Hoy leemos un fascinante texto de Agatha, comencemos inmediatamente sin rodeos.
ía del lector
A
continuación se relacionan en orden alfabético los principales personajes que
intervienen en esta obra:
ANDRENYI
(conde) y esposa: Él, diplomático húngaro; ambos, pasajeros del Orient Express.
ARBUTHNOT:
Coronel del ejército
inglés en la India y viajero del citado ferrocarril.
BOUC:
Belga, director de la
Compagnie Internationale des Wagons Lits y muy amigo de Poirot desde años
atrás.
CONSTANTINE:
Médico, otro de los
viajeros del mencionado tren.
DEBENHAM
(Mary): Compañera de viaje de
los citados anteriormente.
DRAGOMIROFF:
Princesa rusa, también
viajera del Orient Express.
FOSCARELLI
(Antonio): Vendedor
de la Ford, otro de los viajeros del mismo tren.
HARDMAN
(Cyrus): Norteamericano,
viajante, uno más de los pasajeros de dicho ferrocarril.
HUBBARD:
Anciana norteamericana,
maestra, y también viajera como los demás.
MACQUEEN
(Héctor): Secretario
de Ratchett.
MASTERMAN:
Criado de Ratchett.
MICHEL
(Pierre): Encargado
del coche cama del Orient Express.
OHLSSON
(Greta): Enfermera
sueca, viajera del mismo ferrocarril.
POIROT
(Hércules): Detective,
protagonista de esta novela.
RATCHETT
(Samuel): Un
millonario, viajero del Orient Express, asesinado en uno de los coches.
SCHMIDT
(Hildegarde): Doncella
de la princesa, de viaje con la misma.
Primera parte
I
El pasajero del Taurus
Express
Eran las cinco de una
madrugada de invierno en Siria. Junto al andén de Alepo estaba detenido el tren
que las guías de ferrocarriles designan con el nombre de Taurus Express. Estaba
formado por un coche con cocina comedor, un coche cama y dos coches corrientes.
Junto al estribo del
coche cama se encontraba un joven teniente francés, de resplandeciente
uniforme, conversando con un hombrecillo embozado hasta las orejas, del que
sólo podían verse la punta de la nariz y las dos guías de un enhiesto bigote.
Hacía un frío
intensísimo, y aquella misión de despedir a un distinguido forastero no era
cosa de envidiar, pero el teniente Dubosc la cumplía como un valiente. No
cesaban de salir de sus labios frases corteses en el más pulido francés. Y no
es que estuviese completamente al corriente de los motivos del viaje de aquel
personaje. Había habido rumores, naturalmente, como siempre los hay en tales
casos. El humor del general —de su general— había ido empeorando. Y luego había
llegado aquel belga, procedente de Inglaterra, al parecer. Durante una semana
reinó una extraña actividad. Y luego sucedieron ciertas cosas. Un distinguido
oficial se había suicidado, otro había dimitido; rostros ensombrecidos habían
perdido repentinamente su expresión de ansiedad; ciertas precauciones militares
habían cesado. Y el general —el general del propio teniente Dubosc— había
parecido de pronto diez años más joven.
Dubosc se había
enterado de parte de una conversación entre su jefe y el forastero.
—Nos ha salvado usted, mon
cher —dijo el general, emocionado, temblándole al hablar el blanco bigote—.
Ha salvado usted el honor del Ejército francés. ¡Ha evitado usted mucho
derramamiento de sangre! ¿Cómo agradecerle el haber accedido a mi petición? El
haber venido desde tan lejos...
A lo cual el forastero
—por nombre monsieur Hércules Poirot— había contestado afectuosamente,
incluyendo la frase: «¿Cómo olvidar que en cierta ocasión me salvó usted la
vida?». Y entonces el general había replicado rechazando todo mérito por aquel
pasado servicio, y tras mencionar nuevamente a Francia y Bélgica, y el honor y
la gloria de tales países, se habían abrazado calurosamente, dando por
terminada la conversación. En cuanto a lo ocurrido, el teniente Dubosc estaba
todavía a oscuras, pero le habían comisionado para despedir a monsieur Poirot
al pie del Taurus Express, y allí estaba cumpliéndolo con todo el celo y ardor
propios de un joven oficial que tiene una prometedora carrera en perspectiva.
—Hoy es domingo —dijo
el teniente—. Mañana, lunes, por la tarde, estará usted en Estambul.
No era la primera vez
que había hecho esta observación. Las conversaciones en el andén, antes de la
partida de un convoy, se inclinan siempre a la repetición.
—Así es —convino
monsieur Poirot.
—¿Piensa usted
permanecer allí algunos días?
—Mais oui. Estambul
es una ciudad que nunca he visitado. Sería una lástima pasar por ella... comme
ça. —Monsieur Poirot chasqueó los dedos despectivamente—. Nada me apremia.
Permaneceré allí como turista unos cuantos días.
—Santa Sofía es muy
hermosa —dijo el teniente Dubosc, que nunca la había visto.
Una ráfaga de viento
frío recorrió el andén. Ambos hombres se estremecieron. El teniente Dubosc se
las arregló para echar una subrepticia mirada a su reloj. Las cinco menos
cinco. ¡Solamente cinco minutos más!
Al notar que el otro
hombre se había dado cuenta de su subrepticia mirada, se apresuró a reanudar la
conversación.
—En esta época del año
viaja muy poca gente —dijo, mirando las ventanillas del coche cama detenido a
su lado.
—Así es —convino
monsieur Poirot.
—¡Esperemos que la
nieve no se interponga en el camino del Taurus!
—¿Sucede eso?
—Ha ocurrido, sí. No
este año, sin embargo.
—Esperémoslo, entonces
—dijo monsieur Poirot—. Los informes meteorológicos de Europa son malos.
—Muy malos. En los
Balcanes hay mucha nieve.
—En Alemania también,
según tengo entendido.
—Eh bien! —dijo
el teniente Dubosc apresuradamente al ver que estaba a punto de producirse otra
pausa—. Mañana por la tarde, a las siete cuarenta, estará usted en
Constantinopla.
—Sí —dijo monsieur
Poirot, y añadió distraído—: He oído decir que Santa Sofía es muy bella.
—Magnífica, según creo.
Por encima de sus
cabezas se corrió la cortinilla de uno de los departamentos del coche cama y se
asomó una joven al cristal.
Mary Debenham había
dormido muy poco desde que salió de Bagdad el jueves anterior. Ni en el tren de
Kirkuk, ni en el Rest House de Mosul, ni en la última noche de su viaje había
dormido tranquilamente. Ahora, cansada de estar despierta en la cálida
atmósfera de su departamento, excesivamente caldeado, se había levantado para
curiosear.
Aquello debía ser
Alepo. Nada para ver, naturalmente. Sólo un largo andén, pobremente iluminado.
Bajo la ventanilla hablaban dos hombres en francés. Uno era un oficial del
Ejército, el otro un hombrecillo con enormes bigotes. La joven sonrió
ligeramente. Nunca había visto a nadie tan abrigado. Debía de hacer mucho frío
allí fuera. Por eso calentaban el tren tan terriblemente. La joven trató de
bajar la ventanilla, pero no pudo.
El encargado del coche
cama se aproximó a los dos hombres. El tren estaba a punto de arrancar, dijo.
Monsieur haría bien en subir. El hombrecillo se quitó el sombrero. ¡Qué cabeza
tan ovalada tenía! A pesar de sus preocupaciones, Mary Debenham sonrió. Un
hombrecillo de ridículo aspecto. Uno de esos hombres insignificantes que nadie
toma en serio.
El teniente Dubosc
empezó a despedirse. Había pensado las frases de antemano y las había reservado
para el último momento. Era un discurso bello y pulido.
Por no ser menos,
monsieur Poirot contestó en tono parecido.
—En voiture, monsieur
—dijo el encargado del coche cama.
Monsieur Poirot subió
al tren con aire de infinita desgana. El conductor subió tras él. Monsieur
Poirot agitó una mano. El teniente Dubosc se puso en posición de saludo. El
tren, con terrible sacudida, arrancó lentamente.
—¡Por fin! —murmuró
monsieur Hércules Poirot.
—¡Brrr! —resopló el
teniente Dubosc, sacudiéndose para quitarse el frío.
—Voilá, monsieur.
—El encargado mostró a Poirot con dramático gesto la belleza de su
compartimiento y la adecuada colocación del equipaje—. El maletín del señor lo
he colocado aquí.
Su mano extendida era
sugestiva. Hércules Poirot colocó en ella un billete doblado.
—Merci, monsieur.
—El encargado acentuó su amabilidad—. Tengo los billetes del señor. Necesito
también el pasaporte. ¿El señor terminará su viaje en Estambul?
Monsieur Poirot asintió.
—No viaja mucha gente,
¿verdad? —preguntó.
—No, señor. Tengo
solamente otros dos viajeros..., ambos ingleses. Un coronel de la India y una
joven inglesa de Bagdad. ¿El señor necesita algo?
El señor pidió una
botella pequeña de Perrier.
Las cinco de la mañana
es una hora horrorosamente intempestiva para subir a un tren. Faltaban todavía
dos horas para el amanecer. Consciente de ello y complacido por una delicada
misión satisfactoriamente cumplida, monsieur Poirot se arrebujó en un rincón y
se quedó dormido.
Cuando se despertó eran
las nueve y media y se apresuró a dirigirse al coche comedor en busca de café
caliente.
Había allí solamente un
viajero en aquel momento, evidentemente la joven inglesa a que se había
referido el encargado. Era alta, delgada y morena; quizá de unos veintiocho
años de edad. Se adivinaba una especie de fría suficiencia en la manera con que
tomaba el desayuno, y el modo que tuvo de llamar al camarero para que le
sirviese más café revelaba conocimiento del mundo y de los viajes. Llevaba un
traje oscuro de tela muy fina, particularmente apropiada para la caldeada
atmósfera del tren.
Monsieur Hércules
Poirot, que no tenía nada mejor que hacer, se entretuvo en observarla sin
aparentarlo.
Era, opinó, una de esas
jóvenes que saben cuidarse de sí mismas dondequiera que estén. Había prestancia
en sus facciones y delicada palidez en su piel. Le agradaron también sus
ondulados cabellos de un negro brillante, y sus ojos serenos, impersonales y
grises. Pero era, decidió, un poco demasiado presuntuosa para ser una jolie
femme...
Al poco rato entró otra
persona en el restaurante. Era un hombre bastante alto, entre los cuarenta y
los cincuenta años, delgado, moreno, con el cabello ligeramente gris en las
sienes.
«El coronel de la
India», se dijo Poirot.
El recién llegado saludó
a la joven con una ligera inclinación.
—Buenos días, miss
Debenham...
—Buenos días, coronel
Arbuthnot.
El coronel estaba en
pie, con una mano apoyada en la silla frente a la joven.
—¿Algún inconveniente?
—preguntó.
—¡Oh, no! Siéntese.
—Bien, usted ya sabe
que el desayuno es una comida que no siempre se presta a la charla.
—Por supuesto, coronel.
No se preocupe.
El coronel se sentó.
—Boy! —llamó de
modo perentorio.
Acudió el camarero y le
pidió huevos y café.
Sus ojos descansaron un
momento sobre Hércules Poirot, pero siguieron adelante, indiferentes. Poirot
comprendió que acababa de decirse: «Es un maldito extranjero».
Teniendo en cuenta su
nacionalidad, no eran muy locuaces los dos ingleses. Cambiaron unas breves
observaciones y, de pronto, la joven se levantó y regresó tranquilamente a su
compartimiento.
A la hora del almuerzo
ambos volvieron a compartir la misma mesa y otra vez los dos ignoraron por
completo al tercer viajero. Su conversación fue más animada que durante el
desayuno. El coronel Arbuthnot habló del Punjab y dirigió a la joven unas
cuantas preguntas acerca de Bagdad, donde al parecer ella había estado
desempeñando un puesto de institutriz. En el curso de la conversación ambos
descubrieron algunas amistades comunes, lo que tuvo el efecto inmediato de
hacer la charla más íntima y animada. El coronel preguntó después a la joven si
se dirigía directamente a Inglaterra o si pensaba detenerse en Estambul.
—No, haré el viaje
directamente —contestó ella.
—¿No es una verdadera
lástima?
—Hice este camino hace
dos años y entonces pasé tres días en Estambul.
—Entonces tengo motivos
para alegrarme, porque yo también haré directamente el viaje.
El coronel hizo una
especie de desmañada reverencia enrojeciendo ligeramente.
«Es sensible nuestro
coronel —pensó Hércules Poirot con cierto regocijo—. ¡Los viajes en tren son
tan peligrosos como los viajes por mar!»
Miss Debenham dijo
sencillamente que era una agradable casualidad. Sus palabras fueron ligeramente
frías.
Hércules Poirot observó
que el coronel la acompañó hasta su compartimiento. Más tarde pasaron por el
magnífico escenario del Taurus. Mientras contemplaban las Puertas de Cilicia,
de pie en el pasillo uno al lado del otro, la joven lanzó un suspiro. Poirot
estaba cerca de ellos y la oyó murmurar:
—¡Es tan bello...!
Desearía...
—¿Qué?
—Poder disfrutar más
tiempo de este magnífico espectáculo. Arbuthnot no contestó. La enérgica línea
de su mandíbula pareció un poco más rígida y severa.
—Yo, por el contrario,
desearía verla ya fuera de aquí —murmuró.
—Cállese, por favor.
Cállese.
—¡Oh!, está bien. —El
coronel disparó una rápida mirada en dirección a Poirot. Luego prosiguió—: No
me agrada la idea de que sea usted una institutriz... a merced de los caprichos
de las tiránicas madres y de sus fastidiosos chiquillos.
Ella se echó a reír con
cierto nerviosismo.
—¡Oh!, no debe usted
pensar eso. El martirio de las institutrices es un mito demasiado explotado.
Puedo asegurarle que son los padres los que temen a las institutrices.
No hablaron más.
Arbuthnot se sentía quizás avergonzado de su arrebato.
«Ha sido una pequeña
comedia algo extraña la que he presenciado aquí», se dijo Poirot, pensativo.
Más tarde tendría que
recordar aquella idea.
Llegaron a Konya
aquella noche hacia las once y media. Los dos viajeros ingleses bajaron a
estirar las piernas, paseando arriba y abajo por el nevado andén.
Monsieur Poirot se
contentó con observar la febril actividad de la estación a través de una
ventanilla. Pasados unos diez minutos decidió, no obstante, que un poco de aire
puro no le vendría mal. Hizo cuidadosos preparativos, se envolvió en varios
abrigos y bufandas y se calzó unos chanclos. Así ataviado, descendió
cautelosamente al andén y se puso a pasear. En su paseo llegó hasta más allá de
la locomotora.
Fueron las voces las
que le dieron la clave de las dos borrosas figuras paradas a la sombra de un
vagón de mercancías. Arbuthnot estaba hablando.
—Mary...
La joven le
interrumpió.
—Ahora no. Ahora no.
Cuando termine todo. Cuando lo dejemos atrás..., entonces.
Monsieur Poirot se
alejó discretamente. Se sentía intrigado. Le había costado trabajo reconocer la
fría voz de miss Debenham.
«Es curioso», se dijo.
Al día siguiente se
preguntó si habrían reñido. Se hablaron muy poco. La muchacha parecía
intranquila. Tenía ojeras.
Eran las dos y media de
la tarde cuando el tren se detuvo. Se asomaron unas cabezas a las ventanillas.
Un pequeño grupo de hombres, situado junto a la vía, señalaba hacia algo, bajo
el coche comedor.
Poirot se inclinó hacia
fuera y habló al encargado del coche cama, que pasaba apresuradamente ante la
ventanilla. El hombre contestó y Poirot retiró la cabeza y, al volverse, casi
tropezó con Mary Debenham, que estaba detrás de él.
—¿Qué ocurre? —preguntó
ella en francés—. ¿Por qué nos hemos detenido?
—No es nada, señorita.
Algo se ha prendido fuego bajo el coche comedor. Nada grave. Ya lo han apagado.
Están ahora reparando los pequeños desperfectos. No hay peligro, tranquilícese.
Ella hizo un gesto
brusco, como si desechase la idea del peligro como algo completamente
insignificante.
—Sí, sí, comprendo.
¡Pero el horario...!
—¿El horario?
—Sí, esto nos
retrasará.
—Es posible... —convino
Poirot.
—¡No podremos ganar el
retraso! Este tren tiene que llegar a las seis cincuenta y cinco para poder
cruzar el Bósforo y coger a las nueve el Simplon Orient Express. Si llevamos
una o dos horas de retraso, desde luego perderemos la conexión.
—Es posible, sí —volvió
a convenir Poirot.
La miró con curiosidad.
La mano que se agarraba a la barra de la ventanilla no estaba del todo
tranquila, sus labios temblaban también.
—¿Le interesa a usted
mucho, señorita? —preguntó.
—¡Oh, sí! Tengo que
coger ese tren.
Se separó de él y se
alejó por el pasillo para reunirse con el coronel.
Su ansiedad, no
obstante, fue infundada. Diez minutos después el tren volvía a ponerse en
marcha. Llegó a Hapdapassar sólo con cinco minutos de retraso, pues recuperó en
el trayecto el tiempo perdido.
El Bósforo estaba
bastante agitado y a monsieur Poirot no le agradó la travesía. En el barco
estuvo separado de sus acompañantes de viaje y no los volvió a ver.
Al llegar al puente de
Galata se dirigió directamente al hotel Tokatlian.
II
El Hotel Tokatlian
En el Tokatlian,
Hércules Poirot pidió una habitación con baño. Luego se aproximó al mostrador
del conserje y preguntó si había llegado alguna correspondencia para él.
Había tres cartas y un
telegrama esperándole. Sus cejas se elevaron alegremente a la vista del
telegrama. Era algo inesperado.
Lo abrió con su
acostumbrado cuidado, sin apresuramientos. Las letras impresas se destacaron
claramente.
Acontecimiento que usted predijo en el caso Kassner se ha
presentado inesperadamente. Sírvase regresar en seguida.
—Sí que es una
complicación —murmuró Poirot, consultando su reloj—. Tendré que reanudar el
viaje esta noche —añadió, dirigiéndose al conserje—. ¿A qué hora sale el
Simplon Orient?
—A las nueve, señor.
—¿Puede usted
conseguirme una litera?
—Seguramente, señor. No
hay dificultad en esta época del año. Todos los trenes van casi vacíos.
¿Primera o segunda clase?
—Primera.
—Tres bien, monsieur.
¿Para dónde?
—Para Londres.
—Bien, monsieur. Le
tomaré un billete para Londres y le reservaré una cama en el coche
Estambul-Calais.
Poirot volvió a
consultar su reloj. Eran las ocho menos diez minutos.
—¿Tengo tiempo de
comer?
—Seguramente, señor.
Poirot anuló la reserva
de su habitación y cruzó el vestíbulo para dirigirse al restaurante.
Al pedir el menú al
camarero, una mano se posó sobre su hombro.
—¡Ah, mon vieux, qué
placer tan inesperado! —dijo una voz a su espalda.
El que hablaba era un
individuo bajo, grueso, con el pelo cortado a cepillo. Le sonreía extasiado.
Poirot se puso apresuradamente en pie.
—¡Monsieur Bouc!
—¡Monsieur Poirot!
Monsieur Bouc era un
belga, director de la Compagnie Internationale des Wagons Lits, y su amistad
con el que fuera astro de las Fuerzas de Policía Belga databa de muchos años
atrás.
—Le encuentro a usted
muy lejos de casa, mon cher —dijo monsieur Bouc.
—Un pequeño asunto en
Siria.
—¡Ah! ¿Y cuándo regresa
usted?
—Esta noche.
—¡Espléndido! Yo
también. Es decir, voy hasta Lausana, donde tengo unos asuntos. Supongo que
viajará usted en el Simplon Orient.
—Sí. Acabo de mandar
reservar una litera. Mi intención era quedarme aquí algunos días, pero he
recibido un telegrama que me llama a Inglaterra para un asunto importante.
—¡Ah! —suspiró monsieur
Bouc—. Les affaires..., les affaires! ¡Pero usted..., usted está ahora en la
cumbre, mon vieux!
—Quizás he tenido
algunos pequeños éxitos. —Hércules Poirot trató de aparentar modestia, pero
fracasó rotundamente.
Bouc se echó a reír.
—Nos veremos más tarde
—dijo.
Poirot se dedicó a la
ímproba tarea de mantener los bigotes fuera de la sopa.
Ejecutada aquella
difícil operación, miró a su alrededor mientras esperaba el segundo plato.
Había solamente media docena de personas en el restaurante y, de la media
docena, sólo dos personas interesaban al detective Hércules Poirot.
Estas dos personas
estaban sentadas a una mesa no muy lejana. El más joven era un caballero de
unos treinta años, de aspecto simpático, claramente un norteamericano. Fue, sin
embargo, su compañero quien más atrajo la atención del detective.
Era un hombre entre
sesenta y setenta años. A primera vista, tenía el bondadoso aspecto de un
filántropo. Su cabeza, ligeramente calva, su despejada frente, la sonriente
boca que dejaba ver la blancura de unos dientes postizos, todo parecía hablar
de una bondadosa personalidad. Sólo los ojos contradecían esta impresión. Eran
pequeños, hundidos y astutos. Y no solamente eso. Cuando el individuo, al hacer
cierta observación a su compañero, miró hacia el otro lado del comedor, su
mirada se detuvo sobre Poirot un momento, y durante aquel segundo sus ojos
mostraron una extraña malevolencia, una viva expresión de maldad.
El individuo se
levantó.
—Pague la cuenta,
Héctor —dijo a su joven compañero.
Su voz era desagradable
y ásperamente autoritaria.
Cuando Poirot se reunió
con su amigo en el escritorio, los dos hombres se disponían a abandonar el
hotel. Los mozos bajaban su equipaje. El caballero más joven vigilaba la
operación. Una vez terminada ésta, abrió la puerta de cristales y dijo:
—Ya está todo listo,
mister Ratchett.
El individuo de más
edad rezongó unas palabras y atravesó la puerta.
—Eh bien!—dijo
Poirot—. ¿Qué opina usted de esos dos personajes?
—Son norteamericanos
—dijo monsieur Bouc.
—Ya me lo suponía.
Pregunto qué opina usted de sus personalidades.
—El joven parecía muy
simpático.
—¿Y el otro?
—Si he de decirle la
verdad, amigo mío, no me gustó. Me produjo una impresión en grado sumo
desagradable. ¿Y a usted?
Hércules Poirot tardó
un momento en contestar.
—Cuando pasó a mi lado
en el restaurante —dijo al fin— tuve una curiosa impresión. Fue como si un
animal salvaje..., ¡una fiera!..., me hubiese rozado.
—Y, sin embargo, tiene
un aspecto de lo más respetable.
—Précisement! El
cuerpo..., la jaula..., es de lo más respetable, pero el animal salvaje aparece
detrás de los barrotes.
—Es usted fantástico, mon
vieux —rió monsieur Bouc.
—Quizá sea así. Pero no
puedo deshacerme de la impresión de que la maldad pasó junto a mí.
—¿Ese respetable
caballero norteamericano?
—Ese respetable
caballero norteamericano.
—Bien —dijo jovialmente
monsieur Bouc—, quizá tenga razón. Hay mucha maldad en el mundo.
En aquel momento se
abrió la puerta y el conserje se dirigió a ellos. Parecía contrariado.
—Es extraordinario,
señor —dijo a Poirot—. No queda una sola litera de primera clase en el tren.
—Comment? —exclamó
monsieur Bouc—. ¿En
esta época del año? ¡Ah!, sin duda viajará una partida de periodistas..., de
políticos...
—No lo sé, señor —dijo
el conserje, y se volvió respetuosamente—. El caso es que no hay ninguna litera
de primera clase disponible.
—Bien, bien. No se
preocupe usted, amigo Poirot. Lo arreglaremos de algún modo. Siempre hay algún
compartimiento..., el número dieciséis, que no está comprometido. El encargado
se ocupará de eso. —Consultó su reloj y añadió—: Vamos, ya es hora de marchar.
En la estación,
monsieur Bouc fue saludado con respetuosa cordialidad por el encargado del
coche cama.
—Buenas noches, señor.
Su compartimiento es el número uno.
Llamó a los mozos y éstos
aproximaron sus carretillas cargadas de equipajes al coche cuyas placas
proclamaban su destino: ESTAMBUL-TRIESTE-CALAIS.
—Tengo entendido que
viaja mucha gente esta noche, ¿es cierto?
—Es increíble, señor.
¡Todo el mundo ha elegido esta noche para viajar!
—Así y todo tiene usted
que buscar acomodo para este caballero. Es un amigo mío. Se le puede dar el
número dieciséis.
—Está tomado, señor.
—¿Cómo? ¿El número
dieciséis?
—Sí, señor. Como ya le
he dicho, vamos llenos... hasta, hasta los topes.
—Pero, ¿qué es lo que
ocurre? ¿Alguna conferencia? ¿Asambleístas?
—No, señor. Es pura
casualidad. A la gente parece habérsele antojado viajar esta noche.
Monsieur Bouc hizo un
gesto de disgusto.
—En Belgrado —dijo—
engancharán el coche cama de Atenas, y también el de Bucarest-París..., pero no
llegamos a Belgrado hasta mañana por la tarde. El problema es para esta misma
noche. ¿No hay ninguna en segunda clase que esté libre?
—Hay una, señor...
—Bien, entonces...
—Pero es un
compartimiento para mujer. Hay ya en él una alemana..., una doncella.
—La, la, no nos
sirve —rezongó monsieur Bouc.
—No se preocupe, amigo
mío —dijo Poirot—. Viajaré en un coche ordinario.
—De ningún modo. De
ningún modo —monsieur Bouc volvió a dirigirse al encargado del coche cama—. ¿Ha
llegado todo el mundo?
—Sólo falta un viajero.
El empleado habló
lentamente, titubeando.
—¿Qué litera es?
—La número siete..., de
segunda clase. El caballero no ha llegado todavía y faltan cuatro minutos para
las nueve.
—¿Para quién es esa
litera?
—Para un inglés. —El
encargado consultó la lista—. Un tal mister Harris.
—Según Dickens, nombre
de buen agüero —dijo Poirot—. Mister Harris no llegará.
—Ponga el equipaje del
señor en el número siete —ordenó monsieur Bouc—. Si llega ese mister Harris le
diremos que es demasiado tarde..., que las literas no pueden ser retenidas
tanto tiempo..., arreglaremos el asunto de una manera u otra. ¿Para qué
preocuparse por un mister Harris?
—Como guste el señor
—dijo el encargado.
El empleado habló con
el mozo de Poirot y le dijo dónde debía llevar el equipaje. Luego se apartó a
un lado para permitir que Poirot subiese al tren.
—Todo arreglado, señor
—anunció—. El penúltimo compartimiento.
Poirot avanzó por el
pasillo con bastante dificultad, pues la mayoría de los viajeros estaban fuera
de sus compartimientos. Los corteses pardons de Poirot salieron de su
boca con la regularidad de un reloj. Al fin llegó al compartimiento indicado.
Dentro, colocando un maletín, encontró al joven norteamericano del Tokatlian.
El joven frunció el
ceño al ver a Poirot.
—Perdóneme —dijo—. Creo
que se ha equivocado usted. —Y repitió trabajosamente en francés—: Je crois
que vous avez un erreur.
Poirot contestó en
inglés:
—¿Es usted mister
Harris?
—No, me llamo MacQueen.
Yo...
Pero en aquel momento
la voz del encargado del coche cama se dejó oír a espaldas de Poirot.
—No hay otra litera,
señor. El caballero tiene que acomodarse aquí.
Mientras hablaba
levantó la ventanilla del pasillo y empezó a subir el equipaje de Poirot.
Poirot advirtió con
cierto regocijo el tono de disculpa de su voz. Era evidente que le habían
prometido una buena propina si podía reservar el compartimiento para el uso
exclusivo del otro viajero. Pero hasta la más espléndida propina pierde su
efecto cuando un director de la Compañía está a bordo y dicta órdenes.
El encargado salió del
compartimiento después de dejar colocadas las maletas en las rejillas.
—Voilá, monsieur
—dijo—. Todo está arreglado. Su litera es la de arriba, la número siete.
Saldremos dentro de un minuto.
Desapareció
apresuradamente pasillo adelante. Poirot volvió a entrar en su compartimiento.
—Un fenómeno que he
visto rara vez —comentó jovialmente—. ¡Un encargado de coche cama que sube él
mismo el equipaje! ¡Es inaudito!
Su compañero de viaje
sonrió. Evidentemente había conseguido vencer su disgusto... y decidió que
convenía tomar el asunto con filosofía.
—El tren va
extraordinariamente lleno —comentó.
Sonó un silbato y la
máquina lanzó un largo y melancólico alarido. Ambos hombres salieron al pasillo.
—En voiture —gritó
una voz en el andén.
—Salimos —dijo
MacQueen.
Pero no salieron
todavía. El silbato volvió a sonar.
—Escuche, señor —dijo
de pronto el joven—. Si usted prefiere la litera de abajo, a mí me da lo mismo.
—No, no —protestó
Poirot—. No quiero privarle a usted...
—Nada, queda convenido.
—Es usted demasiado
amable.
Hubo corteses protestas
por ambas partes.
—Es por una noche
solamente —explicó Poirot—. En Belgrado...
—¡Oh!, ¿baja usted en
Belgrado?
—No exactamente. Verá
usted...
Hubo un violento tirón.
Los dos hombres se acodaron en las ventanillas para contemplar el largo e
iluminado andén, que fue desfilando lentamente ante ellos.
El Orient Express
iniciaba su viaje de tres días a través de Europa.
III
Poirot renuncia a un caso
Al día siguiente,
monsieur Hércules Poirot entró un poco tarde en el coche comedor. Se había
levantado temprano, había desayunado casi solo, y había invertido casi toda la
mañana en repasar las notas del asunto que le llevaba a Londres. Apenas había visto
a su compañero de viaje.
Monsieur Bouc, que ya
estaba sentado, indicó a su amigo la silla del otro lado de la mesa. Poirot se
sentó y no tardaron en servirles los primeros y escogidos platos. La comida fue
desacostumbradamente buena.
Hasta que no empezaron
a comer un delicado queso crema, monsieur Bouc no dedicó su atención a otros
asuntos que no fuera el alimento. Después empezó a sentirse filósofo.
—¡Ah! —suspiró—.
¡Quisiera poseer la pluma de Balzac! ¡Cómo describiría esta escena!
—Es una buena idea
—murmuró Poirot.
—¿Verdad que sí? Nadie
lo ha hecho todavía. Y, sin embargo, se presta para una novela. Nos rodean
gentes de todas clases, de todas las nacionalidades, de todas las edades.
Durante tres días estas gentes, extrañas unas a otras, vivirán reunidas.
Dormirán y comerán bajo el mismo techo, no podrán separarse. Al cabo de los
tres días seguirán distintos caminos para no volver, quizás, a verse.
—Y, sin embargo —dijo
Poirot—, supongamos que un accidente...
—¡Ah, no, amigo mío!...
—Desde su punto de
vista sería de lamentar, estoy de acuerdo. Pero supongámoslo por un momento.
Entonces todos nosotros seguiríamos unidos... por la muerte.
—Un poco más de vino
—dijo monsieur Bouc, y llenó las copas apresuradamente—. ¿Se siente usted
melancólico, mon cher? Quizá sea la digestión.
—Es cierto —convino
Poirot— que los alimentos de Siria no eran muy apropiados para mi estómago.
Bebió su vino a
pequeños sorbos. Luego se recostó en su asiento y paseó una pensativa mirada
por el coche comedor. Eran trece comensales en total, y, como monsieur Bouc
había dicho, de todas clases y nacionalidades. Empezó a estudiarlos.
En la mesa opuesta a la
de ellos había tres hombres. Eran, sospechó, simples viajeros colocados allí
por el inefable juicio de los empleados del restaurante. Un corpulento italiano
se escarbaba los dientes con visible placer. Frente a él, un atildado inglés
tenía el rostro inexpresivamente desaprobador de un criado bien educado. Junto
al inglés se sentaba un norteamericano de traje chillón..., posiblemente un
viajante de comercio.
—No hemos comido mal
—dijo con voz nasal.
El italiano se quitó el
mondadientes para gesticular con más libertad.
—Cierto —dijo—. Es lo
que he estado diciendo todo el tiempo.
El inglés se asomó por
la ventanilla y tosió.
La mirada de Poirot
siguió adelante.
En una pequeña mesa
estaba sentada, muy seria y muy erguida, una vieja dama de una fealdad jamás
vista. Pero era la suya una fealdad de distinción, que fascinaba más que
repeler. Rodeaba su cuello un collar de grandes perlas legítimas, aunque no lo
pareciesen. Sus manos estaban cubiertas de sortijas. Llevaba el abrigo echado
hacia atrás sobre los hombros. Una pequeña toca negra, horrorosamente colocada,
aumentaba la fealdad de su rostro.
En aquel momento
hablaba con el camarero en un tono tranquilo y cortés, pero completamente
autocrático.
—¿Tendrá usted la
bondad de poner en mi compartimiento una botella de agua mineral y un vaso
grande de zumo de naranja? Haga que me preparen para la cena de esta noche un
poco de pollo sin salsa y algo de pescado cocido.
El camarero contestó
respetuosamente que sería complacida en su demanda.
La dama asintió con un
gracioso movimiento de cabeza y se puso en pie. Su mirada tropezó con la de
Poirot y la rehuyó con la indiferencia de una aristócrata.
—Es la princesa
Dragomiroff —dijo monsieur Bouc en voz baja—. Es rusa. Su marido obtuvo todo su
caudal antes de la Revolución y lo invirtió en el extranjero. Es muy rica. Una
verdadera cosmopolita.
Poirot dijo que ya
había oído hablar de la princesa Dragomiroff.
—Es una personalidad
—añadió monsieur Bouc—. Fea como un pecado, pero se hace notar. ¿Cierto?
Poirot se mostró de
acuerdo.
En otra de las mesas
estaba sentada Mary Debenham con otras dos mujeres. Una de ellas de mediana
edad, alta, con una blusa y una falda a cuadros. Una masa de cabellos de un
amarillo algo desvaído, recogidos en un gran moño, encuadraba su rostro
ovejuno, al que no faltaban los indispensables lentes. Escuchaba a la tercera
mujer, ésta de rostro agradable, de mediana edad, que hablaba en tono claro y
monótono, sin dar muestras de pensar hacer una pausa, ni siquiera para
respirar.
—... y entonces mi hija
dijo: «No se pueden implantar en este país los métodos norteamericanos. Es
natural que la gente de aquí sea indolente. No tiene por qué apresurarse». Esto
es lo que mi hija dijo. Quisiera que viesen ustedes lo que está haciendo allí
nuestro colegio. Tenemos que aplicar nuestras ideas occidentales y enseñar a
los nativos a reconocerlas. Mi hija dice...
El tren penetró en el
túnel. La monótona voz quedó ahogada por el estruendo.
En la mesa contigua,
una de las pequeñas, se sentaba el coronel Arbuthnot... solo. Su mirada estaba
fija en la nuca de Mary Debenham. No se habían sentado juntos. Sin embargo,
podrían haberlo conseguido fácilmente. ¿Por qué no lo hicieron?
Quizá, pensó Poirot,
Mary Debenham se había resistido. Una institutriz aprende a tener cuidado. Las
apariencias son muy importantes. Había también una doncella. Alemana o
escandinava, pensó Poirot. Probablemente alemana.
Después de ella venía
una pareja que hablaba animadamente, muy inclinados sobre la mesa. El hombre
vestía ropas inglesas de tejido claro..., pero no era inglés. Aunque sólo era
visible para Poirot la parte posterior de su cabeza. De pronto volvió la cabeza
y Poirot pudo ver su perfil. Un admirable varón de treinta años con un gran
bigote rubio.
La mujer sentada frente
a él era una verdadera chiquilla..., veinte años a lo sumo. Tenía un bello
rostro, piel muy pálida; grandes ojos oscuros y pelo negro como el azabache.
Fumaba un cigarrillo con una larga boquilla. Sus cuidadas manos tenían pintadas
las uñas de un rojo muy vivo. Lucía sobre el pecho una gran esmeralda montada
en platino. Había coquetería en su mirada y en su voz.
—Elle est jolie... et
chic —murmuró Poirot—. Marido y mujer... ¿eh?
Monsieur Bouc asintió.
—De la Embajada
húngara, según creo —dijo—. Una soberbia pareja.
Quedaban solamente
otros dos comensales: el compañero de viaje de Poirot, MacQueen y su jefe
mister Ratchett. Éste estaba sentado de cara a Poirot, y el detective estudió
por segunda vez aquel rostro desconcertante, en el que contrastaban la falsa
benevolencia de la expresión con los ojos pequeños y crueles.
Indudablemente,
monsieur Bouc vio algún cambio en la expresión de su amigo.
—¿Mira usted a su
animal salvaje? —le preguntó.
Poirot hizo un gesto
afirmativo.
Cuando servían el café,
monsieur Bouc se puso en pie. Había empezado a comer antes que Poirot y había
terminado hacía algún tiempo.
—Me vuelvo a mi
compartimiento —dijo—. Vaya luego por allí y charlaremos un rato.
—Con mucho gusto.
Poirot sorbió su café y
pidió una copa de licor. El camarero pasaba de mesa en mesa, con una bandeja de
dinero cobrando en billetes. La vieja dama norteamericana elevó su voz chillona
y monótona.
—Mi hija me dijo:
«Lleva un talonario de tickets y no tendrás molestia alguna». Pero no es
así. Recargan un diez por ciento por el servicio y hasta me han incluido la
botella de agua mineral. Por cierto que no tienen ni Évian ni Vichy, lo que me
parece extraño.
—Es que están obligados
a servir el agua del país —explicó la dama del rostro ovejuno.
—Bien, pero me parece
extraño. —La mujer miró con disgusto el pequeño montón de monedas colocado
sobre la mesa frente a ella—. Miren lo que me dan aquí. Dinars o algo
por el estilo. Unos discos que no tienen valor alguno. Mi hija decía...
Mary Debenham empujó
hacia atrás su silla y se retiró con una pequeña inclinación de cabeza a las
otras dos mujeres. El coronel Arbuthnot se puso en pie y la siguió. La dama
norteamericana recogió su despreciado montón de monedas y se retiró igualmente,
seguida por la señora de rostro ovejuno. Los húngaros se habían marchado ya. En
el coche comedor quedaban solamente Poirot, Ratchett y MacQueen.
Ratchett habló a su
compañero, que se puso en pie y abandonó el salón. Luego se levantó él también,
pero en lugar de seguir a MacQueen se sentó inesperadamente en la silla frente
a Poirot.
—¿Me hace usted el
favor de una cerilla? —dijo. Su voz era suave, ligeramente nasal—. Mi nombre es
Ratchett.
Poirot se inclinó
ligeramente. Luego deslizó una mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas,
que entregó al otro. Éste la cogió, pero no encendió ninguna.
—Creo —prosiguió— que
tengo el placer de hablar con monsieur Hércules Poirot. ¿Es así?
Poirot volvió a
inclinarse.
—Ha sido usted
correctamente informado, señor.
El detective se dio
cuenta de que los extraños ojillos de su interlocutor le miraban
inquisitivamente.
—En mi país —dijo—
entramos en materia rápidamente, monsieur Poirot: quiero que se ocupe usted de
un trabajo para mí. Las cejas de monsieur Poirot se elevaron ligeramente.
—Mi clientela, señor,
es muy limitada. Me ocupo de muy pocos casos.
—Eso me han dicho,
monsieur Poirot. Pero en este asunto hay mucho dinero —repitió la frase con su
voz dulce y persuasiva—. Mucho dinero.
Hércules Poirot guardó
silencio por un minuto.
—¿Qué es lo que desea
usted que haga, mister... mister Ratchett? —preguntó al fin.
—Monsieur Poirot, soy
un hombre rico..., muy rico. Los hombres de mi posición tienen muchos enemigos.
Yo tengo uno.
—¿Sólo uno?
—¿Qué quiere usted
decir con esa pregunta? —replicó vivamente mister Ratchett.
—Señor, según mi
experiencia, cuando un hombre está en situación de tener enemigos, como usted
dice, el asunto no se reduce a uno solo.
Ratchett pareció
tranquilizarse con la respuesta de Hércules Poirot.
—Comparto su punto de
vista —dijo rápidamente—. Enemigo o enemigos... no importa. Lo importante es mi
seguridad.
—¿Su seguridad?
—Mi vida está
amenazada, monsieur Poirot. Pero soy un hombre que sabe cuidar de sí mismo. —Su
mano sacó del bolsillo de la americana una pequeña pistola automática que
mostró por un momento—. No soy hombre a quien pueda cogerse desprevenido. Pero
nunca está de más redoblar las precauciones. He pensado que usted es el hombre
que necesito, monsieur Poirot. Y recuerde que hay mucho dinero..., mucho
dinero.
Poirot le miró
pensativo durante unos minutos. Su rostro era completamente inexpresivo. El
otro no pudo adivinar qué pensamientos cruzaban su mente.
—Lo siento, señor —dijo
al fin—. No puedo servirle.
El otro le miró
fijamente.
—Diga usted su cifra,
entonces.
—No me comprende usted,
señor. He sido muy afortunado en mi profesión. Tengo suficiente dinero para
satisfacer mis necesidades y mis caprichos. Ahora sólo acepto los casos... que
me interesan.
—¿Le tentarían a usted
veinte mil dólares? —dijo Ratchett.
—No.
—Si lo dice usted para
poder conseguir más, le advierto que pierde el tiempo. Sé lo que valen las
cosas.
—Yo también, mister
Ratchett.
—¿Qué encuentra usted
de mal en mi proposición?
Poirot se puso de pie.
—Si me perdona usted,
le diré que no me gusta su cara, mister Ratchett.
Y acto seguido abandonó
el coche comedor.
IV
Un grito en la noche
El Simplon Orient
Express llegó a Belgrado a las nueve menos cuarto de aquella noche. Y como no
debía reanudar el viaje hasta las nueve y cuarto, Poirot bajó al andén. No
permaneció en él, sin embargo, mucho tiempo. El frío era intensísimo, y aunque
el andén estaba cubierto, caía en el mucha nieve. Volvió, pues, a su
compartimiento. El encargado, que había bajado también y se palmoteaba
furiosamente para entrar en calor, se dirigió a él.
—Señor, su equipaje ha
sido trasladado al compartimiento número uno, al de monsieur Bouc.
—¿Pero dónde está
monsieur Bouc?
—Se ha acomodado en el
coche de Atenas que acaban de enganchar.
Poirot fue en busca de
su amigo. Monsieur Bouc rechazó sus protestas.
—No tiene importancia.
No tiene importancia. Es más conveniente así. Como usted va a Inglaterra, es
mejor que continúe en el mismo coche hasta Calais. Yo estoy muy bien aquí. En
este coche vamos solamente un doctor griego y yo. ¡Ah, amigo, qué noche! Dicen
que no ha caído tanta nieve en muchos años. Esperemos que no nos detenga. Si he
de decirle la verdad, no estoy muy tranquilo.
El tren abandonó la
estación a las nueve y cuarto en punto, y poco después Poirot se puso en pie,
dio las buenas noches a su amigo y avanzó por el pasillo en dirección a su
coche, que se hallaba a continuación del coche comedor.
Durante aquel segundo
día de viaje había ido rompiéndose el hielo entre los viajeros. El coronel
Arbuthnot estaba en la puerta de su compartimiento hablando con MacQueen.
MacQueen interrumpió
algo que estaba diciendo al ver a Poirot. Pareció muy sorprendido.
—¡Cómo! —exclamó—. Creí
que nos había usted dejado. Dijo que bajaría en Belgrado.
—No me comprendió usted
bien —replicó Poirot—. Recuerdo ahora que el tren salió de Estambul cuando
estábamos hablando del asunto.
—Pero su equipaje ha
desaparecido.
—Lo han trasladado a
otro compartimiento. Eso es todo.
—¡Ah, ya!
Reanudó su conversación
con Arbuthnot, y Poirot siguió adelante.
Dos puertas antes de su
compartimiento encontró a la anciana americana, mistress Hubbard, hablando con
la dama de rostro ovejuno, que era una sueca. Mistress Hubbard parecía muy
interesada en que la otra aceptase una revista ilustrada.
—Llévesela, querida
—decía—. Tengo otras muchas cosas para leer. ¿No es espantoso el frío que hace?
La dama sonrió
amistosamente al pasar Poirot.
—Es usted muy amable
—dijo la sueca.
—No se hable más de
ello. Que descanse usted bien y que mañana se sienta mejor de su dolor de
cabeza.
—No es más que frío.
Ahora me haré una taza de té.
—¿Tiene usted una
aspirina? ¿Está usted segura? Dispongo de bastantes. Bien, buenas noches,
querida.
Cuando se alejó la otra
mujer, se dirigió a Poirot con ganas de entablar conversación.
—¡Pobre criatura! Es
sueca. Por lo que tengo entendido es una especie de misionera, una maestra. Es
muy simpática, pero habla poco inglés. Le interesó muchísimo lo que le conté de
mi hija.
Poirot sabía ya todo lo
referente a la hija de mistress Hubbard. ¡Todos los viajeros que hablaban
inglés lo sabían! Que ella y su marido pertenecían al personal de un gran
colegio americano en Esmirna; que aquél era el primer viaje de mistress Hubbard
a Oriente, y lo que ella opinaba de los turcos y del estado de sus
carreteras...
La puerta inmediata se
abrió y apareció la pálida y delgada figura del Criado de mister Ratchett.
Poirot vio un instante al caballero norteamericano, sentado en la litera. Él
también vio a Poirot y su rostro palideció de ira. Luego la puerta volvió a
cerrarse.
Mistress Hubbard llevó
a Poirot un poco a un lado.
—Me asusta ese hombre
—murmuró—. ¡Oh, no me refiero al criado, sino al otro..., al amo! Hay algo
siniestro en él. Mi hija dice siempre que soy muy intuitiva. «Cuando mamá tiene
una corazonada, siempre tiene razón», me dice a cada paso. Y ese hombre me da
mala espina. Duerme en el compartimiento inmediato al mío y no me gusta. Anoche
atranqué la puerta de comunicación. Me pareció oírle que andaba por el pasillo.
No me sorprendería que resultase un asesino... uno de esos ladrones de trenes
de que hablan tanto los periódicos. Sé que es una tontería, pero no hay quien
me lo quite de la cabeza. No puedo remediarlo. ¡Me da miedo ese hombre! Mi hija
dijo que tendría un viaje feliz, pero no me siento muy tranquila. Verá usted
cómo ocurre algo. No sé cómo ese joven tan amable puede ser su secretario.
El coronel Arbuthnot y
MacQueen avanzaban hacia ellos por el pasillo.
—Entre en mi cabina
—iba diciendo MacQueen—. Todavía no la han preparado para pasar la noche. Me
interesa lo que me estaba diciendo usted sobre su política en la India...
Los dos hombres pasaron
y siguieron por el pasillo hasta el compartimiento de MacQueen.
Mistress Hubbard se
despidió de Poirot.
—Voy a acostarme y a
leer un poco —dijo—. Buenas noches.
—Buenas noches, madame.
Poirot entró en su
compartimiento, que era el inmediato al de Ratchett. Se desnudó y se metió en
la cama, leyó durante media hora y luego apagó la luz.
Se despertó
sobresaltado unas horas más tarde. Sabía lo que le había despertado... Un largo
gemido, casi un grito. Y en el mismo momento sonó un timbre insistente.
Poirot se incorporó en
el lecho y encendió la luz. Observó que el tren estaba parado...
presumiblemente en alguna estación.
Aquel grito vibraba
todavía en su cerebro. Recordó que era Ratchett quien ocupaba el compartimiento
inmediato. Saltó de la cama y abrió la puerta en el preciso momento en que el
encargado del coche cama avanzaba corriendo por el pasillo y llamaba a la puerta
de Ratchett. Poirot mantuvo ligeramente abierta la puerta, observando. Sonó un
timbre y se encendió la luz de una puerta más allá. El empleado miró en aquella
dirección.
En el mismo momento
salió una voz del compartimiento de mister Ratchett.
—No es nada. Me he
equivocado.
—Bien, señor.
El encargado se dirigió
a llamar a la puerta donde se había encendido la luz.
Poirot volvió a la
cama, ya más tranquilo, y apagó la lámpara. Antes consultó su reloj. Era la una
menos veintitrés minutos.
V
El crimen
No consiguió volverse a
dormir inmediatamente. En primer lugar, echaba de menos el movimiento del tren.
Era una estación curiosamente tranquila. Por contraste, los ruidos dentro del
tren parecían desacostumbradamente altos. Oyó a Ratchett moverse en el
compartimiento inmediato; un ruido como si hubiese abierto el grifo del lavabo;
luego el rumor del agua al correr y después otra vez el chasquido del grifo al
cerrarse. Sonaron unos pasos en el pasillo, los apagados pasos de alguien que
caminaba calzado con zapatillas.
Hércules Poirot siguió
despierto, mirando al techo. ¿Por qué estaba tan silenciosa la estación? Sentía
seca la garganta. Había olvidado pedir su acostumbrada botella de agua mineral.
Consultó de nuevo su reloj. Era la una y cuarto. Llamaría al encargado y le
pediría el agua mineral. Su dedo se alargó para pulsar el timbre, pero se
detuvo al oír otro timbrazo. El encargado no podía atender todas las llamadas a
la vez.
Riing... Riing...
Riing...
Sonaba una y otra vez.
¿Dónde estaba el encargado? Alguien se impacientaba.
Riing...
Quien fuese no separaba
su dedo del pulsador.
De pronto se oyeron los
pasos apresurados del empleado. Llamó a una puerta no lejos de Poirot.
Llegaron hasta Poirot
unas voces. La del encargado, amable, apologética; la de la mujer, insistente,
voluble.
¡Mistress Hubbard!
Poirot sonrió para sí.
El altercado, si tal
era, siguió durante algún tiempo. Sus proporciones correspondían en un noventa
por ciento a mistress Hubbard y en un humilde diez por ciento al encargado.
Finalmente, el asunto pareció arreglarse.
—Bonne nuit, madame
—oyó distintamente Poirot al cerrarse la puerta.
Apoyó entonces su dedo
en el timbre.
El encargado llegó
prontamente. Parecía excitado.
—Agua mineral, si hace
el favor.
—Bien, monsieur.
Quizás un guiño de
Poirot le invitó a la confidencia.
—La señora
norteamericana...
—¿Qué?
El empleado se enjugó
la frente.
—¡Imagínese lo que he
tenido que discutir con ella! Insiste en que hay un hombre en su
compartimiento. Figúrese el señor. En un espacio tan reducido. ¿Dónde iba a
esconderse? Hice presente a la señora que es imposible. Pero ella insiste. Dice
que se despertó y que había un hombre por allí. «¿Y cómo —pregunté yo— iba a
salir dejando la puerta con el pestillo echado?» Pero ella no quiso escuchar
mis razones. Como si no tuviéramos ya bastante con qué preocuparnos. Esta
nieve...
—¿Nieve?
—Claro, señor. ¿No se
ha dado cuenta? El tren está detenido. Estamos en plena ventisca, y Dios sabe
cuánto tiempo estaremos aquí. Recuerdo una vez que estuvimos detenidos siete
días.
—¿En dónde estamos?
—Entre Vincovci y Brod.
—Là, là —dijo
Poirot, disgustado.
El hombre se retiró y
volvió con el agua.
—Bonsoir, monsieur.
Poirot bebió un vaso y
se acomodó para dormir.
Iba quedándose dormido
cuando algo le volvió a despertar. Esta vez fue como si un cuerpo pesado
hubiese caído contra la puerta.
Se arrojó del lecho, la
abrió y se asomó. Nada. Pero a su derecha una mujer envuelta en un quimono
escarlata se alejaba por el pasillo. Al otro extremo, sentado en su pequeño
asiento, el encargado trazaba cifras en unas largas hojas de papel. Todo estaba
absolutamente tranquilo.
«Decididamente padezco
de los nervios», se dijo Poirot, y volvió a la litera. Esta vez durmió hasta la
mañana.
Cuando se despertó, el
tren estaba todavía detenido. Levantó una cortinilla y miró al exterior.
Grandes masas de nieve rodeaban el tren.
Miró su reloj y vio que
eran más de las nueve.
A las diez menos
cuarto, muy atildado, como siempre, se dirigió al coche comedor, donde le acogió
un coro de voces.
Las barreras que al
principio separaban a los viajeros se habían derrumbado por completo. Todos se
sentían unidos por la común desgracia. Mistress Hubbard era la más ruidosa en
sus lamentaciones.
—Mi hija me dijo que
tendría un viaje feliz. «No tienes más que sentarte en el tren y él te llevará
hasta París.» Y ahora podemos estar aquí días y más días —se lamentaba—. Y mi
buque zarpará pasado mañana. ¿Cómo voy a cogerlo ahora? Ni siquiera puedo
telegrafiar para anular mi pasaje.
El italiano decía que
tenía un asunto urgente en Milán. El norteamericano expresó su esperanza de que
el tren saliese de su atasco y llegase todavía a tiempo.
Mi hermana y sus hijos
me esperan —dijo la sueca echándose a llorar
—¿Qué pensarán? Creerán que me ha sucedido algo grave.
—¿Cuánto tiempo
estaremos aquí? ¿Lo sabe alguien? —preguntó Mary Debenham.
Su voz tenía un tono de
impaciencia, pero Poirot observó que no daba muestras de aquella ansiedad casi
febril que había mostrado durante el trayecto en el Taurus Express.
Mistress Hubbard volvió
a dejar oír su voz.
—En este tren nadie
sabe nada. Y nadie trata de hacer algo. Somos una manada de inútiles
extranjeros. Si estuviésemos en mi país no faltaría alguien que tratase de
poner remedio.
Arbuthnot se dirigió a
Poirot y le habló en francés.
—Usted, según creo, es
un director de la línea. Usted podrá decirnos...
—No, no —contestó
Poirot en inglés, sonriendo—. No soy yo. Usted me confunde con mi amigo.
—¡Oh, perdone!
—No es nada. Es muy
natural. Estoy ahora en el compartimiento que él ocupaba antes.
Monsieur Bouc no estaba
presente en el coche comedor. Poirot miró a su alrededor para ver quién más
estaba ausente.
Faltaba la princesa
Dragomiroff y la pareja húngara. También Ratchett, su criado y la doncella
alemana.
La dama sueca se enjugó
los ojos.
—Estoy loca —dijo—.
Hago mal en llorar. ¡Que suceda lo que Dios quiera!
Este espíritu
cristiano, no obstante, estuvo lejos de ser compartido por los demás.
—Eso está muy bien —dijo
MacQueen—. Pero podemos estar aquí detenidos algunos días.
—¿Sabe alguien, al
menos, en qué país estamos? —preguntó, llorosa, mistress Hubbard.
Y al contestarle que en
Yugoslavia, añadió:
—¡Oh, uno de esos
rincones de los Balcanes! ¿Qué podemos esperar?
—Usted es la única que
tiene paciencia, mademoiselle —dijo Poirot, dirigiéndose a miss Debenham.
Ella se encogió de
hombros.
—¿Qué otra cosa se
puede hacer?
—Es usted una filósofa,
mademoiselle.
—Eso implica una
actitud distinta. Creo que la mía es más egoísta. He aprendido a ahorrarme
emociones inútiles —replicó la joven.
Hablaba más para sí
misma que para él. Ni siquiera le miraba. Tenía los ojos fijos en una de las
ventanillas, donde la nieve iba acumulándose en grandes masas.
—Tiene usted un carácter
enérgico, mademoiselle —añadió, galantemente, Poirot—. ¡La más fuerte de todos
nosotros!
—¡Oh, no lo crea!
Conozco a alguien más fuerte que yo.
—¿Y es...?
La joven pareció volver
repentinamente en sí, a la realidad de que estaba hablando con un extraño, un
extranjero con quien hasta aquella mañana sólo había cambiado media docena de
frases. Se echó a reír con risa un poco forzada.
—Pues... esa anciana
señora, por ejemplo. Usted probablemente se habrá fijado en ella. Es fea; pero
tiene algo que fascina. No tiene más que levantar un dedo y pedir algo con voz
suave... y todo el tren se echa a rodar.
—También rueda por mi
amigo monsieur Bouc —repuso Poirot—. Pero es por ser uno de los directores de
la línea, no porque tenga un carácter dominador.
Mary Debenham sonrió.
La mañana iba
avanzando. Algunas personas, Poirot entre ellas, permanecieron en el coche
comedor. Por el momento se pasaba mejor el tiempo haciendo vida en común.
Mistress Hubbard volvió a extenderse en largas divagaciones sobre su hija y
sobre la vida y costumbres de su difunto marido desde que se levantaba por la
mañana y desayunaba cereales hasta que se acostaba por las noches, puestos los
calcetines que la misma mistress Hubbard confeccionaba para él.
Escuchaba Poirot un
confuso relato de los fines misionales de la dama sueca cuando uno de los
encargados del coche cama entró en el coche y se detuvo a su lado.
—Pardon, monsieur.
—¿Qué desea?
—Monsieur Bouc
agradecería que tuviese usted la bondad de ir a hablar con él unos minutos.
Poirot se puso de pie,
dio excusas a la dama sueca y siguió al empleado. Éste no era el encargado de
su coche, sino un hombre mucho más corpulento.
Atravesaron el pasillo
de su propio coche y el del inmediato. El empleado llamó a una puerta y se
apartó para dejar pasar a Poirot.
El compartimiento no
era el de monsieur Bouc. Era uno de segunda clase, elegido presumiblemente a
causa de su mayor tamaño. Daba la impresión de estar lleno de gente.
Monsieur Bouc estaba
sentado en uno de los asientos del fondo. Frente a él, junto a la ventanilla,
un individuo bajo y moreno contemplaba la nieve a través de los cristales. De
pie, y como impidiendo el paso a Poirot, estaba un hombre de uniforme azul (el
jefe del tren) y a su lado el encargado del coche cama.
—¡Ah, mi buen amigo!
—exclamó monsieur Bouc—. Entre. Tenemos necesidad de usted.
El individuo de la
ventanilla se corrió un poco en el asiento y monsieur Poirot pasó por entre los
dos empleados y se sentó frente a su amigo.
La expresión del rostro
de monsieur Bouc le dio, como él habría dicho, mucho que pensar. Era evidente
que había ocurrido algo inusitado.
—¿De qué se trata?
—preguntó.
—Cosas muy graves,
amigo mío. Primero esta nieve..., esta detención. Y ahora...
Hizo una pausa, y de la
garganta del encargado del coche cama salió una especie de gemido ahogado.
—¿Y ahora qué?
—Y ahora un caballero
aparece muerto en su cama..., cosido a puñaladas.
Monsieur Bouc hablaba
con una especie de resignada desesperación.
—¿Un viajero? ¿Qué
viajero?
—Un norteamericano. Un
individuo llamado..., llamado... —consultó unas notas que tenía delante de él—.
Ratchett... ¿no es eso?
—Sí, señor —contestó el
empleado del coche cama con tranquilidad. Poirot le miró. Estaba tan pálido
como el yeso.
—Mejor será que mande
usted sentar a este hombre —dijo a su amigo—. Está a punto de desmayarse.
El jefe del tren se
apartó ligeramente y el empleado se dejó caer en el asiento y hundió la cabeza
entre las manos.
—¡Bonita situación!
—comentó Poirot.
—¡Y tan bonita! Para
empezar, un asesinato, que ya de por sí es una calamidad de primera clase, y
luego esta parada, que quizá nos retenga aquí horas, ¡qué digo horas!... ¡días!
Otra circunstancia. Al pasar por la mayoría de los países tenemos la policía
del país en el tren. Pero en Yugoslavia... no, ¿comprende usted?
—Sí que es una
situación difícil —convino Poirot.
—Y aún puede empeorar.
El doctor Constantine... Me olvidaba. No se lo he presentado a usted... El
doctor Constantine, monsieur Poirot.
El hombrecillo moreno
se inclinó y Poirot correspondió a la reverencia.
—El doctor Constantine
opina que la muerte ocurrió hacia la una de la madrugada.
—Es difícil puntualizar
en estos casos —aclaró el doctor—; pero creo poder decir concretamente que la
muerte ocurrió entre la medianoche y las dos de la madrugada.
—¿Cuándo fue visto
mister Ratchett por última vez? —preguntó Poirot.
—Se sabe que estaba
vivo a la una menos veinte, cuando habló con el encargado —contestó monsieur
Bouc.
—Es cierto —dijo
Poirot—. Yo mismo oí lo que ocurría. ¿Eso es lo último que se sabe?
Poirot se volvió hacia
el doctor, quien continuó:
—La ventana del
compartimiento de mister Ratchett fue encontrada abierta de par en par, lo que
induce a suponer que el asesino escapó por allí. Pero en mi opinión esa ventana
abierta no es más que una pantalla. El que salió por allí tenía que haber
dejado huellas bien nítidas en la nieve y no hay ninguna.
—¿Cuándo fue
descubierto el crimen? —preguntó Poirot.
—¡Michel!
El encargado del coche
cama se puso de pie. Estaba todavía pálido y asustado.
—Dígale a este
caballero lo que ocurrió exactamente —ordenó monsieur Bouc.
—El criado de mister
Ratchett llamó repetidas veces a la puerta esta mañana. No hubo contestación.
Luego, hará una media hora, llegó el camarero del coche comedor. Quería saber
si el señor quería desayunar. Le abrí la puerta con mi llave. Pero hay una
cadena también, y estaba echada. Dentro nadie contestó y estaba todo en
silencio... y muy frío, con la ventana abierta y la nieve cayendo dentro. Fui a
buscar al jefe del tren. Rompimos la cadena y entramos. El caballero estaba... ah,
c'était terrible!
Volvió a hundir el
rostro entre las manos.
—La puerta estaba
cerrada y encadenada por dentro —repitió pensativo Poirot—. No será
suicidio..., ¿eh?
El doctor griego rió de
un modo sardónico.
—Un hombre que se
suicida, ¿puede apuñalarse en diez..., doce o quince sitios diferentes?
—preguntó.
Poirot abrió los ojos.
—Es mucho ensañamiento
—comentó.
—Es una mujer
—intervino el jefe de tren, hablando por primera vez—. No les quepa duda de que
es una mujer. Solamente una mujer es capaz de herir de ese modo.
El doctor Constantine
hizo un gesto de duda.
—Tuvo que ser una mujer
muy fuerte —dijo—. No es mi deseo hablar técnicamente..., eso no hace más que
confundir..., pero puedo asegurarles que uno o dos de los golpes fueron dados
con tal fuerza que el arma atravesó los músculos y los huesos.
—Por lo visto no ha
sido un crimen científico —comentó Poirot.
—Lo más anticientífico
que pueda imaginarse. Los golpes fueron descargados al azar. Algunos causaron
apenas daño. Es como si alguien hubiese cerrado los ojos y luego, en loco
frenesí, hubiese golpeado a ciegas una y otra vez.
—C'est une femme —repitió
el jefe de tren—. Las mujeres son así. Cuando están furiosas tienen una fuerza
terrible.
Lo dijo con tanto
aplomo que todos sospecharon que tenía experiencia personal en la materia.
—Yo tengo, quizás, algo
con que contribuir a esa colección de detalles —dijo Poirot—. Mister Ratchett
me habló ayer y me dijo, si no le comprendí mal, que su vida peligraba.
—Entonces el agresor no
fue una mujer. Sería un gángster o un pistolero, ya que la víctima es un
norteamericano —opinó monsieur Bouc.
—De ser así —dijo
Poirot—, sería un gángster aficionado.
—Hay en el tren un
norteamericano muy sospechoso —añadió monsieur Bouc insistiendo en su idea—.
Tiene un aspecto terrible y viste estrafalariamente. Mastica chicle sin cesar,
lo que creo que no es de muy buen tono. ¿Sabe a quién me refiero?
El encargado del coche
cama hizo un gesto afirmativo.
—Oui, monsieur,
al número dieciséis. Pero no pudo ser él. Le habría visto yo entrar o salir del
compartimiento.
—Quizá no. Pero ya
aclararemos eso después. Se trata ahora de determinar lo que debemos hacer
—añadió, mirando a Poirot.
Poirot le miró a su vez
fijamente.
—Vamos, amigo mío
—siguió monsieur Bouc—. Adivinará usted lo que voy a pedirle. Conozco sus
facultades. ¡Encárguese de esta investigación! No se niegue. Comprenda que para
nosotros esto es muy serio. Hablo en nombre de la Compagnie Internationale des
Wagons Lits. ¡Será hermoso presentar el caso resuelto cuando llegue la policía
yugoslava! ¡De otro modo, tendremos retrasos, molestias, un millón de
inconvenientes! En cambio si usted aclara el misterio, podremos decir con
exactitud: «Ha ocurrido un asesinato..., ¡éste es el criminal!».
—Suponga usted que no
lo aclaro.
—Ah, mon cher! —La
voz de monsieur Bouc se hizo francamente acariciadora—. Conozco su reputación.
He oído algo de sus métodos. Éste es un caso ideal para usted. Examinar los
antecedentes de toda esta gente, descubrir su bona fide..., todo eso
exige tiempo e innumerables molestias. Y a mí me han informado que le han oído
a usted decir con frecuencia que para resolver un caso no hay más que
recostarse en un sillón y pensar. Hágalo así. Interrogue a los viajeros del
tren, examine el cadáver, examine las huellas que haya y luego..., bueno,
¡tengo fe en usted! Recuéstese y piense..., utilice (como sé que dice usted)
las células grises de su cerebro... ¡y todo quedará aclarado!
Se inclinó hacia delante,
mirando de modo afectuoso a su amigo.
—Su fe me conmueve,
amigo mío —dijo Poirot, emocionado—. Como usted dice, éste no puede ser un caso
difícil. Yo mismo..., anoche, pero no hablemos de esto ahora. No puedo negar
que este problema me intriga. No hace unos minutos estaba pensando que nos
esperaban muchas horas de aburrimiento, mientras estemos detenidos aquí. Y de
repente... me cae un intrincado problema entre manos.
—¿Acepta usted,
entonces? —preguntó monsieur Bouc con ansiedad.
—C'est entendu. El
asunto corre de mi cuenta.
—Muy bien. Todos
estamos a su disposición.
—Para empezar, me
gustaría tener un plano del coche. Estambul-Calais, con una lista de los
viajeros que ocupan los diversos compartimientos, y también me gustaría
examinar sus pasaportes y billetes.
—Michel le
proporcionará a usted todo eso.
El conductor del coche
cama abandonó el compartimiento.
—¿Qué otros viajeros
hay en el tren? —preguntó Poirot.
—En este coche el
doctor Constantine y yo somos los únicos viajeros. En el coche de Bucarest hay
un anciano caballero con una pierna inútil. Es muy conocido del encargado.
Además, tenemos los coches ordinarios, pero éstos no nos interesan, ya que
quedaron cerrados después de servirse la cena de anoche. Delante del coche
Estambul-Calais no hay más que el coche comedor.
—Parece, entonces —dijo
lentamente Poirot—, que debemos buscar a nuestro asesino en el coche
Estambul-Calais. ¿No es eso lo que insinuaba usted? —preguntó dirigiéndose al
doctor.
El griego asintió.
—Media hora después de
la medianoche tropezamos con la tormenta de nieve. Nadie pudo abandonar el tren
desde entonces.
—El asesino continúa,
pues, entre nosotros —dijo monsieur Bouc solemnemente.
VI
¿Una mujer?
—Antes de nada —dijo
Poirot— me gustaría hablar unas palabras con el joven mister MacQueen. Puede
darnos informes valiosísimos.
—Ciertamente —dijo
monsieur Bouc.
Se dirigió al jefe de
tren.
—Diga a mister
MacQueen que tenga la bondad de venir.
El jefe de
tren abandonó el compartimiento.
El encargado regresó
con un puñado de pasaportes y billetes. Monsieur Bouc se hizo cargo de ellos.
—Gracias, Michel.
Vuelva a su puesto. Más tarde le tomaremos declaración.
—Muy bien, señor.
Michel abandonó el
vagón a su vez.
—Después de que hayamos
visto al joven MacQueen —dijo Poirot—, quizás el señor doctor tendrá la bondad
de ir conmigo al compartimiento del hombre muerto.
—Ciertamente. Estoy a
su disposición.
—Y después que hayamos
terminado allí...
En aquel momento
regresó el jefe de tren, acompañado de Héctor MacQueen.
Monsieur Bouc se puso
de pie.
—Estamos un poco
apretados aquí —dijo amablemente—. Ocupe mi asiento, mister MacQueen. Monsieur
Poirot se sentará frente a usted... ahí.
Se volvió al jefe de
tren.
—Haga salir a toda la
gente del coche comedor —dijo— y déjelo libre para monsieur Poirot. ¿Celebrará
usted sus entrevistas allí, mon cher?
—Sí, sería lo más
conveniente —contestó Poirot. MacQueen paseaba su mirada de uno a otro, sin
comprender del todo su rápido francés.
—Qu'est-ce qu'il y
a? —empezó a decir trabajosamente—. Pourquoi...?
Poirot le indicó con
enérgico gesto que se sentase en el rincón. MacQueen obedeció y empezó a decir
una vez más, intranquilo:
—Pourquoi...? —De
pronto rompió a hablar en su propio idioma—. ¿Qué pasa en el tren? ¿Ha ocurrido
algo?
Poirot hizo un gesto
afirmativo.
—Exactamente. Ha
ocurrido algo. Prepárese a recibir una gran emoción. Su jefe, mister Ratchett,
ha muerto.
La boca de MacQueen
emitió un silbido. A excepción de que sus ojos brillaron un poco más, no dio la
menor muestra de emoción o disgusto.
—Al fin acabaron con él
—se limitó a decir.
—¿Qué quiere usted
decir exactamente con esa frase, mister MacQueen?
Éste titubeó.
—¿Supone usted
—insistió Poirot— que mister Ratchett fue asesinado?
—¿No lo fue? —Esta vez
MacQueen mostró sorpresa—. Cierto —dijo lentamente—. Eso es precisamente lo que
creía. ¿Es que murió de muerte natural?
—No, no —dijo Poirot—.
Su suposición es acertada. Mister Ratchett fue asesinado. Apuñalado. Pero me
agradaría saber sinceramente por qué estaba usted tan seguro de que fue
asesinado.
MacQueen titubeó de
nuevo.
—Hablemos claro —dijo—.
¿Quién es usted? ¿Y qué pretende?
—Represento a la
Compagnie Internationale des Wagons Lits —hizo una pausa y añadió—: Soy
detective. Me llamo Hércules Poirot.
Si esperaba producir
efecto, no causó ninguno. MacQueen dijo meramente:
—¿Ah, sí? —y esperó a
que prosiguiese.
—Quizá conozca usted el
nombre.
—Parece que me suena...
Sólo que siempre creí que era el de un modisto.
Hércules Poirot le miró
con disgusto.
—¡Es increíble!
—murmuró.
—¿Qué es increíble?
—Nada. Sigamos con
nuestro asunto. Necesito que me diga usted todo lo que sepa del muerto. ¿Estaba
usted emparentado con él?
—No. Soy... era... su
secretario.
—¿Cuánto tiempo hace
que ocupa usted ese puesto?
—Poco más de un año.
—Tenga la bondad de
darme todos los detalles que pueda.
—Conocí a mister
Ratchett hará poco más de un año, estando en Persia.
Poirot le interrumpió.
—¿Qué hacía usted allí?
—Había venido de Nueva
York para gestionar una concesión de petróleo. Supongo que no le interesará a
usted el asunto. Mis amigos y yo fracasamos y quedamos en situación apurada.
Mister Ratchett paraba en el mismo hotel. Acababa de despedir a su secretario.
Me ofreció su puesto y lo acepté. Mi situación económica era muy crítica y
recibí con alegría un trabajo bien remunerado y hecho a mi medida, como si
dijéramos.
—¿Y después?
—No hemos cesado de
viajar. Mister Ratchett quería ver mundo. Pero le molestaba no conocer idiomas.
Yo actuaba más como intérprete que como secretario. Era una vida muy agradable.
—Ahora continúe usted
dándome detalles de su jefe.
El joven se encogió de
hombros y apareció en su rostro una expresión de perplejidad.
—Poco puedo decir.
—¿Cuál era su nombre
completo?
—Samuel Edward Ratchett.
—¿Ciudadano
norteamericano?
—Sí.
—¿De qué parte de los
Estados Unidos?
—No lo sé.
—Bien, dígame lo que
sepa.
—La verdad es, mister
Poirot, que no sé nada. Mister Ratchett nunca me hablaba de sí mismo ni de su
vida en los Estados Unidos.
—¿A qué atribuyó usted
esa reserva?
—No sé. Me imaginé que
quizás estuviese avergonzado de sus comienzos. A mucha gente le sucede lo
mismo.
—¿Considera esa
explicación satisfactoria?
—Francamente, no.
—¿Tenía parientes?
—Nunca los mencionó.
Poirot insistió sobre
aquel asunto.
—Tuvo usted que
extrañarse de tanta reserva, mister MacQueen.
—Me extrañó, en efecto.
En primer lugar, no creo que Ratchett fuese su verdadero nombre. Tengo la
impresión de que abandonó definitivamente su país para escapar de algo o de
alguien. Y creo que lo logró... hasta hace pocas semanas.
—¿Por qué lo dice?
—Porque empezó a
recibir anónimos... anónimos amenazadores.
—¿Los vio usted?
—Sí. Era mi misión
atender su correspondencia. La primera carta llegó hace unos quince días.
—¿Fueron destruidas
esas cartas?
—No, tengo todavía un
par de ellas en mis carpetas. Otra la rompió Ratchett en un momento de rabia.
¿Quiere que se las traiga?
—Si es usted tan
amable...
MacQueen abandonó el
compartimiento. Regresó a los pocos minutos y puso ante Poirot dos hojas de
papel algo sucio y arrugado. La primera carta decía lo siguiente:
Creíste
que podrías escapar de nuestra venganza, ¿verdad? En tu vida lo lograrás. Hemos
salido en tu busca, Ratchett, ¡y te cogeremos!
No tenía firma.
Sin hacer otro
comentario que alzar ligeramente las cejas, Poirot cogió la segunda carta.
Vamos a
llevarte a dar un paseo, Ratchett. No tardaremos. Prepárate para el acto final.
—El estilo es monótono
—comentó Poirot, dejando la carta—. Mucho más que la escritura.
MacQueen se le quedó
mirando.
—Usted no lo notaría
—dijo Poirot amablemente—. Requiere el ojo de alguien acostumbrado a tales
cosas. Esta carta no fue escrita por una sola persona, mister MacQueen. La
escribieron dos o más... y cada una puso una letra cada vez. Además, son caracteres
de imprenta. Eso hace mucho más difícil la tarea de identificar la escritura.
Hizo una pausa y
añadió:
—¿Sabía usted que
mister Ratchett me había pedido ayuda ayer?
—¿A usted?
El tono de asombro de
MacQueen dijo a Poirot, sin dejar lugar a duda, que el joven no lo sabía.
—Sí. Estaba alarmado.
Dígame, ¿cómo reaccionó cuando recibió la primera carta?
MacQueen titubeó.
—Es difícil decirlo. Se
echó a reír con aquella risa tan suya. Pero me dio la impresión de que debajo
de aquella tranquilidad se ocultaba un gran temor.
Poirot hizo una
pregunta inesperada.
—Mister MacQueen,
¿quiere usted decirme, pero honradamente, qué es lo que sentía usted por su
jefe? ¿Le apreciaba usted?
Héctor MacQueen se tomó
unos breves momentos para contestar.
—No sé —dijo al fin—.
No le apreciaba.
—¿Por qué?
—No lo puedo decir
exactamente. Era siempre muy amable en su trato.
Hizo una pausa y
añadió:
—Le diré a usted la
verdad, mister Poirot. Me era francamente antipático. Era, estoy seguro, un
hombre peligroso y cruel. Debo confesar, sin embargo, que no tengo razones en
las que apoyar mi opinión.
—Muchas gracias, mister
MacQueen. Una pregunta más... ¿Cuándo vio usted por última vez a mister
Ratchett, señor MacQueen?
—La pasada noche a eso
de... —Reflexionó un minuto—. A eso de las diez. Entré en su compartimiento a
pedirle unos datos.
—¿Sobre qué?
—Sobre mosaicos y
cerámica antigua que compró en Persia. Lo que le entregaron no era lo que había
comprado. Con ese motivo hemos sostenido una enojosa correspondencia con los
vendedores.
—¿Y fue ésa la última
vez que fue visto vivo mister Ratchett?
—Supongo que sí.
—¿Sabe usted cuándo
recibió mister Ratchett el último anónimo amenazador?
—La mañana del día que
salimos de Constantinopla.
—Una pregunta más,
mister MacQueen. ¿Estaba usted en buenas relaciones con su jefe?
—Ratchett y yo nos
llevábamos perfectamente bien —contestó el joven sin titubear.
—¿Tiene usted la bondad
de darme su nombre completo y dirección en Estados Unidos?
MacQueen dio su nombre
—Héctor Willard MacQueen— y una dirección de Nueva York.
Poirot se recostó
contra el almohadillado del asiento.
—Nada más por ahora,
mister MacQueen —dijo—. Le quedaría muy agradecido si reservase la noticia de
la muerte de mister Ratchett por algún tiempo.
—Su criado, Masterman,
tendrá que saberla.
—Probablemente la sabe
ya —repuso Poirot—. Si es así, trate de que cierre la boca.
—No me será difícil. Es
muy reservado, como buen inglés, y tiene una pobre opinión de los
norteamericanos y ninguna en absoluto sobre los de cualquier otra nacionalidad.
—Muchas gracias, mister
MacQueen.
El norteamericano
abandonó el lugar.
—¿Bien? —preguntó
monsieur Bouc—. ¿Cree usted lo que le ha dicho ese joven?
—Parece sincero y
honrado. No fingió el menor afecto por su patrón, como probablemente habría
hecho de haber estado complicado en el asunto. Es cierto que mister Ratchett no
le dijo que había tratado de contratar mis servicios y que fracasó, pero no
creo que ésta sea realmente una circunstancia sospechosa. Me figuro que mister
Ratchett era un caballero reservado en sus asuntos.
—Así, pues, descarta
usted una persona, por lo menos, como inocente del crimen —dijo monsieur Bouc
jovialmente.
Poirot le lanzó una
mirada de reproche.
—Yo sospecho de todo el
mundo hasta el último minuto —contestó—. No obstante, debo confesarle que no
concibo a este sereno y reflexivo MacQueen perdiendo la cabeza y apuñalando a
la víctima doce o catorce veces. No está de acuerdo con su psicología.
—Es cierto —dijo,
pensativo, monsieur Bouc—. Es el acto de un hombre casi enloquecido por un odio
frenético. Sugiere más el temperamento latino. O, como dijo nuestro jefe de
tren, la mano de una mujer.
VII
El cadáver
Seguido por el doctor
Constantine, Poirot se dirigió al coche inmediato y al compartimiento del
hombre que había sido asesinado. El empleado le abrió la puerta con su llave.
Entraron los dos
hombres, y Poirot miró interrogativamente a su compañero.
—¿Han tocado algo en el
compartimiento?
—No hemos tocado nada y
no moví el cuerpo al examinarlo.
Lo primero que le llamó
la atención fue el frío intensísimo que reinaba en el reducido compartimiento.
El cristal de la ventanilla estaba bajado y levantada la cortina.
—¡Brrr! —se estremeció
Poirot.
El otro sonrió
comprensivamente.
—No quise cerrarla
—dijo.
Poirot examinó
cuidadosamente la ventanilla.
—Tenía usted razón
—dijo—. Nadie abandonó el carruaje por aquí. Posiblemente, la ventanilla
abierta estaba destinada a sugerir tal hecho, pero si es así, la nieve ha
burlado el propósito del asesino.
Examinó cuidadosamente
el marco de la ventana y, sacando una cajita del bolsillo, sopló un poco de
polvo sobre ella.
—No hay huellas
dactilares —dictaminó—. Pero aunque las hubiese, nos dirían muy poco. Serían de
mister Ratchett o de su criado o del encargado. Los criminales no cometen
torpezas de esta clase en estos tiempos. Podemos, pues, cerrar la ventana. Aquí
hace un frío inaguantable.
Acompañó la acción a la
palabra y luego desvió su atención por primera vez a la inmóvil figura tendida
en la litera.
Ratchett yacía boca
arriba. La chaqueta de su pijama salpicada de manchas negruzcas, había sido
desabotonada y echada hacia atrás.
—Comprenderá usted que
lo tuve que hacer para ver la naturaleza de las heridas —explicó el doctor.
Poirot asintió. Se
inclinó sobre el cadáver. Finalmente, se incorporó con un ligero gesto de
disgusto.
—No es nada agradable
—dijo—. El asesino se ensañó de un modo repugnante. ¿Cuántas heridas contó
usted?
—Doce. Una o dos pueden
calificarse de erosiones nada más. Y tres de ellas son mortales de necesidad.
Algo en la manera de
hablar del doctor llamó la atención de Poirot. Le miró fijamente. El griego
contemplaba perplejo el cadáver.
—¿Qué encuentra usted
de extraño?
—Lo ha adivinado usted
—contestó el otro.
—¿De qué se trata?
—Vea usted estas
heridas —dijo el doctor, señalándolas—. Son profundas; cada corte tuvo que
interesar vasos sanguíneos y, sin embargo, los bordes no se abren. No han
sangrado como cabía esperar.
—¿Y eso indica...?
—Que el hombre estaba
ya muerto..., llevaba algún tiempo muerto cuando se las causaron. Pero esto es
seguramente absurdo.
—Así parece —dijo
Poirot pensativo—. A menos que nuestro asesino se figurase que no había
ejecutado debidamente su tarea y volviese para terminarla. ¡Pero es
manifiestamente absurdo! ¿Algo más?
—Solamente una cosa.
—¿Qué?
—Vea usted esta
herida... bajo el brazo derecho... cerca del hombro. Tome usted este lápiz.
¿Podría usted descargar este golpe?
Poirot imitó el
movimiento con la mano.
—Ya veo —repuso—. Con
la mano derecha es excesivamente difícil..., casi imposible. Tendría uno que
descargar el golpe del revés, como si dijéramos. En cambio, empleando la mano
izquierda...
—Exactamente, monsieur
Poirot. Es casi seguro que ese golpe fue causado con la mano izquierda.
—¿De manera que nuestro
asesino es zurdo? Sería demasiado sencillo, ¿no le parece, doctor?
—Como usted diga,
monsieur Poirot. Algunas de esas heridas han sido causadas, con toda evidencia,
por una mano normal.
—Dos personas. Volvemos
a la hipótesis de las dos personas —murmuró el detective—. ¿Estaba encendida la
luz? —preguntó bruscamente.
—Es difícil saberlo. El
encargado la apaga todas las mañanas a eso de las diez.
—Los conmutadores nos
lo aclararán —dijo Poirot. Examinó la llave de la luz del techo y la perilla de
la cabecera. La primera estaba abierta; la segunda, cerrada.
—Eh bien! —exclamó,
pensativo—. Tenemos aquí una hipótesis del primero y segundo asesinos, como
diría el gran Shakespeare. El primer asesino apuñaló a su víctima y abandonó la
cabina, apagando la luz; el segundo asesino entró a oscuras, no vio que lo que
se proponía ejecutar estaba ya hecho y apuñaló, por lo menos dos veces, el
cuerpo del muerto. Que pensez vous de ça?
—¡Magnífico! —dijo el
doctor con entusiasmo.
Los ojos del otro
parpadearon.
—¿Lo cree usted así? Lo
celebro. A mí me sonaba un poco a tontería.
—¿Qué otra explicación
puede haber?
—Eso es precisamente lo
que me pregunto. ¿Tenemos aquí una coincidencia o qué? ¿Hay algunas otras
incongruencias que sugieran la intervención de dos personas?
—Creo que sí. Algunas
de estas heridas, como ya he dicho, indican debilidad..., falta de fuerza o de
decisión. Pero hay otras, como ésta... y ésta —señaló de nuevo— que indican
fuerza y energía. Han penetrado hasta el hueso.
—¿Fueron hechas, en
opinión suya, por un hombre?
—Es casi seguro.
—¿No pudieron ser
hechas por una mujer?
—Una mujer joven y
atlética podría haberlas hecho, especialmente si se sentía presa de una gran
emoción; pero eso es, en mi opinión, altamente improbable.
Poirot guardó silencio
un momento.
—¿Comprende usted mi
punto de vista? —preguntó el otro con ansiedad.
—Perfectamente
—contestó Poirot—. ¡El asunto empieza a aclararse algo! El asesino fue un
hombre de gran fuerza; también pudo ser débil, pudo ser igualmente una mujer, o
una persona zurda, o una ambidextra..., o una... ¡Ah! C'est rigolo tout ça!
Poirot hablaba con
repentino nerviosismo.
—Y la víctima, ¿qué
papel desempeñó en todo esto? ¿Qué hizo? ¿Gritó? ¿Luchó? ¿Se defendió?
Poirot introdujo la
mano bajo la almohada y sacó la pistola automática que Ratchett le había
enseñado el día anterior.
—Completamente cargada,
como usted ve —observó.
Siguieron registrando.
La ropa de calle de Ratchett colgaba de las perchas de una pared. En la pequeña
mesa formada por la taza del lavabo había varios objetos; una dentadura postiza
en un vaso de agua; otro vaso vacío; una botella de agua mineral; un frasco
grande y un cenicero que contenía la punta de un cigarro y unos fragmentos de
papel quemado, dos cerillas usadas...
El doctor cogió el vaso
vacío y lo olfateó.
—Aquí está la
explicación de la inactividad de la víctima —dijo.
—¿Narcotizado?
—Sí.
Poirot recogió las dos
cerillas y las examinó cuidadosamente.
—Estas dos cerillas
—dijo— son de diferente forma. Una es más plana que la otra. ¿Comprende?
—Son de la clase que
venden en el tren —contestó el doctor.
Poirot palpó los
bolsillos del traje de Ratchett y sacó de uno de ellos una caja de cerillas,
que comparó cuidadosamente con las otras.
—La más redonda fue
encendida por mister Ratchett —observó—. Veamos si tiene también de la otra
clase.
Pero un nuevo registro
de ropas no reveló la existencia de más cerillas.
Los ojos de Poirot
asaetearon sin cesar el reducido compartimiento. Tenían el brillo y la
vivacidad de los ojos de las aves. Daban la sensación de que nada podía escapar
a su examen.
De pronto, se inclinó y
recogió algo del suelo. Era un pequeño cuadrado de batista muy fina. En una esquina
tenía bordada la inicial H.
—Un pañuelo de mujer
—dijo el doctor—. Nuestro amigo el jefe de tren tenía razón. Hay una mujer
complicada en este asunto.
—¡Y para que no haya
duda, se deja el pañuelo! —replicó Poirot—. Exactamente como ocurre en los libros
y en las películas. Además, para facilitarnos la tarea, está marcado con una
inicial.
—¡Qué suerte hemos
tenido! —exclamó el doctor.
—¿Verdad que sí? —dijo
Poirot con ironía.
Su tono sorprendió al
doctor, pero antes de que pudiera pedir alguna explicación, Poirot volvió a
agacharse para recoger otra cosa del suelo.
Esta vez mostró en la
palma de la mano... un limpiapipas.
—¿Será, quizá,
propiedad de mister Ratchett? —sugirió el doctor.
—No encontré pipa
alguna en su bolsillo, ni siquiera rastros de tabaco.
—Entonces es un
indicio.
—¡Oh, sin duda! Y qué
oportunamente lo dejó caer el criminal! ¡Observe usted que ahora el rastro es
masculino! No podemos quejarnos de no tener pistas en este caso. Las hay en
abundancia y de toda clase. A propósito, ¿qué ha hecho usted del arma?
—No encontré arma
alguna. Debió llevársela el asesino.
—Me gustaría saber por
qué —murmuró Poirot.
El doctor, que había
estado explorando delicadamente los bolsillos del pijama del muerto, lanzó una
exclamación:
—Se me pasó inadvertido
—dijo—. Y eso que desabotoné la chaqueta y se la eché hacia atrás.
Sacó del bolsillo del
pecho un reloj de oro. La caja estaba horrorosamente abollada y las manecillas
señalaban la una y cuarto.
—¡Mire usted! —dijo
Constantine—. Esto nos indica la hora del crimen. Está de acuerdo con mis
cálculos. Entre la medianoche y las dos de la madrugada; es lo que dije, y
probablemente hacia la una, aunque es difícil concretar en estos casos. Eh
bien!, aquí está la confirmación. La una y cuarto. Ésta fue la hora del
crimen.
—Es posible, sí. Es
ciertamente posible —murmuró monsieur Poirot.
El doctor le miró con
curiosidad.
—Usted me perdonará,
monsieur Poirot, pero no acabo de comprenderle.
—Yo mismo no me
comprendo —repuso Poirot—. No comprendo nada en absoluto y, como usted ve, me
intriga en extremo.
Suspiró y se inclinó
sobre la mesita para examinar el fragmento de papel carbonizado.
—Lo que yo necesitaría
en este momento —murmuró como para sí— es una sombrerera de señora, y cuanto
más antigua mejor.
El doctor Constantine
quedó perplejo ante aquella singular observación. Pero Poirot no le dio tiempo
para nuevas preguntas y, abriendo la puerta del pasillo, llamó al encargado. El
hombre se apresuró a acudir.
—¿Cuántas mujeres hay
en este coche? —le preguntó Poirot.
El encargado se puso a
contar con los dedos.
—Una, dos, tres...,
seis, señor. La anciana norteamericana, la dama sueca, la joven inglesa, la
condesa Andrenyi y madame, la princesa Dragomiroff y su doncella.
Poirot reflexionó unos
instantes.
—¿Tienen todas sus
sombrereras?
—Sí, señor.
—Entonces tráigame...,
espere..., sí, la de la dama sueca y la de la doncella. Les dirá usted que se
trata de un trámite de aduana..., lo primero que se le ocurra.
—Nada más fácil, señor.
Ninguna de las dos señoras está en su compartimiento en este instante.
—Dése prisa, entonces.
El encargado se alejó y
volvió al poco rato con las dos sombrereras. Poirot abrió la de la dama sueca y
lanzó un suspiro de satisfacción. Y tras retirar cuidadosamente los sombreros,
descubrió una especie de armazón redonda hecha con tejido de alambre.
—Aquí tenemos lo que
necesitamos. Hace unos quince años, las sombrereras eran todas como ésa. El
sombrero se sujetaba por medio de un alfiler en esta armazón de tela metálica.
Mientras hablaba fue
desprendiendo hábilmente dos de los trozos de alambre.
Luego volvió a cerrar
la sombrerera y dijo al encargado que las devolviese a sus respectivas dueñas.
Cuando la puerta se
cerró una vez más, volvió a dirigirse a su compañero.
—Vea usted, mi querido
doctor, yo no confío mucho en el procedimiento de los expertos. Es la
psicología lo que me interesa, no las huellas digitales, ni las cenizas de los
cigarrillos. Pero en este caso aceptaré una pequeña ayuda científica. Este
compartimiento está lleno de rastros, ¿pero podemos estar seguros de que son
realmente lo que aparentan?
—No le comprendo a
usted, monsieur Poirot.
—Bien. Voy a ponerle un
ejemplo. Hemos encontrado un pañuelo de mujer. ¿Lo dejó caer una mujer? ¿O
acaso fue un hombre quien cometió el crimen y se dijo: «Voy a hacer aparecer
esto como si fuese un número innecesario de golpes, flojos muchos de ellos, y
dejaré caer este pañuelo donde no tengan más remedio que encontrarlo»? Ésta es
una posibilidad. Luego hay otra. ¿Lo mató una mujer y dejó caer deliberadamente
un limpiapipas para que pareciese obra de un hombre? De otro modo, tendremos
que suponer seriamente que dos personas..., un hombre y una mujer...,
intervinieron aisladamente, que las dos personas fueron tan descuidadas que
dejaron un rastro para probar su identidad. ¡Es una coincidencia demasiado
extraña!
—Pero, ¿qué tiene que
ver la sombrerera con todo esto? —preguntó el doctor, todavía intrigado.
—¡Ah! De eso trataremos
ahora. Como iba diciendo, esos rastros, el reloj parado a la una y cuarto, el
pañuelo, el limpiapipas, pueden ser verdaderos o pueden ser falsos. No puedo
decirlo todavía. Pero hay aquí uno que creo —aunque quizá me equivoque— que no
fue falsificado. Me refiero a la cerilla plana, señor doctor. Creo que esa
cerilla fue utilizada por el asesino y no por mister Ratchett. Fue
utilizada para quemar un documento comprometedor. Posiblemente una nota. Si es
así, había algo en aquella nota, alguna equivocación, algún error, que dejaba
una posible pista hacia el verdadero asesino. Voy a intentar resucitar lo que
era ese algo.
Abandonó el
compartimiento y regresó unos momentos después con un pequeño mechero de
alcohol y un par de tenacillas.
—Las utilizo para el
bigote —dijo refiriéndose a las últimas.
El doctor le observaba
con gran interés. Aplanó los trozos de tela metálica y colocó cuidadosamente el
fragmento de papel carbonizado sobre uno de ellos. Luego lo cubrió con el otro
trozo y, sujetándolo todo con las tenacillas, lo expuso a la llama del mechero.
—Veremos lo que resulta
—dijo sin volver la cabeza.
El doctor observaba
atentamente sus manipulaciones. El metal empezó a ponerse incandescente. De
pronto, vio débiles indicios de letras. Las palabras fueron formándose
lentamente..., palabras de fuego.
Era un trozo de papel
muy pequeño. Sólo cabían en él cinco palabras y parte de otra:
...cuerda a la pequeña
Daisy Armstrong.
—¡Ah! —exclamó Poirot.
—¿Le dice a usted algo?
—preguntó el doctor con curiosidad.
A Poirot le brillaban
los ojos. Dejó cuidadosamente las tenacillas sobre la mesa.
—Sí —dijo—. Sé el
verdadero nombre del muerto. Sé por qué tuvo que abandonar los Estados Unidos.
—¿Cómo se llamaba?
—Cassetti.
—Cassetti —Constantine
frunció el entrecejo—. Me recuerda algo. Hace años. No puedo concretar... Fue
un caso que sucedió en ese país, ¿no es cierto?
Poirot no quiso dar más
detalles sobre el asunto. Miró a su alrededor y prosiguió:
—Luego hablaremos de
eso. Asegurémonos primero de que hemos visto todo lo que hay aquí.
Rápida y diestramente
registró una vez más los bolsillos de las ropas del muerto, pero no encontró
nada de interés. Luego empujó la puerta de comunicación con el compartimiento
inmediato, pero estaba cerrado por el otro lado.
—Hay una cosa que no
comprendo —dijo el doctor Constantine—. Si el asesino no escapó por la ventana,
y si esta puerta de comunicación estaba cerrada por el otro lado, y si la
puerta que da al pasillo no sólo estaba cerrada, sino que tenía echada la
cadena, ¿cómo abandonó el criminal el compartimiento?
—Eso es lo que dicen
los espectadores cuando meten a una persona atada de pies y manos en un
armario... y desaparece.
—No comprendo...
—Quiero decir —explicó
Poirot— que si el asesino se propuso hacernos creer que había escapado por la
ventana, tenía naturalmente que hacer parecer que las otras dos salidas eran
imposibles. Como ve, es un truco... como el de la persona que desaparece en un
armario. Nuestra misión es, pues, descubrir cómo se hizo ese truco.
Poirot cerró la puerta
de comunicación por el lado del compartimiento en que se encontraban.
—Por si a la excelente
mistress Hubbard —dijo— se le antoja meter la nariz para buscar detalles.
Miró a su alrededor una
vez más.
—No hay nada más que
hacer aquí, me parece. Vayamos a reunimos con monsieur Bouc.
VIII
El caso Armstrong
Encontramos a monsieur
Bouc terminando una tortilla.
—Pensé que era mejor
hacer servir inmediatamente el almuerzo en el coche comedor —dijo—. De este
modo quedará libre de gente y monsieur Poirot podrá seguir allí sus
interrogatorios. Entretanto, he ordenado que nos traigan aquí nuestra comida.
—Excelente —contestó
Poirot.
Ninguno de los tres
hombres tenía apetito y la comida terminó pronto, pero hasta que no empezaron a
tomar el café no mencionó monsieur Bouc el asunto que ocupaba sus
imaginaciones.
—Eh bien? —preguntó.
—Eh bien, he
descubierto la identidad de la víctima. Sé los motivos que lo obligaron a salir
de los Estados Unidos.
—¿Quién era?
—¿Recuerda usted haber
leído algo del bebé Armstrong? Este es el individuo que asesinó a la pequeña
Daisy Armstrong... Cassetti.
—Ahora caigo. Un asunto
sensacional..., aunque no puedo recordar los detalles.
—El coronel Armstrong
era mitad inglés y mitad norteamericano, pues su madre era hija de Van der
Halt, el millonario de Wall Street. El coronel se casó con la hija de Linda
Arden, la más famosa trágica norteamericana de aquella época. Vivían en Estados
Unidos y tenían una hija..., una chiquilla... a quien idolatraban. La chiquilla
fue secuestrada cuando tenía tres años y pidieron una suma exorbitante como
precio del rescate. No le cansaré a usted con todas las incidencias que
siguieron. Me referiré al momento en que, tras haber pagado la enorme suma de
doscientos mil dólares, fue descubierto el cadáver de la niña, que llevaba
muerta por lo menos quince días. La indignación pública adquirió caracteres
apocalípticos. Pero lo peor fue lo que sucedió después. Mistress Armstrong
esperaba otro hijo y, a consecuencia de la emoción, dio a luz prematuramente
una criatura muerta, y ella también murió. Desesperado, su marido se pegó un
tiro.
—Mon Dieu, ¡qué
tragedia! —exclamó monsieur Bouc—. Ahora recuerdo que hubo también otra muerte,
¿no es cierto?
—Sí..., una desgraciada
niñera suiza o francesa. La policía estaba convencida de que aquella mujer
sabía algo del crimen. Se resistieron a creer sus histéricas negativas.
Finalmente, en un ataque de desesperación, la pobre muchacha se arrojó por la
ventana y se mató. Después se descubrió que era absolutamente inocente de toda
complicidad en el crimen.
—Jamás oí cosa tan
horrible —comentó monsieur Bouc.
—Unos seis meses
después, fue detenido este Cassetti, como jefe de la banda que había
secuestrado a la chiquilla. Habían utilizado los mismos métodos en otros casos.
Mataban a sus prisioneros, ocultaban los cadáveres y procuraban entonces sacar
todo el dinero posible antes de que se descubriese el delito.
—Y, ahora, fíjese en lo
que voy a decirle, amigo mío. ¡Cassetti era culpable! Pero gracias a la enorme
riqueza que había conseguido reunir y a las relaciones que le ligaban con
diversas personalidades, fue absuelto por falta de pruebas. No obstante, le
habría linchado la gente de no haber tenido la habilidad de escapar. Ahora veo
claramente lo sucedido. Cambió de nombre y abandonó Estados Unidos. Desde
entonces, ha sido un rico gentleman que viajaba por el extranjero y vivía de
sus rentas.
—¡ Ah! Quel animal!
—exclamó monsieur Bouc—. ¡No lamento lo más mínimo que haya muerto!
—Estoy de acuerdo con
usted.
—Pero no era necesario
haberle matado en el Orient Express. Hay otros lugares...
Poirot sonrió
ligeramente. Se daba cuenta de que monsieur Bouc era parte interesada en el
asunto.
—La pregunta que
debemos hacernos ahora es ésta —dijo—. ¿Es este asesinato obra de alguna banda
rival, a la que Cassetti había traicionado en el pasado, o un acto de venganza
privada?
Explicó el
descubrimiento de las palabras en el fragmento de papel carbonizado.
—Si mi suposición era
cierta, la carta fue quemada por el asesino. ¿Por qué? Porque mencionaba la
palabra «Armstrong», que es la clave del misterio.
—¿Vive todavía algún
miembro de la familia Armstrong?
—No lo sé,
desgraciadamente. Creo recordar haber leído algo referente a una hermana más
joven de mistress Armstrong.
Poirot siguió relatando
las conclusiones a que habían llegado él y el doctor Constantine. Monsieur Bouc
se entusiasmó al oír mencionar lo del reloj roto.
—Eso es darnos la hora
exacta del crimen.
—Sí, han tenido esa
amabilidad —dijo Poirot.
Hubo en el tono de su
voz algo que hizo a los otros mirarle con curiosidad.
—¿Dice usted que oyó a
Ratchett hablar con el encargado a la una menos veinte?
Poirot contó lo
ocurrido.
—Bien —dijo monsieur
Bouc—: eso prueba al menos que Cassetti... o Ratchett, como continuaré
llamándole, estaba vivo a la una menos veinte.
—A la una menos
veintitrés minutos, para concretar más —corrigió el doctor.
—Digamos entonces que a
las doce treinta y siete mister Ratchett estaba vivo. Es un hecho, al menos.
Poirot no contestó y
quedó pensativo, fija la mirada en el espacio. Sonó un golpe en la puerta y
entró el camarero del restaurante.
—El coche comedor está
ya libre, señor —anunció.
—Vamos allá —dijo
monsieur Bouc, y se levantó.
—¿Puedo acompañarles?
—preguntó Constantine.
—Ciertamente, mi
querido doctor. A menos que monsieur Poirot tenga algún inconveniente.
—Ninguno, ninguno —dijo
Poirot.
Y, tras alguna cortés
discusión sobre quién había de salir primero «Aprés vous, monsieur...» «Mais
non, aprés vous...», abandonaron el compartimiento.
Segunda parte
LAS
DECLARACIONES
I
Declaración del
encargado del coche cama
En el coche comedor
estaba todo preparado.
Poirot y monsieur Bouc
se sentaron juntos, a un lado de la mesa. El doctor se acomodó al otro extremo
del pasillo.
Sobre la mesa de Poirot
había un plano del coche Estambul-Calais, con los nombres de los pasajeros
escritos en tinta roja.
Los pasaportes y
billetes formaban un montón a un lado. Había también papel de escribir, tinta y
lápices.
—Excelente —dijo
Poirot—. Podemos abrir nuestro tribunal de investigaciones sin más ceremonias.
En primer lugar tomaremos declaración al encargado del coche cama. Usted,
probablemente, sabrá algo de este hombre. ¿Qué carácter tiene? ¿Puede fiarse
uno de su palabra?
—Sin dudarlo un momento
—declaró monsieur Bouc—. Pierre Michel lleva empleado en la Compañía más de
quince años. Es francés... Vive cerca de Calais. Perfectamente respetuoso y
honrado. Quizá no descuelle por su talento.
—Veámoslo, pues —dijo Poirot.
Pierre Michel había
recuperado parte de su aplomo, pero estaba todavía extremadamente nervioso.
—Espero que el señor no
pensará que ha habido negligencia por mi parte —dijo, paseando la mirada de
Poirot a monsieur Bouc—. Es terrible lo que ha sucedido. Espero que los señores
no me atribuirán ninguna responsabilidad.
Calmados los temores
del encargado, Poirot empezó su interrogatorio. Indagó, en primer lugar, el
apellido y dirección de Michel, sus años de servicio y el tiempo que llevaba en
aquella línea en especial. Aquellos detalles los conocía ya, pero las preguntas
sirvieron para tranquilizar el nerviosismo de aquel individuo.
—Y ahora —agregó
Poirot— hablemos de los acontecimientos de la noche pasada. ¿Cuándo se retiró
mister Ratchett a descansar?
—Casi inmediatamente
después de cenar, señor. Realmente, antes de que saliésemos de Belgrado. Lo
mismo hizo la noche anterior. Me había ordenado que le preparase la cama
mientras cenaba, y en cuanto cenó se acostó.
—¿Entró alguien después
en su compartimiento?
—Su criado, señor, y el
joven norteamericano que le sirve de secretario.
—¿Nadie más?
—No, señor, que yo
sepa.
—Bien. ¿Y eso es lo
último que vio o supo usted de él?
—No, señor. Olvida
usted que tocó el timbre hacia la una menos veinte... poco después de nuestra
detención.
—¿Qué sucedió
exactamente?
—Llamé a la puerta,
pero él me contestó que se había equivocado.
—¿En inglés o en
francés?
—En francés.
—¿Cuáles fueron sus
palabras exactamente?
—«No es nada. Me he
equivocado.»
—Perfectamente —dijo
Poirot—. Eso es lo que yo oí. ¿Y después se alejó usted?
—Sí, señor.
—¿Volvió usted a su
asiento?
—No, señor. Fui primero
a contestar a otra llamada.
—Bien, Michel. Voy a
hacerle ahora una pregunta importante. ¿Dónde estaba usted a la una y cuarto?
—¿Yo, señor? Estaba en
mi pequeño asiento al final del pasillo.
—¿Está usted seguro?
—Sí..., sólo que...
—¿Qué?
—Entré en el coche
inmediato, en el de Atenas, a charlar con mi compañero. Hablamos de la nieve.
Eso fue poco después de la una. No lo puedo decir exactamente.
—¿Y cuándo regresó
usted?
—Sonó uno de mis
timbres, señor. Era la dama norteamericana. Ya había llamado varias veces.
—Lo recuerdo —dijo
Poirot—. ¿Y después?
—¿Después, señor? Acudí
a la llamada de usted y le llevé agua mineral. Media hora más tarde hice la
cama de uno de los otros compartimientos..., el del joven norteamericano,
secretario de mister Ratchett.
—¿Estaba mister
MacQueen solo en su compartimiento cuando entró usted a hacer la cama?
—Estaba con él el
coronel inglés del número quince. Estaban sentados y hablando.
—¿Qué hizo el coronel
cuando se separó de mister MacQueen?
—Volvió al
compartimiento.
—El número quince está
muy cerca de su asiento, ¿no es verdad?
—Sí, señor. En la
segunda cabina a partir de aquel extremo del pasillo.
—¿Estaba ya hecha su
cama?
—Sí, señor. La hice
mientras él estaba cenando.
—¿A qué hora ocurría
todo esto?
—No la recuerdo
exactamente, señor, pero no pasarían de las dos.
—¿Qué ocurrió después?
—Después me senté en mi
asiento hasta por la mañana.
—¿No volvió usted al
coche de Atenas?
—No, monsieur.
—¿Quizá se durmió
usted?
—No lo creo, señor. La
inmovilidad del tren me impidió dormitar un poco, como tengo por costumbre.
—¿Vio usted a algún
viajero circular por el pasillo?
El encargado
reflexionó.
—Me parece que una de
las señoras fue al aseo.
—¿Qué señora?
—No lo sé, señor. Era
al otro extremo del pasillo y estaba vuelta de espaldas. Llevaba un quimono de
color escarlata con dibujos de dragones.
Poirot hizo un gesto de
asentimiento.
—Y después, ¿qué?
—Nada, señor, hasta por
la mañana.
—¿Está usted seguro?
—¡Oh, perdón! Ahora
recuerdo que usted abrió su puerta y se asomó un momento.
—Está bien, amigo mío
—dijo Poirot—. Me extrañaba que no recordara usted ese detalle. Por cierto que
me despertó un ruido como de algo que hubiese golpeado contra mi puerta. ¿Tiene
usted formada alguna idea de lo que pudo ser?
El hombre se le quedó
mirando perplejo.
—No fue nada, señor.
Nada, estoy seguro.
—Entonces debió de ser
una pesadilla —dijo Poirot, filosóficamente.
—A menos —intervino
monsieur Bouc— que lo que usted oyó fuese algo producido en el compartimiento
contiguo.
Poirot no tomó en
cuenta la sugerencia. Quizá no deseaba hacerlo delante del encargado del coche
cama.
—Pasemos a otro punto
—dijo—. Supongamos que anoche subió al tren un asesino. ¿Es completamente
seguro que no pudo abandonarlo después de cometer el crimen?
Pierre Michel movió la
cabeza.
—¿Ni que pudiera
esconderse en alguna parte?
—Todo ha sido
registrado —dijo monsieur Bouc—. Abandone esa idea, amigo mío.
—Además —añadió
Michel—, nadie pudo entrar en el coche cama sin que yo le viese.
—¿Cuándo fue la última
parada?
—En Vincovci.
—¿A qué hora?
—Teníamos que haber
salido de allí a las once cincuenta y ocho, pero debido al temporal lo hicimos
con veinte minutos de retraso.
—¿Pudo venir alguien de
la otra parte del tren?
—No, señor. Después de
la cena se cierra la puerta que comunica los coches ordinarios con los coches
cama.
—¿Bajó usted del tren
en Vincovci?
—Sí, señor. Bajé al andén
como de costumbre, y estuve al pie del estribo. Los otros encargados hicieron
lo mismo.
—¿Y la puerta
delantera, la que está junto al coche comedor?
—Siempre está cerrada
por dentro.
—Ahora no lo está.
El hombre puso cara de
sorpresa, luego se serenó.
—Indudablemente la ha
abierto algún viajero para asomarse a ver la nieve —sugirió.
—Probablemente —dijo
Poirot.
Tamborileó pensativo
sobre la mesa durante unos breves minutos.
—¿El señor no me
censura? —preguntó tímidamente el encargado. Poirot le sonrió bondadosamente.
—Ha tenido mala suerte,
amigo mío —le dijo—. ¡Ah! Otro punto que recuerdo ahora. Dijo usted que sonó
otro timbre cuando estaba usted llamando a la puerta de mister Ratchett. En
efecto, yo también lo oí. ¿De quién era?
—De madame, la princesa
Dragomiroff. Deseaba que llamase a su doncella.
—¿Y lo hizo usted así?
—Sí, señor.
Poirot estudió
pensativo el plano que tenía delante. Luego inclinó la cabeza.
—Nada más por ahora
—dijo.
—Gracias, señor.
El hombre se puso de
pie y miró a monsieur Bouc.
—No se preocupe usted
—dijo éste afectuosamente—. No veo que haya habido negligencia por su parte.
Pierre Michel abandonó
el compartimiento algo más tranquilo.
II
Declaración del
secretario
Durante unos minutos
Poirot permaneció sumido en sus reflexiones.
—Creo —dijo al fin— que
será conveniente, en vista de lo que sabemos, volver a cambiar unas palabras
con mister MacQueen.
El joven norteamericano
no tardó en aparecer.
—¿Cómo va el asunto?
—preguntó.
—No muy mal. Desde su
última conversación me he enterado de algo..., de la identidad de Ratchett.
Héctor MacQueen se
inclinó en gesto de profundo interés.
—¿Sí? —dijo.
—Ratchett, como usted
suponía, era meramente un alias. Ratchett era Cassetti, el hombre que realizó
la célebre racha de secuestros, incluyendo el famoso de la pequeña Daisy
Armstrong.
Una expresión de
supremo asombro apareció en el rostro de MacQueen; luego se serenó.
—¡El maldito! —exclamó.
—¿No tenía usted idea
de esto, mister MacQueen?
—No, señor —dijo
rotundamente el joven norteamericano—. Si lo hubiese sabido, me habría cortado
la mano derecha antes de servirle como secretario.
—Parece usted muy
indignado, mister MacQueen.
—Tengo una razón
particular para ello. Mi padre era el fiscal del distrito que intervino en el
caso. Vi a la señora Armstrong más de una vez..., era una mujer encantadora.
¡Qué desgraciada fue! Si algún hombre merecía lo que le ha ocurrido, era éste,
Ratchett o Cassetti. ¡No merecía vivir!
—Habla usted como si
hubiera deseado realizar el hecho por sí mismo.
—Verdaderamente, que
casi me estoy acusando —dijo MacQueen, enrojeciendo.
—Me sentiría más
inclinado a sospechar de usted —replicó Poirot— si demostrase un extraordinario
pesar por la muerte de su jefe.
—Creo que no podría
hacerlo, ni aun para salvarme de la silla eléctrica —exclamó MacQueen con
acento sombrío. Luego añadió—: Aunque sea pecar de curioso, ¿cómo logró usted
descubrirlo? Me refiero a la identidad de Cassetti.
—Por un fragmento de
una carta encontrada en su cabina.
—¿No le parece que fue
algo descuidado el viejo?
—Eso depende del punto
de vista.
El joven pareció
encontrar esta respuesta algo desconcertante y miró a Poirot como si tratase de
averiguar lo que había querido decir.
—Mi misión —aclaró
Poirot— es cerciorarme de los movimientos de todos los que se encuentran en el
tren. Nadie debe ofenderse por ello. Es sólo cuestión de trámite.
—Comprendido. En lo que
a mí respecta, puede usted seguir adelante.
—No necesito
preguntarle el número de su compartimiento—dijo Poirot, sonriendo—, porque lo
compartí con usted por una noche. Tiene usted las literas de segunda clase
números seis y siete y, al marcharme yo, se las reservó para usted solo. ¿Es
cierto?
—Sí.
—Ahora, mister
MacQueen, tenga la bondad de describirme sus actos durante la última noche,
desde la hora en que abandonó el coche comedor.
—Es muy sencillo. Volví
a mi compartimiento, leí un poco, en Belgrado bajé al andén, decidí que hacía
mucho frío y volví a subir al coche. Charlé un rato con una joven inglesa que
ocupaba el compartimiento contiguo al mío. Luego entablé conversación con aquel
inglés, el coronel Arbuthnot, con quien usted me vio hablando, pues pasó por
delante de nosotros. Después entré en la cabina de mister Ratchett y, como le
dije a usted, tomé algunas notas para las cartas que quería que escribiese. Le
di las buenas noches y le dejé. El coronel Arbuthnot estaba todavía en el
pasillo. Su cabina estaba ya preparada para pasar la noche y le sugerí que
entrásemos en la mía. Pedí un par de copas y nos las bebimos. Discutimos de
política mundial, del gobierno de la India y de la crisis de Wall Street. Yo,
generalmente, no intimo con los ingleses..., son muy estirados... Pero ése me
es bastante simpático.
—¿Recuerda la hora que
era cuando le dejó a usted?
—Muy tarde. Acaso las
dos.
—¿Se dio usted cuenta
de que el tren estaba detenido?
—¡Oh, sí! Nos extrañó.
Nos asomamos y vimos que iba acumulándose poco a poco la nieve, pero no
creíamos que fuera cosa grave.
—¿Qué sucedió cuando el
coronel Arbuthnot se despidió al fin?
—El se marchó a su
compartimiento y yo llamé al encargado para que me hiciese la cama.
—¿Dónde estuvo mientras
se la hacía?
—En el pasillo, junto a
la puerta, fumando un cigarro.
—¿Y después?
—Después me acosté y me
dormí hasta la mañana.
—Durante la noche, ¿no
abandonó usted el tren ninguna vez? ¿No se movió de su compartimiento?
—Arbuthnot y yo bajamos
en... ¿cómo se llamaba aquella estación? En Vincovci, para estirar las piernas
un poco. Pero hacía un frío espantoso y volvimos en seguida al coche.
—¿Por qué puerta
abandonaron ustedes el tren?
—Por la más próxima a
nuestro compartimiento.
—¿La que está junto al
salón comedor?
—Sí.
—¿Recuerda si estaba
cerrada?
MacQueen reflexionó.
—Me parece que sí. Al
menos había una especie de barra que atravesaba el tirador. ¿Se refiere usted a
eso?
—Sí. Al regresar al
tren, ¿volvieron ustedes a poner la barra en su sitio?
—No..., me parece que
no. Por lo menos, no lo recuerdo.
MacQueen hizo una pausa
y preguntó, de pronto:
—¿Es un detalle
importante?
—Quizás. Aclaremos otra
cosa. Supongo que mientras usted y el coronel hablaban, estaría abierta la
puerta de su compartimiento que da al pasillo.
MacQueen hizo un gesto
afirmativo.
—Dígame, si lo
recuerda, si alguien pasó por delante después que el tren abandonara
Vincovci hasta el momento en que se separaron ustedes definitivamente para
acostarse.
MacQueen juntó las
cejas.
—Creo que pasó una vez
el encargado —dijo—. Venía de la parte del coche comedor. Una mujer cruzó
también en dirección opuesta.
—¿Qué mujer?
—No lo sé. Realmente no
me fijé. Estaba discutiendo en aquel momento con Arbuthnot. Solamente recuerdo
como un destello de una bata escarlata que pasaba por delante de la puerta. No
miré; de todos modos no habría visto el rostro de la persona. Ya sabe usted que
mi cabina está frente al coche comedor, al final del tren; de manera que la
mujer que atravesó el pasillo en aquella dirección tendría que encontrarse de
espaldas a mí en el momento de pasar.
Poirot hizo un gesto de
conformidad.
—Supongo que iría al
lavabo.
—Es de suponer.
—¿Y la vio regresar?
—No me di cuenta, pero
supongo que regresaría.
—Otra pregunta. ¿Fuma
usted en pipa, mister MacQueen?
—No, señor, nunca.
Poirot hizo una pausa.
—Nada más por el
momento. Voy a interrogar al criado de mister Ratchett. A propósito, ¿él y
usted viajan siempre en coche de segunda clase?
—Él, sí. Yo
generalmente viajo en primera... y si es posible en el compartimiento contiguo
al de mister Ratchett. De este modo hacía poner la mayor parte de su equipaje
en mi compartimiento, para tenerlo a él y a mí a su alcance, pero en esta
ocasión todas las cabinas de primera estaban tomadas, excepto la que ocupó.
—Comprendido. Muchas
gracias, mister MacQueen.
III
Declaración del criado
Siguió al
norteamericano el pálido inglés de rostro inexpresivo a quien Poirot había
visto el día antes. Se mantuvo en pie correctamente. Poirot le hizo una seña
para que tomase asiento.
—¿Es usted, según tengo
entendido, el criado de mister Ratchett?
—Sí, señor.
—¿Su nombre?
—Edward Henry Masterman.
—¿Edad?
—Treinta y nueve años.
—¿Domicilio?
—Veinticinco, Friar
Street, Clerkenwell.
—¿Está usted enterado
de que su amo ha sido asesinado?
—Sí, señor. Aún no me
he repuesto de la impresión.
—¿A qué hora vio usted
por última vez a mister Ratchett?
El criado trató de
recordar.
—Debió de ser a eso de
las nueve de la pasada noche. Quizás un poco después.
—Dígame exactamente lo
que sucedió.
—Entré en la cabina de
mister Ratchett, como de costumbre, y le atendí en lo que necesitó.
—¿Cuáles eran sus
obligaciones, concretamente?
—Doblar y colgar sus
ropas, poner en agua su dentadura y cuidar de que tuviese a su alcance todo lo
que pudiera necesitar durante la noche.
—¿Observó usted en su
señor el humor de costumbre?
El criado reflexionó un
momento.
—Me pareció que estaba
un poco nervioso.
—¿Por qué causa?
—Por una carta que
había estado leyendo. Me preguntó si había sido yo quien la había puesto en su
mesa. Le contesté que no, pero él me amenazó y empezó a encontrar defectos a
todo lo que hice.
—¿Era eso
desacostumbrado?
—¡Oh, no, señor! Se
alteraba fácilmente... Su humor dependía de cualquier detalle.
—¿Tomaba alguna vez
drogas para dormirse?
El doctor Constantine
se inclinó hacia delante con avidez.
—Siempre que viajábamos
en tren. Decía no poder dormir de otro modo.
—¿Sabe usted la droga
que tenía costumbre de tomar?
—No estoy seguro,
señor. El frasco no tenía marca. Decía solamente así: «Somnífero para tomar al
tiempo de acostarse».
—¿Lo tomó la pasada
noche?
—Sí, señor. Yo lo eché
en un vaso y se lo puse sobre la mesilla para que lo tomase.
—Pero ¿se lo vio usted
beber?
—No, señor.
—¿Qué sucedió después?
—Le pregunté si deseaba
algo más y a qué hora debía despertarle por la mañana, y contestó que no le
molestase hasta que llamase él.
—¿Era eso normal?
—Completamente, señor.
Acostumbraba a tocar el timbre llamando al encargado, y luego le enviaba a
buscarme cuando iba a levantarse.
—¿Tenía costumbre de
levantarse temprano o tarde?
—Eso dependía de su
humor, señor. A veces se levantaba a desayunar, otras no abandonaba la cama
hasta la hora de comer.
—¿Así que usted no se
alarmó cuando vio que avanzaba la mañana y no llamaba su amo?
—No, señor.
—¿Sabía usted que su
amo tenía enemigos?
—Sí, señor.
El hombre hablaba sin
revelar la menor emoción.
—¿Cómo lo sabía usted?
—Le oí hablar de
ciertas cartas con mister MacQueen.
—¿Sentía usted afecto
por su amo, Masterman? El rostro de Masterman se volvió más inexpresivo, si es
posible, que de ordinario.
—No me gusta hablar de
eso, señor. Era un amo muy generoso.
—Pero usted no le
quería.
—Pongamos que no me
agradan mucho los norteamericanos, señor.
—¿Ha estado alguna vez
en Estados Unidos?
—No, señor.
—¿Recuerda haber leído
en los periódicos el caso del secuestro de Armstrong?
Las mejillas del criado
se colorearon ligeramente.
—Sí, señor.
Secuestraron una niñita, ¿verdad? Fue un caso sensacional.
—¿Sabía usted que su
patrón, mister Ratchett, era el principal instigador de aquel suceso?
—Naturalmente que no,
señor —El tono del criado se hizo por primera vez más cálido y apasionado—.
Apenas puedo creerlo.
—No obstante es cierto.
Pasemos ahora a sus movimientos de la última noche. Es cuestión de rutina, como
usted comprenderá. ¿Qué hizo usted después de dejar a su amo acostado?
—Fui a avisar a mister
MacQueen de que el señor le necesitaba. Luego entré en mi compartimiento y me
puse a leer.
—¿Su compartimiento
es...?
—El último de la segunda
clase, señor. El que está junto al coche comedor.
Poirot consultó su
plano.
—Sí, ya veo. ¿Y qué
litera tiene usted?
—La de abajo, señor.
—¿La número cuatro?
—Sí, señor.
—¿Hay alguien más con
usted?
—Sí, señor. Un
individuo italiano.
—¿Habla inglés?
—Bueno, cierta
clase de inglés —El tono del criado se hizo despectivo—. Ha estado en Estados
Unidos..., en Chicago, según tengo entendido.
—¿Habla usted mucho con
él?
—No, señor. Prefiero
leer.
Poirot sonrió. Se
imaginaba la escena entre el corpulento italiano y el remilgado criado.
—¿Puedo preguntarle lo
que está usted leyendo?
—En la actualidad leo La
cautiva del amor, de mistress Rebecca Richardson.
—¿Una bonita novela?
—Yo la encuentro
admirable.
—Bien, continuemos.
Regresó usted a su compartimiento y se puso a leer La cautiva del amor. ¿Hasta
qué hora?
—Hasta las diez y
media, señor. El italiano quería acostarse. Entró el encargado y nos hizo las
camas.
—Y entonces, ¿se acostó
usted y se durmió?
—Me acosté, señor, pero
no me dormí.
—¿Por qué no se durmió?
—Tenía dolor de muelas,
señor.
—Oh, la, la... Eso
hace sufrir mucho.
—Muchísimo, señor.
—¿Hizo usted algo para
calmarlo?
—Me apliqué un poco de
aceite de clavo y se me alivió el dolor, pero sin embargo no pude conciliar el
sueño. Entonces encendí la luz de la cabecera y continué leyendo para distraer la
imaginación, por decirlo así.
—¿Y no logró usted
dormir nada en absoluto?
—Sí, señor. A eso de
las cuatro de la madrugada me quedé dormido.
—¿Y su compañero?
—¿El italiano? ¡Oh!
¡Ése roncó a placer!
—¿No abandonó el
compartimiento durante la noche?
—No, señor.
—¿Y usted?
—Tampoco.
—¿Oyó usted algo
durante la noche?
—Nada en absoluto. Al
menos nada desacostumbrado. Como el tren estaba parado, todo estaba en
silencio.
Poirot reflexionó unos
momentos y añadió:
—Bien, poco más tenemos
que hablar. ¿No puede usted arrojar alguna luz sobre la tragedia?
—Me temo que no. Lo
siento, señor.
—¿No sabe usted si
había alguna mala inteligencia entre su amo y mister MacQueen?
—¡Oh, no, señor! Mister
MacQueen es un caballero muy amable.
—¿Dónde prestó usted
sus servicios antes de entrar al de mister Ratchett?
—Con sir Henry
Tomlison, en Grosvenor Square.
—¿Por qué le abandonó
usted?
—Se marchó al África
Oriental y no necesitaba mis servicios. Pero estoy seguro de que informará bien
de mí, señor. Estuve con él algunos años.
—¿Y con mister
Ratchett?
—Poco más de nueve
meses.
—Gracias, Masterman.
Una última pregunta. ¿Fuma usted en pipa?
—No, señor. Sólo
cigarrillos... y de los fuertes.
—Gracias. Nada más por
ahora.
Poirot le despidió con
un gesto. El criado titubeó un momento.
—Usted me disculpará,
señor, pero la dama norteamericana se encuentra en un estado de nervios
terrible. Anda diciendo que sabe todo lo relacionado con el asesinato.
—En ese caso —dijo
Poirot sonriendo— tendremos que recibirla en seguida.
—¿Quiere que la llame,
señor? No hace más que preguntar por alguien que tenga autoridad aquí. El
encargado está tratando de calmarla.
—Envíenosla, amigo mío
—dijo Poirot—. Escucharemos su historia.
IV
Declaración de la dama
norteamericana
Mistress Hubbard entró
en el coche comedor en tal estado de excitación que apenas era capaz de
articular palabra.
—Contésteme, por favor.
¿Quién tiene autoridad aquí? Tengo que declarar cosas importantes, muy
importantes, y no encuentro nadie que ostente alguna autoridad. Si ustedes,
caballeros...
Su errante mirada
fluctuó entre los tres hombres. Poirot se inclinó hacia delante.
—Dígamelo a mí, señora.
Pero antes tenga la bondad de sentarse. Mistress Hubbard se dejó caer
pesadamente en el asiento frente al de Poirot.
—Lo que tengo que decir
es exactamente esto: anoche hubo un asesinato en el tren, y el asesino estuvo
en mi mismo compartimiento.
Hizo una pausa para dar
un énfasis dramático a sus palabras.
—¿Está usted segura de
eso, señora?
—¡Claro que estoy
segura! ¡Qué pregunta! Sé lo que digo. Escuchen cómo sucedió. Me había metido
en la cama y empezaba a quedarme dormida, cuando me desperté de pronto, rodeada
de tinieblas, y me di cuenta de que había un hombre en mi cabina. Fue tal mi
espanto que ni siquiera pude gritar. Quedé inmóvil, pensando: «Dios mío, me van
a matar». No puedo describirles lo que sentí en aquellos momentos. Pasaron por
mi imaginación todos los crímenes que se han cometido en los trenes y me dije:
«Bueno, de todos modos, no me robarán mis joyas, porque las he escondido en una
media y he metido ésta bajo la almohada. Que sea lo que Dios quiera». ¿Qué es
lo que iba diciendo?
—Que se dio cuenta
usted de que había un hombre en su cabina.
—¡Ah, sí! Estaba
tendida en la cama con los ojos cerrados y pensaba: «Bueno, tengo que dar
gracias a Dios de que mi hija no esté enterada del peligro en que me
encuentro». Y de pronto me sentí serena, extendí a tientas la mano y oprimí el
timbre para llamar al encargado. Lo oprimí una y otra vez, pero nadie acudió, y
crean ustedes que pensé que se me paralizaba el corazón. «Quizá —me dije yo—,
hayan asesinado a todos los que van en este tren.» Éste estaba parado y flotaba
en el aire un extraño silencio. Pero yo seguí tocando el timbre y, ¡oh, qué
alivio cuando sentí unos pasos apresurados por el pasillo y que alguien llamaba
a mi puerta! «¡Entre!», grité, y di la luz al mismo tiempo. Y les asombrará a
ustedes, pero no había un alma allí.
Esto le pareció a
mistress Hubbard el climax del dramatismo y esperó para ver el efecto
causado.
—¿Y qué sucedió
después, señora? —preguntó tranquilamente Poirot.
—Conté al encargado lo
sucedido y él no pareció creerme. Por lo visto se imaginaba que lo había
soñado. Le hice mirar bajo los asientos, aunque él decía que allí no cabía una
persona. Estaba claro que el hombre había huido, ¡pero hubo un hombre allí y me
puso frenética la manera que tuvo el encargado de tratar de tranquilizarme! Yo
no invento las cosas, señor... ¿Verdad que no sé su nombre?
—Poirot, señora, y aquí
monsieur Bouc, un director de la Compañía, y el doctor Constantine.
—Encantada de
conocerles —murmuró mistress Hubbard, dirigiéndose de una manera abstracta a
los tres, y a continuación volvió a entregarse a su relato.
—No quiero jactarme de
clarividente, pero siempre me pareció sospechoso el individuo de la puerta de
al lado... el infeliz a quien acaban de matar. Dije al encargado que mirase la
puerta que pone en comunicación los dos compartimientos y resultó que no estaba
cerrada. El hombre la cerró, pero en cuanto se marchó yo arrimé un baúl para
sentirme más segura.
—¿A qué hora fue eso,
mistress Hubbard?
—No lo sé exactamente.
No me preocupé de mirar el reloj. Estaba tan nerviosa...
—¿Cuál es su opinión
sobre el crimen?
—Lo que he dicho no
puede estar más claro. El asesino es el hombre que estuvo en mi cabina. ¿Quién
si no él podía ser?
—¿Y cree usted que
volvió al compartimiento contiguo?
—¿Cómo voy a saber
dónde fue? Tenía mis ojos bien cerrados.
—Tuvo que salir por la
puerta del pasillo.
—No lo sé tampoco. Como
les digo, tenía bien cerrados los ojos. Mistress Hubbard suspiró
convulsivamente.
—¡Dios mío, qué susto
pasé! Si mi hija llega a enterarse...
—¿No cree usted,
madame, que lo que oyó fue el ruido de alguien que se movía al otro lado de la
puerta... en el compartimiento del hombre asesinado?
—No, monsieur... ¿cómo
se llama...? Monsieur Poirot. El hombre estaba allí, en el mismo
compartimiento que yo. Y, lo que es más, tengo pruebas de ello.
Puso triunfalmente a la
vista un gran bolso y empezó a rebuscar en su interior.
Fueron apareciendo dos
pañuelos blancos, un par de gafas de concha, un tubo de aspirinas, un paquete
de sales Glauber, un par de tijeras, un talonario de cheques American Express,
una foto de una chiquilla, algunas cartas y un pequeño objeto metálico..., un
botón.
—¿Ven ustedes ese
botón? Bien, pues no me pertenece. No formaba parte de ninguna de mis prendas.
Lo encontré esta mañana al levantarme.
Al colocarlo sobre la
mesa, monsieur Bouc se inclinó hacia delante y lanzó una exclamación.
—¡Pero si éste es un
botón de la chaqueta de un empleado de los coches cama!
—Puede haber una
explicación natural para eso —dijo Poirot, y añadió, dirigiéndose amablemente a
la dama—: Este botón, señora, puede haberse desprendido del uniforme del
encargado cuando registró su cabina o cuando le hizo la cama.
—Yo no sé lo que les
pasa a todos ustedes. No saben hacer otra cosa que poner objeciones. Escúcheme.
Anoche, antes de irme a dormir, me puse a leer una revista y, antes de apagar
la luz, la puse sobre un maletín colocado en el suelo, junto a la ventanilla.
¿Comprenden ustedes?
Los tres hombres le
aseguraron que sí.
—Bien, pues ahora
verán. El encargado miró bajo el asiento desde la puerta y luego entró y cerró
la de comunicación con el compartimiento inmediato, pero no se acercó ni un
instante a la ventanilla. Bueno, pues esta mañana este botón estaba sobre la
revista. Me gustaría saber cómo llaman ustedes a eso.
—Lo llamamos una
prueba, señora —dijo Poirot.
Esta contestación
pareció apaciguar a la dama.
—Me pone más nerviosa
que una avispa el que no me crean —explicó.
—Nos ha proporcionado
usted detalles valiosos e interesantísimos —dijo Poirot—. ¿Puedo hacerle ahora
unas cuantas preguntas? ¿Cómo es que desconfiando tanto de mister Ratchett no
cerró usted la puerta que pone en comunicación los dos compartimientos?
—La cerré —contestó
mistress Hubbard prontamente.
—¿La cerró?
—Bueno, en realidad
pregunté a esa señora sueca si estaba cerrada y me contestó que sí.
—¿Cómo no lo vio usted
por sí misma?
—Porque estaba en la
cama y mi esponjera colgaba del tirador y me ocultaba el pestillo.
—¿Qué hora era cuando
hizo usted la pregunta a la señora?
—Déjenme pensar. Debían
ser cerca de las diez y media o las once menos cuarto. Vino a ver si yo tenía
aspirinas. Le dije dónde podía encontrarlas y ella misma las cogió de mi bolso.
—¿Estaba usted en la
cama?
—Sí.
De pronto se echó a
reír.
—¡Pobrecilla..., qué
azoramiento pasó! Creo que abrió por equivocación la puerta del compartimiento
contiguo.
—¿La de mister
Ratchett?
—Sí. Ya sabe usted lo
difícil que es acertar cuando se avanza por el tren y todas las puertas están
cerradas. Ella estaba muy disgustada por el incidente. Parece ser que mister
Ratchett se echó a reír y hasta le dijo una grosería. ¡Pobre mujer, le echaba
fuego la cara! «¡Oh, me he equivocado!», me dijo. «Y había dentro un hombre muy
antipático que me recibió diciendo: Es usted demasiado vieja.»
El doctor Constantine
ahogó una risita y mistress Hubbard le fulminó inmediatamente con la mirada.
El doctor se apresuró a
disculparse.
—¿Después de eso oyó
usted algún ruido en el compartimiento de mister Ratchett? —preguntó Poirot.
—Bueno..., no
exactamente.
—¿Qué quiere decir
usted con eso, madame?
—Pues que... roncaba.
—¡Ah! ¿Roncaba?
—Terriblemente. La
noche anterior casi me impidió dormir.
—¿No lo oyó roncar
después del susto que se llevó usted por creer que había un hombre en su
compartimiento?
—¿Cómo iba a oírlo,
monsieur Poirot? Estaba muerto.
—¡Ah, sí!, es verdad
—dijo Poirot, confuso—. ¿Recuerda usted el caso Armstrong? Un famoso
secuestro...
—¡Ya lo creo que lo
recuerdo! ¡Y cómo escapó el criminal! Me gustaría haberle puesto las manos
encima.
—No escapó. Está
muerto. Murió anoche.
—¿No querrá usted decir
que...? —Mistress Hubbard se levantó a medias de su asiento, presa de gran
emoción.
—Sí, madame. Ratchett
era el criminal.
—¡Qué espanto! Tengo
que escribírselo a mi hija. ¿No le dije a usted anoche que aquel hombre tenía
cara de malo? Ya ve usted si tenía razón. Mi hija dice siempre: «Cuando a mamá
se le mete en la cabeza una cosa, ya se puede apostar hasta el último dólar a
que acierta».
—¿Tenía usted amistad
con algún miembro de la familia Armstrong, mistress Hubbard?
—No. Ellos se movían en
un círculo diferente. Pero siempre he oído decir que mistress Armstrong era una
mujer encantadora y que su marido la adoraba.
—Bien, mistress
Hubbard: nos ha ayudado usted mucho..., muchísimo. ¿Quiere usted darme su
nombre completo?
—¡Oh, con mucho gusto!
Carolina Martha Hubbard.
—¿Quiere poner aquí su
dirección?
Mistress Hubbard lo
hizo así, sin parar de hablar.
—No puedo apartarlo de
mi imaginación. Cassetti... en este tren. ¡Qué acertada fue mi corazonada!
¿Verdad, monsieur Poirot?
—Acertadísima, madame.
Dígame, ¿tiene usted una bata de seda escarlata?
—¡Dios mío, qué extraña
pregunta! No, no la tengo. Traigo dos batas en la maleta, una de franela rosa,
muy apropiada para la travesía por mar, y otra que me regaló mi hija..., una especie
de quimono de seda púrpura. Pero ¿por qué se interesa usted tanto por mis
batas?
—Es que anoche entró en
su compartimiento o en el de mister Ratchett una persona con un quimono
escarlata. No tiene nada de particular, ya que, como usted dijo, es muy fácil
confundirse cuando todas las puertas están cerradas.
—Pues nadie entró en el
mío vestido de ese modo.
—Entonces debió de ser
en el de mister Ratchett.
Mistress Hubbard
frunció los labios y dijo con aire de misterio:
—No me sorprendería
nada.
Poirot se inclinó hacia
delante.
—¿Es que oyó usted la
voz de una mujer en el compartimiento inmediato?
—No sé cómo lo ha
adivinado usted, monsieur Poirot... No es que pueda jurarlo..., pero la oí en
realidad.
—Pues cuando le
pregunté si había oído algo en la cabina de al lado contestó usted que
solamente los ronquidos de mister Ratchett.
—Bien, es cierto. Roncó
una parte del tiempo. En cuanto a lo otro... —Mistress Hubbard se ruborizó—. Es
un poco violento hablar de lo otro.
—¿Qué hora era cuando
oyó usted la voz?
—No lo sé. Acababa de
despertarme y oí hablar a una mujer. Pensé entonces: «Buen pillo está hecho ese
hombre, no me sorprende», y me volví a dormir. Puede usted estar seguro de que
nunca habría mencionado este detalle a tres caballeros extraños de no habérmelo
sonsacado usted.
—¿Sucedió eso antes o
después del susto que le dio el hombre que entró en su compartimiento?
—¡Me hace usted una
pregunta parecida a la de antes! ¿Cómo iba a hablar mister Ratchett si ya
estaba muerto?
—Pardon. Debe
usted creerme muy estúpido, madame.
—No, solamente
distraído. Pero no acabo de convencerme de que se tratase de ese monstruo de
Cassetti. ¿Qué dirá mi hija cuando se entere?
Poirot se las arregló
distraídamente para ayudar a la buena señora a volver al bolso los objetos extraídos
y la condujo después hacia la puerta.
—Ha dejado usted caer
su pañuelo, señora... —le dijo en el umbral.
Mistress Hubbard miró
el pequeño trozo de batista que él le mostraba.
—No es mío, monsieur
Poirot. Lo tengo aquí —contestó.
—Pardon. Creí
haber visto en él la inicial H...
—Sí que es curioso,
pero ciertamente no es mío. Los míos están marcados C.M.H. y son muy
sencillos..., no tan costosos como esas monadas de París. ¿A qué nariz
convendrá un trapito como ése?
Ninguno de los tres
hombres encontró respuesta a esta pregunta, y mistress Hubbard se alejó
triunfalmente.
V
Declaración de la dama
sueca
Monsieur Bouc no cesaba
de darle vueltas al botón dejado por mistress Hubbard.
—Este botón... No puedo
comprenderlo. ¿Significará que, después de todo, Pierre Michel está complicado
en el asunto? —dijo. Hizo una pausa y continuó, al ver que Poirot no le
contestaba—: ¿Qué tiene usted que decir de esto, amigo mío?
—Que este botón sugiere
posibilidades —contestó Poirot, pensativo—. Interrogaremos a la señora sueca
antes de discutir la declaración que acabamos de escuchar.
Rebuscó en la pila de
pasaportes que tenía delante.
—¡Ah! Aquí lo tenemos.
Greta Ohlsson, de cuarenta y nueve años.
Monsieur Bouc dio sus
instrucciones al camarero del comedor, y éste regresó al momento acompañado de
la dama de pelo amarillento y rostro ovejuno. La mujer miró fijamente a Poirot,
a través de sus lentes, pero parecía tranquila.
Como resultó que
entendía y hablaba el francés, la conversación tuvo lugar en este idioma. Poirot
le dirigió primeramente las preguntas cuya respuesta ya conocía: su nombre,
edad y dirección. Luego le preguntó su profesión.
Era, contestó, matrona
en una escuela misional cerca de Estambul. Tenía título de enfermera.
—Supongo que estará
usted enterada de lo que ocurrió aquí anoche, mademoiselle.
—Naturalmente. Es
espantoso. Y la señora norteamericana me dice que el asesino estuvo en su
compartimiento.
—Tengo entendido,
mademoiselle, que es usted la última persona que vio al hombre asesinado.
—No lo sé. Quizá sea
así. Abrí la puerta de su compartimiento por equivocación. Pasé una gran
vergüenza.
—¿Le vio usted
realmente?
—Sí. Estaba leyendo un
libro. Yo me disculpé apresuradamente y me retiré.
—¿Le dijo algo a usted?
Las mejillas de la
solterona se tiñeron de vivo rubor.
—Se echó a reír y
pronunció unas palabras. Casi no las comprendí.
—¿Y qué hizo usted,
mademoiselle? —preguntó Poirot, cambiando rápidamente de asunto.
—Entré a ver a la
señora norteamericana, mistress Hubbard. Le pedí unas aspirinas y me las dio.
—¿Le preguntó ella si
la puerta de comunicación con el compartimiento de mister Ratchett estaba
cerrada?
—Sí.
—¿Y lo estaba?
—Sí.
—¿Qué hizo a
continuación?
—Regresé a mi
compartimiento, tomé las aspirinas y me acosté.
—¿A qué hora sucedió
todo eso?
—Cuando me metí en la
cama eran las once menos cinco, porque miré mi reloj antes de darle cuerda.
—¿Se durmió usted en
seguida?
—No muy pronto. Me
dolía menos la cabeza, pero estuve despierta algún tiempo.
—¿Se había detenido ya
el tren antes de dormirse usted?
—Se detuvo antes de
quedarme dormida, pero creo que fue en una estación.
—Debió ser Vincovci.
¿Es éste su compartimiento, mademoiselle? —preguntó Poirot, señalándoselo en el
plano.
—Sí, ése es.
—¿Tiene usted la litera
superior o la inferior?
—La inferior, la número
diez.
—¿Tenía usted
compañera?
—Sí. Una joven inglesa.
Muy amable y muy simpática. Viene viajando desde Bagdad.
—¿Abandonó esa joven la
cabina después de salir el tren de Vincovci?
—No, estoy segura de
que no.
—¿Cómo puede estarlo si
estaba dormida?
—Tengo el sueño muy
ligero. Estoy acostumbrada a despertarme al menor ruido. Estoy segura de que si
se hubiese bajado de su litera me habría despertado.
—Y usted, ¿abandonó la
cabina?
—No la abandoné hasta
esta mañana.
—¿Tiene usted un
quimono de seda escarlata?
—No, por cierto. Tengo
una buena bata de lana de color azul.
—¿Y la otra señorita,
miss Debenham? ¿De qué color es su bata?
—De un color malva
pálido, como los que venden en Oriente.
Poirot asintió y añadió
en tono amistoso:
—¿Por qué hace usted
este viaje? ¿Vacaciones?
—Sí, voy a casa, de
vacaciones. Pero antes permaneceré en Lausana unos días con una hermana.
—¿Tiene usted la bondad
de escribir aquí el nombre y dirección de esa hermana?
—No hay inconveniente.
La solterona cogió el
papel y el lápiz que él le dio y escribió el nombre y la dirección requeridos.
—¿Ha estado usted
alguna vez en Estados Unidos, mademoiselle?
—No. Una vez estuve a
punto de ir. Tenía que acompañar a una señora inválida, pero desistieron del
viaje en el último momento. Lo sentí mucho. Son muy buenos los norteamericanos.
Dan mucho dinero para fundar escuelas y hospitales. Son muy prácticos.
—¿Recuerda usted haber
oído hablar del caso Armstrong?
—No. ¿Qué ocurrió?
Poirot se lo explicó.
Greta Ohlsson se
indignó y su moño de cabellos pajizos tembló de emoción.
—¡Parece mentira que
haya en el mundo tales monstruos! ¡Pobre madre! ¡Cómo la compadezco desde el
fondo de mi corazón!
La amable sueca se
retiró con el rostro arrebolado y los ojos empañados por las lágrimas.
Poirot escribía
afanosamente en una hoja de papel.
—¿Qué escribe usted
ahí, amigo mío? —preguntó monsieur Bouc.
—Mon cher, tengo
la costumbre de ser muy ordenado. Estoy haciendo una pequeña lista cronológica
de los acontecimientos.
Acabó de escribir y
pasó el papel a monsieur Bouc. Decía así:
9.15 — Sale el tren de
Belgrado.
9.40 —
(aproximadamente) El criado deja a Ratchett, preparada ya
la bebida sedante.
10.00 —
(aproximadamente) Greta Ohlsson ve a Ratchett (la última persona que lo vio
vivo). N. B. Estaba despierto, leyendo un libro.
0.10 — El tren sale de
Vincovci. (Con retraso).
0.30 — El tren tropieza
con una gran tormenta de nieve.
0.37 — Suena el timbre
de Ratchett. El encargado acude. Ratchett dice: «No es nada. Me he equivocado».
1.17 —
(aproximadamente) Mistress Hubbard cree que hay un hombre en su cabina. Llama
al encargado.
Monsieur Bouc hizo un
gesto de aprobación.
—Está clarísimo —dijo.
—¿No hay ahí nada que
le llame a usted la atención por extraño?
—No, todo me parece
perfectamente normal. Es evidente que el crimen se cometió a la una y cuarto.
El detalle del reloj nos lo dice, y la declaración de mistress Hubbard lo
confirma. Voy a aventurar una opinión sobre la identidad del asesino. A mí no me
cabe duda de que es el individuo italiano. Viene de Estados Unidos..., de
Chicago..., y recuerde que el cuchillo es arma italiana y que apuñaló a su
víctima varias veces.
—Es cierto.
—No hay duda, ésa es la
solución del misterio. Él y Ratchett actuaron juntos en el asunto del
secuestro. Cassetti es un nombre italiano. En cierto modo, Ratchett traicionó a
las dos partes. El italiano le siguió la pista, le escribió cartas amenazadoras
y finalmente se vengó de él de un modo brutal. Todo es muy sencillo.
Poirot movió la cabeza
pensativo.
—Pues yo estoy
convencido de que es la verdad —dijo monsieur Bouc, cada vez más entusiasmado
con su hipótesis.
—¿Y qué me dice usted
del criado con dolor de muelas, que jura que el italiano no abandonó el
compartimiento?
—Ése es un punto
difícil.
—Sí, y el más
desconcertante. Desgraciadamente para su teoría y afortunadamente para nuestro
amigo el italiano, el criado de mister Ratchett tuvo aquella noche un fortuito
dolor de muelas.
—Todo se explicará
—dijo monsieur Bouc con ingenua certidumbre.
VI
Declaración de la
princesa rusa
—Oigamos lo que Pierre
Michel tiene que decirnos acerca de este botón —dijo.
Fue vuelto a llamar el
encargado del coche cama. Al entrar miró interrogativamente.
Monsieur Bouc se aclaró
la garganta.
—Michel —dijo—, aquí
tenemos un botón de su chaqueta. Lo encontramos en el compartimiento de la dama
norteamericana. ¿Qué explicación puede usted darnos?
La mano del encargado
se dirigió automáticamente a su chaqueta.
—No he perdido ningún
botón, señor —contestó—. Debe tratarse de alguna equivocación.
—Eso es muy extraño.
—No es culpa mía.
El hombre parecía
asombrado, pero en modo alguno confuso o atemorizado.
—Debido a las
circunstancias en que fue encontrado —dijo monsieur Bouc significativamente—,
parece casi seguro que este botón fue dejado caer por el hombre que estuvo en
el compartimiento de mistress Hubbard la última noche, cuando la señora tocó el
timbre.
—Pero, señor, si no
había nadie allí. La señora debió imaginárselo.
—No se lo imaginó,
Michel. El asesino de mister Ratchett pasó por allí... y dejó caer este
botón.
Como el significado de
las palabras de monsieur Bouc estaba ahora bien claro, Pierre Michel cayó en un
violento estado de agitación.
—¡No es cierto, señor,
no es cierto! —clamó—. ¡Me está usted acusando del crimen! Soy inocente. Soy
absolutamente inocente. ¿Por qué iba yo a matar a un hombre a quien nunca había
visto?
—¿Dónde estaba usted
cuando mistress Hubbard llamó?
—Ya se lo dije, señor;
en el coche inmediato, hablando con mi compañero.
—Mandaremos a buscarlo.
—Hágalo, señor, se lo
suplico, hágalo.
Fue llamado el
encargado del coche contiguo, y confirmó inmediatamente la declaración de
Pierre Michel. Añadió que el encargado del coche de Bucarest había estado
también allí. Los tres habían estado hablando de la situación creada por la
nieve. Llevaban charlando unos diez minutos cuando a Michel le pareció oír un
timbre. AI abrir las puertas que ponían en comunicación los coches, lo oyeron
todos claramente. Sonaba un timbre insistentemente. Michel se apresuró entonces
a acudir a la llamada.
—Ya ve usted, señor,
que no soy culpable —dijo Michel, con un suspiro.
—Y este botón de la
chaqueta de un empleado, ¿cómo lo explica usted?
—No me lo explico,
señor. Es un misterio para mí; todos mis botones están intactos.
Los otros dos
encargados declararon también que no habían perdido ningún botón, así como que
ninguno de ellos había estado en el compartimiento de mistress Hubbard.
—Tranquilícese, Michel
—dijo monsieur Bouc—. Y recuerde el momento en que corrió usted a contestar a
la llamada de mistress Hubbard. ¿No encontró usted a nadie en el pasillo?
—No, señor.
—¿Vio usted a alguien
alejarse por el pasillo en la otra dirección?
—No, señor.
—Es extraño —murmuró
monsieur Bouc.
—No tan extraño —dijo
Poirot—. Es cuestión de tiempo. Mistress Hubbard se despierta y ve que hay
alguien en su cabina. Durante uno o dos minutos permanece paralizada, con los
ojos cerrados. Probablemente fue entonces cuando el hombre se deslizó al
pasillo. Luego empezó a tocar el timbre. Pero el encargado no acudió
inmediatamente. Oyó el timbre a la tercera o cuarta llamada. Yo diría que hubo
tiempo suficiente para...
—¿Para qué? ¿Para qué, mon
cher? Recuerde que todo el tren estaba rodeado de grandes montones de
nieve.
—Había dos caminos
abiertos para nuestro misterioso asesino —dijo Poirot lentamente—. Pudo
retirarse por uno de los lavabos o pudo desaparecer por una de las cabinas.
—¡Pero si estaban todas
ocupadas!
—¡Ya lo sé!
—¿Quiere usted decir
que pudo retirarse a su propia cabina?
Poirot asintió.
—Así se explica todo
—murmuró monsieur Bouc—. Durante aquellos diez minutos de ausencia del
encargado, el asesino sale de su compartimiento, entra en el de Ratchett,
comete el crimen, cierra y encadena la puerta por dentro, sale por la cabina de
mistress Hubbard y se encuentra a salvo en su cabina en el momento en que acude
el encargado.
—No es tan sencillo
como todo eso, amigo mío —murmuró Poirot—. Nuestro amigo el doctor se lo dirá a
usted.
Monsieur Bouc indicó
con un gesto a los tres encargados que podían retirarse.
—Tenemos todavía que
interrogar a ocho pasajeros —dijo Poirot—. Cinco de primera clase: la princesa
Dragomiroff, el conde y la condesa Andrenyi, el coronel Arbuthnot y mister
Hardman. Y tres viajeros de segunda clase: miss Debenham, Antonio Foscarelli y
la doncella fraulein Schmidt.
—¿A quién verá usted
primero? ¿Al italiano?
—¡Qué empeñado está
usted con su italiano! No, empezaremos por la copa del árbol. Quizá madame la
princesa tendrá la bondad de concedernos unos minutos de audiencia.
Transmítaselo, Michel.
—Oui, monsieur
—dijo el encargado, que se disponía a abandonar el coche.
—Dígale que podemos
visitarla en su cabina, si no quiere molestarse en venir aquí —añadió monsieur
Bouc.
Pero la princesa
Dragomiroff tuvo a bien tomarse la molestia, y apareció en el coche comedor
unos momentos después. Inclinó la cabeza ligeramente y se sentó frente a
Hércules Poirot.
Su rostro de sapo
parecía aún más amarillento que el día anterior. Era decididamente fea, y, sin
embargo, como el sapo, tenía ojos como joyas, negros e imperiosos, reveladores
de una latente energía y de una extraordinaria fuerza intelectual. Su voz era
profunda, muy clara, de timbre agradable y simpático.
Cortó en seco unas
galantes frases de disculpa de monsieur Bouc.
—No necesitan ustedes
disculparse, caballeros. Tengo entendido que ha ocurrido un asesinato. Y,
naturalmente, tienen ustedes que interrogar a todos los viajeros. Tendré mucho
gusto en ayudarles en lo que pueda.
—Es usted muy
bondadosa, madame —dijo Poirot.
—Nada de eso. Es un
deber. ¿Qué desean ustedes saber?
—Su nombre completo y
dirección, madame. Quizá prefiera escribirlos por sí misma.
Poirot le ofreció una
hoja de papel y un lápiz, pero la dama los rechazó con un gesto.
—Puede hacerlo usted
mismo —dijo—. No es nada difícil. Natalia Dragomiroff. Diecisiete, Avenida
Kleber, París.
—¿Regresa usted de
Constantinopla, madame?
—Sí. He pasado una
temporada en la Embajada de Austria. Me acompaña mi doncella.
—¿Tendría usted la
bondad de darme una breve relación de sus movimientos la noche pasada, a partir
de la hora de la cena?
—Con mucho gusto. Di
orden al encargado de que me hiciese la cama mientras yo estaba en el comedor.
Me acosté inmediatamente después de cenar. Leí hasta las once, hora en que
apagué la luz. No pude dormir a causa de cierto dolor reumático que padezco. A
la una menos cuarto llamé a mi doncella. Me dio un masaje y luego me leyó hasta
que me quedé dormida. No puedo decir exactamente cuándo me dejó mi doncella.
Pudo ser a la media hora..., quizá después.
—¿El tren se había
detenido ya?
—Ya se había detenido.
—¿No oyó usted nada...
nada desacostumbrado durante ese tiempo, madame?
—Nada desacostumbrado.
—¿Cómo se llama su
doncella?
—Hildegarde Schmidt.
—¿Lleva con usted mucho
tiempo?
—Quince años.
—¿La considera usted
digna de confianza?
—Absolutamente. Su
familia es oriunda de un estado de Alemania perteneciente a mi difunto esposo.
—Supongo que habrá
usted estado en Estados Unidos, madame.
El brusco cambio de
tema hizo levantar las cejas a la vieja dama.
—Muchas veces.
—¿Conoció usted a una
familia llamada Armstrong..., una familia en la que ocurrió, hace algún tiempo,
una tragedia?
—Me habla usted de
amigos —dijo la anciana dama con cierta emoción en la voz.
—Entonces, ¿conoció
usted bien al coronel Armstrong?
—Le conocí ligeramente;
pero su esposa, Sonia Armstrong, era mi ahijada. Tuve también amistad con su
madre, la actriz Linda Arden. Linda Arden era un gran genio, una de las mejores
trágicas del mundo. Como lady Macbeth, como Magda, no hubo nadie que la
igualase. Yo fui no solamente una rendida admiradora de su arte, sino una amiga
personal.
—¿Murió?
—No, no, vive todavía,
pero completamente retirada. Está muy delicada de salud, pasa la mayor parte
del tiempo tendida en un sofá.
—Según tengo entendido,
tenía una segunda hija.
—Sí, mucho más joven
que mistress Armstrong.
—¿Y vive?
—Ciertamente.
—¿En dónde?
La anciana se inclinó y
le lanzó una penetrante mirada.
—Debo preguntar a usted
la razón de estas preguntas. ¿Qué tienen que ver... con el asesinato ocurrido
en este tren?
—Tiene esta relación,
madame: el hombre asesinado es el responsable del secuestro y asesinato de la
chiquilla de mistress Armstrong.
—¡Ah!
Se reunieron las rectas
cejas. La princesa Dragomiroff se irguió un poco más.
—¡Este asesinato es
entonces un suceso admirable! —exclamó—. Usted me perdonará mi punto de vista
ligeramente cruel.
—Es muy natural,
madame. Y ahora volvamos a la pregunta que dejó usted sin contestar. ¿Dónde
está la hija más joven de Linda Arden, la hermana de mistress Armstrong?
—De verdad que no lo
sé, monsieur. He perdido contacto con la joven generación. Creo que se casó con
un inglés hace algunos años y se marcharon a Inglaterra, pero por el momento no
puedo recordar el nombre de su marido.
Hizo una larga pausa y
añadió:
—¿Desean preguntarme
algo más, caballeros?
—Sólo una cosa, madame;
algo meramente personal. El color de su bata.
La dama enarcó
ligeramente las cejas.
—Debo suponer que tiene
usted razones para tal pregunta. Mi bata es de raso azul.
—Nada más, madame. Le
quedo muy reconocido por haber contestado a mis preguntas con tanta prontitud.
Ella hizo un ligero
gesto con su ensortijada mano. Luego se puso en pie, y los otros con ella.
—Dispénseme, señor
—dijo, dirigiéndose a Poirot—. ¿Puedo preguntarle su nombre? Su cara me es
conocida.
—Mi nombre, señora, es
Hércules Poirot..., para servirla.
Ella guardó silencio
por unos momentos.
—Hércules Poirot...
—murmuró—. Sí, ahora recuerdo. Es
el destino... Se alejó muy erguida, algo rígida en sus movimientos.
—Voilá une grande
dame! —comentó monsieur Bouc—. ¿Qué opina usted de ella, amigo mío?
Pero Hércules Poirot se
limitó a mover la cabeza.
—Me estoy preguntando
—dijo— qué habrá querido decir con eso del destino...
0 Comentarios