Llegamos a la segunda y última parte de este fascinante texto, sigamos...
VII
Declaración del conde y
la condesa Andrenyi
El conde y la condesa
Andrenyi fueron llamados a continuación. No obstante, fue únicamente el conde
quien se presentó en el coche comedor.
Visto de cerca, no
había duda de que era un hombre arrogante. Medía un metro ochenta, por lo
menos, con anchas espaldas y enjutas caderas. Iba vestido con un traje de
magnífico corte inglés, y se le hubiera tomado por un hijo de la Gran Bretaña,
de no haber sido por la longitud de su bigote y por cierta particularidad de la
línea de sus pómulos.
—Bien, señores —dijo—,
¿en qué puedo servirles?
—Comprenderá usted,
caballero —contestó Poirot—, que, en vista de lo sucedido, me veo obligado a
hacer ciertas preguntas a todos los viajeros.
—Perfectamente,
perfectamente —dijo el conde con amabilidad—. Me doy exacta cuenta de su
situación. Pero mucho me temo que mi esposa y yo podamos ayudarle en poco.
Estábamos dormidos y no oímos nada en absoluto.
—¿Está usted enterado
de la identidad del muerto, señor?
—Tengo entendido que se
trata de un norteamericano..., un individuo con un rostro decididamente
desagradable. Se sentaba en aquella mesa a la hora de las comidas.
El conde indicó con un
movimiento de cabeza la mesa.
—Sí, sí, no se equivoca
usted, señor, pero yo le pregunto si conoce usted el nombre del individuo.
—No —El conde parecía
completamente desconcertado por las preguntas de Poirot—. Si quiere usted
saberlo —añadió— seguramente estará en su pasaporte.
—El nombre que figura
en su pasaporte es Ratchett —repuso Poirot—. Pero ése no es su verdadero
nombre. El verdadero es Cassetti, responsable de un famoso secuestro cometido
en Estados Unidos.
Poirot observaba
atentamente al conde mientras hablaba, pero éste no pareció afectarse por la
sensacional noticia y se limitó a abrir un poco más los ojos.
—¡Ah! —dijo—.
Ciertamente que el detalle no dejará de arrojar luz sobre el asunto.
Extraordinario país, Estados Unidos.
—¿El señor conde ha
estado quizás allí?
—Estuve un año en
Washington.
—¿Conoció usted a la
familia Armstrong?
—Armstrong...
Armstrong... Es difícil recordar. Conoce uno a tanta gente...
Sonrió y se encogió de
hombros.
—Pero volvamos al
asunto que les interesa, caballeros —dijo—. ¿En qué otra cosa puedo servirles?
—¿A qué hora se retiró
usted a descansar, señor conde?
Poirot lanzó una mirada
de refilón a su plano. El conde y la condesa Andrenyi ocupaban las cabinas
señaladas con los números doce y trece.
—Hicimos que nos
prepararan la cama de uno de los dos compartimientos mientras estábamos en el
coche comedor. Al volver nos sentamos un rato en el otro.
—¿En cuál?
—En el número trece.
Jugamos a cientos. A eso de las once mi esposa se retiró a descansar. El
encargado hizo mi cama también y me acosté. Dormí profundamente hasta la
mañana.
—¿Se dio usted cuenta
de la detención del tren?
—No me enteré hasta
esta mañana.
—¿Y su esposa?
El conde sonrió.
—Mi esposa siempre toma
un somnífero cuando viaja. Y anoche tomó su acostumbrada dosis de Trional.
Hizo una pausa.
—Siento no poder
ayudarles de algún modo.
Poirot le pasó una hoja
de papel y una pluma.
—Gracias, señor conde.
Es una mera formalidad. ¿Tendrá usted la amabilidad de dejarme su nombre y
dirección?
El conde los escribió
lenta y cuidadosamente sin titubeos.
—Ha hecho usted bien en
obligarme a que los escriba —dijo en tono humorístico—. La ortografía de mi
país es un poco difícil para los que no están familiarizados con el idioma.
Entregó la hoja de
papel a Poirot y se puso en pie.
—Considero
completamente innecesario que mi esposa venga aquí —dijo—. No podría agregar
gran cosa a lo dicho por mí.
Se avivó ligeramente la
mirada de Poirot.
—Indudable, indudable
—dijo—. Pero me agradará cambiar unas palabras con la señora condesa.
—Le aseguro a usted que
es completamente innecesario.
Su voz adquirió un tono
autoritario. Poirot sonrió amablemente.
—Será una mera
formalidad —explicó—. Usted comprenderá que es necesario para mi informe.
—Como usted guste.
El conde cedió de mala
gana. Hizo una pequeña reverencia y abandonó el salón.
Poirot echó mano a un
pasaporte. Anotó los títulos y nombres del conde.
Acompañado
por su esposa —decían los otros detalles—. Nombre de pila: Elena María. Apellido de
soltera: Goldenberg. Edad: veinte años. Un funcionario descuidado había dejado
caer una mancha de grasa en el documento.
—Un pasaporte
diplomático —dijo monsieur Bouc—. Tenemos que llevar cuidado en no molestarles,
amigo mío. Esta gente no puede tener nada que ver con el asesinato.
—Pierda cuidado, mon
vieux; obraré con el tacto más exquisito. Es una mera formalidad.
Bajó la voz al entrar
la condesa Andrenyi en el coche. Parecía tímida y extremadamente encantadora.
—¿Desean ustedes
hablarme, caballeros?
—Una mera formalidad,
señora condesa —dijo Poirot, levantándose galantemente e indicándole el asiento
frente a él—. Es sólo para preguntarle si vio u oyó usted la noche pasada algo
que pueda arrojar alguna luz sobre el asunto.
—Nada en absoluto,
señor. Estuve dormida.
—¿No oyó usted, por
ejemplo, un alboroto en el compartimiento inmediato al suyo? La señora
norteamericana que lo ocupa tuvo un ataque de nervios y tocó el timbre,
llamando insistentemente al encargado.
—No oí nada, señor.
Había tomado un somnífero.
—¡Ah! Comprendo. Bien,
no necesito detenerla más... Un momento —añadió apresuradamente al ver que ella
se ponía en pie—. Estos datos de su nombre, edad y demás, ¿están bien?
—Completamente, señor.
—¿Tendrá usted la
amabilidad de firmar esta nota a ese efecto? La condesa firmó rápidamente, con
una graciosa letra: «Elena Andrenyi».
—¿Acompañó usted a su
marido a Estados Unidos, madame?
—No, señor —sonrió
ella, enrojeciendo ligeramente—. No estábamos casados entonces; llevamos
casados solamente un año.
—Muchas gracias,
madame. Una pregunta incidental: ¿fuma su marido?
—Sí.
—¿En pipa?
—No. Cigarrillos y
cigarros.
—¡Ah! Gracias.
Ella se detuvo y sus
ojos le observaron con curiosidad. Ojos adorables, de forma de almendra, con
largas pestañas que rozaban la exquisita palidez de sus mejillas. Sus labios,
pintados en color escarlata, a la moda extranjera, estaban ligeramente
entreabiertos. Tenía una belleza exótica.
—¿Por qué pregunta eso?
—Los detectives hacemos
toda clase de preguntas, señora —sonrió Poirot—. ¿Quiere usted decirme, por
ejemplo, el color de su bata?
Ella se le quedó
mirando. Luego se echó a reír.
—Es de gasa color
marfil. ¿Es realmente importante?
—Importantísimo,
señora.
—¿De verdad es usted un
detective? —preguntó ella con curiosidad.
—A su servicio, señora.
—Yo creía que no
teníamos detectives en el tren mientras pasábamos por Yugoslavia hasta...
llegar a Italia.
—Yo no soy un detective
yugoslavo, madame. Soy un detective internacional.
—¿Pertenece usted a la
Sociedad de Naciones?
—Pertenezco al mundo,
madame —contestó dramáticamente Poirot—. Trabajo principalmente en Londres.
¿Habla usted inglés? —preguntó en aquel idioma.
—Sí, un poco.
Su acento era
encantador.
Poirot se inclinó de
nuevo.
—No la detendremos a
usted más, madame. Como usted ha visto, no ha sido tan terrible el
interrogatorio.
Ella sonrió, inclinó la
cabeza y echó a andar.
—Elle est une jolie
femme —suspiró monsieur Bouc—. Pero no nos ha dicho gran cosa.
—No —convino Poirot—;
son dos personas que no han visto ni oído nada.
—¿Llamamos ahora al
italiano?
Poirot no contestó por
el momento. Estaba observando una mancha de grasa en un pasaporte diplomático
húngaro.
VIII
Declaración del coronel
Arbuthnot
Poirot salió de su
abstracción con un ligero sobresalto. Sus ojos parpadearon un poco al
encontrarse con la ávida mirada de monsieur Bouc.
—¡ Ah, mi querido
amigo! —dijo—. Me he hecho eso que llaman snob. Opino que debe atenderse
a la primera clase antes que a la segunda. Interroguemos, pues, a continuación
al apuesto coronel Arbuthnot.
Como el francés del
coronel era bastante limitado, Poirot decidió conducir el interrogatorio en
inglés.
Quedaron anotados el
nombre, edad, dirección y graduación militar, y Poirot prosiguió:
—¿Regresa usted de la
India con lo que llaman licencia... y nosotros llamamos en permission?
El coronel Arbuthnot
contestó, con verdadero laconismo británico:
—Sí.
—Pero, ¿no está usted
obligado a viajar en un barco oficial?
—No. He preferido
viajar por tierra por razones completamente particulares. —«Y de las que no
tengo que dar cuenta a ningún gaznápiro», pareció añadir el tono de su voz.
—¿Viene usted
directamente de la India?
—Me detuve una noche en
Ur y durante tres días en Bagdad con un coronel amigo mío —contestó el coronel
Arbuthnot, secamente.
—Se detuvo
tres días en Bagdad. Tengo entendido que la joven inglesa, miss Debenham, viene
también de Bagdad.
—No. La vi por primera
vez como compañera de coche en el trayecto de Kirkuk a Nissibin.
Poirot se inclinó hacia
delante, y su acento se hizo más persuasivo y extranjerizado de lo necesario.
—Señor, voy a
suplicarle una cosa. Usted y miss Debenham son los únicos ingleses que hay en
todo el tren. Me interesaría saber la opinión que cada uno de ustedes tienen
del otro.
—La pregunta me parece
altamente impertinente —dijo el coronel con frialdad.
—No lo crea. Considere
que el crimen fue, según todas las probabilidades, cometido por una mujer.
Hasta el mismo jefe de tren dijo en seguida: «Es una mujer». ¿Cuál debe ser
entonces mi primera tarea? Dar a todas las mujeres que viajan en el coche
Estambul-Calais lo que los norteamericanos llaman «un vistazo». Pero juzgar a
una inglesa es difícil. Son muy reservados los ingleses. Por eso acudo a usted,
señor, en interés de la justicia. ¿Qué clase de persona es miss Debenham? ¿Qué
sabe usted de ella?
—Miss Debenham —dijo el
coronel con cierto entusiasmo— es una dama.
—¡Ah! —exclamó Poirot,
fingiendo gran satisfacción—. ¿Así que usted no cree que esté complicada en el
crimen?
—La idea es absurda
—replicó Arbuthnot—. El individuo era un perfecto desconocido..., ella no le
había visto jamás.
—¿Se lo dijo ella así?
—En efecto. Estuvimos
hablando de su aspecto desagradable. Si está complicada una mujer, como usted
parece creer (a mi juicio sin fundamento alguno), puedo asegurarle que no será
miss Debenham.
—Habla usted del asunto
con mucho interés —dijo Poirot con una sonrisa.
El coronel Arbuthnot le
lanzó una fría mirada.
—Realmente no sé lo que
quiere usted decir.
La mirada pareció
acobardar a Poirot. Bajó los ojos y empezó a revolver los papeles que tenía
delante.
—Todo esto carece de
importancia —dijo—. Seamos prácticos y volvamos a los hechos. Tenemos razones
para creer que el crimen se perpetró a la una y cuarto de la pasada noche.
Forma parte de la necesaria rutina preguntar a todos los viajeros qué estaban
haciendo a aquella hora.
—A la una y cuarto, si
mal no recuerdo, yo estaba hablando con el joven norteamericano..., el
secretario del hombre muerto.
—¡Ah! ¿Estuvo usted en
su compartimiento, o él en el de usted?
—Yo estuve en el suyo.
—¿En el del joven que
se llama MacQueen?
—Sí.
—¿Era amigo o conocido
de usted?
—No. Nunca le
había visto antes de este viaje. Entablamos ayer una conversación casual y
ambos nos sentimos interesados. A mí, por lo general, no me agradan los
norteamericanos..., no estoy acostumbrado a ellos...
Poirot sonrió al
recordar la opinión de MacQueen sobre los británicos.
—... pero me fue
simpático este joven. Sus ideas sobre la situación de la India son
completamente erróneas; esto es lo peor que tienen los norteamericanos... son
demasiado sentimentales e idealistas. Bien, como iba diciendo, le interesó
mucho lo que yo decía. Tengo casi treinta años de experiencia en el país. Y a
mí me interesaba lo que él tenía que decirme sobre la situación financiera de
Estados Unidos. Después hablamos de política mundial. Cuando miré el reloj me
sorprendió ver que eran las dos menos cuarto.
—¿Fue ésa la hora en
que interrumpieron ustedes su conversación?
—Sí.
—¿Qué hizo usted
después?
—Me dirigí a
la cabina y me acosté.
—¿Estaba ya hecha su
cama?
—Sí.
—¿Es el
compartimiento..., veamos..., número quince..., el penúltimo en el extremo
contrario del coche comedor?
—Sí.
—¿Dónde estaba el
encargado cuando usted se dirigía a él?
—Sentado al final del
pasillo. Por cierto que MacQueen le llamó cuando yo entraba en mi cabina.
—¿Para qué le llamó?
—Supongo que para que
le hiciera la cama. La cabina no estaba preparada para pasar la noche.
—Muy bien, coronel
Arbuthnot; le ruego ahora que trate de recordar con el mayor cuidado. Durante
el tiempo que estuvo usted hablando con mister MacQueen, ¿pasó alguien por el
pasillo?
—Supongo que mucha
gente, pero no me fijé.
—¡Ah!, pero yo me
refiero a..., pongamos durante la última hora y media de su conversación.
¿Bajaron ustedes en Vincovci?
—Sí, pero solamente
unos minutos. Había ventisca y el frío era algo espantoso. Deseaba uno volver
al coche, aunque opino que es escandalosa la manera que tienen de calentar
estos trenes.
Monsieur Bouc suspiró.
—Es muy difícil
complacer a todo el mundo —dijo—. Los ingleses lo abren todo, luego llegan
otros y lo cierran. Es muy difícil.
Ni Poirot ni el coronel
Arbuthnot le prestaron la menor atención.
—Ahora, señor, haga
retroceder su imaginación —dijo animosamente Poirot—. Hacía frío fuera. Ustedes
habían regresado al tren. Volvieron a sentarse. Se pusieron a fumar. ¿Quizá
cigarrillos, quizás una pipa?
Hizo una pausa de una
fracción de segundo.
—Yo, una pipa.
MacQueen, cigarrillos —aclaró el coronel.
—El tren reanudó la
marcha. Usted fumaba su pipa. Hablaron del estado de Europa..., del mundo. Era
tarde ya. La mayoría de la gente se había retirado a descansar. Alguien pasó
por delante de la puerta..., ¿recuerda?
Arbuthnot frunció el
entrecejo en su esfuerzo por recordar.
—Es difícil —murmuró—.
Mi atención estaba distraída en aquel momento.
—Pero usted tiene para
los detalles las dotes de observación del soldado. Usted observa sin observar,
por así decirlo.
El coronel volvió a
reflexionar, pero sin mejor resultado.
—No recuerdo —dijo— que
nadie pasase por el pasillo, excepto el encargado. Espere un momento..., me
parece que también hubo una mujer.
—¿La vio usted? ¿Era
vieja..., joven?
—No la vi. No estaba
mirando en aquella dirección. Sólo recuerdo un roce y una especie de olor a
perfume.
—¿A perfume? ¿Un buen
perfume?
—Más bien uno de esos
que huelen a cien metros. Pero no olvide usted —añadió el coronel
apresuradamente— que esto pudo ser a hora más temprana de la noche. Fue, como
usted acaba de decir, una de esas cosas que se observan sin observarlas. Yo me
diría a cierta hora de aquella noche: «Mujer..., perfume..., ¡qué aroma más
fuerte!». Pero no puedo estar seguro de cuándo fue, sólo puedo decir que...
¡Oh, sí! Tuvo que ser después de Vincovci.
—¿Por qué?
—Porque recuerdo que
percibí el aroma cuando estábamos hablando del completo derrumbamiento del Plan
Quinquenal de Stalin. Ahora sé que la idea «mujer» me trajo a la imaginación la
situación de las mujeres en Rusia. Y sé también que no abordamos el tema de
Rusia hasta casi al final de nuestra conversación.
—¿No puede usted
concretar más?
—No..., no. Debió de
ser dentro de la última media hora.
—¿Fue después de
detenerse el tren?
—Sí, estoy casi seguro.
—Bien, dejemos eso. ¿Ha
estado alguna vez en Estados Unidos, coronel Arbuthnot?
—Nunca. No quise ir.
—¿Conoció usted en
alguna ocasión al coronel Armstrong?
—Armstrong...
Armstrong... He conocido dos o tres Armstrong. Había un Tommy Armstrong en el
sesenta. ¿Se refiere usted a él? Y Salby Armstrong... que fue muerto en el
Somme.
—Me refiero al coronel
Armstrong, que se casó con una norteamericana y cuya hija única fue secuestrada
y asesinada.
—¡Ah, sí! Recuerdo
haber leído eso. Feo asunto. Al coronel no llegué a conocerle, pero he oído
hablar de él. Tommy Armstrong. Buen muchacho. Todos le querían. Tenía una
carrera muy distinguida. Ganó la Cruz de la Guerra.
—El hombre asesinado
anoche era el responsable del asesinato de la hijita del coronel Armstrong.
El rostro de Arbuthnot
se ensombreció.
—Entonces, en mi
opinión, el miserable merecía lo que le sucedió. Aunque yo hubiera preferido
verle ahorcado, o electrocutado como se estila allí.
—¿Es que prefiere usted
la ley y el orden a la venganza privada?
—Lo que sé es que no es
posible andar apuñalándonos unos a otros como corsos o como la Mafia. Dígase lo
que se quiera, el juicio por jurados es un buen sistema.
Poirot le miró unos
minutos pensativo.
—Sí —dijo—. Estaba
seguro de que ése sería su punto de vista. Bien, coronel Arbuthnot, me parece
que no tengo nada más que preguntarle. ¿No recuerda usted nada que le llamase
anoche la atención de algún modo... o que, pensándolo bien, le parezca ahora
sospechoso?
Arbuthnot reflexionó
unos momentos.
—No —dijo—. Nada en absoluto.
A menos que...
—Continúe, se lo ruego.
—No es nada, realmente.
Sólo un mero detalle. Al volver a mi cabina me di cuenta de que la siguiente a
la mía, la del final...
—Sí, la dieciséis...
—Bien, pues no tenía la
puerta completamente cerrada. Y el individuo que estaba dentro miraba de una
manera furtiva por la rendija. Luego cerró la puerta rápidamente. Sé que no
tiene nada de particular, pero me pareció algo extraño. Quiero decir que es
completamente normal abrir una puerta y asomar la cabeza para ver algo, pero
fue el modo furtivo lo que me llamó la atención.
—Es natural —dijo
Poirot, no muy convencido.
—Ya le dije que es un
detalle insignificante —repitió Arbuthnot, disculpándose—. Pero ya sabe usted
que en las primeras horas de la mañana todo está muy silencioso... y el detalle
tenía un aspecto siniestro... como en una historia de detectives. Una tontería,
realmente.
Se puso en pie
dispuesto a marcharse y, decidido, dijo:
—Bien, si no me
necesitan para nada más...
—Gracias, coronel
Arbuthnot; nada más por ahora.
El coronel titubeó un
momento. Su natural repugnancia a ser interrogado por extranjeros se había
evaporado.
—En cuanto a miss
Debenham —dijo con cierta timidez—, pueden ustedes creerme que es toda una
dama. Respondo de ella. Es una pukka sahib.
El coronel enrojeció
ligeramente y se retiró.
—¿Qué es una pukka
sahib? —preguntó el doctor Constantine con interés.
—Significa —dijo
Poirot— que el padre y los hermanos de miss Debenham se educaron en la misma
escuela que el coronel Arbuthnot.
—¡Oh! —exclamó el
doctor Constantine, decepcionado—. Entonces no tiene nada que ver con el
crimen.
—En absoluto —dijo
Poirot.
Quedó abstraído,
tamborileando ligeramente sobre la mesa. Luego levantó la mirada.
—El coronel Arbuthnot
fuma en pipa —dijo—. En el compartimiento de mister Ratchett yo encontré un
limpiapipas. Mister Ratchett fumaba solamente cigarros.
—¿Cree usted que...?
—Es el único que ha
confesado hasta ahora que fuma en pipa. Y ha oído hablar del coronel Armstrong.
Quizá realmente le conocía, aunque no quiere confesarlo.
—¿Así que cree usted
posible...?
Poirot movió
violentamente la cabeza.
—Lo contrario,
precisamente... que es imposible... completamente imposible que un inglés,
honorable y ligeramente necio, apuñale a un enemigo doce veces con un cuchillo.
¿No comprenden ustedes, amigos míos, lo imposible que es esto?
—Eso es psicología —rió
monsieur Bouc.
—Y hay que respetar la
psicología. Este crimen tiene una firma y no ciertamente la del coronel
Arbuthnot. Pero vamos ahora a nuestro siguiente interrogatorio.
Esta vez monsieur Bouc
no mencionó al italiano. Pero se acordó de él.
IX
Declaración de mister
Hardman
El último de los
viajeros de primera clase que debía pasar el interrogatorio era mister Hardman,
el corpulento y extravagante norteamericano que había compartido la mesa con el
italiano y el criado.
Vestía un terno muy
llamativo, una camisa rosa, un alfiler de corbata deslumbrante y daba vueltas a
algo en la boca cuando entró en el coche comedor. Tenía su rostro mofletudo y
una expresión jovial.
—Buenos días, señores
—saludó—. ¿En qué puedo servirles?
—Le supongo a usted
enterado del asesinato ocurrido, mister... Hardman.
—Ciertamente —contestó
el norteamericano, removiendo la goma de mascar.
—Tenemos necesidad de
interrogar a todos los viajeros del tren.
—Me parece perfecto. Es
el único modo de aclarar el asunto.
Poirot consultó el
pasaporte que tenía delante.
—Usted es Cyrus Bentham
Hardman, súbdito de los Estados Unidos, de cuarenta y un años de edad,
viajante, vendedor de cintas para máquinas de escribir.
—Exacto, ése soy yo.
—¿Se dirige usted de
Estambul a París?
—Así es.
—¿Motivos?
—Negocios.
—¿Viaja usted siempre
en primera clase, mister Hardman?
—Sí, señor. La casa me
paga los gastos.
—Ahora, mister Hardman,
hablemos de los acontecimientos de la noche pasada.
El norteamericano
asintió. Acomodóse frente a Poirot.
—¿Qué puede usted
decirnos sobre el asunto?
—Exactamente nada.
—Es una lástima. Quizá
quiera usted explicarnos, también exactamente, qué hizo la noche pasada a
partir de la hora de la cena.
Por primera vez el
norteamericano pareció no tener pronta la respuesta.
—Perdónenme, caballeros
—contestó al fin—; pero, ¿quiénes son ustedes? Quisiera saberlo.
—Le presento a usted a
monsieur Bouc, director de la Compagnie Internationale des Wagons Lits. Este
otro caballero es el doctor que examinó el cadáver.
—¿Y usted?
—Yo soy Hércules
Poirot. Estoy designado por la Compañía para investigar este asunto.
—He oído hablar de
usted —dijo mister Hardman. Luego reflexionó durante unos minutos—. Creo —dijo
al fin— que lo mejor será que hable claro.
—Me parece, en efecto,
muy conveniente para usted —dijo secamente Poirot.
—Habría usted dicho una
gran verdad si hubiese algo que yo supiese. Pero no sé nada en absoluto, como
dije antes. No obstante, yo tendría que saber algo. Esto es lo que me tiene
disgustado. Tendría que saber algo.
—Tenga la bondad de
explicarse, mister Hardman.
Mister Hardman suspiró,
se sacó el chicle de la boca y se lo guardó en el bolsillo. Al mismo tiempo
toda su personalidad pareció sufrir un cambio, se transformó en un personaje
menos cómico y más real. Las resonancias nasales de su voz se modificaron
también profundamente.
—Ese pasaporte está un
poco alterado —dijo—. He aquí quien realmente soy:
Mister cyrus B. hardman
Agencia de detectives
McNeil
Nueva York
Poirot conocía el
nombre. Era una de las más conocidas y afamadas agencias de detectives
particulares de Nueva York.
—Sepamos ahora lo que
esto significa, mister Hardman —dijo Poirot.
—Es muy sencillo. He
venido a Europa siguiendo la pista de una pareja de estafadores que nada tiene
que ver con este asunto. La caza terminó en Estambul. Telegrafié al jefe y
recibí sus instrucciones para el regreso, y me encontraría en camino para mi
querida Nueva York si no hubiera recibido esto.
Entregó a Poirot una
carta.
Llevaba el membrete del
hotel Tokatlian.
Muy
señor mío: Me ha sido usted indicado como miembro de la agencia de detectives
McNeil. Tenga la bondad de venir a mis habitaciones esta tarde, a las cuatro.
Estaba firmada: S.
E. Ratchett.
—Eh
bien!
—Me presenté a la hora
indicada y mister Ratchett me informó de la situación. Me enseñó un par de
cartas que había recibido.
—¿Estaba alarmado?
—Fingía no estarlo,
pero se le adivinaba. Me hizo una proposición. Yo debía viajar en el mismo tren
que él hasta París y cuidar de que nadie le agrediese. Y eso hice, caballeros:
viajé en el mismo tren y, a pesar mío, alguien le mató. Esto es lo que me tiene
disgustado. No he desempeñado un lucido papel, ciertamente.
—¿Le dio a usted alguna
indicación de lo que debía hacer?
—Ya lo creo. Lo tenía
todo estudiado. Su idea era que yo viajase en el compartimiento inmediato al
suyo..., pero no pudo ser. Lo único que logré conseguir fue la cabina número
dieciséis y me costó bastante trabajo. Sospecho que el encargado se la
reservaba para sacarle provecho. Pero no tiene importancia. A mí me pareció que
la cabina dieciséis ocupaba una excelente posición estratégica. Teníamos
solamente el coche comedor delante del coche cama de Estambul, y la puerta de
comunicación de la plataforma anterior estaba cerrada por la noche. El único
sitio por donde podía entrar un asesino era la puerta trasera de la plataforma
o por la parte posterior del tren, y en uno u otro caso tenía que pasar por
delante de mi compartimiento.
—Supongo que no tendría
usted idea de la identidad del posible asaltante.
—Conocía su aspecto.
Mister Ratchett me lo había descrito.
—¿Cómo?
Los tres hombres se
inclinaron ávidamente hacia delante.
Hardman prosiguió:
—Un individuo pequeño,
moreno, con voz atiplada..., así me lo describió el viejo. Dijo también que no
creía que sucediera nada la primera noche. Era más probable que se decidiera a
dar el golpe en la segunda o tercera.
—Sabía algo —comentó
monsieur Bouc.
—Ciertamente que sabía
más de lo que dijo a su secretario —confirmó pensativo Poirot—. ¿Le contó a
usted algo de su enemigo? ¿Le dijo, por ejemplo, por qué estaba amenazada su
vida?
—No; más bien se mostró
reticente en ese punto. Dijo únicamente que el individuo estaba decidido a
matarle y que no dejaría de intentarlo.
—Un individuo bajo,
moreno, con una voz atiplada —repitió Poirot.
Luego, lanzando a
Hardman una penetrante mirada, prosiguió:
—Usted, por supuesto,
sabía quién era.
—¿Quién, señor?
—Ratchett. ¿Le
reconoció usted?
—No le comprendo.
—Ratchett era Cassetti,
el asesino del caso Armstrong.
Mister Hardman lanzó un
prolongado silbido.
—¡Eso es ciertamente
una sorpresa! —exclamó—. ¡Y de las grandes! No, no le reconocí. Yo estaba en el
oeste cuando ocurrió aquel suceso. Supongo que vería fotos de él en los
periódicos, pero yo no reconocería a mi propia madre en un retrato de la
prensa.
—¿Conoce usted a
alguien relacionado con el caso Armstrong, que responda a esa descripción:
bajo, moreno, con voz atiplada?
Hardman reflexionó unos
momentos.
—Es difícil de
contestar. Casi todos los relacionados con aquel caso han muerto.
—Recuerde la muchacha
aquella que se arrojó por la ventana...
—La recuerdo. Era
extranjera..., de no sé dónde. Quizá tuviese origen italiano. Pero usted tiene
también que recordar que hubo otros casos además del de Armstrong. Cassetti
llevaba explotando algún tiempo el negocio de los secuestros. Usted no puede
fijarse en el caso de la familia Armstrong solamente.
—¡Ah! Pero es que
tenemos razones para creer que este crimen está relacionado con él.
—Pues no puedo recordar
a nadie con esas señas complicado en el caso Armstrong—dijo el norteamericano
lentamente—. Claro que no intervine en él y no estoy muy enterado.
—Bien, continúe usted
su relato, mister Hardman.
—Queda poco por decir.
Yo dormía durante el día y permanecía despierto por la noche, vigilando. Nada
sospechoso sucedió la primera noche. La pasada tampoco noté nada anormal, y eso
que tenía mi puerta entreabierta para observar. No pasó ningún desconocido por
allí.
—¿Está usted seguro de
eso, mister Hardman?
—Completamente seguro.
Nadie subió al tren desde el exterior y nadie atravesó el pasillo procedente de
los coches de atrás. Eso puedo jurarlo.
—¿Podía usted ver al
encargado desde su puesto de observación?
—Sí. Estaba sentado en
aquella pequeña banqueta, casi junto a mi puerta.
—¿Abandonó alguna vez
aquel asiento desde que se detuvo el tren en Vincovci?
—¿Fue ésta la última
estación? ¡Oh, sí! Contestó a un par de llamadas, casi inmediatamente después
de detenerse el tren. Luego pasó por delante de mí para dirigirse al coche
posterior y estuvo en él como cosa de un cuarto de hora. Sonaba furiosamente el
timbre y acudió corriendo. Yo salí al pasillo para ver de qué se trataba, pues
me sentía un poco nervioso, pero era solamente una dama norteamericana. La
buena señora armó un escándalo a propósito de no sé qué. El conductor se
dirigió después a otra cabina y fue a buscar una botella de agua mineral para
alguien. Luego volvió a ocupar su asiento hasta que le llamaron del otro
extremo para hacer la cama a no sé quién. No creo que se moviese ya hasta las
cinco de la mañana.
—¿Se quedó dormido?
—No lo sé. Quizá sí.
Poirot jugaba
automáticamente con los papeles que tenía en la mesa. Sus manos cogieron una
vez más la tarjeta de Hardman.
—Tenga la bondad de
poner aquí su dirección —dijo—. Supongo que no habrá nadie que pueda confirmar
la historia de su identidad.
—¿Aquí en el tren? Creo
que no. A menos que se preste a ello el joven MacQueen. Yo le conozco bastante,
porque le he visto en la oficina de su padre, en Nueva York, pero no sé si él
me recordará. Lo más seguro, monsieur Poirot, es que tenga que cablegrafiar a
Nueva York cuando lo permita la nieve. Pero esté tranquilo. No le he mentido en
nada. Bien, caballeros, hasta la vista. Encantado de haberle conocido, monsieur
Poirot.
Poirot sacó su
pitillera.
—Quizá prefiera una
pipa —dijo, ofreciéndosela.
—No fumo en pipa —contestó
el norteamericano. Aceptó el cigarrillo y abandonó el salón.
Los tres hombres se
miraron unos a otros.
—¿Cree usted que ha
sido sincero? —preguntó el doctor Constantine.
—Sí, sí. Conozco al
tipo. Además, es una historia que será fácil de comprobar.
—Un individuo bajo,
moreno, con voz atiplada —repitió pensativo monsieur Bouc.
—Descripción que no se
amolda a ninguno de los viajeros del tren —dijo pensativo Poirot.
X
Declaración del
italiano
—Y ahora —dijo Poirot,
haciendo un guiño— alegraremos el corazón a monsieur Bouc y llamaremos al
italiano.
Antonio Foscarelli
entró en el coche comedor con paso rápido y felino. Tenía un típico rostro
italiano, carilleno y moreno. Hablaba bien el francés, con sólo un ligero
acento.
—¿Su nombre es Antonio
Foscarelli?
—Sí, señor.
—Tengo entendido que
está usted naturalizado ciudadano norteamericano.
—Sí, señor. Es mejor
para mi negocio.
—¿Es usted vendedor de
la Ford?
—Sí, verá usted...
Siguió una voluble
exposición, al final de la cual los tres hombres quedaron enterados de los
procedimientos de venta de Foscarelli, de sus viajes, de sus ingresos y de su
opinión sobre los Estados Unidos. Los demás países europeos le parecían un
factor casi despreciable. No había que sacarle las palabras a la fuerza; las
vomitaba a chorros voluntariamente.
Su rostro bonachón e
infantil resplandecía de satisfacción cuando, con un último gesto elocuente,
hizo una pausa y se enjugó la frente con un pañuelo.
—Ya ven ustedes —dijo—
que mi negocio es floreciente. Soy un hombre moderno. ¡No hay secretos para mí
en cuestión de ventas!
—¿Lleva usted entonces
en los Estados Unidos algo más de diez años?
—Sí, señor. ¡Ah, cómo
recuerdo el día en que me embarqué para América, que me parecía tan lejos! Mi
madre, mi hermanita...
Poirot le cortó la
oleada de recuerdos, para preguntarle:
—Durante su estancia en
los Estados Unidos, ¿tropezó alguna vez con el difunto?
—Nunca. Pero conozco el
tipo. ¡Oh, sí! —añadió chasqueando expresivamente los dedos—. Muy respetable,
muy bien trajeado, pero por dentro todo está podrido. O mucho me engaño o éste
era un gran pillo. Le doy a usted mi opinión por lo que valga.
—Su opinión es muy
acertada —dijo Poirot lacónicamente—. Ratchett era Cassetti, el secuestrador.
—¿Qué le dije a usted?
He aprendido a ser muy perspicaz..., a leer las caras. Es necesario. Solamente
en Estados Unidos le enseñan a uno la manera cómo hay que vender.
—¿Recuerda usted el
caso Armstrong?
—No del todo. Me parece
que secuestraron a una chiquilla, una criaturita..., ¿no es eso?
—Sí, un caso muy
trágico.
—Esas cosas sólo
suceden en las grandes civilizaciones como Estados Unidos...
Poirot le atajó:
—¿Conoció usted a algún
miembro de la familia Armstrong?
—No, no lo creo. Aunque
es posible, porque trata uno con tanta gente... Le daré a usted algunas cifras.
Solamente el último año vendí...
—Señor, tenga la bondad
de ceñirse al asunto.
Las manos del italiano
se agitaron en gesto de disculpa.
—Mil perdones.
—Dígame usted qué hizo
la noche pasada, a partir de la hora de la cena.
—Con mucho gusto.
Permanecí en el comedor todo el tiempo que pude. Es muy divertido. Hablé con el
señor norteamericano, compañero de mesa. Vende cintas para máquinas de
escribir. Después volví a mi compartimiento. Estaba vacío. El desgraciado «John
Bull» que lo comparte conmigo había ido a atender a su amo. Al fin regresó...
con la cara muy larga, como de costumbre. Casi nunca me habla; sólo dice que sí
y no. Raza extravagante la de los ingleses... y poco simpático. Se sentó en un
rincón, muy tieso, leyendo un libro. Luego entró el encargado y nos hizo las
camas.
—Números cuatro y cinco
—murmuró Poirot.
—Exactamente..., el
último compartimiento. La mía es la litera de arriba. Me acosté, fumé y leí. El
inglesito tenía, según creo, dolor de muelas. Sacó un frasco de un líquido que
olía muy fuerte. Luego se echó en la cama y gimió. Yo me quedé completamente
dormido. Cuando me desperté, aún seguía gimiendo.
—¿Sabe usted si
abandonó la cabina durante la noche?
—No lo creo. Lo tendría
que haber oído. En cuanto entra la luz del pasillo, se despierta uno
automáticamente, pensando que es el registro de aduanas de alguna frontera.
—¿Habla alguna vez de
su amo? ¿Se expresa a veces ominosamente contra él?
—Le digo a usted que no
habla. No es simpático. Un verdadero hueso.
—Dice usted que estuvo
fumando. ¿Pipa, cigarrillo o cigarros?
—Solamente cigarrillos.
Poirot le ofreció uno,
que aceptó.
—¿Ha estado alguna vez
en Chicago? —inquirió monsieur Bouc.
—¡Oh, sí...! Una
hermosa ciudad..., pero conozco mejor Nueva York,
Washington, Detroit.
¿Ha estado usted en los Estados Unidos? ¿No? Debe usted ir...
Poirot empujó hacia él
una hoja de papel.
—Tenga la bondad de
firmar esto y poner su dirección permanente.
El italiano lo hizo
así. Luego se puso en pie, sonriendo como siempre.
—¿Esto es todo? ¿No me
necesitan para nada? Buenos días, señores. A ver si salimos pronto de la nieve.
Tengo una cita en Milán... Perderé el negocio.
Se alejó.
Poirot miró a su amigo.
—Lleva mucho tiempo en
Estados Unidos —dijo monsieur Bouc— y es italiano, ¡y los italianos manejan el
cuchillo! ¡Y son muy embusteros! No me gustan los italianos.
—Ya se ve —dijo Poirot,
con una sonrisa—. Bien, quizá tenga usted razón, pero debo hacerle observar,
amigo mío, que no hay absolutamente ningún indicio contra ese hombre.
—¿Y qué hay de la
psicología? ¿No acuchillan los italianos?
—Sin duda —dijo
Poirot—. Especialmente en el calor de una disputa. Pero éste... éste es un
crimen muy diferente. Tengo, amigo mío, una pequeña idea de que es un crimen
cuidadosamente planeado y ejecutado. No es..., ¿cómo diría yo?, un crimen
latino. Es un crimen que indica un cerebro frío, resuelto, lleno de
recursos..., un cerebro anglosajón.
Recogió los dos últimos
pasaportes.
—Veamos ahora —añadió—
a miss Mary Debenham.
XI
Declaración de miss
Debenham
Cuando Mary Debenham
entró en el comedor, confirmó el juicio que Poirot se había formado de ella.
Iba correctamente
vestida con una falda negra y una blusa gris de gusto francés; las ondas de sus
oscuros cabellos parecían hechas a molde, sin un solo pelo rebelde, y sus
modales, tranquilos e imperturbables, estaban a tono con sus cabellos.
Se sentó frente a
Poirot y monsieur Bouc y los miró interrogativamente.
—¿Se llama usted Mary
Hermione Debenham, de veintiséis años de edad? —empezó preguntando Poirot.
—Sí.
—¿Inglesa?
—Sí.
—¿Tiene la bondad de
escribir su dirección permanente en este pedazo de papel?
Miss Debenham lo hizo
así. Su letra era clara y legible.
—Y ahora, señorita, ¿qué
tiene usted que decirnos de lo ocurrido anoche?
—Lamento no poder
decirles nada. Me fui a dormir.
—¿Le disgusta que se
haya cometido un crimen en este tren?
La pregunta era
claramente inesperada. Los grises ojos de la joven mostraron su extrañeza.
—No acabo de
comprenderle a usted.
—Sin embargo, mi
pregunta ha sido sencillísima, señorita. La repetiré. ¿Está usted muy
disgustada porque se haya cometido un crimen en este tren?
—Realmente, no había
pensado en él desde ese punto de vista. La verdad es que no puedo decir que
estoy afligida ni disgustada.
—¿Considera usted un
crimen como una cosa corriente?
—Es, naturalmente, algo
desagradable que ocurre de vez en cuando —dijo Mary Debenham, con toda
tranquilidad.
—Es usted muy
anglosajona, señorita. Desconoce usted lo que es emoción.
La joven sonrió
ligeramente.
—Lo que pasa es que
carezco de histerismo para demostrar mi sensibilidad. Por otra parte, la gente
muere todos los días.
—Muere, sí. Pero el
asesinato es un poco más raro.
—¡Oh, claro!
—¿Conocía usted al
hombre muerto?
—Le vi por primera vez
cuando comimos ayer aquí.
—¿Y qué le pareció a
usted?
—Apenas me fijé en él.
—¿No le impresionó a
usted como un personaje siniestro y repulsivo? La joven se encogió ligeramente
de hombros.
—Realmente, no me impresionó
de ninguna manera.
Poirot le lanzó una
penetrante mirada.
—Me parece que siente
usted cierto desprecio por el modo que tengo de llevar mis investigaciones
—dijo sonriendo—. No es así, piensa usted, como las llevaría un inglés. Un
inglés se atendría únicamente a los hechos, y procedería ordenada y
metódicamente como si se tratase de un negocio. Pero yo tengo mis pequeñas
originalidades, señorita. Primero miro a mi sujeto, procuro formarme una idea
de su carácter y formulo mis preguntas de acuerdo con él. Hace apenas un minuto
interrogué a un caballero que quería exponerme sus ideas sobre todos los
asuntos. Bien, pues le hice ceñirse estrictamente a un solo punto. Le obligué a
contestar sí o no, esto o aquello. Luego se ha presentado usted y en seguida me
he dado cuenta de que es ordenada y metódica, de que sus respuestas serían
breves y precisas. Pero como la naturaleza humana es perversa, señorita, le he
hecho a usted preguntas completamente inesperadas. Necesito saber lo que siente
y lo que piensa con certeza. ¿No le agrada a usted este método?
—Si me lo perdona
usted, le diré que me parece una pérdida de tiempo. Que a mí me agradase o no
el rostro de mister Ratchett no parece que pueda contribuir a descubrir quién
lo mató.
—¿Sabe usted quién era
realmente mister Ratchett, señorita?
La joven hizo un gesto
afirmativo.
—Mistress Hubbard lo
anda diciendo a todo el mundo.
—¿Y qué opina usted del
asunto Armstrong?
—Fue completamente
abominable —dijo enérgicamente la joven.
Poirot la miró
pensativo.
—¿Viene usted de
Bagdad, miss Debenham?
—Sí.
—¿Va usted a Londres?
—Sí.
—¿En qué se ocupó usted
en Bagdad?
—He sido institutriz de
dos niños.
—¿Regresará usted a su
puesto después de estas vacaciones?
—No estoy segura.
—¿Por qué?
—Bagdad no acaba de
agradarme. Preferiría una ocupación en Londres, si encontrase algo que me
conviniera.
—Comprendo. Creí que
quizá fuese usted a casarse.
Miss Debenham no
contestó. Levantó los ojos y miró a Poirot en pleno rostro. Aquella mirada
decía con toda claridad: «Es usted un impertinente».
—¿Qué opinión tiene
usted sobre la señorita con quien comparte su compartimiento... miss Olhsson?
—Parece una criatura
simpática y sencilla.
—¿De qué color es su
bata?
Mary Debenham pareció
asombrarse.
—Una especie de color
café... de lana natural.
—¡Ah! Espero que podré
mencionar sin indiscreción que me fijé en el color de su bata de usted en el
trayecto de Alepo a Estambul. Un malva pálido, según creo.
—Sí, así es.
—¿Tiene usted alguna
otra bata, señorita? ¿Una bata escarlata, por ejemplo?
—No, ésa no es mía
—contestó resuelta miss Mary.
Poirot se inclinó como
un gato que va a echar la zarpa a un ratón.
—¿De quién, entonces?
La joven se echó un
poco hacia atrás, desconcertada.
—No sé lo que quiere
usted decir.
—Usted no dice: «no
tengo tal cosa». Usted dice: «no es mío», con lo que da a entender que tal cosa
pertenece a otra persona. ¿A cuál?
—No lo sé. Esta mañana
me desperté a eso de las cinco con la sensación de que el tren llevaba parado
largo tiempo. Abrí la puerta y me asomé al pasillo, pensando que quizás
estuviéramos en una estación. Entonces vi a alguien con quimono escarlata al
otro extremo del pasillo.
—¿Y no sabe quién era?
¿Era una mujer rubia, morena o con los cabellos grises?
—No lo puedo decir.
Llevaba puesto un gorrito y sólo vi la parte posterior de su cabeza.
—¿Y la figura?
—Alta y delgada, me
pareció, pero no estoy muy segura. El quimono estaba bordado con dragones.
—Sí, sí, eso es,
dragones.
Guardó silencio un
momento. Luego murmuró para sí:
—No lo comprendo. Nada
de esto tiene sentido. No necesito detenerla más, señorita —dijo en voz alta.
La joven se puso en pie
pero, ya en la puerta, titubeó un momento y volvió sobre sus pasos.
—La señora sueca...
miss Olhsson, ¿sabe?, parece algo preocupada. Dice que usted le dijo que ella
fue la última persona que vio vivo a ese hombre. Y cree que usted sospecha de
ella por ese motivo. ¿Puedo decirle que está equivocada? Realmente, es una
criatura incapaz de hacer daño a una simple mosca.
La joven sonreía
débilmente mientras hablaba.
—¿A qué hora fue a
buscar la aspirina a la cabina de mistress Hubbard?
—Poco después de las
diez y media.
—¿Cuánto tiempo estuvo
fuera?
—Unos cinco minutos.
—¿Volvió a abandonar la
cabina durante la noche?
—No.
Poirot se volvió al
doctor.
—¿Pudo Ratchett ser
muerto a esa hora?
El doctor hizo un gesto
negativo.
—Entonces creo que
puede usted tranquilizar a su amiga, señorita.
—Gracias —sonrió ella
de pronto, con sonrisa que invitaba a la simpatía—. Es como una ovejita. Se
intranquiliza y bala.
Dicho esto, se volvió y
salió.
XII
Declaración de la
doncella alemana
Monsieur Bouc miró a su
amigo, con curiosidad.
—No le comprendo del
todo, mon vieux. ¿Cuál ha sido el objeto de su extraño interrogatorio a
miss Debenham?
—He tratado de
encontrar una falla.
—¿Una falla?
—Sí..., en la armadura
de seriedad de esa joven. Necesitaba quebrantar su sangre fría. ¿Lo logré? No
lo sé. Pero de lo que sí estoy convencido es de que ella no esperaba que yo
abordase el asunto de aquel modo.
—Sospecha usted de ella
—dijo lentamente monsieur Bouc—. Pero, ¿por qué? Parece una joven
encantadora... y la última persona del mundo en quien yo pensaría que estuviese
complicada en un crimen de esa clase.
—De acuerdo —dijo
Constantine—. Es una mujer fría, sin emociones. No apuñalaría a un hombre,
pudiéndole demandar ante los tribunales. Poirot suspiró.
—Deben ustedes
deshacerse de su obsesión de que éste es un crimen no premeditado e imprevisto.
En cuanto a las razones que me hacen sospechar de miss Debenham, existen dos.
Una es algo que tuve ocasión de escuchar y que ustedes no conocen todavía.
Poirot contó a sus
amigos el curioso intercambio de frases que había sorprendido en su viaje desde
Alepo.
—Es curioso, ciertamente
—dijo monsieur Bouc, cuando hubo terminado—. Pero necesita explicación. Si
significa lo que usted supone, tanto ella como el estirado inglés están
complicados en el asunto.
Poirot hizo un gesto de
conformidad.
—Pero eso es
precisamente lo que los hechos no demuestran de modo alguno —dijo—. Si ambos
estuviesen complicados, lo que cabría esperar es que cada uno de ellos
proporcionase una coartada al otro. ¿No es así? Pues nada de eso ha sucedido.
La coartada de miss Debenham está atestiguada por una mujer sueca a quien ella
no ha visto nunca, y la del coronel Arbuthnot lo está por la declaración de
MacQueen, el secretario del hombre muerto. No, esa solución que ustedes
imaginan es demasiado sencilla.
—Dijo usted que había
otra razón para sus sospechas —le recordó monsieur Bouc.
Poirot sonrió.
—¡ Ah! Pero es solamente
psicología. Yo me pregunto: ¿es posible que miss Debenham haya planeado este
crimen? Estoy convencido de que detrás de este asunto se oculta un cerebro
frío, inteligente y fértil en recursos. Miss Debenham responde a esta
descripción.
—Creo que está usted
equivocado, amigo mío —replicó monsieur Bouc—. No veo motivos para tomar a esa
joven inglesa por una criminal.
—Ya veremos —dijo
Poirot, recogiendo el último pasaporte—. Vamos ahora con el último nombre de
nuestra lista: Hildegarde Schmidt, doncella.
Avisada por un
empleado, Hildegarde Schmidt entró en el coche comedor y se quedó en pie,
respetuosamente.
Poirot le indicó que se
sentase.
La doncella lo hizo
así, entrelazó las manos sobre el regazo y esperó plácidamente a que se le
preguntase. Parecía una pacífica criatura, exageradamente respetuosa, quizá no
muy inteligente.
El método que empleó
Poirot con Hildegarde Schmidt estuvo en completo contraste con el que había
empleado con Mary Debenham.
Sus palabras cordiales
y bondadosas acabaron de tranquilizar a la mujer. Entonces le hizo escribir su
nombre y dirección y procedió a interrogarla suavemente.
El interrogatorio tuvo
lugar en alemán.
—Deseamos saber todo lo
posible acerca de lo ocurrido la pasada noche —dijo—. Comprendemos que no nos
podrá usted dar muchos detalles sobre el crimen en sí, pero puede haber visto u
oído algo que, sin significar nada para usted, quizá sea valiosísimo para
nosotros. ¿Comprende?
No parecía haber
comprendido. Su ancho y bondadoso rostro siguió con expresión de plácida
estupidez.
—Yo no sé nada, señor
—contestó.
—Bien, ¿sabe usted, por
ejemplo, que su ama la mandó llamar la noche pasada?
—Eso sí, señor.
—¿Recuerda usted la
hora?
—No, señor. Estaba
dormida cuando llegó el empleado a llamarme.
—Bien, bien. ¿Está
usted acostumbrada a que la llamen de ese modo?
—Sí, señor. Mi señora
necesita con frecuencia ayuda por la noche. No duerme bien.
—Quedamos, pues, en que
recibió usted la llamada y se levantó. ¿Se puso usted una bata?
—No, señor. Me puse
alguna ropa. No me gusta presentarme en bata ante Su Excelencia.
—Y, sin embargo, es una
bata muy bonita..., escarlata, ¿no es cierto? Ella le miró asombrada.
—Es una bata de
franela, azul oscuro, señor.
—¡Ah, perdone! Ha sido
una pequeña confusión por mi parte. Estábamos en que acudió usted a la llamada
de madame la princesa. ¿Y qué hizo usted cuando llegó allá?
—Le di un masaje y
luego leí un rato en voz alta. No leo muy bien, pero Su Excelencia dice que lo
prefiere. Por eso me llama cuando quiere dormir. Y como me había dicho que me
retirara cuando estuviese dormida, cerré el libro y regresé a mi cabina.
—¿Sabe usted qué hora
era?
—No, señor.
—Bien, ¿cuánto tiempo
estuvo usted con madame la princesa?
—Una media hora, señor.
—Bien, continúe.
—Primero llevé a Su
Excelencia otra manta de mi compartimiento. Hacía mucho frío a pesar de la
calefacción. Le eché una manta encima y ella me dio las buenas noches. Puse a
su lado un vaso de agua mineral, apagué la luz y me retiré.
—¿Y después?
—Nada más, señor.
Regresé a mi cabina y me acosté.
—¿Y no encontró usted a
nadie en el pasillo?
—No, señor.
—¿No vio usted, por
ejemplo, a una señora con un quimono escarlata con dragones bordados?
Sus dulzones ojos se le
quedaron mirando.
—No, por cierto, señor.
No había nadie allí, excepto el empleado. Todo el mundo dormía.
—¿Pero vio usted al
encargado?
—Sí, señor.
—¿Qué estaba haciendo?
—Salía de uno de los
compartimientos, señor.
—¿Cómo? —Monsieur Bouc
se inclinó hacia delante—. ¿De cuál?
Hildegarde Schmidt
pareció asustarse y Poirot lanzó una mirada de reproche a su amigo.
—Naturalmente —dijo—.
El encargado tiene que contestar a muchas llamadas durante la noche. ¿Recuerda
usted de qué compartimiento salía?
—De uno situado hacia
la mitad del coche. Dos o tres puertas más allá del de madame la princesa.
—¡Ah! Tenga la bondad
de contarnos exactamente cómo fue lo que sucedió.
—Casi tropezó conmigo,
señor. Fue cuando yo regresaba de mi cabina a la de mi señora, llevando la
manta.
—¿Y él salió de un
compartimiento y casi tropezó con usted? ¿En qué dirección marchaba?
—Hacia mí, señor.
Murmuró unas palabras de disculpa y siguió por el pasillo hacia el coche
comedor. Estaba sonando un timbre, pero no creo que lo contestase. —Hizo una
pausa y añadió—: No comprendo. ¿Por qué me pregunta...?
Poirot se apresuró a
tranquilizarla.
—Se trata de una mera
comprobación de tiempo. Todo es cuestión de rutina. Ese pobre encargado parece
haber tenido una noche muy ocupada. Primero tuvo que despertarla a usted, luego
que atender a los timbres...
—No era el mismo
encargado que me despertó, señor. Era otro.
—¡Ah, otro! ¿Y le había
visto alguna otra vez?
—No, señor.
—¿Le reconocería si le
volviera a ver?
—Creo que sí, señor.
Poirot murmuró algo al
oído de monsieur Bouc. Éste se levantó y se dirigió hacia la puerta para dar
una orden.
Poirot continuó su
interrogatorio empleando sus maneras más amables.
—¿Ha estado usted
alguna vez en Estados Unidos, frau Schmidt?
—Nunca, señor. Debe ser
un hermoso país.
—¿Se ha enterado usted
de quién era realmente el hombre asesinado? Es el responsable de la muerte de
una chiquilla.
—Sí, algo he oído,
señor. Fue un hecho abominable..., monstruoso. El buen Dios no debía permitir
tales cosas. En Alemania no somos tan malvados.
Asomaban lágrimas a los
ojos de la mujer. Sus sentimientos maternales se revelaban impetuosos.
—Fue un crimen
abominable —dijo gravemente Poirot—. ¿Es suyo este pañuelo, frau Schmidt?
—añadió, sacando del bolsillo un cuadradito de batista.
Hubo un momento de
silencio mientras la mujer lo examinaba.
—No es mío, señor —dijo
al fin, ligeramente arrebolado el rostro.
—Observe usted que
tiene bordada la inicial «H». Por eso creí que sería suyo.
—¡Ah, señor!, éste es
un pañuelo de gran señora. Un pañuelo muy caro. Está bordado a mano.
Seguramente, hecho en París.
—¿No sabe usted de
quién es?
—¿Yo? ¡Oh, no, señor!
De los tres hombres que
escuchaban, solamente Poirot percibió un ligero titubeo en la contestación de
la mujer.
Monsieur Bouc musitó
algo en su oído, Poirot asintió y dijo, dirigiéndose a la alemana:
—Van a venir los tres
empleados de los coches cama. ¿Tendrá usted la bondad de decirme cuál es el que
vio usted la noche pasada cuando volvía con la manta para la princesa?
Entraron los tres
hombres. Pierre Michel, el rubio y corpulento encargado del coche Atenas-París,
y el no menos corpulento del de Bucarest.
Hildegarde Schmidt los
miró e inmediatamente movió la cabeza.
—No, señor —dijo—.
Ninguno de estos hombres es el que vi anoche.
—Pues éstos son los
únicos encargados del tren. Tiene usted que estar equivocada.
—Estoy completamente
segura, señor. Éstos son todos altos y corpulentos. El que yo vi era bajo y
moreno. Tenía un pequeño bigote. Y cuando me dijo «Pardon», noté que su
voz era como de mujer. Lo recuerdo perfectamente, señor.
XIII
Resumen de las
declaraciones de los viajeros
—Un individuo bajo y
moreno, con voz de mujer —repitió monsieur Bouc.
Los tres encargados,
así como Hildegarde Schmidt, se habían retirado. Monsieur Bouc hizo un gesto de
desesperación.
—¡No comprendo nada...,
nada en absoluto! ¡Resulta que el enemigo de que habló Ratchett estuvo en el
tren! Pero, ¿dónde está ahora? ¿Cómo puede haberse desvanecido en el aire? Me
da vueltas la cabeza. Dígame algo, amigo mío, se lo suplico. ¡Explíqueme cómo
puede ser posible lo imposible!
—He aquí una buena
frase —dijo Poirot—. Lo imposible no puede haber sucedido; luego lo imposible
tiene que ser posible, a pesar de las apariencias.
—Explíqueme entonces brevemente
qué sucedió en realidad en el tren.
—No soy brujo, mon
cher. Soy, como usted, un hombre desconcertado. Este asunto progresa de una
manera muy extraña.
—No progresa en
absoluto. Permanece donde estaba.
Poirot hizo un gesto
negativo.
—No, eso no es cierto.
Hemos avanzado. Sabemos ciertas cosas. Hemos escuchado las declaraciones de los
viajeros.
—¿Y qué hemos sacado en
limpio? Nada en absoluto.
—Yo no diría eso, amigo
mío.
—Exagero, quizás. El
norteamericano Hardman y la doncella alemana..., ésos sí que han añadido algo a
lo que sabíamos. Es decir, han hecho el asunto más ininteligible de lo que era.
—No, no, no —negó
Poirot con energía.
Monsieur Bouc se
revolvió contra el optimista Poirot.
—Explíquese, entonces.
Oigamos la sabiduría de Hércules Poirot.
—¿No le he dicho que
soy, como usted, un hombre desconcertado? Pero al menos podemos enfrentarnos
con nuestro problema. Podemos disponer los hechos con orden y método.
—Continúe, señor —dijo
Constantine.
Poirot se aclaró la
garganta y alisó un pedazo de papel secante.
—Revisemos el caso tal
como se encuentra en este momento. En primer lugar, hay ciertos hechos
indiscutibles. El individuo llamado Ratchett, o Cassetti, recibió doce
puñaladas y murió anoche. Éste es uno de los hechos.
—Se lo concedo, se lo
concedo, mon vieux —dijo monsieur Bouc, con un gesto de ironía.
Hércules Poirot no se
alteró y continuó tranquilamente:
—Pasaré un momento por
alto ciertas peculiaridades que el doctor Constantine y yo hemos discutido ya.
Luego me ocuparé de ellas. El segundo hecho de importancia, a mi parecer, es la
hora del crimen.
—Ésa es una de las
pocas cosas que sabemos —dijo monsieur Bouc—El crimen se cometió a la una y
cuarto de la madrugada. Todo demuestra que fue así.
—No todo. Exagera
usted. Hay ciertamente bastantes indicios que apoyan ese parecer.
—Celebro que admita
usted eso, al menos.
Poirot prosiguió
tranquilamente, sin hacer caso a la interrupción.
—Tenemos ante nosotros
tres posibilidades. Una: que el crimen fue cometido, como usted dice, a la una
y cuarto. Eso está apoyado por el testimonio del reloj, por la declaración de
mistress Hubbard y por la de la alemana Hildegarde Schmidt. Y también está de
acuerdo con la opinión del doctor Constantine.
»Posibilidad número
dos: el crimen fue cometido más tarde y falseado el testimonio del reloj por la
misma razón que antes.
»Posibilidad número
tres: el crimen fue cometido más temprano y falseado el testimonio del reloj
por la misma razón que antes.
»Ahora, si aceptamos la
posibilidad número uno como la más probable y mejor apoyada por los indicios,
tenemos que aceptar también ciertos hechos que se desprenden de ella, como por
ejemplo, si el crimen fue cometido a la una y cuarto, el asesino no pudo
abandonar el tren, y surgen estas preguntas: ¿Dónde está? ¿Y quién es?
»Examinemos los hechos
cuidadosamente. Nos hemos enterado por primera vez de la existencia del hombre
bajo y moreno con voz de mujer por la declaración de Hardman. No hay pruebas
que apoyen esto..., tenemos solamente la palabra de Hardman. Examinemos esta
cuestión: ¿Es Hardman la persona que dice ser... un miembro de una agencia de
detectives de Nueva York?
»Lo que a mí me parece
hace más interesante este caso es que carecemos de las facilidades de que suele
disponer la policía. No podemos investigar la bona fide de ninguna de
estas personas. Tenemos que confiar solamente en la deducción. Eso, como digo,
para mí hace el asunto muchísimo más interesante. No es un trabajo rutinario.
Todo es cuestión de intelecto. Yo me pregunto: "¿Podemos aceptar lo que
dijo Hardman de él mismo?". Sí. Soy de la opinión que podemos aceptar
el relato de Hardman.
—¿Usted confía en la
intuición..., en lo que los norteamericanos llaman la corazonada? —preguntó el
doctor Constantine.
—Nada de eso. Yo tengo
en cuenta las probabilidades. Hardman viaja con pasaporte falso... y eso le
hace en seguida sospechoso. Lo primero que hará la policía, cuando se presente
en escena, es detener a Hardman y cablegrafiar para averiguar lo que hay de
cierto en lo que cuenta. En el caso de muchos viajeros será difícil establecer
su bona fide; en la mayoría de los casos no se intentará probablemente,
ya que no habrá nada que los haga sospechosos. Pero el de Hardman es diferente.
O es la persona que él dice, o no lo es. Opino, sin embargo, que resulta lo
primero.
—¿Le descarga usted
entonces de toda sospecha?
—Nada de eso. No me
comprende usted. Cualquier detective norteamericano puede tener sus razones
particulares para desear asesinar a Ratchett. Pero lo que yo digo es que creo
que podemos aceptar lo que Hardman cuenta de sí mismo. Lo que dice de
que Ratchett le buscó y le contrató no tiene nada de inverosímil, y será
probablemente verdadero. Y si vamos a aceptarlo como cierto, tenemos que ver si
hay algo que lo confirme. Este algo lo encontraremos en un lugar un poco
raro... en la declaración de Hildegarde Schmidt. Su descripción del individuo
que vio con el uniforme de la Compañía se acomoda perfectamente. ¿Hay alguna
otra confirmación de los dos relatos? Las hay. Ahí está el botón encontrado por
mistress Hubbard en su compartimiento. Y hay también otro detalle que lo
corrobora y en el que quizá no hayan reparado ustedes.
—¿A qué se refiere
usted?
—Al hecho de que tanto
el coronel Arbuthnot como Héctor MacQueen mencionaron que el encargado pasó por
delante de su cabina. Ellos no le concedieron importancia al detalle; pero
señores, Pierre Michel ha declarado que no abandonó su asiento, excepto en
determinadas ocasiones, ninguna de las cuales le obligó a dirigirse al otro
extremo del coche pasando por delante del compartimiento en que Arbuthnot y
MacQueen estaban sentados.
»Por lo tanto, esta
historia, la historia de un individuo bajo y moreno, con voz afeminada, vestido
con el uniforme, descansa en el testimonio, directo o indirecto, de cuatro
personas.
—Una pequeña objeción
—dijo el doctor Constantine—. Si lo que ha dicho Hildegarde Schmidt es cierto,
¿cómo es que el verdadero encargado no mencionó haberla visto cuando fue a
contestar la llamada de mistress Hubbard?
—Eso está explicado.
Cuando el encargado acudió a la llamada de mistress Hubbard, la doncella estaba
con su señora. Y cuando la doncella regresaba a su cabina, el encargado estaba
dentro con mistress Hubbard.
Monsieur Bouc guardó
silencio con dificultad hasta que Poirot hubo terminado.
—Sí, sí, amigo mío
—dijo entonces impaciente—. Admito su cautela, su método de avanzar paso a
paso, pero noto que no ha tocado usted todavía el punto en disputa. Todos
estamos de acuerdo en que esa persona existe. Pero la cuestión es... ¿adonde
ha ido?
Poirot hizo un gesto de
reproche.
—Está usted en un
error. Tiende usted a empezar la casa por el tejado. Antes yo me pregunto:
¿Dónde se desvaneció este hombre? Y me pregunto: ¿Existió realmente este
hombre? Porque comprenderán ustedes que si el individuo fuese una
invención... una entelequia... sería mucho más fácil desaparecer. Así, pues, en
primer lugar cabe que tal persona exista realmente en carne y hueso.
—Si es así, ¿dónde se
encuentra ahora?
—Hay solamente dos
contestaciones a eso, mon cher. O está todavía escondido en el tren, en
un lugar extraño que no podemos ni siquiera sospecharlo, o es, por decirlo así,
dos personas. Es decir, él mismo, el hombre temido por mister Ratchett,
y un viajero del tren tan bien disfrazado que mister Ratchett no le reconoció.
—He aquí una buena idea
—dijo monsieur Bouc con el rostro radiante—. Pero hay una objeción.
Poirot le quitó la
palabra de la boca.
—La estatura del
individuo. ¿Es eso lo que iba usted a decir? Con la excepción del criado de
mister Ratchett, todos los viajeros son corpulentos... el italiano, el coronel
Arbuthnot, Héctor MacQueen, el conde Andrenyi. Bien, eso nos deja solamente al
criado, lo que es una suposición muy probable. Pero hay otra posibilidad.
Recuerden la voz afeminada. Eso nos proporciona toda una serie de alternativas.
El hombre pudo disfrazarse de mujer, o viceversa, pudo ser realmente una mujer.
Una mujer alta vestida con traje de hombre parecería baja.
—Pero seguramente
Ratchett lo habría conocido...
—Quizá lo conociese.
Quizás esta mujer habría atentado ya contra su vida, vistiendo traje masculino
para mejor realizar su propósito. Ratchett pudo sospechar que ella volvería a
utilizar el mismo truco y por eso dijo a Hardman que buscase a un hombre. Pero
mencionó, no obstante, con voz de mujer.
—Es una posibilidad
—convino monsieur Bouc—. Pero...
—Escuche, amigo mío:
voy a revelarle ciertas incongruencias advertidas por el doctor Constantine.
Poirot expuso
minuciosamente las conclusiones a que él y el doctor habían llegado teniendo en
cuenta las heridas del hombre muerto. Monsieur Bouc acogió sus palabras con
marcada displicencia.
—Sé lo que siente usted
—dijo Poirot con ironía—. Le da vueltas la cabeza, ¿no es cierto?
—Todo eso me parece una
fantasía —rezongó monsieur Bouc.
—Exactamente. Es
absurdo..., improbable..., no puede ser. Eso me he dicho yo. ¡Y, sin embargo,
amigo mío, es! Uno no puede huir de los hechos.
—¡Es una locura!
—Lo es tanto, amigo
mío, que a veces me ronda la sensación de que estamos en presencia de algo muy
sencillo... Pero ésta es solamente una de mis pequeñas ideas.
—Dos asesinos —gimió
monsieur Bouc—. ¡Y en el Orient Express!
La reflexión casi le
hizo llorar.
—Y ahora hagamos más
fantástica la fantasía —dijo Poirot animadamente—. Anoche hubo en el tren dos
misteriosos desconocidos: uno el empleado del coche cama que responde a la
descripción dada por mister Hardman, y visto por Hildegarde Schmidt, el coronel
Arbuthnot y mister MacQueen. Otro, una mujer con quimono escarlata, alta, esbelta,
vista por Pierre Michel, miss Debenham, mister MacQueen y por mí mismo, y
olfateada, digámoslo así, por el coronel Arbuthnot. ¿Quién era esa mujer? Nadie
en el tren confiesa tener un quimono escarlata. Ella también se ha desvanecido.
¿Formaría una sola y misma persona con el espurio empleado del coche cama? ¿O
constituye una personalidad completamente distinta? En todo caso, ¿dónde están
los dos?, y a propósito, ¿dónde están el uniforme de empleado y el quimono
escarlata?
—Ah, eso es ya algo
concreto —dijo monsieur Bouc poniéndose en pie—. Registraremos los equipajes de
todos los viajeros.
Monsieur Poirot se
levantó también.
—Voy a hacer una
profecía —anunció.
—¿Sabe usted dónde
están?
—Tengo una pequeña
idea.
—¿Dónde, entonces?
—Encontraremos el
quimono escarlata en el equipaje de uno de los hombres, y el uniforme de
encargado en el de Hildegarde Schmidt.
—¿Hildegarde Schmidt?
¿Cree usted que...?
—No es lo que usted
piensa. Me explicaré. Si Hildegarde Schmidt es culpable, el uniforme podría encontrarse
en su equipaje, pero si es inocente estará ciertamente allí.
—No comprendo...
—empezó a decir monsieur Bouc, pero se detuvo—. ¿Qué ruido es ése? —preguntó—.
Parece propiamente el que produce una locomotora en movimiento.
El ruido se oía cada
vez más cerca. Se componía de gritos y protestas de una voz femenina. La puerta
del otro extremo del coche comedor se abrió violentamente. Y entró mistress
Hubbard.
—¡Es demasiado
horrible! —exclamó—. En mi esponjera. En mi esponjera. ¡Un gran cuchillo...
todo manchado de sangre!
Y, de repente, como
agotada, se desmayó pesadamente sobre el hombro de monsieur Bouc.
XIV
El arma
Con más vigor que
galantería, monsieur Bouc depositó a la desmayada apoyándole la cabeza sobre
una mesa. El doctor Constantine llamó a uno de los camareros del restaurante,
quien se apresuró a acudir.
—Sosténgale la cabeza
así —dijo—. Si vuelve en sí, déle un poco de coñac. ¿Comprende?
Luego se apresuró a
correr tras los otros dos. Su interés se concentraba por completo en el crimen
y le tenían sin cuidado los desmayos de las señoras histéricas.
Es posible que mistress
Hubbard reviviese con aquel procedimiento más pronto que si se le hubiesen
prodigado mayores cuidados. Lo cierto es que a los pocos minutos estaba
sentada, paladeando el coñac de un vaso sostenido por el camarero, y sin cesar
de hablar.
—¡Qué horrible, señor,
qué horrible! Dudo de que nadie en el tren comprenda mis sentimientos. Yo
siempre he sido sensible desde chiquilla. La sola vista de la sangre..., ¡oh, aún
ahora me horrorizo cuando lo recuerdo!
El camarero volvió a
presentarle el vaso.
—Encore un peu,
madame.
—¿Sabe que me siento
mejor? Soy abstemia. Nunca bebo alcohol ni vino de ninguna clase. Toda mi
familia es abstemia. Sin embargo, como esto es por prescripción facultativa...
Bebió unos sorbos más.
Entretanto, Poirot y
monsieur Bouc, seguidos de cerca por el doctor Constantine, avanzaban
apresuradamente por el pasillo del coche de Estambul en dirección a la cabina
de mistress Hubbard.
Todos los viajeros del
tren parecían haberse congregado ante la puerta. El encargado, con una
expresión de disgusto en el rostro, los mantenía a distancia.
—¡Pero si no hay nada
que ver...! —no cesaba de repetir en diferentes idiomas.
—Permítanme pasar,
hagan el favor —dijo monsieur Bouc.
Se abrió paso por entre
el grupo de viajeros y entró en el compartimiento, seguido de Poirot.
—Celebro que haya usted
venido, señor —dijo el encargado con un suspiro de alivio—. Todos quieren
entrar. La señora norteamericana empezó a dar tales gritos que creí que también
la habían asesinado, ma foi! Vino corriendo y seguía gritando
como una loca y diciendo que quería verle a usted. Luego echó a correr por el
pasillo, contándole a todo el mundo, al pasar, lo que había ocurrido. Ahí dentro
está, señor —añadió con un gesto de su mano—. No lo he tocado, desde luego.
Colgada del tirador de
la puerta del compartimiento inmediato se veía una gran esponjera de goma. Y
debajo de ella, en el suelo, en el mismo sitio donde había caído de manos de mistress
Hubbard, una daga de estilo oriental con empuñadura repujada y hoja cónica.
Esta hoja presentaba unas manchas como de herrumbre.
Poirot la recogió
delicadamente.
—Sí —murmuró—. No hay
duda. Aquí está el arma que nos faltaba... ¿eh, doctor?
El doctor lo examinó.
—No necesita usted
tener cuidado —dijo Poirot—. No habrá más huellas digitales en ella que las
dejadas por mistress Hubbard.
El examen del doctor
Constantine no duró mucho.
—No hay duda de que es
el arma —dijo—. Con ella se causaron todas las heridas.
—Le suplico, amigo mío,
que no diga eso —le interrumpió Poirot.
El doctor puso cara de
asombro.
—Ya estamos demasiado
abrumados por las coincidencias. Dos personas deciden apuñalar a mister
Ratchett la noche pasada. Es demasiada casualidad que cada una de ellas
eligiera un arma idéntica.
—Es que la coincidencia
no es, quizá, tan grande como parece —objetó el doctor—. En los bazares de
Constantinopla se venden miles de estas dagas orientales.
—Me consuela usted un
poco, pero sólo un poco —repuso Poirot.
Contempló pensativo la
puerta que tenía delante, y, quitando la esponjera, probó de hacer girar el
tirador. La puerta no se movió. Unos centímetros más arriba estaba el cerrojo.
Poirot lo descorrió, pero la puerta siguió obstinadamente resistiendo.
—Recordará usted que la
cerramos por el otro lado —objetó el doctor.
—Es cierto —dijo
Poirot, distraído. Parecía estar pensando en otra cosa. La expresión de su
rostro revelaba perplejidad.
—Se explica todo,
¿verdad? —preguntó monsieur Bouc—. El hombre pasa por esta cabina. Al cerrar la
puerta de comunicación palpa la esponjera. Se le ocurre entonces una idea y
desliza rápidamente en ella el cuchillo manchado de sangre. Luego, al darse
cuenta de que se ha despertado mistress Hubbard, se escurre por la otra puerta
que da al pasillo.
—Así debió suceder
—-murmuró Poirot.
Pero su rostro no
abandonó la expresión de perplejidad.
—¿Qué pasa? —le
preguntó el otro—. ¿Hay algo que no le satisface? Poirot le echó una mirada
rápida.
—¿No le llama a usted
la atención? No, evidentemente, no. Bueno, es un pequeño detalle.
El encargado asomó la
cabeza.
—Vuelve la señora
norteamericana —anunció.
El doctor Constantine
enrojeció ligeramente. Tenía la sensación de que no había tratado muy
galantemente a mistress Hubbard. Pero ella no le dirigió el menor reproche. Sus
energías se concentraron en otro asunto.
—Tengo que decir una
cosa —declaró al llegar al umbral—. ¡Yo no voy más tiempo en esta cabina! ¡No
dormiría en ella esta noche aunque me pagasen por ello un millón de dólares!
—Pero, señora...
—¡Ya sé lo que va usted
a decir y desde ahora contesto que no lo haré! Prefiero estar de pie toda la
noche en el pasillo.
Se echó a llorar.
—¡Oh, si mi hija lo
supiera..., si pudiera verme ahora mismo...!
Poirot la interrumpió
con voz bondadosa.
—No se preocupe usted,
señora. Su petición es muy razonable. Llevarán en seguida su equipaje a otra
cabina.
Mistress Hubbard retiró
el pañuelo de sus ojos.
—¿De verdad? ¡Oh!, ya
me siento más tranquila. Pero seguramente estará todo lleno, a menos que uno de
los caballeros...
—Su equipaje será
trasladado inmediatamente —la tranquilizó monsieur Bouc—. Tendrá usted una
cabina en el coche que fue agregado en Belgrado.
—¡Oh, gracias! No soy
una mujer nerviosa, pero dormir en una cabina, pared por medio con un hombre
muerto... ¡Acabaría por volverme loca!
—¡Michel! —llamó
monsieur Bouc—. Traslade este equipaje a algún compartimiento libre en el coche
Atenas-París.
—Sí, señor. El mismo
número que éste: el tres.
—No —dijo Poirot antes
de que su amigo pudiese contestar—. Creo que sería mejor que le dé a madame un
número completamente diferente al que tenía. El doce, por ejemplo.
—Bien, señor.
El encargado cogió el
equipaje. Mistress Hubbard expresó a Poirot su agradecimiento.
—Ha sido usted muy
bondadoso. No sabe usted lo que le agradezco su delicadeza.
—No tiene importancia,
madame. Iremos con usted, para dejarla cómodamente instalada.
Mistress Hubbard fue
acompañada por los tres hombres a su nuevo alojamiento. Una vez en él, se
sintió completamente feliz.
—¡Oh, es delicioso!
—exclamó.
—¿Le gusta, madame? Es,
como usted ve, exactamente igual al que acaba de abandonar.
—Es cierto..., sólo que
da a otro lado. Pero eso no importa, porque estos trenes tan pronto van en un
sentido como en otro. Cuando salí dije a mi hija: «Quiero un coche junto a la
máquina», y ella me dijo: «Pero mamá, eso tiene el inconveniente de que te
acuestas en un sentido y, cuando te despiertas, el tren va en otro». Y es
cierto lo que dijo. Anoche entramos en Belgrado en una dirección y salimos en
la contraria.
—De todos modos,
señora, ¿está usted contenta?
—No me atrevo a decir
tanto. Estamos detenidos por la nieve y nadie hace nada por remediarlo, y mi
barco zarpa pasado mañana.
—Señora —repuso
monsieur Bouc—, todos nosotros estamos en el mismo caso.
—Bien, es cierto
—confesó mistress Hubbard—. Pero nadie más que yo tuvo una cabina que atravesó
un asesino en mitad de la noche.
—Lo que todavía me
intriga, madame —dijo Poirot—, es cómo el individuo entró en su compartimiento
estando cerrada la puerta de comunicación como usted dice. ¿Está usted segura
de que fue así?
—La señora sueca lo
comprobó ante mis ojos.
—Reconstruyamos la
pequeña escena. Usted estaba tendida en su litera..., así..., y no pudo verlo
por sí misma. ¿No es cierto?
—No, no pude verlo a
causa de la esponjera. ¡Oh!, tendré que comprar una nueva. Me pongo mala cada
vez que miro ésta.
Poirot cogió la
esponjera y la colgó en el tirador de la puerta de comunicación con el
compartimiento inmediato.
—Ahora lo veo —dijo—.
El pestillo está precisamente debajo del tirador..., la esponjera lo oculta.
Usted no podía ver desde la litera si el pestillo estaba echado o no.
—¡Es lo que le estaba
diciendo a usted!
—Y la señora sueca,
miss Ohlsson, se encontraba aquí, entre usted y la puerta, y después de empujar
ésta le dijo a usted que estaba cerrada.
—Eso es.
—De todos modos, pudo
equivocarse, madame. Vea usted lo que quiero decir —Poirot parecía ansioso de
explicar el asunto—. El pestillo no es más que un saliente metálico..., esto. Vuelto
hacia la derecha, la puerta está cerrada, vuelto a la izquierda no lo está.
Posiblemente la dama sueca se limitó a empujar la puerta, y como estaba cerrada
por el otro lado pudo suponer que lo estaba por el suyo.
—Bien, pero eso mismo
implica cierta estupidez por su parte.
—Señora, los más
bondadosos, los más amables, no siempre son los más inteligentes.
—Eso es cierto.
—Y a propósito, madame,
¿viajó usted hasta Esmirna por este itinerario?
—No. Me embarqué
directamente para Estambul, y un amigo de mi hija, mister Johnson, un caballero
amabilísimo, que me gustaría conociesen, fue a recibirme y me enseñó Estambul,
que encontré desagradabilísima como ciudad. Y en cuanto a las mezquitas y a
esas grandes pantuflas que se pone uno sobre los zapatos... ¿Qué es lo que
estaba yo diciendo?
—Decía usted que mister
Johnson la fue a recibir.
—Es verdad, y me
condujo a un buque francés de mensajerías que zarpaba para Esmirna, y el marido
de mi hija me estaba esperando en el mismo muelle. ¡Qué dirá cuando se entere de
todo esto! Mi hija decía que era el viaje más cómodo, seguro y agradable. «No
tienes más que sentarte en tu coche», me dijo, «y te llevará directamente a
París y allí empalmarás con el American Express.» ¿Y qué haré ahora, sin haber
podido cancelar mi pasaje en el vapor? Debí comunicárselo. Posiblemente ya no
lo podré hacer. ¡Oh, es demasiado horrible!
Mistress Hubbard dio
muestras de ir a echarse a llorar otra vez. Monsieur Poirot, que mostraba
ligeros síntomas de impaciencia, aprovechó la oportunidad.
—Ha sufrido usted una
gran emoción, madame. Diremos al encargado del restaurante que le traiga un
poco de té con algunas pastas.
—No me sienta bien el
té —gimoteó mistress Hubbard—. Es más bien una costumbre inglesa.
—Café, entonces,
madame. Necesita usted algún estimulante.
—Sí, el café será
mejor, porque el coñac me ataca la cabeza.
—Muy bien. Verá usted
cómo le vuelven las fuerzas. Y ahora, madame, tratemos una cuestión de mero
trámite. ¿Me permite que registre su equipaje?
—¿Para qué?
—Vamos a registrar los
de todos los viajeros. No quisiera recordar a usted un detalle tan
desagradable, pero ya sabe lo que pasó con la esponjera.
—¡Oh, hace usted bien
en recordármelo! No podría resistir otra sorpresa de esta clase.
El registro quedó
terminado rápidamente. Mistress Hubbard viajaba con el mínimo de equipaje: una
sombrerera, un maletín y una maleta. El contenido de los tres bártulos no
reveló nada notable, y el examen no habría llevado más de dos minutos, de no
haber insistido mistress Hubbard en que se dedicase alguna atención a las
fotografías de su hija y de dos chiquillos feos.
—¿No son encantadores
mis nietos? —preguntó embelesada.
XV
Los equipajes
Pronunciadas unas
palabras tan corteses como insinceras, y prometido a mistress Hubbard que en
seguida le llevarían el café, Poirot abandonó la cabina, acompañado de sus dos
amigos.
—Bien, hemos empezado
con un fracaso —dijo monsieur Bouc—. ¿A quién molestaremos ahora?
—Lo más sencillo será
recorrer el tren coche por coche. Lo que significa que empezaremos por la
cabina número dieciséis..., la del amable mister Hardman.
Mister Hardman, que
estaba fumando un cigarro, les recibió cortésmente.
—Entren, caballeros...,
es decir, si es humanamente posible. Esto es un poco pequeño para celebrar una
reunión.
Monsieur Bouc explicó
el objeto de su visita, y el corpulento detective asintió comprensivamente.
—¡Cierto! Si he de
decirle la verdad, ya me extrañaba que no hubiesen ustedes hecho esto antes.
Aquí están mis llaves, señores, y si quieren registrarme también los bolsillos,
por mí no hay ningún inconveniente. Voy a bajar las maletas.
—El encargado lo hará.
¡Michel!
El contenido de las dos
maletas de mister Hardman no ofreció tampoco nada de particular. Se componía,
quizá, de una indebida proporción de licores. Mister Hardman hizo un guiño:
—No es frecuente que le
registren a uno las maletas en las fronteras... si tiene uno de su parte al
encargado. Un puñado de billetes turcos y todo va como una seda.
—¿Y en París?
Mister Hardman repitió
el guiño.
—Cuando llegue a París
—dijo— lo que quede de este pequeño lote irá a parar a una botella de loción
para el cabello.
—Por lo visto no es
usted partidario de la prohibición —dijo monsieur Bouc con una sonrisa.
—Puedo decir que la
prohibición nunca me molestó gran cosa —rió Hardman.
—El speakeasy, ¿eh?
—dijo monsieur Bouc, saboreando la palabra—. Es muy pintoresca y expresiva esa
jerga norteamericana.
—Me gustaría mucho ir a
Estados Unidos —declaró Poirot.
—Aprendería usted allí
muchas cosas —dijo Hardman—. Europa necesita despertar. Está medio dormida.
—Es cierto que Estados
Unidos es el país del progreso —convino Poirot—. Admiro a los norteamericanos
por muchas cosas. Pero las mujeres norteamericanas... y quizás en esto estoy yo
algo anticuado... me parecen menos atractivas que mis compatriotas. A la mujer
francesa o belga, coqueta, encantadora... creo que no hay ninguna que la
iguale.
Hardman se asomó un
instante a la ventanilla para contemplar la nieve.
—Quizá tenga usted
razón, monsieur Poirot —dijo—. Pero a cada uno le gustan las mujeres de su
país.
Parpadeó como si la
nieve le hubiese hecho daño en los ojos.
—Es deslumbrador,
¿verdad? —observó—. Miren, señores, este asunto me ataca los nervios. El
asesinato por un lado, la nieve por otro, y aquí nadie hace nada. Todos andan
de un lado a otro matando el tiempo. Me gustaría mucho ocuparme en hacer algo;
esta inactividad es completamente desesperante.
—El verdadero espíritu
pionero del Oeste —comentó Poirot con una sonrisa.
El encargado volvió a
colocar las maletas en su sitio y se trasladaron todos al compartimiento
inmediato. El coronel Arbuthnot no puso dificultad alguna. Tenía dos pequeñas
maletas de cuero.
—El resto de mi
equipaje ha ido por mar.
Como la mayoría de los
militares, el coronel era un buen empaquetador. El examen de su equipaje ocupó
solamente unos pocos minutos. Poirot reparó en un paquete de limpiapipas.
—¿Los usa usted siempre
de la misma clase? —quiso saber el detective.
—Generalmente. Si puedo
conseguirlos.
Los limpiapipas eran
idénticos al encontrado en el suelo de la cabina del hombre muerto.
El doctor Constantine
hizo también la observación cuando se encontraron en el pasillo.
—Tout de méme —murmuró
Poirot—. Me cuesta trabajo creerlo. No está en su carácter y con esto queda
dicho todo.
La puerta de la cabina
inmediata estaba cerrada. Era la ocupada por la princesa Dragomiroff. Llamaron
y contestó desde dentro la profunda voz de la dama:
—Entrez.
Monsieur Bouc era el
que llevaba la voz cantante. Estuvo muy deferente y cortés al explicar su
comisión.
La princesa le escuchó
en silencio, su pequeño rostro de sapo completamente impasible.
—Si es necesario,
señores —dijo cuando el otro hubo terminado—, aquí está todo lo que hay que
registrar. Mi doncella tiene las llaves. Ella se entenderá con ustedes.
—¿Lleva siempre las
llaves su doncella, madame? —preguntó Poirot.
—Ciertamente, monsieur.
—¿Y si durante la
noche, en una de las fronteras, los oficiales de Aduanas quieren abrir una de
sus maletas?
La dama se encogió de
hombros.
—Es muy improbable.
Pero, en tal caso, el encargado iría a buscar a mi doncella.
—¿Confía usted,
entonces, en ella completamente, madame?
—Ya se lo he dicho
—contestó la princesa—. No utilizo gente que no me inspire confianza.
—Sí —dijo Poirot,
pensativo—. La confianza es ciertamente algo en estos días. Es quizá mejor
tener una mujer sencilla en quien poder confiar que no una doncella chic, una
linda parisiense, por ejemplo.
Vio que sus
inteligentes ojos giraban lentamente para fijarse en su rostro.
—¿Qué quiere usted
decir con eso, monsieur Poirot?
—Nada, madame, nada.
—No lo niegue. ¿De
verdad que cree usted que debería tener una encantadora francesita para atender
mi toilette?
—Sería quizá
más natural, madame.
Ella movió la cabeza.
—Schmidt siente
adoración por mí —dijo recalcando las palabras—. Y ya sabe usted que esta clase
de afecto... c'est impayable.
La alemana llegó con
las llaves. La princesa le habló en su propio idioma para decirle que abriese
las maletas y ayudase a los señores a hacer el registro. La princesa,
entretanto, permaneció en el pasillo contemplando la nieve, y Poirot la
acompañó, dejando a monsieur Bouc la tarea de registrar el equipaje.
Ella le miró, sonriendo
irónicamente.
—Bien, monsieur, ¿no
desea usted ver lo que contienen mis valijas?
—Madame, es una
formalidad y nada más.
—¿Está usted seguro?
—En su caso, sí.
—Sin embargo, conocí y
amé a Sonia Armstrong. ¿Piensa usted que no sería yo capaz de ensuciarme
las manos matando a un canalla como Cassetti? Bien, quizá tenga usted razón.
Guardó silencio unos
minutos, y añadió:
—¿Sabe usted lo que me
gustaría haber hecho con ese hombre? Habría llamado a mis criados y les habría
dicho: «Matadle a palos y arrojadle después al estiércol». Así se hacían estas
cosas cuando yo era joven, señor.
Poirot no habló; se
limitó a escuchar atentamente.
Ella le miró con
repentina impetuosidad.
—No dice usted nada,
monsieur Poirot. ¿En qué está usted pensando?
Él le clavó la mirada
escrutadora y tras una pausa dijo:
—Pienso, madame, que su
fuerza reside en la voluntad..., no en su brazo.
Ella se contempló los
escuálidos brazos enfundados en las negras mangas, brazos que terminaban en
unas manos amarillentas, como garras, con los dedos cubiertos de valiosas
sortijas.
—Es cierto —dijo—. No
tengo fuerza en ellos..., ninguna. No sé si alegrarme o deplorarlo.
Se volvió
repentinamente y entró en la cabina, donde la doncella se ocupaba ya en guardar
las cosas.
La princesa Dragomiroff
cortó en seco las disculpas de monsieur Bouc.
—No hay necesidad de
que se disculpe, señor —dijo—. Se ha cometido un asesinato. Hay que ejecutar
ciertos trámites. Eso es todo.
—Vous étes bien
aimable, madame.
Ella se inclinó
ligeramente para despedirlos.
Las puertas de las
cabinas inmediatas estaban cerradas. Monsieur Bouc se detuvo y se rascó la
cabeza.
—Diable! —exclamó—.
Esto sí que va a ser terrible. Son pasaportes diplomáticos. Sus equipajes se
hallan exceptuados.
—Lo estarán para la
cuestión de Aduana. Pero un asesinato es diferente.
—Lo sé. Así y todo, no
queremos tener complicaciones.
—No se preocupe, amigo
mío. El conde y la condesa serán razonables. Vea usted lo amable que estuvo la
princesa Dragomiroff.
—Es verdaderamente una grande
dame. Estos dos son también de la misma posición, pero el conde me da la
impresión de tener un carácter algo truculento. No le agradó que insistiese
usted en interrogar a su esposa... Y esto le molestará más todavía. Supongamos
que prescindimos de ellos. Al fin y al cabo, no pueden tener nada que ver con
el asunto. ¿Para qué molestarnos?
—No estoy de acuerdo
con usted —replicó Poirot—. Estoy seguro de que el conde Andrenyi será
razonable. Intentémoslo, de todos modos.
Y antes de que monsieur
Bouc pudiera replicar, llamó vivamente a la puerta número trece.
—Entrez —dijo
una voz desde dentro.
El conde estaba sentado
en el rincón más próximo a la puerta, leyendo un periódico. La condesa,
acurrucada en el rincón opuesto, junto a la ventana, tenía la cabeza recostada
en una almohada y parecía estar durmiendo.
—Pardon, señor
conde —empezó diciendo Poirot—. Perdóneme esta intrusión. Estamos registrando
todos los equipajes del tren. Se trata de una mera formalidad, pero hay que
realizarla. Monsieur Bouc sugiere que, como usted tiene un pasaporte
diplomático, podría alegar razonablemente que está exento de tal registro.
El conde reflexionó un
momento.
—Gracias —dijo—. Pero
no creo que deba hacer una excepción en mi caso. Prefiero que nuestro equipaje
sea examinado como el de los demás viajeros.
Se volvió a su mujer y
añadió:
—Supongo que no tendrás
ningún inconveniente, ¿verdad, Elena?
—En absoluto —contestó
la condesa sin titubear.
Siguió un rápido
examen, casi superficial. Poirot parecía tratar de ocultar su incomodidad
haciendo algunas observaciones insignificantes.
—En este maletín hay
una etiqueta todavía húmeda, madame —dijo levantando uno de tafilete con
iniciales y una corona.
La condesa no contestó
a esta observación. Parecía molesta por aquellos trámites y permaneció todo el
tiempo acurrucada en su rincón, contemplando soñadora el paisaje que se
divisaba por la ventanilla.
Poirot terminó el
registro abriendo el armario colocado sobre el lavabo y echando una rápida
ojeada a su contenido: una esponja, cremas, polvos y un frasquito con la
etiqueta de Trional.
Luego, con corteses
protestas por ambas partes, el grupo se retiró.
Seguían la cabina de
mistress Hubbard, la del hombre muerto y la del mismo Poirot.
Continuaron hacia los
compartimientos de segunda clase. El primero —literas número diez y once—
estaba ocupado por Mary Debenham, que leía un libro, y por Greta Ohlsson, que
estaba profundamente dormida, pero que se despertó sobresaltada al entrar los
tres hombres.
Poirot repitió su
fórmula. La sueca pareció tranquilizarse. Mary Debenham siguió fría e
indiferente.
Poirot se dirigió a la
viajera sueca.
—Si usted lo permite,
mademoiselle, examinaremos primeramente su equipaje y luego el de la señora
norteamericana. Tal vez quisiera ir a verla. La hemos hecho trasladarse a uno
de los compartimientos del coche siguiente, pero continúa muy nerviosa a
consecuencia de su descubrimiento. He ordenado que le lleven café, pero ya sabe
usted que es una señora para quien hablar con alguien constituye algo de
primera necesidad.
La buena mujer se
compadeció instantáneamente. Sí, iría en seguida y llevaría consigo algunas
sales de amoníaco por si las necesitaba.
Sus maletas no tardaron
en ser examinadas. Contenían muy pocos efectos. La viajera no había notado
todavía que faltaban alambres de su sombrerera.
Miss Debenham dejó a un
lado su libro. Observaba a Poirot. Cuando éste se las pidió, le entregó sus
llaves. Luego, al ver que él mismo bajaba su maleta y la abría inmediatamente, preguntó:
—¿Por qué aleja usted
así a mi compañera, monsieur Poirot?
—¿Yo, señorita? Pues
para que cuide a la señora norteamericana.
—Un excelente
pretexto..., pero pretexto al fin y al cabo.
—No la comprendo,
señorita.
—Creo que me comprende
usted demasiado bien. Quería usted que me quedase sola, ¿no es eso?
—Está usted poniendo
palabras en mi boca, señorita.
—¿Y también ideas en su
cabeza? No lo creo. Las ideas están ya ahí. ¿No es cierto?
—Señorita, tenemos un
proverbio que dice...
—Qui s'excuse,
s'acuse; ¿es eso lo que iba usted a decir? Debe atribuirme alguna dosis de
observación y sentido común. Por alguna razón que desconozco se ha empeñado
usted en que sé algo de este sórdido asunto..., el asesinato de un hombre a
quien nunca conocí.
—Se imagina usted
cosas, señorita.
—No me imagino nada,
monsieur Poirot. Pero estamos malgastando el tiempo por no decir la verdad...,
por andarnos por las ramas en vez de ir directamente al asunto.
—Y a usted no le gusta
malgastar el tiempo. Es usted partidaria del método directo. Eh bien, la
complaceré a usted. Vamos por el método directo. Empezaré por preguntarle el
significado de ciertas palabras que sorprendí en el trayecto desde Siria. En la
estación de Konya bajé del tren para hacer eso que los ingleses llaman «estirar
las piernas». En el silencio de la noche llegaron hasta mí su voz y la del
coronel, señorita. Usted le decía: Ahora, no. Ahora, no. Cuando todo haya
terminado. Cuando todo quede atrás.
—¿Cree usted que me
refería al... asesinato? —dijo la joven tranquilamente.
—Soy yo quien pregunta,
señorita.
Ella suspiró y quedó
pensativa unos momentos. Luego añadió como si despertase de su abstracción:
—Esas palabras tienen
su significado, señor, pero no puedo decírselo. Sólo puedo darle mi solemne
palabra de honor que nunca puse los ojos en ese Ratchett hasta que lo vi en
este tren.
—¿Se niega usted
entonces a explicar esas palabras?
—Sí..., si quiere usted
interpretarlo de este modo. Me niego. Se referían a algo... a algo que había
emprendido...
—¿A algo que está ahora
terminado?
—¿Qué quiere usted
decir?
—¿No es cierto que está
terminado?
—¿Qué le hace
suponerlo?
—Escuche, señorita. Voy
a recordarle otro incidente. Este tren sufrió un retraso el día en que debía
llegar a Estambul. Estaba usted muy preocupada, señorita. ¡Usted, tan
tranquila, tan dueña de sus nervios...! En aquel momento perdió la calma.
—No quería perder mi
conexión.
—Eso dijo usted. Pero
el Orient Express sale de Estambul todos los días de la semana. Aunque hubiese
perdido la conexión, ello sólo habría significado un retraso de veinticuatro
horas.
Miss Debenham dio
muestras por primera vez de cierto nerviosismo.
—¿No se da usted cuenta
de que uno puede tener amigos en Londres esperando su llegada, y que el retraso
de un día trastorna planes y origina multitud de molestias?
—¿Es éste su caso? ¿Hay
amigos esperando su llegada? ¿No quiere usted causarles molestias?
—Naturalmente.
—Y, sin embargo..., es
curioso...
—¿Qué es curioso?
—En este tren... ha
vuelto a producirse un retraso. Y esta vez más serio, puesto que no hay
posibilidad de enviar un telegrama a sus amigos ni llamarles por teléfono.
Mary Debenham sonrió
ligeramente a pesar de sí misma.
—Sí, como usted dice,
es extremadamente fastidioso no poder cursar una palabra ni por telégrafo ni
por teléfono.
—Y, sin embargo,
señorita, esta vez su humor es completamente diferente. No revela usted
impaciencia. Está usted tranquila y filosófica.
Mary Debenham enrojeció
ligeramente y se mordió el labio. Ya no se sentía inclinada a sonreír.
—¿No contesta usted,
señorita?
—Lo siento. No sabía
que hubiese nada que contestar.
—La explicación de su
cambio de actitud, señorita.
—¿No cree usted,
monsieur Poirot, que da usted demasiada importancia a lo que no la tiene?
Poirot extendió las
manos en gesto de disculpa.
—Es quizás una falta
peculiar de los detectives. Nosotros queremos que la conducta sea siempre
consecuente. No consentimos los cambios de humor.
Mary Debenham no
contestó.
—¿Conoce usted bien al
coronel Arbuthnot, señorita?
La joven pareció
reanimarse con el cambio de tema.
—Le vi por primera vez
en este viaje.
—¿Tiene usted alguna
razón para sospechar que él conocía a Ratchett?
—Estoy completamente
segura de que no.
—¿Por qué está usted
tan segura?
—Por su manera de
expresarse.
—Y, sin embargo,
señorita, encontramos un limpiapipas en el suelo de la cabina del muerto. Y el
coronel es el único viajero del tren que fuma en pipa.
Poirot observaba a la
joven atentamente, pero ella no reveló ni sorpresa ni emoción.
—Tonterías —se limitó a
decir—. Es absurdo. El coronel Arbuthnot es la última persona de quien podría
sospecharse de haber intervenido en un crimen... especialmente en un crimen tan
teatral como éste.
Estaba aquello tan
conforme con la opinión de Poirot que estuvo a punto de manifestárselo así.
Pero en lugar de eso dijo:
—Debo recordarle que no
le conoce usted muy bien, mademoiselle. Ella se encogió de hombros.
—Conozco al tipo lo
suficiente.
—¿Sigue usted negándose
a decirme el significado de aquellas palabras: «Cuando termine todo»?
—preguntó Poirot acentuando su amabilidad.
—No tengo más que decir
—contestó ella fríamente.
—No importa —repuso
él—. Yo lo descubriré.
Se inclinó y abandonó
la cabina, cerrando la puerta al salir.
—¿Ha sido eso prudente,
amigo mío? —preguntó monsieur Bouc—. La ha puesto usted en guardia... y por
ella también al coronel.
—Mon ami, si
quiere usted coger a un conejo, meta un hurón en la madriguera, y si el conejo
está allí, saldrá corriendo. Esto es lo que he hecho.
Entraron en el
compartimiento de Hildegarde Schmidt.
La mujer les esperaba
en pie, con rostro respetuoso, pero inexpresivo.
Poirot lanzó una rápida
mirada al maletín colocado sobre el asiento.
Luego hizo una seña al
empleado para que bajase la maleta de la rejilla.
—¿Las llaves?
—preguntó.
—No está cerrada,
señor.
Poirot hizo saltar los
broches y levantó la tapa.
—¡Ah! —exclamó,
volviéndose a monsieur Bouc—. ¿Recuerda lo que le dije? ¡Mire aquí un momento!
En
la maleta había un uniforme de empleado de coche cama apresuradamente doblado.
La estolidez de la
alemana sufrió un repentino cambio.
—¡Oh! —exclamó—. Eso no
es mío. Yo no lo puse ahí. No he mirado esa maleta desde que salimos de
Estambul. Créanme que es cierto.
Paseaba la mirada de
unos a otros, suplicante. Poirot la cogió con mucha suavidad por el brazo y la
tranquilizó.
—No, no, todo está
bien. La creemos. No se ponga nerviosa. Estoy tan seguro de que usted no escondió
ahí ese uniforme como de que es usted una buena cocinera. ¿Verdad que es usted
una buena cocinera?
La mujer sonrió, a
pesar de su espanto.
—Ciertamente, todas mis
señoras lo han dicho así. Yo...
Se calló, con la boca
abierta, otra vez asustada.
—No, no —dijo Poirot—.
Le aseguro que todo está bien. Voy a decirle cómo sucedió esto. Aquel hombre,
el hombre que vio con el uniforme de los coches cama, sale del compartimiento
del muerto y tropieza impensadamente con usted. Esto es para él una mala suerte.
Esperaba que nadie le viera. ¿Qué hace entonces? Tiene que deshacerse de su
uniforme. Ya no es para él una salvaguardia, sino más bien un peligro.
La mirada de Poirot se
trasladó a monsieur Bouc y al doctor Constantine, que le escuchaban
atentamente.
—Cae la nieve, como
ustedes ven. La nieve que trastorna todos sus planes. ¿Dónde ocultar esas
ropas? Todas las cabinas están ocupadas. Pasa por delante de una, cuya puerta
está abierta, y que muestra estar vacía. Debe de ser la que pertenece a la
mujer con quien acaba de tropezar. Se introduce en la cabina, se quita el
uniforme y lo mete apresuradamente en la maleta que está en la rejilla. De este
modo puede pasar algún tiempo hasta que lo descubran.
—¿Y luego? —preguntó
monsieur Bouc, anhelante.
—Eso es lo que tenemos
que averiguar —contestó Poirot, dirigiéndole una mirada significativa.
Examinó la chaqueta del
uniforme. Le faltaba un botón, el tercero. Metió la mano en el bolsillo y sacó
una llave maestra como la que utilizan los encargados para abrir los compartimientos.
—Aquí está la
explicación de cómo nuestro hombre pudo pasar por las puertas cerradas —dijo
monsieur Bouc—. Sus preguntas a mistress Hubbard fueron innecesarias. Cerrada o
no, el hombre pudo franquear fácilmente la puerta de comunicación. Después de
todo, si se tiene un uniforme de coche cama, ¿por qué no una llave?
—¿Por qué no,
ciertamente? —repitió Poirot.
—Debimos figurárnoslo
desde un principio. Recordará usted que Michel dijo que la puerta del
compartimiento de mistress Hubbard que da al pasillo estaba cerrada cuando él
acudió a contestar a la llamada de la señora. «Así es, señor —nos dijo el
encargado—. Por eso creí que la señora había soñado.»
—Pero ahora se explica
todo —continuó monsieur Bouc—. Indudablemente el criminal se propuso cerrar
también la puerta de comunicación, pero oyó algún movimiento en la cama y se
asustó.
—Ahora sólo tenemos que
buscar el quimono escarlata —dijo Poirot.
—Cierto. Pero los dos
compartimientos que faltan están ocupados por hombres.
—Los registraremos así
y todo.
—¡Oh, seguramente! Y
recuerdo lo que pronosticó usted.
Héctor MacQueen accedió
amablemente al registro.
—Ya me extrañaba a mí
que no viniesen —dijo con melancólica sonrisa—. Decididamente soy el viajero
más sospechoso del tren. No tienen ustedes más que encontrar un testamento en
que el viejo me deje todo su dinero y se aclarará el asunto.
Monsieur Bouc le lanzó
una mirada de desconfianza.
—Perdonen la broma
—añadió apresuradamente MacQueen—. El viejo no me dejó un céntimo. Yo sólo le
era útil por mis conocimientos de idiomas y demás. Quien no sepa hablar más que
un buen inglés no está en condiciones de andar por el mundo. Yo no soy
lingüista, pero sé ir de compras y entenderme con la gente de los hoteles en
francés, italiano y alemán.
Su voz era un poco más
premiosa que de ordinario. Era como si se sintiese ligeramente intranquilo por
el registro, a pesar de su voluntad.
Poirot levantó la
cabeza.
—Nada —dijo—. ¡Ni
siquiera un legado comprometedor!
MacQueen suspiró.
—Bien; me he quitado
una carga de encima —dijo humorísticamente.
Se trasladaron al
compartimiento inmediato. El examen de los equipajes del corpulento italiano y
del criado no dio resultado alguno.
Los tres hombres se
reunieron al final del coche, mirándose unos a otros.
—¿Qué hacemos ahora?
—preguntó monsieur Bouc.
—Volveremos al coche
comedor —dijo Poirot—. Sabemos ya todo lo que podemos saber. Tenemos la
declaración de los viajeros, el testimonio de sus equipajes, de nuestros ojos.
No podemos esperar otra ayuda. Tenemos que utilizar ahora nuestros cerebros.
Se palpó los bolsillos
buscando su pitillera. Estaba vacía.
—Volveré dentro de un
momento —dijo—. Necesitaré los cigarrillos. Tenemos entre manos un asunto
difícil y curioso. ¿Quién llevaba aquel quimono escarlata? ¿Dónde está ahora?
Quisiera saberlo. Hay algo en este caso..., algún factor..., que se me escapa.
Es difícil porque lo han hecho difícil.
Se alejó
apresuradamente por el pasillo hacia su compartimiento. Sabía que tenía
provisión de cigarrillos en uno de sus maletines.
Lo bajó de la rejilla y
lo abrió, soltando las aldabillas. Quedó perplejo. Cuidadosamente doblado,
en la parte superior, había un quimono escarlata con dragones.
—Me lo esperaba
—murmuró—. Es un desafío. Lo acepto.
Tercera parte
HÉRCULES
POIROT SE RECUESTA Y REFLEXIONA
I
¿Cuál de ellos?
Monsieur Bouc hablaba
con el doctor Constantine cuando Poirot entró en el coche comedor. Monsieur
Bouc parecía decepcionado.
—Le voilá —dijo
al ver a Poirot, y añadió mientras se sentaba su amigo—: ¡Si resuelve usted
este caso, mon cher, creeré en los milagros!
—¿Tanto le preocupa a
usted?
—Naturalmente que me
preocupa. Y lo peor es que no le encuentro pies ni cabeza.
El doctor miró a Poirot
con interés.
—Si he de ser franco —dijo—,
no comprendo lo que puede usted hacer ahora.
—¿No? —dijo Poirot,
pensativo.
Sacó su pitillera y
encendió uno de sus delgados cigarrillos. Su mirada parecía vagar soñadora por
el espacio.
—El interés que tiene
este caso para mí —añadió— reside en que se aparta de todos los procedimientos
normales. ¿Han dicho la verdad o han mentido las personas a quienes hemos
interrogado? No tenemos medio de averiguarlo... excepto los que podamos
discernir nosotros mismos. Es un gran ejercicio cerebral el que tenemos que
realizar.
—Todo eso está muy bien
—repuso monsieur Bouc—. Pero, ¿qué ha adelantado usted hasta ahora?
—Ya se lo dije. Tenemos
las declaraciones de los viajeros y el testimonio de nuestros ojos.
—¡Bonitas declaraciones
las de los viajeros! No nos han dicho nada... Poirot movió la cabeza. Sonrió,
optimista, como siempre.
—No estoy de acuerdo
con usted, amigo mío. Las declaraciones de los viajeros nos proporcionaron
varios puntos de interés.
—¿De veras? —dijo
escépticamente monsieur Bouc—. Yo no me enteré.
—Eso es porque no
escuchó usted.
—Bien, dígame lo que me
pasó inadvertido.
—Le pondré un solo
ejemplo: la primera declaración que escuchamos... la del joven MacQueen. Éste
pronunció, a mi parecer, una frase muy significativa.
—¿Sobre las cartas?
—No sobre las cartas.
Si no recuerdo mal, estas palabras fueron: «Viajábamos mucho. Mister
Ratchett quería ver el mundo. Tropezaba con la dificultad de no conocer
Idiomas. Yo actuaba más como intérprete que como secretario».
Trasladó su mirada del
rostro del doctor al de monsieur Bouc.
—¿Qué, no lo ven
ustedes todavía? Esto es inexcusable... pues volvieron a tener ustedes una
segunda oportunidad cuando el joven dijo: «Uno está perdido si no habla más
que un buen norteamericano».
—Y eso, ¿qué significa?
—Vamos, lo que usted
quiere es que se lo den en palabras de una sílaba. ¡Bien, aquí está! ¡Mister
Ratchett no hablaba francés! Sin embargo, cuando el encargado acudió a la
llamada de su timbre, fue una voz en francés la que le dijo que era una
equivocación y que no le necesitaba para nada. Fue, además, una frase
perfectamente idiomática la que utilizó, no la que habría elegido un hombre que
conociese solamente unas palabras en francés: Ce n'est rien. Je me suis
trompé.
—Es cierto —convino
Constantine, emocionado—. ¡Debimos haberlo visto! Recuerdo perfectamente que
usted recalcó las palabras cuando más tarde nos las repitió. Ahora comprendo el
porqué de su rechazo a confiar en el testimonio del reloj abollado. Ratchett
estaba ya muerto a la una menos veintitrés minutos.
—¡Y fue su asesino
quien habló! —murmuró lúgubremente monsieur Bouc.
Poirot levantó una
mano.
—No vayamos demasiado
de prisa. Y no supongamos más de lo que realmente sabemos. Lo que sí podemos
decir es que, a aquella hora, la una menos veintitrés minutos, alguna otra
persona estaba en la cabina de Ratchett, y esa persona era francesa o sabía
hablar con mucha soltura el idioma francés.
—Es usted muy cauto, mon
vieux.
—Sólo se debe dar un
paso cada vez. No tenemos verdaderas pruebas de que Ratchett estuviese muerto a
aquella hora.
—Tenemos también el
grito que le despertó a usted.
—Sí, es verdad.
—En cierto modo —dijo
pensativo monsieur Bouc— este descubrimiento no cambia mucho las cosas. Usted
oyó a alguien que se movía en la puerta de al lado. Aquel alguien no era
Ratchett, sino el otro hombre. Indudablemente se estaba limpiando la sangre de
las manos, quemando la carta acusadora... Después esperó hasta que todo estuvo
tranquilo, y cuando se creyó seguro y con el camino libre, cerró por dentro con
pestillo y cadena la puerta de Ratchett, abrió la de comunicación con la cabina
de mistress Hubbard y escapó por allí. Es exactamente lo que pensamos... Con
la diferencia de que Ratchett fue muerto cosa de media hora más temprano, y
el reloj fue puesto a la una y cuarto para justificar una coartada.
—No hay tal famosa
coartada —replicó Poirot—. Las manecillas del reloj señalaban la una y quince,
la hora exacta en que el intruso abandonó realmente la susodicha escena del
crimen.
—Cierto —dijo monsieur
Bouc, un poco amoscado—. ¿Qué le sugiere a usted entonces el reloj?
—Si las manecillas
fueron alteradas..., observe que digo si..., la hora que quedó marcada tiene
que tener un significado. La natural reacción sería sospechar de alguien
que tuviese una perfecta coartada para esa hora... en este caso la una y
quince.
—Sí, sí —dijo el
doctor—. Ese razonamiento es bueno.
—Debemos también
dedicar un poco de atención a la hora en que el intruso entró en el
compartimiento. ¿Cuándo tuvo la oportunidad de hacerlo? A menos que supongamos
la complicidad del verdadero encargado, hubo solamente un momento posible:
durante el tiempo que el tren estuvo detenido en Vincovci. Después de que
abandona esta localidad, el encargado se sienta en el pasillo, en un sitio
donde cualquiera de los viajeros apenas habría reparado en un empleado del
coche cama, siendo el verdadero encargado la única persona que podría darse
cuenta de la presencia de un impostor. Pero durante la parada de Vincovci el
encargado baja al andén y la cosa queda despejada. ¿Comprenden mi razonamiento?
—Perfectamente —dijo
monsieur Bouc—. Pero ese intruso no podía ser otro que uno de los viajeros, y
volvemos a donde estábamos. ¿Cuál de ellos?
Poirot sonrió.
—He hecho una lista
—dijo—. Si quiere usted examinarla, quizá le refresque la memoria.
El doctor y monsieur
Bouc se inclinaron sobre la lista. Estaba escrita de un modo metódico, en el
orden en que los viajeros habían sido interrogados.
HÉCTOR MACQUEEN:
Ciudadano norteamericano, litera número 6, segunda clase.
Móvil:
Posiblemente pudiera
derivarse de sus relaciones con el hombre muerto.
Coartada:
Desde medianoche, a las
2 de la madrugada. Desde medianoche hasta la 1.30, atestiguada por el coronel
Arbuthnot, y desde la 1.16 a las 2, atestiguada por el encargado.
Pruebas
contra él: Ninguna.
Circunstancias
sospechosas: Ninguna.
ENCARGADO DEL COCHE
CAMA PIERRE MICHEL. Francés.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde medianoche hasta
las 2 de la madrugada. (Visto por Hércules Poirot en el pasillo al mismo tiempo
que se oía una voz en el compartimiento de Ratchett a las 12.37. Desde la 1 a
la 1.36, confirmada asimismo por otros encargados.)
Pruebas
contra él: Ninguna.
Circunstancias
sospechosas: El
uniforme encontrado es un punto a su favor, puesto que parece estar destinado a
hacer recaer las sospechas sobre él.
EDWARD MASTERMAN:
Inglés, litera número 1, segunda clase.
Móvil:
Posiblemente surge de
sus relaciones con el difunto, del que era criado.
Coartada:
Desde medianoche hasta
las 2 de la madrugada. (Atestiguada por Antonio Foscarelli.)
Pruebas
contra él o circunstancias sospechosas: Ninguna, excepto que es el único individuo
al que, por su estatura y corpulencia, le sentaría bien el uniforme. Por otra
parte, no es probable que hable correctamente el francés, siendo súbdito
inglés.
MISTRESS HUBBARD:
Ciudadana norteamericana, litera número 3, primera clase.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde medianoche hasta
las 2 de la madrugada, ninguna.
Pruebas
contra ella o circunstancias sospechosas: La historia del hombre en su cabina está
corroborada por la declaración de Hardman y por la de la señora Schmidt.
GRETA OHLSSON: Sueca,
litera número 7, segunda clase.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde la medianoche a
las 2 de la madrugada. (Atestiguada por Mary Debenham.) Nota: Fue la última
persona que vio a Ratchett.
PRINCESA DRAGOMIROFF:
Naturalizada ciudadana francesa, litera número 4, primera clase.
Móvil:
Estuvo íntimamente
relacionada con la familia Armstrong y fue madrina de Sonia Armstrong.
Coartada:
Desde medianoche hasta
las 2 de la madrugada. (Atestiguada por el encargado y la doncella.)
Pruebas
contra ella o circunstancias sospechosas: Ninguna.
CONDE ANDRENYI: Súbdito
húngaro, pasaporte diplomático, litera número 13, primera clase.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde medianoche a las
2 de la madrugada. (Atestiguada por el encargado, esto no cubre el período de
la 1 a la 1.16.)
CONDESA ANDRENYI: Como
el anterior, litera número 12.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde medianoche a las
2 de la madrugada. Tomó Trional y durmió. (Atestiguado por su esposo. El frasco
de Trional en su armario.)
CORONEL ARBUTHNOT:
Inglés, litera número 15, primera clase.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde medianoche a las
2 de la madrugada. Habló con MacQueen hasta la 1.30. Fue a su compartimiento y
ya no lo abandonó. (Corroborado por MacQueen y el conductor.)
Pruebas
contra él o circunstancias sospechosas: El limpiapipas.
CIRUS HARDMAN:
Norteamericano, litera número 16, primera clase.
Móvil:
Ninguno conocido.
Coartada:
Desde medianoche a las
2 de la madrugada no abandona ya su compartimiento. (Corroborado por MacQueen y
el encargado.)
Pruebas
contra él o circunstancias sospechosas: Ninguna.
ANTONIO FOSCARELLI:
Ciudadano norteamericano (italiano de nacimiento), litera número 5, segunda
clase.
Móvil:
Ninguno conocido.
Coartada:
Desde medianoche a las
2 de la madrugada. (Atestiguada por Edward Masterman.)
Pruebas
contra él o circunstancias sospechosas: Ninguna, excepto que el arma utilizada se
adapta a su temperamento. (Véase monsieur Bouc.)
MARY DEBENHAM: Inglesa,
litera número 6, segunda clase.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde medianoche a las
2 de la madrugada. (Atestiguada por Greta Ohlsson.)
Pruebas
contra ella o circunstancias sospechosas: Conversación sorprendida por Hércules Poirot
y que ella se niega a explicar.
HILDEGARDE SCHMIDT:
Alemana, litera número 8, segunda clase.
Móvil:
Ninguno.
Coartada:
Desde medianoche a las
2 de la madrugada. (Atestiguada por el encargado y por la princesa.) Fue a acostarse.
La despertó el encargado a las 12.38 aproximadamente y fue a ver a su ama.
Nota: Las declaraciones
de los viajeros están apoyadas por las afirmaciones del encargado de que
ninguno de ellos entró o salió del compartimiento de mister Ratchett entre la
medianoche y la una de la madrugada (hora en que él pasó al coche inmediato) y
desde la 1.15 a las 2.
—Este documento, como
comprenderán ustedes —aclaró Poirot—, es un mero resumen de las declaraciones
que hemos escuchado, ordenadas de este modo para mayor claridad.
Monsieur Bouc le
devolvió el papel con una mueca.
—No aclara mucho que
digamos —murmuró.
—Quizás encuentre usted
éste más de su gusto —repuso Poirot, entregándole una segunda hoja de papel.
II
Diez preguntas
En la hoja estaba
escrito lo siguiente:
DIEZ PUNTOS QUE
NECESITAN EXPLICACIÓN
1. El pañuelo marcado
con la inicial «H», ¿de quién es?
2. El limpiapipas. ¿Lo
dejó caer el coronel Arbuthnot? ¿Quién si no?
3. ¿Quién llevaba el
quimono escarlata?
4. ¿Quién era el
hombre, o la mujer, disfrazado con el uniforme de empleado del coche cama?
5. ¿Por qué señalaban
las manecillas del reloj la 1.15?
6. ¿Se cometió el
asesinato a esa hora?
7. ¿Se cometió antes?
8. ¿Se cometió después?
9. ¿Podemos estar
seguros de que Ratchett fue apuñalado por más de una persona?
10. ¿Qué otra
explicación puede haber de sus heridas?
—Bien, veamos lo que
puede hacerse —dijo monsieur Bouc, algo más animado ante este desafío a su
ingenio—. Empecemos por el pañuelo. Y procedamos ahora ordenada y
metódicamente.
—Hagámoslo así —dijo
Poirot con aire de satisfacción.
—La inicial «H»
—prosiguió monsieur Bouc— sugiere tres personas: mistress Hubbard, miss
Debenham, cuyo segundo nombre es Hermoine, y la doncella alemana Hildegarde
Schmidt.
—¡Ah! ¿Quién de esas
tres?
—Es difícil determinar.
Pero yo votaría por miss Debenham. Quizá tenga más costumbre de designarse por
su segundo nombre que por el primero. Además, es bastante sospechosa. Aquella
conversación que sorprendió usted, mon cher, fue ciertamente un poco
extraña, y lo mismo su negativa a explicarla.
—En cuanto a mí, voto
por la norteamericana —dijo el doctor Constantine—. El pañuelo es muy costoso,
y las norteamericanas, como todo el mundo sabe, no reparan en gastos.
—¿Así, pues, eliminan
ustedes a la doncella? —preguntó Poirot.
—Sí. Como ella misma
dijo, el pañuelo pertenece a un miembro de la clase alta.
—Vamos con la segunda
pregunta: el limpiapipas. ¿Lo dejó caer el coronel Arbuthnot o quién?
—Eso es más difícil.
Los ingleses no apuñalan. En eso está usted acertado. Me inclino a creer que
alguna otra persona lo dejó caer... y lo hizo para desviar las sospechas hacia
el inglés de las piernas largas.
—Como usted dijo,
monsieur Poirot —intervino el doctor—, dos rastros son demasiados descuidos.
Estoy de acuerdo con monsieur Bouc. El pañuelo fue un verdadero olvido..., por
eso nadie reconocerá que es suyo. El limpiapipas es una pista falsa. En apoyo
de esta teoría, recordará usted que el coronel Arbuthnot no dio muestras de
turbación y confesó libremente que fumaba en pipa y que utilizaba aquel
adminículo para limpiarla.
—No razona usted mal
—dijo Poirot.
—Pregunta número tres.
¿Quién llevaba el quimono escarlata? —prosiguió monsieur Bouc—. Respecto a eso,
confesaré que no tengo la menor idea. ¿Se ha formado usted alguna opinión sobre
el asunto, doctor Constantine?
—Ninguna.
—Entonces nos
confesaremos los dos derrotados aquí. La pregunta siguiente ya tiene algunas
posibilidades. ¿Quién era el hombre o la mujer disfrazado con el uniforme de
los coches cama? A eso podemos contestar con certeza que existe un cierto
número de personas a quienes no sentaría bien ese uniforme. Hardman, el coronel
Arbuthnot, Foscarelli, el conde Andrenyi y Héctor MacQueen. Todos ellos son demasiado
altos. Mistress Hubbard, Hildegarde Schmidt y Greta Ohlsson son demasiado
gruesas. Nos quedan el criado, miss Debenham, la princesa Dragomiroff, la
condesa Andrenyi... ¡y ninguno de ellos parece probable! Greta Ohlsson por una
parte y Antonio Foscarelli por otra, juran que miss Debenham y el criado no
abandonaron sus compartimientos. Hildegarde Schmidt afirma que la princesa
estuvo en el suyo, y el conde Andrenyi nos ha dicho que su esposa tomó un
somnífero. Por lo tanto, parece imposible que haya sido alguno de ellos... ¡lo
cual es absurdo!
—Como dice nuestro
viejo amigo Euclides —murmuró Poirot.
—Pues tiene que ser uno
de esos cuatro —dijo el doctor Constantine—. A menos que se trate de alguien de
fuera que haya encontrado un escondite... y eso hemos convenido que no puede
ser.
Monsieur Bouc pasó a la
siguiente pregunta de la lista.
—Número cinco. ¿Por qué
señalaban las manecillas del reloj la una y quince? Veo dos explicaciones a
esto. O fue hecho por el asesino para establecer una coartada y después se vio
imposibilitado de abandonar el compartimiento cuando se lo proponía, al oír
ruido de gente, o... ¡Espere! Se me ocurre una idea...
Los otros dos esperaron
respetuosamente, mientras monsieur Bouc se debatía en mental agonía.
—Ya lo tengo —dijo al
fin—. ¡No fue el asesino quien manipuló el reloj! Fue la persona que hemos
llamado el Segundo Asesino..., la persona zurda..., en otras palabras, la mujer
del quimono escarlata. Ésta llegó más tarde y movió hacia atrás las manecillas
del reloj, para forjarse una coartada.
—¡Bravo! —exclamó el
doctor Constantine—. Eso está bien imaginado.
—En efecto —dijo
Poirot—. La mujer lo apuñaló en la oscuridad sin darse cuenta de que estaba ya
muerto, pero algo le hizo notar que la víctima tenía un reloj en el bolsillo
del pijama, y entonces lo sacó, retrasó a ciegas las manecillas y le produjo
las abolladuras.
—¿No tiene usted alguna
sugerencia mejor que hacernos? —preguntó monsieur Bouc.
—Por el momento... no
—contestó Poirot—. Pero es igual. No creo que ninguno de ustedes haya reparado
en el punto más importante acerca de ese reloj.
—¿Tiene algo que ver
con la pregunta número seis? —preguntó el doctor—. A esa pregunta... «¿fue
cometido el asesinato a la una y quince?»... contesto que no.
—Estoy de acuerdo —dijo
monsieur Bouc—. «¿Fue antes?», es la pregunta siguiente. A ella contesto que
sí. ¿Está usted conforme, doctor?
El doctor asintió.
—Sí, pero la pregunta
«¿fue después?» puede contestarse también afirmativamente. Estoy conforme con
su teoría, monsieur Bouc, y creo que también monsieur Poirot, aunque no quiere
soltar prenda. El Primer Asesino llegó antes de la una y quince, pero el
Segundo Asesino se presentó después de esa hora. Y respecto a la pregunta de la
mano zurda, ¿no deberíamos realizar algunas gestiones para averiguar cuál de
los viajeros es zurdo?
—No he descuidado
completamente este punto —contestó Poirot—. Observarían ustedes que hice
escribir a cada uno de los viajeros su nombre y dirección. Pero esto no es
concluyente, porque algunas personas realizan ciertas acciones con la mano
derecha y otras con la izquierda. Juegan, por ejemplo, al golf con ésta y
escriben con aquélla. Sin embargo, ya es algo. Todas las personas interrogadas
cogieron la pluma con la mano derecha... con excepción de la princesa
Dragomiroff, que se negó a escribir.
—La princesa
Dragomiroff está fuera de toda sospecha —dijo monsieur Bouc.
—Dudo de que la
princesa tenga la fuerza suficiente para haber infligido el golpe que
atribuimos a la persona zurda —confirmó el doctor Constantine—. Esa herida en
especial fue inferida indefectiblemente con una fuerza considerable.
—¿Con más fuerza de la
que una mujer es capaz?
—No quiero decir tanto.
Pero sí con más fuerza de la que una anciana podría desplegar, y la contextura
física de la princesa Dragomiroff es particularmente débil.
—Pudo ser consecuencia
de la influencia del espíritu sobre el cuerpo —repuso Poirot—. La princesa
Dragomiroff tiene una gran personalidad y un inmenso poder de voluntad. Pero
dejemos esto a un lado por el momento.
—Examinemos, pues, las
preguntas nueve y diez. ¿Podemos estar seguros de que Ratchett fue apuñalado
por más de una persona, o qué otra explicación puede haber de las heridas? En
mi opinión, hablando como médico, no puede haber otra explicación de
esas heridas. Carece de sentido sugerir que un hombre golpeó primero débilmente
y luego con violencia al principio con la mano derecha y después con la
izquierda; y que pasado un intervalo de quizá media hora infligió nuevas
heridas al cuerpo muerto.
—No —dijo Poirot—. Eso
carece, en efecto, de sentido. ¿Pero cree usted que la hipótesis de los dos
asesinos tiene más verosimilitud?
—Como usted mismo ha
dicho, ¿qué otra explicación puede haber?
—Eso es lo que me
pregunto —dijo Poirot, abstraída la mirada—. No dejo de preguntármelo.
Se retrepó en su
asiento.
—De ahora en adelante
todo está aquí —añadió golpeándose la frente—. Lo hemos agotado todo. Los
hechos están ante nosotros... nítidamente agrupados con orden y método. Los
viajeros han desfilado uno tras otro por este salón. Sabemos todo lo que puede
saberse... superficialmente.
Dirigió una afectuosa
mirada a monsieur Bouc.
—¿Recuerda que
bromeamos un poco sobre aquello de recostarse y reflexionar? Bien, pues voy a
poner en práctica mi sistema... aquí delante de sus ojos, ustedes dos deben
hacer lo mismo. Recostémonos y reflexionemos... Uno o varios viajeros mataron a
Ratchett. ¿Cuál de ellos?
III
Algunos puntos
sugestivos
Pasó un cuarto de hora
antes de que ninguno de ellos hablase.
Monsieur Bouc y el
doctor Constantine empezaron por tratar de obedecer las instrucciones de
Poirot. Y se habían esforzado por ver, a través de la masa de detalles
contradictorios, una solución clara y terminante.
Los pensamientos de
monsieur Bouc discurrieron de esta suerte:
«No tengo más remedio
que pensar. Pero el caso es que creí tenerlo ya todo pensado... Poirot,
evidentemente, opina que la muchacha inglesa está complicada en el asunto. Yo
no puedo por menos que creer que eso es en extremo improbable... Los ingleses
son extremadamente fríos. Pero ahora no se trata de eso. Parece ser que el
italiano no pudo hacerlo. Es una lástima. Supongo que el criado inglés no
mintió cuando dijo que el otro no abandonó el compartimiento. ¿Y por qué iba a
mentir? No es fácil sobornar a los ingleses. Son tan insobornables... Todo este
asunto ha sido desgraciadísimo. No sé cuándo vamos a salir de él. Todavía queda
mucho por hacer. Son tan indolentes en estos países... pasan horas antes de que
a alguien se le ocurra hacer algo. Y la policía debería ser más activa. No
tropiezan con un caso así todos los días. Lo publicarán todos los periódicos.»
Y desde aquí los
pensamientos de monsieur Bouc siguieron un camino trillado, que ya habían
recorrido centenares de veces.
Los pensamientos del
doctor Constantine discurrieron de este modo:
«Este hombrecito
extraño. ¿Un genio? ¿O un farsante? ¿Resolverá este misterio? Imposible. Yo no
le veo solución. Todo en él es confuso... Todos mienten, quizá... De todos
modos, no adelantaríamos nada. Si mienten, es tan desconcertante como si dicen
la verdad. Las heridas son muy extrañas. No puedo comprenderlo... Sería más
fácil si le hubiesen matado a tiros... Después de todo, la palabra pistolero
tiene que significar que se dispara con una pistola. Curioso país, Estados
Unidos. Me gustaría ir allá. Es tan avanzado... Cuando vuelva a casa tengo que
hablar con Demetrius Zagone... ha estado allí... tiene ideas muy modernas. ¿Qué
estará haciendo Zía en este momento? Si mi esposa llega a enterarse...».
Sus pensamientos
continuaron ya por el camino del terreno personal.
Hércules Poirot
permaneció completamente inmóvil. Cualquiera habría creído que estaba dormido.
Y de pronto, después de
un cuarto de hora de completa inmovilidad, sus cejas empezaron a moverse
lentamente hacia arriba. Se le escapó un pequeño suspiro. Y murmuró entre
dientes:
—Al fin y al cabo, ¿por
qué no? Y si fuese así, se explicaría todo.
Abrió los ojos. Eran
verdes como los de los gatos.
—Eh bien —dijo—.
Ya he reflexionado. ¿Y ustedes?
Perdidos en sus
reflexiones, ambos hombres se sobresaltaron al oírle.
—Yo también he pensado
—dijo monsieur Bouc, con una sombra de culpabilidad—. Pero no he llegado a
ninguna conclusión. Su oficio, y no el mío, es aclarar los crímenes, amigo
Poirot.
—También yo he
reflexionado con gran intensidad —dijo el doctor, enrojeciendo y haciendo
regresar sus pensamientos de ciertos detalles pornográficos—. Se me han
ocurrido muchas posibles hipótesis, pero no hay ninguna que llegue a
satisfacerme.
Poirot asintió amablemente.
Su gesto parecía significar: «Perfectamente. No podían decir otra cosa. Me han
dado la contestación que esperaba».
Permaneció muy tieso,
sacó pecho, se acarició el bigote y habló a la manera de un orador veterano que
se dirige a una asamblea.
—Amigos míos, he
revisado los hechos en mi imaginación, y me he repetido también las
declaraciones de los viajeros... con ciertos resultados. Veo, nebulosamente
todavía, una cierta explicación que abarcaría los hechos que conocemos. Es una
curiosísima explicación, pero todavía no puedo estar seguro de que sea la
verdadera. Para averiguarlo definitivamente, tendré que hacer todavía ciertos
experimentos aclaratorios.
»Me gustaría mencionar,
en primer lugar, ciertos puntos que parecen muy sugestivos. Empezaremos por una
observación que me hizo monsieur Bouc, en este mismo lugar, en ocasión de
nuestra primera comida en el tren. Comentaba el hecho de que estuviésemos
rodeados de personas de todas clases, edades y nacionalidades. Es un hecho algo
raro en esta época del año. Los coches Atenas-París y Bucarest-París, por
ejemplo, están casi vacíos. Recuerdo también un pasajero que dejó de
presentarse. Es un detalle significativo. Después hay algunos detalles que
también me llaman la atención. Por ejemplo, la posición de la esponjera de
mistress Hubbard, el nombre de la madre de mistress Armstrong, los métodos
detectivescos de mister Hardman, la sugerencia de mister MacQueen de que el
mismo Ratchett destruyó la nota que encontramos carbonizada, el nombre de pila
de la princesa Dragomiroff y una mancha de grasa en el pasaporte húngaro.
Los dos hombres se le
quedaron mirando, desconcertados.
—¿Les sugieren a
ustedes algo esos puntos? —preguntó Poirot.
—A mí lo más mínimo
—confesó francamente monsieur Bouc.
—¿Y a usted, doctor?
—No comprendo nada de
lo que está usted diciendo.
Monsieur Bouc, entretanto, agarrándose a la
única cosa tangible que su amigo había mencionado, se puso a revolver los
pasaportes. Encontró el del conde y la condesa Andrenyi y los abrió.
—¿Se refiere usted a
esta mancha? —preguntó.
—Sí. Es una mancha de
grasa relativamente fresca. ¿Observa usted dónde está situada?
—Al principio de la
filiación de la esposa del conde..., sobre su nombre de pila, para ser más
exacto. Pero confieso que todavía no comprendo lo que quiere usted decir.
—Voy a preguntárselo
desde otro ángulo. Volvamos al pañuelo encontrado en la escena del crimen.
Según dijimos hace un momento, sólo tres personas están relacionadas con la
letra «H»: mistress Hubbard, miss Debenham y la doncella Hildegarde Schmidt.
Consideremos ahora ese pañuelo desde otro punto de vista. Es, amigos míos, un
pañuelo extremadamente costoso..., un objet de luxe, hecho a mano,
bordado en París. ¿Cuál de los viajeros, prescindiendo de la inicial, es probable
que poseyese semejante pañuelo? No mistress Hubbard, una digna señora sin
pretensiones ni extravagancias en el vestir. No miss Debenham; esta clase de
inglesas utilizan pañuelos finos, pero no un pedazo de batista, que habrá
costado, quizá, doscientos francos. Y ciertamente no la doncella. Pero hay dos
mujeres en el tren que podrían haber poseído tal pañuelo. Veamos si podemos
relacionarlas en algún modo con la letra «H». Las dos mujeres a que me refiero
son la princesa Dragomiroff...
—Cuyo nombre de pila es
Natalia —interrumpió irónicamente monsieur Bouc.
—Exactamente. Nombre de
pila, como antes dije, que es decididamente sugestivo. La otra mujer es la
condesa Andrenyi. Y en seguida algo nos llama la atención...
—¡Se la llamará a
usted!
—Bien; pues a mí. El
nombre de pila que figura en su pasaporte está desfigurado por una mancha de
grasa. Un mero accidente, diría cualquiera. Pero consideren ese nombre, Elena.
Supongamos que, en lugar de Elena, fuese Héléne, con hache. Esa «H»
mayúscula pudo ser transformada en una «E», haciéndole cubrir la «e» minúscula
siguiente... y luego una mancha de grasa disimuló completamente la alteración.
—¡Helena! —exclamó
monsieur Bouc—. ¡No es mala idea!
—¡Ciertamente que no lo
es! He buscado a mi alrededor una confirmación de esa idea, por ligera que
sea... y la he encontrado. Una de las etiquetas del equipaje de la condesa
estaba todavía húmeda. Y da la casualidad que estaba colocada sobre la primera
inicial de su maletín. Esta etiqueta había sido arrancada y vuelta a pegar en
un lugar diferente con toda seguridad.
—Empieza usted a
convencerme —dijo monsieur Bouc—. Pero la condesa Andrenyi...
—Oh, ahora, mon
vieux, tiene usted que retroceder y examinar el caso desde un ángulo
completamente diferente. ¿Cómo se pensó que apareciera el asesinato ante la
gente? No olvide que la nieve ha trastornado todo el plan original del asesino.
Imaginemos, por un momento, que no hubo nieve, que el tren siguió su curso
normal. ¿Qué habría sucedido entonces?
»El asesinato se habría
descubierto con toda probabilidad esta mañana temprano en la frontera italiana.
Las pruebas habrían sido encontradas por la policía. Mister MacQueen habría
mostrado las cartas amenazadoras, mister Hardman habría contado su historia,
mistress Hubbard se habría apresurado a contar cómo un hombre pasó por su
compartimiento y cómo encontró un botón sobre la revista. Me imagino que
solamente dos cosas habrían sido diferentes. El hombre habría pasado por el
compartimiento de mistress Hubbard poco antes de la una... y el uniforme se
habría encontrado tirado en uno de los lavabos.
—Lo que significaría...
—Lo que significaría
que el asesinato fue planeado para que apareciese como obra de alguien del
exterior... Se habría supuesto que el asesino abandonó el tren en Brod,
donde tenía que llegar a las cero cincuenta y ocho. Alguien, probablemente, se
habría tropezado con un encargado falso en el pasillo. El uniforme habría
quedado abandonado en un lugar visible para mostrar claramente cómo se había
ejecutado el crimen. Ninguna sospecha habría recaído sobre los viajeros. Así
fue, amigos míos, cómo se pensó que el asunto apareciese ante los ojos del
mundo.
»Pero el accidente de
la nieve lo trastornó todo. Indudablemente, tenemos aquí una razón de por qué
el hombre permaneció en el compartimiento tanto tiempo con su víctima. Estaba
esperando que el tren reanudase la marcha. Pero al fin se dio cuenta de que
el tren no se movía. Había que improvisar un plan diferente. Ya no se podía
impedir que se averiguase que el asesino continuaba todavía en el tren.
—Sí, sí —dijo monsieur
Bouc, impaciente—. Todo eso lo comprendo. Pero ¿qué tiene que ver el pañuelo
con ello?
—Vuelvo a ese asunto
por un camino algo tortuoso. Para empezar, tiene usted que darse cuenta de que
las cartas amenazadoras eran una especie de pantalla. Probablemente fueron
inspiradas por alguna novela detectivesca norteamericana. No eran verdaderas.
Están, en efecto, sencillamente destinadas a la policía. Lo que tenemos que
preguntarnos nosotros es: «¿Engañaron esas cartas a Ratchett?». En vista de lo
que conocemos, la respuesta parece que tiene que ser: «No». Las instrucciones
de Ratchett a Hardman indican un determinado enemigo «particular», de cuya
identidad estaba perfectamente enterado. Esto, lógicamente, es así si aceptamos
el relato de Hardman como verdadero. Pero lo que sí es cierto es que Ratchett
recibió una carta de un carácter muy diferente: la que contenía una referencia
al baby Armstrong, un fragmento de la cual encontramos en su
compartimiento. El primer cuidado del asesino fue destruirla. Ése fue, pues, el
segundo tropiezo de sus planes. El primero fue la nieve, el segundo nuestra
reconstrucción de aquel fragmento de papel carbonizado.
»Esta nota destruida
tan cuidadosamente sólo puede significar una cosa. Tiene que haber en este
tren alguien tan íntimamente relacionado con la familia Armstrong, que el
hallazgo de esta nota arrojaría inmediatamente las sospechas sobre tal persona.
»Vamos ahora con los
otros rastros encontrados. Prescindiremos de momento del limpiapipas. Ya hemos
hablado bastante de él. Pasemos al pañuelo. Considerado elementalmente, es un
rastro que acusa de un modo directo a alguien cuya inicial es «H», y fue dejado
caer involuntariamente por ese alguien.
—Exacto —dijo el doctor
Constantine—. Esa persona descubrió que dejó caer el pañuelo e inmediatamente
hizo lo necesario para ocultar su nombre de pila.
—Va usted demasiado de
prisa. Llega usted a una conclusión mucho antes de lo que yo mismo me
permitiría.
—¿Hay alguna otra
alternativa?
—Ciertamente que la
hay. Supongamos, por ejemplo, que usted ha cometido un crimen y desea que
recaigan las sospechas sobre alguna otra persona, y que ésta es una mujer que
va en el tren, relacionada íntimamente con la familia Armstrong. Supongamos,
pues, que deja usted allí un pañuelo que pertenece a esa mujer... Ella será
interrogada, se descubrirá su relación con la familia Armstrong... et voilá.
Móvil... y pieza de convicción.
—Pero en tal caso
—objetó el doctor—, como la persona indicada es inocente, no hará nada para
ocultar su identidad.
—¿Cree usted eso
realmente? Ésa sería la opinión de un policía vulgar. Pero yo conozco la
naturaleza humana, amigo mío, y le diré que enfrentada de pronto con la
posibilidad de ser procesada por asesinato, la persona más inocente pierde la
cabeza y hace las cosas más absurdas. No, no; la mancha de grasa y la etiqueta
cambiada no prueban definitivamente la culpabilidad..., prueban únicamente que
la condesa tiene sumo interés, por alguna razón, en ocultar su verdadera
identidad.
—¿Qué relación cree
usted que la unirá con la familia Armstrong? Nunca ha estado en Estados Unidos,
según dice.
—Exactamente, y habla
un mal inglés, y tiene un aire extranjero que exagera. Pero no será difícil
averiguar quién es. Mencioné hace poco el nombre de la madre de mistress
Armstrong. Era Linda Arden, una célebre actriz, notabilísima intérprete del
teatro shakesperiano. Piensen en Como gustéis. Fue en esa comedia donde
ella se inspiró para su nombre de batalla. Linda Arden, el nombre con que era
conocida en el mundo entero, no era su verdadero nombre. Éste pudo ser
Goldenberg... con toda seguridad, tenía sangre centroeuropea en sus venas...,
quizá de origen judío. Muchas nacionalidades se amontonan en América. Sugiero a
ustedes, señores, que esa joven hermana de mistress Armstrong, poco más que una
chiquilla en la época de la tragedia, es Helena Goldenberg, la hija más joven
de Linda Arden, y que se casó con el conde Andrenyi seguramente cuando éste
estuvo con el cargo de agregado en Washington.
—Pero la princesa
Dragomiroff dice que se casó con un inglés.
—¡Cuyo nombre no puede
recordar! Y yo les pregunto, amigos míos, ¿es eso realmente probable? La
princesa Dragomiroff quería a Linda Arden como las grandes damas quieren a los
grandes artistas. Era, además, madrina de una de sus hijas. ¿Iba a olvidar tan
rápidamente el nombre de casada de la otra hija? No es probable. Creo que
podemos afirmar que la princesa Dragomiroff ha mentido. Sabía que Helena estaba
en el tren, la había visto. Y se dio cuenta en seguida, tan pronto como se
enteró de quién era realmente Ratchett, de que Helena sería sospechosa. Por
eso, cuando la interrogamos sobre la hermana, se apresuró a mentir... no puede
recordar, pero «cree que Helena se ha casado con un inglés...», sugerencia que
sin duda alguna se aleja todo lo posible de la verdad.
Entró uno de los
empleados del restaurante y se dirigió a monsieur Bouc.
—¿Servimos la comida,
señor? Hace tiempo que está ya lista.
Monsieur Bouc miró a
Poirot y éste asintió.
—Sí, sí; que sirvan la
comida.
El empleado desapareció
por la puerta del otro extremo. Al cabo de unos instantes se oyó la campanilla
y el pregón de su voz.
—Primera clase. La
comida está servida. Primera serie.
IV
La mancha de grasa en
un pasaporte húngaro
Poirot compartió una
mesa con monsieur Bouc y el doctor.
Los viajeros reunidos
en el coche comedor hablaban poco. Hasta la locuaz mistress Hubbard se mostraba
desacostumbradamente silenciosa. Al sentarse murmuró: «No sé si tendré ánimo
para comer». Y luego aceptó todo lo que le ofrecieron, animada por la dama
sueca, que parecía considerarla con un interés especial.
Antes de que se
sirviese la comida, Poirot cogió al jefe de los camareros por la manga y le
murmuró algo al oído. Constantine no tardó en enterarse en qué habían
consistido las instrucciones, pues observó que el conde y la condesa Andrenyi
eran siempre servidos los últimos y que, al final de la comida, se retrasaron
en presentarles la cuenta, con lo que resultó que el conde y la condesa fueron
los últimos en abandonar el coche comedor.
Cuando al fin se
pusieron en pie y avanzaron en dirección a la puerta, Poirot se levantó también
y los siguió.
—Pardon, madame
—dijo—, ha dejado usted caer su pañuelo. Mostraba a la dama el delicado
cuadradito de batista con su monograma.
Ella lo cogió, lo miró
y se lo devolvió.
—Se equivoca usted,
señor, ese pañuelo no es mío.
—¿No es suyo? ¿Está
usted segura?
—Completamente segura,
señor.
—Y, sin embargo,
madame, tiene su inicial..., la inicial «H».
El conde hizo un
movimiento brusco. Poirot fingió no darse cuenta. Su mirada estaba fija en el
rostro de la condesa.
—No comprendo, señor
—replicó ella, sin inmutarse—. Mis iniciales son E.A.
—Me parece que no. Su
nombre es Helena..., no Elena. Helena Goldenberg, la hija más joven de Linda
Arden. Helena Goldenberg, hermana de mistress Armstrong.
Durante unos minutos
reinó un silencio de muerte. Tanto el conde como la condesa palidecieron
intensamente. Poirot añadió en tono más suave:
—Es inútil negarlo. Ésa
es la verdad, ¿no es cierto?
—Pregunto, señor, ¿con
qué derecho...? —estalló, furioso, el conde. Ella le contuvo, levantando una
pequeña mano hacia su boca.
—No, Rudolph. Déjame
hablar. Es inútil negar lo que dice este caballero. Mejor sería que nos sentásemos
y aclarásemos el asunto.
Su voz había cambiado.
Tenía todavía la riqueza del tono meridional, pero se había hecho
repentinamente más enérgica e incisiva.
Era, por primera vez,
una voz definitivamente norteamericana.
El conde guardó
silencio. Obedeció al gesto de su mano y ambos se sentaron frente a Poirot.
—Su afirmación, señor,
es completamente cierta —dijo la condesa—. Soy Helena Goldenberg, la hermana
más joven de mistress Armstrong.
—Esta mañana no quiso
usted ponerme al corriente de ese hecho, señora condesa.
—No..., en efecto.
—Todo lo que usted y su
esposo me dijeron fue una sarta de mentiras.
—¡Señor! —saltó
airadamente el conde.
—No te enfades,
Rudolph. Monsieur Poirot expone los hechos algo brutalmente, pero lo que dice
es innegable.
—Celebro que lo
reconozca usted tan libremente, madame. ¿Quiere usted decirme ahora las razones
que tuvo para hacerlo así, y también para alterar su nombre de pila en el
pasaporte?
—Eso fue obra
exclusivamente mía —intervino el conde.
—Seguramente, monsieur
Poirot, que sospechará usted mis razones... nuestras razones —añadió
tranquilamente Helena—. El hombre muerto es el individuo que asesinó a mi
sobrinita, el que mató a mi hermana, el que destrozó el corazón de mi cuñado.
¡Tres personas a quienes yo adoraba y que constituían mi hogar..., mi mundo!
Su voz vibró
apasionada. Era una digna hija de aquella madre cuya fuerza emocional había
arrancado lágrimas a tantos auditorios.
La dama prosiguió, más
tranquilamente:
—De todas las personas
que ocupan el tren, yo sola tenía probablemente los mejores motivos para
matarle.
—¿Y no lo mató usted,
madame?
—Le juro a usted,
monsieur Poirot..., y mi esposo que lo sabe lo jurará también..., que aunque
muchas veces me sentí tentada de hacerlo, jamás levanté una mano contra
semejante canalla.
—Así es, caballeros
—dijo el conde—. Les doy mi palabra de honor de que Helena no abandonó su
compartimiento anoche. Tomó un somnífero, como declaré. Es absoluta y
enteramente inocente.
Poirot paseó la mirada
de uno a otro.
—Bajo mi palabra de
honor —repitió el conde.
—Y, sin embargo —repuso
Poirot—, confiesa usted que alteró el nombre del pasaporte.
—Monsieur Poirot
—replicó el conde apasionadamente—, considere mi situación. Yo no podía sufrir
la idea de que mi esposa se viese complicada en un sórdido caso policíaco. Ella
era inocente, yo lo sabía, pero su relación con la familia Armstrong la habría
hecho inmediatamente sospechosa. La habrían interrogado, detenido quizá. Puesto
que una aciaga casualidad había hecho que viajáramos en el mismo tren que ese
Ratchett, no encontré otro camino que la mentira para aminorar el mal.
Confieso, señor, que le he mentido en todo... menos en una cosa. Mi mujer no
abandonó su cabina la noche pasada.
Hablaba con una
ansiedad difícil de fingir.
—No digo que no le
crea, señor —dijo lentamente Poirot—. Su familia es, según tengo entendido, de
abolengo y orgullosa. Habría sido, ciertamente, duro para usted ver a su esposa
complicada en un asunto tan desagradable. Con eso puedo simpatizar. Pero, ¿cómo
explica usted, entonces, la presencia del pañuelo de su esposa en la cabina del
hombre muerto?
—Ese pañuelo no es mío,
señor —dijo la condesa.
—¿A pesar de la inicial
«H»?
—A pesar de ella. Tengo
pañuelos no muy diferentes de ése, pero ninguno de una hechura exactamente
igual. Sé, naturalmente, que no puedo esperar que usted me crea, pero le
aseguro que es así. Ese pañuelo no es mío.
—¿Pudo ser colocado
allí por alguien que deseaba comprometerla a usted?
—¿Es que quiere usted
obligarme a confesar que es mío, después de todo? Pues esté usted seguro,
monsieur Poirot, de que no lo es.
—Entonces, ¿por qué, si
el pañuelo no es suyo, alteró usted el nombre en el pasaporte?
El conde contestó por
su esposa:
—Porque nos enteramos
de que habían encontrado un pañuelo con la inicial «H». Hablamos del asunto
antes de que se nos interrogase. Hice notar a Helena que si se veía que su
nombre de pila empezaba con una «H», sería sometida inmediatamente a un
interrogatorio mucho más riguroso. Y la cosa era tan sencilla... Transformar
Helena en Elena fue algo realizado perfectamente por mí en un momento.
—Tiene usted, señor
conde, las características de un peligroso delincuente —dijo Poirot con
sequedad—. Una gran ingenuidad natural y una decisión sin escrúpulos para
despistar a la justicia.
—¡Oh, no, monsieur
Poirot! —protestó la joven—. Ya le ha explicado lo sucedido. Yo estaba
aterrada, muerta de espanto, puede usted creerme. ¡Después de lo que llevo
sufrido, verme objeto de sospechas y quizá también encarcelada! ¡Y por causa
del miserable asesino que hundió a mi familia en la desesperación! ¿Acaso no lo
comprende usted, monsieur Poirot?
Su voz era
acariciadora, profunda, rica, suplicante; la voz de la hija de la gran actriz
Linda Arden.
Poirot la miró con
gravedad.
—Si quiere que la crea,
madame, tiene usted que ayudarme.
—¿Ayudarle?
—Sí. El móvil del
asesinato reside en el pasado..., en aquella tragedia que destrozó su hogar y
entristeció su joven vida. Hágame retroceder
hasta el pasado,
madame, para que pueda encontrar en él el eslabón que nos lo explique todo.
—¿Qué puedo decirle,
monsieur Poirot? Todos murieron. Todos murieron... —repitió con voz lúgubre—.
Robert, Sonia..., ¡mi adorada Daisy de mi alma! Era tan dulce..., tan feliz...,
tenía unos rizos tan adorables... ¡Todos estábamos locos con ella!
—Hubo otra víctima,
madame. Una víctima indirecta, por decirlo así.
—¿La pobre Susanne? Sí,
la había olvidado. La policía la interrogó. Estaba convencida de que tenía algo
que ver con el crimen. Quizá fuera así..., pero inocentemente. Creo que había
charlado con alguien, dándole informes sobre las horas de salida de Daisy. La
pobre muchacha se vio terriblemente comprometida y creyó que la iban a
procesar. Desesperada, se arrojó por una ventana. ¡Oh, fue terriblemente
horrible!
La dama hundió el
rostro entre las manos.
—¿Qué nacionalidad
tenía, madame?
—Era francesa.
—¿Y se apellidaba?
—Le parecerá absurdo,
pero no lo puedo recordar. Todos la llamábamos Susanne. Era una muchacha
simpatiquísima, que adoraba a Daisy.
—¿Era su niñera?
—Sí.
—¿Quién era la nurse?
—Una diplomada del
hospital. Se apellidaba Stengelberg. También quería mucho a Daisy... y a mi
hermana.
—Ahora, madame,
necesito que piense cuidadosamente antes de contestar a mi pregunta. ¿Ha visto
usted, desde que se encuentra en el tren, a alguna persona que le sea conocida?
La joven hizo un gesto
de asombro.
—¿Yo? No, a nadie.
—¿Qué me dice de la
princesa Dragomiroff?
—¡Oh!, ¿ella? La
conozco, por supuesto. Creí que se refería usted a otra persona..., a alguien
de... de aquella época.
—Precisamente, madame.
Ahora piense cuidadosamente. Recuerde que han pasado algunos años. La persona
puede haber alterado su aspecto.
Helena reflexionó
profundamente. Luego dijo:
—No..., estoy segura de
que no he visto a nadie.
—En aquella época era
usted muy jovencita. ¿No tenía usted a nadie que la guiase en sus estudios o la
cuidase?
—¡Oh, sí! Tenía un
dragón..., una señora que era institutriz mía y secretaria de Sonia. Era
inglesa, o más bien escocesa..., una mujerona de pelo rojizo.
—¿Cómo se llamaba?
—Miss Freebody.
—¿Joven o vieja?
—A mí me parecía
espantosamente vieja. Supongo que no tendría más de cuarenta años.
—¿Y no había otras
personas en la casa?
—Criados solamente.
—¿Está usted segura,
completamente segura, madame, de que no ha reconocido a nadie en el tren?
—A nadie, señor. A
nadie en absoluto —contesto la joven sin titubear.
V
El nombre de pila de la
princesa Dragomiroff
Cuando el conde y la
condesa se retiraron, Poirot se dirigió a sus amigos.
—Como ven, hacemos
progresos —dijo.
—¡Excelente trabajo!
—le felicitó cordialmente monsieur Bouc—. Por mi parte, nunca se me hubiese
ocurrido sospechar del conde y la condesa Andrenyi. Confieso que los
consideraba completamente hors de combat. Supongo que no habrá duda de
que ella cometió el crimen. Es un poco triste. Sin embargo, no la
guillotinarán. Existen circunstancias atenuantes. Unos cuantos años de
prisión... eso será todo.
—¿Tan seguro está usted
de su culpabilidad?
—¿Es que puede dudarse
de ello, mi querido amigo? Yo creí que sus tranquilizadoras maneras eran sólo
para arreglar las cosas hasta que salgamos de la nieve y se haga cargo del
asunto la policía.
—¿No cree usted la
rotunda afirmación del conde... respaldada por su palabra de honor... de que su
esposa es inocente?
—Mon cher..., naturalmente...,
¿qué otra cosa podía él decir? Adora a su mujer. ¡Quiere salvarla! Dice muy
bien sus mentiras... en estilo de gran señor, pero, ¿qué otra cosa pueden ser,
sino mentiras?
—Bien, pues yo tenía la
absurda idea de que pudieran ser verdades.
—No, no. Recuerde el
pañuelo. El pañuelo confirma el asunto.
—¡Oh!, yo no estoy tan
seguro sobre eso del pañuelo. Recuerde que siempre le dije que había dos
posibilidades respecto del poseedor de esa prenda.
—Así y todo...
Monsieur Bouc se
interrumpió. Se había abierto la puerta y la princesa Dragomiroff avanzaba
directamente hacia ellos. Los tres hombres se pusieron en pie.
Ella se dirigió a
Poirot, prescindiendo de los otros.
—Creo, señor —dijo—,
que tiene usted un pañuelo mío.
Poirot lanzó una mirada
de triunfo a sus amigos.
—¿Es éste, madame?
Poirot mostró el
cuadradito de batista.
—Éste es. Tiene mi
inicial en una punta.
—Pero, princesa, esa
letra es una «H» —intervino monsieur Bouc—. Su nombre de pila... perdóneme...
es Natalia.
Ella le lanzó una fría
mirada.
—Es cierto, señor. Mis
pañuelos están siempre marcados con caracteres rusos. Esto es una N en ruso.
Monsieur Bouc quedó
abochornado. Había algo en aquella indomable anciana que le hacía sentirse
sumamente nervioso y aturdido.
—En el interrogatorio
de esta mañana no nos dijo usted que este pañuelo fuera suyo —objetó Poirot.
—Usted no me lo
preguntó —replicó secamente la princesa rusa.
—Tenga la bondad de
sentarse, madame.
La princesa lo hizo con
un gesto de impaciencia.
—No creo que debamos
prolongar mucho este incidente, señores. Ustedes me van ahora a preguntar por
qué se encontraba mi pañuelo junto al cadáver de un hombre asesinado. Mi
contestación es que no tengo la menor idea.
—¿De verdad que no la
tiene usted?
—En absoluto.
—Excúseme, madame, pero
¿podemos confiar en la sinceridad de sus respuestas?
Poirot pronunció estas
palabras suavemente, pero la princesa Dragomiroff contestó de un modo
despectivo.
—Supongo que dice usted
eso porque no confesé que Helena Andrenyi era la hermana de mistress Armstrong.
—En efecto, usted nos
mintió deliberadamente en este punto.
—Ciertamente. Y
volvería a hacer lo mismo. Su madre era amiga mía. Creo, señores, en la lealtad
a los amigos, a la familia y a la estirpe.
—¿Y no cree usted en lo
conveniente que es ayudar hasta el límite los fines de la justicia?
—En este caso creo que
se ha hecho justicia... estrictamente justicia. Poirot se inclinó hacia
delante.
—Considere usted mi
situación, madame. ¿Debo creer a usted en este asunto del pañuelo? ¿O trata
usted de encubrir a la hija de su amiga?
—¡Oh! Comprendo lo que
quiere usted decir, señor. —Su rostro se iluminó con una débil sonrisa—. Bien,
señores, mi afirmación puede probarse fácilmente. Les daré a ustedes la
dirección de la casa de París que me confeccionó mis pañuelos. No tienen
ustedes más que enseñarles éste y les informarán de que fue hecho por encargo
mío hará más de un año. El pañuelo es mío, señores.
Se puso en pie.
—¿Desean preguntarme
algo más?
—Su doncella, madame,
¿cómo no reconoció este pañuelo cuando se lo enseñamos esta mañana?
—Debió reconocerlo. ¿Lo
vio y no dijo nada? ¡Ah, bien! Eso demuestra indudablemente que también ella
puede ser leal.
La dama hizo una ligera
inclinación de cabeza y abandonó el coche comedor.
—Así tuvo que ser
—murmuró Poirot—. Yo advertí un pequeñísimo titubeo cuando pregunté a la
doncella si sabía a quién pertenecía el pañuelo. Dudó un instante sobre
confesar o no que era de su ama.
—¡Verdaderamente, es
una mujer terrible esa señora! —exclamó monsieur Bouc.
—¿Pudo asesinar a
Ratchett? —preguntó Poirot al doctor Constantine.
Éste hizo un gesto negativo.
—Aquellas heridas...,
las causadas con tanta fuerza que llegaron hasta el hueso..., no pudieron ser
nunca obra de una persona tan débil físicamente.
—¿Y las otras?
—Las otras, las
superficiales, sí.
—Estoy pensando —dijo
Poirot— en el incidente de esta mañana, cuando dije a la princesa que su fuerza
residía más en su voluntad que en su brazo. Aquella observación fue una especie
de trampa. Yo quería ver si posaba la mirada en su brazo izquierdo o en el
derecho. No miró a ninguno de los dos. Pero me dio una extraña respuesta. «No
tengo fuerza alguna en ellos —dijo—. No sé si alegrarme o lamentarlo.» Curiosa
observación que confirma mi opinión sobre el crimen.
—Pero no nos aclaró si
la dama es zurda.
—No. Y a propósito, ¿se
dio usted cuenta de que el conde Andrenyi guarda su pañuelo en el bolsillo del
lado derecho del pecho?
Monsieur Bouc hizo
gesto negativo. Su imaginación voló a las desconcertadas revelaciones de la
pasada media hora.
—Mentiras y más
mentiras —murmuró—. Es asombrosa la cantidad de mentiras que hemos escuchado
esta mañana.
—Todavía faltan por
descubrir algunas —dijo Poirot jovialmente.
—¿Lo cree usted?
—Me decepcionaría mucho
que no fuese así.
—Tal duplicidad es
terrible. Pero parece que le agrada —dijo monsieur Bouc en tono de reproche.
—Tiene sus ventajas
—replicó Poirot—. Si confronta usted con la verdad a alguien que ha mentido,
generalmente lo confesará... si se le coge de sorpresa. No se necesita más que
obrar acertadamente para producir ese efecto.
»Es la única manera de
llevar este caso. Yo considero a los viajeros uno tras otro, examino sus
declaraciones y me digo: "Si tal y tal cosa es mentira, ¿en qué punto
mienten y cuál es la razón de mentir?". Y me contestó que si mienten...
y observen que hablo en condicional... sólo puede ser por tal razón y en
determinado punto. Lo hemos hecho una vez con feliz resultado con la condesa
Andrenyi. Vamos a ensayar ahora el mismo método con otras diversas personas.
—Pero cabe la
posibilidad, amigo mío, de que sus conjeturas sean erróneas.
—En ese caso, una
persona, al menos, estará libre de sospecha.
—¡Ah! Un proceso de
eliminación.
—Exactamente.
—¿A quién probaremos
primero?
—Al coronel Arbuthnot.
VI
Una segunda entrevista
con el coronel Arbuthnot
El coronel Arbuthnot
dio claras muestras de disgusto al ser llamado por segunda vez al coche
comedor. La expresión de su rostro tampoco la pudo ocultar.
—Eh bien? —preguntó,
tomando asiento.
—Admita usted mis
disculpas por molestarle por segunda vez —dijo Poirot—. Pero existen todavía
ciertos detalles que creo podrá usted aclarar.
—¿De veras? Me resisto
a creerlo.
—Empecemos. ¿Ve usted
este limpiapipas?
—Sí.
—¿Le pertenece?
—No lo sé. Como usted
comprenderá, no pongo una marca particular en cada uno de ellos.
—¿Está usted enterado,
coronel Arbuthnot, de que es usted el único viajero del coche Estambul-Calais
que fuma en pipa?
—En este caso, es
probable que sea mío.
—¿Sabe usted dónde fue
encontrado?
—No tengo la menor
idea.
—Fue encontrado junto
al cuerpo del hombre asesinado.
El coronel Arbuthnot
enarcó las cejas.
—¿Puede usted decirnos,
coronel Arbuthnot, cómo cree que llegó hasta allí?
—Lo único que puedo
decir con certeza, es que yo no lo dejé caer.
—¿Entró usted en el
compartimiento de mister Ratchett en alguna ocasión?
—Ni siquiera hablé
nunca con ese hombre.
—¿Ni le habló... ni le
asesinó?
Las cejas del coronel
volvieron a elevarse sardónicamente.
—Si lo hubiese hecho,
no es probable que se lo confesase a usted. Pero puede usted estar tranquilo:
no lo asesiné.
—Muy bien —murmuró
Poirot—. Carece de importancia.
—¿Cómo dice?
—Que carece de
importancia.
—¡Oh! —exclamó el
coronel, desconcertado, pues no esperaba aquella salida.
—Comprenderá usted
—continuó diciendo Poirot— que lo del limpiapipas carece de importancia. Puedo
discurrir otras once excelentes explicaciones de su presencia en la cabina de
mister Ratchett.
Arbuthnot le miró,
asombrado.
—Yo, realmente, deseaba
verle a usted para otro asunto —continuó Poirot—. Miss Debenham quizá le haya
dicho que yo sorprendí algunas palabras que cambiaron ustedes en la estación de
Konya.
Arbuthnot no contestó.
—Ella decía: «Ahora
no. Cuando todo termine. Cuando todo quede atrás». ¿Sabe usted a qué se
referían aquellas palabras?
—Lo siento, monsieur
Poirot, pero debo negarme a contestar a esa pregunta.
—Pourquoi?
—Porque prefiero que se
la dirija usted antes a la misma miss Debenham.
—Ya lo he hecho.
—¿Y se negó a
explicarlo?
—Sí.
—Entonces creo que
debería estar perfectamente claro... aun para usted... que mis labios deben
permanecer callados.
—¿No quiere usted
revelar el secreto de una dama?
—Puede usted
interpretarlo de ese modo, si gusta.
—Miss Debenham me dijo
que las palabras se referían a un asunto particular.
—Entonces, ¿por qué no
acepta usted esa explicación?
—Porque miss Debenham
es lo que podríamos llamar una persona altamente sospechosa.
—Tonterías...
—Nada de tonterías.
—Usted no tiene ninguna
prueba contra ella.
—¿No es suficiente el
hecho de que miss Debenham fuese institutriz de la familia Armstrong en la
época del secuestro de la pequeña Daisy?
Hubo un minuto de
mortal silencio. Poirot movió la cabeza lentamente.
—Ya ve usted —añadió—
que sabemos más de lo que cree. Si miss Debenham es inocente, ¿por qué ocultó
ese hecho? ¿Y por qué me dijo que no había estado nunca en Estados Unidos?
El coronel se aclaró la
garganta.
—¿No cree posible que
esté usted equivocado?
—No estoy equivocado.
¿Por qué mintió, pues, miss Debenham?
El coronel se encogió
de hombros.
—Será mejor que se lo
pregunte a ella. Yo sigo creyendo que se equivoca usted.
Poirot levantó la voz y
llamó. Uno de los camareros acudió desde el otro extremo del coche.
—Vaya y diga a la dama
inglesa del número once que tenga la bondad de venir.
—Bien, señor.
El camarero se alejó.
Los cuatro hombres permanecieron en silencio. El rostro del coronel Arbuthnot
parecía como tallado en madera, rígido e impasible.
Volvió el camarero.
—La señorita viene
ahora mismo, señor.
—Gracias.
Unos minutos más tarde,
Mary Debenham entró en el coche comedor.
VII
La identidad de Mary Debenham
No llevaba sombrero.
Entró con la cabeza echada hacia atrás, como en un desafío. La curva de su
nariz recordaba una nave surcando valiente un mar embravecido. En aquel
momento, Mary Debenham estaba hermosísima.
Su mirada se posó en
Arbuthnot un instante..., sólo un instante.
—Deseaba preguntarle,
señorita, por qué nos mintió usted esta mañana.
—¿Mentirle yo? No sé a
lo que se refiere.
—Ocultó usted el hecho
de que en la época de la tragedia de Armstrong habitaba usted en aquella casa.
Me dijo que no había estado nunca en Estados Unidos.
Se la vio palidecer un
instante, pero se rehizo en seguida.
—Sí —dijo—. Es cierto.
—No, señorita, es
falso.
—No me comprende usted.
Quiero decir que es cierto, que le mentí a usted.
—¡Ah! ¿Lo confiesa?
Sus labios se curvaron
en una sonrisa.
—Ciertamente, puesto
que usted me ha descubierto.
—Por lo menos es usted
franca, señorita.
—No creo que me quede
otro remedio que serlo.
—Es cierto. Y ahora,
señorita, ¿puedo preguntarle la razón de sus evasivas?
—¿No lo adivina usted,
señor Poirot?
—No, por cierto.
—Tengo que ganarme la
vida —dijo ella con un tono de dureza en la voz.
—¿Lo que significa...?
La joven levantó los
ojos y le miró fijamente a la cara.
—¿Sabe usted, monsieur
Poirot, lo que hay que luchar para conseguir y conservar una colocación
decente? ¿Cree usted que alguna familia inglesa, por modesta que sea, se
atrevería a admitir como institutriz de sus hijas a una joven que fue detenida
como implicada en un caso de asesinato y cuyo nombre y fotografía reprodujeron
todos los periódicos ingleses?
—No veo por qué no
—replicó Poirot—, si nadie tiene nada que censurarle.
—No se trata de
censura, monsieur Poirot, ¡es la publicidad! Hasta ahora he logrado triunfar en
la vida. He tenido puestos agradables y bien retribuidos. No iba a arriesgar la
posición alcanzada, ¡y todo para no poder servir a un fin práctico!
—Permítame que le
sugiera, señorita, que yo y no usted habría sido el mejor juez en esta
cuestión.
La joven se encogió de
hombros.
—Usted, por ejemplo,
podría haberme ayudado en la identificación.
—No sé a qué se
refiere.
—¿Es posible, señorita,
que no haya usted reconocido en la condesa Andrenyi a la hija de mistress
Armstrong que estuvo a su cuidado en Nueva York?
—¿La condesa Andrenyi?
¡No! Le parecerá extraño, pero no la reconocí. Cuando me separé de ella estaba
todavía poco desarrollada. De eso hace más de trece años. Es cierto que la
condesa me recordaba a alguien... y me tenía intrigada. Pero está tan cambiada
que nunca la relacioné con mi pequeña discípula norteamericana. Bien es verdad
que sólo la miré casualmente cuando entró en el comedor. Me fijé más en su
traje que en su cara. ¡Somos así las mujeres! Y luego... yo tenía mis
preocupaciones.
—¿No quiere usted
revelarme su secreto, señorita?
La voz de Poirot era
suave y persuasiva.
—No puedo... no puedo
—contestó ella en voz baja.
Y de pronto, sin que
nadie pudiera esperarlo, hundió el rostro entre los brazos y rompió a llorar
amargamente, con desesperación. El coronel se puso en pie y corrió a su lado.
—Por Dios...
Calló y se encaró
fieramente con Poirot.
—¡No dejaré un hueso
sano en su cuerpo, miserable! —le amenazó.
—¡Señor! —protestó
monsieur Poirot.
Arbuthnot se volvió a
la joven.
—Mary..., por amor de
Dios.
La joven se puso en
pie.
—No es nada. Me siento
bien. ¿Me necesita usted para algo más, monsieur Poirot? Si me necesita, vaya a
verme. ¡Oh, qué tonterías..., qué tonterías estoy haciendo!
Salió apresuradamente
del coche. Arbuthnot, antes de seguirla, se encaró una vez más con Poirot.
—Miss Debenham no tiene
nada que ver con este asunto..., ¡nada! ¿Lo oye usted? Si vuelve a molestarla,
tendrá que entendérselas conmigo.
Dicho esto, salió del
salón.
—Me gusta ver a un
inglés enfadado —dijo Poirot—. Son muy divertidos. Cuanto más emocionados
están, menos dominan la lengua.
Pero a monsieur Bouc no
le interesaban las reacciones emocionales de los ingleses. Se sentía abrumado
de admiración hacia su amigo.
—Mon cher, vous etes
épatant! —exclamó—. ¡Otra suposición acertada! C'est formidable.
—Es increíble con qué
facilidad averigua usted las cosas —dijo el doctor Constantine no menos
admirado.
—¡Oh! Esta vez no ha
tenido mérito. La condesa Andrenyi me lo dijo todo en realidad.
—Comment? Yo no
me di cuenta.
—¿Recuerdan ustedes que
le pregunté por su institutriz o señorita de compañía? Yo ya había decidido en
mi imaginación que si Mary Debenham estaba complicada en el asunto, tenía que
haber vivido con la familia Armstrong, desempeñando semejantes cargos.
—Sí, pero la condesa
Andrenyi describió una persona completamente diferente.
—Es cierto. Dijo que
era una mujer alta, de mediana edad, con cabellos rojos..., algo, en fin,
completamente opuesto en todos los aspectos a miss Debenham. Pero después tuvo
que inventar rápidamente un nombre para tal mujer, y la inconsciente asociación
de ideas la delató. Dijo que se llamaba miss Freebody, ¿recuerdan?
—Sí.
—Eh bien, no sé
si la conocerán ustedes, pero hay una tienda en Londres que se llamaba hasta
hace poco Debenham y Freebody. Con el nombre de Debenham en la cabeza, la
condesa buscó otro rápidamente, y el primero que se le ocurrió fue Freebody. Yo
me di cuenta de ello en seguida.
—Otra mentira
—refunfuñó monsieur Bouc—. ¿Qué necesidad tuvo de mentir?
—Posiblemente también
por lealtad. Lo cual dificulta un poco las cosas.
—Ma foi! —dijo
monsieur Bouc, indignado—. Pero, ¿es que en este tren miente todo el mundo?
—Eso —contestó Poirot—
es lo que vamos a averiguar.
VIII
Más revelaciones
sorprendentes
No me sorprendería
ahora —dijo monsieur Bouc—, que todos los viajeros confesasen que han estado al
servicio de la familia Armstrong.
—He aquí una
observación profunda —dijo Poirot—. ¿Le agradaría escuchar lo que tiene que
decir su sospechoso favorito, el italiano?
—¿Va usted a comprobar
otra de sus ya famosas suposiciones?
—Precisamente.
—El suyo es realmente
un caso extraordinario —dijo el doctor Constantine.
—Nada de eso, es de lo
más natural —repuso Poirot.
Monsieur Bouc agitó los
brazos con cómica desesperación.
—Si a eso lo llama
usted natural, mon ami...
Le faltaron las
palabras.
Poirot, entretanto,
había llamado a un empleado del comedor para que fuese a buscar a Antonio
Foscarelli.
El corpulento italiano
tenía al entrar una expresión de cansancio. Sus nerviosas miradas se pasearon
de un lado a otro, como un animal atrapado.
—¿Qué desean ustedes?
—preguntó—. ¡No tengo nada que decir..., nada absolutamente! Per Dio... —Sacudió
un puñetazo sobre la mesa.
—Sí, tiene usted algo
más que decirnos —replicó Poirot con firmeza— ¡La verdad!
—¿La verdad?
Disparó una mirada de
zozobra a Poirot. Había desaparecido la campechana afabilidad de sus modales.
—Mais oui. Es
posible que yo ya la sepa. Pero será un punto a su favor si sale de su boca
espontáneamente.
—Habla usted como la
policía norteamericana. «Canta claro», es lo que acostumbra a decir.
—¡Ah! ¿Tiene usted
experiencia de lo que es la policía de Nueva York?
—Nunca pudo probar nada
contra mí..., pero no fue por no intentarlo.
—Eso fue en el caso de
Armstrong, ¿no es cierto? —preguntó Poirot— ¿Era usted el chófer?
Su mirada se encontró
con la del italiano. Desapareció como por encanto la jactancia del corpulento
individuo, cual si se tratase de un globo pinchado.
—Si lo sabe, ¿por qué
me lo pregunta?
—¿Por qué mintió usted
esta mañana?
—Por razones del
negocio. Además, no confío en la policía yugoslava. Odia a los italianos. No me
habría hecho justicia.
—¡Quizá fuese
exactamente justicia lo que le habría hecho a usted!
—No, no; yo no tengo
nada que ver con lo ocurrido anoche. No abandoné mi cabina un momento. El
inglés puede decirlo. No fui yo quien mató a ese cerdo..., a Ratchett. No podrá
probar nada contra mí.
Poirot escribió algo
sobre una hoja de papel. Luego dijo tranquilamente:
—Muy bien. Puede usted
retirarse.
Foscarelli no se
decidió a hacerlo.
—¿Se da usted cuenta de
que no fui yo quien..., de que no tengo nada que ver con este asunto?
—insistió.
—He dicho que puede
retirarse.
—Esto es una
conspiración. ¿Quieren ustedes perderme? ¡Y todo por un cerdo que debió ir a la
silla eléctrica! ¡Fue una infamia que lo absolviesen! Si hubiese sido yo... me
habrían detenido y...
—Pero no fue usted.
Usted no tuvo nada que ver con el secuestro de la chiquilla.
—¿Qué está usted
diciendo? ¡Si aquella chiquilla era el encanto de la casa! Tonio, me llamaba. Y
se metía en el coche y fingía manejar el volante. ¡Todos la adorábamos! Hasta
la policía llegó a comprenderlo. ¡Oh, la pobre pequeña!
Se había suavizado su
voz. Se le arrasaron los ojos de lágrimas. De pronto giró bruscamente y salió
del coche comedor.
—¡Pietro! —llamó
Poirot.
Acudió apresuradamente
el empleado del coche comedor.
—Avise a la número
diez..., a la señora sueca.
—Bien, monsieur.
—¿Otro? —exclamó
monsieur Bouc—. ¡ Ah, no, no es posible! Le digo a usted que no es posible.
—Mon cher, tenemos
que indagar. Aunque al final todos los viajeros prueben que tenían un motivo
para matar a Ratchett, tenemos que averiguarlo. Y una vez que lo averigüemos,
determinaremos de una vez para siempre quién es el culpable.
—La cabeza me da
vueltas —gimió monsieur Bouc.
Greta Ohlsson llegó
acompañada del empleado. Lloraba amargamente.
Se dejó caer en una
silla frente a Poirot y se secó el llanto con un gran pañuelo.
—No se aflija usted,
señorita; no se aflija usted —le dijo Poirot, palmeteándole un hombro—. Unas
pocas palabras de verdad, eso es todo. ¿Era usted la niñera encargada de la
pequeña Daisy Armstrong?
—Es cierto... es cierto
—gimió la infeliz mujer—. ¡Oh, era un ángel... un verdadero ángel! No conocía
otra cosa que la bondad y el amor... y nos la arrebató aquel malvado. ¡Pobre
madre, que ya no volvió a ver más que su cuerpecillo destrozado! Ustedes no
pueden comprender, porque no estuvieron allí como yo, porque no presenciaron la
terrible tragedia, por qué no dije la verdad esta mañana. Pero tuve miedo...,
miedo de comprometerme. ¡Tanta alegría me dio que el malvado hubiese muerto...
que ya no pudiese torturar y asesinar a inocentes criaturas! ¡Ah, no puedo
hablar..., no tengo palabras para...!
Poirot volvió a repetir
sus palmaditas en el hombro.
—Vamos, vamos..., lo
comprendo..., lo comprendo todo. No le haré más preguntas. Basta con que haya
usted confesado la verdad.
Greta Ohlsson se puso
en pie, entre inarticulados sollozos, y se dirigió a ciegas hacia la puerta. Al
llegar a ella tropezó con un individuo que entraba. Era el criado: Masterman.
Éste se dirigió directamente a Poirot y empezó a hablar con su acostumbrado
tono frío e indiferente.
—Espero que no seré
inoportuno, señor. Creí mejor venir en seguida y decirle la verdad. Fui
asistente del coronel Armstrong durante la guerra y luego me convertí en criado
suyo en Nueva York. Me temo que le ocultase a usted este hecho esta mañana,
señor. Hice muy mal y por eso he creído conveniente venir a sincerarme. Pero
espero, señor, que no sospechará usted de Tonio. El viejo Tonio no es capaz de
hacer daño a una mosca. Y yo puedo jurar positivamente que no abandonó la
cabina la noche pasada. Como ve, señor, Tonio no pudo hacerlo. Tonio es un
extranjero, sí, pero muy honrado...
Se calló. Poirot le
miró fijamente.
—¿Es eso lo que tiene
usted que decir?
—Eso es todo, señor.
Calló, y como Poirot no
habló, tras un pequeño titubeo, hizo una reverencia y abandonó el coche comedor
del mismo modo silencioso e inesperado como había llegado.
—Esto —comentó el
doctor Constantine— es más absurdo que ninguna de las muchas novelas policíacas
que he leído.
—Opino lo mismo que
usted —dijo monsieur Bouc—. De los doce viajeros de este coche, nueve han
demostrado que tenían alguna relación con el caso Armstrong. ¿A quién llamamos
ahora?
—Casi puedo darle la
contestación a su pregunta —respondió Poirot— Aquí viene nuestro sabueso
norteamericano mister Hardman.
—¿Vendrá también a
confesar?
Antes de que Poirot
pudiera contestar, el norteamericano llegó junto a la mesa y, sin más preámbulos,
se sentó frente a ellos y empezó a hablar.
—Pero, ¿qué pasa en el
tren? Parece una casa de locos.
Poirot le hizo un guiño
y le preguntó de sopetón:
—¿Está usted
completamente seguro, mister Hardman, de que no era usted el jardinero de la
familia Armstrong?
—No tenían jardinero
—contestó mister Hardman.
—¿O el mayordomo?
—No reúno condiciones
para un puesto como éste. No, nunca tuve relación con la casa Armstrong...
¡pero empiezo a creer que soy el único viajero de este intrigante tren que no
la tuvo!
—Es ciertamente, algo
sorprendente —dijo Poirot con algo de ironía.
—C'est rigolo —intervino
monsieur Bouc.
—¿Tiene usted algunas
ideas propias sobre el crimen, mister Hardman? —inquirió Poirot.
—No, señor. Me confieso
vencido. Todos los viajeros no pueden estar complicados, pero descubrir quién
es el culpable es superior a mis fuerzas. Me gustaría saber cómo logró usted
averiguar lo que sabe.
—Por simples
conjeturas, amigo mío.
—Entonces hay que
convenir que es usted un estupendo conjeturador. Se lo diré a todo el mundo.
Mister Hardman se
retrepó en su asiento y miró a Poirot con admiración.
—Me perdonará usted
—dijo—, pero nadie lo diría por su aspecto. Me descubro ante usted, me
descubro.
—Es usted muy bondadoso,
mister Hardman.
—Nada de eso. Le hago
mera justicia.
—De todos modos —añadió
Poirot—, el problema no está todavía resuelto. ¿Podemos decir con seguridad que
sabemos quién mató a Ratchett?
—Exclúyame a mí —dijo
mister Hardman—. Yo no sé nada de nada. Pero reboso admiración. Lo único que me
extraña es que no mencione usted a las dos personas que faltan: la doncella y
la anciana norteamericana. ¿Es que debemos suponer que son las únicas inocentes
del tren?
—A menos —repuso
sonriendo Poirot— que podamos acoplarlas a nuestra pequeña colección como ama
de llaves y cocinera de la familia Armstrong.
—Bien, nada en el mundo
me sorprendería ahora —dijo mister Hardman con tranquila resignación—. Repito
que este tren es una casa de locos.
—¡Ah, mon cher, eso
sería forzar demasiado las coincidencias! —objetó monsieur Bouc—. Todos los
viajeros no pueden estar comprometidos.
Poirot se le quedó
mirando.
—No me comprende usted
—dijo—. No me comprende en absoluto. Dígame, ¿sabe quién mató a Ratchett?
—¿Y usted? —repitió el
otro.
—Yo sí—contestó
Poirot—. Hace tiempo que lo sé. Está tan claro que me maravilla que no lo haya
usted visto también. —Miró a Hardman y le preguntó—: ¿Y usted?
El detective movió la
cabeza y miró a Poirot con curiosidad.
—Yo tampoco —contestó—.
No tengo la menor idea. ¿Quién de ellos fue?
Poirot guardó silencio
un momento. Luego dijo:
—¿Será usted tan
amable, mister Hardman, de reunirlos a todos aquí? Hay dos soluciones posibles
del caso y quiero exponerlas ante todos ustedes.
IX
Poirot propone dos
soluciones
Los viajeros fueron
llegando al coche comedor y tomaron asiento en torno a las mesas. Unos más y
otros menos tenían la misma expresión: una mezcla de expectación y temor. La
señora sueca gimoteaba y mistress Hubbard la consolaba.
—Debe usted
tranquilizarse, querida. Todo marchará bien. No hay que perder la serenidad. Si
uno de nosotros es un miserable asesino, todos sabemos perfectamente bien que
no es usted. Se necesitaría estar loco para pensar siquiera en tal cosa.
Siéntese aquí y estése tranquila.
Su voz se extinguió al
ponerse Poirot en pie.
El encargado del coche
cama se detuvo en la puerta.
—¿Permite usted que me
quede, señor?
—Ciertamente, Michel.
Poirot se aclaró la
garganta.
—Messieurs et
mesdames: Hablaré en inglés, puesto que creo que todos ustedes lo
entienden. Estamos aquí para investigar la muerte de Samuel Edward Ratchett...,
alias Cassetti. Hay dos posibles soluciones para el crimen. Las expondré ante
todos, y preguntaré al doctor Constantine y a monsieur Bouc, aquí presentes,
cuál de las dos es la verdadera.
»Todos ustedes conocen
los hechos. Mister Ratchett fue encontrado muerto a puñaladas esta mañana. La
última vez que se le vio fue anoche a las doce treinta y siete, en que habló
con el encargado del coche cama a través de la puerta. Un reloj encontrado en
su pijama estaba abollado y marcaba la una y cuarto. El doctor Constantine, que
examinó el cadáver, fija la hora de la muerte entre la medianoche y las dos de
la madrugada. Media hora después de la medianoche, como todos ustedes saben, se
detuvo el tren a consecuencia de un alud de nieve. A partir de ese momento fue
imposible que alguien abandonase el tren.
»El testimonio de
mister Hardman, miembro de una agencia de detectives de Nueva York —varias
cabezas se volvieron para mirar a mister Hardman— demuestra que nadie pudo
pasar por delante de su compartimiento (número dieciséis, al final del
pasillo), sin ser visto por él. Nos vemos, por tanto, obligados a admitir la
conclusión de que el asesino tiene que encontrarse entre los ocupantes de un
determinado coche... el Estambul-Calais. Pero expondré a ustedes una hipótesis
alternativa. Es muy sencilla. Mister Ratchett tenía un cierto enemigo a quien
temía. Dio a mister Hardman su descripción y le dijo que el atentado, de
efectuarse, se realizaría con toda probabilidad, en la segunda noche de viaje.
»Pero tengan en cuenta,
señoras y caballeros, que mister Ratchett sabía bastante más de lo que dijo. El
enemigo, como mister Ratchett esperaba, subió al tren en Belgrado, o posiblemente
en Vincovci, por la puerta que dejaron abierta el coronel Arbuthnot y
mister MacQueen, cuando bajaron al andén. Iba provisto de un uniforme de
empleado de coche cama, que llevaba sobre su traje ordinario, y de una llave
maestra que le permitió el acceso al compartimiento de mister Ratchett a pesar
de estar cerrada la puerta. Mister Ratchett estaba bajo la influencia de un
somnífero. Aquel hombre apuñaló a su víctima con gran ferocidad y abandonó la
cabina por la puerta de comunicación con el compartimiento de mistress Hubbard.
—Así fue —dijo mistress
Hubbard con enérgicos movimientos de cabeza.
—Al pasar —continuó
diciendo Poirot— arrojó la daga en la esponjera de mistress Hubbard. Sin darse
cuenta, perdió un botón de su chaqueta. Después salió al pasillo, metió
apresuradamente el uniforme en una maleta que encontró en un compartimiento
momentáneamente desocupado, y unos instantes más tarde, vestido con sus ropas
ordinarias, abandonó el tren poco antes de ponerse en marcha. Para bajar
utilizó el mismo camino que antes: la puerta próxima al coche comedor.
Todo el mundo ahogó un
suspiro.
—¿Qué hay de aquel
reloj? —preguntó mister Hardman.
—Ahí va la explicación:
mister Ratchett omitió retrasar el reloj una hora, como debió haberlo hecho
en Tzaribrood. Su reloj marcaba todavía la hora de Europa oriental, que
está una hora adelantada con respecto a la Europa central. Eran las doce y
cuarto cuando mister Ratchett fue apuñalado..., no la una y cuarto.
—Pero esa explicación
es absurda —exclamó monsieur Bouc—. ¿Qué nos dice de la voz que habló desde la
cabina a la una y veintitrés minutos? ¿Fue la voz de Ratchett o la de su
asesino?
—No necesariamente.
Pudo ser una tercera persona. Alguien que entró a hablar con Ratchett y lo
encontró muerto. Tocó entonces el timbre para que acudiese el encargado, pero
después tuvo miedo de que se le acusase del crimen y habló fingiendo que era
Ratchett.
—C'est possible —admitió
monsieur Bouc de mala gana.
Poirot miró a mistress
Hubbard.
—¿Qué iba usted a
decir, madame?
—Pues... no lo sé
exactamente. ¿Cree usted que yo también olvidé retrasar mi reloj?
—No, madame. Creo que
oyó usted pasar al individuo..., pero inconscientemente; más tarde tuvo usted
la pesadilla de que había un hombre en su cabina y se despertó sobresaltada y
tocó el timbre para llamar al encargado.
La princesa Dragomiroff
miraba a Poirot con un gesto de ironía.
—¿Cómo explica usted la
declaración de mi doncella, señor? —preguntó.
—Muy sencillamente,
madame. Su doncella reconoció como propiedad de usted el pañuelo que le enseñé.
Y, aunque un poco torpemente, trató de disculparla. Luego tropezó con el
asesino, pero más temprano, cuando el tren estaba en la estación de Vincovci, y
fingió haberle visto una hora más tarde, con la vaga idea de proporcionarle a
usted una coartada a prueba de bombas.
La princesa inclinó la
cabeza.
—Ha pensado usted en
todo, señor. Le admiro.
Reinó el silencio. De
pronto, un puñetazo que el doctor Constantine descargó sobre la mesa sobresaltó
a todos.
—¡No, no y no!
—exclamó—. Ésa es una explicación que no resiste el menor análisis. El crimen
no fue cometido así... y monsieur Poirot tiene que saberlo perfectamente.
Poirot le lanzó una
significativa mirada.
—Creo —dijo— que tendré
que darle mi segunda solución. Pero no abandone ésta demasiado bruscamente.
Quizás esté de acuerdo con ella un poco más tarde.
Volvió a enfrentarse
con los otros:
—Hay otra posible
solución del crimen. He aquí cómo llegué a ella:
»Una vez que hube
escuchado todas las declaraciones, me recosté, cerré los ojos y me puse a
pensar. Se me presentaron ciertos puntos como dignos de atención. Enumeré esos
puntos a mis dos colegas. Algunos los he aclarado ya, entre ellos una mancha de
grasa en un pasaporte, etcétera. Recordaré ligeramente los demás. El primero y
más importante es una observación que me hizo monsieur Bouc en el coche
comedor, durante la comida, al día siguiente de nuestra salida de Estambul. En
aquella observación me hizo notar que el aspecto del comedor era interesante,
porque estaban reunidas en él todas las nacionalidades y clases sociales.
»Me mostré de acuerdo
con él, pero cuando este detalle particular volvió a mi imaginación, me
pregunté si tal mezcolanza habría sido posible en otras condiciones. Y me
contesté... sólo en los Estados Unidos. En los Estados Unidos puede haber un
hogar familiar compuesto por diversas nacionalidades: un chófer italiano, una
institutriz inglesa, una niñera sueca, una doncella francesa, y así
sucesivamente. Esto me condujo a mi sistema de «conjeturar»..., es decir, que
atribuí a cada persona un determinado papel en el drama Armstrong, como un
director a los actores de su compañía. Esto me dio un resultado extremadamente
interesante, satisfactorio y con visos de realidad.
»Examiné también en mi
imaginación la declaración de cada uno de ustedes y llegué a curiosas
deducciones. Recordaré en primer lugar la declaración de monsieur MacQueen. En
mi primera entrevista con él no hubo nada de particular. Pero en la segunda me
hizo una extraña observación. Le había hablado yo del hallazgo de una nota en
que se mencionaba el caso Armstrong y él me contestó: «Pero si debía...»; pero
hizo una pausa y continuó: «Quiero decir que seguramente fue un descuido del
viejo».
»En seguida me di
cuenta de que aquello no era lo que había empezado a decir. Supongamos que
lo que quiso decir fuese: «¡Pero si debió quemarse!». En este caso, MacQueen
conocía la existencia de la nota y su destrucción. En otras palabras, era
el asesino verdaderamente o un cómplice del asesino.
»Vamos ahora con el criado.
Dijo que su amo tenía la costumbre de tomar un somnífero cuando viajaba en
tren. Eso podía ser verdad, ¿pero se explica que lo tomase Ratchett anoche? La
pistola automática guardada bajo su almohada desmiente esa afirmación. Ratchett
se proponía estar alerta la pasada noche. Cualquiera que fuese el narcótico que
se le administrara, tuvo que hacerse sin su conocimiento. ¿Por quién?
Evidentemente, sin lugar a ninguna duda, por MacQueen o el criado.
»Llegamos ahora al
testimonio de mister Hardman. Yo creí todo lo que dijo acerca de su identidad,
pero cuando habló de los métodos que había empleado para cuidar a mister
Ratchett, su historia me pareció absurda. El único medio eficaz de proteger a
mister Ratchett habría sido pasar la noche en su compartimiento o en algún
sitio desde donde pudiera vigilar la puerta. La única cosa que su declaración
mostró claramente fue que ninguno de los viajeros de aquella parte del tren
podía posiblemente haber asesinado a Ratchett. Ello trazaba un claro
círculo en torno al coche Estambul-Calais, y como me pareció un hecho algo
extraño e inexplicable, tomé nota de él para volverlo a examinar.
»Todos ustedes estarán
probablemente enterados a estas horas de las palabras que sorprendí entre miss
Debenham y el coronel Arbuthnot. Lo que más atrajo mi atención fue que el
coronel la llamase Mary y que te tratase en términos de clara intimidad.
Pero el coronel tenía que aparentar que la había conocido solamente unos días
antes... y yo conozco a los ingleses del tipo del coronel. Aunque se hubiese
enamorado de la joven a primera vista, habría avanzado lentamente y con decoro,
sin precipitar las cosas. Por tanto, deduje que el coronel Arbuthnot y miss
Debenham se conocían en realidad muy bien y fingían, por alguna razón, ser
extraños. Otro pequeño detalle fue su fácil familiaridad con el término «larga
distancia» aplicado a una llamada telefónica. Sin embargo, miss Debenham me
había dicho que no había estado nunca en los Estados Unidos, donde tan
corriente es aquella expresión.
»Pasemos a otro
testigo. Mistress Hubbard nos había dicho que, tendida en la cama, no podía ver
si la puerta de comunicación tenía o no echado el cerrojo, y por eso rogó a
miss Ohlsson que lo mirase. Ahora bien, aunque su afirmación hubiese sido
perfectamente cierta de haber ocupado uno de los compartimientos número dos,
cuatro, doce o algún número par... donde el cerrojo está directamente
colocado bajo el tirador de la puerta..., en los números impares, tales
como el compartimiento número tres, el cerrojo está muy por encima del tirador
y, por lo tanto, no podía haber sido tapado por la esponjera. Me vi, pues,
obligado a llegar a la conclusión de que mistress Hubbard había inventado un
incidente que jamás había ocurrido.
»Y permítame que diga
ahora algunas palabras acerca del tiempo. A mi parecer, el punto realmente
interesante sobre el reloj abollado fue el sitio en que lo encontramos: en un
bolsillo del pijama de Ratchett, lugar incómodo y absurdo para guardar un
reloj, especialmente cuando existe un gancho para colgarlo a la cabecera de la
cama. Me sentí, por tanto, seguro de que el reloj había sido colocado
deliberadamente en el bolsillo, y de que el crimen, por consiguiente, no se
había cometido a la una y cuarto como todo daba a entender.
»¿Se cometió entonces más
temprano? ¿A la una menos veintitrés minutos, para ser más exacto? Mi amigo
monsieur Bouc avanzó como argumento en favor de tal hipótesis el grito que me
despertó. Pero si Ratchett estaba fuertemente narcotizado, no pudo gritar. Si
hubiese sido capaz de gritar, lo habría sido igualmente para intentar
defenderse, y no había indicios de que se hubiese producido lucha alguna.
»Recordé que MacQueen
me había llamado la atención... no una, sino dos veces (y la segunda de un modo
ostensible)... sobre el hecho de que Ratchett no sabía hablar francés. ¡Llegué
entonces a la conclusión de que todo lo sucedido entre la una y la una menos
veintitrés minutos había sido una comedia representada en mi honor! Cualquiera
podría haber comprendido lo del reloj; es un truco muy común en las historias
de detectives. Con él se pretendía que yo fuese víctima de mi propia
perspicacia y que llegase a suponer que, puesto que Ratchett no hablaba
francés, la voz que oí a la una menos veintitrés minutos no podía ser la suya
ya que tenía que estar muerto. Pero estoy seguro de que a la una menos
veintitrés minutos Ratchett vivía todavía y dormía en su soporífero sueño.
»¡Pero el truco dio
resultado! Abrí mi puerta y me asomé. Oí realmente la frase francesa utilizada.
Por si yo fuese tan increíblemente torpe que no comprendiese el significado de
esa frase, alguien se encargó de llamarme la atención. Mister MacQueen lo hizo
abiertamente: «Perdóneme, monsieur Poirot —me dijo—, no pudo ser mister
Ratchett quien habló; no sabe hablar francés».
»Veamos cuál fue la
verdadera hora del crimen y quién mató a mister Ratchett.
»En mi opinión, y esto
es solamente una opinión, mister Ratchett fue muerto en un momento muy próximo
a las dos, hora máxima que el doctor nos da como posible.
»En cuanto a quien le
mató...
Hizo una pausa, mirando
a su auditorio. No podía quejarse de falta de atención. Todas las miradas
estaban fijas en él. Tal era el silencio que podría haberse oído caer un
alfiler.
Poirot prosiguió
lentamente:
—Me llamó la atención
particularmente la extraordinaria dificultad de probar algo contra cualquiera
de los viajeros del tren y la curiosa coincidencia de que cada declaración
proporcionaba la coartada a uno determinado... Así, mister MacQueen y el
coronel Arbuthnot se proporcionaron coartadas uno a otro... ¡y se trataba de
dos personas entre las que parecía muy improbable que hubiese existido
anteriormente alguna amistad! Lo mismo ocurrió con el criado inglés y el
viajero italiano, con la señora sueca y con la joven inglesa. Yo me dije: «¡Esto
es extraordinario..., no pueden estar todos de acuerdo!».
»Y entonces, señores,
vi todo claro. ¡Todos estaban de acuerdo, efectivamente! Una coincidencia de
tantas personas relacionadas con el caso Armstrong viajando en el mismo tren
era, no solamente improbable, era imposible. No podía ser una
casualidad, sino un designio. Recuerdo una observación del coronel
Arbuthnot acerca del juicio por jurados. Un jurado se compone de doce
personas... Había doce viajeros... y Ratchett fue apuñalado doce veces. El
detalle que siempre me preocupó, la extraordinaria afluencia de viajeros en el
coche Estambul-Calais en una época tan intempestiva del año, quedaba explicado.
»Ratchett había
escapado a la justicia en Estados Unidos. No había duda de su culpabilidad. Me
imaginé un jurado de doce personas nombrado por ellas mismas, que le condenaron
a muerte y se vieron obligadas por las exigencias del caso a ser sus propios
ejecutores. E inmediatamente, basado en tal suposición, todo el asunto resultó
de una claridad meridiana.
»Lo vi como un mosaico
perfecto en el que cada persona desempeñaba la parte asignada. Estaba de tal
modo dispuesto, que si sospechaba de una de ellas, el testimonio de una o más
de las otras salvaría al acusado y demostraría la falsedad de la sospecha. La
declaración de Hardman era necesaria para, en el caso de que algún extraño
fuese sospechoso del crimen, poder proporcionarle una coartada. Los viajeros
del coche de Estambul no corrían peligro alguno. Hasta el menor detalle fue
revisado de antemano. Todo el asunto era un rompecabezas tan hábilmente
planeado, de tal modo dispuesto, que cualquier nueva pieza que saliese a la luz
haría la solución del conjunto más difícil. Como mi amigo monsieur Bouc
observó, el caso parecía prácticamente imposible. Ésa era exactamente la
impresión que se intentó producir.
»¿Lo explica todo esta
solución? Sí, lo explica. La naturaleza de las heridas... infligidas cada una
por una persona diferente. Las falsas cartas amenazadoras... falsas, puesto que
eran irreales, escritas solamente para ser presentadas como pruebas.
(Indudablemente hubo cartas verdaderas, advirtiendo a Ratchett de su muerte,
que MacQueen destruyó, sustituyéndolas por las otras.) La historia de Hardman
de haber sido llamado por Ratchett..., mentira todo desde el principio hasta el
fin...; la descripción del mítico «hombre bajo y moreno con voz afeminada»,
descripción conveniente, puesto que tenía el mérito de no acusar a ninguno de
los verdaderos encargados del coche cama, y podía aplicarse igualmente a un
hombre que a una mujer.
»La idea de matar a
puñaladas es, a primera vista, curiosa, pero si se reflexiona, nada se
acomodaba a las circunstancias tan bien. Una daga era un arma que podía ser
utilizada por cualquiera, débil o fuerte, y que no hacía ruido. Me imagino,
aunque quizá me equivoque, que cada persona entró por turno en el
compartimiento de mister Ratchett, que se hallaba a oscuras, a través del de
mistress Hubbard, ¡y descargó su golpe! De este modo ninguna persona sabrá
jamás quién le mató verdaderamente.
»La carta final, que
Ratchett encontró probablemente sobre su almohada, fue cuidadosamente quemada.
Sin ningún indicio que insinuase el caso Armstrong, no había absolutamente
razón alguna para sospechar de ninguno de los viajeros del tren. Se atribuía el
crimen a un extraño, y el «hombre bajo y moreno de voz afeminada» habría sido
realmente visto por uno o más de los viajeros que abandonarían el tren en Brod.
»No sé exactamente lo
que sucedió cuando los conspiradores descubrieron que parte de su plan era
imposible, debido al accidente de la nieve. Hubo, me imagino, una apresurada
consulta y en ella se decidió seguir adelante. Era cierto que ahora todos y
cada uno de los viajeros podrían resultar sospechosos, pero esa posibilidad ya
había sido prevista y remediada. Lo único que había que hacer era procurar
aumentar la confusión. Para ello se dejaron caer en el compartimiento del
muerto dos pistas: una que acusaba al coronel Arbuthnot (que tenía la coartada
más firme y cuya relación con la familia Armstrong era probablemente la más
difícil de probar), y otro, el pañuelo que acusaba a la princesa Dragomiroff,
quien, en virtud de su posición social, su particular debilidad física y su
coartada, atestiguada por la doncella y el encargado, se encontraba
prácticamente en una situación inexpugnable. Y para embrollar más el asunto se
puso un nuevo obstáculo: la mítica mujer del quimono escarlata. Yo mismo tenía
que ser testigo de la existencia de esa mujer. Alguien descargó un fuerte golpe
en mi puerta. Me levanté y asomé al pasillo... y vi que el quimono escarlata
desaparecía a lo lejos. Una acertada selección de personas... el encargado,
miss Debenham y MacQueen..., también la habían visto. Alguien colocó después el
quimono en mi maleta mientras yo realizaba mis interrogatorios en el coche
comedor. No sé de dónde pudo venir la prenda. Sospecho que era propiedad de la
condesa Andrenyi, puesto que su equipaje contenía solamente una bata muy
vaporosa, más apropiada para tomar el té que para mostrarse en público.
»Cuando MacQueen se
enteró de que la carta por él tan cuidadosamente quemada había escapado en
parte a la destrucción, y que la palabra Armstrong era una de las que habían
quedado, debió comunicárselo inmediatamente a los otros. Fue en este momento
cuando la situación de la condesa Andrenyi se hizo crítica, y su marido se
dispuso inmediatamente a alterar el pasaporte. ¡Pero tuvieron mala suerte por
segunda vez!
»Todos y cada uno se
pusieron de acuerdo para negar toda relación con la familia Armstrong. Sabían
que yo no tenía medios inmediatos para descubrir la verdad, y no creían que
profundizara en el asunto, a menos que se despertasen mis sospechas sobre
determinada persona.
»Hay ahora otro punto
más que considerar. Admitiendo que mi hipótesis del crimen es la correcta, y yo
entiendo que tiene que serlo... el mismo encargado del coche cama tenía
que adherirse al complot. Pero si es así, tenemos trece personas, no doce. En
lugar de la acostumbrada fórmula: «de tantas personas una es culpable», me vi
enfrentado con el problema de que, entre trece personas, una y sólo una era
inocente. ¿Quién?
»Llegué a una extraña
conclusión: La de que la persona que no había tomado parte en el crimen era la
que con mayor probabilidad lo hubiera cometido. Me refiero a la condesa
Andrenyi. Me impresionó la ansiedad de su esposo cuando me juró solemnemente
por su honor que su esposa no abandonó su cabina aquella noche. Decidí entonces
que el conde Andrenyi había ocupado, por decirlo así, el puesto de su mujer.
»Admitido esto, Pierre
Michel era definitivamente uno de los doce. ¿Pero cómo explicar su complicidad?
Era un hombre honrado, que llevaba muchos años al servicio de la Compañía...,
no uno de esos hombres que pueden ser sobornados para ayudar a la comisión de
un delito. Luego Pierre Michel tenía que estar también relacionado con el caso
Armstrong. Pero eso parecía muy improbable. Entonces recordé que la niñera que
se suicidó era francesa y, suponiendo que la desgraciada muchacha fuera hija de
Pierre Michel, quedaría todo explicado, como explicaría también el lugar
elegido como escenario del crimen. ¿Hay alguno más cuya participación en el
drama no está clara? Al coronel Arbuthnot le supongo amigo de los Armstrong.
Probablemente estuvieron juntos en la guerra. Respecto a la doncella,
Hildegarde Schmidt, casi me atrevería a indicar el lugar que ocupó en la casa.
Quizá sea demasiado goloso, pero olfateo a las buenas cocineras
instintivamente. Le puse una trampa y cayó en ella. Le dije que sabía que era
una buena cocinera. Y ella contestó: «Sí, ciertamente todas mis señoras
opinaron así». Ahora bien, si una mujer está empleada como doncella, los amos
rara vez tienen ocasión de saber si es o no buena cocinera.
»Vamos ahora con
Hardman. Definitivamente parecía no haber estado relacionado con la casa
Armstrong. Yo solamente pude imaginar que había estado enamorado de la muchacha
francesa. Le hablé del encanto de las mujeres extranjeras... y una vez más
obtuve la reacción que buscaba. Los ojos se le empañaron de lágrimas que él
fingió atribuir al deslumbramiento producido por la nieve.
»Queda mistress
Hubbard. A mi parecer, mistress Hubbard desempeñó el papel más importante del
drama. Como ocupante del compartimiento inmediato a Ratchett estaba más
expuesta a las sospechas que ninguna otra persona. Las circunstancias no le
permitían tampoco contar con una sólida coartada. Para desempeñar el papel que
desempeñó, una perfectamente natural y ligeramente ridícula madre
norteamericana, se necesitaba una artista. Pero había una artista relacionada
con la familia Armstrong, la madre de mistress Armstrong, Linda Arden, la
actriz...
Guardó silencio por
unos momentos.
Y entonces, con una voz
rica, y armoniosa, completamente diferente de la que había utilizado durante
todo el viaje, mistress Hubbard exclamó:
—¡Siempre procuré
desempeñar bien mis papeles! —y prosiguió con voz tranquila y soñadora—. El
tropiezo de la esponjera fue estúpido. Ello demuestra que se debe ensayar
siempre concienzudamente. Si lo hubiera hecho así, me habría dado cuenta de que
los cerrojos ocupaban lugar diferente en las cabinas pares que en las impares.
La actriz cambió
ligeramente de posición y miró a Poirot.
—Lo sabe usted ya todo,
monsieur Poirot. Es usted un hombre maravilloso. Pero ni aun así puede
imaginarse lo que fue aquel espantoso día en Nueva York. Yo estaba loca de
dolor... y lo mismo los criados, y hasta el coronel Arbuthnot, que se
encontraba con nosotros. Era el mejor amigo de John Armstrong.
—Me salvó la vida en la
guerra —dijo Arbuthnot.
—Decidimos entonces...,
quizás estábamos realmente locos..., que la sentencia de muerte a la que
Cassetti había escapado había que ejecutarla fuera como fuese.
»Éramos doce... o más
bien once... pues el padre de Susanne se encontraba en Francia. Lo primero que
se nos ocurrió fue echar a suertes para ver quién debía actuar, pero al final
acordamos poner en práctica lo que hemos hecho. Fue el chófer, Antonio, quien
lo sugirió. Mary coordinó después todos los detalles con Héctor MacQueen. Este
siempre adoró a Sonia, mi hija, y fue él quien nos explicó exactamente cómo el
dinero de Cassetti había por fin conseguido salvarle de la silla eléctrica.
»Nos llevó mucho tiempo
perfeccionar nuestro plan. Teníamos primero que localizar a Ratchett. Hardman
lo logró al fin. Luego tuvimos que conseguir que Masterman y Héctor
consiguieran sus empleos... o al menos uno de, ellos. Lo logramos también. A
continuación nos pusimos en contacto con el padre de Susanne. El coronel
Arbuthnot tuvo la feliz ocurrencia de que nos juramentásemos los doce. No le
agradaba la idea de que apuñalásemos a Ratchett, pero se mostró muy de acuerdo
en que resolvería la mayor parte de nuestras dificultades. El padre de Susanne
accedió a secundar nuestros planes. Susanne era su única hija. Sabíamos por
Héctor que Ratchett regresaría del Este en el Orient Express, y como Pierre Michel
prestaba sus servicios en aquel tren, la ocasión era demasiado buena para ser
desaprovechada. Además, sería un buen procedimiento para no comprometer en este
delicado asunto a ningún extraño.
»El marido de mi hija
conocía, naturalmente, nuestro proyecto, e insistió en acompañarla en el tren.
Héctor, entretanto, se las arregló para que Ratchett eligiese para viajar el
día en que Michel estuviese de servicio. Nos proponíamos ocupar todo el coche
Estambul-Calais, pero desgraciadamente no pudimos conseguir una de las cabinas.
Estaba reservada desde hacía tiempo para un director de la Compañía. Mister
Harris, por supuesto, era un mito. Pero habría sido tan terrible tropiezo que
algún extraño compartiese la cabina de Héctor. Y entonces, casualmente, en el último
momento se presentó usted...
Hizo una pausa.
—Bien —continuó—; ya lo
sabe usted todo, monsieur Poirot. ¿Qué va usted a hacer ahora? ¿No podría usted
conseguir que toda la culpa recaiga sobre mí? Habría apuñalado voluntariamente
doce veces a aquel canalla. No sólo era responsable de la muerte de mi hija y
de mi nietecita, sino también de otra criatura que podía vivir feliz ahora. Y
no solamente eso. Murieron otros niños antes que Daisy... podían morir muchos
más en el futuro. La sociedad le había condenado; nosotros no hicimos más que
ejecutar la sentencia. Pero es innecesario mencionar a mis compañeros. Son
personas buenas y fieles... El pobre Michel... Mary y el coronel Arbuthnot, que
se quieren tanto...
Su voz cargada de
emoción, que tantas veces había hecho vibrar a los auditorios de Nueva York, se
extinguió en un sollozo.
Poirot miró a su amigo.
—Usted es un director
de la Compañía, monsieur Bouc. ¿Qué dice usted?
—En mi opinión,
monsieur Poirot —dijo—, la primera hipótesis que nos expuso usted es la
verdadera... decididamente la verdadera. Sugiero que sea ésa la solución que
ofrezcamos a la policía yugoslava cuando se presente. ¿De acuerdo, doctor
Constantine?
—Totalmente de acuerdo
—contestó el doctor—. Y con respecto al testimonio médico... creo que el mío
era algo fantástico. Lo estudiaré mejor.
—Entonces —dijo
Poirot—, como ya he expuesto mi solución ante todos ustedes, tengo el honor de
retirarme completamente del caso...
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