera otra cosa en qué ocuparme.
—¡No me diga que
colecciona bichos!
—No. Comparto mi
alojamiento con un hombre muy interesante. Es un belga..., un antiguo
detective. Se ha establecido en Londres como detective privado y le va
extraordinariamente bien. Es en realidad un hombrecillo maravilloso. Ha
acertado varias veces en casos en los que había fracasado la Policía oficial.
Mi compañera me
escuchaba con los ojos abiertos.
—¿No es esto
interesante? A mí me entusiasman los crímenes, sencillamente. Voy a ver todas
las películas de misterio. Y cuando hay un asesinato, devoro los periódicos.
—¿Recuerda el caso
Styles? —le pregunté.
—Déjeme ver. ¿Era el de
la anciana que fue envenenada en alguna parte, en Essex?
Hice una seña
afirmativa y contesté:
—Éste fue el primer
caso importante de Poirot. No hay duda de que, a no ser por él, el asesino
hubiera escapado impune. Fue una muestra admirable de labor detectivesca.
Llevado por mi
entusiasmo, mencioné los rasgos generales del caso hasta su triunfante e
inesperado desenlace. La muchacha me escuchaba muda de asombro. Y lo cierto es
que estábamos los dos tan absortos, que el tren llegó a la estación de Calais
sin que nos hubiésemos dado cuenta de ello.
Me aseguré el concurso
de un par de mozos de estación y bajamos al andén. Mi compañera me tendió la
mano.
—Adiós, y de ahora en
adelante pondré más atención en el lenguaje que empleo.
—¡Oh!, pero,
seguramente, me permitirá que la acompañe hasta el barco.
—Puede ser que no me
embarque. Tengo que ver si mi hermana consiguió por fin tomar el tren en alguna
parte. Gracias, de todos modos.
—Pero volveremos a
vernos, ¿no es verdad? ¿Y no va a decirme cómo se llama? —le grité, cuando ya
se retiraba.
Ella volvió la cabeza
para mirarme por encima del hombro.
—Cenicienta —gritó, y
se echó a reír.
Pero poco sospechaba yo
cuándo y dónde había de volver a ver a Cenicienta.
CAPÍTULO DOS
UNA DEMANDA DE SOCORRO
Eran las nueve y cinco
de la mañana siguiente cuando entré en nuestra sala común para desayunarme. Con
su puntualidad acostumbrada, mi amigo Poirot estaba rompiendo la cáscara de su
segundo huevo.
Me miró con expresión
radiante.
—¿Ha dormido bien? ¿Se
ha repuesto de esa travesía tan terrible? Es maravilloso que no se haya
retrasado nada esta mañana. Pardon, pero su corbata no está simétrica.
Permítame que se la corrija
En otra parte he
descrito a Hércules Poirot. ¡Un hombrecillo extraordinario! Estatura de un
metro sesenta y dos centímetros, cabeza ovalada que inclinaba un poco a un
lado, ojos que brillaban con un matiz verde cuando se excitaba, tieso bigote
militar, ¡expresión de dignidad inmensa! Su aspecto era limpio y elegante.
Sentía una pasión absoluta por la limpieza en todos los órdenes. Ver un adorno
torcido, o una partícula de polvo, o un ligero desarreglo en la indumentaria de
una persona era una tortura para el hombrecillo hasta que podía tranquilizarse
poniendo remedio al mal. El «orden» y el «método» eran sus dioses. Las pruebas
tangibles, tales como las huellas de pisadas y la ceniza de cigarrillos, le
inspiraban un cierto desdén, y sostenía que, por sí mismas, no permitirían
nunca a un detective resolver un problema. Y en seguida se daba en su cabeza
oval, con absurda complacencia, y observaba muy satisfecho:
«El verdadero trabajo
se hace desde dentro. Las pequeñas células grises..., recuerde siempre
las pequeñas células grises, mon ami»
Ocupé mi asiento y
observé con calma, en contestación al saludo de Poirot, que una hora de
travesía, de Calais a Dover, apenas podía ser dignificada por el epíteto
«terrible».
—¿Ha traído el correo
algo interesante? —pregunté.
Poirot movió la cabeza
con expresión de desagrado.
—Todavía no he
examinado las cartas, pero no llega en estos tiempos nada interesante. Los
grandes criminales, los criminales metódicos, ya no existen.
Y mientras movía la
cabeza, descorazonado, yo solté una carcajada.
—Anímese, Poirot; va a
cambiar la suerte. Abra sus cartas. Usted no sabe si hay algún gran caso a
punto de asomarse por el horizonte.
Poirot sonrió y,
cogiendo el pequeño y pulido cortapapeles con que abría la correspondencia,
rasgó el lado superior de los varios sobres que contenía la bandeja.
—Una factura. Otra
factura. Esto es que me vuelvo caprichoso en la vejez. ¡Aja! Una nota de Japp.
—¡Ah!, ¿sí? —y apliqué
el oído. Más de una vez el inspector de Scotland Yard nos había dado acceso a
un caso interesante.
—Se limita a darme las
gracias (a su modo) por un pequeño detalle del caso Aberystwyth, en el que pude
orientarle. Me encanta haberle sido útil.
Y, plácidamente, Poirot
continuó la lectura de su correspondencia.
—Una idea sobre la que
debería dar una conferencia a nuestros boy-scouts locales. La condesa de
Forfanock me agradecerá que vaya a visitarla. ¡Otro perrillo faldero, sin duda!
Y ahora la última. ¡Ah!...
Levanté la cabeza
vivamente al advertir su cambio de tono. Poirot estaba leyendo con atención. Al
cabo de un minuto, me echó el pliego.
—Esto se aparta de lo
ordinario, amigo mío. Léalo usted mismo. La carta estaba escrita en un papel de
marca extranjera y en letra característicamente atrevida. Decía así:
VILLA GENEVIEVE
Merlinville - Sur - Mer
france
«Muy señor mío:
Necesito los servicios de un detective y, por razones que le comunicaré más
tarde, no deseo llamar a la Policía oficial. He tenido noticias de usted, de
diversas procedencias, y todos los informes coinciden en la afirmación de que
es usted un hombre decididamente hábil y que sabe, además, ser discreto. No
quiero confiar detalles al correo, pero, por razón de un secreto que poseo,
temo diariamente por mi vida. Estoy convencido de que el peligro es inminente
y, en consecuencia, le ruego que venga a Francia sin perder un momento. Enviaré
un coche que le recoja en Calais si quiere telegrafiarme cuándo llega. Le quedaré
muy agradecido si consiente dejar todos los casos que tenga entre manos para
dedicarse exclusivamente a mis intereses. Estoy dispuesto a abonarle cualquier
retribución necesaria. Probablemente habré de requerir sus servicios por un
período de tiempo considerable, pues puede ser preciso que vaya usted a
Santiago, donde he vivido por espacio de algunos años. Me complacerá que me
indique sus honorarios.
Asegurándole una vez
más que el asunto es urgente, queda de usted s. s.,
P. T. Renauld.»
Bajo la firma había
sido garabateada una línea casi ilegible: «¡Venga, por amor de Dios!»
Le devolví la carta con
el pulso agitado.
—iPor fin! —dije—. Aquí
hay algo distinto de lo ordinario.
—Sí, verdaderamente
—añadió Poirot, con aire reflexivo.
—Irá usted, por
supuesto.
Poirot hizo una seña
afirmativa. Estaba absorto en sus pensamientos. Por fin, pareció haber tomado
su partido y levantó la mirada hasta el reloj. La expresión de su rostro era
muy grave.
—Vea, amigo mío, que no
hay tiempo que perder. El Expreso Continental sale de Victoria a las once. No
se agite. Queda tiempo suficiente. Podemos permitirnos diez minutos de
discusión. Usted me acompaña, ¿no es verdad?
—Hombre...
—Usted mismo me dijo
que su principal no le necesita durante las próximas semanas.
—¡Oh!, así es. Pero
este monsieur Renauld indica con toda claridad que su asunto es privado.
—Ta..., ta..., ta. Yo
me encargo de monsieur Renauld. A propósito, ¿no parece que conocemos este
nombre?
—Hay un millonario
sudamericano famoso que se llama Renauld. No sé si podría ser el mismo.
—Sin duda. Esto explica
la mención de Santiago. Santiago está en Chile, ¡y Chile está en América del
Sur! ¡Ah, el caso es que vamos adelantando! ¿Se ha fijado en la posdata? ¿Qué
efecto le ha causado?
Reflexioné.
—Es claro que escribió
la carta dominándose, pero al final perdió los estribos y, siguiendo el impulso
del momento, garabateó esas palabras desesperadas.
Pero mi amigo movió la
cabeza con un gesto enérgico.
—Está usted en un
error. Fíjese en que si bien la tinta de la firma es casi negra, la de la
posdata es enteramente pálida...
—¿Y qué más? —pregunté,
desconcertado.
—¡Por Dios, amigo mío!
¡Utilice sus pequeñas células grises! ¿No está claro? Monsieur Renauld escribió
la carta. Sin secarla, la releyó cuidadosamente. Luego, no por impulso, sino
con deliberación, añadió esas últimas palabras y pasó por ellas el papel
secante.
—Pero ¿por qué?
—Parbleu! Para
que me produjesen a mí el efecto que le han producido a usted.
—¡Cómo!
—Ni más ni menos...,
¡para asegurarse de mi venida! Releyó la carta y no quedó contento de ella. ¡No
era bastante fuerte!
Se detuvo y añadió
luego en tono moderado, mientras se iluminaban sus ojos con el reflejo verde
que siempre revelaba su excitación interior:
—Y así, amigo mío,
puesto que la posdata fue puesta no por impulso, sino serenamente, a sangre
fría, el caso es en realidad urgente y debemos estar a su lado tan pronto como
sea posible.
—Merlinville —murmuré
pensativo—. Creo que lo he oído nombrar.
Poirot afirmó con la
cabeza.
—Es un lugar pequeño y
tranquilo..., pero ¡elegante! Está situado hacia la mitad del camino de
Boulogne a Calais. Creo que monsieur Renauld tiene una casa en Inglaterra.
—Sí; en Rutland Gate,
si no recuerdo mal. Y también una gran residencia en el campo en alguna parte,
en el Hertfordshire. Pero, en realidad, sé muy poca cosa de él. Su vida social
no es muy activa. Creo que tiene en la City grandes intereses sudamericanos y
que se ha pasado la mayor parte de la vida en Chile y en la Argentina.
—Bien; él mismo nos
dará todos los detalles. Vamos a preparar el equipaje. Una maleta pequeña cada
uno, y luego un taxi a la estación Victoria.
De ella partimos a las
once, camino de Dover. Antes de emprender el viaje, Poirot había enviado un
telegrama a monsieur Renauld comunicándole la hora de nuestra llegada a Calais.
Durante la travesía
tuve buen cuidado de no turbar la soledad de mi amigo. El tiempo era espléndido
y el mar estaba tan tranquilo como el lago proverbial, por lo que no me
sorprendió ver acercarse a mí un Poirot sonriente al desembarcar en Calais. Una
contrariedad nos esperaba allí, pues no se había enviado ningún coche que nos
recogiese; pero Poirot lo atribuyó a algún retraso que se había producido al
cursar el telegrama.
—Alquilaremos otro
—dijo animadamente.
Y pocos minutos después
estábamos saltando, entre crujidos, en el más desvencijado de los automóviles
de alquiler que hayan corrido en dirección a Merlinville.
Por mi parte, me
hallaba muy animado también, pero mi amigo estaba observándome con expresión
grave.
—Está usted lo que el
pueblo escocés llama fey, Hastings. Esto presagia desastre.
—¡Oh, oh, oh! En todo caso, usted no
comparte mis sentimientos.
—No; pero estoy
asustado.
—Asustado, ¿de qué?
—No lo sé. Pero tengo
un presentimiento..., un je ne sais quoi!
Y había hablado con tan
grave acento que, a mi pesar, me sentí impresionado.
—Tengo la sensación
—añadió lentamente— de que éste va a ser un caso grande..., un problema largo y
penoso, que no será fácil resolver.
Hubiera querido
dirigirle otras preguntas, pero acabábamos de entrar en la pequeña población de
Merlinville, y moderamos la marcha para averiguar cuál era el camino de la
Villa Geneviéve.
—Sigan por aquí,
cruzando la población. La Villa Geneviéve está a cosa de un kilómetro al otro
lado. No pueden confundirla. Una villa grande que mira al mar.
Dimos las gracias a
nuestro informador y seguimos adelante, cruzando la población. Una bifurcación
de la carretera nos obligó a detenernos de nuevo. Un campesino venía hacia
nosotros y esperamos a que llegase para pedir nuestra dirección. Había una
villa diminuta junto al mismo camino, pero era demasiado pequeña y ruinosa para
ser la que buscábamos. Mientras aguardábamos se abrió su puerta y apareció en
ella una muchacha.
El campesino pasaba
ahora por nuestro lado y el conductor se inclinó fuera de su asiento y le pidió
nuestra dirección.
—¿La Villa Geneviéve?
Sólo unos cuantos pasos más allá, por este camino, a la derecha. Podría usted
verla desde aquí a no ser por la curva.
El chófer le dio las
gracias y el coche reanudó la marcha. Mis ojos quedaron fascinados por la
muchacha, que continuaba allí, con una mano en la puerta, observándonos. Soy un
admirador de la belleza y allí había un ejemplar que nadie hubiera podido pasar
por alto. Muy alta, con las proporciones de una joven diosa y la cabellera de
oro de su cabeza descubierta brillando al sol. Juré para mí mismo que aquélla
era una de las muchachas más hermosas que había visto nunca. Al continuar por
el áspero camino, volví la cabeza para seguir viéndola.
—¡Por Júpiter, Poirot!
—exclamé—. ¿Ha visto usted esta divinidad?
Poirot levantó las
cejas.
—Esto empieza
—murmuró—. ¡Ya ha visto usted una diosa!
—Déjese de historias.
¿No lo era, acaso?
—Es posible; no lo he
advertido.
—Pero, sin duda, la ha
visto usted...
—Amigo mío: dos
personas distintas rara vez ven la misma cosa. Usted, por ejemplo, ha visto una
diosa. Yo... —vaciló.
—¿Qué más?
—Yo sólo he visto una
muchacha de ojos acongojados —dijo Poirot gravemente.
Pero en aquel momento
llegamos ante una gran puerta verde, y los dos lanzamos una exclamación al
mismo tiempo. Delante de la puerta estaba un descomunal sergent de ville, que
levantó la mano para detenernos.
—No pueden ustedes
pasar, señores.
—Pero es que deseamos
ver a monsieur Renauld —exclamé—. Estamos citados, y ésta es su villa, ¿no es
verdad?
—Sí, señor; pero...
Poirot se inclinó hacia
adelante.
—Pero ¿qué?
—Monsieur Renauld ha
sido asesinado esta mañana.
CAPÍTULO TRES
EN LA VILLE GENEVIÉVE
Al cabo de un momento,
Poirot había saltado del coche con los ojos brillantes de excitación.
—¿Qué dice usted?
¿Asesinado? ¿Cuándo? ¿Cómo?
El agente de Policía se
enderezó.
—No puedo contestar
ninguna pregunta, caballero.
—Cierto. Comprendo —y
Poirot añadió tras un momento de reflexión—: ¿Sin duda está aquí el comisario
de Policía?
—Sí, señor.
Poirot sacó una tarjeta
y escribió en ella algunas palabras.
—Voilá. ¿Quiere
tener la bondad de procurar que entreguen esta tarjeta al comisario en seguida?
El agente la tomó y
silbó por encima del hombro. A los pocos segundos apareció un compañero que se
encargó del mensaje de Poirot. Hubo algunos minutos de espera y acudió
precipitadamente a la puerta exterior un hombre bajo y grueso, con un espeso
bigote. El agente de Policía saludó y se hizo a un lado.
—¡Mi querido monsieur
Poirot! —exclamó el recién venido—. Estoy muy contento de verle. Su llegada es
muy oportuna.
El rostro de Poirot se
animó.
—¡Monsieur Bex! Tengo
una verdadera satisfacción —y se volvió hacia mí—. El señor es un amigo inglés,
el capitán Hastings... Monsieur Lucien Bex.
El comisario y yo nos
saludamos inclinándonos ceremoniosamente.
—Querido amigo —dijo
aquél—. No nos habíamos visto desde mil novecientos nueve, en aquella ocasión,
en Ostende. ¿Trae usted información que pueda ayudarnos?
—Es posible que ya la
conozca usted. ¿Sabía que me habían enviado a buscar?
—No. ¿Quién?
—El muerto. Parece que
sabía que se iba a atentar contra su vida. Por desgracia, me ha llamado
demasiado tarde.
—Sacre tonnerre! —exclamó
el francés—. Es decir, que previó su propio asesinato. ¡Esto trastorna
considerablemente nuestras ideas! Pero venga al interior.
Diciendo esto, mantuvo
la puerta abierta y empezamos a caminar hacia la casa. Bex continuó hablando:
—Hay que informar de
esto inmediatamente al juez de instrucción, Hautet. Acaba ahora de examinar el
lugar del crimen y va a comenzar sus interrogatorios.
—¿Cuándo se cometió el
crimen? —preguntó Poirot.
—El cadáver fue
descubierto esta mañana, hacia las nueve. La declaración de madame Renauld y la
de los doctores vienen a demostrar que la muerte debe de haber ocurrido
alrededor de las dos de la madrugada. Pero le ruego que entre.
Habíamos llegado a los
peldaños que conducían a la puerta delantera de la villa. En el vestíbulo
estaba sentado otro agente, que se levantó al ver al comisario.
—¿Dónde está ahora
monsieur Hautet? —preguntó éste.
—En el salón, señor.
Bex abrió una puerta a
la izquierda del vestíbulo y entramos. Hautet y su oficial de secretaría
estaban sentados a una gran mesa redonda. Al entrar nosotros levantaron la
cabeza. El comisario nos presentó y explicó la razón de nuestra llegada.
El juez de instrucción,
Hautet, era un hombre alto y flaco, de ojos oscuros y penetrantes y barba gris
bien recortada, que tenía la costumbre de acariciar cuando estaba hablando. En
pie, junto a la repisa de la chimenea, había un hombre de alguna edad y hombros
algo cargados, que nos fue presentado bajo el nombre de doctor Durand.
—¡Es verdaderamente
extraordinario! —observó Hautet cuando el comisario hubo terminado su
explicación—. ¿Tiene usted aquí la carta, señor mío?
Poirot se la entregó y
el magistrado la leyó.
—¡Hum! Habla de un
secreto. ¡Qué lástima que no sea más explícito! Tenemos una gran deuda
contraída con usted, monsieur Poirot. Espero que nos hará el honor de ayudarnos
en nuestras investigaciones. ¿O es que se encuentra obligado a regresar a
Londres?
—Señor juez, me
propongo quedarme. No he llegado a tiempo para evitar la muerte de mi cliente,
pero mi honor me obliga a descubrir al asesino.
El magistrado se
inclinó.
—Estos sentimientos le
honran. Por otra parte, madame Renauld querrá, creo yo, retener sus servicios.
De un momento a otro estamos esperando la llegada de monsieur Giraud, de la
Sûreté de París, e, indudablemente, usted y él podrán prestarse mutua
asistencia en sus investigaciones. Entre tanto, espero que me concederá el
honor de estar presente en mis interrogatorios, y apenas necesito decirle que
si de algún modo podemos serle útiles, estamos a su disposición.
—Muy agradecido.
Comprenderá usted que, en el momento presente, estoy enteramente a oscuras. No
sé nada del caso en absoluto.
Hautet hizo una seña al
comisario, y éste resumió los hechos en la forma siguiente:
—Esta mañana, al bajar
para comenzar sus tareas, la antigua sirvienta, Francisca, ha encontrado
entreabierta la puerta delantera. Momentáneamente alarmada por el temor de los
ladrones, se ha asomado al comedor; pero viendo que el servicio de plata estaba
intacto, ha supuesto que su amo se habría levantado temprano y habría salido a
dar un paseo.
—Perdone que le
interrumpa; pero ¿tenía su amo esta costumbre?
—No, no la tenía; pero
la vieja Francisca adopta la idea corriente en lo que se refiere a los
ingleses: ¡que están locos y son capaces de hacer en cualquier momento las
cosas más extravagantes! Al ir a despertar a su ama, como de costumbre, la
joven doncella, Leonia, ha descubierto horrorizada que madame Renauld estaba
amordazada y sujeta con cuerdas, y, casi al mismo tiempo, ha llegado la noticia
de que había sido hallado monsieur Renauld muerto de una cuchillada en la
espalda.
—¿Dónde?
—Éste es uno de los
detalles más extraordinarios del caso, monsieur Poirot: el cadáver estaba
echado boca abajo en una sepultura abierta.
—¡Cómo!
—Sí; el hoyo es
reciente..., sólo a unos cuantos metros mas allá del límite del terreno de la
villa.
—Y estaba muerto...
¿desde cuándo?
El doctor Durand
contestó esta pregunta.
—He examinado el
cadáver esta mañana a las diez. La muerte debió de tener lugar por lo menos
siete o quizá diez horas antes.
—¡Hum! Esto la fija
entre medianoche y las tres de la madrugada.
—Exactamente, y la
declaración de madame Renauld la coloca después de las dos, lo que estrecha más
aún el campo de las suposiciones. La muerte debió de ser instantánea, y, como
es natural, no cabe pensar que se la diese él mismo.
Poirot hizo una seña
afirmativa y el comisario reanudó su relato.
—Madame Renauld fue
prestamente libertada de sus cuerdas por la horrorizada servidumbre. Se hallaba
en un estado de extrema debilidad y casi inconsciente del dolor causado por
aquellas ligaduras. Parece que entraron en el dormitorio dos hombres
enmascarados que, después de haberla amordazado y atado, se llevaron de allí
por la fuerza a su marido. Esto lo sabemos indirectamente, por los servidores.
Al conocer la trágica noticia, ella cayó en un estado de agitación alarmante. A
su llegada, el doctor Durand prescribió un calmante, y no hemos podido interrogarla
aún. Pero, sin duda, despertará más tranquila y podrá soportar la fatiga del
interrogatorio.
El comisario hizo una
pausa.
—¿Y los que viven en la
casa?
—Está la vieja
Francisca, que es el ama de llaves y vivió muchos años con los anteriores dueños
de la Villa Geneviéve. Hay además dos muchachas hermanas, Dionisia y Leonia
Oulard, que nacieron en Merlinville, de padres muy respetables. Está también el
chófer, que monsieur Renauld trajo con él de Inglaterra; pero éste está fuera,
de vacaciones. Y, por último, madame Renauld y su hijo, monsieur Jack Renauld,
que así mismo se encuentra ahora fuera de casa.
Poirot bajó la cabeza.
Hautet llamó:
—¡Marchaud! Apareció el
agente.
—Traiga a la vieja
Francisca.
El hombre saludó y
salió, volviendo poco después con la asustada ama de llaves.
—¿Se llama usted
Francisca Arrichet?
—Sí, señor.
—¿Ha servido mucho
tiempo en Villa Geneviéve?
—Once años con la
señora vizcondesa. Luego, cuando vendió la villa, esta primavera, consentí en
quedarme con el milord inglés. Nunca hubiera imaginado...
El magistrado la detuvo
en seco.
—Sin duda, sin duda.
Vamos a ver, Francisca: en este asunto de la puerta delantera, ¿quién se
encarga de cerrarla por la noche?
—Yo, señor. Siempre
cuido de esto yo misma.
—¿Y en la noche pasada?
—La cerré como de
costumbre.
—¿Está segura de esto?
—Lo juro por los santos
del cielo, señor.
—¿Qué hora debería ser?
—La de costumbre; las
diez y media, señor.
—¿Y qué me dice de los
demás? ¿Se habían ido arriba a descansar?
—La señora se había
retirado hacía ya un rato. Dionisia y Leonia subieron conmigo. El señor estaba
aún en su despacho.
—Entonces, si alguien
abrió la puerta después, ¿tenía que ser el mismo monsieur Renauld?
Francisca encogió sus
anchos hombros.
—¿Por qué había de
hacerlo? —replicó—. ¡Pasando por ahí a cada momento ladrones y asesinos! ¡Vaya
una idea! El señor no era tonto. Bien; tenía que dejar salir a la señora...
El magistrado la
interrumpió con viveza.
—¿A la señora? ¿A qué
señora se refiere?
—¡Cómo! A la señora que
vino a verle.
—¿Vino a verle una
señora esta noche?
—Vaya si vino,
señor..., y otras muchas noches también.
—¿Quién era? ¿La
conocía usted?
Por el rostro de la
mujer se esparció una expresión maliciosa.
—¿Cómo podía saber
quién era? —gruñó—. Yo no le abrí la puerta anoche.
—¡Aja! —gritó el juez
de instrucción dando un manotazo sobre la mesa—. Le gusta a usted jugar con la
Policía, ¿no es verdad? Le pido que me diga inmediatamente el nombre de esta
mujer que venía a visitar a monsieur Renauld por las noches.
—¡La Policía, la
Policía! —gruñó Francisca—. Nunca pensé que hubiese de tener nada que ver con
la Policía. Pero sé muy bien quién era: era madame Daubreuil.
El comisario lanzó una
exclamación y se inclinó hacia adelante, como si se hallase sobrecogido por un
extraño asombro.
—¿Madame Daubreuil...,
de la Villa Marguerite, ahí junto al camino?
—Eso es lo que he
dicho, señor. ¡Oh!, es una buena pieza.
Y echó atrás la cabeza,
con expresión desdeñosa.
—Madame Daubreuil
—murmuró el comisario—. Imposible.
—Voilá —gruñó de
nuevo Francisca—. Esto es todo lo que una saca por decir la verdad.
—Nada de esto —dijo el
magistrado con acento conciliador—. Nos ha causado sorpresa y nada más. En este
caso, ¿serían madame Daubreuil y monsieur Renauld...? —y se detuvo con
delicadeza—. ¿Eh? ¿Era esto, sin duda?
—¿Cómo puedo yo
saberlo? Pero ¿qué quiere usted? El señor era un milord inglés muy rico..., y
madame Daubreuil era pobre... y muy chic, aunque vive tan calladamente,
con su hija. ¡No hay duda de que tiene su historia! Ya no es joven, pero, ma
foi!, yo que le estoy hablando he visto a muchos hombres volver la cabeza
para mirarla cuando va por la calle. Además, últimamente ha tenido más dinero
para gastar..., todo el mundo lo sabe. Las pequeñas economías se han acabado —y
Francisca movió la cabeza con una expresión de resuelta certidumbre.
Hautet se acarició la
barba con aire reflexivo.
—¿Y madame Renauld?
—preguntó luego—. ¿Cómo toma esta... amistad?
Francisca encogió los
hombros.
—Madame Renauld es
siempre muy amable..., muy cortés. Una diría que no sospecha nada. Pero, de
todos modos, ¿no es así como sufre el corazón, señor? Día tras día he observado
cómo la señora palidecía y adelgazaba. No era la misma mujer que llegó aquí
hace un mes. El señor ha cambiado también. Tiene así mismo sus penas. Podía
verse que estaba a punto de sufrir un ataque nervioso. ¿Y quién había de
extrañarlo con una intriga conducida de este modo? Sin reticencia ni
discreción. ¡Al estilo inglés, sin duda!
Indignado, di un salto
en mi asiento; pero el juez de instrucción continuaba sus preguntas sin dejarse
distraer por las consecuencias laterales.
—¿Dice usted que
monsieur Renauld no había acompañado fuera a madame Daubreuil? ¿Esta señora se
retiró, entonces?
—Sí, señor. Los oí
salir del despacho y dirigirse a la puerta. El señor dio las buenas noches y
cerró la puerta tras ella.
—¿A qué hora fue esto?
—Hacia las diez y
veinticinco, señor.
—¿Sabe cuándo se retiró
a descansar monsieur Renauld?
—Le oí subir unos diez
minutos después que nosotras. La escalera cruje de tal modo que una oye a todos
los que suben o bajan.
—¿Y es esto todo? ¿No
oyó sonidos de movimiento alguno durante la noche?
—Nada en absoluto,
señor.
—¿Cuál de las
sirvientas ha bajado primero esta mañana?
—Yo, señor. Y he visto
en seguida que la puerta estaba abierta.
—¿Y las otras ventanas
de la planta baja? ¿Estaban todas cerradas?
—Absolutamente todas.
No había nada sospechoso ni fuera de su sitio.
—Está bien, Francisca.
Puede retirarse.
La anciana se encaminó
a la puerta arrastrando los pies. Llegada al umbral, se volvió.
—Le diré una cosa,
señor. ¡Que madame Daubreuil es una mala persona! ¡Oh!, sí: una mujer conoce a
otra. Es una mala persona; recuerde usted esto.
Y Francisca salió de la
habitación moviendo la cabeza con actitud sentenciosa.
—Leonia Oulard —llamó
el magistrado.
Leonia apareció
llorando a mares y a un paso del histerismo. Hautet la trató con habilidad. Su
declaración se refería principalmente al descubrimiento de su dueña amordazada
y sujeta, escena que describió con alguna exageración. Lo mismo que Francisca,
no había oído nada durante la noche.
La siguió su hermana
Dionisia, que confirmó que el amo había cambiado bastante últimamente.
—Cada día se ponía más
triste. Cada día comía menos. Siempre estaba deprimido —pero Dionisia tenía su
opinión personal—. Sin duda, era la Mafia que le seguía los pasos. Dos hombres
enmascarados..., ¿qué otra cosa podría ser? ¡Una sociedad secreta terrible!
—Por supuesto, es
posible —cedió el magistrado con suavidad—. Vamos a ver, hija mía, ¿fue usted
quien abrió la puerta a madame Daubreuil la noche pasada?
—No la noche pasada,
señor, sino la noche anterior.
—Pero Francisca acaba
de decirnos que madame Daubreuil estuvo aquí ayer noche.
—No, señor. Es verdad
que ayer noche vino una señora a ver a monsieur Renauld. Pero no era madame
Daubreuil.
El magistrado,
sorprendido, insistió, pero la muchacha se mantuvo firme. Conocía de vista,
perfectamente, a madame Daubreuil. La dama que había venido tenía también el
cabello oscuro, pero era más baja, y mucho más joven. Y fue inútil todo intento
de apartarla de esta declaración.
—¿La había visto ya
antes?
—Nunca, señor —y añadió
luego con cierta timidez—: Pero me parece que es inglesa.
—¿Inglesa?
—Sí, señor. Preguntó
por monsieur Renauld en muy buen francés, pero el acento... por ligero que sea,
se conoce siempre. Además, cuando salieron del despacho, hablaban en inglés.
—¿Oyó lo que decían?
Quiero decir, ¿pudo entenderlo?
—Yo hablo el inglés muy
bien —contestó Dionisia con orgullo—. La dama hablaba demasiado deprisa para
que pudiese coger lo que decía, pero oí las últimas palabras del señor, cuando
le abrió la puerta —y, después de detenerse, pronunció en inglés cuidadosa y
laboriosamente—: «Sí..., sí...; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!».
—«Sí, sí; pero, por
amor de Dios, ¡váyase ahora!» —repitió el magistrado.
Despidió entonces a
Dionisia y, tras unos momentos, por consideración, llamó de nuevo a Francisca.
A ésta le expuso el problema de si no se habría equivocado al fijar la noche de
la visita de madame Daubreuil. No obstante, Francisca dio muestras de una
inesperada obstinación. Era en la noche anterior cuando había venido madame
Daubreuil. Sin duda ninguna, era ella. Dionisia había querido hacerse
interesante: voilá tout! Había preparado esa bonita historia de
una dama extranjera. ¡Había querido, además, hacer ostentación de su
conocimiento de la lengua inglesa! Probablemente, el señor no había pronunciado
siquiera esa frase en inglés, y aunque la hubiese pronunciado, esto no
demostraba nada, porque madame Daubreuil hablaba el inglés perfectamente y, por
lo general, usaba esta lengua cuando conversaba con monsieur y madame Renauld.
—Ya lo ve usted
—concluyó—; Jack, el hijo del señor, solía estar aquí y habla muy mal el francés.
El magistrado no
insistió. En lugar de esto, preguntó por el chófer, y supo que en el mismo día
anterior Renauld había dicho que no era probable que necesitase el coche, y que
Masters podía perfectamente tomarse unas vacaciones.
En la frente de Poirot
había empezado a formarse una expresión de duda.
—¿Qué es ello? —le
pregunté en voz baja.
Pero él movió la cabeza
con impaciencia y, a su vez, hizo una pregunta:
—Perdone, Bex; pero,
sin duda, monsieur Renauld sabía conducir el coche...
El comisario miró a
Francisca, que contestó prestamente:
—No; el señor no
conducía el coche personalmente.
El ceño de Poirot se
acentuó.
—Quisiera que me dijese
qué le inquieta —le dije, sin poder esperar más.
—¿No lo ve usted? En su
carta, monsieur Renauld habla de enviar el coche a Calais para recogerme.
—Quizá se refería a un
coche de alquiler —le indiqué.
—Debe de ser así. Pero
¿por qué alquilar un coche cuando se tiene uno propio? ¿Por qué elegir el día
de ayer para darle al chófer las vacaciones... tan repentinamente, sin previo
aviso? ¿Tenía alguna razón para apartarle de aquí antes que nosotros
llegásemos?
CAPÍTULO CUATRO
LA CARTA FIRMADA
«BELLA»
Francisca había salido
de la habitación. El magistrado tecleaba sobre la mesa con expresión pensativa.
—Monsieur Bex —informó
al fin—, aquí tenemos testimonios directamente contradictorios. ¿Cuál vamos a
creer, el de Francisca o el de Dionisia?
—El de Dionisia
—contestó el comisario sin vacilación—. Ésta fue quien admitió a la visitante.
Francisca es vieja y tozuda y, evidentemente, mira con antipatía a madame
Daubreuil. Por otra parte, nuestra propia información tiende a mostrar que
Renauld tenía una intriga con otra mujer.
—Tiens! —exclamó
Hautet—; nos hemos olvidado de enterar de esto a monsieur Poirot —y después de
buscar entre los papeles que tenía sobre la mesa entregó uno a mi amigo—. Esta
carta, monsieur Poirot, la encontramos en el bolsillo del sobretodo del muerto.
Poirot la tomó y
desdobló. Estaba algo manoseada y arrugada, y escrita en inglés por una mano
que no parecía muy diestra. Decía así:
«Querido mío: ¿Por qué
has dejado pasar tanto tiempo sin escribirme? Todavía me quieres, ¿no es
verdad? Han sido tus últimas cartas tan diferentes, tan frías y extrañas, y,
ahora, este largo silencio... Esto me asusta. ¡Si fueras a dejar de quererme!
Pero es imposible... ¡qué niña más tonta soy!..., ¡siempre imaginando cosas!
Pero si ya no me quisieras, no sé lo que haría... ¡matarme, quizá! No podría
vivir sin ti.
A veces imagino que se
interpone otra mujer entre nosotros. Que se ande con cuidado; no te digo
más...; ¡y tú también! ¡Te mataría antes que dejar que fueses de ella! Lo digo
en serio.
Pero estoy escribiendo
tonterías presuntuosas. Tú me quieres y yo te quiero..., si: ¡te quiero, te
quiero, te quiero!
Tuya y que te adora,
Bella.»
No tenía dirección ni
fecha. Poirot la devolvió con rostro grave.
—¿Y la suposición
es...?
El juez de instrucción
encogió los hombros.
—Evidentemente,
monsieur Renauld estaba enredado con esta inglesa... ¡Bella! Viene aquí, conoce
a madame Daubreuil y empieza una intriga con ella. Se enfría con la otra, que,
por su parte, sospecha algo inmediatamente. Esta carta contiene una clara
amenaza. Monsieur Poirot, a primera vista, el caso parece sencillísimo: ¡Celos!
El hecho de haber sido monsieur Renauld acuchillado por la espalda indica
directamente que se trata del crimen de una mujer.
Poirot hizo una seña
afirmativa.
—La cuchillada en la
espalda, sí...; pero ¡no la sepultura! Éste fue un trabajo laborioso y
pesado... Ninguna mujer ha abierto esta sepultura, señor juez. Ésta ha sido
obra de un hombre.
El comisario exclamó
con excitación:
—Sí, sí; es verdad. No
habíamos pensado en esto.
—Como le he dicho
—continuó Hautet—, a primera vista, el caso parece sencillo, pero los hombres
enmascarados y la carta que usted recibió de monsieur Renauld complican las
cosas. Aquí parecemos encontrarnos ante un caso enteramente distinto de
circunstancias, sin que haya relación entre éste y el anterior. En lo que se
refiere a la carta dirigida a usted, ¿le parece posible que tenga alguna
relación con esta «Bella» y sus amenazas?
Poirot movió la cabeza.
—Difícilmente. Un
hombre como monsieur Renauld, que ha llevado una vida de aventuras en lugares
remotos, no era fácil que pidiese protección contra una mujer.
El juez de instrucción
hizo una expresiva seña afirmativa.
—Este es exactamente mi
punto de vista. Debemos, entonces, buscar la explicación de la carta...
—En Santiago de Chile
—terminó el comisario—; voy a cablegrafiar sin demora a la Policía de esta
ciudad pidiendo una información detallada de la vida que llevó el hombre
asesinado, en aquella ciudad, sus amores, sus negocios, sus amistades y sus
posibles enemistades. Sería extraño que, después de esto, no tuviésemos una
pista para hallar la solución de este crimen misterioso.
El comisario miró a su
alrededor en busca de alguna señal o gesto de asentimiento.
—¡Excelente! —dijo
Poirot con sincero acento. Y preguntó en seguida—: ¿No han encontrado ustedes
otras cartas de esta Bella entre los papeles de monsieur Renauld?
—No. Naturalmente, una
de nuestras primeras diligencias ha sido registrar entre los documentos
particulares en su despacho. Pero no hemos encontrado nada de interés. Todo
parecía claro y manifiesto. La única cosa que se aparta de lo corriente es su
testamento. Aquí está.
—Bien: un legado de mil
libras a monsieur Stonor...; y a propósito, ¿quién es?
—El secretario de
monsieur Renauld. Se quedó en Inglaterra; pero ha venido aquí una o dos veces a
pasar el fin de semana.
—Y todo lo demás se lo
deja a su querida esposa Eloísa a sus libres voluntades. La redacción es
sencilla, pero perfectamente legal. Testigos son las dos sirvientas Dionisia y
Francisca. Nada muy desacostumbrado en todo ello.
Y lo devolvió.
—Quizá —empezó a decir
Bex— no ha advertido usted...
—¿La fecha? —continuó
Poirot, parpadeando—. Sí, la he advertido. Una quincena atrás. Es posible que
esto señale la primera alarma. Muchos hombres ricos mueren intestados por no
haber tomado en consideración la probabilidad de su fallecimiento. Pero es
peligroso sacar conclusiones prematuramente. Esto indica, no obstante, que
sentía simpatía y afecto sincero por su esposa, a pesar de sus aventuras
amorosas.
—Sí —dijo Hautet con
aire de duda—. Pero es posible que resulte un poco injusto para su hijo, pues
deja a éste enteramente a la merced de su madre. Si esta señora volviera a
casarse y su segundo esposo ejerciese influencia moral sobre ella, el muchacho
podría no tocar nunca un penique del dinero de su padre.
Poirot encogió los
hombros.
—El hombre es un animal
vanidoso. Sin duda, monsieur Renauld imaginaba que su viuda no contraería nunca
nuevo matrimonio. En cuanto al hijo, puede haber sido una prudente precaución
dejar el dinero en manos de su madre. Los hijos de los hombres ricos son
proverbialmente atolondrados.
—Puede ser como usted
lo dice. Vamos a ver, monsieur Poirot; sin duda le gustaría visitar el lugar
del crimen. Siento que hayan retirado ya el cadáver, pero, por supuesto, se han
tomado fotografías desde todos los puntos imaginables y estarán a su
disposición tan pronto como queden listas.
—Le doy las gracias por
su cortesía.
El comisario se
levantó.
—Vengan conmigo,
señores.
Abriendo la puerta, se
inclinó ceremoniosamente para invitar a Poirot a que le precediese. Con la
misma cortesía, Poirot se echó hacia atrás y se inclinó ante el comisario.
—Monsieur...
—Monsieur...
Por último salieron al
zaguán.
—Esta habitación de
ahí, ¿es el despacho? —preguntó Poirot de pronto, indicando con la cabeza la
puerta de enfrente.
—Si ¿Desea verlo? —dijo
el comisario, abriendo la puerta; y entramos en él.
La habitación que Renauld había elegido para su uso particular era
pequeña, pero confortable y amueblada con mucho gusto. Junto a la ventana se
veía una mesa escritorio de hombre de negocios, con multitud de casillas.
Había, además, frente a la chimenea, dos amplios sillones de cuero y, entre
ellos, una mesa redonda cubierta con los últimos libros y revistas.
Poirot se detuvo un
momento, y echando una ojeada por la habitación, entró luego en ella, pasó una
mano ligeramente por los respaldos de los sillones de cuero, recogió una
revista de la mesa y, con sumo cuidado, recorrió con un dedo la superficie del
tablero de roble. Su rostro expresó una completa aprobación.
—¿No hay polvo? —le
pregunté con una sonrisa. Y me dirigió una mirada radiante, apreciando mi
conocimiento de sus particularidades.
—Ni una partícula,
amigo mío. Y, por esta vez, quizá es una lástima.
La mirada aguda de sus
ojos pasaba con viveza de un objeto a otro.
—¡Ah! —observó de
pronto, con una entonación de alivio—. La estera de frente a la chimenea está
arrugada —y se inclinó para alisarla.
De repente lanzó una
exclamación y se puso en pie. Tenía en la mano un pequeño fragmento de papel de
color de rosa.
—En Francia, como en
Inglaterra —observó—, los criados se olvidan de barrer bajo las esteras.
Bex tomó el fragmento y
me acerqué para examinarlo.
—Lo reconoce..., ¿eh,
Hastings?
Moví la cabeza,
perplejo..., y, no obstante, aquel matiz rosado del papel me era muy familiar.
Los procesos mentales
del comisario eran más rápidos que los míos.
—Un fragmento de un
cheque —exclamó.
El trozo de papel tenía
unos cuatro centímetros cuadrados. En él estaba escrita con tinta la palabra
«Duveen».
—¡Bien! —dijo Bex—.
Este cheque era a la orden de esa persona. O librado por alguien llamado
Duveen.
—A la orden, me figuro
—dijo Poirot—; pues, si no me equivoco, esta letra es la de monsieur Renauld.
El punto quedó pronto
aclarado por comparación con un memorándum tomado del escritorio.
—¡Pobre de mí! —murmuró
el comisario con desanimación—. Realmente no puedo imaginarme cómo se me ha
pasado esto por alto. Poirot se echó a reír.
—La moraleja es: ¡mirad
siempre bajo las esteras! Mi amigo Hastings, aquí presente, le dirá que la más
ligera arruga de un objeto es un tormento para mí. Tan pronto como he visto esa
estera torcida, me he dicho: «Tiens! Esto lo ha hecho la pata de una
silla echada hacia atrás. Es posible que debajo haya algo que la buena
Francisca no ha acertado a ver.»
—¿Francisca?
—O Dionisia, o Leonia:
la que quiera que sea que haya arreglado esta habitación. Puesto que no hay
polvo, esta habitación debe de haber sido limpiada esta mañana. Reconstruyo el
incidente de este modo. Ayer, quizá la noche pasada, monsieur Renauld extendió
un cheque a la orden de alguien llamado Duveen. El cheque fue, luego, roto y
los fragmentos esparcidos por el suelo. Esta mañana...
Pero Bex estaba ya
tirando impacientemente del cordón de la campanilla.
Apareció Francisca. Sí:
había trozos de papel por el suelo. ¿Qué había hecho con ellos? ¡Los había
metido en el horno de la cocina, naturalmente! ¿Qué más?
Con un gesto de
desesperación, Bex la despidió. Luego se iluminó su rostro y corrió al
escritorio. Al cabo de un minuto estaba examinando el talonario de cheques del
muerto. En seguida repitió su gesto anterior: la matriz del último cheque
separado estaba en blanco.
—¡Ánimo! —exclamó
Poirot, dándole una palmada en la espalda—. Si duda, madame Renauld podrá
darnos una información completa acerca de esta persona misteriosa llamada
Duveen.
El rostro del comisario
se despejó.
—Es verdad —dijo—.
Continuemos.
Al volvernos para salir
de la habitación, observó Poirot en tono casual:
—Aquí fue donde Renauld
recibió a su visitante de la noche pasada, ¿eh?
—Aquí..., pero ¿cómo lo
sabía usted?
—Por esto. Lo he
encontrado en el respaldo del sillón de cuero —y mostró, sosteniéndolo entre el
índice y el pulgar, un largo cabello negro... ¡un cabello de mujer!
Bex nos llevó, por la
parte posterior de la casa, a un lugar en el que había una pequeña dependencia
con tejadillo en forma de cobertizo, que se apoyaba en la pared del edificio.
Sacando una llave del bolsillo, lo abrió.
—El cadáver está aquí.
Lo retiramos del lugar del crimen un momento antes de la llegada de ustedes,
cuando hubieron terminado los fotógrafos.
Abrió la puerta y
pasamos al interior. El hombre asesinado yacía en el suelo, cubierto por una
sábana que Bex retiró diestramente. Renauld era un hombre de mediana estatura,
de cuerpo y rostro delgados. Representaba unos cincuenta años de edad y su
cabello oscuro estaba copiosamente estriado de gris. Iba bien afeitado; la
nariz era larga y fina y los ojos más bien juntos; su piel tenía el tono
fuertemente bronceado de las personas que han pasado la mayor parte de la vida
bajo los cielos tropicales. Los labios estaban apartados de los dientes, y en
sus lívidos rasgos aparecía estampada una expresión de sorpresa y terror.
—Puede uno ver, por el
gesto de la cara, que fue acuchillado por la espalda —observó Poirot.
Con gran suavidad
volvió del otro lado al muerto. Entre los omóplatos veíase una mancha redonda y
oscura sobre el ligero abrigo de color de cervato. En el centro de la misma, la
ropa mostraba un corte. Poirot lo examinó de cerca.
—¿Tiene usted alguna
idea del arma con que se cometió el crimen?
—Quedó en la herida.
El comisario la sacó de
un gran jarro de cristal. Era un objeto pequeño que más parecía un cortapapeles
que otra cosa. Tenía un mango negro y una hoja estrecha y brillante. Su
longitud total no excedía de veinte centímetros. Poirot probó la descolorida
punta aplicando con cautela el extremo del dedo.
—¡Vaya si está afilada!
¡Una preciosa herramienta para asesinar!
—Por desgracia no hemos
podido encontrar en ella impresiones dactilares —dijo Bex con sentimiento—. El
asesino se habrá puesto guantes.
—¡Claro que se los ha
puesto! —contestó Poirot con desdén—. Aun en Santiago saben bastante de esto;
lo sabe el más humilde aficionado inglés gracias a la publicidad que la Prensa
ha dado al sistema Bertillon. En todo caso, me interesa mucho que no haya
impresiones dactilares. ¡Es tan fácil dejar las de otra persona! Y entonces la
Policía se felicita —y movió la cabeza—. Me temo mucho que nuestro criminal no
sea un hombre metódico... O esto o andaba escaso de tiempo. Pero ya veremos.
Y volvió el cadáver a
su posición original.
—Sólo llevaba ropa
interior bajo el sobretodo —observó.
—Sí; el juez de
instrucción cree que éste es un detalle curioso.
En aquel momento se oyó
un golpe contra la puerta que Bex había dejado cerrada. El comisario se
adelantó para abrirla y allí estaba Francisca procurando, con curiosidad de
vampiresa, ver el interior.
—Bien... ¿qué pasa?
—preguntó Bex con impaciencia.
—La señora me encarga
que les comunique que se encuentra mucho mejor y está dispuesta a recibir al
señor juez de instrucción.
—Muy bien —dijo Bex muy
animadamente—. Avise a monsieur Hautet y diga que vamos en seguida.
Poirot se detuvo un
momento para volver a mirar el cadáver. Por un instante, pensé que iba a
dirigirse al muerto y declarar a gritos que estaba dispuesto a no descansar
hasta que hubiese descubierto al asesino. Pero cuando habló lo hizo con voz
moderada y expresión incierta, y su comentario resultó risiblemente
desproporcionado a la solemnidad del momento.
—Llevaba un sobretodo
muy largo —dijo, como si hablase por fuerza.
CAPÍTULO CINCO
EL RELATO DE MADAME
RENAULD
Encontramos a Hautet
esperándonos en el vestíbulo y todos subimos juntos arriba siguiendo a
Francisca, que nos indicaba el camino. Poirot lo hizo describiendo un zigzag
que me causó extrañeza hasta que, con una mueca, murmuró a mi oído:
—No es extraño que la
servidumbre oyese a Renauld cuando subía la escalera; ¡no hay una tabla que no
cruja lo bastante fuerte para despertar a un muerto!
Del extremo superior de
la escalera partía un pequeño corredor.
—Las habitaciones de
los criados —explicó Bex.
Continuamos por el
corredor y Francisca llamó a la última puerta de la derecha.
Una voz débil nos
invitó a entrar, y nos hallamos en una habitación espaciosa y soleada, con
vistas a un mar azul y brillante, a la distancia aproximada de cuatrocientos
metros.
Sobre un lecho
levantado con almohadones, y asistida por el doctor Durand, yacía una mujer
alta y de aspecto majestuoso. Era de mediana edad, y su cabello, en otro tiempo
oscuro, aparecía ahora casi enteramente plateado; pero la fuerte vitalidad de
su persona se hubiera dejado sentir en todas partes. Desde el primer momento
sabía el observador que se hallaba en presencia de lo que llamaban los
franceses une maitresse femme.
Nos acogió con una
inclinación de cabeza.
—Háganme el favor de
sentarse, señores.
Ocupamos varias sillas
y el oficial de secretaría del magistrado se instaló en una mesa redonda.
—Espero, señora —empezó
a decir Hautet—, que no la afligirá extremadamente contarnos lo que ha ocurrido
en la noche pasada...
—De ningún modo, señor.
Sé lo que vale el tiempo, si esos miserables asesinos han de ser detenidos y
castigados.
—Muy bien, señora. Creo
que se fatigará menos si yo le hago las preguntas y usted se limita a
contestarlas. ¿A qué hora se retiró a descansar ayer noche?
—A las nueve y media.
Me encontraba cansada.
—¿Y su esposo?
—Imagino que cosa de
una hora más tarde.
—¿Parecía turbado...,
trastornado, de algún modo?
—No; no más de lo de
costumbre.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Dormimos. A mí me
despertó una mano que me apretaba la boca. Intenté gritar, pero la mano me lo
impidió. Había dos hombres en la habitación. Los dos enmascarados.
—¿Puede usted
describirlos de algún modo, señora?
—Uno era muy alto y
tenía una barba larga y negra. El otro era bajo y grueso. Su barba era rojiza.
Los dos llevaban sombreros metidos hasta los ojos.
—¡Hum! —apuntó el
magistrado con aire pensativo—. Me parecen demasiadas barbas.
—¿Quiere decir que eran
postizas?
—Sí, señora. Pero
continúe su relato.
—El hombre bajo era el
que me sujetaba. Me puso una mordaza y me ató con cuerdas las manos y los pies.
El otro se había puesto encima de mi marido. Había tomado del tocador mi
pequeña daga cortapapeles, y le retenía sosteniéndola con la punta sobre su
corazón. Cuando el hombre bajo hubo terminado conmigo fue a ayudar al otro y
los dos obligaron a mi marido a levantarse y acompañarles al cuarto de vestir,
en la puerta inmediata. Yo estaba casi desmayada de terror; sin embargo,
escuché como desesperada. Hablaban demasiado bajo para que pudiese entender lo
que decían. Pero reconocí la lengua, un español alterado, como el que se usa en
algunas partes de Sudamérica. Parecían estar pidiéndole algo a mi marido, y
luego se irritaron y levantaron un poco las voces. Creo que era el hombre alto
el que hablaba al decir: «¡El secreto! ¿Dónde está?» No sé lo que contestó mi
esposo, pero el otro replicó enfurecido: «¡Miente! Sabemos que lo tiene usted.
¿Dónde están las llaves?» Luego oí ruido de cajones que se sacaban. En la pared
del cuarto de vestir de mi esposo hay una caja de caudales en la que guarda
siempre una suma importante de dinero disponible. Leonia me dice que la han
registrado y se han llevado el dinero; pero, evidentemente, lo que buscaban no
estaba allí, pues oí cómo el hombre alto, con un juramento, ordenaba a mi
marido que se vistiese. Poco después de esto, creo que debió de perturbarles
algún ruido que oyeron por la casa, pues empujaron a mi marido hasta mi cuarto
sólo vestido a medias.
—Pardon —interrumpió
Poirot—; pero ¿no hay entonces otra salida desde el cuarto de vestir?
—No, señor; sólo la
puerta de comunicación con mi cuarto. Le empujaron por ella: el hombre bajo
delante, y el alto detrás, con la daga aún en la mano. Pablo intentó apartarse
de ellos para venir conmigo. Vi sus ojos llenos de angustia. Volviéndose, les
dijo: «Tengo que hablar con ella.» Y añadió, viniendo al lado de la cama: «Todo
va bien, Eloísa. No temas. Regresaré antes de la mañana.» Pero, aunque intentó
hablar con voz segura, yo pude ver el terror en sus ojos. Luego le sacaron por
la puerta, y el hombre alto dijo: «Una palabra, y es usted hombre muerto;
recuérdelo». Después de esto —continuó madame Renauld—, debí de desmayarme. Lo
primero que recuerdo es a Leonia que me frotaba las muñecas y me daba brandy.
—Madame Renauld —dijo el
magistrado—, ¿tenía usted alguna idea sobre lo que los asesinos andaban
buscando?
—Ninguna en absoluto,
señor.
—¿Sabía usted que su
esposo temía algo?
—Sí; había notado el
cambio en él.
—¿Cuánto tiempo hacía
de esto?
Madame Renauld
reflexionó.
—Diez días, quizá.
—¿No más tiempo?
—Es posible; pero, en
este caso, yo no lo había advertido.
—¿Llegó usted a
preguntar a su esposo sobre la causa de este cambio?
—Una vez. Y me contestó
con evasivas. No obstante, yo estaba convencida de que sufría alguna terrible
inquietud. A pesar de todo, siendo claro que deseaba ocultarme esta causa,
intenté fingir que no había advertido nada.
—¿Sabía usted que había
pedido los servicios de un detective?
—¿Un detective?
—exclamó madame Renauld con viva sorpresa.
—Sí; este caballero...,
monsieur Hércules Poirot —el aludido se inclinó—. Ha llegado hoy obedeciendo a
una cita de su esposo.
Y, sacando del bolsillo
la carta escrita por Renauld, se la entregó a la dama.
Ésta la leyó, al
parecer, con sincero asombro.
—No tenía idea de esto.
Evidentemente, él conocía bien el peligro que corría.
—Vamos a ver, señora.
He de rogarle que sea franca conmigo. ¿Hay algún incidente de la vida pasada de
su esposo en América del Sur que pudiera aclarar este asesinato?
Madame Renauld
reflexionó profundamente, pero, por fin, movió la cabeza.
—No puedo recordar
ninguno. Ciertamente, mi esposo tenía muchos enemigos, gente de la que había
sacado provecho en los negocios, en una u otra forma. Pero no puedo recordar
ningún caso determinado. No digo que no exista tal incidente; sólo digo que yo
no me he dado cuenta de ello.
El magistrado se pasó
la mano por la barba desconsoladamente.
—¿Y puede usted fijar
la hora de esta agresión?
—Sí, recuerdo
perfectamente haber oído dar las dos en el reloj de la chimenea.
E indicó con la cabeza
un reloj de viaje, con ocho días de cuerda, que, en su estuche de cuero,
ocupaba el centro de la repisa de la chimenea.
Poirot dejó su asiento,
examinó el reloj cuidadosamente y expresó su satisfacción con una seña
afirmativa.
—Aquí hay también
—exclamo Bex— un reloj de pulsera que, sin duda, los asesinos han echado fuera
del peinador y hecho trizas. Poco imaginaban que serviría de testimonio contra
ellos.
Con sumo cuidado apartó
los fragmentos del cristal roto. De pronto, expresó su rostro una completa
estupefacción.
—Mon dieu! —exclamó.
—¿Qué ocurre?
—¡Las agujas del reloj
señalan las siete!
—¡Cómo! —exclamó a su
vez el juez de instrucción con asombro. Pero Poirot, hábil como siempre, tomó
el objeto roto de manos del atónito comisario y lo acercó a su oído. Luego,
sonrió.
—Sí; el cristal está
roto, pero la máquina sigue en marcha.
La explicación del
misterio fue acogida con una sonrisa de alivio. No obstante, el magistrado se
acordó de otro detalle.
—Pero ahora no son las
siete...
—No —dijo Poirot
suavemente—: son pocos minutos más de las cinco. Quizá adelanta el reloj; ¿es
así, señora?
Madame Renauld había
fruncido las cejas con cierta confusión.
—Cierto que adelanta
—admitió—, pero nunca le he visto adelantar tanto.
Con un gesto de
impaciencia, el magistrado dejó el problema del reloj y continuó el
interrogatorio.
—Señora, la puerta
delantera ha sido hallada abierta esta mañana. Parece casi seguro que los
asesinos entraron por allí; sin embargo, no hay señal alguna de que haya sido
forzada. ¿Puede usted indicar alguna explicación?
—Es posible que mi
marido saliese a dar un paseo anoche y se olvidase de echar el cerrojo al
volver.
—¿Es esto probable?
—Muy probable. Mi
marido era el hombre más distraído del mundo.
Había hablado con la
frente ligeramente arrugada, como si aquel rasgo del carácter del difunto la
hubiese mortificado a veces.
—Creo que podríamos
hacer una deducción —observó de pronto el comisario—. Puesto que los hombres
insistieron en que monsieur Renauld se vistiese, parece como si el lugar a
donde le llevaban, el lugar donde estaba oculto «el secreto», se encontrase a
alguna distancia.
El magistrado hizo una
seña afirmativa.
—Sí; lejos; y, sin
embargo, no muy lejos, puesto que él habló de estar de regreso por la mañana.
—¿A qué hora sale de la
estación de Merlinville el último tren? —preguntó Poirot.
—A las once cincuenta
en una dirección y a las doce diecisiete en la otra; pero es más probable que
tuviesen un coche esperando.
—Desde luego —convino
Poirot con cierto desánimo.
—En realidad, éste
podría ser un buen modo de encontrar su pista —continuó el magistrado, con más
viveza—. Un automóvil con dos extranjeros tiene bastantes probabilidades de
llamar la atención. Éste es un dato importante, monsieur Bex.
Sonrió para sí mismo y,
recobrando luego su anterior gravedad, le dijo a madame Renauld:
—Hay otra pregunta:
¿conoce usted a alguien que se llame «Duveen»?
—¿Duveen? —repitió ella
con aire pensativo—. No; de momento no puedo decir que conozca a nadie de este
nombre.
—¿No se lo ha oído
nunca mencionar a su esposo?
—Nunca.
—¿Conoce usted a
alguien cuyo nombre de pila sea «Bella»?
Y mientras hablaba
había observado con atención a madame Renauld, en acecho para sorprender
cualquier señal de irritación o de conocimiento; pero ella se limitó a mover la
cabeza con naturalidad. Hautet continuó las preguntas.
—¿Sabe usted que su
esposo recibió una visita anoche?
Esta vez vio cómo subía
por sus mejillas un ligero matiz rojizo, pero ella contestó con noble
compostura:
—No. ¿Quién era?
—Una señora.
—¿De veras?
Pero, de momento, el
magistrado se contentó con esto. No parecía probable que madame Daubreuil
tuviese nada que ver con el crimen y no quería trastornar a madame Renauld más
de lo necesario.
Hizo una seña al
comisario. Éste le contestó con una inclinación de cabeza y, levantándose
luego, cruzó la habitación y volvió con el jarro de cristal que habíamos visto
en el cobertizo adjunto a la casa. De este jarro tomó la daga.
—Señora —dijo
suavemente—, ¿reconoce esto?
Ella lanzó un pequeño
grito.
—Sí; es mi cuchillito
—luego, al ver la punta manchada, se echó hacia atrás, con los ojos dilatados
por el terror—. ¿Es esto... sangre?
—Sí, señora. Su esposo fue
muerto con esta arma —y se apresuró a apartarla de su vista—. ¿Está enteramente
segura de que es la que tenía anoche en su tocador?
—¡Oh!, sí. Era un
regalo de mi hijo. Sirvió en la Aviación durante la guerra. Se atribuyó más
edad de la que tenía —añadió con cierto tono de orgullo maternal en la voz—.
Está hecho con el cable de uno de los aeroplanos más veloces, y mi hijo me lo
entregó como un recuerdo de guerra.
—Ya lo veo, señora. Y
esto nos lleva a otra cosa: ¿dónde está ahora su hijo? Es necesario que le
telegrafiemos sin demora.
—¿Jack? Está camino de
Buenos Aires.
—¡Cómo!
—Sí. Mi esposo le
telegrafió ayer. Le había enviado a París por cuestiones de negocios; pero ayer
descubrió que sería necesario que continuase sin tardanza hasta América del
Sur. Anoche zarpaba de Cherburgo un buque con destino a Buenos Aires y le
telegrafió que lo tomase.
—¿Tiene usted alguna
idea de lo que era este asunto en Buenos Aires?
—No, señor; ignoro de
qué clase de negocio se trata; pero Buenos Aires no era el destino final de mi
hijo. Debía de continuar por tierra hasta Santiago de Chile.
Y el magistrado y el
comisario exclamaron al unísono:
—¡Santiago! ¡Otra vez
Santiago!
En este momento fue,
hallándonos todos como atontados por la mención de aquel nombre, cuando Poirot
se acercó a madame Renauld. Había permanecido en pie junto a la ventana, como
un hombre perdido en sus pensamientos, y dudo que hubiera escuchado por
completo todo lo que pasó. Después de saludarla con una inclinación, le dijo:
—Perdone, señora; pero
¿puedo examinar sus muñecas?
Aunque ligeramente
sorprendida por la demanda, ella se las tendió. Alrededor de cada una se veía
una fuerte señal roja, donde las cuerdas habían mordido en la carne. Al
examinarlas, me pareció que desaparecía de los ojos de Poirot el ligero
parpadeo de excitación que yo había advertido.
—Deben de causarle
mucho dolor —dijo, y, una vez más, me pareció interesado.
Pero el magistrado
estaba hablando con excitación.
—Hay que comunicar
inmediatamente por el telégrafo con el joven monsieur Renauld. Es del mayor
interés que quedemos informados de cuanto él pueda decirnos acerca de este
viaje a Santiago —y añadió, después de un momento de vacilación—: Quisiera
poder tenerle cerca de nosotros a fin de ahorrarle a usted, señora, un gran
dolor.
—¿Se refiere —dijo ella
con voz baja— a la identificación de los restos de mi esposo?
El magistrado inclinó
la cabeza.
—Soy una mujer fuerte,
caballero. Puedo soportar lo que se requiera de mí. Estoy dispuesta... ahora.
—¡Oh!, mañana será aún
bastante pronto; le aseguro a usted...
—Prefiero dejarlo
terminado —dijo ella en voz baja, mientras cruzaba por su rostro un espasmo de
dolor—. Si quiere usted, doctor, tener la bondad de darme su brazo...
El doctor se apresuró a
acercarse. Sobre los hombros de madame Renauld se echó una capa, y bajó por la
escalera una lenta procesión. Bex tomó la delantera para abrir la puerta del
cobertizo. Al cabo de uno o dos minutos apareció en ella madame Renauld. Estaba
pálida, pero resuelta, y levantó una mano para cubrirse el rostro.
—Un momento, señores,
para darme ánimo.
Retirando la mano, se
inclinó y miró al muerto. Y la abandonó el maravilloso dominio de sí misma que
había sostenido hasta aquel momento.
—¡Pablo! —gritó—.
¡Esposo mío! ¡Oh, Dios!
Vaciló al inclinarse y
cayó sin sentido.
Poirot, que estaba a su
lado, le levantó inmediatamente un párpado y le tomó el pulso. Cuando se hubo
asegurado de que el desmayo era auténtico, se apartó. Cogiéndome un brazo, me
dijo:
—¡Soy un imbécil, amigo
mío! Si una voz de mujer ha expresado alguna vez amor y dolor, yo la he oído
ahora. Mi pequeña idea era enteramente equivocada. Eh bien! ¡Tengo que
volver a empezar!
CAPÍTULO SEIS
EL LUGAR DEL CRIMEN
Entre el doctor y
Hautet llevaron a la casa a la mujer inconsciente. El comisario los miraba
moviendo la cabeza.
—Pauvre femme! —murmuró
para sí mismo—. La impresión ha sido excesiva para ella. Pero nosotros no
podemos hacer nada. Ahora bien, Poirot: ¿vamos a visitar el lugar en que se
cometió el crimen?
—Con su permiso, Bex.
Atravesamos la casa,
saliendo por la puerta delantera. Poirot, que había levantado la cabeza para
mirar la escalera, al pasar la movió con expresión de descontento.
—Para mí es increíble
que la servidumbre no oyese nada. ¡Los crujidos de esa escalera al bajar por
ella tres personas hubieran despertado a un muerto!
—Recuerde que era a la
mitad de la noche. Estas mujeres debían de estar profundamente dormidas
entonces.
No obstante, Poirot
continuó moviendo la cabeza como si no aceptase del todo la explicación. Desde
la calzada miró hacia la casa, deteniéndose.
—En primer lugar, ¿qué
les indujo a mirar si la puerta delantera estaba abierta? Era extremadamente
inverosímil que lo estuviese. Y era mucho más probable que tratasen de forzar
una ventana.
—Pero todas las
ventanas de la planta baja se aseguran con postigos de hierro.
Poirot señaló una
ventana del primer piso.
—Ésta es la del
dormitorio que acabamos de visitar, ¿no es verdad? Y mire, además hay aquí un
árbol por el que sería facilísimo subir.
—Es posible —admitió el
otro—. Pero no hubieran podido hacerlo sin dejar huellas de pisadas en el
cuadro del jardín.
Comprendí que la
observación era acertada. Había dos grandes arriates ovales plantados de
geranios de color junto a la puerta delantera. El árbol en cuestión tenía sus
raíces en el fondo mismo del macizo y hubiera sido imposible alcanzarlo sin
pisar éste.
—Ya lo ve —continuó el
comisario—: por efecto de este tiempo seco, las huellas no serían visibles en
el camino de los coches o andenes; pero en la tierra blanda del cuadro, el caso
hubiera sido muy distinto.
Poirot se acercó al
cuadro y lo estudió atentamente. Como lo había dicho Bex, la tierra estaba
perfectamente lisa. No había por ninguna parte la más ligera depresión.
Poirot inclinó la
cabeza, como si hubiese quedado convencido, y nos apartamos de allí; pero de
pronto se lanzó disparado y se puso a examinar el otro cuadro.
—¡Bex! —llamó—. Vea
esto. Aquí tiene usted abundantes huellas. El comisario vino a su lado y
sonrió.
—Mi querido Poirot:
éstas son, sin duda, las de las grandes botas claveteadas del jardinero. En
todo caso, no tendrían importancia, puesto que en este lado no tenemos árbol
ni, por tanto, el medio de obtener acceso al piso de arriba.
—Cierto —dijo Poirot,
evidentemente desanimado—. ¿De modo que usted cree que estas huellas no tienen
importancia?
—En absoluto.
Entonces, con gran
asombro por mi parte, Poirot pronunció estas palabras:
—No estoy de acuerdo
con usted. Tengo una pequeña idea de que estas huellas son la cosa más
importante que hemos visto hasta ahora.
Bex no contestó,
limitándose a encoger los hombros. Era demasiado cortés para exponer su
verdadera opinión. En lugar de esto, dijo:
—¿Vamos a continuar?
—Ciertamente. Puedo
dejar para más tarde la investigación de este asunto de las huellas —contestó
de buen humor.
En lugar de seguir el
camino de los coches, hasta la puerta exterior, Bex tomó un sendero que se
bifurcaba en ángulo recto. Formaba una pequeña cuesta alrededor del lado
derecho de la casa, y tenía a uno y otro lado una especie de espesura de
matorrales: inesperadamente, desembocaba en un pequeño terreno despejado desde
el que se podía ver el mar. Allí se había colocado un banco, y no lejos de este
se veía un cobertizo algo ruinoso. Algunos pasos más allá, una línea bien
marcada de pequeños arbustos señalaba el límite del terreno de la villa. Bex
continuó hasta allí y nos hallamos ante un dilatado trecho de dunas despejadas.
Miré a mi alrededor y vi algo que me llenó de asombro.
—¡Cómo!... Esto es un
campo de golf—exclamé.
Bex hizo una seña
afirmativa.
—No está aún terminado
—explicó—. Se espera que podrá ser inaugurado en alguna fecha del mes próximo.
Algunos de los hombres que trabajan en él fueron los que descubrieron el
cadáver esta mañana temprano.
Di una boqueada. Cerca,
a mi izquierda, en un lugar que de momento había pasado por alto, había un hoyo
largo y estrecho, y junto a él, boca abajo, ¡el cuerpo de un hombre! Mi corazón
dio un salto terrible y tuve la loca ocurrencia de que había sido repetida la
tragedia. Pero el comisario disipó aquella ilusión adelantándose y exclamando
con acento de viva contrariedad:
—¿Qué ha hecho mi
policía? ¡Tenían la orden estricta de no permitir que se acercase aquí nadie
sin títulos adecuados!
El que estaba en el
suelo volvió la cabeza por encima del hombro.
—Pero es que yo tengo
títulos adecuados... —observó, poniéndose en pie lentamente.
—¡Mi querido Giraud!
—exclamó el comisario—. No tenía idea siquiera de que hubiese llegado. El juez
de instrucción le esperaba con la mayor impaciencia.
Mientras hablaba el
comisario, yo examinaba al recién llegado con la más viva curiosidad. Me
hallaba familiarizado con el nombre del célebre detective de la Sûreté de
París, y sentía gran interés por verle en persona. Era un hombre muy alto, de
unos treinta años de edad, cabello y bigote pardo rojizo y porte militar. Sus
maneras tenían cierto aire arrogante, revelador de que se daba cuenta perfecta
de su propia importancia. Bex nos presentó, indicando que Poirot era un colega.
El detective de París mostró su interés momentáneo con un ligero parpadeo.
—Le conozco a usted de
nombre, monsieur Poirot —dijo—. Ha sido usted un hombre conspicuo en los tiempos
pasados, ¿verdad? Pero los métodos son ahora muy distintos.
—No obstante, los
crímenes son muy parecidos —observó Poirot con voz suave.
Vi inmediatamente que
Giraud estaba dispuesto a mantener una actitud hostil. Le molestaba que el otro
se hallase asociado con él, y tuve la sensación de que si descubría alguna
pista importante era muy probable que se la guardase para él solo.
—El juez de
instrucción... —empezó a decir Bex.
—¡Me tiene sin cuidado
el juez de instrucción! La luz es lo que importa en este momento. Para todos
los fines prácticos, se habrá acabado dentro de una media hora. Estoy bien
informado del caso, y la gente que vive en la residencia puede esperar hasta
mañana perfectamente; pero si hemos de encontrar una pista para descubrir a los
asesinos, éste es el sitio. ¿Es la Policía de usted la que ha estado paseándose
por ahí? Creía que conocían mejor su oficio en los días en que vivimos.
—No hay duda de que lo
conocen. Las huellas de que usted se queja las han dejado los trabajadores que
descubrieron el cadáver.
El otro dejó oír un
gruñido de disgusto.
—Pueden verse los
caminos por donde tres de los hombres vinieron a través del seto..., pero eran
astutos. Puede usted reconocer en las huellas centrales las de monsieur
Renauld; pero las de uno y otro lado han sido borradas cuidadosamente. No es
que hubiera, en realidad, mucho que ver en este terreno duro, pero no han
querido correr riesgos.
—La señal exterior
—dijo Poirot—. Esto es lo que usted busca, ¿verdad?
El otro detective abrió
mucho los ojos.
—Naturalmente.
Asomó a los labios de
Poirot una débil sonrisa. Parecía a punto de hablar, pero se contuvo. Inclinóse
luego sobre el lugar en que había quedado la azada.
—Cierto que con esto se
ha cavado la sepultura —dijo Giraud—. Pero no sacará nada de ello. Era la
propia azada de Renauld, y el hombre que la usó llevaba guantes. Ahí están —e
indicó con el pie un par de guantes sucios de tierra y echados por el suelo—. Y
también son de Renauld..., o, por lo menos, de su jardinero. Les digo a ustedes
que los hombres que proyectaron este crimen se precavieron contra todo. La
víctima fue acuchillada con su propia daga y hubiera sido enterrada con su
propia azada. ¡Contaban con no dejar ningún indicio! Pero yo los venceré.
¡Siempre queda algo! Y me propongo encontrarlo.
Pero Poirot estaba
ahora interesado, al parecer, en otra cosa: un trozo corto de tubería de plomo
descolorido, que estaba junto a la azada. Tocándolo delicadamente con el dedo,
preguntó:
—Y esto ¿pertenecía
también al hombre asesinado? —y me pareció advertir en la pregunta un fino
acento de ironía.
Giraud encogió los
hombros para indicar que no lo sabía ni le importaba.
—Puede haber estado ahí
semanas enteras. De todos modos, no me interesa.
—Yo, en cambio, lo
encuentro muy interesante —dijo Poirot con dulzura.
Pensé que estaba
molestando al detective de París, y si era así, ciertamente lo consiguió. El
otro se volvió bruscamente hacia el lado opuesto, observando que no tenía
tiempo que perder, e, inclinándose, reanudó su minucioso examen del suelo.
Poirot, entre tanto,
como asaltado por una idea repentina, cruzó el límite del terreno y
empujó la puerta del pequeño cobertizo.
—Está cerrada —dijo
Giraud por encima del hombro—. Pero no es más que un sitio donde el jardinero
guarda sus trastos. La azada no vino de ahí, sino del cobertizo de las
herramientas, junto a la casa.
—¡Maravilloso!
—murmuró Bex, mirándome con extática expresión—. ¡No hace más de media hora que
ha llegado y ya lo sabe todo! No hay duda de que Giraud es el detective más grande
de nuestros días.
Aunque a mí me era
profundamente antipático, me sentí secretamente impresionado. Aquel hombre
parecía irradiar eficacia. Hasta aquel momento no podía evitar esta sensación.
Poirot no se había distinguido mucho y esto me molestaba. Parecía estar
dirigiendo su atención a todo género de detalles necios y pueriles que no
tenían nada que ver con el caso. Y, efectivamente, en aquel momento preguntó de
repente:
—Bex, le ruego que me
diga qué significa esta línea de yeso que se extiende alrededor de la
sepultura. ¿Obedece a algún objeto de la Policía?
—No, Poirot; es cosa
del campo de golf. Esto muestra que aquí ha de haber un bunkair, como lo
llaman ustedes.
—¿Un bunkair? —repitió
Poirot, volviéndose hacia mí—. ¿Es esto el agujero irregular lleno de arena y
con margen al lado? Expresé mi conformidad.
—¿Sin duda, Renauld
jugaba al golf?
—Sí; le gustaba mucho
este deporte. A él y a sus copiosos donativos se debe principalmente el impulso
para adelantar esta obra. Ha tomado parte hasta en el proyecto.
Poirot inclinó la
cabeza con expresión pensativa.
—No es un lugar muy
bien elegido... para enterrar un cadáver. Hubiera sido descubierto tan pronto
como los operarios hubiesen empezado a cavar el suelo.
—Ni más ni menos
—exclamó Giraud con acento de triunfo—. Y esto demuestra que no eran de este
lugar. Es una excelente prueba indirecta.
—Sí —dijo Poirot en
tono dudoso—. Nadie bien informado enterraría aquí un cadáver..., a no ser que
quisiera que se descubriese. Y esto es sencillamente absurdo, ¿no le parece?
Giraud no se tomó ni
siquiera la molestia de contestar.
—Sí —insistió Poirot
con voz no muy satisfecha—. Sí..., absurdo, sin duda alguna.
CAPÍTULO SIETE
LA MISTERIOSA MADAME
DAUBREUIL
Al encaminarnos
nuevamente a la casa, Bex se excusó por una ausencia momentánea diciendo que
debía comunicar inmediatamente al juez de instrucción que había llegado Giraud.
Éste, por su parte, había mostrado una satisfacción evidente al oírle declarar
a Poirot que había ya observado cuanto deseaba. Al último que vimos al
retirarse de allí fue a Giraud a gatas continuando su investigación con una
meticulosidad que no pude dejar de admirar. Poirot se figuró lo que pensaba,
pues tan pronto como estuvimos solos observó irónicamente:
—Por fin ha visto usted
al detective que admira..., ¡al zorro humano! ¿No es así, amigo mío?
—En todo caso, hace
alguna cosa —le repliqué con aspereza—. Si hay algo que encontrar, él lo
encontrará. Ahora bien: usted...
—Eh bien! ¡Yo
también he encontrado algo! Un trozo de tubería de plomo.
—¡Hombre, Poirot! Usted
sabe muy bien que esto no tiene nada que ver con el caso. Quiero decir con las
cosas pequeñas..., con los rastros que pueden conducirnos infaliblemente a
donde estén los asesinos.
—Amigo mío, ¡un indicio
de sesenta centímetros de longitud vale tanto como otro que mida dos
milímetros! Es una idea romántica esa de que todas las pistas importantes deben
ser infinitesimales. En cuanto a la falta de relación entre el trozo de tubería
y el crimen, lo dice usted porque así se lo ha dicho Giraud. No —continuó al
ver que yo iba a interrumpirle con una pregunta—, no hablemos más de esto. Deje
a Giraud con su investigación y a mí con mis ideas. El caso parece bastante
claro, y, sin embargo..., sin embargo, amigo mío, no estoy seguro! ¿Y sabe por
qué? A causa del reloj de pulsera que va adelantado dos horas. Y luego hay,
además de éste, otros pequeños y curiosos detalles que no parecen encajar bien.
Por ejemplo: si el objeto de los asesinos era la venganza, ¿por qué no
acuchillaron a Renauld mientras dormía, para acabar de una vez?
—Querían el «secreto»
—le recordé.
Poirot se sacudió de la
manga una partícula de polvo con expresión de desagrado.
—Bueno; ¿dónde está
este «secreto»? Al parecer, a cierta distancia de aquí, puesto que querían que
se vistiese. No obstante, se le encuentra asesinado muy cerca, casi al alcance
del oído desde la casa. Además, es mucha casualidad que se encontrase a mano un
arma como esa daga.
Poirot se detuvo, con
el ceño fruncido, y continuó luego:
—¿Por qué no oyó nada
el servicio? ¿Habían tomado un narcótico? ¿Había un cómplice que se encargó de
que quedase abierta la puerta delantera? Estoy preguntándome si...
Bruscamente, se detuvo.
Habíamos llegado al camino de coches, frente a la casa. De pronto, se volvió
hacia mí.
—Amigo mío: voy a darle
una sorpresa, ¡una satisfacción! ¡Me han afectado sus reproches! ¡Vamos a
examinar algunas huellas de pisadas!
—¿Dónde?
—En ese cuadro de
jardín de la derecha. Bex afirma que son las pisadas del jardinero. Vamos a
comprobarlo. Mire: por ahí se acerca con su carretilla.
En efecto, un hombre ya
viejo estaba entonces cruzando el camino con una carretilla llena de plantas de
sementera. Poirot le llamó y él dejó la carretilla y vino, cojeando, hacia
nosotros.
—¿Va a pedirle una de las
botas para confrontar con las huellas? —le pregunté desalentado.
Mi fe en Poirot
resucitó un poco. Puesto que había dicho que las huellas dejadas en ese cuadro
del lado derecho eran importantes, podía presumirse que lo eran.
—Exactamente —dijo
Poirot.
—Pero ¿no pensará que
esto es muy extraño?
—No pensará nada en
absoluto.
No pudimos decir más
porque el viejo se había acercado.
—¿Tiene algo que
mandarme, señor?
—Sí. Hace ya mucho
tiempo que cuida de este jardín, ¿verdad?
—Veinticuatro años,
señor.
—¿Y se llama usted?
—Augusto, señor.
—Estaba admirando estos
magníficos geranios. Son realmente soberbios. ¿Hace mucho tiempo que se
plantaron?
—Algún tiempo, señor.
Pero, por supuesto, para conservar los cuadros en buena forma tiene uno que ir
añadiendo plantas nuevas y retirando las que se pasan, arrancando, además, las
flores viejas.
—Colocó ayer algunas
plantas nuevas, ¿verdad? Las del centro en éste y también en el otro cuadro.
—El señor tiene la
vista fina. Necesitan siempre cosa de un día para «coger». Sí; puse diez
plantas nuevas en cada cuadro anoche. Como el señor, sin duda, sabe, no deben
ponerse las plantas cuando calienta el sol.
Augusto estaba
encantado del interés de Poirot y muy bien dispuesto a charlar.
—Éste es un ejemplar
espléndido —elogió Poirot, señalando—. ¿Podría, quizá, llevarme un esqueje?
—Naturalmente, señor —y
entrando en el cuadro, el viejo cortó con sumo cuidado un vástago de la planta
que Poirot había admirado.
Poirot se lo agradeció
profusamente y Augusto se alejó con su carretilla.
—¿Lo ve usted? —dijo
Poirot con una sonrisa, al inclinarse sobre el cuadro para examinar la
impresión de la bota claveteada del jardinero—. Es muy sencillo.
—No había
comprendido...
—¿Que el pie estaría
dentro de la bota? No hace usted un uso suficiente de sus cualidades mentales.
Bueno: ¿qué me dice de la huella?
Examiné el cuadro
minuciosamente.
—Todas las huellas del
cuadro han sido hechas por la misma bota —dije, por fin, después de un atento
estudio.
—¿Lo cree así? Eh
bien! Estoy de acuerdo con usted.
Poirot parecía poco
interesado, como si estuviese pensando en otra cosa.
—En todo caso
—observé—, habrá dejado de picarle esa mosca.
—¡Dios mío! ¡Vaya una
frasecita! ¿Qué quiere decir?
—Lo que he querido
decir es que ahora va usted a perder su interés por estas huellas.
Pero, con sorpresa para
mí, Poirot movió la cabeza.
—No, no, amigo mío. Por
fin estoy en la verdadera pista. Todavía me encuentro a oscuras; pero, como
acabo de indicárselo, Hastings, ¡estas huellas son los elementos más
importantes e interesantes del caso! Ese pobre Giraud... no me sorprendería que
ni siquiera las viese.
En aquel momento se
abrió la puerta delantera y Hautet bajó los peldaños acompañado del comisario.
—¡Ah!, Poirot; hemos
estado buscándole —dijo el magistrado—. Va haciéndose tarde, pero deseo visitar
a madame Daubreuil. Sin duda, estará muy trastornada por la muerte de Renauld,
y tendremos mucha suerte si podemos obtener por ella alguna pista. El secreto
que él no confió a su esposa es posible lo conozca la mujer cuyo amor le tenía
esclavizado. Sabemos por dónde son débiles nuestros Sansones, ¿verdad?
No dijo más, pero ocupó
su lugar para ponerse en marcha. Poirot iba a su lado, y el comisario y yo
seguíamos a pocos pasos de distancia.
—No hay duda de que el
relato de Francisca es, en sustancia, exacto —observó aquél en tono
confidencial—. He telefoneado a la Jefatura. Parece que tres veces en el curso
de las últimas seis semanas (es decir, desde la llegada a Merlinville de
Renauld) madame Daubreuil ha ingresado en billetes en su cuenta corriente
importantes cantidades cuyo total asciende ¡a doscientos mil francos!
—¡Válgame Dios!...
—exclamé, haciendo un rápido cálculo—. ¡Esto debe de representar algo así como
cuatro mil libras!
—Precisamente. Sí; no
puede haber duda de que estaba ciegamente ilusionado. Pero falta ver si le
confió a ella su secreto. El juez de instrucción así lo espera; por mi parte,
estoy lejos de compartir esta opinión.
Hablando así
habíamos descendido la callejuela hacia la bifurcación del camino en que
nuestro coche se había detenido más temprano, y un momento después me di cuenta
de que la Villa Marguerite, residencia de la misteriosa madame Daubreuil, era
la casita de donde había salido la hermosa joven.
—Hace muchos años que
vive aquí —dijo el comisario, indicando la casa con la cabeza—, muy
tranquilamente, sin meterse nunca con nadie. Parece no tener amigos ni otras
relaciones que las que ha contraído en Merlinville. Nunca hace referencia al
pasado ni a su marido. No sabe uno siquiera si vive o si murió. Hay un misterio
acerca de ella, ya comprenderá usted.
Hice una seña
afirmativa, sintiéndome más interesado.
—¿Y... la hija? —me
aventuré a preguntar.
—Una muchacha
portentosamente hermosa: modesta, devota, todo cuanto pudiera pedirse. Es digna
de compasión, pues aunque ella puede no saber nada del pasado, el hombre que
aspire a su mano debe informarse, necesariamente, y entonces...
El comisario encogió
los hombros escépticamente.
—Pero ¡ella no tendría
la culpa! —exclamé, con creciente indignación.
—No, pero ¿qué quiere
usted? Un hombre es escrupuloso en lo que se refiere a los antecedentes de su
esposa.
Nuestra llegada a la
casita cortó la discusión. Hautet tocó el timbre. Pasaron algunos minutos,
oímos rumores de pasos y se abrió la puerta. En pie en el umbral había
aparecido mi joven diosa de aquella tarde. Al vernos se retiró el color de sus
mejillas, que quedaron cubiertas de una palidez mortal, mientras se dilataban
sus ojos. No cabía la menor duda: ¡estaba atemorizada!
—Mademoiselle Daubreuil
—dijo Hautet, quitándose el sombrero—, sentirnos infinitamente causarle esta
molestia, pero usted comprenderá las exigencias de la ley. Ofrezca mis saludos
a su señora madre y hágame el favor de preguntarle si tendría la bondad de concederme
su atención por unos momentos.
Por un instante, la
muchacha permaneció inmóvil. Había apretado la mano izquierda contra el
costado, como si intentase calmar una agitación repentina e invencible de su
corazón. Pero logró dominarse y dijo en voz baja:
—Iré a verlo. Tengan la
bondad de pasar.
Entró en una habitación
a la izquierda del vestíbulo y oímos el murmullo de su voz. Y entonces otra voz
de timbre muy semejante, pero con una inflexión ligeramente más dura, tras su
suave resonancia, dijo:
—¡Oh, ciertamente!
Ruégales que entren.
Al cabo de otro minuto
nos hallábamos frente a frente con la misteriosa madame Daubreuil.
Era algo menos alta que
su hija, y las curvas redondeadas de su rostro tenían toda la gracia de la
plena madurez. Su cabello, distinto también del de aquélla, era oscuro y
dividido por en medio, al estilo de las madonnas. Los ojos, medio
ocultos por los párpados que descendían, eran azules. Aunque bien conservada,
no era, ciertamente, ya joven, pero la calidad de su encanto era cosa independiente
de la edad.
—¿Deseaba usted verme,
caballero? —preguntó.
—Sí, señora —contestó
Hautet, y aclaró la voz—. Estoy encargado de la investigación de la muerte de
monsieur Renauld. Sin duda tiene usted noticia de ella.
Madame Daubreuil
inclinó la cabeza sin contestar. Su expresión permaneció invariable.
—Veníamos a preguntarle
si podría usted..., en fin..., aclarar de algún modo las circunstancias que la
han rodeado.
—¿Yo? —y el acento de
sorpresa con que lo dijo fue excelente.
—Si, señora. Tenemos
motivos para creer que tenía usted la costumbre de visitar al difunto, en su
villa, por las noches. ¿Es así?
Asomó el color a las
mejillas pálidas de la dama, que, no obstante, replicó con calma:
—¡Les niego a ustedes
el derecho a dirigirme semejante pregunta!
—Madame, estamos
investigando un asesinato.
—Bien. ¿Qué importa? Yo
no tengo nada que ver con el asesinato.
—Señora, no suponemos
tal cosa ni por un momento. Pero usted conocía bien a la víctima. ¿Le había él
hecho alguna confidencia acerca de algún peligro que le amenazase?
—Nunca.
—¿Le había hablado
alguna vez de su vida en Santiago de Chile, alguna enemistad que pudiera haber
contraído allí?
—No.
—¿No puede, entonces,
prestarnos ninguna ayuda?
—Me temo que no. No
veo, realmente, por qué han de venir ustedes a verme a mí. ¿No puede su esposa
decirles lo que quieran saber? —y había en su voz una ligera inflexión de
ironía.
—Madame Renauld nos ha
dicho todo lo que puede decirnos.
—¡Ah! —dijo madame
Daubreuil— Estoy pensando...
—¿Qué está usted
pensando, madame?
—Nada.
El juez de instrucción
la miró. Se daba cuenta de que estaba sosteniendo un duelo y que su adversaria
no era antagonista despreciable.
—¿Persiste usted en su
declaración de que monsieur Renauld no le había hecho ninguna confidencia?
—¿Por qué ha de creer
usted verosímil que me hiciese confidencias?
—Señora —contestó el
magistrado con brutalidad calculada—, porque un hombre le cuenta a su querida
lo que no siempre le cuenta a su esposa.
—¡Ah! —estalló ella,
saltando hacia adelante y echando fuego por los ojos—. ¡Me insulta usted,
caballero! ¡Y en presencia de mi hija! No puedo decir nada. ¡Tengan la bondad
de salir de mi casa!
La dama era, sin duda,
la que quedaba en posición airosa. Dejamos Villa Marguerite como un hato de
colegiales avergonzados. El magistrado mascullaba para sí las más iracundas
exclamaciones. Poirot parecía hundido en sus pensamientos. De pronto salió de
ellos con un movimiento de sobresalto y le preguntó a Hautet si había algún buen
hotel cerca de allí.
—Hay un pequeño
establecimiento, el Hotel des Bains, en este lado de la población. A unos
cuantos metros de distancia, siguiendo la carretera. Estará a mano para sus
investigaciones. Así, ¿espero que le veremos a usted por la mañana?
—Sí; muchas gracias,
Hautet.
Nos separamos con
recíprocas muestras de cortesía, Poirot y yo, para dirigirnos hacia
Merlinville; los demás, para regresar a Villa Geneviéve.
—El sistema
policíaco francés es ciertamente maravilloso. La información que poseen de la
vida de cada persona, hasta en los detalles más sencillos, es extraordinaria.
Aunque sólo hace poco más de seis semanas que está aquí, se encuentran ya
perfectamente enterados de los gustos y las ocupaciones de Renauld, y en el
plazo más breve, pueden mostrar información sobre la cuenta corriente de madame
Daubreuil y sobre las sumas que ha ingresado últimamente! Los autos judiciales
son, sin duda, una gran institución. Pero ¿qué es esto? —terminó, volviéndose
vivamente.
Por la carretera venía
corriendo hacia nosotros una figura femenina, desalada, sin sombrero. Era Marta
Daubreuil.
—Les ruego que me
dispensen —exclamó, desalentada, cuando nos hubo alcanzado—. No..., no debería
hacer esto, bien lo sé. No deben decírselo a mi madre. Pero ¿es verdad lo que
dice la gente, que monsieur Renauld llamó a un detective antes de morir y...
que éste es usted?
—Sí, señorita —contestó
Poirot con tono amable—. Es muy cierto. Pero ¿cómo lo ha sabido usted?
—Francisca se lo dijo a
nuestra Amelia —explicó Marta, sonrojándose.
Poirot hizo una mueca.
—¡Es imposible el
secreto en un caso de este género! No es que tenga importancia. Bien,
mademoiselle, ¿qué desea saber?
La muchacha vaciló.
Parecía estar ansiosa y temerosa al mismo tiempo de hablar. Por fin, preguntó,
casi en un murmullo:
—¿Se..., se sospecha de
alguien?
Poirot la miró con gran
atención. Luego contestó evasivamente:
—La sospecha está en el
aire en este momento, mademoiselle.
—Sí, ya sé..., pero...
¿de alguien en particular?
—¿Por qué quiere
saberlo?
La joven pareció
asustada por la pregunta. De pronto acudieron a mi memoria las anteriores
palabras de Poirot acerca de ella: «La muchacha de ojos acongojados.»
—Monsieur Renauld fue
siempre muy bondadoso para mí —contestó por fin—, y es natural que me sienta
interesada.
—Ya lo veo —dijo
Poirot—. Pues bien, mademoiselle: la sospecha recae ahora en dos personas.
—¿Dos?
Hubiera jurado que
había en su voz un acento de sorpresa y de alivio.
—Se desconocen sus
nombres, pero se sospecha que son chilenos, de Santiago. Y ahora, mademoiselle,
¡ya ve usted lo que ocurre cuando una es joven y hermosa! ¡Por complacerla he
revelado secretos profesionales!
La muchacha se echó a
reír alegremente, y luego, con alguna timidez, le dio las gracias.
—Tengo que volver
corriendo. Mamá me encontrará a faltar.
Y dando media vuelta
subió por la carretera como una moderna Atlanta. Me quedé mirándola.
—Amigo mío —anunció
Poirot con su voz amablemente irónica—, ¿vamos a quedarnos aquí toda la
noche... sólo porque ha visto una mujer joven y bonita que le ha trastornado la
cabeza?
Me excusé riendo.
—Pero es que realmente
es hermosa, Poirot. Cualquiera que perdiese el juicio por ella debería ser
perdonado.
Pero, con sorpresa para
mí, Poirot movió la cabeza muy expresivamente.
—¡Ah!, amigo mío, no se
ilusione por Marta Daubreuil. ¡Ésta no es para usted! ¡Se lo afirma Papá
Poirot!
—¡Cómo! —exclamé—. ¡El
comisario me aseguró que es tan buena como bella! ¡Un ángel perfecto!
—Algunos de los mayores
criminales que he conocido tenían cara de ángel —observó Poirot animadamente—.
Una deformación de las células grises puede coincidir perfectamente con un
rostro de madonna.
—¡Poirot! —exclamé
horrorizado—. ¡No puede usted querer decirme que sospecha de una niña inocente
como ésta!
—¡Ta, ta, ta! ¡No se excite!
No he dicho que sospeche de ella. Pero debe usted admitir que su interés por
saber algo del caso es un poco extraño.
—Por esta vez veo más
lejos que usted —le repliqué—. Su interés no es por sí misma, sino por su
madre.
—Amigo mío —dijo
Poirot—, como de costumbre, no ve usted nada en absoluto. Madame Daubreuil es
perfectamente capaz de mirar por sí misma sin necesidad de que su hija se
inquiete por ella. Reconozco que estaba importunándole a usted hace un momento,
pero, de todos modos, repito lo que le he dicho. No se ilusione por esta moza.
¡No le conviene a usted! Yo, Hércules Poirot, lo sé bien. Si sólo pudiese
recordar dónde he visto esa cara...
—¿Qué cara? —pregunté
sorprendido—. ¿La de la hija?
—No. La de la madre.
Y advirtiendo mi
sorpresa afirmó con la cabeza enfáticamente.
—Sí, sí; tal como se lo
digo. Hace de esto mucho tiempo, cuando estaba todavía con la Policía en
Bélgica. Nunca he visto antes a la mujer misma, pero he visto su retrato..., y
en relación con algún caso. Más bien creo...
—¿Qué...?
—Puedo equivocarme;
pero ¡más bien creo que era un caso por asesinato!
CAPÍTULO OCHO
UN ENCUENTRO INESPERADO
A la mañana siguiente,
a hora temprana, estábamos ya en la villa. El hombre de guardia en la puerta no
nos cerró ahora el paso. En lugar de esto nos saludó respetuosamente, y
entramos en la casa. La doncella Leonia acababa de bajar la escalera y no
parecía mal dispuesta a charlar un poco.
Poirot preguntó por la
salud de madame Renauld.
Leonia movió la cabeza.
—¡La pobre señora está
terriblemente trastornada! No quiere córner nada..., pero ¡nada absolutamente!
Y está pálida como un espíritu Viéndola,
se parte el corazón. iAh, no sería yo la que me apenaría así por un hombre que
me hubiese engañado con otra mujer!
Poirot hizo un gesto
afirmativo de simpatía.
—Lo que dice es muy
justo; pero ¿qué quiere usted? El corazón de una mujer enamorada perdonará
muchas cosas. Seguramente, en los últimos meses debió de haber entre los dos
muchas escenas de recriminación...
De nuevo Leonia movió
la cabeza.
—Nunca, señor. Nunca he
oído a la señora una palabra de protesta... ¡Oh, ni siquiera de reproche! Tenía
el temperamento y la disposición de un ángel..., bien diferente del señor.
—¿Monsieur Renauld no
tenía el temperamento de un ángel?
—Lejos de esto. Cuando
se enfurecía lo sabía la casa entera. El día en que disputó con monsieur
Jack... ma foi!, ¡gritaban tan fuerte que hubieran podido oírlos desde
la plaza del Mercado!
—¿De veras? —dijo
Poirot—. ¿Y cuándo tuvo lugar esta disputa?
—¡Oh, fue cuando monsieur
Jack iba a salir para París! Le faltó poco para perder el tren. Salió de la
biblioteca y recogió la maleta, que había dejado en el vestíbulo. El automóvil
estaba en el taller de reparaciones y tuvo que correr hasta la estación. Yo
estaba quitando el polvo del salón y le vi pasar, con una cara blanca...,
blanca..., con dos manchas encarnadas. ¡Ah, estaba irritado de veras!
Leonia saboreaba su
propia narración.
—¿Y a qué se refería la
disputa?
—¡Ah, esto no lo
sé!—confesó Leonia—. Es cierto que gritaban, pero eran voces tan fuertes y
agudas, y hablaban tan deprisa, que sólo una persona que supiera a fondo el
inglés hubiera podido entenderlas. Pero ¡el señor estuvo todo el día hecho una
furia! ¡Imposible tenerle contento!
El rumor de una puerta
que se cerraba cortó de golpe la locuacidad de Leonia.
—¡Y Francisca que está
esperándome!... —exclamó, despertándose tardíamente a la conciencia de sus
obligaciones—. Esta vieja riñe siempre.
—Un momento,
mademoiselle; ¿dónde está el juez de instrucción?
—Han salido a mirar el
automóvil en el garaje. El señor comisario sospechaba que pudo haber sido
utilizado en la noche del crimen.
—¡Vaya una idea!
—murmuró Poirot al alejarse la muchacha.
—¿Va usted a reunirse
con ellos?
—No; esperaré su
regreso en el salón. La habitación es fresca en esta mañana calurosa.
Aquel modo plácido de
tomarse las cosas no me gustaba mucho.
—Si no tiene
inconveniente... —dije, y me detuve, vacilando.
—Ninguno en absoluto.
Desea usted también investigar por su propia cuenta, ¿verdad?
—Bien; me gustaría
echar una ojeada a Giraud, si es que anda por ahí, y ver en qué se ocupa.
—El zorro humano
—murmuró Poirot, recostándose en un cómodo sillón y cerrando los ojos—. Muy
bien, amigo mío. Hasta la vista.
Salí por la puerta
delantera. Ciertamente, hacía calor. Subí por el sendero que habíamos tomado el
día anterior, pues me había propuesto examinar también el lugar del crimen. Sin
embargo, no me encaminé allí directamente y me interné por la espesura de
arbustos para salir al campo de golf, a unos cien metros de distancia, por la
derecha. Esta espesura era allí mucho más densa y hube de sostener una
verdadera lucha para abrirme camino. Llegué por fin al campo de deportes por
sorpresa y con tal ímpetu que tropecé violentamente con una muchacha que estaba
allí en pie, de espalda a los arbustos.
No es, pues, de
extrañar que esta joven diese un grito comprimido; pero también yo hube de
lanzar una exclamación de sorpresa. Porque no era otra que mi amiga del tren:
¡Cenicienta!
La sorpresa fue recíproca.
—¡Usted! —exclamamos
los dos al mismo tiempo.
La muchacha se rehizo
la primera.
—¡Válgame mi abuela!
—exclamó—. ¿Qué está usted haciendo aquí?
—Si tal es el caso,
¿qué está haciendo usted? —le repliqué.
—La última vez que le
vi, es decir, anteayer, estaba usted trotando hacia casa, hacia Inglaterra,
como un buen muchachito.
—La última vez que yo
la vi a usted —contesté— estaba trotando a casa con su hermana, como una buena
muchachita. Y, a propósito, ¿está ya bien su hermana?
Mi recompensa fue el
brillo de una blanca dentadura.
—¡Qué amable por
preguntármelo! Mi hermana está bien, gracias.
—¿Está aquí con usted?
—Se ha quedado en casa
—dijo la picaruela con dignidad.
—No creo que tenga una
hermana —le dije riendo—; y si la tiene, ¡se llama Harris![1]
—¿Recuerda cómo me
llamo yo? —me preguntó con una sonrisa.
—Cenicienta. Pero ahora
va a decirme su verdadero nombre, ¿verdad?
Ella movió la cabeza,
con una mirada maligna.
—¿Ni me dirá siquiera
por qué está aquí?
—¡Oh, eso! Supongo que
ha oído hablar de los miembros de mi profesión que «descansan».
—¿En los balnearios
franceses caros?
—Baratísimos, si sabe
una escogerlos.
La miré con atención.
—De todos modos, usted
no tenía la intención de venir aquí cuando la encontré hace dos días...
—Todos tenemos nuestras
desilusiones —dijo sentenciosamente Cenicienta—. Bueno; basta. Le he dicho
cuanto le conviene a usted saber. Los niños no deben ser preguntones. Y usted
no me ha dicho lo que estaba haciendo aquí.
—¿Recuerda que le hablé
de un gran amigo mío detective?
—Siga.
—Y hasta quizá tenga
usted noticia del crimen cometido en la Villa Geneviéve...
Fijó en mí la mirada.
Elevóse su pecho y se dilataron y redondearon sus ojos.
—¿No querrá usted
decir... que interviene en eso?
Hice una seña afirmativa.
No había duda de que le llevaba ahora muchos tantos de ventaja. Su emoción era
clarísima. Por algunos segundos guardó silencio, sin dejar de mirarme. Luego
inclinó la cabeza con énfasis.
—¡Bueno! ¡Si esto no es
el trueno gordo!... Lléveme de ahí. Quiero ver todos los horrores.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que digo. ¡Caramba
con el muchacho! ¿No le comuniqué que me encantan los crímenes? Hace horas que
estoy olfateando por ahí. Es una verdadera suerte la que me ha tocado. Vamos,
muéstreme todas las vistas.
—Pero escuche...,
espere un momento..., no puedo hacer esto. No se permite entrar a nadie. La
orden es formal para todos.
—¿No son usted y su
amigo los peces gordos?
Me repugnaba la idea de
abandonar mi importante posición.
—¿Por qué tiene tanto
interés? —le pregunté con débil acento—. ¿Y qué desea ver?
—¡Oh, todo! El lugar
donde ocurrió, y el arma, y el cadáver, y todas las impresiones dactilares y
demás cosas así. Nunca, hasta ahora, había tenido la suerte de encontrarme
metida en un asesinato como éste. Me durará toda la vida.
Me volví a otra parte,
mareado. ¿Adonde iban a parar las mujeres de nuestros tiempos? La excitación
sanguinaria de la muchacha me daba náuseas.
—Descienda usted de las
nubes —me dijo la dama de pronto— y no se dé tanta importancia. Cuando le
llamaron para esta faena, ¿levantó usted la nariz y dijo que era un asunto
repugnante y que no quería intervenir en el mismo?
—No, pero...
—Si estuviese usted
aquí de vacaciones, ¿no se ocuparía en olfatear como yo? Desde luego que lo
haría.
—Yo soy un hombre.
Usted es una mujer.
—Usted considera a las
mujeres como seres que se suben sobre una silla y chillan cuando ven un ratón.
Todo eso es prehistórico. Pero me mostrará lo que le pido, ¿verdad? Ya lo ve,
esto puede representar para mí una gran diferencia.
—¿En qué sentido?
—Están manteniendo
fuera a todos los periodistas. Yo podría adelantar muchas noticias a un
periódico. Usted no sabe lo que pagan por un poco de información interior.
Vacilé. Ella deslizó
una mano pequeña y suave entre las mías.
—Hágame este favor...,
sea usted bueno.
Capitulé. Secretamente,
sabía que iba a agradarme el papel de director de escena.
Fuimos primero al lugar
en que había sido descubierto el cadáver. Había allí un hombre de guardia que,
conociéndome de vista, me saludó respetuosamente y no preguntó nada acerca de
mi compañera, considerando, quizá, que yo respondía por ella. Le expliqué a
Cenicienta cómo se había hecho el descubrimiento, y ella escuchó con atención,
dirigiéndome a veces alguna pregunta inteligente. Luego volvimos nuestros pasos
en dirección a la villa. Yo me adelantaba con alguna cautela, pues para decir
la verdad no tenía el menor deseo de encontrar a nadie. Llevé a la muchacha a
través de los arbustos que daban la vuelta a la parte posterior de la casa,
hacia el emplazamiento del pequeño cobertizo. Recordaba que, después de
cerrarlo, en la tarde anterior, Bex había dado a guardar la llave al agente de
Policía Marchaud, diciéndole: «Para el caso de que monsieur Giraud la pida
mientras estamos arriba.» Pensé que era muy probable que, después de usarla, el
detective de la Sûreté se la hubiese devuelto a Marchaud. Dejando a la muchacha
entre la maleza, en sitio poco visible, entré en la casa. Marchaud estaba de
guardia, fuera de la puerta del salón. Llegaba del interior un murmullo de
voces.
—¿Desea ver a monsieur
Hautet? —me preguntó—. Está dentro, interrogando de nuevo a Francisca.
—No —le contesté
apresuradamente—. No le necesito; pero me gustaría mucho tener la llave del
cobertizo de ahí fuera, si no va contra el reglamento.
—Desde luego, señor
—dijo, sacándola—. Aquí la tiene. Hay órdenes de monsieur Hautet para que se le
den a usted todas las facilidades. Tenga únicamente la bondad de devolvérmela
cuando haya terminado.
—Naturalmente.
Sentí un estremecimiento
de satisfacción al comprobar que, a lo menos a los ojos de Marchaud, tenía yo
la misma importancia que Poirot. La muchacha me esperaba y lanzó una
exclamación de alegría al ver la llave en mis manos.
—Es decir, ¿que la ha
obtenido?
—Por supuesto —dije con
frialdad—. Comprenda, de todos modos, que estoy cometiendo una grave
irregularidad.
—Se ha portado usted
como un ángel y no lo olvidaré. Vamos allá. Desde la casa no pueden vernos,
¿verdad?
—Espere un momento
—dije, deteniendo su impaciente impulso—. No voy a oponerme si en realidad
quiere entrar allí. Pero ¿quiere entrar? Ha visto la sepultura y el campo de
golf y está informada de todos los detalles del caso. ¿No le basta con esto? Ya
puede comprender que la escena va a resultar horripilante y... algo
desagradable.
Me miró por un momento
con una expresión que no pude entender bien. Luego se echó a reír.
—Vengan los horrores
—dijo—. Vamos allá.
Llegamos a la puerta
del cobertizo en silencio. La abrí y pasé al interior. Me acerque al cadáver y
retiré la sábana con cuidado, como lo había hecho Bex en la tarde anterior. De
los labios de la muchacha se escapó un pequeño sonido entrecortado, y me
volví para mirarla. En su rostro se pintaba ahora el horror, y la alegre
animación anterior se había apagado por completo. No había querido escuchar mi
consejo y ahora recibía el castigo correspondiente. Me sentí singularmente
despiadado con ella. Lentamente, volví el cadáver.
—Ya lo ve
—dije—. Fue acuchillado por la espalda.
Su voz apenas sonaba al
decir:
—¿Con qué?
Con la cabeza le
indiqué el jarro de cristal.
—Con esta daga.
De pronto, la muchacha
se tambaleó y cayó al suelo encogida. Corrí a auxiliarla.
—Le faltan fuerzas.
Vamos fuera de aquí. Esto ha sido demasiado para usted.
—Agua —murmuró—.
Pronto. Agua.
Dejándola, corrí a la
casa. Por fortuna, nadie del servicio andaba por allí, y sin ser observado,
pude procurarme un vaso de agua, a la que añadí unas cuantas gotas de brandy
de un frasco de bolsillo. A los pocos minutos estaba de regreso. La joven
continuaba echada como la había dejado, pero algunos sorbos del agua con brandy
la hicieron revivir de un modo maravilloso.
—Sáqueme de aquí...
¡Oh, pronto, pronto! —exclamó, estremeciéndose.
Sosteniéndola con un
brazo la conduje al aire libre y tiré de la puerta, tras ella. Lanzó entonces
un profundo suspiro.
—Esto es mejor. ¡Oh,
era horrible! ¿Cómo ha podido dejarme entrar allí?
Encontré estas palabras
tan femeninas que no pude evitar una sonrisa. Secretamente, no me desagradaba
su colapso. Esto demostraba que no estaba tan endurecida como yo la había
creído. Después de todo, era poco más que una niña, y su curiosidad había sido,
probablemente, un efecto de pensar poco las cosas.
—Ya sabe que he hecho
lo que he podido para detenerla —le dije con suavidad.
—Así lo supongo. Bien;
adiós.
—Escuche: no puede
usted alejarse de este modo..., enteramente sola. No se encuentra en estado de
hacerlo. Insisto en acompañarla hasta Merlinville.
—¡Oh, no, no! Me
encuentro ahora perfectamente.
—¿Y si volviese a desmayarse?
No; debo acompañarla.
Pero a esto se opuso
ella con la mayor energía. No obstante, al final conseguí que me permitiese
escoltarla hasta las afueras de la población. Volvimos sobre lo andado en
nuestro anterior camino, pasando de nuevo por delante de la tumba y dando un
rodeo hacia la carretera. Llegados a las primeras tiendas, ella se detuvo y me
tendió la mano.
—Adiós, y muchas
gracias por haber venido conmigo.
—¿Está segura de
encontrarse ahora bien?
—Enteramente;
gracias. Espero que no tendrá dificultades por haberme mostrado
todas estas cosas.
En tono ligero rechacé
la idea.
—Bien; adiós.
—Hasta la vista
—repliqué—. Si ahora está aquí, volveremos a vernos.
Me dirigió una sonrisa
brillante.
—Eso es. Hasta la
vista, entonces.
—Espere un momento. No
me ha dado sus señas.
—¡Oh!, me alojo en el
Hotel du Phare. Un establecimiento pequeño, pero muy bien atendido. Venga a
verme mañana.
—Así lo haré —le
contesté con innecesaria vehemencia.
La observé hasta que se
perdió de vista, y regresé a la villa. Recordé entonces que no había vuelto a
cerrar la puerta del cobertizo. Por fortuna, nadie había advertido el descuido.
Di, pues, vuelta a la llave y se la devolví al agente. Cuando lo hacía se me
ocurrió de pronto que aunque la Cenicienta me había dado sus señas, yo
continuaba sin saber su nombre.
CAPÍTULO NUEVE
GIRAUD ENCUENTRA
ALGUNOS INDICIOS
Encontré en el salón a
Hautet, muy ocupado en el interrogatorio de Augusto, el viejo jardinero. Poirot
y el comisario, que se hallaban presentes, me acogieron, respectivamente, con
una sonrisa y una cortés inclinación de cabeza. Sin hacer ruido, fui a
sentarme. El magistrado era inteligente y meticuloso en extremo, pero no
lograba obtener información alguna importante.
Augusto admitió que
eran suyos aquellos guantes de jardinero. Se los ponía cuando tenía que manejar
cierta especie de prímula que resultaba venenosa para algunas personas. No
podía recordar cuándo los había usado la última vez. Ciertamente, no los había
encontrado a faltar. ¿Dónde los guardaba? Unas veces en un sitio y otras veces
en otro. La azada se encontraba, por lo general, en el pequeño cobertizo de las
herramientas. ¿Estaba cerrado? Naturalmente que estaba cerrado. ¿Dónde se
guardaba la llave? Parbleau!, se dejaba en la puerta; eso por supuesto.
No había ningún objeto de valor que robar. ¿Quién hubiera esperado una partida
de bandidos o asesinos? Tales cosas no ocurrían en los tiempos de la señora
vizcondesa.
A una indicación de
Hautet de que había terminado con él, el viejo se retiró refunfuñando hasta el
último momento. Había recordado yo la inexplicable insistencia de Poirot acerca
de las huellas de pisadas en los cuadros del jardín y examinado a Augusto con
gran atención mientras contestaba al interrogatorio. O no tenía nada que ver
con el crimen o era un actor consumado. De repente, cuando iba ya a atravesar
la puerta, se me ocurrió una idea.
—Dispénseme, Hautet
—exclamé—; pero ¿me permitiría que le hiciese una pregunta?
—Desde luego,
caballero.
Así animado, me volví
hacia Augusto.
—¿Dónde guarda usted
sus botas?
—En mis pies —gruñó el
viejo—. ¿Qué más?
—Pero ¿cuando se va a
dormir por la noche?
—Debajo de la cama.
—Pero ¿quién las
limpia?
—Nadie. ¿Por qué habían
de limpiarlas? ¿Acaso me voy por ahí de paseo, como un muchacho? El domingo me
pongo las botas de los domingos, pero fuera de este caso...
Y encogió los hombros.
Moví la cabeza,
desalentado.
—Bien, bien —dijo el
magistrado—; no adelantamos mucho. Sin duda, estaremos detenidos hasta que nos
contesten de Santiago. ¿Ha visto alguien a Giraud? ¡Lo cierto es que no usa
mucha cortesía! Tengo grandes tentaciones de enviar a buscarle y...
—No tendrá que enviar
muy lejos.
Aquella voz tranquila
me sobresaltó. Desde fuera, Giraud estaba mirándonos por la ventana abierta.
De un salto entró en la
habitación y se adelantó hasta la mesa.
—Aquí estoy a su
servicio. Acepte mis excusas por no haberme presentado antes.
—¡Nada de eso..., nada
de eso! —contestó el magistrado, algo confuso.
—Por supuesto, no soy
más que un detective —continuó el otro—. No sé nada de interrogatorios. Si yo
dirigiese uno de ellos me sentiría inclinado a hacerlo sin tener una ventana
abierta. Cualquiera puede desde el otro lado escuchar todo lo que pasa... Pero
no importa.
El rostro de Hautet se
encendió con expresión iracunda. Evidentemente, no iban a ser cordiales las
relaciones entre el juez de instrucción y el detective encargado del caso.
Habían chocado el uno con el otro desde el principio. Quizá hubiera ocurrido lo
mismo en cualquiera otra circunstancia. Para Giraud, todos los jueces de
instrucción estaban locos, y para Hautet, que se lo tomaba así mismo en serio,
las maneras despreocupadas del detective de París no podían dejar de ser
ofensivas.
—Eh bien!, Giraud
—dijo el magistrado con cierta dureza—. ¡Sin duda, ha dado usted un empleo
maravilloso a su tiempo! Tiene usted ya los nombres de los asesinos, ¿verdad? Y
así mismo el lugar exacto en que se encuentran en este momento...
Imperturbable ante
aquella ironía replicó:
—Sé, por lo menos, de
dónde vinieron.
Y sacó del bolsillo dos
pequeños objetos que depositó sobre la mesa. Todos nos apiñamos a su alrededor.
Los objetos eran muy sencillos: la colilla de un cigarrillo y una cerilla no
encendida. El detective giró sobre sí mismo, poniéndose de cara a Poirot.
—¿Qué ve usted aquí?
—preguntó.
Su tono tenía algo de
brutal, y me encendió las mejillas. No obstante, Poirot permaneció impasible, y
encogió los hombros.
—Un cigarrillo y una
cerilla.
—¿Y qué le dice esto a
usted?
Poirot extendió las
manos.
—No me dice... nada.
—¡Ah! —exclamó Giraud
con acento de satisfacción—. No ha estudiado usted estas cosas. No se trata de
una cerilla ordinaria..., por lo menos en este país. Es una cerilla bastante
corriente en América del Sur. Por fortuna no ha sido encendida. En otro caso,
podríamos no haberla reconocido. Evidentemente, uno de los hombres tiró su
cigarrillo y encendió otro, habiéndosele escapado una cerilla de la caja al
hacerlo.
—¿Y la otra cerilla?
—preguntó Poirot.
—¿Qué cerilla?
—La que encendió para
el otro cigarrillo. ¿La ha encontrado también?
—No.
—Quizá no ha buscado
usted muy a fondo.
—¿Que no he buscado a fondo?...
—por un momento pareció como si el detective fuese a estallar, pero con un
esfuerzo se dominó—. Veo que le gusta a usted bromear, Poirot. Pero, en todo
caso, con cerilla o sin ella, la colilla del cigarrillo basta. Es un cigarrillo
sudamericano con papel pectoral de regaliz.
Poirot se inclinó. El
comisario tomó la palabra:
—El cigarrillo y la
cerilla pueden haber pertenecido a Renauld. Recuerde que no hace más de dos
años que volvió de América del Sur.
—No —replicó el otro
con acento confiado—. He registrado ya los enseres de Renauld. Los cigarrillos
que fumaba y las cerillas que usaba eran enteramente distintos.
—¿No encuentra usted
extraño que estos desconocidos viniesen sin un arma, guantes ni azada y que
encontrasen todas estas cosas tan oportunamente? —preguntó Hércules Poirot.
—Sin duda, es extraño
—contestó Giraud, después de sonreír con expresión de superioridad—. Realmente,
sin la hipótesis que yo sostengo, sería inexplicable para todos nosotros.
—¡Ahá! —dijo Hautet—.
¡Un cómplice dentro de casa!
—O fuera de ella
—añadió Giraud con una sonrisa peculiar.
—Pero alguien debió de
abrirles la puerta. No podemos admitir que, por un golpe de suerte sin igual,
la encontrasen entreabierta para darles paso.
—La puerta fue abierta
para darles paso; pero también podía abrirse desde fuera por alguien que
tuviese una llave.
—Pero ¿quién tenía una
llave?
Giraud encogió los
hombros.
—En cuanto a esto,
nadie que la posea va a admitirlo si lo puede evitar. Pero varias personas podían
haberla tenido. Por ejemplo, el hijo, Jack Renauld. Es cierto que está
camino de América del Sur, pero podía haberla perdido o podían habérsela
robado. Hay también el jardinero..., que vive aquí desde hace muchos años. Una
de las sirvientas jóvenes puede tener un novio. Es fácil tomar la impresión de
una llave y hacer otra igual. Hay muchas posibilidades. Hay, además, otra
persona que me parece tener grandes probabilidades de poseerla.
—¿Quien?
—Madame Daubreuil
—contestó el detective.
—iEh, eh! —saltó el
magistrado—. Estaba usted informado de esto, ¿verdad?
—Yo estoy informado de
todo —contestó Giraud, imperturbable.
—Hay una cosa de la que
podría jurar que no está informado —dijo Hautet, encantado de poder hacer gala
de un conocimiento superior, y sin más ceremonia detalló la historia de la
misteriosa visitante de la noche anterior. Mencionó también el cheque extendido
a nombre de «Duveen», y entregó, por último, la carta firmada «Bella».
—Todo muy interesante.
Pero esto no afecta a mi hipótesis.
—¿Y su hipótesis es...?
—De momento prefiero no
exponerla. Recuerde que no he hecho más que comenzar mis investigaciones.
—Explíqueme una cosa,
Giraud —pidió Poirot de repente—. Su hipótesis admite que la puerta fuese
hallada abierta. No justifica el hecho de que fuese dejada abierta. ¿No hubiera
sido natural que la cerrasen al marcharse? Si un agente de Policía hubiese
acertado a pasar por allí, como se hace a veces para ver si todo anda bien,
hubieran podido ser descubiertos y acaso detenidos inmediatamente.
—¡Bah! Se olvidaron de
cerrarla. Fue un error, y lo reconozco.
Entonces, con sorpresa
por mi parte, Poirot pronunció casi las mismas palabras que le había dirigido a
Bex en la tarde anterior:
—No estoy de acuerdo
con usted. La puerta fue dejada abierta deliberadamente o por necesidad, y
cualquier hipótesis que no admita este hecho está destinada a resultar falsa.
Todos miramos al
hombrecillo llenos de asombro. La confesión de ignorancia que se le había
sacado a propósito del cigarrillo y de la cerilla parecía adecuada para
humillarle; pero allí estaba, tan satisfecho de sí mismo como siempre,
enseñando su oficio a Giraud sin un temblor.
El detective se
retorció el bigote, mirando a mi amigo con expresión zumbona.
—No está de acuerdo
conmigo, ¿verdad? Bueno. ¿Qué le llama particularmente la atención en este
caso? Déjenos saber su opinión.
—Una cosa me parece
significativa. Dígame, Giraud: ¿no le ha sorprendido en este caso algo que le
pareciese familiar? ¿No le recuerda nada?
—¿Familiar? ¿Que me
recuerde algo? No puedo decirlo de repente. Aunque me parece que no.
—Se equivoca —dijo
Poirot tranquilamente—. Se había cometido ya un crimen enteramente parecido.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—iAh!, esto, por
desgracia, no puedo recordarlo de momento; pero lo recordaré. Había esperado que
usted pudiera ayudarme.
Giraud dejó oír un
resoplido de incredulidad.
—Ha habido muchos casos
de hombres enmascarados. No puedo recordar los detalles de todos ellos. Todos
los crímenes se parecen, más o menos, unos a otros.
—Existe lo que puede
llamarse el toque individual —y adoptando de pronto su actitud de
conferenciante, Poirot se dirigió a nosotros colectivamente—. Estoy ahora
hablándoles a ustedes de la psicología del crimen. Giraud sabe perfectamente
que cada criminal tiene su método particular, y que cuando está llamado a
investigar, por ejemplo, un caso de robo con escalo, puede la Policía muchas
veces figurarse quién es el autor, sencillamente por los métodos que ha usado.
(Japp le diría a usted lo mismo, Hastings.) El hombre es un animal sin originalidad.
Sin originalidad dentro de la ley de su respetable vida diaria, y sin
originalidad fuera de la ley. Si un hombre comete un crimen, cualquier otro
crimen que cometa será muy parecido al primero. El asesino inglés que se
deshacía de sus sucesivas esposas ahogándolas en sus baños es un ejemplo
adecuado. Si hubiese variado sus métodos no habría sido descubierto aún. Pero
obedeció a las reglas ordinarias de la naturaleza humana, pensando que lo que
le había salido bien una vez le saldría bien otras, y hubo de pagar la pena de
su falta de originalidad.
—¿Y la moraleja de todo
esto? —preguntó Giraud en son de mofa.
—Que cuando tiene usted
dos crímenes enteramente semejantes en cuanto al plan y en cuanto a la
ejecución, encuentra el mismo cerebro tras las dos. Estoy buscando este
cerebro, Giraud, y lo encontraré. Tenemos aquí una verdadera pista..., una
pista psicológica. Usted puede estar muy ilustrado en cuanto a cigarrillos y
cerillas, Giraud; pero yo, Hércules Poirot, conozco el entendimiento humano.
Giraud se quedó
singularmente impasible.
—Para su gobierno
—continuó Poirot— le llamaré la atención sobre un hecho del que puede no estar
informado: al día siguiente al de la tragedia, el reloj de pulsera de madame
Renauld había adelantado dos horas.
Giraud abrió mucho los
ojos.
—¿Acostumbraba
adelantarse este reloj?
—En realidad, así me lo
dicen.
—Entonces, no hay
dificultad.
—Como quiera que sea,
dos horas son mucho tiempo —observó Poirot con suavidad—. Hay, además, el
detalle de las huellas de pisadas en el arriate del jardín.
Diciendo esto, indicó
con la cabeza la ventana abierta. Giraud la alcanzó en dos zancadas y miró
hacia fuera.
—No veo esas huellas.
—No —asintió Poirot
enderezando un montón de libros sobre la mesa—. No las hay.
Por un momento, una ira
homicida oscureció el rostro de Giraud, que dio dos largos pasos en la
dirección del hombrecillo que le atormentaba; pero en aquel instante fue
abierta la puerta del salón y Marchaud anunció:
—El secretario, monsieur
Stonor, acaba de llegar de Inglaterra. ¿Puede pasar?
CAPÍTULO DIEZ
GABRIEL STONOR
El hombre que entró en
la habitación ofrecía una figura impresionante. Muy alto, atlético y bien
proporcionado y con el rostro y cuello bronceados, dominaba a las personas allí
reunidas. A su lado, el mismo Giraud parecía anémico. Cuando le reconocí mejor,
me di cuenta de que Gabriel Stonor tenía una personalidad desusada. Era inglés
de nacimiento, y había recorrido todo el mundo. Había cazado fieras en África y
viajado por Corea; había tenido un rancho en California y comerciado en las
islas de los mares del Sur.
Su mirada inefable se
fijó en Hautet.
—¿El señor juez de
instrucción encargado del caso? Tengo mucho gusto en verle. Es éste un asunto
terrible. ¿Cómo está madame Renauld? ¿Lo resiste bien? Esta desgracia habrá
causado una horrible impresión.
—Terrible, terrible
—accedió Hautet—. Permítame que le presente a monsieur Bex, nuestro comisario
de Policía, y a monsieur Giraud, de la Sûreté. Este caballero es monsieur
Hércules Poirot. Monsieur Renauld le envió a buscar, pero llegó demasiado tarde
para poder hacer algo que evitase la tragedia. Un amigo de monsieur Poirot: el
capitán Hastings.
Stonor miró a
Poirot con algún interés.
—¿Le envió a buscar?
—Entonces, ¿no sabía
usted que monsieur Renauld pensaba en llamar a un detective? —preguntó Bex,
interviniendo.
—No, no lo sabía. Pero
no me sorprende poco ni mucho.
—¿Por qué?
—Porque el pobre señor
estaba azarado. No sé de qué se trataba. No me había hecho ninguna confidencia.
No estábamos en estos términos. Pero azarado sí lo estaba..., y de mala manera.
—¡Hum!... —dijo
Hautet—. Pero ¿no tiene usted idea de la causa?
—Así acabo de decirlo,
señor.
—Excúseme, monsieur
Stonor, pero debemos comenzar con algunas formalidades. ¿Se llama usted?
—Gabriel Stonor.
—¿Cuánto tiempo hacía
que era usted secretario de monsieur Renauld?
—Unos dos años. Desde
que regresó de América del Sur. Le conocí por mediación de un amigo común, y él
me ofreció el cargo. Y era un amo extraordinariamente bueno.
—¿Hablaba mucho con
usted sobre su vida en América del Sur?
—Sí; bastante.
—¿Sabe si estuvo alguna
vez en Santiago de Chile?
—Varias veces, por lo
que creo.
—¿No mencionaba nunca
algún incidente especial ocurrido allí?... ¿Algo que hubiera podido provocar
alguna venganza contra él?
—Nunca.
—¿Habló de algún
secreto que hubiera conocido mientras estaba allí?
—No, que yo recuerde.
Pero con todo esto, lo cierto es que había algún misterio en su vida. Por
ejemplo, nunca le oí hablar de su infancia ni de ningún incidente anterior a su
llegada a América del Sur. Creo que era francés, canadiense de nacimiento, pero
nunca aludía a su vida en el Canadá. Sabía cerrarse como una almeja, si esto le
convenía.
—Es decir, que dentro
de lo que usted sabe, no tenía enemigos, y no puede darnos el rastro de ningún
secreto por cuya posesión hubiera podido ser asesinado...
—Así es.
—Monsieur Stonor, ¿ha
oído usted alguna vez el nombre de Duveen en relación con monsieur Renauld?
—Duveen, Duveen...
—pronunció, intentado despertar sus recuerdos—. No creo haberlo oído y, sin
embargo, me parece conocerlo.
—¿Conoce usted a una
dama, una amiga de monsieur Renauld, cuyo nombre de pila es Bella?
De nuevo movió la
cabeza Stonor.
—¿Bella Duveen? ¿Es
éste el nombre completo? Es curioso. Estoy seguro de conocerlo. Pero de momento
no puedo recordar con qué se relaciona.
El magistrado tosió.
—Usted comprende,
monsieur Stonor, que el caso es éste: no debe haber reservas. Podría usted
quizá por un sentimiento de consideración a madame Renauld (a la que, según
tengo entendido, profesa usted gran estimación y afecto, ¡y en realidad lo
merece!) —y Hautet, ligeramente embrollado en su frase, repitió—: No debe haber
reservas, en absoluto.
Stonor le miró y
apareció en sus ojos un destello de comprensión.
—No le entiendo bien
—dijo con tono amable—. ¿Qué tiene que ver con esto madame Renauld? Tengo un
inmenso respeto y afecto por esta dama; es un carácter verdaderamente admirable
y poco frecuente, pero no acierto a ver cómo pudiera afectarla mi reserva o mi
falta de reserva...
—¿Y si esta Bella
Duveen resultase haber sido algo más que una amiga para su esposo?
—¡Ah! —saltó Stonor—.
Ahora sí le entiendo. Pero apuesto lo que usted quiera a que está equivocado.
El buen señor jamás miraba unas enaguas. Adoraba, sencillamente, a su propia
esposa. Eran la pareja más unida que he conocido.
Hautet movió la cabeza
con suavidad.
—Monsieur Stonor,
tenemos una prueba definitiva..., una carta amorosa escrita por esta Bella a
monsieur Renauld acusándole de haberse cansado de ella. Además, tenemos otras
pruebas de que en la fecha de su muerte sostenía una intriga con una francesa,
una tal madame Daubreuil, que tiene arrendada la villa inmediata. Los párpados
del secretario se contrajeron.
—Espere, señor juez.
Están ustedes ladrando a la luna. Yo conocía bien a Pablo Renauld. Lo que acaba
usted de decir es radicalmente imposible. Hay alguna otra explicación.
El magistrado encogió
los hombros.
—¿Qué otra explicación
puede haber?
—¿Qué le hace a usted
pensar que se trata de una intriga amorosa?
—Madame Daubreuil tenía
la costumbre de visitarle aquí por las noches. Por otra parte, desde que
monsieur Renauld vino a la Villa Geneviéve, madame Daubreuil ha ingresado en el
Banco cantidades importantes en billetes. El importe total alcanza a cuatro mil
libras de su moneda inglesa.
—Me figuro que esto es
verdad —dijo tranquilamente—. Yo le he transmitido estas sumas en billetes por
orden suya. Pero esto no era una intriga.
—¿Qué otra cosa podría
ser?
—¡Un chantaje!
—-declaró Stonor con energía, dando un manotazo sobre la mesa—. Eso era y no
otra cosa.
—¡Ah! —exclamó el
magistrado, impresionado a su pesar.
—Un chantaje —repitió
Stonor—. Estaban sangrando al pobre señor..., y a grandes dosis. Cuatro mil
libras en un par de meses. ¡Canastos! Le he dicho hace un momento que había
algún misterio en la vida de Renauld. Evidentemente, esta madame Daubreuil lo
conocía bastante para apretar el tornillo.
—Es posible —exclamó el
comisario, excitado—. Decididamente, es posible.
—¿Posible? —gritó
Stonor—. Es seguro. Dígame: ¿han preguntado a madame Renauld acerca de esa
aventurilla amorosa de que me hablan?
—No, señor. No
queríamos ocasionarle ninguna angustia que razonablemente pudiera evitársele.
—¿Angustia? Pero si se
reiría de ustedes... Les digo que ella y Renauld eran la pareja modelo entre
cien.
—¡Ah! Esto me recuerda
otra cuestión —dijo Hautet—. ¿Le había confiado a usted algo Renauld acerca de
las disposiciones tomadas en su testamento?
—Lo conozco bien... Me
encargó que se lo llevara a los abogados cuando lo tuvo redactado. Puedo darles
los nombres de estos señores, si quieren verlo. Lo tenían allí. Muy sencillo:
la mitad de los bienes, a su esposa, en fideicomiso; la otra mitad, a su hijo.
Algunos legados. Me parece que a mí me dejaba mil libras.
—¿En qué fecha se hizo
este testamento?
—¡Oh!, hace cosa de año
y medio.
—¿Le sorprendería a
usted mucho, monsieur Stonor, saber que Renauld hizo otro testamento dentro de
la pasada quincena?
Era evidente que la
noticia sorprendió al secretario.
—No tenía idea de esto.
¿En qué forma?
—Su esposa queda
heredera libre de toda su vasta fortuna. No hace mención de su hijo.
Stonor dejó oír un
largo silbido.
—Esto me parece algo
duro para el muchacho. Su madre le adora, por supuesto; pero, ante el mundo,
hace el efecto de falta de confianza por parte de su padre. Resultará
humillante para el chico. No obstante, todo ello viene a demostrar lo que les
he dicho a ustedes: que Renauld y su esposa vivían en perfecta unión.
—En efecto, en efecto
—dijo Hautet—. Es posible que tengamos que revisar nuestras ideas en varios
puntos. Ya hemos cablegrafiado a Santiago de Chile y esperamos la contestación
de un momento a otro. Es muy probable que todo quede entonces perfectamente
aclarado. Por otra parte, si su indicación de chantaje es acertada, madame
Daubreuil debe de hallarse en situación de darnos información importante.
Poirot intervino
entonces para hacer una observación.
—Monsieur Stonor,
¿hacía tiempo que el chófer inglés, Masters, estaba al servicio de monsieur
Renauld?
—Más de un año.
—¿Tiene usted idea de
que hubiera estado alguna vez en América del Sur?
—Estoy enteramente seguro
de que no. Antes de servir a Renauld estuvo algunos años en Gloucestershire con
varias personas a las que conozco.
—¿Podría usted, en
realidad, responder de que está por encima de toda sospecha?
—Absolutamente
Poirot pareció algo
desanimado.
El magistrado, entre
tanto, había llamado a Marchaud.
—Con mis saludos a
madame Renauld, dígale que desearía hablar con ella unos minutos. Ruéguele que
no se moleste. Yo iré a verla arriba.
Marchaud saludó y
desapareció.
Esperamos por espacio
de algunos minutos y, con sorpresa de nuestra parte, abrióse la puerta y entró
en la habitación madame Renauld, vestida de luto y mortalmente pálida.
Hautet adelantó una
silla, formulando enérgicas protestas, y ella le dio las gracias con una
sonrisa. Stonor sostenía una de las manos de ella con elocuente expresión de
simpatía. Era claro que le faltaban las palabras. Madame Renauld se volvió
hacia Hautet.
—¿Deseaba usted
preguntarme alguna cosa?
—Con su permiso,
señora. Tengo entendido que su esposo era francés canadiense de nacimiento.
¿Puede decirme algo de su juventud y educación?
Ella movió la cabeza.
—Mi esposo fue siempre
muy reticente en lo que se refería a sí mismo, señor. Sé que vino del Noroeste,
pero me figuro que su infancia fue desgraciada, pues nunca le gustaba hablar de
esa época. Hemos vivido nuestra vida enteramente en el presente y en el futuro.
—¿Había algún misterio
en su vida pasada?
Madame Renauld sonrió
un poco y movió la cabeza.
—Nada que fuese tan
romántico, señor juez.
Hautet sonrió también.
—Cierto; no debemos
consentir en ponernos melodramáticos. Hay otra cosa... —y vaciló.
Stonor intervino
entonces impetuosamente:
—Se han metido en la
cabeza una idea extraordinaria, madame Renauld. Imaginan ahora que monsieur
Renauld sostenía unos galanteos con madame Daubreuil, que, según parece, vive
en la puerta inmediata.
Encendiéronse las
mejillas de madame Renauld, que levantó la cabeza, y se mordió luego el labio,
con el rostro tembloroso. Lleno de asombro, Stonor se quedó mirándola, pero Bex
se inclinó hacia adelante y dijo con tono suave:
—Sentimos causarle
pena, señora, pero ¿tiene usted alguna razón para creer que madame Daubreuil
era la amiga de su esposo?
Con un sollozo de
angustia, madame Renauld se cubrió la cara con las manos. Sus hombros se agitaron
convulsivamente. Por fin, levantó la cabeza y dijo con voz entrecortada:
—Puede haberlo sido.
Nunca, en toda mi vida,
he visto nada parecido a la estupefacción que se pintó en el rostro de Stonor.
El secretario se quedó enteramente desconcertado.
CAPÍTULO ONCE
JACK RENAULD
Me sería imposible
decir qué curso hubiera tomado la conversación, pues en aquel momento se abrió
la puerta con violencia y se precipitó en la habitación un hombre joven.
Por un breve instante
tuve la sensación pavorosa de que había vuelto a la vida el muerto. Luego me di
cuenta de que en su oscura cabeza no había ningún reflejo gris, y que, en
realidad, no era más que un muchacho el que con tan poca ceremonia se había
reunido con nosotros. Este muchacho se dirigió a madame Renauld tan
impetuosamente que no prestó atención a la presencia de las otras personas.
—¡Madre!
—¡Jack! —y con un
grito, ella le estrechó en sus brazos—. ¡Hijo querido! Pero ¿qué te trae aquí?
¿No debías salir de Cherburgo, en el Anzora, hace dos días? —luego,
recordando de pronto la presencia de los demás, se volvió con cierta dignidad—:
Mi hijo, señores.
—¡Ahá! —exclamó Hautet,
correspondiendo a la reverencia del joven—. ¿Es decir, que no partió usted en
el Anzora...
—No, señor. Ya iba a explicarlo:
el Anzora retrasó su salida veinticuatro horas a causa de una avería de
la máquina. Yo iba a salir anoche, en lugar de anteanoche; pero habiendo
comprado un diario de la tarde, encontré en él el relato de..., de la horrible
tragedia que hemos tenido... —y su voz se quebró, mientras acudían las lágrimas
a sus ojos—. ¡Pobre padre mío!... ¡Pobre, pobre padre mío!
Mirándole como una
persona que sueña, madame Renauld repitió:
—Es decir, que no
partiste... —y con un gesto de fatiga infinita murmuró como para sí misma—:
Después de todo, esto no tiene importancia... ahora.
—Siéntese, monsieur
Renauld, se lo ruego —dijo Hautet, indicando una silla—. Le doy la seguridad de
mi profunda simpatía. Debe usted de haber sufrido una impresión terrible al
conocer la noticia de este modo. Sin embargo, ha sido mucha suerte que no
pudiera partir. Tengo la esperanza de que podrá darnos la información que
necesitamos para aclarar este misterio.
—Estoy a su
disposición. Hágame las preguntas que desee.
—Para empezar, tengo entendido
que este viaje lo emprendió usted por voluntad de su padre...
—Exactamente, señor.
Recibí un telegrama en el que me ordenaba continuar sin demora hasta Buenos
Aires y desde allí, por los Andes, a Valparaíso y a Santiago.
—¡Ah! ¿Y el objeto de
este viaje?
—No tengo idea.
—¡Cómo!
—No. Vea el telegrama.
El magistrado lo tomó y
leyó en voz alta:
«Continúa
inmediatamente Cherburgo embarca Anzora zarpa Buenos Aires. Último
destino Santiago. Te esperan nuevas instrucciones Buenos Aires. No fracases.
Asunto de la mayor importancia. Renauld»
—¿Y no había habido
correspondencia anterior sobre el asunto?
Jack Renauld movió la
cabeza.
—No tengo más indicio
que éste. Sabía, por supuesto, que habiendo vivido allí tanto tiempo, mi padre
tenía necesariamente muchos intereses en América del Sur. Pero nunca había
hablado de enviarme a mí a aquel país.
—¿Usted habrá pasado,
como es natural, mucho tiempo en América del Sur, monsieur Renauld?
—Estuve allí en mi
infancia. Pero me eduqué y pasé la mayor parte de mis vacaciones en Inglaterra,
de suerte que, en realidad, conozco de América del Sur mucho menos de lo que
podría suponerse. Ya lo ven ustedes, cuando empezó la guerra tenía yo
diecisiete años.
—Sirvió en la Aviación
inglesa, ¿verdad?
—Sí, señor.
Hautet hizo un signo
afirmativo y continuó su interrogatorio, ahora conforme a los datos bien
conocidos. Contestándolo, Jack Renauld manifestó claramente que no sabía nada
de ninguna enemistad que su padre hubiera podido contraer en Santiago ni en
ningún otro lugar de aquel continente; que no había advertido últimamente
cambio alguno en la manera de conducirse de su padre, ni le había oído nunca
referirse a ningún secreto. La misión a América del Sur le había considerado
como relacionada con intereses de negocios.
Habiéndose detenido un
momento Hautet, intervino la voz tranquila de Giraud:
—Desearía hacer algunas
preguntas por mi cuenta, señor juez.
—No hay inconveniente,
Giraud, si así lo desea —dijo el magistrado fríamente.
Giraud acercó un poco
su silla a la mesa.
—¿Estaba usted en
buenos términos con su padre, monsieur Renauld?
—Ciertamente, estaba en
buenos términos —contestó el muchacho con altanería.
—¿Afirma esto
positivamente?
—Sí.
—Sin pequeñas disputas,
¿verdad?
Jack encogió los
hombros.
—Todo el mundo puede
tener una diferencia de opinión de cuando en cuando.
—Es claro, es claro.
Pero si alguien asegurase que en la víspera de su partida para París tuvo usted
una disputa violenta con su padre, ¿mentiría?
No pude menos de
admirar la habilidad de Giraud. Su jactancia al decir que estaba informado de
todo no había sido vana. Era claro que aquella pregunta había desconcertado a
Jack Renauld.
—Tuvimos..., tuvimos
una disputa —admitió.
—¡Ah! ¡Una disputa! Y
en el curso de esta disputa, ¿no pronunció usted la frase: «Cuando estés muerto
podré hacer lo que quiera»?
—Pude haberla
pronunciado —murmuró Jack—. No lo sé en realidad.
—Contestando a la cual,
¿no dijo su padre: «Pero no estoy muerto todavía», a lo que usted replicó:
«¡Ojalá lo estuvieras!»?
El muchacho no
contestó. Sus manos jugaban nerviosamente con los objetos colocados sobre la
mesa que tenía enfrente.
—Debo pedir una
contestación. Hágame el favor, monsieur Renauld —dijo Giraud con dureza.
Con iracunda
exclamación, el muchacho echó fuera de la mesa un pesado cortapapeles.
—¿Qué importa eso? Es
igual que lo sepa usted. Sí, tuve una disputa con mi padre. Y me atrevo a
afirmar que dije todas estas cosas... ¡Estaba tan irritado que no puedo ni
recordar lo que dije! ¡Estaba furioso!... ¡Hubiera casi podido matarle en aquel
momento! ¡Tal como lo digo! ¡Piense ahora lo que quiera! —y se recostó en la
silla encendido y provocativo.
Giraud sonrió; luego,
retirando un poco la silla, dijo:
—Nada más. Sin duda,
preferirá usted continuar el interrogatorio, Hautet.
—¡Ah, sí, exactamente!
—dijo Hautet—. ¿Y cuál era el motivo de su disputa?
—Esto me abstendré de
declararlo.
Hautet se enderezó en
su asiento.
—Monsieur Renauld —dijo
con voz resonante—, ¡no está permitido jugar con la ley! ¿Cuál fue el motivo de
la disputa?
Jack Renauld permaneció
callado, con su rostro juvenil malhumorado y sombrío. Pero habló otra voz,
imperturbable y tranquila, la voz de Hércules Poirot:
—Yo le informaré si lo
desea, señor juez.
—¿Usted lo sabe?
—Ciertamente, lo sé. El
motivo de la disputa fue mademoiselle Marta Daubreuil.
Jack se volvió
bruscamente, sobresaltado. El magistrado se inclinó hacia adelante.
—¿Es esto, monsieur
Renauld?
El joven afirmó con la
cabeza.
—Sí. Amo a mademoiselle
Daubreuil y deseo casarme con ella. Tan pronto como le informé de esto, mi
padre se puso furioso. Naturalmente, no pude soportar los insultos contra la
muchacha a la que quiero, y también perdí la serenidad.
Hautet se volvió hacia
madame Renauld.
—¿Conocía usted este...
afecto, señora?
—Lo temía —contestó
ella sencillamente.
—¡Madre! —exclamó el
muchacho—. ¿Tú también? Marta es tan buena como hermosa. ¿Qué puedes tener
contra ella?
—No tengo nada contra
mademoiselle Daubreuil por ningún concepto. Pero hubiera preferido que te
casaras con una inglesa, y si era francesa, con otra ¡que no tuviera una madre
de antecedentes tan dudosos!
Y el rencor contra
aquella madre se manifestó claramente en su voz; y esto me hizo comprender que
debió de ser un trago muy amargo para ella el descubrimiento de las
inclinaciones amorosas de su hijo hacia la hija de su rival.
Madame Renauld
continuó, dirigiéndose al magistrado:
—Quizá hubiera debido
hablar de ello a mi esposo, pero esperé que se tratase de una simple galantería
entre un joven y una muchacha, que quedaría olvidada, a lo mejor, no
concediéndole importancia. Ahora me acuso de mi silencio; pero como se lo he
dicho a ustedes, parecía mi esposo tan intranquilo y preocupado que quise, ante
todo, evitarle nuevas inquietudes.
Hautet hizo una seña
afirmativa. En seguida, continuó:
—Cuando informó usted a
su padre de sus intenciones acerca de mademoiselle Daubreuil, ¿se mostró
sorprendido?
—Pareció quedar
desconcertado. En seguida me ordenó que me quitase semejante idea de la cabeza.
Dijo que nunca daría su consentimiento para este enlace. Irritado, le pregunté
qué tenía contra mademoiselle Daubreuil. A esto no podía dar una contestación
satisfactoria, pero habló en términos desdeñosos del misterio que rodeaba a las
vidas de la madre y de la hija. Le repliqué que yo me casaría con Marta y no
con sus antecedentes, pero me hizo callar gritándome que se negaba a discutir
más el asunto en ninguna forma. Había que darlo por terminado. La injusticia y
la arbitrariedad de todo aquello me enloquecieron..., y más aún considerando
que él, por su parte, había parecido siempre desvivirse por ser atento con las
Daubreuil y hasta propuso que se las invitase a visitar nuestra casa. Perdí la
cabeza y tuvimos una seria disputa. Mi padre me recordó que para todo dependía
de él, y creo que fue aquí cuando le hice la observación de que, después de su
muerte, haría todo lo que me pareciese bien...
Poirot le interrumpió
con una rápida pregunta:
—¿Sabía usted entonces
lo que su padre disponía en su testamento?
—Sabía que me dejaba a
mí la mitad de su fortuna, y la otra mitad a mi madre, en fideicomiso, para que
la recibiese yo cuando ella muriese.
—Continúe su relato
—dijo el magistrado.
—Después de esto nos
gritamos el uno al otro, furiosos, hasta que me di cuenta de pronto de que
estaba en peligro de perder el tren de París. Hube de correr a la estación,
rabioso todavía. No obstante, una vez lejos de aquí, fui calmándome. Escribí a
Marta, contándole lo que había ocurrido, y su contestación acabó de serenarme.
Me indicaba en ella que nos bastaría mantenernos firmes y que así toda
oposición tendría que ceder al fin. Nuestro mutuo afecto tenía que ser puesto a
prueba, y, cuando viesen que no era una ligera ilusión por mi parte, sin duda
se mostrarían más benignos con nosotros. Por supuesto, a ella no le había
comunicado cuál era la objeción principal de mi padre a nuestra unión. Pronto
comprendí que no favorecería mi causa haciendo uso de la violencia.
—Para pasar a otro
asunto: ¿conoce usted el apellido Duveen, monsieur Renauld?
—¿Duveen? —dijo Jack—.
¿Duveen? —e inclinándose hacia delante recogió lentamente el cortapapeles que
antes había echado fuera de la mesa. Al levantar la cabeza tropezaron sus ojos
con la mirada observadora de Giraud—. ¿Duveen? No; no puedo decir que lo
conozca.
—¿Quiere leer esta
carta, monsieur Renauld, y decirme si tiene idea de quién fue la persona que se
la dirigió a su padre?
Jack Renauld tomó la
carta y la leyó del principio al fin, subiendo entre tanto el color de su
rostro.
—¿Que se la dirigió a
mi padre?
Y eran evidentes la
emoción e indignación de su tono.
—Sí. La encontramos en
el bolsillo de su gabán.
—¿Sabe...? —y vaciló,
moviendo los ojos en la dirección de su madre por una fracción de segundo.
El magistrado
comprendió.
—Hasta ahora, no.
¿Puede usted darnos algún indicio de la persona que la escribió?
—No tengo la menor
idea.
Hautet suspiró.
—Un caso muy
misterioso. ¡Ah!, bien: supongo que podemos prescindir ya de la carta por
ahora. A ver... ¿Dónde estábamos? ¡Oh!, el arma. Me temo que esto vaya a
causarle pena, monsieur Renauld. Tengo entendido que era un presente de usted a
su madre. Muy triste..., muy desconsolador...
Jack Renauld se inclinó
hacia delante. Su rostro, que se había encendido durante la lectura de la
carta, estaba ahora mortalmente pálido.
—¿Quiere usted decir
que mi padre fue..., fue muerto con un cortapapeles hecho de cable de
aeroplano? Pero ¡esto es imposible! ¡Un objeto tan pequeño!...
—¡Ay, monsieur Renauld,
es muy cierto, por desgracia! Me temo que es un pequeño instrumento ideal.
Afilado y fácil de manejar.
—¿Dónde está? ¿Puedo
verlo? ¿Está aún en el.., en el cuerpo?
—¡Oh!, no. Ha sido
retirado. ¿Desea verlo? ¿Para asegurarse? Quizá sería conveniente, aunque la
señora lo ha identificado ya. Sin embargo... Bex, ¿puedo molestarle?
—Desde luego. Voy a
recogerlo.
—¿No sería mejor
acompañar a monsieur Renauld al cobertizo? —propuso Giraud con voz suave—. ¿Sin
duda deseará ver los restos de su padre?
El muchacho se
estremeció e hizo un gesto negativo, y el magistrado, siempre dispuesto a
contrariar a Giraud en cuantas ocasiones se ofreciesen, contestó:
—No...; no, en este
momento. Bex tendrá la amabilidad de traernos la daga aquí.
El comisario salió de
la habitación. Stonor vino al lado de Jack y le estrechó la mano con fuerza.
Poirot se había levantado y se ocupaba de enderezar un par de candeleros que
sus ojos expertos le hacían ver en posición ligeramente torcida. El magistrado
estaba releyendo la carta amorosa, aferrándose a su primera hipótesis de
celos y una cuchillada en la espalda.
De pronto se abrió la
puerta con violencia y se precipitó el comisario en la habitación.
—¡Señor juez! ¡Señor
juez!
—¡Cómo! ¿Qué pasa?
—¡La daga! ¡No está
allí!
—¿Que..., que no está
allí?
—No, señor. ¡Ha
desaparecido! El jarro de cristal que la contenía está vacío.
—¿Qué dice?
—exclamé yo ahora—. Imposible. Pero si esta misma mañana he visto... —y las
palabras se apagaron en mi garganta.
Pero ya me había
convertido en objeto de la atención general.
—¿Qué decía usted?
—exclamó el comisario—. ¿Esta mañana...?
—La he visto allí esta
mañana —señalé lentamente—; hace cosa de hora y media, para precisar más.
—¿Ha ido usted al
cobertizo entonces? ¿Cómo ha obtenido la llave?
—Se la he pedido al
guardia.
—¿Y ha ido allí? ¿Por
qué?
Vacilé, pero decidí al
fin que lo único que podía hacer era revelarlo todo.
—Hautet —dije—, he
cometido una falta grave por la que debo suplicar su indulgencia.
—Continúe usted.
—El caso es —dije,
deseando encontrarme en cualquier parte menos donde me encontraba— que he visto
a una señorita conocida mía. Esta señorita ha dado muestras de un gran deseo de
ver cuanto pudiera verse, y yo...; bien, en una palabra: he cogido la llave
para mostrarle el cadáver.
—¡Ah! —exclamó el
magistrado con indignación—. Efectivamente es una falta grave la que ha
cometido usted, capitán Hastings. Esto es extremadamente irregular. No debiera
usted haberse permitido esta locura.
—Lo sé —contesté mansamente—.
No puede usted usar palabras demasiado severas, señor juez.
—¿Usted no había
invitado a esta dama a venir aquí?
—No, ciertamente.
Nuestro encuentro ha sido puramente accidental. Es una joven inglesa que está
accidentalmente en Merlinville, aunque yo lo ignoraba, hasta mi inesperado
encuentro con ella.
—Bueno, bueno —cortó el
magistrado, ablandándose—. Esto era muy irregular, pero la dama es joven y
guapa, sin duda. ¡Qué hermosa es la juventud! —y lanzó un suspiro sentimental.
Pero el comisario,
menos romántico y más práctico, tomó el hilo de la historia.
—¿Y no ha cerrado usted
la puerta con llave al retirarse?
—De esto se trata,
precisamente —contesté despacio—; de esto es de lo que me acuso con más
severidad. Mi amiga se trastornó ante aquel cuadro y casi se desmayó. Fui,
pues, a buscar brandy y un vaso de agua, e insistí en acompañarla hasta la
población. En medio de mi excitación, me olvidé de volver a cerrar la puerta,
hasta que estuve de regreso en la villa.
—Es decir, que a lo
menos por espacio de veinte minutos... —dijo el comisario lentamente, y se
detuvo.
—Exactamente —añadí yo.
—Veinte minutos
—repitió el comisario, pensativo.
—Es deplorable —dijo
Hautet, recobrando su dureza—. Sin precedentes.
De repente se oyó otra
voz:
—¿Lo encuentra usted
deplorable? —preguntó Giraud.
—Ciertamente, lo
encuentro.
—¡Pues yo lo encuentro
admirable! —dijo el otro sin inmutarse.
La intervención de
aquel aliado inesperado me aturdió.
—¿Admirable, Giraud?
—preguntó el magistrado, mirándole con el rabo del ojo.
—Precisamente.
—¿Y por qué?
—Porque ahora sabemos
que hace sólo una hora que ha estado cerca de la villa el asesino, o un
cómplice del asesino. Sería extraño que, con esta información, no le echásemos
el guante muy pronto —dijo con acento de amenaza en la voz; y continuó—: Ha
corrido un gran riesgo para apoderarse de esta daga. Quizá temía que se
descubriesen en ella impresiones digitales.
Poirot se volvió hacia
Bex.
—¿No dijo usted que no
las había?
Giraud encogió los
hombros.
—Quizá no estuviera
seguro.
Poirot le observaba.
—Está usted equivocado,
Giraud. El asesino llevaba guantes. Por tanto, debía estar seguro.
—No digo que fuese el
mismo asesino. Pudo haber sido un cómplice que no se dio cuenta del hecho.
El oficial de secretaría
del magistrado estaba recogiendo los papeles de la mesa. Hautet se dirigió a
nosotros:
—Nuestro trabajo aquí
ha terminado. Quizá, monsieur Renauld, querrá usted escuchar la lectura de su
declaración. A propósito, he mantenido el procedimiento con las menores
formalidades posibles. Se ha dicho que mis métodos son originales, pero
sostengo que la originalidad tiene muchas ventajas. El caso está ahora en las
hábiles manos del famoso monsieur Giraud. Sin duda que va a distinguirse.
¡Realmente, no comprendo cómo no ha echado ya el guante a los asesinos! Señora,
una vez más le ofrezco el testimonio de mi sincera simpatía. Señores, les doy a
todos ustedes los buenos días.
Y salió acompañado del
oficial y del comisario.
Poirot sacó del
bolsillo un reloj que parecía un nabo y miró la hora.
—Vamos a regresar al
hotel para almorzar, amigo mío —dijo—. Y me contará detalladamente las
indiscreciones de esta mañana. Nadie nos observa. No necesitamos despedirnos.
Salimos tranquilamente
de la habitación. El juez de instrucción acababa de alejarse en su coche.
Estaba yo bajando los peldaños cuando me detuvo la voz de Poirot:
—Un momentito, amigo
mío —y diestramente sacó un metro y, con perfecta solemnidad, tomó la medida de
un gabán colgado en el vestíbulo, del cuello al borde inferior. Yo no lo había
advertido antes y pensé que debía de pertenecer a Stonor o a Jack Renauld.
Luego, con un ligero
gruñido de satisfacción, Poirot se guardó de nuevo el metro y me siguió fuera,
al aire libre.
[1] Alusión a
la «Sra. Harris», amiga imaginaria de la caricaturesca enfermera Sara Gamp, en
la novela de Dickens Martin Chuzzlewit, a la que Sara menciona con
frecuencia como interlocutora de interminables diálogos. (N. del T.)
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