Llegamos a la segunda y última parte de este interesante texto de Agatha Christie, mi autora adorada, sigamos. La parte una la hallas aquí.
CAPÍTULO DOCE
POIROT ACLARA ALGUNOS
DETALLES
—¿Por qué ha medido ese
sobretodo? —le pregunté, con alguna curiosidad, al descender por el camino
blanco y caluroso, sin prisa.
—Parbleu!, para
conocer su longitud —contestó mi amigo, imperturbable.
Me sentí mortificado.
El incurable hábito de Poirot de sacar un misterio de las cosas más mínimas no
dejaba nunca de irritarme. Volvió a quedarse callado y yo continué con mis
propios pensamientos. Aunque no le presté, de momento, una atención especial,
las palabras: «Después de todo, esto no tiene importancia... ahora», que madame
Renauld había dirigido a su hijo, volvían ahora a mi memoria con un nuevo
sentido.
¿Qué había querido
expresar con ellas? Las palabras eran enigmáticas, significativas. ¿Era posible
que supiera más de lo que suponíamos? Había negado todo conocimiento de la
misteriosa misión que su esposo había querido confiar a su hijo. Pero ¿era, en
realidad, menos ignorante de lo que fingía ser? ¿Hubiera podido iluminarnos, si
así lo hubiese querido, y era su silencio parte de un plan cuidadosamente
concebido y preparado?
Cuanto más lo pensaba,
más inclinado me sentía a creer que mis sospechas estaban bien fundadas. Madame
Renauld sabía más de lo que quería admitir. La sorpresa experimentada al ver a
su hijo la había hecho descubrirse, momentáneamente. Me sentí convencido de que
conocía, si no la identidad de los asesinos, por lo menos, el motivo del
asesinato. Algunas consideraciones muy poderosas debían de haberla obligado a
guardar silencio.
—Está usted sumido en
pensamientos profundos, amigo mío —observó Poirot—. ¿Qué le interesa de este
modo?
Se lo comuniqué, seguro
de que me hallaba en terreno firme, aunque esperando que se riese de mis
sospechas. Pero vi con sorpresa que hacía una lenta seña afirmativa.
—Tiene usted mucha
razón, Hastings. Desde el principio he tenido la seguridad de que se callaba
algo. En el primer momento sospeché de ella, si no como instigadora, por lo
menos, como encubridora del crimen.
—¿Que sospechó de ella?
—Ciertamente. Había una
enorme ventaja para ella... En realidad, con este nuevo testamento, ella es la
única beneficiada. Y así, desde el principio fue objeto preferido de mi
atención. Pudo usted observar que no tardé en aprovechar la oportunidad de
examinar sus muñecas. Quería saber si había alguna probabilidad de que se
hubiese atado y amordazado ella misma. Pero no; vi en seguida que no había allí
engaño: las cuerdas habían sido apretadas de tal modo que habían mordido en la
carne. Esto eliminaba la posibilidad de que ella sola hubiese cometido el crimen.
Pero no la de que lo hubiese encubierto o inspirado con la colaboración de un
cómplice. Por otra parte, el relato de los hechos, tal como ella lo hizo, me
era singularmente familiar... Los hombres enmascarados que ella no pudo
reconocer y la mención de «el secreto»... Yo tenía noticia o había leído todo
eso antes. Otro pequeño detalle me confirmó en mi creencia de que no decía la
verdad. El reloj de pulsera, Hastings... ¡el reloj de pulsera!
¡Otra vez el reloj de
pulsera! Poirot estaba mirándome curiosamente.
—¿Lo ve, amigo mío?
¿Comprende usted?
—No —contesté, algo
malhumorado—. Ni veo ni comprendo. Forja usted todos esos malditos misterios, y
es inútil pedirle que los explique. Le gusta tener siempre algo escondido en la
manga hasta el último momento.
—No se enfade, amigo
—dijo él con una sonrisa—. Se lo explicaré, si lo desea, pero ni una palabra a
Giraud, ¿está entendido? ¡Me trata como un anticuado sin importancia! ¡Ya
veremos! Por un sentimiento ordinario de lealtad le di un indicio. Si prefiere
no tenerlo en cuenta, allá él.
Le aseguré a Poirot que
podía contar con mi discreción.
—¡Está bien! Hagamos
uso, entonces, de nuestras pequeñas células grises. Dígame, amigo: ¿a qué hora
tiene usted entendido que se desarrolló la tragedia?
—¡Cómo! Alrededor de
las dos de la madrugada —le contesté con asombro—. Usted recordará que madame
Renauld nos dijo que había oído dar la hora en el reloj cuando los hombres
estaban en la habitación.
—Exactamente, y,
fundándose en esto, el juez de instrucción, Bex y todos los demás aceptan esta
hora sin ulterior examen. Pero yo, Hércules Poirot, digo que madame Renauld
mintió. El crimen se cometió, por lo menos, dos horas antes.
—Pero los médicos...
—Los médicos
declararon, después de examinar el cadáver, que la muerte había ocurrido entre
diez y siete horas antes de este examen. Amigo mío, por alguna razón imperiosa,
convenía que el crimen pareciese cometido más tarde de la hora verdadera. ¿No
ha leído usted algo acerca de relojes de bolsillo o de pared que, habiendo sido
rotos, han revelado el momento exacto en que ha tenido lugar un crimen? Para
que este momento exacto no dependiese únicamente del testimonio de madame
Renauld alguien adelantó hasta las dos las agujas del reloj de pulsera y lo
tiró luego al suelo con violencia. Pero como sucede muchas veces, el tiro les
ha salido por la culata. El cristal se rompió, pero la máquina no recibió daño
alguno. Fue una maniobra desastrosa para ellos, pues inmediatamente se fijó mi
atención sobre dos detalles: primero, que madame Renauld estaba mintiendo, y
segundo, que había alguna razón de vital importancia para retrasar la hora
aparente del crimen.
—Pero ¿qué razón podía
haber?
—¡Ah!, ¡éste es el
problema! Aquí tenemos todo el misterio. Hasta ahora, no puedo explicarlo. Sólo
una idea se me ofrece que pudiera tener relación con él.
—¿Y ésta es...?
—Que el último tren
salía de Merlinville a las doce y dieciséis minutos.
Y lentamente, continué
su razonamiento:
—De suerte que el que
tomase este tren tenía una magnífica coartada contra la sospecha de haber sido
autor de un crimen que aparecía cometido a las dos.
—¡Perfectamente,
Hastings! ¡Usted lo ha dicho! Me levanté de un salto.
—Pero ¡debemos
investigar en la estación! ¡Seguramente no dejaron de advertir a dos extranjeros
salidos en ese tren! ¡Debemos ir allí inmediatamente!
—¿Eso cree usted,
Hastings?
—Naturalmente. Vámonos
ahora.
Poirot contuvo mi ardor
tocándome ligeramente en el brazo.
—Vaya, si así lo desea,
amigo mío; pero yo no pediría detalles de dos extranjeros.
Le miré y él me dijo,
con alguna impaciencia:
—La, la!, usted
no cree una palabra de toda esa jerigonza, ¿verdad? ¡Los hombres enmascarados y
el resto de la historieta!
Sus palabras me
desconcertaron de tal modo que apenas supe qué contestar. Él continuó serenamente:
—¿No recuerda haberme
oído decirle a Giraud que todos los detalles de este crimen me eran familiares?
Pues bien, ello supone una de estas dos cosas: o que el plan de aquel crimen y
el de éste han salido del mismo cerebro, o que el autor del crimen presente
recordaba la lectura del otro en una colección de causas célebres y ha
copiado los detalles. Podré decirlo de un modo definitivo después de... —y se
interrumpió.
Yo estaba resolviendo
varias cosas en mi mente.
—Pero ¿y la carta de
Renauld? —dije—. ¡En ella se mencionan claramente un secreto y Santiago de
Chile!
—No hay duda de que
había un secreto en la vida de Renauld. Por otra parte, la palabra Santiago es
en mi concepto un reclamo, que se arrastra continuamente a través de la pista
que seguimos, para desorientarnos. Es posible que se haya utilizado con el
mismo objeto para evitar que Renauld dirigiese sus sospechas a un lugar más
cercano. ¡Oh, tenga la seguridad, Hastings, de que el peligro que le amenazaba
no estaba en Santiago, sino mucho más próximo: en Francia!
Hablaba con acento tan
grave y seguro que no pude dejar de sentirme convencido. Pero intenté una
objeción final:
—¿Y la cerilla y el
cigarrillo encontrados cerca del cadáver? ¿Qué me dice de ellos?
El rostro de Poirot se
iluminó con un destello de pura satisfacción.
—¡Colocados allí!
¡Colocados allí para que los encontrasen Giraud o alguien de su tribu! ¡Ah,
Giraud es listo y sabe bien su lección! También la sabe un perro amaestrado. Y
se mete por aquí tan satisfecho de sí mismo. Ha estado horas enteras
arrastrándose por el suelo. «Ved lo que he encontrado», dice. Y luego se dirige
a mí: «¿Qué ve usted aquí?» Y yo le contesto con perfecta y profunda
sinceridad: «Nada.» Y Giraud, el gran Giraud, pensando para sí mismo, murmura:
«¡Oh, ese viejo imbécil!» Pero ya veremos...
No obstante, mi
atención se había vuelto hacia los hechos principales.
—Entonces, toda esta
historia de los hombres enmascarados es...
—Es falsa.
—¿Qué ocurrió en
realidad?
Poirot encogió los
hombros.
—Una persona podría
decírnoslo: madame Renauld. Pero no hablará. Ni los ruegos ni las amenazas le
harán efecto. Es una mujer notable, Hastings. Tan pronto como la vi, me percaté
de que tenía que habérmelas con una dama de carácter desusado. Al principio,
como se lo dije a usted, estaba inclinado a sospechar que había participado en
el crimen. Luego he modificado mi opinión.
—¿Qué le hizo modificar
su opinión?
—Su espontáneo y
auténtico dolor a la vista del cadáver de su esposo. Podría jurar que la
congoja revelada por aquel grito era auténtica
—Sí —dije,
reflexionando—; estas cosas no se fingen.
—Con su perdón, amigo
mío..., siempre puede uno equivocarse. Observe a una gran actriz: ¿no finge el
dolor de un modo que le arrebata a usted, y le da la impresión de la realidad? No;
por fuertes que fuesen mi propia impresión y mi creencia, no me permití darme
por satisfecho sin otras pruebas. Un gran criminal puede ser un gran actor. En
el caso presente, fundo mi certidumbre no en mi propia impresión, sino en el
hecho innegable de que madame Renauld verdaderamente se desmayó. Levanté sus
párpados y le tomé el pulso. No había engaño..., el desmayo era auténtico. Por
tanto, quedaba comprobada la realidad de su congoja. Además, hay otro pequeño
detalle adicional sin interés, y es que madame Renauld no necesitaba hacer
ostentación de un dolor sin límites. Había tenido un arrebato al ser informada
de la muerte de su marido y no necesitaba simular otra crisis violenta al
contemplar su cadáver. No; madame Renauld no ha asesinado a su marido. Pero
¿por qué ha mentido? Ha mentido en lo del reloj de pulsera, ha mentido al
hablar de los hombres enmascarados... y ha mentido en otra cosa. Dígame,
Hastings: ¿Cuál es su explicación de la puerta abierta?
—Bueno —dije con alguna
turbación—. Supongo que fue un descuido. Se olvidaron de cerrarla.
Poirot movió la cabeza
con un suspiro.
—Ésa es la explicación
de Giraud. A mí no me satisface. Esta puerta abierta tiene un significado que,
de momento, no puedo penetrar. De una cosa estoy bien seguro: de que no
salieron por la puerta. Salieron por la ventana.
—¡Cómo!
—Precisamente.
—Pero en el arriate del
jardín de abajo no había huellas de pisadas.
—No...; y tenía que
haberlas. Escúcheme, Hastings: el jardinero, Augusto, como usted mismo se lo
oyó decir, había plantado los dos cuadros en la tarde anterior. En uno de ellos
hay multitud de impresiones de sus grandes botas claveteadas...; en el otro,
¡ninguna! ¿Comprende? Alguien pasó por allí, alguien que para borrar las huelas
alisó la superficie del cuadro con un rastrillo.
—¿De dónde sacaron el
rastrillo?
—Del mismo sitio que
sacaron la azada y los guantes del jardinero —contestó Poirot, impaciente—. No
hay dificultad sobre este punto.
—¿Qué le hace creer que
salieron por allí, de todos modos? Seguramente, es más probable que entrasen
por la ventana y saliesen por la puerta... A mí me parece más lógico.
—Esto es posible, desde
luego. Sin embargo, me parece mucho más que salieron por la ventana.
—Creo que se equivoca.
—Quizá sí, amigo mío.
Me quedé reflexionando
sobre el nuevo campo de conjeturas que las deducciones de Poirot habían abierto
ante mí. Recordé mi sorpresa al oírle aludir misteriosamente el cuadro del
jardín y al reloj de pulsera. Sus observaciones me habían parecido entonces
desprovistas de sentido, y ahora, por primera vez, me daba cuenta de la notable
sutileza con que, partiendo de algunos ligeros incidentes, había aclarado buena
parte del misterio que envolvía el caso. Y rendí a mi amigo un retrasado
homenaje.
—Entre tanto —dije,
siempre reflexionando—, aunque sepamos mucho más que antes, no estamos más
cerca de la solución del problema de quién mató a Renauld.
—No —cedió Poirot con
buen humor—. Lo cierto es que estamos mucho más lejos.
Y el hecho parecía
inspirarle una satisfacción tan extraña, que le miré sorprendido. Él tropezó
con esta mirada y sonrió.
De pronto se me ocurrió
una idea.
—¡Poirot! ¡Ahora lo
veo! ¡Madame Renauld debe de estar protegiendo a alguien!
Por la calma con que
recibió mi observación, pude ver que aquella idea ya se le había ocurrido a él.
—Sí —asintió con aire
pensativo—. Está protegiendo a alguien... o sirviéndole de pantalla. Una de las
dos cosas.
Luego, al entrar en
nuestro hotel, me recomendó silencio con un gesto.
CAPÍTULO TRECE
LA MUCHACHA DE LOS OJOS
ACONGOJADOS
Almorzamos con
excelente apetito. Por un rato, lo hicimos en silencio, y después, Poirot
observó maliciosamente:
—Eh bien! ¿Y sus
indiscreciones? ¿No me las explica?
Me di cuenta de que me
sonrojaba.
—¡Oh! ¿Se refiere a
esta mañana? —y procuré adoptar un tono de absoluta despreocupación.
Pero yo no podía
medirme con Poirot. En muy pocos minutos me hubo extraído toda la historia; y,
mientras lo hacía, parpadeaban sus ojos.
—Tiens! Un
relato bien romántico. ¿Y cómo se llama esta encantadora señorita?
Hube de confesar que no
lo sabía.
—¡Más romántico aún! El
primer encuentro en el tren de París, el segundo aquí. Los viajes acaban con
encuentros de enamorados, ¿no es éste el dicho?
—No sea borrico,
Poirot.
—Ayer era miss
Daubreuil, hoy es miss... ¡Cenicienta! Decididamente, tiene usted un corazón de
turco, Hastings. ¡Debería formar un harén!
—Puede embromarme tanto
como quiera. Miss Daubreuil es una muchacha muy hermosa y que me gusta
mucho..., no me importa admitirlo. La otra no es nada..., creo que no volveré a
verla.
—¿Se propone no volver
a ver a esta dama?
Sus últimas palabras
encerraban otra pregunta, y me di cuenta de la mirada aguda que me dirigió. Y
ante mis ojos, escritas en grandes letras de fuego, vi las palabras: «Hotel du
Phare» y volví a oír cómo me decía su voz: «Venga a verme», y mi propia y
vehemente contestación: «Así lo haré.»
Con tono bastante
ligero le contesté a Poirot:
—Me pidió que fuese a
verla; pero, por supuesto, no iré.
—¿Por qué «por
supuesto»?
—Bueno; no quiero ir.
—Me contaba que miss
Cenicienta se aloja en el Hotel d'Angleterre, ¿verdad?
—No. Hotel du Phare.
—Cierto. Lo había
olvidado.
Cruzó por mi mente un
recelo momentáneo. Era seguro que no le había nombrado a Poirot hotel alguno.
Le miré y me sentí tranquilizado. Estaba cortando el pan en pedazos cuadrados,
completamente absorto en su tarea. Debió de haber imaginado que le decía dónde
se alojaba la muchacha.
Tomábamos el café de
cara al mar. Poirot fumó uno de sus delgados cigarrillos y sacó luego su reloj.
—El tren de París sale
a las dos y veinticinco —observó—. Tengo que empezar a moverme.
—¿París? —exclamé.
—Esto es lo que he
dicho, amigo mío.
—¿Se va usted a París?
Pero ¿por qué?
Y me contestó con gran
seriedad:
—A buscar al asesino de
Renauld.
—¿Cree que está en
París?
—Estoy enteramente
seguro de que no está. No obstante, allí es donde debo buscarle. Usted no lo
comprende, pero todo se lo explicaré a su debido tiempo. Créame, este viaje a
París es necesario. No estaré mucho tiempo fuera. Lo más probable es que vuelva
mañana. No le propongo que me acompañe. Quédese aquí y no pierda de vista a
Giraud. Cultive también la sociedad de Renauld hijo.
—Esto me recuerda
—dije— que quería preguntarle cómo sabía que estos dos muchachos tenían
relaciones.
—Amigo mío..., conozco
la naturaleza humana. Ponga cerca a un muchacho como el joven Renauld y a una
guapa moza como miss Marta, y el resultado será casi inevitable. Y luego ¡la
disputa! Era el dinero o la mujer, y recogiendo lo que contó Leonia acerca de
la ira del chico, decidí que se trataba de la mujer. En consecuencia, hice mi
suposición... y resultó acertada.
—¿Usted sospechaba ya
que estaba enamorada del joven Renauld?
—En todo caso, había
visto que tenía los ojos acongojados. Así es como recuerdo siempre a miss
Daubreuil: la muchacha de los ojos acongojados.
Y era su voz tan grave,
que me impresionó penosamente.
—¿Qué quiere decir con
eso, Poirot?
—Me figuro, amigo mío,
que hemos de verlo antes que pase mucho tiempo. Pero debo partir.
—Voy a acompañarle a la
estación —dije levantándome.
—No hará usted nada de
eso. Se lo prohíbo.
El acento perentorio
con que lo había dicho me sorprendió hasta sobresaltarme. Él hizo un enfático
signo afirmativo.
—Lo digo en serio,
amigo mío. Hasta la vista.
Me sentí como perdido
cuando se hubo alejado Poirot. Fui paseando hasta la playa y observé a los que
se bañaban, sin ánimo suficiente para unirme a ellos. Estuve tentado de
imaginar que Cenicienta se encontraba allí con algún traje de baño maravilloso,
pero no advertí señales de su presencia. Continué, sin objeto, por la arena
hacia el extremo más apartado de la ciudad. Luego se me ocurrió que, después de
todo, no sería, por mi parte, más que una muestra de educación ir a preguntar
por la muchacha. Y, al final, esto evitaría disgustos. El episodio quedaría así
terminado. No tendría ya que pensar más en ella. Porque, si no iba, era posible
que ella volviese a buscarme en la villa.
En consecuencia,
abandoné la playa y me interné por la población. Pronto encontré el Hotel du
Phare, un edificio sin pretensión alguna. Era extremadamente molesto tener que
salvar mi dignidad ignorando el nombre de la dama. Decidí entrar en el establecimiento
y mirar a mi alrededor. Probablemente, la encontraría en el vestíbulo. Entré
con aire resuelto, pero no vi señales de ella. Esperé un rato y acabó por
dominarme la impaciencia. Llamando aparte a un conserje, le deslicé en la mano
cinco francos.
—Deseo ver a una señora
que se aloja aquí. Una señora inglesa, pequeña y de cabello oscuro. No estoy
seguro de su nombre.
El hombre movió la
cabeza y pareció contener una sonrisa.
—No se aloja aquí
ninguna señora de estas señas.
—Pero es que ella misma
me dijo que se alojaba aquí.
—Debe usted de estar
equivocado... o, más probablemente, la misma señora, puesto que ha venido ya
otro caballero preguntando por ella.
—¿Qué dice usted?
—exclamé sorprendido.
—Sí, señor. Un
caballero que ha dado de ella las mismas señas que usted.
—¿Qué aspecto tenía?
—Un señor pequeño, bien
vestido, muy limpio y aseado, con un bigote muy tieso, una cabeza de forma muy
particular y unos ojos verdes.
¡Poirot! Es decir, que
por esto no había querido que le acompañase a la estación. ¡Vaya una
impertinencia! Le agradecería que no se metiese en mis asuntos. ¿Se imaginaba,
acaso, que yo necesitaba que velase por mí?
Después de dar las
gracias al hombre, salí de allí algo desorientado y muy irritado aún contra mi
entrometido amigo.
Pero ¿dónde estaba la
dama? Dejé a un lado mi irritación e intenté poner en claro el caso.
Evidentemente, me había dado por descuido el nombre de otro hotel. Luego se me
ocurrió otra idea. ¿Había sido por descuido o me había dado deliberadamente una
dirección falsa después de haberse callado su nombre?
Cuanto más pensaba en
ello, más convencido me sentía de que la segunda suposición era la acertada.
Por una razón u otra, ella no quería que aquel conocimiento se convirtiese en
amistad. Y aunque media hora antes ésta había sido mi propia intención, no me
gustaba verme pagado en la misma moneda. Todo aquel asunto era profundamente
desagradable, y me fui a la Villa Geneviéve resueltamente malhumorado. No entré
en la casa, sino que seguí el sendero que conducía al pequeño banco cercano al
cobertizo, y me senté allí con el ánimo decaído.
Me distrajo de mis
pensamientos el sonido de unas voces a escasa distancia. Al cabo de un momento
me di cuenta de que venían, no del jardín en que yo me encontraba, sino del
jardín contiguo de la Villa Marguerite, y de que se acercaban rápidamente.
Hablaba una joven y reconocí en su voz la de la hermosa Marta.
—Cheri —estaba
diciendo—, ¿es verdaderamente cierto? ¿Han terminado todas tus penas?
—Bien lo sabes, Marta
—contestó Jack Renauld—. Nada puede ahora separarnos, querida. El último
obstáculo a nuestra unión ha desaparecido. Nada puede apartarte de mí.
—¿Nada? —murmuró la
muchacha—. ¡Oh, Jack, Jack! ¡Estoy asustada!
Yo había hecho un
movimiento para retirarme, percatándome de que, sin quererlo, estaba oyendo una
conversación particular. Al ponerme en pie los vi a través de un claro del
seto. Estaban juntos, de cara hacia mí. Él con el brazo alrededor del talle de
ella, y mirándola a los ojos. Aquel muchacho moreno y bien formado y aquella
joven diosa rubia formaban una espléndida pareja. Tal como estaban allí,
parecían hechos el uno para el otro y felices a pesar de la terrible tragedia
que sombreaba sus jóvenes vidas.
Pero el rostro de la
muchacha estaba turbado, y Jack Renauld, que parecía reconocerlo, al apretarla
contra él, preguntó:
—Pero ¿qué te asusta,
querida? ¿Qué hemos de temer... ahora?
Y entonces vi la mirada
de los ojos de ella, la mirada de que había hablado Poirot, al murmurar tan
bajo que casi hube de adivinar las palabras:
—Estoy asustada... por
ti.
No oí la contestación
del joven Renauld, pues vino a distraer mi atención una aparición desusada, un
poco más allá, siguiendo el seto. Parecía ser una espesura de la maleza,
demasiado oscura para hallarnos en una fecha tan temprana del verano. Me
adelanté por aquel lado para verla mejor, pero la espesura se retiró
precipitadamente y me miró con un dedo en los labios. Era Giraud.
Recomendándome cautela,
me condujo al otro lado del cobertizo hasta un lugar desde el que no podíamos
ser oídos.
—¿Qué estaba usted
haciendo aquí? —le pregunté.
—Exactamente lo que
hacía usted... escuchar.
—Pero ¡yo no había
venido aquí adrede!
—¡Ah! —dijo Giraud—.
Yo, sí.
Como siempre, aquel
hombre me causaba admiración sin dejar de causarme desagrado. Me miró de arriba
abajo con una especie de desdeñosa antipatía.
—No ayudará usted a
adelantar las cosas metiéndose por medio. Con un momento más hubiera podido oír
algo útil. ¿Qué ha hecho de su viejo fósil?
—Poirot se ha ido a
París —le contesté fríamente.
Giraud hizo castañetear
los dedos con desdén.
—Es decir, que se ha
ido a París, ¿verdad? Ha hecho bien. Cuanto más tarde en volver, mejor. Pero
¿qué cree que va a encontrar allí?
Me pareció advertir en
aquella pregunta un matiz de inquietud. Y me enderecé.
—Esto no tengo el
derecho de decirlo —le contesté con calma.
—Probablemente ha
tenido bastante juicio para no decírselo a usted —observó bruscamente—. Buenas
tardes; tengo que hacer.
Y girando sobre sí
mismo se alejó sin más ceremonia.
Las cosas parecían
haber quedado detenidas en la Villa Geneviéve. Evidentemente, Giraud no deseaba
mi compañía, y a juzgar por lo que había visto, tampoco la deseaba Jack
Renauld.
Regresé a la población,
me bañé a mi gusto y volví al hotel. Me retiré temprano, pensando si el día
siguiente traería algo interesante. Me encontraba muy lejos de estar preparado
para lo que trajo.
Mientras tomaba el
desayuno en el comedor, el camarero, que había estado hablando con alguien al
otro lado de la puerta, volvió con visible excitación. Por un momento, vaciló
jugando nerviosamente con su servilleta, y en seguida exclamó:
—Perdone, señor; pero
¿no es cierto que está usted relacionado con el asunto de la Villa Geneviéve?
—Sí —contesté, muy
interesado—. ¿Por qué?
—Pero ¿no está enterado
de la noticia?
—¿Qué noticia?
—¡Que ha habido otro
asesinato esta noche!
—¡Cómo!
Y, dejando el desayuno,
cogí el sombrero y eché a correr tan deprisa como pude. Otro asesinato..., ¡y
Poirot ausente! ¡Qué fatalidad! Pero ¿quién era la víctima?
Me precipité hacia la
puerta. En el paseo de la entrada hablaba y gesticulaba un grupo de servidores.
Agarré a Francisca.
—¿Qué ha pasado?
—¡Oh, señor, señor!
¡Otra muerte! Es terrible. Pesa una maldición sobre la casa. Sí, señor; como se
lo digo..., ¡una maldición! Deberían
mandar a buscar al
señor cura para que trajese aquí el agua bendita. Yo no duermo otra noche bajo
este techo. Podría tocarme a mí el turno. ¿Quién sabe?
Y se santiguó.
—Sí —exclamé—. Pero ¿a
quién han matado?
—¿Acaso lo sé yo? A un
hombre..., un desconocido. Lo han encontrado ahí..., en el cobertizo..., a
menos de cien metros del sitio donde encontraron al pobre señor. Y esto no es
todo. Estaba acuchillado..., acuchillado en el corazón..., ¡con la misma daga!
CAPÍTULO CATORCE
EL SEGUNDO CADÁVER
Sin esperar más, me
volví por el sendero que conducía al cobertizo. Los dos hombres que estaban de
guardia allí se apartaron para darme paso y, muy excitado, entré.
La luz era escasa; el
lugar era una sencilla construcción de madera para guardar potes vacíos y
herramientas. Había entrado impetuosamente pero me detuve en el umbral,
fascinado por el cuadro que tenía ante mí.
Giraud, a gatas, con
una lámpara eléctrica de bolsillo en la mano, examinaba el suelo centímetro a
centímetro. A mi llegada levantó la cabeza con el ceño fruncido, pero su
expresión se ablandó un poco con una especie de buen humor despreciativo.
—Ahí está —dijo,
dirigiendo el rayo de luz al rincón más lejano.
Me acerqué a aquel
lugar.
El muerto estaba echado
de espalda. Era de estatura mediana, piel oscura y unos cincuenta años de edad.
Iba vestido con aseo y su traje, azul oscuro, parecía confeccionado por algún
sastre caro, pero no era nuevo. Tenía el rostro terriblemente contraído, y en
el lado izquierdo, exactamente sobre el corazón, asomaba el puño de una daga,
negro y brillante. Lo reconocí. ¡Era la misma daga que había visto en el jarro
de cristal en la mañana anterior!
—Espero al médico de un
momento a otro —explicó Giraud—. Aunque apenas le necesitamos. No hay duda
sobre la causa de la muerte del hombre. Una puñalada en el corazón, y el efecto
habrá sido instantáneo.
—¿Cuándo se la dieron?
¿En la noche pasada?
Giraud movió la cabeza.
—Difícilmente. No
pretendo imponer mi criterio en medicina forense, pero este hombre murió hace
más de doce horas. ¿Cuándo dice usted que vio la daga por última vez?
—Hacia las diez de la
mañana de ayer.
—Entonces me inclinaría
a fijar la hora del crimen no mucho después de esa hora.
—Pero hay gente que
pasa y vuelve a pasar continuamente por delante de este cobertizo.
Giraud dejó oír una
risa desagradable.
—¡Hace usted unos
progresos maravillosos! ¿Quién le ha dicho que fue asesinado en este cobertizo?
—Bueno... —y me sentí
confuso—. Lo he..., lo he supuesto así.
—¡Oh! ¡Vaya un
detective listo! Mire al muerto. ¿Cae un hombre apuñalado en el corazón de este
modo..., en posición tan compuesta, con los pies juntos y los brazos pegados a
los costados? No. Por otra parte: ¿permite el hombre, echado de espalda, que le
acuchillen sin levantar una mano para defenderse? Absurdo, ¿verdad? Pero mire
aquí..., y aquí... —y en el polvo blanco del suelo, alumbrado por el rayo de
luz de la lámpara, vi curiosas marcas irregulares—. Fue arrastrado aquí después
de ser muerto. Medio arrastrado, medio llevado por dos personas. Sus huellas no
se ven en el suelo duro de fuera, y aquí, han tenido buen cuidado de borrarlas;
pero una de ellas era una mujer, mi joven amigo.
—¿Una mujer?
—Sí.
—Pero si las huellas
estaban borradas, ¿cómo lo sabe usted?
—Porque, aunque
borrosas, las huellas de un zapato de mujer son inconfundibles. Y también por
esto.
E inclinándose hacia
delante sacó algo del puño de la daga y lo sostuvo en alto para que yo lo
viera. Era un largo cabello negro de mujer, parecido al que Poirot había
recogido en el sillón de la biblioteca.
Con una ligera sonrisa
irónica, lo arrolló de nuevo a la daga.
—Dejaremos las cosas
como estaban, hasta el punto en que sea posible —explicó—. Esto le gusta al
juez de instrucción. Bueno, ¿advierte usted algo más?
Me encontré obligado a
mover la cabeza negativamente.
—Mírele las manos.
Así lo hice. Las uñas
estaban rotas y descoloridas, y la piel era dura. Esto apenas me iluminó como
yo lo hubiera deseado. Y levanté la vista para mirar a Giraud.
—No son las manos de un
caballero —dijo, contestando a mi mirada—Por el contrario, su ropa es la de un
hombre de buena posición. Eso es curioso, ¿verdad?
—Muy curioso —convine.
—Y ninguna de las
prendas está marcada. ¿Qué nos enseña esto? Que este hombre intentaba hacerse
pasar por otro. Se había disfrazado. ¿Por qué? ¿Temía algo? ¿Era el disfraz un
medio para escapar? Hasta ahora no lo sabemos, pero una cosa sí sabemos: que
tenía tanto interés por ocultar su identidad como lo tenemos nosotros por
descubrirla.
Y volvió a mirar al
cadáver.
—Lo mismo que antes, no
hay ahora impresiones digitales en el puño de la daga. El asesino llevaba
guantes también.
—¿Cree usted, entonces,
que el asesino es el mismo en los dos casos?
La expresión de Giraud
se hizo inescrutable.
—No importa lo que yo
crea. Ya veremos. ¡Marchaud!
El agente de Policía
apareció en la puerta.
—¿Por qué no está aquí
madame Renauld? La he enviado a buscar hace un cuarto de hora.
—Está llegando ahora
por el sendero, señor, y su hijo viene con ella.
—Bueno; pero no quiero
verlos más que uno a uno.
Marchaud saludó y se
retiró. Al cabo de un momento reapareció con madame Renauld.
Giraud se adelantó con
una breve inclinación de cabeza.
—Por aquí, señora
—diciendo esto la acompañó, y apartándose luego de pronto, le dijo—: Aquí está
el hombre. ¿Le conoce usted?
Y su mirada parecía
penetrar en ella como una barrena, para leer lo que había en su conciencia,
tomando nota de todas las indicaciones de su actitud.
Pero madame Renauld
permaneció perfectamente tranquila..., demasiado tranquila, a mi juicio. Miró
al cadáver sin interés, y ciertamente, sin señal alguna de agitación o de
reconocerlo.
—No —confesó—; no le he
visto en mi vida. Es enteramente un extraño para mí.
—¿Está segura de esto?
—Completamente segura.
—¿No reconoce en él a
uno de sus agresores, por ejemplo?
—No —y pareció vacilar,
como si se le hubiese ocurrido una idea—. No; creo que no. Por supuesto,
aquéllos llevaban barbas (postizas, según lo piensa el juez); pero, a pesar de
esto, creo que no —y ahora pareció haber tomado su partido definitivamente—.
Estoy segura de que ninguno de ellos era este hombre.
—Muy bien, señora. Nada
más entonces.
Y ella salió con la
cabeza levantada, que irradiaba el reflejo del sol en su cabello plateado. Jack
Renauld ocupó su lugar. Tampoco él identificó al hombre, ni dejó de ser su
actitud enteramente natural.
Giraud se limitó a
gruñir. No hubiera yo podido decir si estaba complacido o contrariado. Y llamó
a Marchaud.
—¿Ha traído a la otra
aquí?
—Sí, señor.
—Hágala pasar,
entonces.
«La otra» era madame
Daubreuil. Llegaba indignada, protestando con vehemencia.
—¡No admito esto, señor
mío! ¡Es un insulto! ¿Qué tengo yo que ver con toda esta historia?
—Señora —atajó Giraud
brutalmente—. ¡Estoy investigando no uno, sino dos asesinatos. Por todo lo que
yo sé, usted podría ser la autora de los dos.
—¿Cómo se atreve usted?
—exclamó—. ¿Cómo se atreve a insultarme con una acusación tan descabellada?
¡Esto es infamante!
—¿Qué es infamante?
¿Qué dice de esto? —e inclinándose una vez más, desprendió el cabello y lo
sostuvo en alto—. ¿Ve usted esto, señora? —y se acercó a ella—. ¿Me permite que
vea si es como los suyos?
Con un grito, ella
retrocedió con el rostro y los labios blancos.
—Esto es falso. Lo
juro. No sé nada del crimen..., de ninguno de los dos crímenes. ¡Quien diga lo
contrario, miente! ¡Ah, mon Dieu!, ¿qué voy a hacer?
—Cálmese,
señora —dijo Giraud fríamente—. Nadie le ha acusado a usted todavía. Pero hará
bien en contestar a mis preguntas sin más protestas.
—A lo que usted quiera,
caballero.
—Mire al muerto. ¿Le
había visto alguna vez?
Acercándose más,
mientras sus mejillas recobraban un poco de su color, madame Daubreuil miró a
la víctima con cierto interés y curiosidad. Luego, movió la cabeza.
—No le conozco.
Y parecía imposible
dudar de sus palabras; tan natural fue su acento. Giraud la despidió con una
inclinación de cabeza.
—¿La deja usted
marcharse? —le pregunté en voz baja—. ¿Es esto prudente? Seguramente, este
cabello negro viene de su cabeza.
—No necesito que me
enseñen mi oficio —bufó Giraud secamente—. Está vigilada. No deseo detenerla
por ahora.
Luego, con la frente
arrugada, miró al cadáver.
—¿Diría usted que tiene
algo del tipo español? —me preguntó de pronto.
Examiné aquel rostro.
—No —dije, por último—;
diría, resueltamente, que es francés. Giraud dejó oír un gruñido de
descontento.
—Me parece lo mismo.
Por un momento se
mantuvo quieto; luego, con un gesto imperioso, me hizo apartar, y a gatas de
nuevo, continuó el examen del suelo. Era maravilloso. Nada se le escapaba. Lo
fue recorriendo centímetro a centímetro, revolviendo potes y examinando sacos
viejos. Lanzóse sobre un lío cercano a la puerta, pero resultó contener
únicamente una chaqueta y un pantalón harapientos, que echó de nuevo al suelo,
refunfuñando. En seguida le interesaron dos pares de guantes viejos, pero acabó
por mover la cabeza y apartarlos. Volvió luego a examinar los potes vacíos,
invirtiéndolos uno por uno, y renovó sus signos negativos. Parecía hallarse
contrariado y perplejo. Creo que había ya olvidado mi presencia.
Pero en aquel momento
llegaron de fuera rumores agitados y se precipitaron en el cobertizo nuestro
antiguo amigo el juez, su oficial de secretaría, Bex y el doctor.
—Pero ¡esto es
extraordinario, Giraud! —exclamó Hautet—. ¡Otro crimen! ¡Ah!, no hemos llegado
al fondo de este caso. Hay aquí algún misterio profundo. Pero ¿quién es la
víctima esta vez?
—Eso es precisamente lo
que nadie sabe decirnos. No ha sido identificado.
—¿Dónde está el
cadáver? —preguntó el médico.
Giraud se apartó un
poco.
—Ahí, en el rincón. Ha
sido acuchillado en el corazón, como usted ve. Y con la daga que fue robada
ayer por la mañana. Imagino que el crimen siguió de cerca al robo..., pero esto
es usted quien ha de decirlo. Puede manosear la daga sin reparos..., no
contiene impresiones digitales.
El doctor se arrodilló
junto al muerto y Giraud se volvió hacia el juez de instrucción.
—Un problemita
espinoso, ¿verdad? Pero yo lo resolveré.
—¿Es decir, que nadie
sabe identificarle? —dijo el magistrado, pensativo—. ¿No podría ser uno de los
asesinos? Pueden haber disputado entre sí.
Giraud movió la cabeza.
—Este hombre es
francés... Estaría dispuesto a jurarlo.
Pero en aquel momento
fueron interrumpidos por el doctor, que se había sentado sobre sus talones con
expresión perpleja.
—¿Ha dicho usted que
fue muerto ayer por la mañana?
—Me guío por el robo de
la daga —explicó Giraud—. Puede, naturalmente, haber sido muerto más tarde.
—¡Más tarde! ¡Qué
disparate! Hace por lo menos cuarenta y ocho horas que este hombre está muerto,
y, probablemente, más.
Y nos miramos unos a
otros, mudos de asombro.
CAPÍTULO QUINCE
UNA FOTOGRAFÍA
Eran las palabras del
doctor tan sorprendentes que todos nos quedamos desconcertados. Teníamos allí a
un hombre apuñalado con una daga robada sólo veinticuatro horas antes y, no
obstante, afirmaba el doctor Durand, de un modo categórico, ¡que su muerte
había ocurrido hacía, por lo menos, cuarenta y ocho horas! Todo aquello era
fantástico en el más alto grado.
Estábamos aún
reponiéndonos de la sorpresa causada por el anuncio del doctor, cuando me
trajeron un telegrama. Había sido recibido en el hotel y enviado a la villa. Lo
abrí. Era de Poirot, que avisaba su regreso en el tren que llegaba a
Merlinville a las doce y veintiocho.
Miré mi reloj y
comprobé que tenía el tiempo justo para ir a recibirle a la estación sin
precipitarme. Comprendía que era importantísimo que quedase informado en
seguida de la emocionante novedad.
Reflexioné que,
evidentemente, Poirot no había tenido dificultad en encontrar lo que buscaba en
París. Así lo demostraba la prontitud de su regreso. Le habían bastado unas
cuantas horas. Me pregunté qué efecto le causaría la noticia que iba a
comunicarle.
El tren venía con
algunos minutos de retraso y me puse a pasear sin objeto por el andén hasta que
se me ocurrió que podía ocupar el tiempo en hacer algunas preguntas acerca de
las personas que habían salido de Merlinville con el último tren de la noche de
la tragedia.
Me acerqué al factor,
hombre de aspecto inteligente, y no me costó mucho persuadirle para hablar del
asunto. Afirmó calurosamente que era una vergüenza para la Policía que tales
bandoleros o asesinos pudiesen circular por ahí sin el merecido castigo. Le
hice la insinuación de que había alguna posibilidad de que hubiesen salido con
el tren de medianoche; pero él lo negó resueltamente. Dos extranjeros le
hubieran llamado la atención..., estaba seguro de ello. Sólo habían tomado
aquel tren unas veinte personas, y él no hubiera dejado de advertir su
presencia.
No sé qué fue lo que me
puso esta idea en la cabeza (quizá el acento de angustia de las palabras oídas
a Marta Daubreuil); pero, de pronto, le pregunté:
—¿No partió con este
tren monsieur Renauld, hijo?
—¡Ah!, no, señor.
¡Llegar y volver a marcharse al cabo de media hora no hubiera sido muy
divertido!
Le miré sin comprender
apenas el significado de sus palabras. Luego, lo comprendí.
—¿Quiere usted decirme
—le pregunté con el corazón algo agitado— que monsieur Jack Renauld había
llegado a Merlinville aquella noche?
—Sí, señor. Con el
último tren que llega por el otro lado, el de las once y cuarenta.
Mi cerebro giró como en
un torbellino. He aquí, pues, la razón de la angustia de Marta. Jack Renauld había
estado en Merlinville en la noche del crimen. Pero ¿por qué no lo había dicho?
¿Por qué, por el contrario, nos había inducido a creer que había permanecido en
Cherburgo? Recordando su expresión franca y juvenil, difícilmente hubiera
podido yo decidirme a pensar que tuviese alguna relación con el crimen. No
obstante, ¿por qué este silencio por su parte acerca de un punto de tan vital
importancia? Una cosa era cierta: Marta había estado siempre enterada de todo.
De aquí su congoja y sus ansiosas preguntas a Poirot sobre si se sospechaba de
alguien.
Mis reflexiones fueron
interrumpidas por la llegada del tren, y un momento después estaba dando la
bienvenida a Poirot. El hombrecillo venía radiante. Reía y vociferaba y,
olvidando mis reparos británicos, me abrazó calurosamente en el andén.
—Mon cher ami, ¡He
triunfado, he triunfado maravillosamente!
—¿De veras? Me encanta
saberlo. ¿Tiene usted las últimas noticias de aquí?
—¿Cómo quiere que tenga
ninguna noticia? Ha ocurrido algo, ¿verdad? ¿Ha detenido a alguien ese buen
Giraud? ¿O a varias personas, quizá? ¡Ah, ahora voy a ponerle en ridículo a ese
tipo! Pero ¿adonde me lleva usted, amigo mío? ¿No vamos al hotel? Es necesario
que me arregle el bigote..., está deplorablemente caído con el calor del viaje.
Además, sin duda llevo polvo en el traje. Y tengo que ajustarme la corbata.
Corté de golpe estas
protestas.
—Mi querido Poirot,
deje todo esto. Tenemos que ir a la villa inmediatamente. ¡Ha habido otro
asesinato!
Nunca he visto un
hombre tan aturdido. Cayó su mandíbula y su expresión perdió toda la anterior
viveza. Con la boca abierta, se quedó mirándome.
—¿Qué dice? ¿Otro
asesinato? ¡Ah!, pero entonces estoy equivocado por completo. He fracasado.
Giraud puede burlarse de mí..., ¡no le faltará razón!
—¿No lo esperaba usted
entonces?
—¿Yo? De ningún modo.
Esto destruye mi explicación..., lo deshace todo... Esto... ¡Ah, no! —y se
detuvo de repente, golpeándose el pecho—. Es imposible. ¡No puedo estar
equivocado! Considerados metódicamente y en su verdadero orden, los hechos sólo
admiten una explicación. ¡Debo tener razón! ¡Tengo razón!
—Pero entonces...
Me interrumpió.
—Espere, amigo mío.
Debo tener razón, y, por tanto, este nuevo asesinato es imposible, a no ser...,
a no ser... ¡Oh!, espere, se lo ruego. No diga una palabra.
Permaneció callado por
unos momentos; luego, volviendo a su actitud normal, dijo con voz tranquila y
segura:
—La víctima es un
hombre de mediana edad. Su cuerpo ha sido hallado en el cobertizo cerrado
cercano al lugar del crimen, y la muerte había ocurrido, por lo menos, cuarenta
y ocho horas antes. Y es muy probable que fuese acuchillado de un modo parecido
al de Renauld, aunque no necesariamente en la espalda.
Ahora me llegó a mí el
turno de quedarme con la boca abierta, y así lo hice. En todo lo que sabía de
la historia de Poirot no había un hecho tan sorprendente corno éste. Y, como
era casi inevitable, cruzó una duda por mi mente.
—Poirot —exclamé—, está
usted bromeando ahora a costa mía. Estaba ya informado.
Pero él me dirigió una
mirada de reproche.
—¿Soy yo capaz de hacer
una cosa así? Le aseguro que no sabía una palabra de esto. ¿No ha observado la
impresión que me han causado sus noticias?
—Pero ¿cómo ha podido
saber todo esto?
—¿Tenía razón entonces?
Pero yo lo sabía. Las pequeñas células grises, amigo mío, ¡las pequeñas células
grises! Ellas me lo habían dicho. Así, y no de otro modo, era posible una
segunda muerte. Cuéntemelo ahora todo. Si vamos por la izquierda podremos tomar
un atajo, cruzando el campo de golf, que nos llevará mucho más deprisa a la
parte posterior de Villa Geneviéve.
Mientras caminábamos,
siguiendo el atajo indicado por él, le conté cuanto sabía. Poirot me escuchó
con gran atención.
—¿La daga estaba en la
herida, dice usted? Es curioso. ¿Está seguro de que era la misma?
—Absolutamente seguro.
Esto es lo que hace el caso tan imposible.
—Nada es imposible.
Puede haber tenido dos dagas.
Oyendo esto levanté las
cejas.
—Seguramente esto es
extremadamente inverosímil. Sería una coincidencia muy extraordinaria.
—Habla usted, como de
costumbre, sin reflexionar, Hastings. En algunos casos sería extremadamente
improbable la existencia de dos armas idénticas; pero no en el caso presente.
Esta arma particular era un recuerdo de la guerra hecho por encargo de Jack Renauld.
Si pensamos en ello, es realmente muy inverosímil que encargase sólo una daga.
Muy probablemente había otra para su propio uso.
—Pero nadie ha hecho
mención de semejante cosa.
En el tono de Poirot
asomó ahora una insinuación del acento del conferenciante.
—Amigo mío: cuando se
trabaja en la indagación de un caso no se toman en cuenta sólo las cosas que
han sido «mencionadas». No hay razón para mencionar muchas cosas que pueden
luego resultar importantes. Así mismo, hay muchas veces una razón excelente
para no mencionarlas. Puede usted elegir entre los dos motivos.
Guardé silencio,
impresionado a mi pesar. Con unos cuantos minutos más llegamos al famoso
cobertizo. Allí encontramos a todos nuestros amigos y, tras un intercambio de
frases corteses, Poirot empezó su tarea.
Habiendo observado el
trabajo de Giraud, me sentí vivamente interesado. Poirot dirigió a su alrededor
una mirada superficial y sólo examinó la chaqueta y el pantalón harapientos que
se hallaban junto a la puerta. A los labios de Giraud asomó una sonrisa
desdeñosa, y, como si lo hubiese advertido, Poirot echó al suelo nuevamente el
lío de ropa.
—¿Prendas viejas del
jardinero? —preguntó.
—Exactamente —contestó
Giraud.
Poirot se arrodilló
junto al cadáver. Sus dedos trabajaban rápida, pero metódicamente. Examinó el
género del traje y comprobó que no estaba marcado. Dedicó una atención especial
a las botas y así mismo a las uñas sucias y rotas. Mientras examinaba estas
últimas dirigió a Giraud una rápida pregunta:
—¿Las ha visto?
—Sí; las he visto
—contestó el otro, con su rostro siempre inescrutable.
De pronto, Poirot se
enderezó.
—¡Doctor Durand!
—Diga... —y el doctor
se adelantó.
—Tiene espuma en los
labios. ¿La ha observado usted?
—Debo admitir que no la
había advertido.
—Pero ¿la observa
ahora?
—¡Oh, ciertamente!
Poirot dirigió una
nueva pregunta a Giraud:
—¿Usted la había
advertido, sin duda?
El otro no contestó.
Poirot continuó su trabajo. La daga había sido retirada de la herida y colocada
en un jarro de cristal, al lado del cadáver. Poirot la examinó y estudió luego
la herida con atención. Cuando levantó la cabeza, su rostro estaba excitado y
brillaba en sus ojos la gran luz verde que tan bien conocía yo.
—¡Es ésta una extraña
herida! No ha sangrado. No hay mancha en la ropa. La hoja de la daga está
ligeramente descolorida y nada más. ¿Qué le parece a usted, señor doctor?
—Sólo puedo decir que
es todo muy anormal.
—No es nada anormal. Es
muy sencillo. El hombre fue apuñalado cuando ya estaba muerto —y conteniendo
con un movimiento de la mano el vocerío que se había levantado, Poirot se
volvió hacia Giraud y añadió—: Monsieur Giraud está de acuerdo conmigo,
¿verdad?
Cualquiera que fuese su
verdadera opinión, Giraud aceptó la petición sin mover un músculo. Calmosa y
algo desdeñosamente, contestó:
—Ciertamente, estoy de
acuerdo.
De nuevo se levantó el
murmullo de sorpresa e interés.
—Pero ¡vaya una idea!
—exclamó Hautet—. ¡Apuñalar a un hombre después de muerto! ¡Bárbaro! ¡Inaudito!
Algún odio insaciable, quizá.
—No —dijo Poirot—. Me
figuro que se hizo enteramente a sangre fría... para crear una impresión.
—¿Qué impresión?
—La impresión que casi
creó —replicó Poirot con tono oracular.
Bex había estado
reflexionando.
—¿Cómo fue muerto el
hombre, entonces?
—No fue muerto. Murió.
Y murió, si no estoy muy equivocado, ¡de un ataque de epilepsia!
La declaración de
Poirot levantó de nuevo una excitación considerable. El doctor Durand volvió a
arrodillarse e hizo una exploración minuciosa. Por último, poniéndose en pie,
dijo:
—Monsieur Poirot, me
inclino a creer que su afirmación es acertada. Al empezar estuve desorientado.
El hecho indiscutible de que el hombre había sido apuñalado desvió mi atención
de todas las otras indicaciones.
Poirot era el héroe de
aquella hora. El juez de instrucción le felicitó profusamente. Poirot
correspondió con donaire y se excusó luego con el pretexto de que ni él ni yo
habíamos almorzado todavía y que deseaba reponerse de las fatigas del viaje.
Cuando estábamos a punto de salir del cobertizo se nos acercó Giraud.
—Otra cosa, Poirot
—dijo con su voz suave y zumbona—. He encontrado esto arrollado al puño de la
daga..., un cabello de mujer.
—¡Ah! —contestó
Poirot—. ¿Un cabello de mujer? ¿De qué mujer?, me pregunto yo.
—Yo me lo pregunto
también —y, con una reverencia, Giraud nos dejó.
—Ha insistido ese bueno
de Giraud —dijo Poirot con aire pensativo—. No sé en qué dirección espera
despistarme. Un cabello de mujer..., ¡hum!...
Almorzamos con buen
apetito, pero encontré a Poirot un poco distraído. Pasamos luego a nuestra sala
y allí le rogué que me dijese algo de su misterioso viaje a París.
—Con mucho gusto, amigo
mío. He ido a París a buscar esto.
Y sacó del bolsillo un
pequeño recorte amarillento de papel de periódico. Era la reproducción de una
fotografía de mujer. Me lo entregó y lancé una exclamación.
—¿La reconoce usted,
amigo?
Hice una seña
afirmativa. Aunque era claro que aquella fotografía databa de muchos años, y el
peinado era de otro estilo, el parecido era inconfundible.
—¡Madame Daubreuil!
Poirot movió la cabeza
con una sonrisa.
—Esto no es enteramente
exacto, amigo mío. No se llamaba así en aquellos tiempos. ¡Ése es el retrato de
la célebre madame Beroldy!
iMadame Beroldy! Como
en un relámpago, acudió a mi memoria la historia del proceso por asesinato que
había despertado un interés mundial: el proceso Beroldy.
CAPÍTULO DIECISEIS
EL PROCESO BEROLDY
Unos veinte años antes
de la época a que se refiere el presente relato, Arnold Beroldy, natural de
Lyon, llegó a París acompañado de su bonita esposa y de la hija de ambos, que
no era entonces más que un bebé. Beroldy era un socio joven de una firma de
comerciantes en vino, hombre robusto, de mediana edad, aficionado a la buena
vida, consagrado a su encantadora esposa y poco notable por ningún otro
concepto. La firma a la que pertenecía Beroldy era poco importante, y, aunque
regularmente próspera, no proporcionaba ingresos muy considerables al joven
asociado. Los Beroldy ocupaban un piso pequeño y habían empezado viviendo
modestamente.
Pero por poco notable
que pudiera ser Beroldy, su esposa ostentaba una deslumbrante aureola
romántica. Joven, bien parecida y dotada de un singular encanto en sus maneras,
madame Beroldy produjo desde el principio en su barrio una sensación que se
acrecentó cuando empezó a circular el rumor de que había estado su cuna rodeada
de algún interesante misterio. Afirmaban unos que era hija ilegítima de un gran
duque ruso. Según otros, se trataba de un archiduque austríaco, y la unión de
sus padres era legal, aunque morganática. Pero todos estaban de acuerdo en una
cosa: que Jane Beroldy era el centro de un misterio interesante.
Entre los amigos y
conocidos de los Beroldy figuraba un abogado joven, George Conneau. Pronto fue
evidente que la fascinante Jane había esclavizado por completo su corazón.
Madame Beroldy alentó al joven discretamente, aunque teniendo siempre buen
cuidado de afirmar su absoluta fidelidad al hombre de mediana edad que era su
esposo. No obstante, muchas personas despechadas no vacilaron en declarar que
Conneau era su amante..., ¡y no el único!
Cuando los Beroldy
llevaban unos tres meses de residencia en París entró en escena otro personaje.
Era éste míster Hiram P. Trapp, un norteamericano extremadamente rico.
Presentado a la encantadora y misteriosa madame Beroldy, fue muy pronto víctima
de sus atractivos. Su admiración era clara, aunque estrictamente respetuosa.
Por aquella fecha,
madame Beroldy se mostró más explícita en sus confidencias. A varias de sus
amigas declaró que se hallaba muy inquieta a causa de su esposo. Dijo que había
sido inducido a tomar parte en varios planes de naturaleza política, e hizo
también referencia a algunos papeles importantes cuya custodia se le había
confiado y que contenían datos relativos a un «secreto» de largo alcance
europeo. Le habían sido confiados para desorientar a los que los buscaban, pero
madame Beroldy estaba nerviosa, pues había reconocido a varios miembros
importantes del Círculo Revolucionario de París.
La bomba estalló el 28
de noviembre. La mujer que venía todos los días a limpiar y a guisar para los
Beroldy quedó sorprendida al ver abierta la puerta del piso. Oyendo algunos
débiles gemidos procedentes del dormitorio, entró. Sus ojos tropezaron con un
cuadro terrible: madame Beroldy yacía en el suelo, con los pies y manos atados
y gimiendo, pues había logrado retirar la mordaza que cubrió su boca. Sobre el
lecho estaba Beroldy, en un charco de sangre, con un cuchillo clavado en el
corazón.
El relato de madame
Beroldy era bastante claro. Despertando repentinamente de su sueño, había
distinguido inclinados sobre ella a dos hombres enmascarados, que ahogaron sus
gritos atándola y amordazándola. Luego habían pedido a monsieur Beroldy el
famosísimo «secreto».
Pero el intrépido
comerciante en vinos se había negado en redondo a acceder a esta demanda.
Irritado por su negativa, uno de los hombres le había atravesado el corazón con
un cuchillo. Con las llaves del muerto habían abierto la caja de caudales del
rincón y se habían llevado muchos papeles. Los dos hombres llevaban grandes
barbas y sendas máscaras, pero madame Beroldy declaró positivamente que eran
rusos.
El suceso despertó una
sensación inmensa. Pasó el tiempo y nunca se halló la pista de los misteriosos
barbudos. Y luego, cuando el interés general empezaba a decaer, ocurrió una
cosa sorprendente: madame Beroldy fue detenida bajo la acusación de haber
asesinado a su marido.
Cuando se celebró el
juicio, apasionó a todo el mundo. La juventud y belleza de la acusada y su
misteriosa historia bastaron para convertir el caso en un proceso célebre.
Quedó demostrado sin
posibilidad de duda que los padres de Jane eran una pareja de comerciantes en
frutas, muy respetable y prosaica, de las afueras de Lyon. El gran duque ruso,
las intrigas cortesanas y los planes políticos..., con las demás historias
puestas en circulación, ¡habían salido de la imaginación de la misma dama! Toda
la verdadera historia de su vida fue expuesta al público sin contemplaciones.
El motivo del asesinato resultó ser míster Hiram P. Trapp. Míster Trapp hizo lo
que pudo, pero, hábil e implacablemente interrogado, se halló obligado a
admitir que amaba a Jane y que, si ésta hubiera sido libre, le hubiera pedido
que se casara con él. El hecho de que las relaciones entre ellos hubiesen de ser
reconocidas como puramente platónicas, daba mayor fuerza a la acusación. Como
quiera que el carácter sencillo y honrado de aquel hombre no le permitía
aspirar a convertirse en su amiga, Jane había concebido el monstruoso proyecto
de deshacerse de su marido, menos joven y menos distinguido, para llegar a ser
la esposa del rico norteamericano.
Madame Beroldy no
perdió por un momento la sangre fría ni el dominio de sí misma ante sus
acusadores. Y sostuvo invariable su historia, persistiendo en la declaración de
que tenía en las venas sangre real y había sido sustituida por la hija del
vendedor de frutas en edad temprana. Aunque absurdas y sin fundamento alguno,
estas manifestaciones fueron aceptadas e implícitamente creídas por gran número
de personas.
Pero el fiscal fue
implacable. Denunció como pura invención a los rusos enmascarados y afirmó que
el crimen había sido cometido por madame Beroldy y su amante George Conneau. Se
despachó un mandamiento para efectuar la detención del segundo, quien
prudentemente había desaparecido. En la prueba se puso de manifiesto que las
ligaduras que tuvo puestas madame Beroldy estaban tan flojas que hubiera podido
quitárselas fácilmente.
Y luego, cuando se
acercaba el término del juicio, llegó a manos del fiscal una carta echada al
correo en París. Era de George Conneau, quien, sin revelar su actual paradero,
confesaba el crimen detalladamente. En ella declaraba que él, efectivamente,
había descargado el golpe fatal a instigación de madame Beroldy. El crimen
había sido proyectado entre los dos. Creyendo que su marido la maltrataba, y
enloquecido por su propia pasión, de la que se creía correspondido por ella,
había preparado el crimen y dado la cuchillada que debía dejar a la mujer amada
libre de una odiosa esclavitud. Ahora, por primera vez, tenía conocimiento de
la existencia de Hiram P. Trapp, y comprendía que la mujer que amaba ¡le había
hecho traición! No quería ésta ser libre para pertenecerle mejor a él, sino
para casarse con el rico americano. Le había utilizado como un instrumento, y
ahora, furiosamente celoso, se volvía contra ella y la denunciaba, declarando
que por su parte había obrado siempre a instigación de Jane.
Y entonces madame
Beroldy dio pruebas del notable carácter que sin duda poseía. Sin vacilación
abandonó su defensa anterior y admitió que los «rusos» eran pura invención
suya. El verdadero asesino era George Conneau. Enloquecido por su pasión, había
cometido el crimen, jurando que si no guardaba silencio se tomaría una terrible
venganza sobre ella. Aterrada por sus amenazas, ella había consentido (temiendo
además que, si decía la verdad, pudiera verse acusada de complicidad en el
crimen). Pero se había negado firmemente a tener nada más que ver con el
asesino de su marido, y, en venganza por su actitud, había escrito él esta
carta acusadora. Solemnemente juró que no había tenido parte alguna en la
preparación del asesinato y que lo que había visto al despertarse aquella
terrible noche había sido al mismo George Conneau en pie a su lado con el
ensangrentado cuchillo en la mano.
La actitud era
arriesgada. La versión de madame Beroldy era apenas creíble. Pero su discurso
ante el jurado fue una obra maestra. Con las mejillas bañadas en lágrimas,
habló de su hijita, de su honor de mujer, de su deseo de conservar limpia su
reputación en beneficio de la criatura. Admitió que habiendo sido la amante de
George Conneau, podría quizá ser considerada como responsable moralmente del
crimen..., pero ante Dios ¡nada más! Sabía que había cometido una grave falta
al abstenerse de denunciar a Conneau; pero, con voz entrecortada, declaró que
esto era una cosa que ninguna mujer podía haber hecho. Ella ¡le había amado!
¿Podía prestar su ayuda para que se le enviase a la guillotina? Había sido muy
culpable, pero era inocente del crimen que se le imputaba.
Como quiera que ello
pudiera haber sido, su elocuencia y su personalidad ganaron la partida. En
medio de una escena de no igualada emoción, madame Beroldy fue absuelta.
Los mayores esfuerzos
de la Policía no bastaron para hallar la pista de George Conneau. En cuanto a
madame Beroldy, nada más se supo de ella. Llevándose a su niña, se alejó de
París para comenzar una nueva vida.
CAPITULO DIECISIETE
HACEMOS NUEVAS
INVESTIGACIONES
He dado una noticia
completa del caso Beroldy. Por supuesto, no vinieron a mi memoria todos los
detalles tal como los registro aquí. Sin embargo, recordaba el caso con
bastante precisión. Despertó mucho interés en su tiempo y fue extensamente
descrito en la Prensa inglesa, de suerte que no necesité hacer un gran esfuerzo
para repasar los detalles más salientes.
De momento, y dada mi
emoción, parecía dejar aclarado todo el asunto. Reconozco que soy impulsivo, y
Poirot deplora mi costumbre de saltar a las conclusiones, pero creo tener
alguna excusa en el caso presente. Desde luego, me llamó la atención el modo
notable como este descubrimiento justificaba el punto de vista de Poirot.
—Poirot —le dije—, le
felicito. Ahora lo veo todo.
Con su acostumbrada
precisión, Poirot encendió uno de sus delgados cigarrillos. Después, levantó la
vista.
—Y puesto que ahora lo
ve usted todo, amigo mío, ¿qué ve exactamente?
—¡Cómo! Pues que fue
madame Daubreuil-Beroldy quien asesinó a monsieur Renauld. La similitud de los
dos casos lo prueba sin la menor duda.
—Entonces, ¿considera
usted que madame Beroldy fue absuelta injustamente?
Abrí mucho los ojos y
contesté:
—¡Por supuesto! ¿No lo
cree usted así?
Poirot paseó hasta el
extremo de la habitación, rectificó distraídamente la posición de una silla y
dijo con expresión pensativa:
—Sí; ésta es mi
opinión. Pero no hay «por supuesto», amigo mío. Técnicamente hablando, madame
Beroldy es inocente.
—De aquel crimen,
quizá; pero no de éste.
Poirot se sentó de
nuevo y me miró, con su pensativa expresión más acusada que nunca.
—¿De suerte que su
opinión definitiva es que madame Daubreuil asesinó a monsieur Renauld?
—Sí.
—¿Por qué?
Y la pregunta fue tan
repentina que me dejó desconcertado.
—¿Cómo? —balbucí—. ¿Por
qué? ¡Oh, porque...! —y me detuve.
Poirot me miró tras una
inclinación de cabeza.
—Ya lo veo: tropezó
usted al primer paso. ¿Por qué había de asesinar madame Daubreuil (la llamo así
para más claridad) a monsieur Renauld? No podemos encontrar ni la sombra de un
motivo. No gana nada con su muerte; sea querida o chantajista, pierde. No hay
asesinato sin motivo. El primer crimen era diferente..., había allí un
enamorado rico que hubiera podido ocupar el lugar del esposo.
—El dinero no es el
único motivo para asesinar —objeté.
—Cierto —convino Poirot
con voz plácida—. Hay otros dos: uno de ellos actúa en el crime passionnel. Y
hay un tercer motivo, poco frecuente porque supone alguna forma de desarreglo
mental en el asesino: el del asesinato por una idea. La manía homicida y el
fanatismo religioso pertenecen a esta clase. Podemos prescindir de él en el
caso presente.
—Pero ¿qué me dice del crime
passionnel? ¿Puede pasarlo por alto? Si madame Daubreuil fue la amiga de
Renauld, si descubrió que el afecto de él se enfriaba o si se despertaron sus
celos de un modo u otro, ¿no pudo matarlo en un momento de ira?
Poirot movió la cabeza.
—Si... (digo si, fíjese
bien) madame Daubreuil era la amiga de Renauld, éste no había tenido tiempo de
cansarse de ella. Y, en todo caso, equivoca usted su carácter. Es una mujer que
sabe simular una gran tensión emocional. Es una actriz magnífica. Pero si la
consideramos desapasionadamente, su vida desmiente estas apariencias.
Examinándola a fondo, la encontramos siempre fría y calculadora en todos sus
motivos y acciones. Su complicidad en el asesinato de su esposo no obedeció al
deseo de unirse con su joven amante. Su objeto era el rico norteamericano, por
el que probablemente no sentía el menor afecto. Si cometió un crimen, fue para
ganar algo. Y aquí no había nada que ganar. Además, ¿cómo explica usted que se
hubiese cavado la sepultura? Éste era un trabajo de hombre.
—Puede haber tenido un
cómplice —le indiqué, con pocos deseos de abandonar mi opinión.
—Paso a otra objeción.
Ha hablado usted de similitud entre los dos crímenes. ¿Dónde está esa
similitud, amigo mío? ¿Dónde está?
Le miré lleno de
asombro.
—¡Cómo, Poirot! Pero
¡si fue usted quien la descubrió! ¡La historia de los hombres enmascarados, el
«secreto», los papeles!
Poirot sonrió
ligeramente.
—No se acalore así, se
lo ruego. No me desdigo de nada. La semejanza entre las dos historias las une
inevitablemente. Pero reflexione ahora sobre un punto muy curioso. No es madame
Daubreuil quien nos cuenta esta historia (si fuera ella, todo sería,
ciertamente, coser y cantar), es madame Renauld. ¿Es que está entonces de
acuerdo con la otra?
—No puedo creerlo
—repuse lentamente—. Si está de acuerdo, es la actriz más perfecta que el mundo
haya visto nunca.
—¡Ta, ta, ta! —replicó
Poirot, impaciente—. ¡Otra vez volvemos al sentimiento y dejamos la lógica! Si
para ser criminal necesita una mujer ser una consumada actriz, atribúyale este
don en buena hora. Pero ¿es necesario? Yo no creo que madame Renauld esté de
acuerdo con madame Daubreuil por diversas razones, algunas de las cuales le he
enumerado ya. Las otras son bien manifiestas. Por tanto, eliminada esta
posibilidad, nos acercamos mucho a la verdad, que es, como siempre, muy curiosa
e interesante.
—Poirot —exclamé—, ¿qué
otras cosas sabe?
—Amigo mío, debe usted
hacer sus propias deducciones. Tiene «acceso a los hechos». Concentre sus
células grises. Razone... no como Giraud..., ¡sino como Hércules Poirot!
—Pero ¿está usted
seguro?
—Amigo mío: por muchos
conceptos, he sido un imbécil. Pero, por fin, veo claramente.
—¿Lo sabe todo?
—He descubierto lo que
monsieur Renauld quería que descubriese cuando me envió a buscar.
—¿Y conoce al asesino?
—Conozco a un asesino.
—¿Qué quiere decir?
—Estamos jugando un
poco a los despropósitos. Hay aquí no un crimen, sino dos. El primero lo he
resuelto; el segundo..., eh bien!..., ¡confesaré que no estoy seguro!
—Pero, oiga, Poirot:
creía que había usted dicho que el hombre del cobertizo había muerto de muerte
natural...
—¡Ta, ta, ta! —replicó
Poirot con su expresión de impaciencia favorita—. Sigue usted sin comprender.
Puede uno tener un crimen sin un asesino, pero para que haya dos crímenes es
esencial que haya dos cadáveres.
Esta observación me
pareció tan peculiarmente falta de lucidez, que le miré con cierta inquietud.
Pero su aspecto era perfectamente normal. De pronto, se levantó y dirigióse a
la ventana.
—Aquí está —observó.
—¿Quién?
—Jack Renauld. Le envié
una nota a la villa pidiéndole que viniese.
Esto cambió el curso de
mis ideas, y le pregunté a Poirot si sabía que Jack Renauld había estado en
Merlinville la noche del crimen. Había esperado coger a mi astuto amigo
adormecido, pero, como de costumbre, era omnisciente. También él había
investigado en la estación.
—Y sin duda, la idea no
es una originalidad nuestra, Hastings. El excelente Giraud ha hecho también
probablemente sus preguntitas.
—No cree usted...
—dije, y me detuve—. ¡Ah!, no, ¡sería demasiado horrible!
Poirot me dirigió una
mirada interrogante, pero yo no dije más. Acababa de ocurrírseme que, aunque
había siete mujeres directa o indirectamente relacionadas con el caso, madame
Renauld, madame Daubreuil y su hija, la misteriosa visitante y las tres
sirvientas, no había, con la excepción del viejo Augusto, que, difícilmente,
podía tenerse en cuenta, más que un hombre: Jack Renauld. Y que un hombre
debía de haber cavado la sepultura.
No tuve tiempo de dar
mayor desarrollo a la espantosa idea que se me había ocurrido, pues Jack
Renauld entró en la habitación.
Poirot le recibió como
hombre dispuesto a ir al grano.
—Siéntese, monsieur
Renauld. Lamento infinitamente causarle esta molestia, pero quizá comprenderá
usted que la atmósfera de la villa no me va muy bien. Monsieur Giraud y yo no
estamos de acuerdo en todo. En sus tratos conmigo no se ha distinguido por la
cortesía, y usted se hará cargo de que no me propongo que se aproveche de los
pequeños descubrimientos que pueda yo hacer.
—Exactamente, monsieur
Poirot —asintió el muchacho—. Este tipo, Giraud, es un bruto malcriado y me
encantará ver cómo alguien le devuelve la pelota.
—¿Puedo, entonces,
pedirle a usted un pequeño favor?
—Desde luego.
—Voy a rogarle que vaya
a la estación del ferrocarril y tome el tren hasta la estación próxima,
Abbalac. Pregunte en el guardarropa si en la noche del crimen depositaron allí
una maleta dos extranjeros. Es una estación pequeña y me parece casi seguro que
lo recordarán. ¿Quiere usted hacelo?
—Naturalmente que lo
haré —dijo el muchacho algo desconcertado, aunque presto a desempeñar el
encargo.
—Usted comprende que mi
amigo y yo tenemos trabajo en otra parte —explicó Poirot—. Sale un tren dentro
de un cuarto de hora, y voy a rogarle que no vuelva ahora a la villa, pues
deseo que Giraud no tenga la menor idea de esta misión.
—Muy bien. Iré a la estación
directamente.
Y se puso en pie. La
voz de Poirot le detuvo.
—Un momento, monsieur
Renauld: hay un pequeño detalle que no entiendo. ¿Por qué no hizo usted mención
ante monsieur Hautet, esta mañana, de su estancia en Merlinville la noche del
crimen?
El rostro de Jack
Renauld se puso de color de grana. Con un esfuerzo, se dominó.
—Se ha equivocado
usted. Estaba en Cherburgo, como se lo dije esta mañana al juez de instrucción.
Poirot le miró con los
párpados contraídos como los de un gato, hasta que sólo dejaron ver un destello
verde.
—Entonces es una
extraña equivocación la mía, pues también la padece el personal de la estación.
Dicen allí que llegó usted en el tren de las once y cuarenta.
Por un momento, Jack
Renauld vaciló y luego tomó su partido.
—¿Y qué importa si
llegué? Supongo que no se propone acusarme de participación en el asesinato de
mi padre... —exclamó en tono altivo, echando atrás la cabeza.
—Desearía una
explicación de la razón que le trajo a usted aquí.
—Es bien sencilla. Vine
para ver a mi novia, mademoiselle Daubreuil. Estaba en vísperas de emprender un
largo viaje, sin saber cuándo regresaría. Y antes de partir quise reiterarle la
seguridad de mi inquebrantable afecto.
—¿Y, en efecto, la vio
usted? —preguntó Poirot sin apartar su atención del rostro del joven.
Hubo una pausa
apreciable antes que Renauld contestase. Luego, dijo:
—Sí.
—¿Y después?
—Descubrí que había
perdido el último tren. Y me fui a pie hasta Saint-Beauvais, donde llamé a un
garaje y conseguí un coche para regresar a Cherburgo.
—¿Saint-Beauvais? Esto
está a quince kilómetros de aquí. Un paseo largo, monsieur Renauld.
—Me..., me encontraba
en disposición de andar.
Poirot bajó la cabeza
en señal de que aceptaba la explicación. Jack Renauld recogió el sombrero y el
bastón y salió. Un momento después, Poirot se puso en pie de un salto.
—Aprisa, Hastings.
Vamos a seguirle.
Manteniéndonos a
discreta distancia, fuimos tras él por las calles de Merlinville. Pero al ver
que se encaminaba a la estación, Poirot se detuvo.
—Todo va bien. Se ha
tragado el anzuelo. Irá a Abbalac y preguntará por la imaginaria maleta que
dejaron allí los imaginarios extranjeros. Sí, amigo mío, todo ha sido invención
propia.
—¡Quería usted
apartarle de aquí!
—¡Su penetración es
sorprendente, Hastings! Si no tiene inconveniente, iremos ahora a la Villa
Geneviéve.
CAPÍTULO DIECIOCHO
GIRAUD ACTÚA
Llegados a la villa,
Poirot me condujo al cobertizo donde se descubrió el segundo cadáver. Sin
embargo, no entró y se detuvo junto al banco situado a algunos metros de
distancia, que ya he mencionado. Después de contemplarlo por unos segundos, se
encaminó desde allí con suma cautela al seto que señalaba el límite entre Villa
Geneviéve y Villa Marguerite. Retrocedió luego, haciendo con la cabeza una seña
afirmativa. Volviendo al seto, separó los arbustos con las manos.
—Si tenemos un poco de
suerte —observó por encima del hombro—, mademoiselle Marta puede encontrarse en
el jardín. Deseo hablar con ella y preferiría no llamar formalmente a la Villa
Marguerite. ¡Ah!, todo va bien; aquí está. Pst, mademoiselle! Un momento, s'il vous
plait.
Me reuní con él en el
momento en que Marta Daubreuil, algo sobresaltada al parecer, venía corriendo
al seto, en contestación a su llamada.
—Una palabrita con
usted, señorita, si me lo permite.
—Con mucho gusto,
monsieur Poirot.
A pesar de aquella
aquiescencia, su mirada parecía turbada y temerosa.
—Señorita, ¿recuerda
usted que el día en que estuve en su casa con el juez de instrucción vino luego
corriendo a mi encuentro, por la carretera, para preguntarme si había alguien
sospechoso de participación en el crimen?
—Y usted me habló de
dos chilenos —dijo ella con voz desalentada, poniéndose la mano sobre el
corazón.
—¿Quiere volver a dirigirme
la misma pregunta, señorita?
—¿Qué quiere usted
decir?
—Esto: que si volviese
a preguntármelo, habría de darle una contestación diferente. Se sospecha de
alguien..., pero no es un chileno.
—¿Quién? —y la palabra
salió débilmente por sus labios entreabiertos.
—Jack Renauld.
—¡Cómo! —gritó ella—.
¿Jack? Imposible. Pero ¿quién se atreve a sospechar de él?
—Giraud.
—¡Giraud! —repitió la
muchacha con el rostro ceniciento—. Me asusta ese hombre. Es cruel. Querría,
querría... —y se interrumpió.
En su rostro iba
formándose una expresión de resolución valerosa. Me di cuenta en aquel momento
de que era una luchadora. Poirot la observaba también con atención.
—¿Usted sabe, por
supuesto, que estuvo aquí en la noche del asesinato? —preguntó.
—Sí —contestó ella
automáticamente—. Me lo dijo.
—Fue una imprudencia
haber intentado ocultar el hecho —se aventuró a añadir Poirot.
—Sí, sí —contestó ella
con impaciencia—. Pero no podemos perder el tiempo en lamentaciones. Debemos
encontrar un medio de salvarle. Es inocente, desde luego; pero esto no le
servirá para nada con un hombre como Giraud, que tiene que pensar en su
reputación. Ha de detener a alguien, y éste será Jack.
—Los hechos le serán
contrarios —dijo Poirot—. ¿Se da cuenta de esto?
Ella le miró cara a
cara.
—No soy una niña,
caballero. Puedo tener valor y mirar los hechos de frente. Es inocente y
debemos salvarle.
Había hablado con una
especie de energía desesperada; luego, calló, para pensar, con las cejas
fruncidas.
—Señorita —dijo Poirot,
observándola con gran atención—, ¿no hay algo que pudiera decirnos y que se ha
callado?
Ella hizo una seña
afirmativa, con expresión perpleja.
—Sí; hay algo. Pero
apenas sé si querrá usted creerlo...; parece una cosa tan absurda...
—Díganoslo de todos
modos, señorita.
—Es esto. Giraud,
después de pensarlo más, me envió a buscar para ver si podía identificar al
hombre que está ahí —indicó el cobertizo con un movimiento de la cabeza—. No
pude. Por lo menos, no pude en aquel momento. Pero, desde entonces, he estado
pensando...
—Adelante.
—Parece tan raro..., y,
sin embargo, estoy casi segura. Se lo diré a usted. En la mañana del día en que
fue asesinado monsieur Renauld, estaba paseando por este jardín cuando oí voces
de hombres que disputaban. Aparté las plantas y miré a través. Uno de los
hombres era monsieur Renauld, y el otro un vagabundo, un hombre de aspecto
sórdido, vestido de harapos, que lloriqueaba y amenazaba alternativamente.
Deduje que le estaba pidiendo dinero, pero en aquel momento mamá me llamó desde
la casa y hube de irme. Nada más, sólo que... estoy casi segura de que el
vagabundo y el hombre muerto de ese cobertizo son la misma persona.
Poirot lanzó una
exclamación.
—Pero ¿por qué no lo
dijo antes, señorita?
—Porque, al principio,
sólo tuve la impresión de que conocía vagamente aquella cara. El hombre iba
vestido de otro modo, y, al parecer, pertenecía a una clase social superior.
Llamó una voz desde la
casa.
—Es mamá —murmuró
Marta—. Debo irme —y se alejó deslizándose por entre los árboles.
—Venga —dijo Poirot; y
cogiéndome el brazo, se volvió en dirección a la villa.
—¿Qué piensa realmente?
—le pregunté con alguna curiosidad—. ¿Es esta historia cierta o la ha compuesto
la muchacha para apartar las sospechas de su enamorado?
—Es una historia
curiosa —dijo Poirot—; pero yo creo que es la pura verdad. Sin pensarlo, Marta
nos ha dicho la verdad sobre otro detalle, e, incidentalmente, ha desmentido a
Jack Renauld. ¿Advirtió usted su vacilación cuando le pregunté si había visto a
Marta Daubreuil en la noche del crimen? Se detuvo y dijo luego: «Sí.» Y yo
sospeché que mentía. Era para mí necesario ver a Marta antes que él pudiese
prevenirla. Tres palabritas me han dado la información que quería. Cuando le he
preguntado si sabía que Jack Renauld estuvo aquí aquella noche, ha contestado:
«Me lo dijo.» Ahora bien, Hastings: ¿qué estaba haciendo aquí Jack Renauld
aquella memorable noche, y, si no vio a Marta, a quién vio?
—Seguramente, Poirot
—exclamé, horrorizado—, ¡usted no puede creer que un muchacho como éste asesinaría
a su propio padre!
—Amigo mío —dijo
Poirot—, ¡continúa usted dominado por un sentimentalismo increíble! ¡He visto a
siete madres asesinar a sus hijitos para cobrar un seguro! Después de esto,
puede uno creer cualquier cosa. ¿No le parece a usted?
—¿Y el motivo?
—Dinero, por supuesto.
Recuerde que Jack Renauld pensaba que recibiría la mitad de la fortuna de su
padre a la muerte de éste.
—Pero el vagabundo...
¿Qué venía a hacer aquí?
Poirot encogió los
hombros.
—Giraud dirá que era un
cómplice..., un apache que ayudó al joven Renauld a cometer el crimen, y que
fue convenientemente quitado de en medio después.
—¿Y el cabello
alrededor de la daga? ¿El cabello de mujer?
—¡Ah! —contestó Poirot
con amplia sonrisa—. Ésa es la flor y nata de las bromitas de Giraud. Según él,
no es de mujer. Recuerde que los jóvenes de nuestros días llevan el cabello
hacia atrás desde la frente y alisado con pomadas. Por tanto, algunos de esos
cabellos son de longitud considerable.
—¿Y usted también cree
eso?
—No —dijo Poirot con
curiosa sonrisa—; porque sé que es un cabello de mujer..., y sé más aún: ¡de
qué mujer!
—Madame Daubreuil
—anuncié yo con acento positivo.
—Quizá —dijo Poirot,
mirándome con expresión burlona; pero no consentí en molestarme.
—¿Qué vamos a hacer
ahora? —pregunté al entrar en el zaguán de la Villa Geneviéve.
—Deseo hacer un
registro entre los enseres de Jack Renauld. Ésta es la razón de que le haya
alejado de aquí por unas cuantas horas.
Limpia y metódicamente,
Poirot abrió uno tras otro todos los cajones, examinó el contenido y lo volvió
todo exactamente al sitio que ocupaba. Era una tarea singularmente pesada y
aburrida. Poirot fue repasando cuellos, pijamas y calcetines. Un ronroneo que
llegaba del exterior me arrastró a la ventana; instantáneamente, me sentí
agitado.
—¡Poirot! —exclamé—.
Acaba de llegar un coche; en él vienen Giraud, Jack Renauld y dos gendarmes.
—Sacre tonnerre! —gritó
Poirot—. ¿No podía esperar ese animal de Giraud? No voy a poder dejarlo todo
como estaba, en el último cajón, con el debido cuidado. Démonos prisa.
Sin ceremonia, echó al
suelo todos los objetos, corbatas y pañuelos en su mayor parte. De pronto, con
un grito de triunfo, Poirot se echó sobre un objeto, un pequeño cuadrito de
cartón, evidentemente una fotografía. Metiéndosela en el bolsillo, volvió todo
lo demás, revuelto, al cajón, y cogiéndome por el brazo, me llevó fuera de la
habitación y escalera abajo. En el zaguán estaba Giraud contemplando a su
prisionero.
—Buenas tardes, Giraud
—saludó Poirot—; ¿qué tenemos aquí?
Giraud indicó a Jack
con la cabeza.
—Estaba intentando
escabullirse, pero yo he sido demasiado vivo para él. Está detenido como
culpable del asesinato de su padre, Pablo Renauld.
Poirot giró sobre sí
mismo para mirar al muchacho, que se apoyaba inerte contra la puerta, con el
rostro color de ceniza.
—¿Y qué me dice usted
de esto, joven? Jack Renauld le miró sin expresión.
—Nada —contestó.
CAPITULO DIECINUEVE
HAGO USO DE MIS CÉLULAS
GRISES
Me encontraba aturdido.
Hasta el último momento no pude decidirme a creer que Jack Renauld pudiera ser
culpable. Cuando Poirot le provocó, esperé una vibrante proclamación de
inocencia. Pero ahora, observándole tal como estaba, apoyado contra la pared,
blanco y decaído y oyendo de sus propios labios la condenadora admisión, no
dudé más.
Pero Poirot se había
vuelto hacia Giraud.
—¿En qué se funda usted
para detenerle?
—¿Espera acaso que se
lo diga?
—Por pura cortesía, sí.
Giraud le miró con
expresión dudosa. Estaba atormentado entre el deseo de negarse en redondo y el
placer de triunfar sobre su adversario.
—Supongo que se figura
usted que me he equivocado —dijo desdeñosamente.
—No me
sorprendería—contesto Poirot con ligera malicia.
El rostro de Giraud se
puso más encendido.
—Pues bien: venga
conmigo. Usted mismo juzgará.
Y entramos en el salón,
cuya puerta acababa de abrir, dejando a Jack Renauld al cuidado de los otros
dos hombres.
—Ahora, Poirot —dijo
Giraud con marcado acento de ironía, dejando el sombrero sobre la mesa—, voy a
darle una pequeña conferencia sobre el trabajo del detective. Voy a mostrarle
cómo trabajamos los modernos.
—¡Bien! —replicó
Poirot, poniéndose en la actitud del que se prepara a escuchar—; y yo voy a
mostrarle cuan admirablemente sabemos escuchar los de la vieja guardia —y,
echándose hacia atrás, cerró los ojos, que volvió a abrir por un momento para
observar—: No tema que me quede dormido. Escucharé con la mayor atención.
—Naturalmente —empezó a
decir Giraud—, yo vi muy pronto que esa historia de los chilenos era una
invención. Había en el caso dos hombres..., pero ¡no eran misteriosos
extranjeros! Todo esto era una pantalla.
—Muy hábil hasta aquí,
mi querido Giraud —murmuró Poirot—, especialmente después de esa picara
jugarreta de la cerilla y la punta del cigarrillo.
Giraud le dirigió una
mirada feroz, pero continuó:
—Tenía que haber un
hombre relacionado con el caso para cavar la sepultura. A ningún hombre le
aprovecha, verdaderamente, el crimen, pero había uno que creía que le
aprovecharía. Me enteré de la disputa de Jack Renauld con su padre y de las
amenazas que, indirectamente, había hecho. El motivo quedaba establecido. Vamos
ahora a los medios. Jack Renauld estuvo aquella noche en Merlinville. Ocultó
esta circunstancia..., y esto convertía la sospecha en certidumbre. Encontramos
luego una segunda víctima, apuñalada con la misma daga. Sabemos cuándo ésta fue
robada. El capitán Hastings, aquí presente, puede fijar la hora. Jack Renauld,
llegado de Cherburgo, era la única persona que podía haberla cogido. He hecho
las comprobaciones necesarias respecto a todas las otras personas de la casa.
Poirot le interrumpió:
—Se equivoca usted. Hay
otra persona que pudo haber cogido la daga.
—¿Se refiere a Stonor?
Llegó a la puerta delantera en un automóvil que le había traído directamente de
Calais. ¡Ah, créame, lo he examinado todo! Jack Renauld llegó en tren. Entre su
llegada y el momento en que se presentó en la casa transcurrió una hora. Vio,
sin duda, al capitán Hastings y a su compañera cuando salían del cobertizo;
entró él, tomó la daga y fue a clavársela a su cómplice...
—¡Que estaba ya muerto!
Giraud encogió los hombros.
—Es posible que no se
diese cuenta de esto. Pudo haber creído que dormía. Sin duda estaban citados.
De todos modos, sabía que este aparente segundo asesinato complicaría mucho el
caso. Y así fue.
—Pero esto no podía
engañar a Giraud —murmuró Poirot.
—¡Está usted mofándose
de mí! Pero le daré una prueba última e irrefutable. La historia de madame
Renauld era falsa..., inventada del principio al fin. Creemos que había amado a
su marido..., y, sin embargo, mintió para proteger al asesino. ¿Por quién
mentiría una mujer? A veces, por sí misma; muy a menudo, por el hombre a quien
ama; siempre, por sus hijos. Esta es la última, la irrefutable prueba. No hay
manera de esquivarla.
Giraud se detuvo
encendido y triunfante. Poirot le miró con firmeza.
—Tal es mi caso —siguió
aquél—. ¿Qué tiene usted que contestar?
—Sólo que hay una cosa
que ha dejado usted de tener en cuenta.
—¿Qué cosa?
—Es de presumir que
Jack Renauld supiera que estaba construyéndose un campo de golf. Tenía que
suponer que el cadáver sería descubierto casi inmediatamente, en cuanto
empezasen a cavar el bunkair.
Giraud soltó la
carcajada.
—Pero ¡esto es una
idiotez! ¡Él quería que fuese descubierto el cadáver! Hasta que esto sucediera,
sólo podía haber presunción de la muerte de su padre y había de serle imposible
entrar en posesión de la herencia.
Mientras Poirot se
ponía en pie vi asomar el vivo destello verde a sus ojos.
—Entonces, ¿por qué
enterrarle? —preguntó muy suavemente—. Reflexione, Giraud: puesto que era
beneficioso para Jack Renauld que el cadáver fuese descubierto sin demora, ¿por
qué cavarle una sepultura?
Giraud no contestó. La
pregunta le había cogido desprevenido. Y encogió los hombros como para indicar
que aquello no tenía importancia.
Poirot se encaminó a la
puerta. Yo le seguí.
—Y hay otra cosa que
usted ha dejado de tener en cuenta —dijo por encima del hombro.
—¿Qué cosa es ésa?
—El trozo de tubería de
plomo —dijo Poirot.
Y salió de la
habitación.
Jack Renauld continuaba
en el zaguán de pie y con el rostro blanco e inexpresivo. Pero, al salir
nosotros al salón, levantó la vista bruscamente. En el mismo momento se oyeron
pisadas en la escalera. Por ella descendía madame Renauld. Al ver a su hijo
entre los dos esbirros de la ley, se detuvo como petrificada.
—¡Jack! —balbució—.
¡Jack!, ¿qué es esto?
Con el rostro
descompuesto, él la miró.
—Me han detenido,
madre.
—¡Cómo!
Lanzando un grito
penetrante, y antes que nadie pudiera llegar hasta ella, osciló y cayó
pesadamente. Los dos corrimos a levantarla. En un instante Poirot volvió a
ponerse en pie.
—Tiene un corte
profundo en la cabeza producido por un saliente de los peldaños. Me figuro que
hay también una pequeña conmoción interior. Si Giraud quiere una declaración de
ella, tendrá que esperar. Probablemente, continuará sin conocimiento durante
una semana.
Dionisia y Francisca
habían acudido en socorro de su ama. Dejándola con ellas, Poirot salió de la
casa. Caminaba mirando al suelo, con la cabeza baja y la frente contraída. Por
algún rato, no hablé; pero, por fin, me aventuré a hacerle esta pregunta:
—¿Cree usted que, a
pesar de todas las apariencias en contra, puede ser culpable Jack?
De momento, Poirot no
contestó; pero, tras una larga espera, dijo gravemente:
—No lo sé, Hastings.
Hay sólo una probabilidad de que sea así. Por supuesto, Giraud está enteramente
equivocado..., equivocado del principio al fin. Si Jack Renauld es culpable, lo
es a pesar de los argumentos de Giraud, no a causa de ellos. Y la acusación más
grave que podría hacérsele sólo la conozco yo.
—¿Cuál es? —le
pregunté, impresionado.
—Si usara usted sus
células grises y viese todo el caso tan claramente como lo veo yo, también la
descubriría, amigo mío.
Esta era una de las que
yo llamaba contestaciones irritantes de Poirot. Pero él continuó, sin esperar a
que yo hablase:
—Vámonos, paseando,
hasta el mar. Nos sentaremos en esa pequeña duna que domina la playa, y
repasaremos el caso. Sabrá usted todo lo que yo sé, pero prefiero que alcance
la verdad por sus propios esfuerzos..., no porque yo le lleve de la mano.
Nos situamos en la
eminencia cubierta de hierba, como lo había propuesto Poirot, de cara al mar.
—Piense, amigo mío
—dijo Poirot con acento alentador—. Ordene sus ideas. Sea metódico. Ahí está el
secreto del éxito.
Procuré obedecerle
despertando en mi memoria todos los detalles del caso. Y de repente me
sobresalté al ver iluminada mi conciencia por un resplandor sorprendente.
Temblando, di forma a mi hipótesis.
—Tiene usted una
pequeña idea, por lo que veo, amigo mío. Perfectamente. Progresamos.
Me enderecé en mi
asiento y encendí la pipa.
—Poirot —le dije—, me
parece que hemos sido extrañamente descuidados. Digo hemos..., aunque me
atrevo a añadir que yo estaría más cerca de la meta. Pero debe usted
pagar su multa por su decidido empeño en guardar las cosas secretas. Vuelvo,
pues, a decir que hemos sido extrañamente descuidados. Hay alguien a quien
hemos olvidado.
—¿Quién? —preguntó
Poirot, parpadeando.
—¡George Conneau!
CAPÍTULO VEINTE
DECLARACIÓN ASOMBROSA
Un momento después,
Poirot me besaba calurosamente la mejilla.
—¡Por fin! ¡Ha llegado
usted! Y por sus propios medios. ¡Es soberbio! Continúe su razonamiento. Tiene
razón. Decididamente, nos hemos equivocado olvidándonos de George Conneau.
Me sentía tan halagado
por la aprobación del hombrecillo, que apenas podía continuar. Pero por fin,
reuní mis ideas y seguí diciendo:
—George Conneau
desapareció hace veinte años, pero no tenemos ninguna razón para creer que esté
muerto.
—Ninguna —repitió
Poirot—. Continúe.
—Por tanto, supondremos
que vive.
—Exactamente.
—O que ha vivido hasta
una fecha reciente.
—Esto va cada vez
mejor.
—Presumiremos
—continué, con entusiasmo creciente— que se ha degradado. Se ha convertido en
un criminal, un apache, un vagabundo..., lo que usted quiera. Por casualidad
viene a Merlinville. Aquí encuentra a la mujer que no ha dejado de amar.
—¡Eh, eh! El sentimentalismo
—me avisó Poirot.
—«Lo que se odia es
también lo que se ama» —dije, trayendo una cita exacta o equivocada—. Como
quiera que sea, la encuentra aquí viviendo bajo nombre supuesto. Reviviendo en
su memoria pasados agravios, George Conneau riñe con este Renauld. Se pone en
acecho, y cuando viene a visitar a su querida, le da una cuchillada en la
espalda. Luego, aterrado por lo que ha hecho, se pone a cavar una sepultura.
Imagino la probabilidad de que madame Daubreuil salga al encuentro de su amante.
Hay una escena terrible entre ella y Conneau.
Éste la arrastra al
interior del cobertizo, y, de repente, cae al suelo con un ataque de epilepsia.
Suponiendo que aparece ahora Jack Renauld, madame Daubreuil se lo cuenta todo y
le señala las terribles consecuencias que tendrá este escándalo para su hija si
se habla del pasado. El asesino de su padre está muerto: es preciso hacer lo
que se pueda para que no trascienda el episodio. Jack Renauld consiente..., se
va a casa, tiene una entrevista con su madre y consigue que ésta acepte su
punto de vista. Instruida en la historia propuesta por madame Daubreuil a su
hijo, permite que la amordacen y aten. Vamos a ver, Poirot: ¿qué piensa usted
de esto? —y me eché hacia atrás, enardecido por el orgullo de mi afortunada
reconstrucción.
Poirot me miró con aire
pensativo.
—Pienso que debería
usted escribir guiones para el cine, amigo mío —observó por fin.
—¿Quiere decirme...?
—Que de lo que acaba de
contarme saldría una buena película..., pero que no tiene semejanza alguna con
la vida ordinaria.
—Admito que no he
tocado todos los detalles, pero...
—Ha ido usted más
lejos: ha prescindido de ellos del modo más espléndido. ¿Qué me dice usted de
la indumentaria que llevaban los dos hombres? ¿Quiere usted indicar que, después
de haber apuñalado a su víctima, Conneau le quitó el traje, se lo puso él
mismo, y volvió la daga a su sitio?
—No veo que esto sea
convincente —repliqué, casi enojado—. Pudo haber recibido ropa y dinero de
madame Daubreuil, algo más temprano, mediante amenazas.
—Mediante amenazas,
¿eh? ¿Sostiene usted seriamente esta suposición?
—Ciertamente, la
sostengo. Pudo haberla amenazado con revelar su identidad a los Renauld, lo que
probablemente hubiera puesto fin a toda esperanza de casar a su hija.
—Está equivocado,
Hastings. No podía someterla a un chantaje porque es ella la que tiene el
látigo. Recuerde que George Conneau está aún reclamado como culpable de
asesinato. Una palabra de ella, y quedaba amenazado con la guillotina.
A mi pesar, me hallé
obligado a reconocerlo así.
—Su hipótesis —observé
agriamente— es, sin duda, acertada en cuanto a los detalles.
—Mi hipótesis es la
verdad —contestó Poirot con calma—, y la verdad es necesariamente acertada. En
la que usted ha formulado hay un error fundamental. Ha permitido usted que su
imaginación le aparte del camino con citas a medianoche y escenas de amor
apasionado. Pero, al investigar un crimen, tenemos que situarnos en las
circunstancias corrientes. ¿Debo demostrarle mis métodos?
—¡Oh, desde luego!
¡Veamos la demostración!
Poirot se puso muy
tieso y empezó, agitando de un lado a otro el índice para dar mayor énfasis a
sus afirmaciones.
—Empezaré, como ha
empezado usted, con el hecho básico de George Conneau. Ahora bien: la historia
contada ante el tribunal por madame Beroldy, relativa a los «rusos», fue
reconocida como pura invención. Si era inocente de toda aquiescencia en el
crimen, fue compuesta por ella, y sólo por ella, como lo declaró. Por otra
parte, si no era inocente, pudo haber sido inventada por ella o por George
Conneau. En el caso que investigamos tropezamos con la misma historia. Como se
lo indiqué a usted, los hechos quitan toda verosimilitud a la idea de que la
haya inspirado madame Daubreuil. Por tanto, volvemos a la hipótesis de que la
historia nació en el cerebro de George Conneau. Muy bien. Es decir, que George
Conneau proyectó el crimen con la complicidad de madame Renauld. Quede, pues,
esta dama en el foco luminoso, y tras ella, hay una figura en las sombras cuya
actual identidad es desconocida para nosotros. Examinemos ahora el caso Renauld
desde el principio, colocando todos los detalles significativos en orden
cronológico. ¿Tiene aquí un cuaderno de notas y un lápiz? Perfectamente. Ahora
bien: ¿cuál es el primer dato que hay que anotar?
—¿La carta dirigida a
usted?
—Ésta fue la primera
noticia que nosotros tuvimos, pero no es el verdadero principio del caso. Yo
diría que el primer dato de alguna significación es el cambio sufrido por
monsieur Renauld poco después de su llegada a Merlinville, tal como lo han
declarado varios testigos. Tenemos que considerar también su amistad con madame
Daubreuil y las cuantiosas sumas de dinero que le entregó. Desde aquí podemos
pasar directamente al veintitrés de mayo.
Poirot se detuvo,
aclaró la voz y me hizo seña de que escribiese:
«23 mayo. Monsieur
Renauld disputa con su hijo. Motivo: el deseo expresado por éste de casarse con
Marta Daubreuil. El hijo sale para París.
24 mayo. Monsieur
Renauld cambia su testamento dejando toda su fortuna a la libre disposición de
su esposa.
7 junio. Disputa
con el vagabundo, en el jardín, presenciada por Marta Daubreuil.
Carta escrita a
monsieur Hércules Poirot implorando asistencia.
Telegrama despachado a
Jack Renauld ordenándole que siga el viaje en el Anzora a Buenos Aires.
Chófer, Masters,
enviado fuera de vacaciones.
Visita de una dama
aquella noche. Al despedirla, pronuncia: "Sí, sí; pero, por amor de Dios,
¡váyase ahora!"»
Poirot se detuvo.
—Vamos a ver, Hastings,
tome cada uno de estos hechos, considérelos con cuidado, aisladamente y en
relación con la totalidad de ellos, y vea si esto no le presenta el asunto bajo
un nuevo aspecto.
Concienzudamente,
procuré hacerlo como me lo decía. Al cabo de unos segundos, dije, con acento
algo dudoso:
—En cuanto a los
primeros hechos, la cuestión parece ser sobre si aceptamos la hipótesis del
chantaje o la de una ciega pasión por esa mujer.
—El chantaje,
decididamente. Ya oyó lo que dijo Stonor acerca de su carácter y costumbres.
—Madame Renauld no
confirmó esta opinión —objeté.
—Ya hemos visto que no
se puede fiar por ningún concepto en el testimonio de madame Renauld. Debemos
creer a Stonor en este punto.
—A pesar de todo, si
Renauld tuvo una aventura con esa mujer llamada Bella, no parece improbable que
tuviese otra con madame Daubreuil.
—No parece improbable
en este caso, se lo concedo, Hastings. Pero ¿la tuvo?
—La carta, Poirot.
Olvida la carta.
—No, no la olvido. Pero
¿qué le hace creer que estaba dirigida a Renauld?
—¡Cómo! Fue encontrada
en su bolsillo y..., y...
—¡Y nada más! —añadió
Poirot, interrumpiéndome—. No hay mención de nombre alguno que demuestre a
quién iba dirigida. Hemos supuesto que iba dirigida al muerto porque estaba en
el bolsillo de su abrigo. Ahora bien, amigo mío: en este abrigo advertí algo
que me pareció anormal. Lo medí e hice la observación de que era muy largo, lo
que hubiera debido darle a usted en qué pensar.
—Pensé que usted lo
había dicho sólo por decir algo —confesé.
—¡Ah!, quelle idee! Más
tarde me vio medir el abrigo de Jack Renauld. Eh bien!, Jack Renauld usa
un abrigo muy corto. Compare estos dos hechos entre sí, y con un tercer hecho,
a saber que Jack Renauld salió de la casa apresuradamente, al partir para
París, ¡y dígame cuál es la consecuencia!
—Ya lo veo —asentí
lentamente, al ir penetrando en mi conciencia las observaciones de Poirot—. La
carta fue escrita a Jack Renauld, no a su padre; y Jack, en medio de su prisa y
agitación, equivocó el abrigo.
Poirot hizo una seña
afirmativa.
—¡Precisamente! Pero
podemos volver a este punto más tarde. De momento, contentémonos con la
consideración de que la carta no tenía nada que ver con Renauld padre, y
pasemos al siguiente acontecimiento cronológico.
—«Veintitrés de mayo
—leí yo—. Monsieur Renauld disputa con su hijo. Motivo: el deseo expresado por
éste de casarse con Marta Daubreuil. El hijo sale para París.» No veo mucho que
observar sobre esto, y la modificación del testamento al día siguiente parece
bastante lógica. Es el resultado directo de la disputa.
—De acuerdo, amigo
mío..., por lo menos en cuanto a la causa. Pero ¿cuál es el motivo oculto de
este proceder de Renauld?
La sorpresa me hizo
abrir mucho los ojos.
—La irritación contra
su hijo, por supuesto.
—No obstante, le
dirigió a París cartas afectuosas.
—Así lo dice Jack
Renauld, pero no puede enseñarlas.
—Bien; sigamos
adelante.
—Llegamos ahora al día
de la tragedia. Usted ha colocado los acontecimientos de la mañana en un orden
determinado. ¿Tiene alguna razón que lo justifique?
—Me he asegurado de que
la carta dirigida a mí fue depositada al mismo tiempo que fue despachado el
telegrama. Poco después fue informado Masters de que podía tomarse unas
vacaciones. En mi opinión, la riña con el vagabundo tuvo lugar antes de estos
hechos.
—No veo cómo puede
usted dejar esto definitivamente establecido, a no ser que interrogue de nuevo
a mademoiselle Daubreuil.
—No es necesario. Estoy
seguro de ello. ¡Y si no ve esto, no ve usted nada, Hastings!
Le miré por un momento.
—¡Por supuesto! Soy un
idiota. Si el vagabundo era George Conneau, Renauld empezó a darse cuenta del
peligro sólo después de su tempestuosa entrevista con él. Alejó al chófer
Masters, que se le había hecho sospechoso de estar a sueldo del otro,
telegrafió a su hijo y le envió a buscar a usted.
Por los labios de
Poirot cruzó una débil sonrisa.
—¿No le parece extraño
que empleara en su carta exactamente las mismas expresiones usadas más tarde
por madame Renauld al contar su historia? Si la mención de Santiago era una
ficción, ¿por qué había Renauld de hablar de esta ciudad, y, lo que es más,
enviar allí a su hijo?
—Admito que el caso es
enigmático, pero quizá encontraremos más tarde alguna explicación. Llegamos
ahora a la noche y a la visita de la misteriosa dama. Confieso que esto no lo
entiendo en absoluto, a no ser que se tratase de madame Daubreuil, como lo ha
sostenido siempre Francisca.
Poirot movió la cabeza.
—Amigo mío, ¿por dónde
vuela su perdida imaginación? Recuerde el fragmento de cheque y el hecho de que
el nombre Bella Duveen le es vagamente conocido a Stonor, y creo que podemos
dar por entendido que Bella Duveen es el nombre completo de la desconocida
autora de la carta escrita a Jack y de la dama que vino aquella noche a Villa
Geneviéve. No podemos saber con seguridad si se proponía ver a Jack o apelar a
su padre, pero creo que podemos presumir que lo que ocurrió es lo siguiente: la
visitante expuso los derechos que tenía sobre Jack, y, probablemente, mostró
cartas que él le había escrito, y el padre intentó desarmarla extendiendo un
cheque a su favor. Indignada, la moza rompió el cheque. En su carta se
expresaba en los términos propios de una mujer sinceramente enamorada y es
probable que se sintiera profundamente ofendida por esa oferta de dinero. Por
fin, Renauld logró deshacerse de ella, y aquí es donde son muy significativas
las palabras dichas por él.
—«Sí, sí; pero, por
amor de Dios, ¡váyase ahora!» —repetí yo—. Me parecen, quizá, un poco
vehementes, pero nada más.
—Esto basta. El hombre
tenía una prisa apremiante por ver fuera a la muchacha. ¿Por qué? No era,
sencillamente, porque la entrevista resultase desagradable. No. Era que iba
pasando el tiempo, y por alguna razón determinada, el tiempo era precioso.
—¿Por qué había de
serlo? —pregunté, desconcertado.
—Esto es lo que estamos
preguntándonos. ¿Por qué había de serlo? Pero, más tarde, tenemos el incidente
del reloj de pulsera..., lo que vuelve a mostrarnos que el tiempo desempeña un
papel muy importante en el crimen. Nos acercamos ahora rápidamente al drama.
Son las diez y media cuando Bella Duveen se retira, y por la prueba del reloj
de pulsera sabemos que el crimen se cometió, o que, en todo caso, estaba
preparado para antes de las doce. Hemos revisado todos los acontecimientos
anteriores al asesinato y sólo queda uno por colocar en su sitio. Según la
declaración del médico, el vagabundo fue hallado cuando habían pasado, por lo
menos, cuarenta y ocho horas de su muerte..., con un posible margen de
veinticuatro horas más. Ahora bien; sin otros hechos para guiarme que los que
hemos discutido, yo fijo el momento de la muerte en la mañana del siete de
junio.
Le miré, estupefacto.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué?
¿Cómo es posible que sepa...?
—Porque sólo de este
modo resulta explicable la cadena de los hechos. Amigo mío: le he llevado paso
a paso por el camino. ¿No ve ahora lo que es tan notoriamente claro?
—Mi querido Poirot: no
puedo ver nada claro en este asunto. Creí antes que empezaba a ver mi camino,
pero ahora estoy en medio de una niebla desesperadamente opaca. Por amor de
Dios, siga adelante y dígame quién mató a Renauld.
—Esto es precisamente
lo que no sé aún con seguridad.
—Pero ¿no me ha dicho
que era notoriamente claro?
—Estamos jugando a los
despropósitos, amigo mío. Recuerde que son dos crímenes los que estamos
investigando..., para los que, como ya se lo dije a usted, tenemos los dos
cadáveres necesarios. ¡Vaya, vaya!, no se impaciente. Se lo explico todo. Para
empezar, apliquemos nuestra psicología. Encontramos tres puntos en los que
Renauld da muestras de un claro cambio de criterio y de acción: por tanto, tres
puntos psicológicos. El primero tiene efecto inmediatamente después de su
llegada a Merlinville; el segundo, después de la disputa con su hijo sobre un
determinado asunto; el tercero, en la mañana del siete de junio. Podemos
atribuir el número uno a su encuentro con madame Daubreuil. El número dos está
relacionado indirectamente con ella, puesto que se refiere a la perspectiva de
un matrimonio entre su hija y el hijo de Renauld. Pero la causa del número tres
nos es desconocida. Tenemos que deducirla. Ahora bien, amigo mío: permítame que
le haga una pregunta: ¿Quién cree usted que proyecta este crimen?
—George Conneau
—contesté con acento de duda, mirando cautamente a Poirot.
—Exactamente. Recuerde
ahora que Giraud estableció como axioma que una mujer miente para salvarse a sí
misma, al hombre a quien ama o a sus propios hijos. Puesto que sabernos que fue
George Conneau quien le dictó la mentira, y que George Conneau no es Jack
Renauld, el tercer caso no tiene aquí explicación. Y, siempre atribuyendo el
crimen a George Conneau, tampoco tiene aplicación el primer caso. Nos hallamos,
pues, obligados a adoptar el segundo: que madame Renauld mintió para salvar al
hombre que amaba... o, en oirás palabras, a George Conneau. ¿Conforme con esto?
—Si —dije—. Parece
bastante lógico.
—¡Bien! Madame Renauld
ama a George Conneau. ¿Quién es, entonces, George Conneau?
—El vagabundo.
—¿Tenernos algún
indicio que muestre que madame Renauld amaba al vagabundo?
—No; pero...
—Muy bien, entonces. No
adopte suposiciones cuando no están apoyadas por los hechos. En lugar de esto,
pregúntese a sí mismo a quién amaba, verdaderamente, madame Renauld.
Moví la cabeza sin
saber qué decir.
—Pero ¡si lo sabe usted
perfectamente!... ¿A quién amaba madame Renauld tan profundamente que cayó
desmayada al ver su cadáver?
Le miré, desconcertado.
—¿A su marido? —dije
con voz entrecortada.
Poirot hizo una seña
afirmativa.
—A su marido... o a
George Conneau, como prefiera usted llamarle.
Me sentí reanimado.
—Pero esto es
imposible...
—¿Cómo «imposible»? ¿No
acabamos de convenir en que madame Daubreuil tenía el medio de someter a un
chantaje a George Conneau?
—Sí; pero...
—¿Y no sometió al
chantaje muy efectivamente a Renauld?
—Así puede ser, pero...
—¿Y no es un hecho que
no sabemos nada de la juventud y educación de Renauld? ¿No es un hecho que
aparece repentinamente como un francés canadiense hace exactamente veintidós años?
—Así es, en efecto
—dije con más firmeza—; pero me parece que pasa usted por alto una importante
consecuencia.
—¿Qué consecuencia,
amigo mío?
—¡Cómo! Que si hemos
admitido que George Conneau proyectó el crimen, llegamos a la ridícula
declaración de que ¡proyectó su propio asesinato!
—Pues bien, amigo mío
—dijo Poirot con placidez—: ¡esto es precisamente lo que hizo!
CAPÍTULO VEINTIUNO
HÉRCULES POIROT HABLA
DEL CASO
Con voz mesurada,
Poirot comenzó su exposición:
—¿Le parece extraño,
amigo mío, que un hombre proyecte su propia muerte? Sí; tan extraño que
prefiere rechazar la verdad como una fantasía y volver a una hipótesis en
realidad diez veces más imposible. Sí; Renauld proyectó su propia muerte, pero
hay un detalle que quizá se le escapa a usted: no se proponía morir.
Moví la cabeza,
aturdido.
—No, no. Se trata de la
cosa más sencilla, verdaderamente —dijo Poirot con bondadoso acento—. Para el
crimen que proyectaba Renauld, no era necesario un asesinato, pero sí un
cadáver, como ya se lo he dicho. Vamos a reconstruir el caso mirando ahora los
acontecimientos desde un punto diferente. George Conneau huye de la Justicia...
al Canadá. Allí, bajo nombre supuesto, contrae matrimonio y reúne luego una
vasta fortuna en América del Sur. Pero padece la nostalgia de su propia patria.
Han pasado veinte años; su aspecto ha cambiado considerablemente, y como se ha
convertido en un personaje importante, no es fácil que nadie le relacione con
un fugitivo de la Justicia de hace ya mucho tiempo. Cree poder regresar sin
peligro alguno. Fija su residencia principal en Inglaterra, pero se propone
pasar los veranos en Francia. Y la mala suerte, o esa oscura justicia que da
forma a los destinos de los hombres y no les permite eludir las consecuencias
de sus actos, le lleva a Merlinville. Entre todos los lugares de Francia, allí
está la única persona capaz de reconocerle. Naturalmente, para Daubreuil
aquello es una mina de oro que no tarda en explotar. Él se encuentra indefenso,
absolutamente a su merced. Y ella le sangra a medida. Y entonces ocurre lo
inevitable. Jack Renauld se enamora de la hermosa muchacha que ve casi
diariamente, y desea casarse con ella. Esto solivianta a su padre, que, a toda
costa, quiere evitar que su hijo se una a la hija de aquella perversa mujer.
Jack Renauld ignora por completo el pasado de su padre, pero madame Renauld lo
sabe todo. Es una mujer de gran fuerza de carácter y apasionadamente adicta a
su marido. Juntos, buscan un modo de salir de aquella apurada situación.
Renauld sólo ve un camino..., la muerte. Es preciso que parezca que muere para
huir, en realidad, a otro país donde empezará una nueva carrera bajo un nombre
supuesto y donde madame Renauld, después de representar por algún tiempo el
papel de viuda, podrá ir a reunirse con él. Es esencial que ella pueda disponer
libremente del dinero, y, por esto, él modifica su testamento. Cómo pensaron,
al principio, resolver el problema del cadáver, no lo sé (es posible que
hubiesen pensado en un esqueleto para estudiantes de arte y un fuego, o algo
por este estilo), pero mucho antes que hubiesen madurado sus planes, ocurre un
suceso que facilita las cosas. Un vagabundo tosco e insolente se introduce en
el jardín. Renauld intenta expulsarle, hay un altercado y el intruso cae al
suelo, de repente, víctima de un ataque de epilepsia. Está muerto. Renauld
llama a su esposa. Juntos, le arrastran al interior del cobertizo (como
sabemos, el suceso ha ocurrido muy cerca de allí) y se dan cuenta de la
maravillosa oportunidad que esto les ofrece. El hombre no se parece a Renauld,
pero es de mediana edad y del tipo francés corriente. Esto basta. Me inclino a
imaginar que se sentaron en el banco cercano, donde podían hablar sin ser oídos
desde la casa. Su plan quedó trazado muy pronto. La identificación debía
descansar únicamente en el testimonio de madame Renauld. Jack Renauld y el
chófer, que había servido a su amo dos años, quedarían apartados de allí. No
era probable que las sirvientas francesas se acercasen al muerto, y, en todo
caso, Renauld se proponía tomar sus medidas para engañar a todos los que no
pudieran apreciar detalles. Masters fue enviado lejos; se despachó un telegrama
para Jack, siendo elegida la ruta de Buenos Aires para dar verosimilitud a la
historia que Renauld había decidido adoptar. Teniendo noticia de mí, como
detective algo oscuro y viejo, escribió su demanda de auxilio, sabiendo que a
mi llegada la carta causaría un efecto profundo en el juez de instrucción... y
así ocurrió, naturalmente. Vistieron el cuerpo del vagabundo con un traje de
Renauld y dejaron la chaqueta y el pantalón andrajosos que aquél llevaba, junto
a la puerta del cobertizo, sin atreverse a entrarlos en la casa. Y luego, para
que fuese creído más fácilmente el cuento que madame Renauld tenía que contar,
le atravesaron el corazón con la daga hecha de material de aeroplano. Aquella
noche, Renauld empezaría por ligar y amordazar a su esposa, y, luego, tomando
una azada, cavaría una sepultura en aquella determinada parcela de
terreno en que él sabía que iba a hacerse un..., ¿como lo llaman ustedes?..., ¿bunkair?
Era esencial que el cadáver se encontrase, pues madame Daubreuil no debía
sospechar nada. Por otra parte, si pasaba un poco de tiempo, quedarían muy
atenuados los peligros de la identificación. Después, Renauld se pondría los
harapos del vagabundo y se iría a pie a la estación, de la que partiría, sin
llamar la atención de nadie, en el tren de las doce y diez. Puesto que quedaría
entendido que el crimen había tenido lugar dos horas más tarde, no era posible
que recayese sobre él sospecha alguna. Comprenderá usted ahora su contrariedad
ante la inoportuna visita de Bella. Cada momento de demora es fatal para sus
planes. No obstante, consigue deshacerse de ella tan pronto como le es posible.
Entonces, ¡manos a la obra! Deja la puerta delantera entreabierta para crear la
impresión de que los asesinos salieron por allí. Ata y amordaza a madame
Renauld, corrigiendo el error cometido veintidós años atrás, cuando la flojedad
de las ligaduras dio lugar a que se sospechase de su cómplice, pero deja a ésta
instruida con una historia esencialmente parecida a la inventada para aquella
ocasión anterior, mostrando así el inconsciente retroceso de la imaginación
contra la originalidad. La noche es fría, y se pone un sobretodo encima de su
ropa interior, con el propósito de echarlo a la sepultura, con el hombre
muerto. Sale por la ventana, alisando con sumo cuidado el cuadro del jardín y
dejando así la prueba más concluyente contra sí mismo. Sigue hasta el solitario
campo de golf, y cava... Y entonces...
—Continúe...
—Y entonces —siguió
Poirot gravemente— le alcanza la justicia que había eludido por tanto tiempo.
Una mano desconocida le apuñala por la espalda... Ahora, Hastings, comprende
usted lo que quiero decir al hablar de dos crímenes. El primer crimen que
Renauld, en su arrogancia, nos pidió que investigásemos, está resuelto. Pero,
tras él, hay un enigma más profundo. Y hallar la solución sería difícil...,
puesto que el criminal, con buen juicio, se ha contentado con aprovecharse de
la trama preparada por Renauld. Ha sido un misterio particularmente escurridizo
y desconcertante.
—Es usted maravilloso,
Poirot —dije, admirado—. Absolutamente maravilloso. ¡Nadie más hubiera podido
hacer esto!
Creo que mi elogio le
complació. Por única vez en su vida pareció hallarse algo turbado.
—Este pobre Giraud
—dijo, procurando, sin lograrlo, parecer modesto—, sin duda, no es todo
estupidez. Ha estado de mala suerte algunas veces. Ese cabello oscuro arrollado
a la daga, por ejemplo. Lo menos que puede decirse es que era para despistar a
un hombre.
—Hablando con
franqueza, Poirot —dije lentamente—, aun ahora no sospecho... de quién era.
—De madame Renauld, por
supuesto. Ahí es donde la cogió la mala suerte. El cabello de esta dama,
originalmente negro, está ahora completamente plateado. Igual podía haber sido
un cabello blanco..., y, entonces, ¡jamás hubiera podido Giraud persuadirse de
que venía de la cabeza de Jack Renauld! Pero una cosa va con la otra. ¡Siempre
ha de retorcer los hechos para que encajen en una hipótesis! Sin duda, cuando
se restablezca, madame Renauld hablará. Nunca se le ocurrió la posibilidad de
que su hijo fuese acusado del asesinato. ¿Cómo podía ocurrírsele cuando le creía
en seguridad, navegando a bordo del Anzora? ¡Ah, eso es una mujer,
Hastings! ¡Qué fuerza, qué dominio de sí misma! Sólo tuvo un desliz: su
inesperada respuesta: «Esto no tiene importancia..., ahora.» Y nadie advirtió,
nadie se dio cuenta del significado de estas palabras. ¡Qué terrible papel ha
tenido que desempeñar la pobre mujer! Imagine su impresión cuando, al ir a
identificar el cadáver, en lugar de lo que esperaba ver, descubre la forma
inerte de su marido, al que, para entonces, creía ya a muchos kilómetros de
distancia... ¡No fue milagro que se desmayase! Pero, desde entonces, a pesar de
su dolor y de su desesperación, ¡qué resueltamente ha desempeñado este papel, y
qué horrible angustia debe de estar atormentándola! No puede decir una palabra
para ponernos en la pista de los verdaderos asesinos. Por el bienestar de su
hijo, nadie debe saber que Pablo Renauld era el criminal George Conneau. Y,
como golpe final y más amargo, ha admitido públicamente que madame Daubreuil
era la amiga de su marido..., ya que la menor insinuación de chantaje podía ser
fatal para su secreto. ¡Con qué habilidad contestó al juez de instrucción
cuando éste le preguntó si había algún misterio en la vida pasada de su esposo:
«¡Nada que fuese tan romántico, señor juez!» Su tono indulgente, su ligero
matiz de triste burla, fueron perfectos. Y Hautet se sintió colocado en una
posición necia y melodramática. ¡Sí, es una gran mujer! Si ha amado a un
criminal, le ha amado ¡como una reina!
Poirot se había quedado
perdido en sus pensamientos.
—Otra cosa, Poirot:
¿qué me dice del trozo de tubería de plomo?
—¿No lo ve? Era para
desfigurar a la víctima de suerte que no pudiera ser reconocida. Esto fue lo
primero que me puso sobre la pista verdadera. ¡Y ese imbécil de Giraud dando
vueltas por allí en busca de cerillas quemadas! ¿No le dije a usted que un
indicio de treinta centímetros de longitud era tan bueno como uno de dos? Ya lo
ve, Hastings, tenemos que volver a empezar. ¿Quién mató a Renauld? Alguien que
estaba cerca de la villa poco antes de las doce de aquella noche, alguien que
sale beneficiado con su muerte..., y estos detalles corresponden perfectamente
con las circunstancias de Jack Renauld. No era preciso tener el crimen
premeditado. Y, por otra parte, ¡la llaga!
Me sobresalté. No me
había dado cuenta de este punto.
Desde luego —dije—. La
de madame Renauld era la que encontramos en el cuerpo del vagabundo. ¿Había
dos, entonces?
—Ciertamente, y puesto
que eran idénticas es lógico pensar que Jack Renauld era el dueño de la otra.
Pero esto no me inquietaría tanto. Lo cierto es que tengo una idea sobre ello.
No, la circunstancia más acusadora es también psicológica..., ¡la herencia,
amigo mío, la herencia! Tal padre, tal hijo... Después de todo, Jack Renauld es
hijo de George Conneau.
Había dicho estas
palabras con un tono grave y serio que me impresionó a mi pesar.
—¿Cuál es la idea
propia que acaba de mencionar? —le pregunté.
A modo de contestación,
Poirot consultó su reloj, que parecía un nabo, y preguntó luego:
—¿A qué hora zarpa de
Calais el barco de la tarde?
—Creo que hacia las
cinco.
—Esto nos irá bien.
Tenemos el tiempo necesario.
—¿Se va usted a
Inglaterra?
—Sí, amigo mío.
—¿Por qué?
—Para encontrar a una
posible... testigo.
—¿Quién?
Con una peculiar
sonrisa en el rostro, Poirot contestó:
—A miss Bella Duveen.
—Pero ¿cómo va a
encontrarla?... ¿Qué sabe de ella?
—No sé nada de ella...,
pero puedo presumir mucho. Podemos dar por supuesto que se llama con toda
certeza Bella Duveen, y, puesto que este nombre le es vagamente conocido a
Stonor, aunque en realidad no esté en relación con la familia Renauld, es
probable que se trate de una actriz. Jack Renauld era un joven con mucho dinero
y veinte años de edad. Su primera aventura amorosa es de creer que se ha
desarrollado entre bastidores, y esto encaja, además, con la tentativa de
aplacar a la muchacha con un cheque, hecha por Renauld. Creo que la encontraré
sin dificultad..., especialmente con la ayuda de esto.
Y sacó la fotografía
que yo le había visto tomar del cajón de Jack Renauld, en uno de cuyas esquinas
se veían garabateadas las palabras: «Con el cariño de Bella»; pero no era esto
lo que atrajo y retuvo mi mirada. La semejanza no era perfecta..., pero no por
ello dejaba de ser inconfundible para mí. Sentí como si me sumergiese en un
frío ambiente, como si acabase de caer sobre mí una indecible calamidad.
Era el rostro de
Cenicienta.
CAPÍTULO VEINTIDÓS
ENCUENTRO EL AMOR
Por unos segundos
permanecí como petrificado con la fotografía en la mano. Reuniendo luego todas
mis fuerzas para aparecer impasible, se la devolví a Poirot, dirigiéndole, al
mismo tiempo, una rápida mirada. ¿Había advertido algo? Pero comprobé con
satisfacción que no parecía estar observándome. Ciertamente, no había visto
nada desusado en mis maneras.
Se puso en pie con
animación.
—No tenemos tiempo que
perder. Hemos de partir inmediatamente. Todo va bien..., ¡el mar está en calma!
Con las prisas de la
partida no tuve tiempo para pensar; pero una vez a bordo, y libre de la
observación de Poirot, concentré la atención y ataqué los hechos
desapasionadamente. ¿Cuánto sabía Poirot y por qué estaba empeñado en encontrar
a aquella muchacha? ¿Sospechaba que habría visto cometer el crimen a Jack
Renauld? ¿O sospechaba...? Pero ¡esto era imposible! La muchacha no tenía queja
alguna contra Renauld padre, ni había motivo posible para que desease su
muerte. ¿Qué le había hecho volver al lugar del crimen? Repasé los hechos
cuidadosamente. Debió de haber dejado el tren en Calais, donde me separé de
ella aquel día. No era extraño que me hubiese sido imposible encontrarla en el
buque. Si había comido en Calais y tomado algo en el tren hasta Merlinville,
debió de haber llegado a Villa Geneviéve hacia la hora indicada por Francisca.
¿Qué había hecho al salir de la casa, poco después de las diez? Era de suponer
que había ido a un hotel o había regresado a Calais. ¿Y luego? El crimen había
sido cometido en la noche del martes. El jueves por la mañana volvía a estar en
Merlinville. ¿Había llegado a salir de Francia? Mucho lo dudaba. ¿Qué la
mantuvo allí?... ¿La esperanza de ver a Jack Renauld? Yo le había dicho (tal
como en aquel momento creíamos) que estaba en alta mar con rumbo a Buenos
Aires. Es posible que supiera que el Anzora no había zarpado. Pero, para
saberlo, debía de haber visto a Jack. ¿Era esto lo que quería averiguar Poirot?
Al regresar para ver a Marta Daubreuil, ¿se había encontrado Jack cara a cara
con Bella Duveen, la muchacha que sin compasión había abandonado?
Para mí empezaba a
hacerse la luz. Si, en realidad, era aquél el caso, podría proporcionar a Jack
la coartada que necesitaba. No obstante, en tales circunstancias, parecía su
silencio difícil de explicar. ¿Por qué no habló abiertamente? ¿Había temido que
llegase a oídos de Marta Daubreuil aquella anterior aventura amorosa? Moví la
cabeza, descontento de la idea. Esa aventura había sido bastante inofensiva, un
necio episodio entre muchacho y muchacha. Cínicamente pensé que no era probable
que el hijo de un millonario fuese abandonado por una muchacha francesa pobre,
y que, además, le quería profundamente, sin una causa mucho más grave.
Poirot reapareció en
Dover animado y sonriente, y nuestro viaje a Londres se realizó sin novedad.
Eran más de las nueve de la noche cuando llegamos, y creí que nos iríamos
directamente a nuestras habitaciones y no haríamos nada hasta la mañana. Pero
Poirot tenía otros planes.
—No podemos perder el
tiempo, amigo mío. La noticia de la detención no aparecerá en los periódicos
ingleses hasta pasado mañana; pero, aun así, no tenemos tiempo que perder.
No seguí exactamente su
razonamiento, pero le pregunté cómo se proponía encontrar a la muchacha.
—¿Recuerda usted a José
Aarons, el agente de espectáculos? ¿No? Le presté mis servicios en un asuntillo
relativo a un luchador japonés. Un caso bonito que cualquier día le contaré. Él
podrá, sin duda, ponernos en camino de descubrir lo que queremos saber.
Necesitábamos algún
tiempo para dar con Aarons, y era más de medianoche cuando lo conseguimos. Hizo
a Poirot un caluroso recibimiento y se manifestó dispuesto a servirnos en todo
lo que se ofreciese.
—No hay en mi profesión
gran cosa que yo no sepa —expuso, radiante de buen humor.
—Pues bien, Aarons:
deseo encontrar a una chica llamada Bella Duveen.
—Bella Duveen. Conozco
el nombre, pero, de momento, no puedo situarlo. ¿A qué género se dedica?
—Esto no lo sé, pero
aquí tiene usted su retrato. Aarons lo estudió un momento, y se iluminó su
rostro.
—¡Ya lo tengo!
—exclamó, dándose un manotazo en el muslo—. ¡The Dulcibella Kids!
—¿Las Niñas Dulcibella?
—¡Justo! Son hermanas.
Acróbatas, danzarinas y cantantes. Trabajan bastante bien. Creo que están ahora
por alguna parte, en provincias..., si no descansan. Han estado en París dos o
tres semanas, por lo menos.
—¿Puede usted saber
dónde se encuentran ahora?
—Muy
fácilmente. Váyanse a casa y les enviaré una nota por la mañana.
Bajo esta promesa nos
despedimos de él. Cumplió puntualmente su palabra. Al día siguiente, hacia las
once, llegó una nota garabateada:
«Las hermanas
Dulcibella están en el Palace, en Coventry. Buena suerte.»
Sin más preparativos,
salimos para Coventry. Poirot no hizo indagaciones en el teatro, contentándose
con tomar dos butacas para la función de variedades de aquella noche.
El espectáculo fue
soberanamente aburrido, o quizá el humor en que me hallaba me lo hizo ver así.
Hubo artistas japoneses que ejecutaron arriesgados equilibrios; hombres dotados
de falsa elegancia en traje de tonos verdosos y cabello exquisitamente lustroso
desarrollaron unas charlas de sociedad y bailaron maravillosamente; algunas
macizas primas donnas cantaron en el registro humano más agudo; un actor
cómico se esforzó en ser míster George Robey y fracasó del modo más manifiesto.
Por último anunciaron
el número de las Dulcibella Kids. El corazón me golpeaba el pecho hasta
aturdirme. Allí estaba..., allí estaban las dos, una con el pelo de color de
lino, la otra con el pelo oscuro, de la misma estatura, con falda corta y
esponjada e inmensos lazos «Buster Brown». Parecían una pareja de chiquillas
dotadas de una gracia picante. Empezaron a cantar. Sus voces eran frescas e
ingenuas, más bien tenues y propias de un music-hall, pero atractivas.
Fue un número bonito y
simpático. Bailaron correcta y ágilmente y ejecutaron algunas pequeñas y ágiles
acrobacias. Las letras de sus canciones eran animadas y pegadizas. Al caer el
telón hubo una tempestad de aplausos. Era claro que las Niñas Dulcibella
constituían un éxito.
Sentí de repente que no
podía continuar allí. Tenía que salir al aire. Le propuse a Poirot que nos
retirásemos.
—Váyase si lo prefiere,
amigo mío. A mí esto me divierte y me quedaré hasta el final. Me reuniré con
usted más tarde.
Del teatro al hotel
sólo había algunos pasos. Entré en la sala, pedí un whisky con seltz y
me senté, observando pensativo la reja vacía de la chimenea. Oí cómo se abría
la puerta y me volví, pensando que era Poirot. En seguida me puse en pie de un
salto. Era Cenicienta la que estaba en el umbral, y me dijo, con voz entrecortada:
—Le he visto en primera
fila. A usted y a su amigo. Cuando usted se levantó para salir, yo esperaba
fuera y le he seguido. ¿Por qué está aquí..., en Coventry? ¿Qué ha venido a
hacer aquí esta noche? ¿Era el... detective el hombre que estaba con usted?
Estaba allí, de pie,
con una capa echada sobre el traje que llevaba en el escenario, que le
resbalaba sobre los hombros. Vi la blancura de sus mejillas bajo el colorete y
percibí el acento de terror en su voz. Y en aquel momento lo comprendí todo...,
comprendí por qué la buscaba Poirot y qué era lo que ella temía, y comprendí,
por fin, mi propio corazón...
—Sí —dije con dulzura.
—¿Me busca... a mí?
—murmuró.
Y entonces, como tardé
un momento en contestarle, se dejó caer en el sillón y rompió a llorar
amargamente.
Me arrodillé a su lado,
tomándola en mis brazos, y aparté el cabello que, en parte, le cubría el
rostro.
—No llores, niña; no
llores, por amor de Dios. Estás aquí segura. Yo te guardaré. No llores,
querida. No llores. Yo lo sé..., lo sé todo.
—¡Oh, pero es que no lo
sabe!
—Creo saberlo —y al
cabo de un momento se calmaron un poco sus sollozos—. Fuiste tú quien cogió la
daga, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y por esto quisiste
que te lo hiciese ver todo y fingiste desmayarte?
De nuevo afirmó, con
una seña.
—¿Por qué querías la
daga? —le pregunté entonces.
—Temía que pudiera
haber en ella huellas dactilares.
—Pero ¿no recuerdas que
llevabas los guantes puestos?
Ella movió la cabeza,
como si estuviese aturdida, y preguntó luego lentamente:
—Va usted a entregarme
a..., a la Policía?
—¡Dios mío! No.
Sus ojos buscaron los
míos con una expresión seria, y luego, con voz que sonaba como si se asustase
de sí misma, preguntó:
—¿Por qué no?
El lugar y el momento
no parecían adecuados para hacer una declaración amorosa..., y sabe Dios que
nunca había yo imaginado que hubiera de llegar a enamorarme en aquella forma.
Pero le contesté con bastante sencillez y naturalidad:
—Porque te quiero,
Cenicienta.
Ella bajó la cabeza,
como si estuviese avergonzada, y, con voz entrecortada, murmuró:
—No puede..., no puede
usted..., no; si supiera... —y entonces, como reuniendo sus fuerzas, me miró de
frente y preguntó—: ¿Qué sabe?
—Sé que fuiste a ver a
Renauld aquella noche. Que él te ofreció un cheque y tú lo rompiste indignada.
Después, saliste de la casa...— y me detuve.
—Siga adelante... ¿Qué
más?
—No sé si sabías que
Jack Renauld vendría aquella noche, o si te limitabas a esperar que se
presentaría una oportunidad de verle; pero te quedaste aguardando por allí.
Quizá estabas solamente triste y paseaste al azar...; pero, como quiera que
fuese, poco antes de las doce aún te encontrabas cerca de aquel lugar, y viste
un hombre en el campo de golf...
De nuevo me detuve.
Había visto la verdad como en un relámpago al entrar en la habitación, pero el
cuadro se levantó ante mí aún más convincente. Vi destacarse con fuerza la
hechura peculiar del gabán encima del cuerpo inerte de Renauld y recordé el
sorprendente parecido que, por un instante, me había inducido a creer que el
difunto había resucitado, cuando su hijo se precipitó en el salón en que
estábamos reunidos.
—Continúe —repitió la
muchacha con firmeza.
—Imagino que le viste
de espalda..., pero le reconociste o creíste reconocerle. El porte y modo de
andar te eran familiares, y lo mismo la hechura del abrigo —me detuve—. Habías
amenazado a Jack Renauld en una de tus cartas. Cuando le viste allí, la ira y
los celos te enloquecieron... ¡y descargaste el golpe! Ni por un momento creo
que te hubieras propuesto matarle. Pero lo cierto es que lo mataste,
Cenicienta.
Ella había levantado
las manos para cubrirse el rostro, y dijo con voz ahogada:
—Tiene razón..., tiene
razón... Lo veo todo tal como lo cuenta —y añadió, volviéndose hacia mí con un
gesto desesperado—: ¿Y me quiere aún? Sabiendo lo que sabe, ¿cómo puede
quererme?
—No lo sé —le dije, con
cierto cansancio—. Creo que el amor es así..., una cosa que uno no puede
evitar. Lo he intentado, y lo sé... desde el primer día en que te vi. Y el amor
ha podido más que yo.
Y entonces, de pronto,
cuando menos lo esperaba, rompió a llorar de nuevo, echándose al suelo y
sollozando perdidamente.
—¡Oh, no puedo!
—exclamó— . No sé qué hacer. No sé de qué lado volverme. ¡Oh, tenga compasión,
tenga alguien compasión de mí y dígame qué he de hacer!
Una vez más me
arrodillé junto a ella para calmarla del mejor modo que pudiese.
—No me temas, Bella.
Por amor de Dios, no me temas. Te quiero, es la verdad..., pero no quiero que
me lo pagues de ningún modo. Deja sólo que te ayude. Sigue queriéndole a él, si
ha de ser así, pero deja que te ayude como él no podría hacerlo.
Fue como si mis
palabras la hubiesen vuelto de piedra. Levantó la cabeza tras sus manos y me
miró.
—¿Esto cree?
—murmuró--. ¿Cree que yo quiero a Jack Renauld?
Y luego, riendo y
llorando al mismo tiempo, me echó los brazos al cuello apasionadamente y apretó
su bello y húmedo rostro contra el mío.
—¡No como te quiero a
ti! —murmuró ahora—-. ¡Nunca como te quiero a ti!
Sus labios me rozaron
la mejilla, y luego me besó una y otra vez, con una dulzura y una pasión
increíbles. La emoción y el encanto de aquel momento no los olvidaré nunca...,
¡nunca, mientras viva!
Un sonido procedente de
la puerta nos hizo levantar la cabeza. Allí estaba Poirot, mirándonos.
No vacilé. De un salto
llegué hasta él y le sujeté los brazos junto a los costados.
—¡Aprisa! —le dije a la
muchacha —. Sal de aquí. Tan pronto como puedas. Yo le sujetaré.
Después de dirigirme
una mirada, corrió ella fuera de la habitación, pasando por delante de nosotros,
mientras yo retenía a Poirot con un puño de hierro.
—Amigo mío —observó
éste suavemente—, hace usted estas cosas muy bien. El hombre fuerte me tiene en
sus garras y estoy indefenso como un niño. Pero todo esto resulta incómodo y
ligeramente ridículo. Sentémonos y tengamos calma.
—¿No la perseguirá
usted?
—Mon Dieu! No.
¿Soy acaso Giraud? Suélteme, amigo mío.
Manteniendo sobre él
una mirada suspicaz, pues rindo a Poirot el homenaje de darme cuenta de que me
aventaja en astucia, aflojé las manos, y él se hundió en un sillón, palpándose
los brazos delicadamente.
—¡Tiene usted la fuerza
de un toro cuando se excita, Hastings! ¿Y cree que se ha portado bien con su
viejo amigo? Le enseño la fotografía de la muchacha, y usted la reconoce y no
me dice una palabra.
—No era necesario, si
usted sabía que la había reconocido —le dije con alguna amargura—. ¡Es decir,
que Poirot lo ha sabido todo siempre! No le he engañado ni por un instante.
—¡Ta..., ta! Usted
ignoraba que yo sabía esto. Y esta noche ayuda a la muchacha a escaparse cuando
hemos tenido tanto trabajo para encontrarla. Pues bien, todo se reduce a esto:
¿va usted a trabajar conmigo o contra mí, Hastings?
Por unos segundos, no
contesté. Romper con mi viejo amigo me causaba mucha pena. No obstante, tenía
que situarme definitivamente frente a él. ¿Llegaría a perdonármelo? Hasta
entonces se había mantenido extrañamente calmoso, pero yo sabía que poseía un
maravilloso dominio de sí mismo.
—Poirot —le dije—, lo
siento. Confieso que me he portado mal con usted en esta ocasión. Pero a veces
un hombre no está en libertad de elegir. Y de aquí en adelante debo seguir mi
propio camino.
Poirot hizo varias
señas afirmativas.
—Comprendo —me
contestó. El destello burlón se había apagado en sus ojos por completo, y habló
con una sinceridad y bondad que me sorprendieron—. Se trataba de esto, amigo
mío, ¿verdad? Es el amor, que ha venido... no como usted lo imaginaba, vestido
con todas sus galas y alegre, sino triste y con los pies ensangrentados. Bien,
bien; yo ya le avisé. Le avisé cuando me di cuenta que esta muchacha debió de
haber cogido la daga. Quizá lo recuerde usted. Pero ya entonces era demasiado
tarde. No obstante, dígame cuanto sabe.
Sosteniendo su mirada,
le dije:
—Nada de lo que usted
pudiera decirme me sorprendería, Poirot. Téngalo entendido. Pero en el caso de
que pensara reanudar sus pesquisas para encontrar a miss Duveen, desearía que
tuviese una cosa bien presente. Si tiene usted alguna idea de que haya estado
complicada en el crimen o que fuese la dama misteriosa que visitó a Renauld
aquella noche, está equivocado. Fue aquel día compañera mía de viaje desde
Francia, y me separé de ella aquella noche en la estación Victoria, de suerte
que es claramente imposible que estuviese en Merlinville.
—¡Ah! —suspiró Poirot y
me miró con aire pensativo—. ¿Y juraría usted esto ante un tribunal?
—Con toda seguridad lo
juraría.
Poirot se levantó e
hizo una inclinación de cabeza.
—Mon ami!
Vive l'amour! Puede obrar milagros. Es decididamente ingenioso lo
que ha pensado usted ahora. ¡Esto deja pequeño al mismo Hércules Poirot!
CAPÍTULO VEINTITRÉS
SURGEN DIFICULTADES
Tras un momento de alta
tensión como el que acabo de registrar, es natural que venga la reacción.
Aquella noche me retiré a descansar bajo una impresión de triunfo; pero, al
despertarme, comprendí que estaba muy lejos de haber salido del bosque. Es
cierto que no podía ver defecto alguno en la coartada que tan repentinamente
había concebido. No tenía más que aferrarme a ella; no acertaba a ver cómo de
este modo podía establecerse la culpabilidad de Bella.
Pero sentí la necesidad
de andar con pies de plomo. Poirot no se echaría a dormir ante su derrota. De
un modo u otro volvería la tortilla contra mí, y lo haría en la forma y el
momento en que yo menos lo esperase.
Nos reunimos a la
mañana siguiente, a la hora del desayuno, como si nada hubiese ocurrido. El
buen humor de Poirot era imperturbable; no obstante, creí descubrir en sus
maneras una sombra de reserva que era nueva. Después del desayuno anuncié mi
intención de salir a dar un paseo. En los ojos de Poirot apareció un brillo de
malicia.
—Si lo que busca es
información, no necesita molestarse. Yo puedo comunicarle todo lo que desea
saber. Las hermanas Dulcibella han rescindido su contrato y salido de Coventry
para un destino desconocido.
—¿Es realmente así,
Poirot?
—Puede creerme,
Hastings. He hecho indagaciones esta mañana a primera hora. Después de todo,
¿qué otra cosa esperaba usted?
Muy cierto: no podía
esperarse otra cosa, dadas las circunstancias. Cenicienta había aprovechado la
pequeña ventaja que yo había podido asegurarle y, ciertamente, no habría
perdido un momento para ponerse fuera del alcance del perseguidor. Esto era lo
que yo me había propuesto y proyectado. Sin embargo, me daba cuenta de que me
hallaba envuelto en una red de nuevas dificultades.
No tenía absolutamente
ningún medio de comunicarme con la muchacha, y era de vital importancia que
ella conociese la línea de defensa que se me había ocurrido y que yo estaba
dispuesto a llevar adelante. Desde luego, era posible que intentase darme
noticias suyas de un modo u otro, pero esto me parecía muy improbable. Ella
sabía bien el riesgo que correría de que su mensaje fuese interceptado por
Poirot, poniéndole de nuevo sobre la pista. Era claro que el único camino que
le quedaba era desaparecer enteramente por algún tiempo.
Pero, entre tanto, ¿qué
estaba haciendo Poirot? Le estudié con atención. Mostraba su expresión más
inocente y miraba a lo lejos con aire pensativo. Parecía demasiado plácido e
indolente, para mi tranquilidad. Según mi experiencia de su carácter, cuando
menos peligroso parecía, más peligroso resultaba ser. Su quietud me alarmó.
Observando la turbación de mis ojos, sonrió beatíficamente.
—¿Está usted perplejo,
Hastings? ¿Está preguntándose por qué no me lanzo a la persecución?
—Bien...; algo por el
estilo.
—Eso es lo que haría
usted si estuviese en mi lugar. Lo comprendo. Pero yo no soy de esos que gozan
corriendo por un país de arriba abajo para buscar una aguja en un pajar, como
dicen ustedes los ingleses. No. Deje que Bella Duveen se vaya. Yo sabré
encontrarla cuando llegue el momento. Hasta entonces, me contento con esperar.
Le miré dudando. ¿Se
había propuesto lanzarme por una pista falsa? Tenía yo la sensación irritante
de que, aun ahora, él era el amo de la situación. La impresión de mi
superioridad iba desvaneciéndose gradualmente. Yo me había manejado para que la
muchacha pudiese huir y trazado un brillante plan para salvarla de las
consecuencias de su arrebato..., pero no podía sentirme tranquilo. La perfecta
calma de Poirot me alarmaba.
—Supongo, Poirot —dije,
algo avergonzado—, que no debo preguntarle cuáles son sus planes. He perdido el
derecho de hacerlo.
—Nada de eso. No son
secretos. Volvemos a Francia sin demora.
—¿Volvemos?
—Precisamente...,
volvemos. Usted sabe muy bien que no puede consentir en perder de vista a papá
Poirot, ¿verdad? ¿No es así, amigo mío? Pero no hay ninguna dificultad en que
se quede en Inglaterra, si así lo desea...
Moví la cabeza. Había
dado en el clavo. Yo no consentiría en perderle de vista. Aunque no podía
esperar su confianza después de lo que había ocurrido, podía aún observar sus
acciones. El único peligro para Bella estaba en él. A Giraud y a la Policía
francesa les era indiferente su existencia. A toda costa, tenía que mantenerme
cerca de Poirot.
Poirot me observó con
atención mientras cruzaban por mi mente todas estas reflexiones e hizo una seña
afirmativa de satisfacción.
—Tengo razón, ¿verdad?
Y como es usted muy capaz de intentar seguirme bajo algún absurdo disfraz, tal
como una barba postiza (que, desde luego, todo el mundo advertiría), encuentro
mucho más preferible que viajemos juntos. Me molestaría de veras que alguien se
riese a costa de usted.
—Muy bien, entonces.
Pero, para ser sincero, debo advertirle...
—Lo sé... Sé todo esto.
¡Es usted mi enemigo! Sea, pues, mi enemigo. Eso no me inquieta poco ni mucho.
—Siendo el juego
sincero y a cartas vistas, poco me importa.
—¡Tiene usted en su
mayor grado la pasión inglesa por el «juego limpio»! Ahora que están
satisfechos sus escrúpulos, pongámonos en camino. No hay tiempo que perder.
Nuestra estancia en Inglaterra ha sido corta, pero suficiente. Yo sé... lo que
quería saber.
Su tono era ligero,
pero leí una amenaza velada en sus palabras.
—No obstante... —empecé
a decir, y me detuve.
—No obstante..., ¡como
usted lo dice! Sin duda está satisfecho ya con el papel que desempeña. Yo, por
mi parte, me preocupo por Jack Renauld.
¡Jack Renauld! Esas
palabras me sobresaltaron. Había olvidado por completo aquel aspecto del caso.
Jack Renauld, encarcelado y con la sombra de la guillotina encima. Vi entonces,
bajo un aspecto más siniestro, el papel que estaba desempeñando. Yo podía
salvar a Bella..., sí, pero, al hacerlo, corría el riesgo de enviar a la muerte
a un hombre inocente.
Con horror, aparté de
mí aquel pensamiento. Esto era imposible. Sería absuelto. ¡Sería absuelto
ciertamente! Pero volvió aquel frío temor. ¿Y si no le absolviesen? ¿Qué
pasaría entonces? ¿Podía yo tener esto sobre mi conciencia? ¿Acabaría aquello
en una alternativa? ¿En una decisión entre Bella o Jack Renauld? Los impulsos
de mi corazón eran de salvar a la muchacha que amaba, a cualquier precio,
contra mí mismo. Pero si el precio había de pagarlo otro, el problema quedaba
alterado.
¿Y qué diría la propia
muchacha? Recordaba que no había pasado por mis labios palabra alguna sobre la
detención de Jack Renauld. Hasta aquel momento, ella ignoraba por completo que
su anterior enamorado estaba en la cárcel bajo la acusación de un crimen
horrible que no había cometido. ¿Qué haría cuando lo supiera? ¿Permitiría que
fuese salvada su vida a costa de la vida de el? Ciertamente no cometería
ninguna violencia. Jack Renauld podía ser absuelto y probablemente lo sería sin
intervención alguna por su parte. Si era así, muy bien. Pero ¿y si no era así?
Aquél era el terrible, el incontestable problema. Imaginé que ella no correría
el riesgo de verse condenada a la última pena. En su caso eran muy diferentes
las circunstancias del crimen. Ella podría alegar los celos v una extremada
provocación, y su juventud y belleza harían mucho en su favor. El hecho de que,
por un error trágico, la víctima hubiera sido Renauld y no su hijo, no
alteraría el motivo del crimen. Pero, en todo caso, por muy benigna que fuese,
la sentencia del tribunal significaría un largo período de encarcelamiento.
No; Bella debía ser
protegida. Y al mismo tiempo Jack debía ser salvado. Cómo podría hacerse esto,
yo no lo veía con claridad. Pero puse mi confianza en Poirot. El sí lo sabía.
Pasara lo que pasara, él se arreglaría para salvar a un inocente. Encontraría
algún pretexto distinto del verdadero. Esto podría ser difícil, pero, de un
modo u otro, él se arreglaría para conseguirlo. Y con Bella libre de toda
sospecha y Jack Renauld absuelto, todo acabaría satisfactoriamente.
Así me lo repetía yo a
mí mismo, pero, en el fondo de mi corazón, continuaba la fría sensación de
temor.
CAPITULO VEINTICUATRO
¡SALVADLE!
Cruzamos el Canal por
la noche, y a la mañana siguiente nos encontrábamos en Saint-Omer, adonde había
sido trasladado Jack Renauld. Sin pérdida de tiempo, Poirot fue a visitar a
Hautet. No pareciendo dispuesto a oponerse a que yo le acompañase, fui con él.
Tras varias
formalidades y preparativos fuimos conducidos a la habitación de aquel
magistrado, que nos recibió cordialmente.
—Me dijeron que había
usted regresado a Inglaterra, Poirot; me complace ver que no es así.
—Es cierto que he
estado allí, pero ha sido sólo una visita muy corta. Una cuestión lateral, pero
me imaginé que podría valer la pena de investigarse.
—Y valía la pena...,
¿verdad?
Poirot se encogió de
hombros. Hautet afirmó con la cabeza, suspirando.
—Me temo que tendremos
que conformarnos —dijo el magistrado—. Ese animal de Giraud tiene unas maneras
abominables, pero ¡no hay duda de que es hábil! No hay mucha probabilidad de que
cometa un error.
—¿Eso cree usted?
Al juez de instrucción
le tocó ahora el turno de encoger los hombros.
—¡Oh, bueno!, si hemos
de hablar con franqueza..., y en reserva, desde luego..., ¿puede usted llegar a
otra conclusión?
—Francamente, me parece
que quedan muchos puntos oscuros.
—¿Por ejemplo...?
Pero Poirot no se
dejaba sonsacar nada.
—No los he anotado aún
—observó—. Estaba haciendo una reflexión general. Me era simpático este joven y
sentiría tener que creerle culpable de un crimen tan repugnante. A propósito,
¿qué dice él mismo en su defensa?
El magistrado frunció
las cejas.
—No puedo entenderle.
Parece incapaz de formular ningún género de defensa. Hemos tenido mucha
dificultad en hacerle contestar las preguntas. Se contenta con una negativa
general y, después de esto, se refugia en el más obstinado silencio. Mañana
volveré a interrogarle. ¿Les gustaría, quizá, estar presentes?
Nos apresuramos a
aceptar la invitación.
—Un caso muy penoso
—dijo el magistrado con un suspiro—, Madame Renauld me inspira profunda
simpatía.
—¿Cómo se encuentra
madame Renauld?
—Aún no ha recobrado el
conocimiento. Es una situación en cierto modo benigna para ella, que se ahorra
así muchos sufrimientos. Dicen los médicos que no hay peligro, pero que cuando
vuelva en sí debe mantenerse tan tranquila como sea posible. A lo que creo, su
actual estado es efecto de la emoción tanto como de la caída. Sería terrible
que el cerebro quedase desequilibrado; pero esto no me extrañaría...; no,
realmente, no me extrañaría nada.
Echándose hacia atrás,
Hautet movió la cabeza con una especie de dolorosa complacencia al considerar
aquella sombría perspectiva.
Por fin, se despertó y
observó con sobresalto:
—Esto me recuerda que
tengo una carta para usted, Poirot. Déjeme ver... ¿Dónde la he puesto?
Y se puso a revolver
sus papeles. Habiendo encontrado, por fin, la misiva, se la entregó a Poirot.
—Vino en un sobre
dirigido a mí para que yo cuidase de entregársela a usted —explicó—. Pero, no
habiendo dejado su dirección, no pude hacerlo.
Poirot examinó la carta
con curiosidad. La dirección estaba escrita en caracteres largos, inclinados y
extranjeros, por una mano indiscutiblemente femenina. No la abrió. En lugar de
esto, se la guardó en el bolsillo al tiempo que se levantaba.
—Hasta mañana,
entonces. Muchas gracias por sus atenciones y su amabilidad.
—Nada de esto. Estoy
siempre a su disposición.
Íbamos a salir del
edificio cuando nos encontramos frente a Giraud, que parecía más elegante,
presumido y contento de sí mismo que nunca.
—¡Caramba, Poirot!
—exclamó alegremente—. ¿Es decir, que ha vuelto de Inglaterra?
—Como usted lo ve.
—Imagino que no está
lejos el final del caso.
—Estoy de acuerdo con
usted, Giraud.
Poirot hablaba con voz
moderada. Su actitud parecía encantar al otro.
—¡Entre todos los
criminales mansos!... No tiene idea de defenderse. ¡Es extraordinario!
—Tan extraordinario que
le da a uno que pensar, ¿verdad? —insinuó suavemente Poirot.
Pero Giraud no le
escuchaba siquiera. Y diseñó un molinete con su bastón, amistosamente.
—Bien; buenos días,
Poirot. Me complace comprobar que, por fin, está usted convencido de la
culpabilidad del joven Renauld.
—Pardon! No
estoy convencido de eso en absoluto. Jack Renauld es inocente.
Giraud hizo un brusco
movimiento momentáneo... Luego soltó la carcajada, y se tocó la cabeza
significativamente, con la breve exclamación: «Toqué!»
Poirot se enderezó. Y
asomó a sus ojos una luz peligrosa.
—Giraud,
durante todo el caso, sus maneras para conmigo han sido deliberadamente
insultantes. Necesita usted que le den una lección. Estoy dispuesto a apostar
quinientos francos a que encuentro al asesino de Renauld antes que usted.
¿Queda convenido?
Giraud le dirigió una
mirada incierta y murmuró de nuevo: «Toqué!»
—Vamos a ver —insistió
Poirot—. ¿Queda convenido?
—No tengo deseos de
quitarle el dinero.
—Tranquilícese: ¡no me
lo quitará!
—¡Oh, bien! Entonces,
¡convenido! Dice que mis maneras para con usted son insultantes. Pues bien: una
o dos veces sus maneras me han molestado a mí.
—Encantado de
saberlo —dijo Poirot—. Buenos días, Giraud. Venga, Hastings.
No hablé mientras
seguíamos la calle. Sentía gran tristeza. Poirot había manifestado demasiado
claramente cuáles eran sus intenciones. Más que nunca, puse en duda mi
capacidad para salvar a Bella de las consecuencias de su acto. Este desdichado
encuentro con Giraud había excitado a Poirot, inclinándole a mostrar su temple.
De pronto sentí que se
ponía una mano sobre mi hombro, y, al volverme, vi a Gabriel Stonor. Nos
detuvimos para saludarle y él propuso acompañarnos hasta nuestro hotel.
—¿Y qué está usted
haciendo aquí, míster Stonor? —preguntó Poirot.
—Uno tiene que apoyar a
sus amigos —contestó el otro secamente—. En particular cuando están
injustamente acusados.
—¿Usted no cree
entonces que Jack Renauld cometió el crimen? —le pregunté con ansia.
—Ciertamente, no lo
creo. Conozco al muchacho. Admito que ha habido en este asunto una o dos cosas
que me han trastornado por completo; pero, de todos modos, a pesar de su torpe
manera de tomarlas, nunca creeré que Jack Renauld sea un asesino.
Mi corazón se llenó de
simpatía hacia Stonor. Sus palabras parecían haber levantado un peso secreto
que lo oprimía.
—Creo que muchas
personas piensan como usted —exclamé—. Las pruebas contra él son absurdamente
ligeras. Diría que no hay duda de que será absuelto..., no hay duda alguna.
Pero Stonor no
respondió como yo lo hubiera deseado.
—Daría cualquier cosa
por pensar como usted —dijo gravemente. Y volviéndose hacia Poirot, preguntó—:
¿Cuál es su opinión, Poirot?
—Yo creo que el caso se
presenta mal para él —contestó mi amigo con calma.
—¿Le cree usted
culpable? —exclamó Stonor con viveza.
—No. Pero creo que le
costará probar su inocencia.
—¡Su actitud es tan
condenadamente extraña!... —murmuró Stonor—Por supuesto, me doy cuenta de que
hay en este asunto mucho más de lo que puede verse. Giraud no lo comprende
porque lo ve desde fuera; pero todo ello ha sido condenadamente raro. En cuanto
a este punto, cuanto menos se hable, mejor. Si madame Renauld quiere ocultar
algo, yo me guiaré por lo que ella haga. Ella es la interesada y siento
demasiado respeto por su buen juicio para meter la cuchara, pero no puedo
entender esa actitud de Jack. Cualquiera pensaría que quiere que le crean
culpable.
—Pero esto es absurdo
—exclamé yo, interviniendo—. En primer lugar, la daga... —y me detuve, no
sabiendo cuánto podía desear Poirot que revelase. Eligiendo cuidadosamente mis
palabras, continué—: Sabemos que la daga no pudo estar en posesión de Jack
Renauld aquella noche. Madame Renauld lo sabe.
—Cierto —dijo Stonor—.
Cuando se restablezca, sin duda dirá todo y más. Bien; debo dejarles a ustedes.
—Un momento —-dijo
Poirot, deteniéndole con un movimiento de la mano—. ¿Puede usted encargarse de
disponer que me envíen una palabra de aviso tan pronto como madame Renauld
recobre el conocimiento?
—Sí, señor. Esto será
muy fácil.
—Ese detalle relativo a
la daga es bueno, Poirot —insistí mientras subíamos la escalera—. Yo no podía
hablar con mucha claridad delante de Stonor.
—Ha obrado usted con
mucho acierto. Deberíamos guardar esta información para nosotros solos tanto
tiempo como podamos. En cuanto a la daga, su observación difícilmente puede
resultar útil para Jack Renauld. ¿Recuerda que he estado ausente una hora esta
mañana antes de salir de Londres?
—Siga.
—Pues bien: me he
ocupado en buscar la casa de que se sirvió Jack para confeccionar sus regalos
en recuerdo de la guerra. No era cosa muy difícil. Sepa usted, Hastings, que no
encargó dos cortapapeles, sino tres.
—De suerte que...
—De suerte que, después
de dar uno a su madre y otro a Bella Duveen, quedaba el tercero, que, sin duda,
conservó para su uso. No, Hastings; me temo que el detalle de la daga no nos
ayudará a salvarle de la guillotina.
—No se llegará a este
extremo —exclamé, con la conciencia turbada.
Poirot movió la cabeza
con un gesto de incertidumbre.
—Usted le salvará
—afirmé yo resueltamente.
Poirot me miró sin
expresión.
—¿No lo ha hecho usted
imposible, amigo mío?
—De algún modo
—murmuré.
—¡Ah! Sapristi!
Pero si me pide usted milagros. No..., no me diga más. En lugar de esto,
veamos lo que dice esta carta.
Y sacó el sobre del
bolsillo. Mientras leía, se contrajo su rostro; luego me entregó el papel.
—Hay en el mundo otras
mujeres que sufren, Hastings —dijo.
La escritura era
borrosa y parecía claro que la nota había sido redactada en medio de una gran
agitación.
«Querido monsieur
Poirot: Si recibe la presente, le ruego que venga en mi ayuda. No tengo nadie
más a quien dirigirme y, a toda costa, Jack debe ser salvado. Le imploro de
rodillas que nos ayude.
Marta Daubreuil.»
Se la devolví
conmovido.
—¿Irá usted?
—Ahora mismo. Vamos a
encargar un coche.
Media hora más tarde
estábamos en la Villa Marguerite. Marta se hallaba en la puerta para
recibirnos, y condujo dentro a Poirot cogiéndole una mano con las dos suyas.
—¡Ah!, ha venido...; es
usted bueno. He estado desesperada, sin saber qué hacer. Ni siquiera me dejan
ir a verle en la cárcel. Sufro horriblemente. Estoy como loca. ¿Es verdad lo
que dicen, que no niega el crimen? Pero esto es una locura... ¡Es imposible que
lo haya cometido! ¡Oh, no; ni por un momento lo creeré!
—Ni lo creo yo tampoco,
señorita —dijo Poirot con suavidad.
—Pero entonces, ¿por qué
no habla? No lo comprendo.
—Quizá porque está
sirviendo de pantalla a alguien —insinuó
Poirot, observándola.
Marta frunció las
cejas.
—¿Sirviendo de pantalla
a alguien? ¿Se refiere a su madre? ¡Ah!, desde el principio me ha parecido
sospechosa. ¿Quién hereda toda esta gran fortuna? La hereda ella. Es sencillo
vestirse de luto y ser hipócrita. Y dicen que cuando él fue detenido, ella
cayó... ¡así! —Marta hizo un dramático gesto—. Y, sin duda, monsieur Stonor, el
secretario, la ha ayudado. Están unidos como ladrones esos dos. Es verdad que
ella tiene más edad que él, pero ¿qué les importa esto a los hombres cuando una
mujer es rica?
Había en su voz un dejo
de amargura.
—Stonor estaba en
Inglaterra —observé yo.
—Así lo dirá él...;
pero ¿quién lo sabe?
—Señorita —dijo Poirot
con calma—. Si hemos de trabajar usted y yo de acuerdo, necesitamos poner las
cosas en claro. Primero, voy a hacerle una pregunta.
—Diga usted.
—¿Conoce el verdadero
nombre de su madre?
Marta le miró por un
momento; luego, dejando caer la cabeza sobre los brazos, rompió a llorar.
—Bien, bien —musitó
Poirot, dándole unas palmaditas sobre el hombro—. Cálmese, petite, ya
veo que lo conoce. Una segunda pregunta ahora... ¿sabía usted quién era
monsieur Renauld?
—¿Monsieur Renauld?
—repitió ella, levantando la cabeza de las manos y dirigiéndole una mirada
interrogante.
—¡Ah!, veo que esto no
lo sabe. Escúcheme ahora con atención.
Paso a paso, fue
revisando la antigua historia, de un modo parecido a como lo había hecho para
mí al emprender nuestro viaje a Inglaterra. Marta le escuchó muda de asombro.
Cuando hubo terminado, hizo una profunda inspiración.
—Es usted admirable...,
¡maravilloso! Es usted el detective más grande del mundo.
Y deslizándose fuera
del asiento de su sillón, con un rápido gesto, se arrodilló ante él con un
abandono enteramente francés.
—¡Sálvele, señor!
—exclamó—. ¡Le quiero, le quiero!... ¡Oh, sálvele, sálvele!
CAPÍTULO VEINTICINCO
DESENLACE INESPERADO
A la mañana siguiente
presenciamos el interrogatorio de Jack Renauld. Aunque el tiempo transcurrido
era tan corto, me sorprendió el cambio operado en el joven detenido. Tenía las
mejillas caídas, los ojos rodeados de círculos oscuros y la expresión aturdida
de la persona que no ha logrado conciliar el sueño durante muchas noches
seguidas. Al vernos no dio señales de emoción alguna ni de nada.
—Renauld —empezó el
magistrado—, ¿niega usted que estaba en Merlinville en la noche del crimen?
Jack no contestó
inmediatamente y dijo luego de un modo vacilante, que resultaba lastimoso:
—Le..., le... he dicho
que estaba en Cherburgo.
El magistrado se volvió
con viveza.
—Haga entrar a los
testigos de la estación —ordenó.
Unos segundos después
se abrió la puerta para dar paso a un hombre en el que reconocí a un factor de
la estación de Merlinville.
—¿Estaba usted de turno
en la noche del siete de junio?
—Sí, señor.
—¿Presenció la llegada
del tren de las once y cuarenta?
—Sí, señor.
—Mire al detenido: ¿le
reconoce como a uno de los pasajeros que se apearon?
—Sí, señor.
—¿No hay posibilidad de
que esté equivocado?
—No, señor. Conozco
bien a monsieur Jack Renauld.
—¿Ni de que se
equivoque en cuanto a la fecha?
—No señor; porque a la
mañana siguiente tuvimos noticias del asesinato.
Fue entonces
introducido otro empleado del ferrocarril, que confirmó lo declarado por el
primero. El magistrado miró a Jack Renauld.
—Estos hombres le han
identificado de un modo positivo. ¿Qué tiene que decir?
Jack encogió los
hombros.
—Nada.
—Renauld —continuó el
magistrado—, ¿reconoce usted esto?
Tomó un objeto que
tenía a su lado, encima de la mesa, y se lo tendió al detenido. Me estremecí,
reconociendo por mi parte la daga hecha de material de aeroplano.
—Con perdón —exclamó el
abogado de Jack, Grosier—. Ruego que se me permita hablar con mi cliente antes
que conteste a esta pregunta.
Pero Jack, que no tenía
consideración por los sentimientos del desdichado Grosier, le apartó a un lado
y contestó con calma:
—Ciertamente, lo
reconozco. Es un presente que hice a mi madre como recuerdo de la guerra.
—¿Sabe usted si existe
algún duplicado de esta daga?
De nuevo se agitó el
letrado Grosier, siendo igualmente rechazado por Jack.
—No, que yo sepa. La
montura fue diseñada por mí.
El mismo magistrado
perdió casi la respiración ante la osadía de la respuesta. En realidad, parecía
como si Jack estuviese precipitándose hacia su destino. Por supuesto, yo me
daba cuenta de la vital necesidad en que se encontraba de ocultar, a causa de
Bella, el hecho de que había otra daga igual. Mientras quedase entendido que no
había más que un arma de aquella forma, no era probable que recayese sospecha
alguna sobre la muchacha que poseía el segundo cortapapeles. Jack estaba
protegiendo valientemente a la mujer que antes había amado, pero ¡a qué precio
para sí mismo! Empecé a comprender la magnitud de la tarea que tan ligeramente
había impuesto a Poirot. No sería fácil asegurar la absolución de Jack Renauld
de otro modo que declarando la verdad.
Hautet habló de nuevo,
con una inflexión peculiarmente amarga:
—Madame Renauld nos
dijo que su daga estaba encima de su tocador la noche del crimen. Pero ¡madame
Renauld es madre! Sin duda, esto le extrañará, Renauld, pero yo considero muy
probable que madame Renauld se equivocase y que quizá por inadvertencia se
hubiese usted llevado el arma a París. Supongo que va a contradecirme.
Vi cómo el muchacho
cerraba sus manos esposadas. Su frente se cubrió de gruesas gotas de sudor
cuando, con un esfuerzo supremo, interrumpió a Hautet para decirle en voz
enronquecida:
—No voy a
contradecirle. Esto es posible.
El letrado Grosier se
puso en pie, protestando:
—Mi cliente ha sufrido
una considerable crisis nerviosa. Desearía hacer constar que no le considero
responsable de lo que diga.
Encolerizado, el magistrado
le impuso silencio. Por un momento, pareció asomarse una duda a su propia
conciencia. Jack Renauld había exagerado algo su papel. Inclinándose hacia
adelante, dirigió al acusado una mirada escudriñadora.
—¿Comprende usted bien,
Renauld, que, con las contestaciones que me ha dado, no tendré otra alternativa
que procesarle?
El pálido rostro de
Jack se encendió. Su mirada sostuvo la del magistrado con firmeza.
—¡Monsieur Hautet, juro
que no he matado a mi padre!
Pero el breve momento
de duda del magistrado había transcurrido, y éste soltó una risa breve y
desapacible.
—Sin duda, sin duda;
¡todos nuestros acusados son inocentes! Por su propia boca está condenado. No
tiene una defensa que ofrecer; no tiene una coartada..., ¡sólo una simple
afirmación que no engañaría a un niño!: que no es culpable. Usted mató a su
padre, Renauld; cometió un asesinato cruel y cobarde, por el dinero que creía
iba a recibir a su muerte. Su madre ha sido encubridora después del hecho. Sin
duda, atendiendo a la circunstancia de que actuó como madre, los tribunales
tendrán para ella una indulgencia que no le concederán a usted. ¡Y con razón!
Su crimen es horrible..., ¡merecedor de la execración de los dioses y de los
hombres!
Con gran contrariedad
para él, Hautet fue interrumpido. Había sido abierta la puerta.
—Señor juez, señor juez
—balbució el gendarme de guardia—, hay una señora que dice..., que dice...
—¿Quién habla? —exclamó
el magistrado, con justo enojo—. Esto es altamente irregular. Lo prohíbo..., lo
prohíbo absolutamente.
Pero una figura esbelta
había apartado al balbuciente gendarme. Vestida enteramente de negro, con un
largo velo que le cubría el rostro, se adelantó por la habitación.
Mi corazón dio un salto
aturdidor. ¡Es decir, que había venido! Todos mis esfuerzos habían sido vanos.
Y, sin embargo, no podía dejar de sentirme admirado por el valor que mostraba
al tomar aquella decisión tan resueltamente.
Levantó el velo... y me
quedé sin respiración. Pues, aunque extremadamente parecida a ella, aquella
joven ¡no era Cenicienta! Por otra parte, ahora que la veía sin la peluca de
color de lino que había llevado en el teatro, reconocí en ella a la muchacha de
la fotografía hallada en la habitación de Jack Renauld.
—¿Es usted el juez de
instrucción, monsieur Hautet? —preguntó.
—Sí; pero prohíbo...
—Me llamo
Bella Duveen. Deseo entregarme
como autora del asesinato de monsieur Renauld.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
RECIBO UNA CARTA
«Amigo mío: Ya lo
sabrás todo cuando recibas la presente. Nada de lo que yo podía decir ha hecho
mella en mi hermana. Ha ido a entregarse. Estoy cansada de luchar.
Ahora sabrás que te he
ocultado la verdad, que he pagado tu confianza con mentiras. Quizá te parezca
esto inexcusable; pero, antes de desaparecer de tu vida para siempre, quisiera
darte a conocer cómo ha ocurrido todo. Si supiera que habías de perdonarme,
quedaría más tranquila. No lo he hecho en beneficio propio..., esto es lo único
que puedo ofrecerte en mi defensa.
Empezaré refiriéndome
al día en que te conocí en el tren que venía de París. Me encontraba entonces
intranquila por Bella. Mi hermana se hallaba aquellos días desesperada con
motivo de Jack Renauld. Bella se hubiera echado al suelo para que él pasara por
encima, y, cuando vio que empezaba a cambiar y dejaba de escribirle con la
frecuencia acostumbrada, empezó, por su parte, a atormentarse. Se había metido
en la cabeza que Jack estaba encaprichado por otra muchacha..., y, desde luego,
los hechos demostraron que no se había equivocado. Tomó la determinación de ir
a Merlinville con intención de verle. Sabía que yo no aprobaba este paso y se
me escapó. En Calais descubrí que no estaba en el tren y decidí no irme a
Inglaterra sin ella. Tenía la sensación de que iba a pasar algo horrible si yo
no podía evitarlo.
Acudí a la llegada del
tren siguiente, de París. Venía en él, resuelta a dirigirse inmediatamente a
Merlinville. Discutí con ella lo mejor que supe; pero fue inútil. Estaba
excitada y había de salirse con la suya. En consecuencia, me lavé las manos.
¡Yo había hecho cuanto había podido! Iba haciéndose tarde. Me fui al hotel y
Bella salió camino de Merlinville. Continué sin poder librarme de la sensación
de que, como se lee en los periódicos, era inminente un desastre.
Vino el día
siguiente..., pero no Bella. Me había dado una hora para encontrarnos en el
hotel, pero no compareció. No tuve señales de ella en todo el día. Mi ansiedad
iba creciendo. Luego llegó el diario con la noticia.
¡Fue horrible! No podía
estar segura, naturalmente, pero tenía un miedo espantoso. Imaginé que Bella
había visto a Renauld padre y le había hablado de sus relaciones con Jack, y
que él la había insultado o algo así. Las dos tenemos el genio muy vivo.
Salió luego a relucir
todo el asunto de los extranjeros enmascarados, y empecé a tranquilizarme un
poco. Pero aún me atormentaba el hecho de que Bella no hubiese acudido a la
cita conmigo.
A la mañana siguiente
estaba tan azorada que no pude menos de ir a villa. Lo primero que hice fue
tropezar contigo. Todo esto lo sabes ya... Cuando vi al muerto con un aspecto
tan parecido al de Jack, y con el sobretodo de fantasía de Jack, ¡comprendí! Y
allí estaba el misino cortapapeles, ¡maldita arma!, que Jack había regalado a
Bella... Había diez posibilidades contra una de que tuviese sus huellas
dactilares. No podría acertar a explicarte el horror y el desamparo que sentí
en aquel momento. Sólo veía una cosa con claridad: que tenía que apoderarme de
aquella daga y desaparecer con ella antes que se advirtiese que faltaba. Fingí
un desmayo y mientras ibas a buscar agua la cogí y la escondí en mi ropa.
Te dije que me alojaba
en el Hotel du Phare; pero, por supuesto, me fui directamente a Calais y de
allí a Inglaterra con el primer barco. Cuando estábamos en la mitad del Canal
tiré al mar ese diablillo de daga. Luego, sentí que podía volver a respirar.
Bella estaba en
nuestros alojamientos de Londres como si nada hubiera pasado. Le dije lo que
había hecho y que ella estaba en seguridad por algún tiempo. Me miró y empezó
luego a reírse..., reírse..., reírse..., ¡era horrible oírla! Pensé que lo
mejor que podíamos hacer era mantenernos ocupadas. Se hubiera vuelto loca si
hubiese tenido tiempo de pensar en lo que había hecho. Por fortuna, nos
contrataron en seguida.
Y luego te vi a ti y a
tu amigo observándonos aquella noche... Me puse frenética. Debíais de tener
sospechas o, de lo contrario, no nos hubierais seguido la pista. Tenía que
saber lo peor, y, por consiguiente, fui a tu encuentro. Estaba desesperada. Y
en seguida, antes de tener tiempo de decir nada, descubrí que sospechabas de
mí, no de Bella. O, por lo menos, que creías que yo era Bella, puesto
que había robado la daga.
Yo desearía, querido,
que hubieras podido leer en el fondo de mi conciencia en aquel momento... Quizá
así me perdonarías... Estaba tan asustada, tan desesperada y confusa... Todo lo
que pude poner en claro fue que intentarías salvarme a mí..., no sabía si
hubieras querido salvarla a ella...; me parecía que, probablemente, no... ¡No
era la misma cosa! ¡Y no podía correr el riesgo! Bella es mi hermana gemela;
tenía que hacer por ella cuanto fuese posible. Por esto continué mintiendo...;
me sentí envilecida por ello...; sigo sintiéndome envilecida... Esto es todo; y
dirás que ya es bastante. Hubiera debido confiar en ti... Si yo hubiese...
Tan pronto como trajo
el diario la noticia de la detención de Jack Renauld, todo estuvo listo. Bella
no quiso ni esperar a ver cómo iban las cosas...
Estoy muy cansada. No
puedo escribir más.»
Había empezado a firmar
Cenicienta, pero lo había tachado y escrito en su lugar Dulce Duveen.
Era una epístola mal
escrita, borrosa, pero la guardo aún. Poirot estaba conmigo cuando la leí. Los
pliegos cayeron de mis manos, y le miré.
—¿Supo usted siempre
que era... la otra?
—Sí, amigo mío.
—¿Por qué no me lo
dijo?
—En primer lugar,
apenas podía parecerme concebible que incurriera usted en semejante
equivocación. Había visto la fotografía. Las hermanas se parecen mucho, pero no
es imposible distinguirlas.
—Pero ¿y el cabello
rubio?
—Una peluca usada para
formar un contraste llamativo en el escenario. ¿Es concebible que entre dos
gemelas una lo tenga rubio y la otra oscuro?
—¿Por qué no me lo dijo
aquella noche, en el hotel, en Coventry?
—Se había mostrado
usted algo arbitrario en sus métodos, amigo mío —contestó Poirot secamente—. No
me dio la oportunidad.
—Pero después...
—¡Ah, después! Bueno,
para empezar, me ofendió su falta de confianza en mí. Y luego, necesitaba ver
si sus... sentimientos resistirían la prueba del tiempo; si en realidad se
trataba de amor o de una llamarada en la sartén. No le hubiera dejado mucho
tiempo en su error.
Hice una seña
afirmativa. Su tono era demasiado afectuoso para que le guardase resentimiento.
Bajé la vista sobre los pliegos de la carta. De pronto, los recogí del suelo y
se los acerqué.
—Lea esto —le dije—.
Deseo que lo lea.
En silencio, los leyó
por completo. Luego, me miró.
—¿Qué le inquieta,
Hastings?
Era aquélla una actitud
nueva en Poirot. Sus maneras burlonas parecían totalmente descartadas, y así
pude hablarle francamente, sin dificultad:
—No dice..., no
dice..., bien: ¡no dice si me quiere o no!
Poirot me devolvió los
pliegos.
—Creo que está usted
equivocado, Hastings.
—¿En qué cosa?
—exclamé, adelantándome con ansiedad.
Poirot sonrió.
—Se lo dice en cada
línea de la carta, mon ami.
—Pero ¿dónde voy a
encontrarla? No hay dirección en la carta. Un sello de Correos francés nada
más.
—¡No se excite! Déjelo
en manos de papá Poirot. ¡Yo se la encontraré tan pronto como tenga disponibles
cinco minutitos!
CAPITULO VEINTISIETE
EL RELATO DE JACK
RENAULD
—Le felicito, Jack
—dijo Poirot, estrechando al muchacho la mano calurosamente.
El joven Renauld vino a
reunirse con nosotros tan pronto le pusieron en libertad..., antes de partir
para Merlinville para reunimos con Marta y con su propia madre. Le acompañaba
Stonor. La animación del secretario contrastaba vivamente con el decaído
aspecto del muchacho. Era claro que Jack se hallaba cerca de una crisis
nerviosa. Sonrió tristemente a Poirot y dijo en voz baja:
—He soportado todo esto
para protegerla, y ahora resulta inútil.
—Apenas podía esperar
que la muchacha aceptase el precio de su vida —observó Stonor con sequedad—.
Estaba destinada a presentarse cuando vio que se iba recto a la guillotina.
—Eh ma foi! ¡Allí
se iba sin la menor duda! —añadió Poirot con un ligero parpadeo—. De haber
seguido así, hubiera tenido sobre su conciencia la muerte rabiosa del abogado
Grosier.
—Supongo que ha sido un
borrico bien intencionado —dijo Jack—. Pero me ha atormentado horriblemente. Ya
comprenden: yo no podía tomarle por confidente. Pero, ¡Dios mío!, ¿qué va a
sucederle a Bella?
—En el lugar de usted
—dijo Poirot francamente—, yo no me acongojaría más de lo justo. Los tribunales
franceses son muy clementes para la juventud y la belleza, y el crime
passionnel. Un abogado hábil sacará un montón de circunstancias atenuantes.
No va a ser muy agradable para usted...
—Esto no me importa. Ya
lo ve usted, monsieur Poirot; en cierto modo, me siento realmente culpable del
asesinato de mi padre. A no ser por mí y por mi enredo con esta muchacha,
estaría hoy vivo y en buena salud. Y luego, mi maldito descuido al equivocar el
sobretodo. No puedo menos de sentirme responsable de su muerte. ¡Esta idea me
perseguirá toda la vida!
—No, no —dije yo,
intentando calmarle.
—Por supuesto, para mí
es horrible el pensamiento de que Bella mató a mi padre; pero yo la había
tratado de un modo vergonzoso —continuó Jack—. Después, conocí a Marta y me di
cuenta de que había cometido un error. Hubiera debido escribirle y
comunicárselo sinceramente. Pero me aterraba la idea de una disputa, de que
Marta conociese mi anterior intriga y pensara que había más de lo que en
realidad había habido nunca... Bueno: fui un cobarde y seguí esperando que la
situación se resolvería lentamente por sí sola. Lo cierto es que continué a la
deriva... y sin comprender que estaba enloqueciendo de pena a la pobre niña. Si
me hubiese clavado la daga a mí, como era su intención, no hubiera yo recibido
más que lo que merecía. Y su modo de presentarse ahora es un verdadero acto de
valor. Yo he resistido la prueba; ya comprenden el final.
Guardó silencio por
unos segundos, y luego se disparó en otra dirección.
—Lo que no me cabe en
la cabeza es por qué vagaba mi padre por allí en ropa interior y con mi
sobretodo, a aquellas horas de la noche. Supongo que habría acabado de
escabullirse de esos tipos extranjeros y que mi madre debió de equivocarse al
decir que habían venido a las dos. O..., o ¿no sería todo eso una trama para
desviar las sospechas? Quiero decir, ¿no pensó, no pudo pensar mi madre...
que..., que era yo?
Poirot se apresuró a
tranquilizarle.
—No, no, Jack. No tenga
ningún temor por este lado. En cuanto a lo demás, yo se lo explicaré un día de
éstos. Es una historia algo curiosa. Pero ¿quiere usted contarnos lo que
ocurrió exactamente en esta noche terrible?
—Hay muy poco que
contar. Vine de Cherburgo, como se lo dije, para ver a Marta antes de irme al
otro extremo del mundo. El tren llegó con retraso y decidí tomar un atajo a
través del campo de golf. Desde allí podía entrar fácilmente en el jardín de
Villa Marguerite. Había casi llegado a aquel lugar cuando...
Se detuvo y tragó
saliva.
—Adelante.
—Oí un grito terrible.
No era fuerte..., una especie de ahogo entrecortado..., pero que me asustó. Por
un momento me quedé inmóvil en el sitio. Luego di la vuelta a la espesura de
maleza. La luna alumbraba. Vi la sepultura y una figura echada boca abajo con
una daga clavada en la espalda. Y luego..., y luego... levanté la vista y la vi
a ella. Estaba mirándome como si viese un aparecido..., y así debió de creerlo
al principio...; el horror había borrado de su rostro toda otra expresión. Y
entonces dio un grito, se volvió y echó a correr.
Nuevamente se detuvo,
esforzándose en dominar su emoción.
—¿Y después? —preguntó
Poirot con suavidad.
—Realmente, no lo sé.
Permanecí por algún tiempo aturdido. Y, después, comprendí que era mejor que me
alejase de allí tan deprisa como pudiera. No se me ocurrió que fueran a
sospechar de mí; pero temí que me llamasen a declarar contra ella. Fui a pie
hasta Saint-Beauvais, como le dije, y me procuré un coche para volver a
Cherburgo.
Se oyó un golpe en la
puerta y entró un ordenanza con un telegrama que entregó a Stonor. Éste lo
abrió y se puso en pie.
—Madame Renauld ha
recobrado el conocimiento —anunció.
—¡Ah! —dijo Poirot,
levantándose de un salto—. Vámonos todos a Merlinville.
Partimos, pues, más que
aprisa, y Stonor, a instancias de Jack, se avino a quedarse para hacer lo que
fuese posible en favor de Bella. Jack y yo salimos en el coche del primero.
El viaje duró poco más
de cuarenta minutos. Al acercarnos a la puerta exterior de Villa Marguerite,
Jack dirigió a Poirot una mirada interrogante.
—¿Qué le parece si se
adelantase usted para dar a mi madre la noticia de que estoy en libertad?
—Mientras usted se la
da personalmente a mademoiselle Marta, ¿eh? —añadió Poirot con un guiño—. Desde
luego, desde luego; yo mismo iba a proponérselo.
Jack Renauld no se
entretuvo. Deteniendo el coche, se apeó y subió por el camino hasta la puerta
delantera. Nosotros continuamos con el coche hasta Villa Geneviéve.
—Poirot —le dije—,
¿recuerda nuestra llegada aquí, el primer día? ¿Y cómo nos encontramos con la
noticia del asesinato de Renauld?
—¡Ah, sí!, ciertamente.
No hace tampoco mucho tiempo. Pero ¡cuántas cosas han pasado desde
entonces!..., especialmente a usted, amigo mío.
—Sí, muy cierto
—contesté, suspirando.
—Está usted
considerándolo desde el punto de vista sentimental, Hastings. No me refería a
esto. Esperemos que Bella será tratada con clemencia y, después de todo, Jack
¡no puede casarse con las dos chicas! Hablaba desde un punto de vista
profesional. Esto no es un crimen bien ordenado y regular como los que encantan
a un detective. La mise en scéne proyectada por George Conneau es
ciertamente perfecta, pero el desenlace..., ¡de ningún modo! Un hombre muerto
accidentalmente, en un arrebato de cólera, por una muchacha... ¡Ah!,
verdaderamente, ¿qué orden ni método hay en esto?
Y en la mitad de una
carcajada mía provocada por las peculiaridades de Poirot, Francisca abrió la
puerta.
Poirot le explicó que
tenía que ver a madame Renauld inmediatamente, y la anciana sirvienta le
acompañó arriba. Yo permanecí en el salón. Poirot tardó algún rato en
reaparecer. Su aspecto era desusadamente grave.
—Vous voilá, Hastings!
Sacre tonnerre!, ¡se acerca
una borrasca!
—¿Qué quiere usted
decir? —exclamé.
—Difícilmente lo hubiera
creído —dijo Poirot con aire meditabundo—; pero las mujeres hacen lo
inesperado.
—Aquí están Jack y
Marta Daubreuil —dije, mirando por la ventana.
Poirot saltó fuera de
la habitación y se reunió con la joven pareja en los peldaños exteriores.
—No entre. Es mejor que
no entre. Su madre está muy trastornada.
—Ya sé, ya sé
—dijo Jack Renauld—; pero debo presentarme a ella en seguida.
—No, no, le digo. Es
mejor que no lo haga.
—Pero Marta y yo...
—En todo caso, no lleve
a esta señorita con usted. Suba, si se empeña, pero hará bien en dejarse guiar
por mí.
Una voz que resonó en
la escalera nos sobresaltó a todos.
—Le doy las gracias por
sus buenos oficios, monsieur Poirot; pero expresaré bien claramente mis deseos.
El asombro nos
sobresaltó. Apoyada en el brazo de Leonia, madame Renauld descendía la
escalera, con la cabeza vendada aún. La muchacha francesa estaba llorando e
imploraba a su dueña para que regresara al lecho.
—La señora se matará.
¡Esto es contrario a todas las órdenes del doctor!
Pero madame Renauld
continuó su camino.
—¡Madre! —exclamó Jack,
adelantándose.
Con un gesto, ella le
hizo retroceder.
—¡No soy tu madre! ¡No
eres mi hijo! Desde este día y hora, te repudio.
—¡Madre! —repitió el
muchacho, estupefacto.
Por un momento, ella
pareció vacilar, enmudecer ante la angustia que revelaba aquella voz. Poirot
hizo un gesto como para intervenir. Pero instantáneamente, ella recuperó el
dominio de sí misma.
—Tienes sobre tu cabeza
la sangre de tu padre. Eres moralmente culpable de su muerte. Le contrariaste y
desafiaste con motivo de esta joven, y tu despiadado modo de tratar a otra
muchacha ha dado lugar a un asesinato. ¡Sal de mi casa! Me propongo tomar
mañana las medidas necesarias para que no toques ni un penique de su dinero.
¡Ábrete camino en el mundo con la ayuda de la hija de la peor enemiga de tu
padre!
Y lenta y penosamente
subió de nuevo la escalera.
Nos quedamos todos
desconcertados... No estábamos preparados para aquella declaración. Jack
Renauld, rendido por todo lo que había sufrido ya, osciló y estuvo a punto de
caer. Poirot y yo nos apresuramos a sostenerle.
—Está agotado —murmuró
Poirot al oído de Marta—. ¿Adonde podemos llevarle?
—¡A casa, naturalmente!
A Ville Marguerite. Mi madre y yo le cuidaremos. ¡Mi pobre Jack!
Llevamos al muchacho a
la villa, donde cayó inerte en un sillón, en estado casi inconsciente. Poirot
le tocó la cabeza y las manos.
—Tiene fiebre —dijo—.
Esta larga tensión nerviosa empieza a producir sus efectos. Y, por añadidura,
este sobresalto. Llévenlo a la cama, llamaremos a un médico.
El médico fue hallado
muy pronto. Después de reconocer al paciente diagnosticó que se trataba de un
sencillo caso de postración nerviosa. Con descanso y tranquilidad estaría casi
restablecido al día siguiente; pero si se excitaba era posible que sobreviniese
una fiebre cerebral. Era de aconsejar que alguien le velase toda la noche.
Por último, después de
haber hecho cuanto era posible, le dejamos al cuidado de Marta y de su madre y
nos dirigimos a la población. Había pasado nuestra hora de comer acostumbrada,
y ambos estábamos hambrientos. En el primer restaurante que encontramos pudimos
dejar nuestro apetito satisfecho con una excelente omelette, seguida de
una entrecote no menos excelente.
—Y, ahora, a nuestro
alojamiento para la noche —dijo Poirot cuando, por fin, quedó completada
nuestra comida con un café noir—. ¿Vamos a probar nuestro antiguo amigo
el Hotel des Bains?
Sin discutirlo más
volvimos sobre nuestros pasos. Sí, los señores podrían disponer de dos buenas
habitaciones con vistas al mar. Luego, hizo Poirot una pregunta que me dejó
sorprendido:
—¿Ha llegado una dama
inglesa, miss Robinson?
—Sí, señor. Está en el
saloncito.
—¡Ah!
—¡Poirot! —exclamé,
acomodando mi paso
al suyo, mientras seguíamos por el corredor—, ¿quién
es miss Robinson? Poirot sonrió con expresión bondadosa.
—Es que le he preparado
un matrimonio, Hastings.
—Pero lo que digo...
—¡Bah! —exclamó Poirot,
dándome un empujón amistoso en el umbral de la puerta—. ¿Cree usted que deseo
trompetear en Merlinville el apellido Duveen?
Era Cenicienta, quien
se levantó para recibirnos. Tomé su mano entre las mías. Mis ojos dijeron el
resto.
Poirot aclaró su voz.
—Mes enfants —dijo—,
de momento no tenemos tiempo para los sentimientos. Hay trabajo que nos espera.
Señorita, ¿ha podido hacer lo que le pedí?
A modo de contestación,
Cenicienta sacó de su bolso un objeto envuelto en papel y se lo entregó en
silencio a Poirot, que lo desenvolvió. Hice un movimiento de sorpresa, pues era
la daga que, según tenía entendido, había sido echada al fondo del mar. ¡Es
extraño cuánto les cuesta siempre a las mujeres destruir los objetos y
documentos más comprometedores!
—Muy bien, hija mía
—dijo Poirot—. Estoy contento de usted. Váyase ahora a descansar. Hastings,
aquí presente, y yo, tenemos que hacer. Le verá usted mañana.
—¿Adonde van? —preguntó
la muchacha, abriendo mucho los ojos.
—Quedará informada
mañana.
—Porque adonde quiera
que vayan yo voy también.
—Pero, señorita...
—Le digo que voy
también.
Comprendiendo que sería
inútil discutir, Poirot cedió.
—Venga entonces,
señorita. Pero esto no va a ser divertido. Lo más probable es que no ocurra
nada.
La muchacha no
contestó.
Salimos al cabo de
veinte minutos. Había ya oscurecido por completo; una noche cerrada que
oprimía. Poirot nos llevo fuera de la población y en dirección de Villa
Geneviéve. Pero al pasar por delante de Villa Marguerite se detuvo.
—Quisiera asegurarme de
que Jack Renauld sigue sin novedad —dijo—. Venga conmigo, Hastings. Quizá
preferirá esta señorita quedarse fuera. Madame Daubreuil podría decir algo que
la ofendiese.
Descorrimos el cerrojo
de la puerta exterior y subimos por el camino de la entrada. Al dar la vuelta
hacia la fachada lateral llamé la atención de Poirot sobre una ventana del
primer piso. Vivamente destacado veíase contra la cortina el perfil de Marta.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Me
figuro que ésta es la habitación en que encontraremos a Jack Renauld.
Madame Daubreuil nos
abrió la puerta. Nos explicó que Jack continuaba en el mismo estado, pero que
quizá querríamos verle. Subiendo la escalera, nos condujo al dormitorio. Marta
Daubreuil estaba sentada junto a una mesa con una lámpara, trabajando. Al
vernos entrar se puso un dedo sobre los labios.
Jack Renauld
descansaba; su sueño era inquieto y volvía continuamente la cabeza de un lado a
otro; su rostro continuaba muy encendido.
—¿Va a volver el
médico? —preguntó Poirot en voz baja.
—No; a no ser que le
llamemos. Duerme, y esto es lo que importa. Mamá le ha hecho una tisana.
Y se sentó de nuevo,
con su bordado, cuando salimos de la habitación. Madame Daubreuil nos acompañó
hasta abajo. Desde que conocía la historia de su vida pasada miraba a aquella
mujer con creciente interés. Allí estaba, con los ojos bajos y la misma sonrisa
tenuemente enigmática que yo recordaba. Y de pronto me sentí asustado de ella,
como uno se asusta de una fascinadora serpiente venenosa.
—Espero que no le
habremos causado molestia, señora —dijo Poirot, cortésmente, al abrir ella la
puerta para darnos paso.
—Nada de eso, caballero.
—A propósito —dijo
Poirot, como si acabase de recordar algo—, monsieur Stonor no ha estado hoy en
Merlinville, ¿verdad?
No podía yo penetrar en
absoluto el objeto de esta pregunta que, bien sabía, no debía de tener sentido
en lo que se refería a Poirot.
Madame Daubreuil
contestó con perfecta compostura y seguridad:
—No, que yo sepa.
—¿No ha tenido una
entrevista con madame Renauld?
—¿Cómo había yo de
saberlo?
—Cierto —dijo Poirot—.
Pensaba que podía haberle visto entrar o salir, sencillamente. Buenas noches,
señora.
—¿Por qué...? —empecé
yo a decir.
—No hay porqués,
Hastings. Tiempo tendremos para esto más tarde.
Nos reunimos con
Cenicienta y seguimos nuestro camino rápidamente en dirección a Villa
Geneviéve. Poirot miró una vez por encima del hombro hacia la ventana iluminada
y contempló el perfil de Marta inclinada sobre su trabajo.
—Está protegido, de
todos modos —murmuró.
Llegados a Villa
Geneviéve, Poirot se apostó tras unos arbustos a la izquierda del camino de los
coches, donde, disponiendo nosotros de un espacioso campo visual, quedábamos
completamente ocultos. La villa aparecía sumida en una oscuridad absoluta; todo
el mundo estaba, sin duda, acostado y durmiendo. Nos hallábamos casi
inmediatamente bajo la ventana del dormitorio de madame Renauld, que, según
advertí, estaba abierta. Me pareció que allí era donde estaban fijos los ojos
de Poirot.
—¿Qué vamos a hacer?
—murmuré.
—Observar.
—Pero...
—No espero que suceda
nada, por lo menos, hasta dentro de una hora; probablemente dos horas; pero
él...
Sus palabras quedaron
interrumpidas por un grito largo y angustioso:
—¡Socorro!
Brilló una luz en la
habitación del primer piso situada a mano derecha de la puerta delantera. El
grito había venido de allí. Y mientras seguíamos observando, pasó por la
cortina una sombra como de dos personas que luchan.
—Mille tonnerres!
—exclamó Poirot—. Debe de haber cambiado de habitación.
Lanzándose de
un salto pegó locamente contra la puerta delantera. Corriendo luego al árbol
del cuadro, trepó por él con la agilidad de un gato. Yo le seguí cuando, con un
brinco, entró por la ventana abierta. Mirando sobre el hombro vi cómo Dulce
alcanzaba la rama detrás de mí.
—¡Ten cuidado!
—exclamé.
—¡Ten cuidado de tu
abuela! —replicó la muchacha-—. Esto es un juego de niños para mí.
Poirot se había lanzado
por la desierta habitación y pegaba en la puerta.
—Cerrada y asegurada
por fuera —gruñó—; y se necesitará tiempo para forzarla.
Los gritos pidiendo
socorro iban haciéndose sensiblemente más débiles. Vi la desesperación pintada
en los ojos de Poirot. Los dos aplicarnos los hombros a la puerta. Llegó por la
ventana la voz de Cenicienta, tranquila y desapasionada:
—Llegaréis demasiado
tarde. Me parece que yo soy la única que puede hacer algo.
Antes que yo acertase a
mover una mano para detenerla, pareció saltar de la ventana al espacio. Me
precipité y miré hacia arriba. Con horror la vi colgada, por las manos, del
techo y avanzando a sacudidas en dirección de la ventana iluminada.
—¡Dios mío! Se va a matar
—grité.
—Olvida usted que es
acróbata profesional, Hastings. La Providencia del buen Dios es lo que la ha
hecho insistir en acompañarnos esta noche. Sólo ruego que pueda llegar a
tiempo. ¡Ah!
Al desaparecer la
muchacha por la ventana flotó en las tinieblas de la noche un grito de inmenso
terror; luego, en el timbre claro de la voz de Cenicienta, llegaron las
palabras:
—¡No! ¡Te he cogido!...
Y mis muñecas son de acero.
En el mismo instante
Francisca abría cautelosamente la puerta de nuestra prisión. Poirot la apartó
sin ceremonia y corrió por el pasillo hasta el lugar en que las otras camareras
se habían agrupado, junto a la última puerta.
—Está cerrada por
dentro, señor.
Se oyó caer al suelo un
cuerpo pesado. Un momento más tarde giraba la llave en la cerradura y se abría
la puerta lentamente. Cenicienta, muy pálida, nos indicó que entrásemos.
—¿Salvada? —preguntó
Poirot.
—Sí. He llegado en el
último momento. Estaba agotada.
Madame Renauld, medio
sentada y medio echada en el lecho, luchaba por recobrar la respiración.
—Casi me había
estrangulado —murmuró penosamente.
La joven recogió algo
del suelo y se lo entregó a Poirot. Era una escala de cuerda de seda arrollada.
Muy delgada, pero muy resistente.
—Para escaparse —dijo
Poirot— por la ventana mientras nosotros aporreábamos la puerta. ¿Dónde está...
la otra?
La muchacha se hizo a
un lado y señaló. En el suelo yacía una figura envuelta en una tela oscura, uno
de cuyos pliegues le cubría la cara.
—¿Muerta?
La joven hizo una seña
afirmativa.
—Así lo creo. La cabeza
debe de haber dado contra el mármol de la chimenea.
—Pero ¿quién es?
—exclamé yo.
—La que asesinó a
Renauld, Hastings; y la que estaba asesinando a madame Renauld.
Curioso y sin
comprender aún, me arrodillé y, levantando el pliegue del paño, vi ¡el rostro
bello y muerto de Marta Daubreuil!
CAPITULO VEINTIOCHO
EL TÉRMINO DE LA
JORNADA
Son algo confusos mis
recuerdos relativos a los acontecimientos subsiguientes de aquella noche.
Poirot parecía sordo para mis repetidas preguntas. Estaba ocupado en anonadar a
Francisca con sus reproches por no haberle avisado que madame Renauld había
cambiado de dormitorio.
Le cogí por el hombro,
decidido a atraer su atención.
—Pero usted
debía de saber esto —alegué—. Usted fue acompañado arriba para verla esta
tarde.
Poirot se dignó
prestarme su atención por un breve instante.
—La habían llevado en
un sillón de ruedas al sofá de la habitación central, su boudoir —explicó.
—Pero, señor —exclamó
Francisca—. ¡La señora cambió de habitación casi inmediatamente después del
crimen! ¡Los recuerdos... le daban mucha pena!
—Entonces, ¿por qué no
me lo dijeron? —vociferó Poirot, dando manotazos sobre la mesa y excitándose él
mismo hasta alcanzar un enojo de mil demonios—. Pregunto:
¿por-qué-no-me-lo-dijeron? Es usted una vieja completamente imbécil. Y Leonia y
Dionisia no valen más. ¡Todas ustedes son triples idiotas! Su estupidez ha
estado a punto de causar la muerte de su ama. A no ser por esta valerosa
niña...
Se interrumpió y,
cruzando la habitación hasta el lugar en que estaba la muchacha inclinada para
atender a madame Renauld, la besó con fervor galo (lo que no dejó de
disgustarme un poco).
Me despertó de mi
aturdimiento una orden seca de Poirot para que fuese inmediatamente a buscar al
médico, a fin de que reconociese a madame Renauld. Después de esto podría ir a
llamar a la Policía. Y añadió, para completar mi fastidio:
—Casi no vale la pena
de que vuelva aquí. Yo estaré demasiado ocupado para atenderla, y a esta
señorita voy a nombrarla enfermera.
Me retiré con tanta
dignidad como me fue posible asumir. Cumplidos mis encargos, volví al hotel. De
cuanto había ocurrido, comprendía poco más que nada. Los acontecimientos de aquella
noche parecían fantásticos e imposibles. Nadie contestaba mis preguntas. Nadie
parecía oírlas. Irritado, me eché en la cama y dormí el sueño de las personas
aturdidas y completamente agotadas.
Al despertarme vi que
entraba el sol por las ventanas abiertas y que Poirot, limpio y sonriente, se
había sentado al lado del lecho.
—¡Por fin se despierta
usted! ¡Es usted un grandísimo dormilón, Hastings! ¿Sabe que son cerca de las
once? Gimiendo, me llevé una mano a la cabeza.
—Debo de haber estado
soñando —dije—. ¿Sabe usted que he soñado que habíamos encontrado el cadáver de
Marta Daubreuil en la habitación de madame Renauld, y que usted declaraba que
había asesinado a monsieur Renauld?
—No ha soñado usted.
Todo esto es verdad.
—Pero ¿no fue Bella
Duveen quien mató a Renauld?
—¡Oh, no, Hastings, no
fue ella! Verdad que dijo que le había matado...; pero esto fue para salvar de
la guillotina al hombre a quien amaba.
—¡Cómo!
—Recuerde lo que contó
Jack. Los dos llegaron al lugar del crimen en el mismo instante, y cada uno dio
por cierto que el otro lo había cometido. Ella le mira a él con horror, lanza
un grito y echa a correr. Pero cuando sabe que está acusado como autor del
crimen, no puede soportarlo y se presenta y se acusa a sí misma para salvarle
de una muerte cierta.
Poirot se recostó en su
silla y juntó las puntas de los dedos en un estilo familiar.
—El caso no me pareció
enteramente satisfactorio —observó juiciosamente—. Estuve siempre bajo una
fuerte impresión de que nos hallábamos ante un crimen premeditado y cometido a
sangre fría por alguien que (con mucha habilidad) se había contentado con
utilizar los propios planes de Renauld para despistar a la Policía. El gran
criminal (como, quizá, recuerde que lo observé una vez) es siempre supremamente
ingenuo.
Hice una seña
afirmativa.
—Ahora bien: para
sostener esta hipótesis, el criminal debía tener un conocimiento completo de
los planes de Renauld. Esto nos lleva a madame Renauld. Pero los hechos
desmienten la suposición de su culpabilidad. ¿Hay alguien más que pudiera
conocerlos? Sí. Con sus propios labios admitió Marta que había oído la disputa
de Renauld con el vagabundo. Si podía oír esto, no hay razón para que no
hubiese oído otra cosa cualquiera, especialmente si Renauld y su mujer
cometieron la imprudencia de ir a sentarse en aquel banco para discutir sus
planes. Recuerde con qué facilidad oyó usted desde aquel lugar una conversación
entre Marta y Jack Renauld.
—Pero ¿qué posible
motivo tenía Marta para asesinar a Renauld? —le pregunté.
—¡Qué motivo! ¡El
dinero! Renauld era varias veces millonario, y a su muerte (o así lo creían
ella y Jack), la mitad de su gran fortuna tenía que pasar a su hijo. Vamos a
reconstruir la escena desde el punto de vista de Marta Daubreuil. Marta
Daubreuil oye lo que hablan Renauld y su mujer. Hasta ahora, Renauld ha sido
una bonita fuente de ingresos para las Daubreuil, madre e hija, pero ahora se
propone libertarse de sus redes. Es posible que, al principio, la idea de ella
fuese sólo evitar que se les escapase. Pero a ésta sigue otra idea más
atrevida, ¡y que no alcanza a horrorizar a la hija de Jane Beroldy! En aquel
momento, Renauld es un obstáculo inexorable en el camino de su matrimonio con
Jack. Si éste desafía a su padre, quedará reducido a la pobreza..., lo que no entra
en modo alguno en los proyectos de Marta. En realidad, dudo de que Marta haya
sentido nunca el menor afecto por Jack Renauld. Sabe simular la emoción, pero
lo cierto es que pertenece al mismo tipo frío y calculador de su madre. Dudo
también de que estuviese muy segura de su dominio sobre los sentimientos del
muchacho. Le había deslumbrado y cautivado; pero, separada de él, como tan
fácilmente podía procurarlo su padre, podría perderle. En cambio, muerto
Renauld y heredero Jack de la mitad de sus millones, el matrimonio se
celebraría en seguida y ella alcanzaría de una vez la riqueza... y no los
miserables millares que habían sido extraídos hasta entonces. Y su hábil
cerebro adopta el sencillo plan. Todo será fácil. Renauld está disponiendo
todas las circunstancias de su propia muerte..., a ella le bastará adelantarse
en el momento oportuno y convertir la farsa en una triste realidad. Y llega
ahora el segundo punto que me ha conducido infaliblemente a Marta Daubreuil:
¡la daga! Jack Renauld había hecho fabricar tres recuerdos. Uno se lo dio a su
madre; otro, a Bella Duveen... ¿No era muy probable que hubiese dado el
tercero a Marta Daubreuil? Así, pues, resumiendo, hay cuatro puntos que
considerar contra Marta Daubreuil: Primero, Marta Daubreuil pudo haber oído los
planes de Renauld. Segundo, Marta Daubreuil estaba dilectamente interesada en
la muerte de Renauld. Tercero, Marta Daubreuil era hija de la célebre madame
Beroldy, que, en mi opinión, fue moral y virtualmente la autora del asesinato
de su marido, aunque pudo ser George Conneau quien descargó el golpe efectivo.
Cuarto, Marta Daubreuil era la única persona, aparte de Jack Renauld, en cuya
posesión era probable que estuviese la tercera daga.
Poirot se detuvo y
aclaró la voz.
—Por supuesto, cuando
tuve noticia de la existencia de la otra muchacha, Bella Duveen, me di cuenta
de que era perfectamente posible que fuese ella la autora de la muerte de
Renauld. Esta solución no me gustaba mucho, porque, corno ya se lo indiqué a
usted, Hastings, a un perito como lo soy yo le gusta encontrar un antagonista
digno de su acero. No obstante, uno debe tornar los crímenes tal como los
encuentra, no tal como quisiera encontrarlos. No parecía muy probable que Bella
Duveen vagase por allí con un cortapapeles «recuerdo» en la mano; pero,
naturalmente, podía haber tenido siempre la idea de vengarse de Jack Renauld.
Cuando se presentó confesando el asesinato todo parecía haber terminado. Y, no
obstante, yo no estaba satisfecho, amigo mío. No estaba satisfecho. Repasé el caso
minuciosamente, y llegué a la misma conclusión. Si no era Bella Duveen,
la única persona que podía haber cometido el crimen era Marta Daubreuil. Pero
¡no tenía una sola prueba contra ella! Y entonces me mostró usted esa carta de
Dulce y vi una posibilidad de dejar el asunto resuelto de una vez. La
primera daga había sido robada por Dulce Duveen y echada al mar..., ya
que, como ella lo creía, pertenecía a su hermana. Pero si, por una
casualidad, no era la de su hermana, sino la regalada por Jack a Marta, ¡la de
Bella Duveen debía continuar intacta! No le dije a usted una palabra, Hastings
(no era el momento adecuado para novelar); pero busqué a Dulce, le dije tanto
como me pareció necesario, y le encargué que registrase los enseres de
su hermana. ¡Imagine mi alegría cuando vino a buscarme (según mis
instrucciones) bajo el nombre de miss Robinson, con el precioso recuerdo en sus
manos! Entre tanto, yo había dado mis pasos para obligar a Marta a que
saliese a la superficie. Por orden mía, madame Renauld repudió a su hijo y declaró
su intención de otorgar al día siguiente un testamento que le privaría para
siempre de recibir parte alguna de la fortuna de su padre. Era un recurso
desesperado, pero necesario, y madame Renauld se mostró dispuesta a
correr el riesgo..., aunque, por desgracia, también ella se olvidó de hacer
mención de su cambio de dormitorio. Supongo que dio por entendido que yo lo
conocía. Todo sucedió como yo lo había pensado. Marta Daubreuil hizo una
última y atrevida tentativa para coger los millones de Renauld... ¡y fracasó!
—Lo que no puedo
comprender en absoluto —objeté— es cómo pudo meterse en la casa sin que la
viéramos nosotros. Parece un verdadero milagro. La dejamos en Villa Marguerite;
luego vamos directamente a Villa Geneviéve... ¡y allí estaba antes que
nosotros!
—¡Ah!, pero es que no
la dejamos en Villa Marguerite. Había salido de allí por la puerta posterior
mientras nosotros hablábamos con su madre en el vestíbulo. ¡Aquí es donde se
lució a costa de Hércules Poirot, como dirían los americanos?
—Pero ¿y la
sombra tras la cortina? La vimos desde la carretera.
—Bueno; cuando miramos
allí, madame Daubreuil había tenido el tiempo justo de correr arriba y ocupar
su sitio.
—¿Madame
Daubreuil?
—Sí. Una es madura y
la otra es joven; una es morena y la otra es rubia; pero,
para los efectos de una silueta sobre la cortina, los perfiles son muy
parecidos. Yo mismo pensé (¡como un gran imbécil!, imaginando que tenía tiempo
de sobra) que no intentaría penetrar en la villa hasta mucho más tarde. No le
faltaban sesos a esta hermosa Marta.
—¿Y su objeto era
asesinar a madame Renauld?
—Sí. Toda la fortuna
pasaba entonces al hijo. Pero esto hubiera sido un suicidio, amigo mío. En el
suelo, junto al cuerpo de Marta Daubreuil, encontré una almohadilla, un frasco
de cloroformo y una jeringuilla hipodérmica con una dosis fatal de
morfina. ¿Comprende? Primero, el cloroformo...; luego, cuando la víctima esté
inconsciente, el pinchazo con la aguja. Por la mañana, el olor del cloroformo
ha desaparecido por completo, y la jeringuilla está donde se ha caído de la
mano de madame Renauld. ¿Qué hubiera dicho el excelente Hautet? «¡Pobre mujer!
¿Qué les dije a ustedes? ¡La emoción de su alegría fue demasiado, encima de
todo lo demás! ¿No les dije que no me sorprendería que su cerebro quedase
desequilibrado? ¡Todo él es verdaderamente trágico, este caso Renauld!» No
obstante, Hastings, las cosas no pasaron enteramente como las había planeado
Marta. Para empezar, madame Renauld estaba despierta y esperándola. Hay
una lucha. Pero madame Renauld está aún terriblemente débil. Hay una última
probabilidad para Marta Daubreuil. Hay que desechar la idea del suicidio; pero
si puede imponer silencio a madame Renauld con sus fuertes manos, escapar con
su escala de seda mientras golpeamos la puerta lejana, y regresar a Villa
Marguerite antes que nosotros volvamos allí, sería difícil probar nada contra
ella. Sólo que iba a recibir un jaque mate, no de Hércules Poirot, sino de la
pequeña acróbata de las muñecas de acero.
Reflexioné sobre toda
la historia.
—¿Cuándo
empezó usted a sospechar de Marta Daubreuil, Poirot? ¿Cuando nos dijo que había
oído la riña en el jardín?
Poirot sonrió.
—Amigo mío: ¿recuerda
el día en que llegamos a Merlinville? ¿Y la hermosa muchacha que vimos de pie
junto a la puerta? Usted me preguntó si no había advertido la presencia de una
joven diosa, y yo le contesté que sólo había visto una muchacha con ojos
acongojados. Ésta es la razón de que haya pensado en Marta Daubreuil desde el
principio. ¡La muchacha de ojos acongojados! ¿Por qué estaba acongojada? No a
causa de Jack Renauld, pues no sabía entonces que había estado en Merlinville
la noche anterior.
—A propósito —exclamé—,
¿cómo está Jack Renauld?
—Mucho mejor. Continúa
en Villa Marguerite todavía. Pero madame Daubreuil ha desaparecido. La Policía
anda buscándola.
—¿Cree usted que iba de
acuerdo en todo con su hija?
—Nunca lo sabremos.
Esta señora es una dama que sabe guardar sus secretos. Y mucho dudo de que
llegue la Policía a encontrarla.
—¿Se lo ha...
comunicado ya a Jack Renauld?
—Todavía no.
—Será una impresión
terrible para él.
—Naturalmente. Y, sin
embargo, ¿sabe usted, Hastings, que dudo de que su corazón estuviese seriamente
prendado? Hasta ahora, hemos mirado a Bella como a una sirena, y a Marta
Daubreuil como a la mujer que realmente amaba. Pero creo que invirtiendo estos
términos nos acercamos más a la verdad. Marta Daubreuil era muy hermosa. Se
propuso fascinar a Jack y lo consiguió; pero recuerde su curiosa resistencia a
romper con la otra muchacha. Y observe qué dispuesto estaba a ir a la
guillotina antes que comprometerla. Tengo una pequeña idea de que, cuando
conozca la verdad, quedará horrorizado, trastornado..., y que su falso amor se
desvanecerá.
—¿Y qué hay de Giraud?
—Éste, ¡ha tenido una
rabieta! Se ha visto obligado a volver a París.
Poirot resultó un
verdadero profeta. Cuando, por fin, el médico declaró que Jack Renauld estaba
bastante fuerte para oír la verdad, él se la comunicó. La impresión fue
realmente tremenda. No obstante, se repuso mejor de lo que yo hubiera supuesto
posible. El afecto de su madre le ayudó a pasar aquel trance difícil. La madre
y el hijo son ahora inseparables.
Quedaba otra revelación
que hacer. Poirot le había comunicado a madame Renauld que conocía su secreto,
y le había hecho ver que Jack no debía ignorar el pasado de su padre.
—¡Ocultar la verdad
nunca da buen resultado, señora! Sea valiente y dígaselo todo.
Con gran tristeza en el
corazón, madame Renauld consintió, y supo su hijo que el padre que había amado
había sido, en realidad, un fugitivo de la Justicia. Una pregunta embarazosa
fue contestada prestamente por Poirot.
—Tranquilícese, Jack.
El mundo no sabe nada. Hasta donde yo puedo comprender, no tengo la obligación
de revelar nada a la Policía. En todo el curso del caso he actuado no para
ella, sino para su padre. La Justicia le alcanzó, por fin; pero nadie necesita
saber que él y George Conneau eran la misma persona.
Había, por supuesto, en
el caso varios puntos que dejaron perpleja a la Policía; pero Poirot explicó
las cosas de un modo tan plausible que, paso a paso, fue cesando toda
investigación acerca de los mismos.
Poco después volvimos a
Londres. Sobre la chimenea de casa de Poirot advertí la presencia de un
espléndido modelo de sabueso. En contestación a mi mirada interrogante, Poirot
afirmó con la cabeza.
—Sí, señor. He recibido
mis quinientos francos. ¿No es magnífico? Le llamo Giraud.
A los pocos días vino a
vernos Jack Renauld.
—Monsieur Poirot, he
venido a despedirme. Salgo para América del Sur inmediatamente. Mi padre tenía
vastos intereses en el Continente y me propongo comenzar allí una nueva vida.
—¿Se va usted solo,
Jack?
—Viene mi madre
conmigo..., y conservaré a Stonor como secretario. Le gustan las regiones
remotas del mundo.
—¿Nadie más va con
ustedes?
Jack se sonrojó.
—¿Se refiere a...?
—A una joven que le
quiere a usted profundamente..., que ha estado dispuesta a dar su vida por
usted.
—¿Cómo puedo pedírselo?
—murmuró el muchacho—. Después de todo lo que ha pasado, ¿puedo ir a
encontrarla y...? ¡Oh, qué clase de triste historia podría contarle!
—Las mujeres tienen un
genio maravilloso para fabricar muletas para este género de historias.
—Sí, pero... ¡he sido
tan condenadamente loco!
—Todos lo hemos sido,
una vez u otra —observó Poirot filosóficamente.
—Hay algo más. Soy el
hijo de mi padre. ¿Se casaría nadie conmigo sabiendo esto?
—Dice usted que es el
hijo de su padre. Hastings, aquí presente, le dirá que yo creo en la
herencia...
—Pues ¿entonces...?
—Aguarde. Conozco a una
mujer, una mujer valiente y sufrida, capaz de un gran afecto, de un supremo
sacrificio personal...
El muchacho levantó la
mirada. Sus ojos se enternecieron.
—¡Mi madre!
—Sí. Usted es hijo de
su madre tanto como de su padre. Vaya a ver a Bella. Dígaselo todo. No le
oculte nada... ¡y ya verá lo que ella le dice!
Jack parecía
irresoluto.
—Vaya a verla, no ya
como un niño, sino como un hombre..., como un hombre inclinado bajo el Destino
del pasado y del presente, pero que mira hacia adelante, hacia una vida nueva y
maravillosa. Pídale que la comparta con usted. Usted puede no darse cuenta de
ello, pero el amor del uno por el otro ha sido sometido a la prueba del fuego y
ha salido intacto de esta prueba.
¿Y qué más hay del
capitán Arthur Hastings, humilde cronista de estas páginas?
Se ha hablado algo
sobre ir a reunirse con los Renauld, en un rancho, al otro lado del Océano,
pero para el final de esta historia prefiero volver a una mañana en el jardín
de Villa Geneviéve.
—No puedo llamarte
Bella —dije yo—, puesto que éste no es tu nombre. Y Dulce parece poco familiar.
Por tanto, tendrá que ser Cenicienta. Recordarás que Cenicienta se casó con el
Príncipe. Yo no soy príncipe, pero...
Ella me interrumpió:
—Cenicienta le previno;
estoy segura. Ya lo ves, no podría prometer convertirse en princesa. Después de
todo, no era más que una pequeña fregona...
—Ahora le toca al
Príncipe el turno para interrumpir —observé—. ¿Sabes lo que dijo? «¡Demonio!...,
dijo el Príncipe, ¡y la besó!»
Y uní la acción a la
palabra.
0 Comentarios