Hoy leemos uno de los libros mas especiales de Agatha para mi. Se trata de un desbordante texto de suspenso, intriga y calidad. Aquí podrás leerlo, comencemos...
GUÍA DEL LECTOR
En un orden
alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes
que intervienen en esta obra:
AKIBOMBO: Estudiante negro.
ALÍ (Achmed): Estudiante egipcio.
AUSTIN (Celia): Trabaja en un dispensario.
BATESON (Leonard): Joven pelirrojo muy corpulento,
estudiante de Medicina.
COBB: Sargento de policía.
CHAPMAN (Nigel): Estudiante de Historia, delgado y de
carácter irascible.
ENDICOTT: Abogado.
FINCH (Sally): Estudiante americana; pelirroja.
HALLE (René): Estudiante francés.
HOBHOUSE (Valerie): Joven morena, empleada en un salón de
belleza.
HUBBARD: Hermana de la señorita Lemon,
GERONIMO: Criado italiano, esposo de la cocinera María.
JOHNSTON (Elizabeth): Estudiante de las Antillas.
GEORGE: Mayordomo de Poirot.
LAL (Chandra): Estudiante indio.
LANE (Patricia)- Estudiante de Arqueología.
LEMON (Felicity): Secretaria de Hercules Poirot
MACNABB (Colin): Psiquiatra.
MARIA: Cocinera.
MARICAUD (Geneviéve): Estudiante francesa,
NICOLETIS: Dama griega, propietaria de una pensión para
estudiantes.
POIROT (Hercules): Detective belga.
RAM (Gopal): Estudiante indio.
SHARPE: Inspector de policía
TOMLINSON (Jean): Una rubia, estudiante en el hospital de
Santa Catalina.
CAPÍTULO I
Hercules Poirot
frunció el ceño.
- Señorita Lemon -
dijo.
- ¿Diga, señor
Poirot?
- En esta carta hay
tres equivocaciones.
En el tono de su voz
había un acento de incredulidad, ya que la señorita Lemon, aquella mujer falta
de atractivos, pero eficiente, jamás cometía errores. No estaba nunca enferma,
cansada, contrariada ni incorrecta. Es decir, en el aspecto práctico no era una
mujer... sino una máquina: la perfecta secretaria. Ella lo sabía todo y lo
resolvía todo. Gobernaba la vida de Hercules Poirot de modo que también
funcionara como una máquina. Orden y método fueron el santo y seña de Hercules
Poirot durante muchos años. Con George, el perfecto mayordomo, la señorita
Lemon, la perfecta secretaria, el orden y el método rigieron siempre su vida. Y
ahora que los bollos para el té tenían forma cuadrada en vez de redonda, no
podía quejarse de nada.
Y no obstante,
aquella mañana la señorita Lemon había cometido tres errores al escribir a
máquina una carta sencillísima y, lo que es más, ni siquiera se había dado
cuenta de ello, ¡y los planetas seguían su curso!
Hercules Poirot agitó
el documento infamante. No estaba disgustado, sino simplemente asombrado.
Aquélla era una de esas cosas que no pueden ocurrir... ¡pero que había
ocurrido!
La señorita Lemon
cogió la carta y Poirot la vio enrojecer por primera vez en su vida con un
rubor que tiñó su rostro hasta las raíces de sus cabellos grises e hirsutos.
- Dios mío - exclamó
-. No sé cómo ha sido... vaya, sí que lo sé. Ha sido por culpa de lo de mi
hermana.
- ¿Su hermana?
Otra sorpresa. Poirot
no había imaginado nunca que la señorita Lemon tuviera una hermana, o unos
padres, o tan siquiera abuelos. La señorita Lemon era una máquina tan
completa... un instrumento tan preciso... que se hacía difícil pensar que
pudiera tener afectos, ansiedades o preocupaciones familiares. Era bien sabido
que la señorita Lemon, fuera de las horas de trabajo, se entregaba en cuerpo y
alma al perfeccionamiento de un nuevo sistema de archivo que iba a ser
patentado a su nombre.
- ¿Su hermana? -
repitió por lo tanto Hercules Poirot con una nota de incredulidad en su voz.
La señorita Lemon
asintió con gesto enérgico.
- Sí - repuso -. No
creo que le haya hablado nunca de ella. Prácticamente ha pasado toda su vida en
Singapur. Su esposo se dedicaba a la explotación del caucho.
Hercules Poirot
asintió con aire comprensivo. Le parecía muy apropiado que la hermana de la
señorita Lemon hubiera pasado toda su vida en Singapur. Para eso existían los
lugares como Singapur. Las hermanas de las mujeres como la señorita Lemon se
casaban con hombres de negocios de Singapur para que las señoritas Lemon
pudieran dedicarse a atender los asuntos de sus jefes con cartas para hacer a
máquina (y, desde luego, a inventar sistemas de archivo en sus ratos libres).
- Comprendo - dijo -.
Siga usted.
Y la señorita Lemon
continuó:
- Se quedó viuda hará
unos cuatro años. No tiene hijos, y yo conseguí encontrarle un pisito pequeño,
de alquiler razonable... (Claro que sólo una señorita Lemon podía conseguir
semejante cosa.)
- Cuenta con una
posición razonable... aunque ahora el dinero no valga lo que antes, pero sus
gustos no son caros y tiene lo suficiente para vivir cómodamente si tiene
cuidado.
La señorita Lemon
hizo una pausa antes de continuar:
- Pero la verdad es
que se encontraba sola. Nunca ha vivido en Inglaterra y no teniendo viejas
amistades disponía de mucho tiempo para aburrirse. De modo que hará unos seis
meses me comunicó que pensaba aceptar un empleo.
- ¿Un empleo?
- Sí, de directora
creo que le llaman, o patrona de una Residencia de Estudiantes.
La propietaria era
una mujer griega, y. deseaba que alguien regentase la Residencia en su lugar.
Cuidar de la despensa y de que todo marchara sobre ruedas. Es una casa
antigua... está en la calle Hickory, no sé si la conocerá usted.
Y desde luego Poirot
lo ignoraba.
- Antes era un barrio
distinguido y las casas están bien construidas. Allí mi hermana podría disponer
de un buen dormitorio, saloncito y un pequeño cuarto de baño con una cocinita
para ella sola...
La señorita Lemon
hizo otra pausa, y Poirot la miró para alentarla, ya que hasta el momento
aquello no parecía precisamente una tragedia.
- Yo no estaba muy
segura, de si sería conveniente que aceptara, pero al fin comprendí los
argumentos de mi hermana. Nunca ha sido mujer para estarse todo el día con los
brazos cruzados, es muy práctica y sabe dirigir... y, desde luego, no tenía que
arriesgar dinero ni nada por el estilo. Era puramente un empleo retribuido...
el sueldo no era muy elevado, pero ella no lo necesitaba, y no exigía gran
trabajo físico.
Siempre le han
agradado las personas jóvenes, y habiendo vivido tanto tiempo en el Este
comprende las diferencias de raza y las susceptibilidades de la gente. Porque
los estudiantes de esta Residencia son de todas las nacionalidades; la mayoría
inglesa, pero creo que hay también algunos negros.
- Es natural - repuso
Hercules Poirot.
- Hoy en día, la
mitad de las enfermeras de nuestros hospitales son negras - continuó la
señorita Lemon -y tengo entendido que resultan mucho más agradables y atentas
que las inglesas. Pero me estoy apartando de la cuestión. Estuve discutiendo el
asunto con mi hermana y al fin aceptó. Ninguna de las dos apreciamos mucho a la
propietaria, la señora Nicoletis, mujer de temperamento incierto, unas veces
encantadora, y otras, lamento decirlo, todo lo contrario - y además con poco
sentido práctico. De haber sido una mujer competente no hubiera necesitado
ayuda. Mi hermana no se deja impresionar por las intemperancias y
extravagancias de nadie.
Sabe llevarse bien
con cualquiera y no soporta las tonterías.
Poirot asintió, y por
la descripción de la señorita Lemon iba formando en su mente una imagen de la
hermana de su secretaria... una señorita Lemon dulcificada por el matrimonio y
el clima de Singapur, pero al mismo tiempo una mujer con el mismo sentido común
y entereza.
- ¿Su hermana aceptó
el empleo? - le preguntó.
- Sí. Se trasladó, al
número veintiséis de la calle Hickory hará unos seis meses, y en conjunto le
agradó su trabajo, encontrándolo interesante.
Hercules Poirot
seguía escuchando. Hasta entonces las aventuras de la hermana de la señorita
Lemon resultaban insustanciales.
- Pero desde hace
algún tiempo está muy atormentada. Terriblemente atormentada.
- ¿Por qué?
- Pues verá usted,
señor Poirot, no le gustan las cosas que están ocurriendo.
- ¿Hay estudiantes de
ambos sexos? - preguntó Poirot con delicadeza.
- ¡Oh, no, señor
Poirot, no me refiero a eso! Uno siempre está preparado para esta clase de
contratiempos, casi son de esperar. No, ¿sabe usted?... han estado
desapareciendo cosas.
- ¿Desapareciendo?
- Sí. Y unas cosas
tan extrañas... y de una manera tan poco natural.
- Al decir que han
estado desapareciendo cosas, ¿se refiere a que fueron robadas?
- Sí.
- ¿Avisaron a la
policía?
- No. Todavía no. Mi
hermana espera que no sea necesario. Aprecia a esos jóvenes... es decir, a
algunos de ellos, y a fin de no agravar la cuestión, preferiría arreglar las
cosas por sí misma.
- Sí - dijo Poirot,
pensativo-; lo comprendo. Pero eso no explica, si me permite decirlo, su propia
inquietud, que yo he tomado por un reflejo de la preocupación de su hermana.
- Me desagrada esta
situación, señor Poirot. No me gusta nada. Me es imposible sustraerme a la idea
de que está ocurriendo algo que no comprendo. Los hechos no parecen tener
explicación lógica...
Poirot asintió con
aire pensativo. El punto flaco de la señorita Lemon habla sido siempre su
imaginación. Carecía de ella por completo. En los interrogatorios sobre hechos
concretos era invencible, pero en las conjeturas se veía perdida.
- ¿Se trata de hurtos
insignificantes? ¿Obra de un cleptómano tal vez?
- No lo creo. Leí
algo sobre ese tema en la Enciclopedia Británica, y en un libro de medicina -
dijo la sensata señorita Lemon -. Pero no quedé convencida.
Hercules Poirot
guardó silencio durante todo un minuto y medio.
¿Deseaba explicarse
la razón de las preocupaciones de la hermana de la señorita Lemon e imaginarse
las pasiones y disgustos que puedan tener por escenario una pensión políglota?
Era muy molesto que la señorita Lemon cometiera errores en sus cartas, y se
dijo que si se entrometía en aquel asunto sería por aquella razón. No quiso
admitir que había estado preocupadísimo últimamente, y que la misma trivialidad
del caso era lo que le atraía.
El perejil se hunde,
en la mantequilla en un día caluroso - murmuró para sí.
- ¿Perejil?
¿Mantequilla? - La señorita Lemon le miró extrañada.
- Es una cita de uno
de nuestros clásicos - dijo -. Usted sin duda alguna conocerá las aventuras,
las hazañas de Sherlock Holmes.
- ¿Se refiere a la
calle Baker y todo eso? - replicó la señorita Lemon -. ¡Los hombres mayores son
tan tontos! Pero así son todos. Igual que las locomotoras de juguete con que
siguen jugando. No puedo decir que haya tenido tiempo de leer ninguna de esas
historias. Cuando tengo tiempo para leer, lo cual no ocurre a menudo, prefiero
otra clase de libros.
Hercules Poirot
inclinó la cabeza graciosamente.
- ¿Qué le parecería
señorita Lemon, si invitara a su hermana a tomar alguna cosa... tal vez el té
de la tarde? Quizá yo pudiera prestarle alguna ayuda.
- Es usted muy
amable, señor Poirot. Muy amable. Mi hermana tiene todas las tardes libres.
- Entonces, mañana...
si puede usted arreglarlo.
Y a su debido tiempo
el fiel George recibió instrucciones para preparar una merienda de bocadillos
simétricos, bollitos cuadrados y con mucha mantequilla, y otros complementos de
un espléndido té inglés.
CAPÍTULO II
La hermana de la
señorita Lemon, cuyo nombre era señora Hubbard, tenía un marcado parecido con
ella. Era más rolliza, de tez amarilla, e iba peinada con coquetería, siendo
menos brusca en sus ademanes. Pero los ojos que le contemplaban desde aquel
rostro redondo y amable tenían la misma astuta mirada que los de la señorita
Lemon detrás de los lentes de pinza.
- Es usted muy
amable, señor Poirot - le decía en aquel momento -. Muy amable. Creo que he
comido más de lo que debiera... bueno, tal vez otro bocadillo... ¿Té? Bueno.
Sólo media taza. Es un té delicioso.
- Primero - dijo
Poirot - terminemos de merendar... y luego hablaremos.
Y sonriendo amistosamente
se retorció el bigote mientras la señora Hubbard respondía:
- ¿Sabe que resulta
usted exactamente igual a como le había imaginado por la descripción de
Felicity?
Al cabo de un momento
de extrañeza, Poirot comprendió que Felicity era el nombre de la severa
señorita Lemon, y respondió que no hubiera esperado menos, dada la eficiencia
de su secretaria.
- Desde luego - dijo
la señora Hubbard, cogiendo otro bocadillo -. Felicity nunca se ha molestado
por los demás. Yo sí. Y por eso estoy angustiada.
- ¿Puede explicarme
exactamente qué es lo que le preocupa?
- Sí. Sería muy
natural que se llevaran dinero... pequeñas sumas... un poco aquí, otro de
allí... Y si se trata de joyas lo encontraría lógico; no es que quiera
justificarlo... pero sería lógico, un signo de cleptomanía o mala fe. Pero voy
a leerle una lista de las cosas que fueron robadas, y que he anotado en un
papel.
La señora Hubbard
abrió su bolso, del que extrajo una pequeña libreta de notas.
Leyó la lista:
«Un zapato de noche
(de un par recién estrenado).
Una pulsera (de
bisutería).
Un anillo con un
brillante (que fue encontrado en un plato de sopa).
Polvos compactos.
Un lápiz para labios.
Un estetoscopio.
Unos pendientes.
Un encendedor.
Unos pantalones
viejos de franela.
Bombillas eléctricas.
Una caja de bombones.
Una bufanda de seda
(que se encontró hecha pedazos).
Una mochila (ídem).
Ácido bórico.
Sales de baño.
Un libro de cocina.»
Hercules Poirot
exhaló un profundo suspiro.
- Curioso - dijo -, y
muy... muy atrayente.
Y como absorto en sus
pensamientos miró el rostro severo y ceñudo de la señorita Lemon y luego el
amable y preocupado de la señora Hubbard.
- La felicito - dijo
con calor, dirigiéndose a esta última.
- Pero, ¿por qué,
señor Poirot?
- La felicito por
tener un problema bonito y único.
- Bueno, para usted
tal vez tenga sentido, señor Poirot, pero...
- Para mí no lo tiene
en absoluto. Y sólo me recuerda un juego al que me obligaron a jugar unos
amigos jóvenes durante las vacaciones de Navidad. Creo que se llamaba La Dama
de los Tres Cuentos. Cada persona, por turno, decía la siguiente frase: «Fui a
París y compré ... », agregando algún artículo. La siguiente lo repetía
añadiendo otro, y el objeto del juego era recordar los artículos en el orden
que eran enumerados. Algunos de ellos debo confesar que eran ridículos. Una
pastilla de jabón, un elefante blanco, una mesa con patas de madera, un ánade
americano... la dificultad en recordarlos residía, claro está, en la diversidad
de objetos y en que éstos no tuvieran relación alguna entre sí. Y cuando se
habían mencionado una docena resultaba casi imposible enumerarlos en el orden
debido. Cada equivocación se castigaba con un cuerno de papel y el participante
debía continuar el recitado la vez siguiente diciendo: «Yo, una dama con un
cuerno, fui a París», etcétera. Cuando se tenían tres cuernos se perdía el
juego y el último que quedaba era el ganador.
- Estoy segura que
debió ganar usted, señor Poirot - dijo la señorita Lemon con la acostumbrada
devoción de una empleada leal.
Poirot se sintió
halagado.
- Pues sí, gané yo -
repuso-; y por los más diversos objetos que puede usted imaginar, y gracias a
un truco ingenuo, que es éste: uno se dice mentalmente «Con una pastilla de
jabón lavé a un gran elefante blanco de mármol blanco que estaba sobre una
mesita con patas de madera ... », etcétera, etcétera.
La señora Hubbard
dijo con respeto:
- Tal vez pueda hacer
lo mismo con esa lista de cosas.
- Sin duda alguna.
Una señora con un zapato en el pie derecho se coloca la pulsera en el brazo
izquierdo. Luego se pone polvos y se pinta los labios, y al bajar a cenar se le
cae el anillo en la sopa, etcétera... De este modo podría recordar toda su
lista; pero no es eso lo que buscamos. ¿Por qué fue robada una colección de
objetos tan diversos? ¿Se esconde algún propósito detrás de todo esto? ¿Alguna
idea fija? Primeramente tenemos que proceder al análisis. Lo primero que hay
que hacer es estudiar la relación de objetos con sumo cuidado.
Se hizo un silencio
mientras Poirot se aplicaba al estudio. La señora Hubbard le observó con la
atención de un niño que contempla a un malabarista esperando ver aparecer un
conejo o cintas de colores. La señorita Lemon, sin impresionarse, se dispuso a
considerar las características de su sistema de archivo.
Cuando al fin habló
Poirot, la señora Hubbard pegó un respingo.
- Lo primero que me
sorprende es esto - dijo el detective -. De todas las cosas desaparecidas, la
mayoría son de escaso valor (el de algunas es casi nulo) con la excepción de
dos... un estetoscopio y un anillo con un brillante. Dejando el estetoscopio
aparte, de momento quisiera concentrarme en particular en el anillo. Usted dice
que era de valor... ¿De cuánto?
- Pues... no sabría
decirlo exactamente. Era un solitario con un pequeño grupo de diamantitos en la
parte de arriba y en la de abajo. Había sido el anillo de prometida de la madre
de la señorita Lane, según tengo entendido. Tuvo un gran disgusto cuando
desapareció, y todos nos alegramos cuando fue encontrado aquella misma noche en
el plato de sopa de la señorita Hobhouse. Todos pensamos que se trataba de una
broma de mal gusto.
- Y eso puede haber
sido. Pero yo considero que el robo del anillo y su devolución son
significativos. Si desaparece un lápiz para los labios, una polvera, o un
libro... no es motivo suficiente para llamar a la policía. Pero si se trata de
un anillo de brillantes, es distinto. Cabe la posibilidad de que se dé parte a
la policía y por eso lo devolvieron.
- Pero, ¿por qué
cogerlo para devolverlo luego? - preguntó la señorita Lemon.
- Por el momento
dejaremos las preguntas - replicó Poirot -. Ahora estoy ocupado en clasificar
estos robos, y he empezado por el anillo. ¿Quién es esa señorita Lane a quien
le fue robado?
- ¿Patricia Lane? Es
una joven muy simpática que estudia para diplomarse, o como lo llamen, en
Historia, Arqueología o algo por el estilo.
- ¿Goza de buena
posición?
- Oh, no. Tiene algo
de dinero, pero siempre vigila sus gastos. El anillo, como ya le he dicho,
pertenecía a su madre. Tenía una o dos joyas bonitas, pero no se hace muchos
vestidos nuevos y últimamente ha dejado de fumar.
- ¿Cómo es?
Descríbamela a su modo.
- Pues creo que es
mestiza. De aspecto limpio y pulcro, tranquila y educada, pero no tiene un
temperamento animado. Es lo que podríamos llamar una... bueno, una chica muy
formal.
- Y la sortija
apareció en el plato de la señorita Hobhouse. ¿Quién es la señorita Hobhouse?
- ¿Valerie Hobhouse?
Es una muchacha morena e inteligente que tiene una manera de hablar muy
sarcástica. Trabaja en un salón de belleza. En «Sabrina Fair»... supongo que lo
habría oído nombrar.
- Y esas dos jóvenes,
¿son amigas?
La señora Hubbard
reflexionó unos instantes.
- Yo creo que sí. No
tienen mucho que ver la una con la otra. Patricia se lleva bien con todo el
mundo, sin ser precisamente simpática ni nada de eso. Valerie Hobhouse tiene
enemigos por su lengua... pero va tirando, no sé si me comprende.
- Creo que sí -
replicó Poirot.
De modo que Patricia
Lane era agradable, pero aburrida, y Valerie Hobhouse tenía personalidad. Hizo
un resumen de la lista de robos.
- Lo que me choca es
las distintas categorías que representan. Hay pequeños hurtos que podrían
tentar a una joven vanidosa y falta de dinero: el lápiz para los labios, las
joyas de bisutería, los polvos compactos... sales de baño... y tal vez la caja
de bombones. Luego tenemos el estetoscopio, un robo más propio de un hombre que
sabría dónde venderlo o empeñarlo. ¿De quién era?
- Del señor Bateson.
Un joven corpulento y simpático.
- ¿Estudiante de
medicina?
- Sí.
- ¿Se enfadó mucho?
- Se puso lívido,
señor Poirot. Tiene uno de esos temperamentos inflamables... que de momento
dicen cualquier cosa, pero se les pasa pronto. No es de los que soportan con
calma que nadie toque sus cosas.
- ¿Y otros sí?
- Pues sí; el señor
Gopal Ram, uno de nuestros estudiantes indios, sonríe suceda lo que suceda.
Alza la mano diciendo que las posesiones materiales no tienen importancia...
- ¿Le han robado
alguna cosa a él?
- No.
- ¡Ah! ¿A quién
pertenecían los pantalones de franela?
- Al señor Macnabb.
Eran muy viejos y cualquiera los hubiera dado ya a un trapero, pero el señor
Macnabb tiene gran apego a sus trajes viejos y nunca tira nada.
- De modo que
llegamos a las cosas que no parecen dignas de ser robadas...: pantalones viejos
de franela, bombillas eléctricas, ácido bórico, sales de baño... y un libro de
cocina. Pueden ser importantes, pero lo más probable es que no lo sean. El
ácido bórico tal vez fue cogido por error, alguien pudo haber quitado una
bombilla pensando volverla a poner y se olvidó de hacerlo... y el libro de
cocina pudo cogerlo alguien «prestado» y luego no devolverlo. Alguna mujer de
la limpieza pudo llevarse los pantalones de franela.
- Las que empleamos
son de confianza. Estoy segura de que ninguna hubiera hecho una cosa así.
- De acuerdo. Luego
está el zapato de noche, nuevo, según tengo entendido... ¿A quién pertenecía?
- A Sally Finch. Es
una muchacha americana que vino a estudiar aquí gracias a una beca que ganó en
Fullgriht, no hace mucho.
- ¿Está usted segura
de que el zapato no se le perdió? No puedo imaginar para qué pueda nadie querer
un zapato desparejado.
- No se extravió,
señor Poirot. Lo buscamos por todas partes. La señorita Finch iba a una fiesta
vestida «de etiqueta», como dice ella.... en traje de noche diríamos nosotros...
y los zapatos le eran de vital importancia... eran los únicos que tenía para
semejante ocasión.
- Y se disgustó ...
Sí, sí, me pregunto... tal vez eso tenga algo que ver ...
Guardó silencio por
espacio de unos minutos y luego continuó:
- Y aún quedan otras
dos cosas ...: una mochila, hecha pedazos y una bufanda de seda en el mismo
estado. Aquí tenemos algo que no denota vanidad, ni provecho... sino una
venganza deliberada. ¿De quién era la mochila?
- Casi todos los
estudiantes la tienen... todos van a menudo de excursión, ya sabe. Y la mayoría
de mochilas son iguales, y compradas en el mismo sitio; de modo que resulta
difícil distinguirlas; pero parece casi seguro que ésta pertenecía a Leonard
Bateson o a Colin Macnabb.
- Y la bufanda que
también apareció hecha tiras, ¿de quién era?
- De Valerie
Hobhouse. Se la regalaron por Navidad. Era de color verde esmeralda y de muy
buena clase.
- De la señorita
Hobhouse... ya.
Poirot cerró los
ojos. Lo que veía mentalmente era ni más ni menos que un calidoscopio. Trozos
de bufandas y mochilas, libros de cocina, lápiz para labios, sales de baño y
nombres y caricaturas de extraños estudiantes. Todo sin conexión ni forma.
Incidentes sin
ilación y personas girando en el espacio. Pero Poirot sabía muy bien que en
alguna parte y de algún modo debía formarse un dibujo ordenado. O tal vez
varios.
Cada vez que uno
mueve un calidoscopio obtiene un dibujo distinto... y uno de ellos sería el
acertado.
Lo difícil era por
dónde empezar.
Abrió los ojos.
- Es un asunto que
requiere reflexión. De veras. Mucha reflexión.
- Oh, estoy segura de
ello, señor Poirot - asintió la señora Hubbard muy seria -. Y no quisiera
molestarle...
- No me molesta.
Estoy extrañado. Pero mientras reflexiono podemos empezar por el lado práctico.
Por el zapato... sí, podemos empezar por ahí, señorita Lemon.
- ¿Diga, señor
Poirot? - La señorita Lemon dejó a un lado sus sistemas de archivo y fue
automáticamente en busca de una libreta de notas y un lápiz.
- Quizá la señora
Hubbard pueda recuperar el zapato desaparecido. Pregunte en el puesto de
policía de la calle Baker, en la estación de objetos perdidos.
- ¿Cuándo desapareció
... ?
La señora Hubbard
reflexionó unos instantes.
- Pues, no puedo
recordarlo exactamente, señor Poirot. Tal vez hará unos dos meses.
No puedo precisarlo.
Pero quizá Sally recuerde la fecha de la fiesta.
- Sí. Bueno... - se
volvió de nuevo a la señorita Lemon.
- No es necesario que
precise. Diga que olvidó el zapato en un tren «Inner Circle»... que es lo más
probable, pero que también pudo ser en cualquier otro tren. O tal vez en un
autobús. ¿Cuántos hay en los alrededores de la calle Hickory?
- Sólo dos, señor
Poirot.
- Bien. Si no obtiene
ningún resultado en la calle Baker, pruebe en Scotland Yard y diga que se lo
dejó olvidado en un taxi.
- Lambeth - le
corrigió la señorita Lemon.
Poirot alzó la mano.
- Usted siempre sabe
estas cosas.
- ¿Pero por qué cree
usted ...? - comenzó a decir la señora Hubbard, mas Poirot la interrumpió.
- Primero veamos qué
resultados obtenemos. Entonces, si son negativos o positivos, usted y yo,
señora Hubbard, volveremos a cambiar impresiones, y me dirá todas esas cosas
que es necesario que yo sepa.
- Creo que ya le he
dicho todo lo que sé.
- No, no. No estoy de
acuerdo. Aquí tenemos reunidos a varios Jóvenes de distintos temperamentos y
sexos. A ama a B, pero B quiere a C, D y E se odian tal vez por causa de A. Es
eso lo que necesito saber. El estado anímico de cada uno. Sus peleas, celos,
amistades, odios y resentimientos.
- Estoy segura -
explicó la señora Hubbard, molesta - que no sé nada de eso. Yo no me meto en
nada. Me limito a dirigir la pensión, la despensa y nada más.
- Pero a usted le
interesan las personas. Le agradan los jóvenes, y aceptó este trabajo, no
porque le interesara económicamente, sino porque la ponía en contacto con
problemas humanos. Debe de haber algunos estudiantes que le sean simpáticos y
otros que no le agraden tanto, o tal vez nada. Debe decírmelo... sí. ¡Tiene que
decírmelo!
Usted está
preocupada... y no por lo que ha ocurrido... puesto que podría haber dado parte
a la policía.
- Le aseguro que a la
señora Nicoletis no le agradaría ver a la policía en su casa.
Poirot continuó, sin
hacer caso de la interrupción.
- No, usted está
preocupada por alguien... que usted cree puede haber sido responsable o por lo
menos estar mezclado en esto. Y, por consiguiente, alguien a quien usted
aprecia.
- Es cierto, señor
Poirot.
- Sí, lo es. Y creo
que hace bien en preocuparse. Porque lo de la bufanda hecha trizas no es
agradable. Ni lo de la mochila. En cuanto al resto, parece infantil... y no
obstante... no estoy seguro. No. ¡No tengo la menor certeza!
CAPÍTULO III
La señora Hubbard
subió apresuradamente la escalera e introdujo el llavín en la cerradura de la
puerta. En cuanto hubo abierto, un joven pelirrojo subió corriendo tras ella.
- Hola, Ma - le dijo,
ya que era así como Len Bateson solía dirigirse a ella. Era un individuo
simpático con acento londinense, libre de todo complejo de inferioridad -. ¿Ha
estado callejeando?
- He salido a tomar el
té, señor Bateson. No me entretenga ahora. Ya hablaremos.
- Hoy he disecado un
cadáver magnífico - explicó Len -. ¡Despachurrado!
- No digas esas cosas
tan horribles, muchacho. ¡Un cadáver magnífico! ¡Sólo de pensarlo me da
náuseas!
Len Bateson rió de buena
gana.
- Pues mire que a
Celia... - dijo -. Fui al dispensario y le dije: «He venido a hablarte de un
cadáver», y se puso tan blanca como la cera y creí que iba a desmayarse; ¿qué
le parece eso, Mamá Hubbard?
- Que no me extraña.
¡Qué ocurrencia! Celia pensaría probablemente que se trataba de un cadáver
auténtico.
- ¿Qué quiere
decir... auténtico? ¿Cómo se cree que son los nuestros? ¿Sintéticos?
Un joven delgado de
cabellos largos y descuidados salió de una de las habitaciones de la derecha y
dijo en tono irascible:
- ¡Oh, son ustedes!
Creí que al menos había un montón de hombres. La voz es de un solo hombre, pero
el volumen de las de diez reunidos.
- Espero no haberte
alterado los nervios...
- No más que de
costumbre - dijo Nigel Chapman volviendo a entrar en la habitación.
- Nuestra flor
delicada - dijo Len.
- Vamos, no se peleen
- exclamó la señora Hubbard -. Buen humor, eso es lo que me gusta, y un poquito
de buena voluntad.
El hombretón le miró
con afecto.
- No me importa
nuestro Nigel, Ma - replicó.
Una joven que en
aquellos momentos bajaba la escalera, anunció:
- Señora Hubbard, la
señora Nicoletis está en su habitación y dijo que deseaba verla en cuanto
llegara.
La señora Hubbard se
dispuso a subir la escalera con un suspiro, y la joven alta y morena que le
diera el recado se apresuró a dejarle paso.
Len Bateson,
quitándose la gabardina, le preguntó:
- ¿Qué ocurre,
Valerie? ¿Quejas de nuestro comportamiento que van a ir a parar a oídos de Mamá
Hubbard a su debido tiempo?
La joven acabó de
bajar la cabeza.
- Esta casa cada día
se parece más a un manicomio - dijo por encima de su hombro, al entrar en la
habitación de la derecha. Se movía con la gracia indolente de las maniquíes
profesionales.
El número veintiséis
de la calle Hickory correspondía en realidad a dos casas, la veinticuatro y la
veintiséis unidas. Las dos plantas bajas fueron unificadas, de modo que había
un gran salón de visitas y un comedor enorme en dicha planta, así como dos
salitas de espera y un pequeño despacho en la parte de atrás en la casa. Dos
escaleras distintas conducían a los pisos superiores, que permanecían
separados. Las señoritas ocupaban los dormitorios de la parte derecha de la
casa y los muchachos la correspondiente al número veinticuatro.
La señora Hubbard.
subió la escalera desabrochándose el cuello de su chaqueta, y suspirando de
nuevo tomó la dirección del dormitorio de la señora Nicoletis.
«Otro de sus
arrebatos, supongo», musitó para sus adentros.
Y luego de golpear
suavemente con los nudillos la puerta, entró.
En el saloncito de la
señora Nicoletis la temperatura era muy elevada. La gran estufa eléctrica tenía
todas las resistencias encendidas y la ventana estaba herméticamente cerrada.
La señora Nicoletis fumaba en el sofá, rodeada de almohadones de seda y terciopelo
bastante raídos. Era una mujer corpulenta y morena, aún bien parecida, de boca
que denotaba gran temperamento y unos enormes ojos castaños.
- ¡Ah! Es usted -
exclamó la señora Nicoletis con aire acusador.
La señora Hubbard,
haciendo honor a su sangre Lemon, no se inmutó.
- Sí, soy yo -
replicó ásperamente -. Me dijeron que deseaba usted verme con urgencia.
- Sí, desde luego. Es
monstruoso. Ni más ni menos; monstruoso.
- ¿Qué es lo
monstruoso?
- ¡Estas facturas!
¡Sus cuentas! - y la señora Nicoletis exhibió un montón de papeles sacándolos
de debajo de uno de los almohadones con la gracia de un malabarista profesional
-. ¿Con qué estamos alimentando a esos miserables estudiantes? ¿Con foie gras y
codornices? ¿Es que esto es el Ritz? ¿Quiénes se han creído que son esos
estudiantes?
- Pues gente joven
con buen apetito - repuso la señora Hubbard -. Reciben un buen almuerzo y una
cena abundante... comida sencilla, pero alimenticia, que resulta sumamente
económica.
- ¿Económica? ¿Se
atreve a decirme eso cuando me estoy arruinando?
- Usted saca un
beneficio considerable, señora Nicoletis, de esta pensión. Y para los
estudiantes, el precio resulta bastante elevado.
- ¿Pero acaso no
tengo la casa siempre llena? ¿Cuándo hay una vacante que no haya sido
solicitada tres veces por anticipado? ¿No me envía estudiantes el Consulado
británico, la Universidad de Londres... y el Liceo Francés? ¿Y no es
absolutamente cierto que hay siempre tres Solicitudes para cada plaza?
- Eso es en gran
parte porque aquí la comida es apetitosa y abundante. La gente joven debe
alimentarse debidamente.
- ¡Bah! Esos gastos
son escandalosos. Esa cocinera italiana y su marido le roban a usted la comida.
- Oh, no, señora
Nicoletis. Le aseguro que ningún extranjero. puede engañarme.
- Entonces es usted...
quien me roba a mí.
- Puedo permitirle
que me diga cosas como ésa - dijo en el tono que una acusada - hubiera empleado
para defenderse contra un cargo truculento -. Pero no es elegante hacerlo y
cualquier día le traerá complicaciones.
- ¡Ah! - la señora
Nicoletis arrojó al aire las facturas con gesto dramático. La señora Hubbard se
inclinó para recogerlas -. Me saca usted de mis casillas - gritó la dueña de la
Residencia.
- Permítame decirle
que eso la perjudica - replicó la señora Hubbard -. No debe tomarse las cosas
así. Los arrebatos son perjudiciales para la presión sanguínea.
- ¿Admite usted que
estos totales son más elevados que los de la semana pasada?
- Claro que lo son.
En los Almacenes Lampson ha habido muy buenas rebajas y me he aprovechado de
ellas. La semana que viene los totales resultarán más bajos que el promedio.
La señora Nicoletis
la miró ceñuda.
- Usted siempre
encuentra una explicación satisfactoria.
- Ahí tiene - la
señora Hubbard depositó las facturas ordenadas encima de la mesa -. ¿Algo más?
- Esa joven
americana, Sally Finch, habla de marcharse... y no quiero que se vaya.
Es una alumna de
Fullbright y atraerá a otros estudiantes de allí. No debe marcharse.
- ¿Y por qué razón
quiere marcharse?
La señora Nicoletis
alzó sus hombros monumentales.
- ¿Cómo quiere que yo
lo sepa? No dijo la verdad. Puedo asegurarlo. Siempre lo adivino.
La señora Hubbard
asintió pensativa.
- Sally no me ha
dicho nada - dijo.
- ¿Hablará usted con
ella?
- Sí, desde luego.
- Y si es por estos
estudiantes de color, esos indios, y esos negros... pueden marcharse todos,
¿comprende? La diferencia étnica tiene gran importancia para los americanos...
y a mí son los americanos los que me interesan... y en cuanto a los estudiantes
de color... ¡que se larguen!
Hizo un gesto
dramático.
- No ocurrirá
mientras yo continúe de encargada - repuso la señora Hubbard, en tono frío -. Y
de todas formas está usted equivocada. No existe esa clase de diferencias entre
los estudiantes y desde luego Sally no es así. Ella y el señor Akibombo comen
juntos muy a menudo y no hay otro más negro que él.
- Entonces será por
los comunistas... Ya sabe lo que los americanos opinan de los comunistas. Y
Nigel Chapman... es comunista.
- Lo dudo.
- Sí, sí. Debiera
haber oído lo que decía la otra noche.
- Nigel es capaz de
decir cualquier cosa por molestar a la gente. Es muy pesado en este sentido.
- Usted les conoce
muy bien... ¡Querida señora Hubbard, es usted maravillosa! Me repito una y otra
vez... ¿qué haría yo sin la señora Hubbard? Descanso en usted por completo. ¡Es
usted una mujer maravillosa, maravillosa! Se hace imprescindible.
- Después del
rapapolvo, el jabón - murmuró la señora Hubbard.
- ¿Qué?
- No se alarme; haré
lo que pueda.
Y salió de la
habitación cortando en seco un largo discurso de agradecimiento, - mientras
murmuraba para sí:
- ¡Haciéndome perder
el tiempo... es una mujer enloquecedora! - y echando a correr por el pasillo
penetró en su salita particular.
Pero allí no habría
de tener paz. Una muchacha se puso en pie al entrar la señora Hubbard y dijo:
- Quisiera hablar con
usted unos minutos, si me lo permite.
- Desde luego,
Elizabeth.
La señora Hubbard
quedó muy sorprendida. Elizabeth Johnston era una joven de las Antillas que
estudiaba leyes. Era muy trabajadora, ambiciosa y reservada. Siempre le había
parecido muy equilibrada y competente, considerándola como una de las mejores
estudiantes de la Residencia. Su aspecto en aquellos momentos era normal, pero
la señora Hubbard supo captar el ligero temblor de su voz a pesar de que sus
facciones morenas permanecieron impasibles.
- ¿Ocurre algo?
- Sí. ¿Quiere
acompañarme a mi habitación, por favor?
- Espere un momento.
- La señora Hubbard se quitó el abrigo y los guantes y luego siguió a la joven
hasta el piso superior, donde tenía la habitación. Abrió la puerta y se dirigió
a una mesita cerca de la ventana.
- Aquí tiene mis
apuntes - le dije -. Esto representa varios meses de duro esfuerzo...
¿Ve usted lo que me
han hecho?
La señora Hubbard
contuvo el aliento.
Habían derramado
tinta sobre la mesa y los papeles estaban empapados. La señora Hubbard los tocó
con la punta del dedo. Todavía estaban húmedos. Aun sabiendo que la pregunta
era una tontería, la hizo.
- ¿No se le habrá
vertido a usted la tinta?
- No. Lo hicieron
mientras yo estaba fuera.
- ¿Usted cree que la
señora Biggs ...?
La señora Biggs era
la encargada de la limpieza de los dormitorios de aquel piso.
- No fue la señora
Biggs. Esta tinta no es ni siquiera mía. La tengo en el estante de encima de mi
cama. No la ha tocado nadie. Esto lo hizo alguien que trajo la tinta y la
vertió adrede.
- ¡Qué cosa tan
malvada... tan cruel!
- Sí, ha sido una
mala acción.
La muchacha habló
tranquilamente, pero la señora Hubbard no cometió el error de no comprender sus
sentimientos.
- Bueno, Elizabeth,
apenas sé qué decirle. Estoy sorprendida, asombrada, y haré lo posible por
descubrir al autor de una maldad semejante. ¿Tiene usted alguna idea de quién
puede haber sido?
La joven replicó:
- La tinta es
verde... ya lo ve usted.
- Sí, ya me he dado cuenta.
- No es muy corriente
emplear tinta: verde. Y yo sé quién la usa: Nigel Chapman.
- ¿Nigel? ¿Usted cree
que Nigel haría una cosa tan mezquina?
- No debiera haberlo
pensado... no. Pero él escribe sus cartas y sus apuntes con tinta verde.
- Tendré que hacer
muchas preguntas. Siento mucho, Elizabeth, que en esta casa haya ocurrido una
cosa así y sólo puedo decirle que haré cuanto pueda para que todo quede
aclarado.
- Gracias, señora
Hubbard. Ya han ocurrido... otras cosas, ¿no es cierto?
- Sí, es... sí.
La señora Hubbard
salió de la habitación y se dirigió hacia la escalera, pero se detuvo de pronto
y en vez de bajar, fue hasta el extremo del pasillo y llamó a la puerta de la
señorita Sally Finch, quien desde dentro la invitó a entrar.
El dormitorio era agradable
y Sally Finch, una alegre pelirroja, muy simpática.
Estaba escribiendo y
la miró sonriente. Le ofreció una caja de bombones abierta y dijo con voz
clara:
- Bombones de casa.
Coma algunos.
- Gracias, Sally,
pero ahora no. Estoy muy disgustada. - Respiró -. ¿Se ha enterado de lo que le
ha ocurrido a Elizabeth Johnston?
- ¿Qué le ha sucedido
a la Negra Bess?
El apodo era un
apelativo cariñoso que había sido aceptado por la propia interesada.
La señora Hubbard le
refirió lo ocurrido y Sally dio muestras de furor compasivo.
- Esto es una
mezquindad. No creí que nadie fuera capaz de hacer una cosa así a nuestra Bess.
Todos la apreciamos. Es tranquila y no se mete en nada, ni se la ve mucho, pero
estoy segura de que nadie la odia.
- Es lo que yo
hubiera dicho.
- Bueno... esto
concuerda con las otras cosas. Por eso...
- ¿Por eso, qué -
preguntó la señora Hubbard cuando la joven se detuvo bruscamente.
Sally repuso
despacio:
- Por eso voy a
marcharme. ¿No se lo ha dicho la señora Nicoletis?
- Sí. Y está muy angustiada.
Al parecer no cree que le haya dicho usted la verdadera razón.
- Desde luego que no
lo hice. No quise que se disgustase. Ya sabe usted cómo es.
Pero ése es el
verdadero motivo. No me agrada lo que está ocurriendo aquí. Fue muy extraña la
pérdida de mi zapato, y luego lo de la bufanda de Valerie y la mochila de
Len... no es como si desapareciesen cosas... al fin y al cabo eso puede ocurrir
siempre... no es agradable, pero sí normal... pero esto otro, no. - Hizo una
breve pausa sonriendo y luego hizo una mueca -. Akibombo está asustado. Siempre
se muestra muy superior y civilizado.... pero existe todavía mucha superstición
en el África Occidental y él la lleva en la sangre.
- ¡Bah! - exclamó la
señora Hubbard, enojada -. No aguanto las supersticiones. Son cosas de seres
vulgares que se ponen en ridículo. Eso es todo.
La boca de Sally se
curvó en una sonrisa gatuna.
- Usted ha acentuado
lo de vulgar - dijo -. Pero yo tengo el presentimiento de que en esta casa hay
una persona que no es nada vulgar.
La señora Hubbard
bajó la escalera y entró en el salón de visita que los estudiantes tenían en la
planta baja y en el que se hallaban cuatro personas. Valerie Hobhouse, tumbada
en un sofá con sus elegantes y finos pies colocados sobre uno de los brazos;
Nigel Chapman, sentado ante una mesa con un gran libro abierto; Patricia Lane,
apoyada contra la repisa de la chimenea, y una joven con impermeable que
acababa de llegar y se estaba quitando un gorrito de lana cuando entró la
señora Hubbard. Era una jovencita gordezuela y rubia, de ojos castaños muy
separados y cuya boca estaba casi siempre entreabierta, dando la impresión de
que su poseedora vivía en un perpetuo asombro.
Valerie, quitándose
el cigarrillo de la boca, dijo con voz lánguida:
- Hola, Ma. ¡Ya le ha
administrado algún calmante a esa vieja endemoniada, nuestra respetable
propietaria!
Patricia Lane
preguntó:
- ¿Es que quería
guerra?
- ¡Y de qué modo! -
rió
- Ha ocurrido algo
muy desagradable - anunció la señora Hubbard -. Nigel, quiero que usted me ayude.
- ¿Yo, señora? -
Nigel la miró cerrando su libro, y su rostro delgado y malicioso se iluminó de
pronto con una sonrisa dulce y picaresca -. ¿Qué es lo que le he hecho?
- Espero que nada -
replicó la señora Hubbard -. Pero han derramado tinta deliberadamente y con
toda mala intención sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, y esa tinta es
verde. Usted escribe con tinta de ese mismo color, Nigel.
Él la contempló
mientras su sonrisa iba desapareciendo.
- Sí, yo utilizo
tinta verde.
- Es horrible - dijo
Patricia -. Me gustaría que no la emplearas, Nigel. Siempre he dicho que te
afectaba considerablemente.
- Me gusta que me
afecte - dijo Nigel -. Sería mejor aún la tinta violeta. Trataré de
conseguirla. Pero, ¿habla usted en serio, Ma? Me refiero al sabotaje.
- Sí, hablo en serio.
¿Lo hizo usted, Nigel?
- No, claro que no.
Me gusta molestar a la gente, como ya sabe usted, pero nunca haría una cosa tan
sucia como ésa... y menos a la Negra Bess, que no se mete en nada y podría
servir de ejemplo a algunas personas que no menciono. ¿Dónde está mi tinta?
Ayer noche recuerdo
que llené mi pluma, y suelo guardarla en ese estante de ahí – y levantándose
atravesó la habitación. Tiene usted razón. Está casi vacía, y debiera estar
prácticamente llena.
La jovencita del impermeable
contuvo el aliento,
- ¡Oh, Dios mío! -
exclamó -. ¡Oh, Dios mío!, no me gusta...
Nigel se volvió hacia
ella con aire acusador.
- ¿Tienes alguna
coartada, Celia?
- Yo no he sido. De
verdad. Además he estado todo el día en el hospital. No pude...
- Vamos, Nigel -
intervino la señorita Hubbard. No moleste a Celia.
Patria Lane dijo
irritada.
- No veo por qué
Nigel ha de ser sospechoso sólo porque haya utilizado su tinta...
- Tienes razón,
querida - dijo Valerie felinamente -, defiéndele... y defiéndete.
- Pero es tan
injusto...
- De verdad que no
tengo nada que ver con esto - protestó Celia con energía.
- Nadie dice que lo
hicieras tú, pequeña - replicó Valerie, impaciente -. De todas formas - sus
ojos se fijaron en los de la señora Hubbard -, todo esto ya pasa de ser una
broma, y habrá que hacer algo.
- Sí, hay que hacer
algo - dijo la señora Hubbard.
CAPÍTULO IV
- Aquí tiene, señor
Poirot.
La señorita Lemon
depositó un pequeño paquete pardo ante el detective. Él le quitó el papel y
contempló un plateado zapato de noche.
- Estaba en la calle
Baker, como usted dijo.
- Eso nos ha evitado
molestias - replicó Poirot -. Y también confirma mis ideas.
- Cierto - dijo la
señorita Lemon, que no era nada curiosa por naturaleza. Pero, sin embargo, era
muy susceptible a los derechos y exigencias de los afectos personales.
- Si no le causa
demasiada molestia, señor Poirot, me permito notificarle que he recibido una
carta de mi hermana. Ha habido algunos acontecimientos.
- ¿Puedo leerla?
Ella se la entregó y
el detective, después de haberla leído, dijo a la señorita Lemon que llamara a
su hermana por teléfono; y cuando aquélla le indicó que había conseguido la
comunicación, Poirot se puso al aparato.
- ¿Señora Hubbard?
- Oh, sí, señor
Poirot. Ha sido usted muy amable al llamarme tan pronto. En realidad estaba
muy...
Poirot la
interrumpió:
- ¿Desde dónde me
habla?
- Pues... desde la
calle Hickory, desde luego. Oh, ya sé lo que quiere decir. Estoy en mi
saloncito particular.
- ¿Hay alguna otra
línea?
- Es ésta. El teléfono
principal está abajo, en el recibidor.
- ¿Hay alguien en la
casa que pueda escuchar?
- Todos los
estudiantes están fuera a esta hora, y la cocinera ha salido a comprar.
Geronimo, su marido, entiende apenas el inglés. Hay una mujer limpiando, pero es
sorda y estoy segura de que no va a entretenerse en escuchar lo que hablamos.
- Muy bien; entonces,
puedo hablar con libertad. ¿Por casualidad dan ustedes conferencias, o pasan
películas por las noches? ¿O alguna otra clase de entretenimientos?
- Tenemos alguna
conferencia de vez en cuando. La señorita Baltrout, la exploradora, vino no
hace mucho con sus vistas de paisajes en color. Y recibimos una llamada de las
Misiones del Lejano Oriente, aunque me temo que la mayoría de estudiantes
salieron aquella noche.
- Ah. Entonces esta
noche anuncie que Hercules Poirot, el jefe de su hermana, atendiendo a sus
ruegos, acudirá para exponerles algunos de sus casos más interesantes.
- Es usted muy
amable. Pero, ¿usted cree ...?
- No es cuestión de
creer o no creer... ¡Estoy seguro!
II
Aquella noche, los
estudiantes, al entrar en el salón, encontraron una nota en la pizarra de
anuncios que estaba detrás de la puerta.
Monsieur Hercules Poirot, el
célebre detective particular, ha tenido la gentileza de acceder a dar una
charla esta noche sobre la teoría y práctica de detectivismo efectivo, en la
que presentará algunos casos de criminales famosos.
Los estudiantes, a
medida que iban regresando, hacían sus comentarios.
«¿Quién es ese
detective?» «Nunca le oí nombrar.»
«¡Oh!, yo sí.»
«Hubo un hombre
condenado a muerte por el asesinato de una mujer de las que van a limpiar a las
casas y este detective le libertó en el último momento, descubriendo al
verdadero culpable.»
«Yo no lo recuerdo.»
«Creo que será
divertido.»
«A mí no es que me
atraiga eso, pero no niego que debe resultar interesante poder interrogar a un
hombre que ha estado relacionado tan de cerca con delincuentes.»
La cena fue servida a
las siete y media y casi todos los estudiantes estaban ya sentados cuando la señora
Hubbard bajó de un saloncito, donde se le había servido una copa de jerez al
distinguido invitado, seguida de un hombrecillo de corta estatura, sospechosos
cabellos negros, y un bigote de proporciones extraordinarias que retorcía con
aire satisfecho.
- Éstos son algunos
de nuestros estudiantes, señor Poirot. Les presento al señor Poirot, que va a
tener la gentileza de hablar para ustedes después de la cena.
Se cambiaron saludos
y Poirot se sentó al lado de la señora Hubbard, absorbiéndose en la tarea de no
manchar su bigote con la excelente minestrone que fue servida por un activo
criado italiano, portador de una enorme sopera, que depositó encima de una
mesita auxiliar. Luego siguió un plato caliente de spaghetti, y albóndigas, y
fue entonces cuando una joven sentada a la derecha de Poirot le dirigió la
palabra tímidamente.
- ¿De veras trabaja
para usted la hermana de la señora Hubbard?
Poirot se volvió
hacia ella.
- Pues sí. La
señorita Lemon es mi secretaria desde hace muchos años. Es la mujer más servicial
que conozco, y algunas veces la temo.
- Oh, ya. Me
preguntaba...
- ¿Qué es lo que se
preguntaba, mademoiselle?
Y le sonrió con aire
paternal en tanto que mentalmente iba tomando notas.
«Bonita, preocupada,
de mentalidad no muy rápida, asustadiza...»
- ¿Puedo saber su
nombre y lo que estudia? - le preguntó.
- Me llamo Celia
Austin, y no estudio. Trabajo en el dispensario del Hospital de Santa Catalina.
- Ah, ¿y resulta
interesante su trabajo?
- Pues. .. no sé...
tal vez sí. - Parecía poco convencida.
- ¿Y de los de aquí?
¿Podría decirme algo de ellos?
Tenía entendido que
ésta era una Residencia para Estudiantes Extranjeros; pero la mayoría parecen
ingleses.
- Algunos de los
extranjeros no están ahora aquí. El señor Chandra Lal y el señor Gopal Ram... son indios... y la señorita Reinjeer,
alemana... y el señor Achmed Alí, que es de nacionalidad egipcia y a quien le
agrada extraordinariamente la política.
- Y éstos, ¿quiénes
son? Hábleme de ellos.
- Pues, sentado a la
izquierda de la señorita Hubbard está Nigel Chapman. Un estudiante de Historia
Medieval e Italiana en la Universidad de Londres. Luego sigue Patricia Lane,
que está a su lado y lleva lentes. Piensa diplomarse en Arqueología. El
pelirrojo es Len Bateson, futuro médico, y la joven morena es Valerie Hobhouse,
que trabaja en un salón de belleza. A su lado se sienta Colin Macnabb... que
está haciendo, un cursillo de psicología para doctorarse.
Hubo un ligero cambio
de su voz al describir a Colin. Poirot la observó viendo que se había
sonrojado, y se dijo para sus adentros:
«Vaya... está
enamorada y no sabe disimularlo.» También observó que el joven Macnabb no la
miraba nunca desde el otro lado de la mesa, y parecía muy enfrascado en la
conversación que sostenía con una risueña jovencita pelirroja sentada junto a
él.
- Es Sally Finch,
Americana... vino aquí gracias una beca que ganó en Fullbright. Luego sigue Geneviéve Maricaud, que estudia
inglés, igual que René Halle, que está a su lado. Esa rubia menuda es Jean
Tomlinson... también trabaja en Santa Catalina. Es fisioterapeuta. El negro es
Akibombo... vino del África Occidental y es muy simpático. Luego sigue
Elizabeth Johnston, es de Jamaica y estudia leyes, y junto a nosotros y a mi
derecha hay dos estudiantes turcos que llegaron hace una semana. Apenas saben
nada de inglés.
- Gracias. ¿Y se
llevan bien entre ustedes, o tienen desavenencias?
La ligereza de su
tono restó importancia a sus palabras.
- Oh, en realidad
estamos demasiado ocupados para pelearnos - repuso Celia -, aunque...
- ¿Aunque qué,
señorita Austin?
- Pues que...
Nigel... el que está al lado de la señora Hubbard, disfruta pinchando a la
gente y haciéndoles enfadar. Y Len Bateson se enfada. Algunas veces se pone
furioso, pero en realidad es muy simpático.
- ¿Y Colin Macnabb...
se enfada también?
- Oh, no. Colin se
limita a enarcar las cejas e incluso le divierte.
- Ya. ¿Y las
señoritas, se pelean?
- Oh, no, nos
llevamos muy bien. Geneviéve se ofende algunas veces. Creo que los franceses
son muy susceptibles... oh, quiero decir... Perdone... Celia era la viva imagen
de la confusión.
- Yo soy belga -
replicó Poirot con aire solemne, y continuó antes de que Celia recobrara el
dominio de sí misma- ¿Qué quiso decir,
señorita Austin, cuando inquirió:
- ¿Me preguntaba?
¿Qué es lo que se preguntaba usted?
- Oh... nada... nada
de particular... sólo que hemos tenido algunas bromas tontas, últimamente... y
pensé que la señora Hubbard... Pero en realidad es una tontería. No quise decir
nada.
Poirot no insistió, y
volviéndose hacia la señora Hubbard se enfrascó en una conversación en la que
también tomó parte Nigel Chapman diciendo que el crimen era una forma del arte
creativo... y que los enemigos de la sociedad eran los policías que ingresaban
en el cuerpo sólo a causa de su secreto sadismo.
A Poirot le divirtió
observar que la joven de los lentes, de unos treinta y cinco años, que estaba a
su lado trataba desesperadamente de explicar sus comentarios a medida que él
los iba haciendo. Nigel, sin embargo, no le hizo el menor caso.
La señora Hubbard les
miraba con benevolencia.
- Todos los jóvenes
de hoy en día no piensan más que en política o en psicología - dijo -. En mi
juventud éramos mucho más alegres. Bailábamos. Si enrollaran la alfombra de
salón tendrían una buena pista, y podrían bailar con la música de la radio,
pero nunca lo hacen.
Celia rió, diciendo
intencionadamente:
- Pero tú solías
bailar, Nigel. Yo misma he bailado contigo una vez, aunque no espero que en
este momento lo recuerdes.
- ¿Qué tú has bailado
conmigo? - - dijo Nigel con incredulidad -. ¿Dónde?
- En Cambridge... por
Pascua.
- ¡Oh, Pascua! -
Nigel alejó de un manotazo las tonterías de su juventud -. Hay que pasar esa
fase de la adolescencia, pero, gracias a Dios, eso termina pronto.
Nigel no tendría
mucho más de veinticinco años y Poirot tuvo que esconder una sonrisa detrás de
su distinguido bigote.
Patricia Lane dijo
con ansiedad:
- Comprenda, señora
Hubbard; ¡hay tanto que estudiar! Entre las conferencias y los apuntes no queda
tiempo para nada que no tenga valor real.
- Bueno, querida,
sólo se es joven una vez - replicó la señora Hubbard.
Un pastel de
chocolate siguió a los spaghetti y luego pasaron todos al salón, donde fue
servido el café. Poirot se dispuso a hablar. Los dos turcos se excusaron
cortésmente y los demás se sentaron en actitud expectante.
Poirot se puso en pie
y habló con su aplomo acostumbrado. El sonido de su propia voz le resultaba
siempre agradable, y por espacio de tres cuartos de hora estuvo disertando en
tono brillante y divertido, recalcando las experiencias propias de un modo un
tanto exagerado, pero agradable. Si quiso insinuar que era una especie de...
charlatán... no se notó demasiado.
- Así que, como les
digo - terminó -, me acuerdo de un fabricante de jabones que conocí en Lieja,
que envenenaba poco a poco a su esposa para poder casarse con su rubia
secretaria. Se lo insinué muy por encima, pero en el acto conseguí que
reaccionara, y me entregó el dinero robado que yo acababa de recuperar para él.
Se puso muy pálido y vi el terror reflejado en su rostro. «Entregaré este
dinero a los pobres», le dije. «Haga, usted lo que quiera con él.» Y entonces
le anuncié muy significativamente: «Le aconsejo que ande con mucho cuidado, monsieur.»
Asintió en silencio y al salir vi que se enjugaba la frente. Se había llevado
un gran susto y yo... le había salvado la vida. Porque aunque esté trastornado
por su rubia secretaria, ya no intentará envenenar a su esposa estúpida y
antipática. Prevenir es mejor que curar; y nosotros deseamos prevenir los
crímenes... y no esperar a que hayan sido cometidos.
E inclinándose
extendió las manos.
- Bueno, ya les he
aburrido bastante.
Los estudiantes
aplaudieron con entusiasmo; Poirot se inclinó, y cuando ya iba a sentarse,
Colin Macnabb, quitándose la pipa de entre los dientes, exclamó:
- ¡Y ahora, tal vez
quiera explicarnos para qué ha venido aquí en realidad!
Hubo un silencio
expectante y luego Patricia dijo en tono de reproche:
- Colin..
- Bueno, todos nos lo
figuramos, ¿no es cierto? - Miró en derredor suyo -. El señor Poirot nos ha
dado una charla muy amena, pero no es a eso a lo que ha venido, sino a
trabajar. ¿Usted cree realmente que no nos hemos dado cuenta, señor Poirot?
- Habla por ti mismo,
Colin - dijo Sally.
- Pero es cierto,
¿no? - replicó el aludido.
Y de nuevo Poirot
extendió sus manos en un gracioso gesto comprensivo.
- Admito que mi
amable anfitriona me ha confiado ciertos sucesos que la han... preocupado -
dijo.
Len Bateson se puso.
en pie con rostro sombrío y truculento.
- Oiga - exclamó -,
¿qué es todo esto? ¿Es que nos lo atribuye a nosotros?
- ¿Ahora te das
cuenta, Bateson? - preguntó Nigel en tono amable.
Celia, asustada,
contuvo el aliento y dijo:
- ¡Entonces tenía
razón!
La señora Hubbard
habló refiriéndose al particular, con decisión y autoridad.
- Yo le pedí al señor
Poirot que nos diera una charla, pero también quería pedirle consejo acerca de
algunas cosas que han ocurrido últimamente. Había que hacer algo y me pareció
que la otra alternativa era... la policía.
Entonces se armó un
gran alboroto. Geneviéve empezó a hablar acaloradamente en francés. «Era una
vergüenza, un desastre, avisar a la policía.» Y otras voces se unieron a la
suya para apoyarla o contradecirla. Al fin la voz de Leonard Bateson se elevó
por encima de las otras autoritariamente:
- Oigamos lo que dice
el señor Poirot acerca de nuestro problema.
La señora Hubbard
explicó:
- He contado al señor
Poirot todo lo ocurrido. Si desea hacer alguna pregunta estoy segura de que
ninguno de ustedes tendrá inconveniente en contestarla.
Poirot se inclinó
cortésmente.
- Gracias. - Y con el
aire de un malabarista sacó un par de zapatos de noche que entregó a Sally
Finch.
- ¿Son suyos...
mademoiselle?
- Pues... sí... ¿los
dos? ¿De dónde ha salido el que había desaparecido?
- Pues del
Departamento de Objetos Perdidos del puesto de policía de la calle Baker.
- ¿Pero qué le hizo
pensar que pudiera estar allí, monsieur Poirot?
- Un simple proceso
deductivo. Alguien coge un zapato de su habitación, mademoiselle. ¿Por qué? No
será para ponérselo, ni para venderlo. Y puesto que la casa será registrada por
todos para tratar de encontrarlo, el zapato debe salir de la casa o ser
destruido. Pero no es tan sencillo destruir un zapato. Lo más fácil es tomar un
tren o un autobús en las horas de más aglomeración y arrojarlo envuelto en un
papel debajo de un asiento. Eso es lo que supuse y que resultó ser cierto... de
modo que supe que pisaba terreno firme... el zapato fue robado, como dijo un
poeta, «para fastidiar, porque sabe que eso molesta».
Valerie lanzó una
breve carcajada.
- Esto te señala a ti
con dedo infalible, querido Nigel.
- Tonterías - dijo
Sally -. Nigel no cogió mi zapato.
- Claro que no -
intervino Patricia enojada -. Es una idea absurda.
- Yo no la
consideraría absurda - repuso Nigel -. Aunque yo no hice nada de eso... como no
dudo que diremos todos.
Fue como si Poirot
hubiera estado esperando aquellas precisas palabras. Sus ojos se posaron
pensativos en el rostro enrojecido de Len Bateson y luego fueron observando a
cada uno de los estudiantes.
- Mi posición es
delicada - dijo al fin con un gesto -. Allí soy un huésped más. He venido
atendiendo a una invitación de la señora Hubbard... a pasar una agradable
velada, y eso es todo. Claro que además he devuelto un par de zapatos de noche
a mademoiselle. En cuanto a lo demás... - hizo una pausa -. ¿Monsieur...
Bateson?, sí, Bateson... me ha pedido que diera mi opinión acerca de este...
problema. Pero sería una impertinencia por mi parte el hablar, a menos de ser
invitado no por una sola persona, sino por todos ustedes.
Akibombo sacudió su
negra y rizada cabeza en un gesto de vigoroso asentimiento.
- Ése es un
procedimiento correcto, sí - dijo -. El verdadero procedimiento democrático es
someter el caso a la votación de todos los presentes.
La voz dé Sally se
alzó impaciente.
- Oh, no vale la pena
- dijo -. Esto es una especie de reunión amistosa. Oigamos lo que nos aconseja
el señor Poirot, sin más complicaciones.
- No puedo estar más
de acuerdo contigo, Sally - replicó Nigel.
Poirot inclinó la
cabeza.
- Muy bien - anunció
-. Puesto que todos ustedes me lo piden, les diré que mi consejo es bien
sencillo. La señora Hubbard... o mejor dicho, la señora Nicoletis... debiera
llamar inmediatamente a la policía. No hay tiempo que perder.
CAPÍTULO V
No cabe duda de que la
declaración de Poirot fue inesperada. No originó protestas ni comentarios, pero
sí fue seguida de un silencio repentino y molesto. Aprovechando aquella
parálisis momentánea, la señora Hubbard llevó al detective arriba a su
saloncito particular, después de despedirse de todos con un correcto «Buenas
noches».
La señora Hubbard
encendió la luz, y tras cerrar la puerta rogó a monsieur Poirot que
ocupara una butaca junto a la chimenea. Su rostro afable expresaba duda y
ansiedad. Le ofreció un cigarrillo, que Poirot rehusó explicando que prefería
los suyos, que a su vez le ofreció, mas ella le dijo distraída: «No fumo, señor
Poirot.»
Y luego, al sentarse
frente a él, exclamó tras un momento de vacilación:
- Me parece que tiene
usted razón, señor Poirot. Tal vez debiéramos avisar a la policía...
especialmente después de lo de la tinta. Pero hubiese preferido que no lo
dijera... de ese modo.
- Ah. - repuso Poirot
encendiendo uno de sus diminutos cigarrillos y contemplando las volutas de humo
-. ¿Usted cree que debiera haber disimulado?
- Pues es consolador
ser sincero y franco por encima de todas las cosas... Pero me parece que
hubiera sido mejor mantenerlo en secreto, y avisar a un agente, a quien se lo
hubiésemos explicado todo privadamente. Lo que quiero decir es que...
quienquiera que haya estado haciendo esas estupideces... pues... ya está
advertido.
- Tal vez sí.
- Yo diría que de
seguro - replicó la señora Hubbard con cierta brusquedad -. ¡No hay tal vez que
valga! Si ha sido uno de los criados o de los estudiantes que no estaban aquí,
esta noche, la noticia llegará seguramente a sus oídos. Es lo que ocurre
siempre.
- Cierto. Es lo que
ocurre siempre.
- Y además está la
señora Nicoletis. En realidad no sé qué actitud tomar. Con ella nunca se
sabe...
- Será interesante
descubrirlo.
- Desde luego no
podemos hablar con la policía hasta el momento que ella nos autorice... Oh,
¿qué ocurre ahora?
Sonaron tres
enérgicos golpes en la puerta, que fueron repetidos antes que la señora Hubbard
dijera: «Adelante» en tono irritado. Al abrirse la puerta fue Colin Macnabb
quien entró con la pipa entre los dientes y el entrecejo fruncido. Quitándose
la pipa de la boca, y cerrando la puerta a sus espaldas, dijo:
- Ustedes me
perdonarán, pero estaba impaciente por hablar con el señor Poirot.
- ¿Conmigo? - Poirot
volvió la cabeza con aire inocente y sorprendido.
- Sí, con usted. -
Colin habló ceñudo, y acercándose una silla bastante incómoda se sentó frente a
Hercules Poirot.
- Esta noche nos ha
dado usted una charla interesante - dijo con aire indulgente -. No niego que es
usted un hombre de larga y variada experiencia, pero si me lo permite le diré
que sus métodos y sus ideas están pasados de moda.
- Por favor, Colin -
dijo la señora Hubbard, enrojeciendo -. Es usted muy poco amable.
- No es mi intención
ofenderle, pero tengo que aclarar las cosas. Crimen y castigo, monsieur
Poirot... hasta ahí se extiende su horizonte...
- Me parece una
consecuencia natural - replicó el detective.
- Usted toma el punto
de vista estrecho de la ley... y lo que es más, de la ley anticuada. Hoy en
día, incluso la ley ha de adaptarse a las teorías más nuevas y modernas de las
causas del crimen. Son las causas lo importante, monsieur Poirot.
- En eso - exclamó
Poirot - y empleando una de sus modernas frases, no puedo estar más de acuerdo
con usted.
- Entonces tendrá que
considerar la causa de lo que ha estado ocurriendo en esta casa... y averiguar
por qué fueron hechas estas cosas.
- Sigo estando de
acuerdo con usted... sí, eso es lo más importante.
- Porque siempre
existe una razón, que puede ser para el interesado una buena razón.
Al llegar a este
punto, la señora Hubbard, incapaz de contenerse, exclamó en tono crispado:
- ¡Tonterías!
- Ahí es donde se
equivoca - dijo Colin volviéndose ligeramente hacia ella -. Hay que tener en
cuenta el fondo psicológico.
- ¡Qué disparate! -
replicó la señora Hubbard -. ¡No aguanto esta clase de tonterías!
- Eso es porque no
sabe usted nada de psicología, - dijo Colin en tono grave antes de volver de
nuevo sus ojos hacia Poirot. - A mí me interesan estas cosas. En la actualidad
estoy siguiendo un cursillo de psiquiatría y psicología, y nos encontramos con
los casos más asombrosos y complicados, y lo que quiero hacer resaltar, monsieur
Poirot, es que no debe considerar al criminal como una consecuencia del pecado
criminal, o una malvada violencia de las leyes de un país. Tiene que comprender
la raíz del mal para curar a un joven delincuente. Estas ideas eran
desconocidas en sus tiempos y no me cabe duda de que le resultarán difíciles de
aceptar...
- Un robo es un robo
- intervino la señora Hubbard obstinadamente.
Colin frunció el ceño
con impaciencia.
- Mis ideas serán sin
duda anticuadas - dijo Poirot humildemente -, pero estoy dispuesto a
escucharle, señor Macnabb.
- Eso está muy bien
dicho, señor Poirot. Ahora trataré de explicarle este asunto con claridad,
empleando términos sencillos.
- Gracias - replicó monsieur
Poirot con la misma humildad.
- Empezaré por el par
de zapatos que usted trajo esta noche y devolvió a Sally Finch. Como usted
recordará, sólo robaron uno. Sólo uno.
- Recuerdo que me
sorprendió ese detalle - dijo Hercules Poirot.
Colin Macnabb se
inclinó hacia delante y sus facciones duras, aunque incorrectas, se iluminaron
por el interés.
- Ah, pero usted no
vio su significado. Es uno de los ejemplos bonitos y satisfactorios que uno
puede desear. Nos hallamos ante un definido complejo de Cenicienta. Tal vez
conozca usted el cuento de Cenicienta.
- De origen
francés... mas oui.
- Cenicienta, la
sirvienta sin sueldo, se queda sentada junto al hogar mientras sus
hermanastras, con sus mejores galas, van al baile que da el Príncipe. Un Hada
Madrina envía también a Cenicienta a la fiesta y, al dar la medianoche, su
vestido se convierte en harapos... ella escapa apresuradamente, perdiendo uno
de sus zapatos. De modo que aquí tenemos una mentalidad que se compara a sí
misma con Cenicienta, sin caer en ello, por descontado... Tenemos un complejo
de inferioridad, de fracaso, de envidia. La muchacha roba un zapato. ¿Por qué?
- ¿Una muchacha?
- Pues naturalmente.
Eso está clarísimo para la inteligencia menos despejada - contestó Colin con
aire reprobador.
- ¡Por favor, Colin!
- - exclamó la señora Hubbard.
- Siga usted, se lo
ruego - dijo Poirot cortésmente.
- Probablemente ella
no sabe por qué lo hace... pero el deseo íntimo es evidente. Quiere ser la
Princesa, ser reconocida por el Príncipe y reclamada por él. Otro factor
significativo: el zapato robado pertenece a una joven atractiva que va a
asistir a un baile.
La pipa de Colin se
había apagado hacía rato y la blandía con creciente entusiasmo.
- Y ahora
consideremos algunos de, los otros sucesos. La desaparición de una serie de
cosas bonitas... todas ellas relacionadas con el atractivo femenino. Polvos
compactos, lápiz para labios, pendientes,, una pulsera, una sortija... que
tiene un doble significado. La chica quiere llamar la atención. Desea, si cabe,
ser castigada... Ninguna de estas cosas constituye lo que llamaríamos un robo
criminal. No es el valor del objeto lo que interesa. Igual que hacen las
mujeres acomodadas cuando roban cosas en los almacenes.
- Tonterías - dijo la
señora Hubbard en tono belicoso -. Algunas personas no son honradas; eso es lo
que ocurre.
- No obstante, entre
los objetos robados había un brillante de cierto valor – apostilló Poirot,
haciendo caso omiso de la intervención de la señora Hubbard.
- Que fue devuelto.
- Y sin duda alguna,
señor Macnabb, no me dirá usted que un estetoscopio pueda tener relación con el
atractivo femenino...
- Tiene un profundo
significado. Las mujeres que consideran deficiente el atractivo pueden
encontrar una compensación en el estudio de una carrera.
- ¿Y el libro de
cocina?
- Un símbolo de la
agradable vida hogareña... el esposo y la familia.
- ¿Y el ácido bórico?
Colin replicó,
irritado:
- Mi querido monsieur
Poirot. ¡Nadie robaría ácido bórico! ¿Para qué?
- Eso es lo que yo me
he preguntado. Debo confesar, señor Macnabb, que parece usted tener respuesta
para todo. Explíqueme entonces el significado de la desaparición de unos
pantalones viejos de franela... que, según tengo entendido, eran suyos.
Por primera vez Colin
pareció desconcertado. Y luego de enrojecer aclaró su garganta.
- Podría
explicarlo... pero sería bastante
complicado, y tal vez... sí... bastante violento.
- Oh, le ruego
respetuosamente, disimule usted si me ruborizo...
E inclinándose hacia
delante, Poirot dio una palmada en la rodilla del joven.
- Y la tinta vertida
sobre los apuntes de otra estudiante, la bufanda de seda hecha jirones ¿No le
preocupan todas esas cosas?
La complaciente
seguridad de Colin sufrió un cambio repentino.
- Sí - replicó -.
Créame que sí. Eso es serio. Debe ser sometida a tratamiento... inmediatamente.
Pero a un tratamiento médico. No es un caso para la policía. La pobrecilla ni
siquiera sabe lo que está ocurriendo. Está confundida. Si yo fuera...
Poirot le
interrumpió.
- ¿Entonces sabe
usted quién es?
- Pues tengo mis
sospechas.
Poirot murmuró con el
aire de quien está resumiendo:
- Una joven que no
tiene éxito entre el otro sexo. Una joven tímida y afectuosa. Una muchacha cuyo
cerebro tiene reacciones lentas... que se siente fracasada y sola. Una chica...
Llamaron a la puerta
y Poirot se interrumpió. Volvieron a llamar.
- Adelante - dijo la
señora Hubbard.
Se abrió la puerta
para dar paso a Celia Austin.
- ¡Ah! - exclamó
Poirot con una inclinación de cabeza. - Exactamente. La señorita Celia Austin.
Celia miró a Colin
con ojos angustiosos.
- No sabía que
estuvieras aquí - dijo conteniendo el aliento -. Venía... Venía...
Aspiró el aire con
fuerza y corrió hacia la señora Hubbard.
- Por favor, no avise
a la policía. He sido yo la que ha cogido esas cosas. No sé por qué. No puedo
imaginarlo. Yo no quería. Es sólo... que sentía un impulso extraño. – Se volvió
hacia Colin -. De modo que ya sabes cómo soy... y supongo que no volverás a
dirigirme más la palabra. Sé que es horrible...
- Oh, nada de eso -
exclamó Colin con voz cálida y amistosa -. Estás un poco confundida, nada más.
Es sólo una especie de enfermedad que has tenido, por no ver las cosas con
claridad. Si confías en mí, Celia, pronto te pondrás bien. Te lo aseguro.
- Oh, Colin... ¿de
veras?
Celia le miró con
adoración imposible de disimular.
- ¡He estado tan
inquieta!
Él la cogió de la
mano con aire ligeramente doctoral.
- Bueno, ya no
necesitas preocuparte más. - Y poniéndose en pie, apoyó la mano de Celia en su
brazo y miró con aire severo a la señora Hubbard.
- Espero que ahora no
se hablará más de dar parte a la policía - dijo -. No se ha robado nada de
verdadero valor y Celia lo devolverá.
- No puedo devolver
la pulsera ni los polvos compactos - confesó Celia, inquieta -.
Los tiré por una
alcantarilla. Pero compraré otros nuevos.
- ¿Y el estetoscopio?
- preguntó Poirot -. ¿Dónde lo dejó?
Celia enrojeció.
- Yo no lo cogí,
¿Para qué iba a querer un estetoscopio? - Su rubor se acentuó -. Ni tampoco fui
yo quien vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth. Yo nunca hubiera hecho
una... cosa tan malvada.
- No obstante, usted
hizo pedazos la bufanda de la señorita Hobhouse, mademoiselle.
- Eso fue distinto.
Quiero decir... que a Valerie no le importaba.
- ¿Y la mochila?
- Oh, yo no la hice
pedazos. Eso fue un rapto de furor.
Poirot cogió la lista
que había copiado de la libreta de notas de la señora Hubbard.
- Dígame - le apremió
-, y esta vez procure decir la verdad. ¿De la desaparición de qué cosas es o no
usted responsable?
Celia miró la lista
de objetos desaparecidos y su respuesta no se hizo esperar.
- No sé nada de la
mochila, ni de las bombillas, ni del ácido bórico, ni de las sales de baño, y
en cuanto al anillo fue sólo una equivocación. Cuando me di cuenta de que era
bueno lo devolví.
- Ya.
- Porque yo no quería
robar. Sólo...
- ¿ Sólo qué?
En los ojos de Celia
apareció visiblemente una expresión cansada.
- No lo sé... la verdad.
Estoy confundida.
Colin intervino con
ademán imperioso.
- Le agradeceré que
no la interrogue. Le prometo que no habrá reincidencia en este asunto, y desde
ahora me hago responsable de ella.
- ¡Oh, Colin, qué
bueno eres conmigo!
- Me gustaría que me
contaras muchas cosas de ti, Celia. De tu infancia, por ejemplo. ¿Se llevaban
bien padre y tu madre?
- Oh, no, era
horrible... en casa...
- Exacto. Y...
La señora Hubbard,
intervino con voz autoritaria.
- ¡Basta! Celia,
celebro que haya confesado. Ha causado usted muchas preocupaciones e
inquietudes, debiera avergonzarse de sí misma. Pero le diré una cosa. Que
acepto su palabra de que no vertió deliberadamente la tinta sobre los apuntes
de Elizabeth. No la creo capaz de una cosa así. Ahora váyanse los dos. Usted y
Colin. Ya les he visto bastante por esta noche.
Cuando la puerta se
cerró tras ellos, la señorita Hubbard exhaló un profundo suspiro.
- Bueno - dijo -.
¿Qué le parece esto?
A Poirot le brillaron
los ojos al decir:
- Creo que hemos
asistido a una escena de amor al estilo moderno.
La señora Hubbard
lanzó una exclamación desaprobadora.
¡Le temps, amours!
- murmuró Poirot. - En mis tiempos los jóvenes prestaban a las muchachas libros
teológicos o discutían acerca del Pájaro Azul, de Maeterlink. Todo eran
sentimientos e ideales elevados. Hoy en día son las vidas desequilibradas y los
complejos los que unen a un hombre y una mujer.
- Eso son
tonterías... - dijo la señora Hubbard.
Poirot discrepó.
- No, todo no son
tonterías. Los principios fundamentales son bastante sensatos... pero cuando se
es un joven investigador, impaciente como Colin no se ve nada, más que
complejos y la desdichada vida del hogar de la víctima.
- El padre de Celia
murió cuando ella tenía cuatro años - explicó la señora Hubbard -. Pero tuvo
una niñez muy agradable, con una madre simpática, aunque algo estúpida.
- ¡Ah, pero es lo
bastante lista para no decírselo al joven Macnabb! Le dirá todo lo que él desea
oír. Está tan enamorada...
- ¿Cree usted todo
esto, señor Poirot?
- No creo que Celia
tenga complejo de Cenicienta ni que robe las cosas sin darse cuenta, pero sí
que corrió el riesgo de apoderarse de cosillas sin importancia con objeto de
atraer la atención del vehemente Colin Macnabb, en cuya empresa ha salido
vencedora. De haber continuado siendo una muchacha vulgar y tímida nunca le
hubiera mirado siquiera. En mi opinión - dijo Poirot -, una chica tiene derecho
a poner en práctica recursos desesperados para pescar a un hombre.
- Yo no hubiera dicho
que tuviera inteligencia para tramar todo eso - replicó la señora Hubbard.
Poirot no contestó,
limitándose a fruncir el entrecejo mientras la señora Hubbard continuaba:
- ¡De modo que todo
ha sido agua de borrajas!. Le ruego me disculpe, monsieur Poirot, por
haberle hecho perder el tiempo en un asunto tan trivial. De todas formas: «Todo
está bien, si acaba bien.»
- No, no. - Poirot
sacudió la cabeza -. No creo que hayamos terminado todavía.
- Hemos aclarado lo
más trivial, pero hay cosas que todavía no tienen explicación y yo tengo la
impresión de que aquí hay algo serio... realmente serio.
El rostro de la
señora Hubbard volvió a ensombrecerse.
- Oh, señor Poirot,
¿lo cree usted de veras?
- Ésa es mi
impresión... Me pregunto, madame, si podría hablar con la señorita Patricia
Lane. Me gustaría examinar el anillo que le fue robado.
- Desde luego, señor
Poirot. Iré abajo y se la enviaré. Quiero hablar con Len Bateson de cierto
asunto.
Patricia Lane acudió
poco después con actitud interrogante.
- Siento molestarla,
señorita Lane.
- Oh, no tiene importancia.
No estaba ocupada. La señora Hubbard me dijo que deseaba usted ver de cerca mi
sortija.
Y quitándosela de su
dedo se la entregó.
- Es un brillante
bastante grande, pero desde luego la montura es anticuada. Fue el anillo de
prometida de mi madre.
Poirot, que lo estaba
examinando, asintió.
- ¿Vive aún su madre?
- No. Mis padres
murieron.
- ¡Qué pena!
- Sí. Los dos eran
muy buenos, pero no sé por qué nunca estuve lo unida a ellos que debiera. Una
lamenta después estas cosas. Mi padre hubiera deseado una hija hermosa y
frívola, a la que le gustaran los trajes y las fiestas de sociedad. Tuvo una
gran decepción cuando yo decidí estudiar arqueología.
- ¿Siempre fue usted
tan seria?
- Creo que sí. La
vida es tan corta que una debe hacer algo que merezca la pena.
Poirot la contempló
pensativo. Patricia Lane debía de haber cumplido los treinta, y fuera de un
ligero toque de carmín en sus labios, aplicado con descuido, no iba maquillada.
Sus cabellos color ratón estaban peinados hacia atrás sin el menor artificio y
sus ojos azules y agradables miraban seriamente a través de los cristales.
«No tiene el menor
atractivo, mon Dieu – se dijo el detective con pesar para sus adentros
-. ¡Y sus ropas! ¿Qué es lo que dicen? Como si las hubieran arrastrado por
encima de las zarzas. Ma foi, eso es a mi parecer lo que expresan
exactamente.» Poirot la desaprobaba. El acento bien educado de Patricia le
pareció insoportable. «Es inteligente y culta - se dijo -, y cada año se irá
volviendo más cargante. Antiguamente...
- Su memoria volvió
por un momento a recordar a la condesa Vera Rossakoff -. ¡Qué exótico esplendor
tenía... aun en la decadencia! Estas muchachas de hoy en día... Pero eso es
porque me estoy haciendo viejo. Incluso esta joven excelente puede parecer una
auténtica Venus a algún hombre. Aunque lo dudo.»
Patricia estaba
diciendo:
- Estoy realmente
sorprendida por lo que le ha ocurrido a Bess... a la señorita Johnston. El
haber utilizado tinta verde parece un intento deliberado de culpar a Nigel,
pero le aseguro, señor Poirot, que Nigel no haría nunca una cosa así tan
abominable.
- Poirot la miró con
más interés. Había enrojecido y parecía hablar con vehemencia.
- No es fácil
comprender a Nigel - decía con el mismo interés -. Ha tenido una niñez muy
difícil.
- ¡Mon Dieu,
otra más!
- ¿Cómo dice?
- Nada. Decía
usted...
- Que Nigel ha tenido
dificultades, y siempre tuvo la tendencia a rebelarse contra cualquier
autoridad. Es muy inteligente... de una mentalidad brillante, pero debo admitir
que algunas veces su comportamiento no resulta acertado. Es despectivo...
¿comprende? Y demasiado rencoroso para explicarse o defenderse. Aunque todos
los de esta casa pensásemos que él vertió la tinta, no lo negaría, limitándose
a decir: «Que piensen lo que quieran.» Y esa actitud es una tontería.
- Desde luego puede
ser mal interpretada.
- Creo que es una
especie de orgullo, ya que siempre ha sido un incomprendido.
- ¿Hace muchos años
que le conoce?
- No, sólo hará cosa
de un año. Nos conocimos en un viaje por los castillos del Loira.
Cogió una gripe que
degeneró en pulmonía y yo fui su enfermera durante toda la enfermedad. Es muy
delicado, y no cuida lo más mínimo su salud. En ciertos aspectos, a pesar de
ser tan independiente, necesita que le cuiden como a un chiquillo. En realidad necesita
alguien que se encargue de él.
Poirot suspiró. De
pronto se sintió muy cansado del amor... Primero Celia con sus miradas de
adoración. Y ahora allí estaba Patricia con la vehemencia de una madonna.
Admitía que debía
haber amor y que la juventud tiene que conocerse y aparejarse, pero él, Poirot,
había pasado ya aquella fase, a Dios gracias. Se puso en pie.
- ¿Me permite que
retenga su anillo, señorita? Se lo devolveré mañana sin falta.
- Desde luego, si es
ése su deseo - repuso Patricia bastante sorprendida.
- Es usted muy
amable. Y por favor, mademoiselle, tenga cuidado.
- ¿Cuidado? ¿Cuidado
por qué?
- Ojalá lo supiera -
repuso Hercules Poirot.
CAPÍTULO VI
El día siguiente
resultó exasperante para la señora Hubbard en todos los aspectos, a pesar de
haberse despertado con una considerable sensación de alivio. La duda
inquietante de los últimos acontecimientos había sido aclarada por fin, siendo
la responsable una jovencita tonta que quiso comportarse según el estilo
moderno (que la señora Hubbard no soportaba), y de ahora en adelante volvería a
reinar el orden.
Cuando bajaba a
desayunar llena de esta seguridad reconfortante, la señora Hubbard vio
amenazada su reciente paz. Los estudiantes escogieron aquella mañana para
mostrarse especialmente cargantes, cada uno a su manera.
El señor Chandra Lal,
que se había enterado del sabotaje de los apuntes de Elizabeth, estaba muy
excitado.
- Es la opresión -
exclamó -. La opresión deliberada de las razas nativas. Reserva y prejuicios,
prejuicios raciales. Aquí tenemos un ejemplo clarísimo.
- Vamos, señor
Chandra Lal - replicó la señora Hubbard tajantemente -. No tiene usted derecho,
a decir eso. Nadie sabe quién lo hizo ni por qué.
- Oh, pero, señora
Hubbard, creí que Celia había ido a verla para confesarlo todo - dijo Jean
Tomlinson -. Yo lo consideré magnífico por su parte, y debemos ser todos muy
amables con ella.
- ¿Es que tienes que
ser siempre tan adulador, Sean? - preguntó Valerie Hobhouse enfadada.
- Creo que no haces
bien en decir eso.
- Vamos intervino
Nigel estremeciéndose -. ¡Qué término tan revolucionario!
- No veo por qué. El
grupo de Oxford lo emplea y...
- ¡Oh!, por amor de
Dios, ¿es que hemos de oír hablar del grupo de Oxford hasta en la hora del
desayuno?
- ¿Qué ocurre, Ma?
¿Dice que fue Celia la que tomó esas cosas? ¿Es por eso que no baja a
desayunar?
- Por favor, yo no
comprendo absolutamente nada - dijo Akibombo.
Y nadie se lo aclaró,
puesto que todos estaban demasiado ocupados en hacer sus propias preguntas y
comentarios.
- Pobrecilla - continuó
Len Bateson -. ¿Es que andaba algo apurada de dinero?
- ¿Sabe? A mí no me
sorprende mucho - dijo Sally despacio -. Siempre tuve la impresión...
- ¿Te atreves a decir
que fue Celia la que vertió tinta en mis apuntes? – Elizabeth Johnston le
miraba con asombro -. Me parece absurdo e increíble.
- Celia no manchó de
tinta sus trabajos, señor - intervino la señora Hubbard -. Y quisiera que
dejaran de discutir sobre esto. Mi intención era explicárselo todo
tranquilamente más tarde, pero...
- Pero Jean estaba
escuchando. Por casualidad iba a...
- Vamos, Bess -
exclamó Nigel -. Tú sabes muy bien quién volcó el tintero. Yo, el malo de
Nigel, cogí mi tinta verde y la vertí sobre los apuntes.
- No es cierto. ¡Está
mintiendo! ¡Oh, Nigel! ¿Cómo puedes ser tan estúpido?
- Trato de ser noble
y protegerte, Pat. ¿Quién cogió mi tinta ayer mañana? Fuiste tú.
- Por favor, no
entiendo nada - asintió Akibombo.
- Ni quieras
entenderlo - le dijo Sally -. Yo en tu lugar no me metería en eso.
Chandra Lal se puso
en pie.
- ¿No pregunta usted
por qué existen los Mau Mau, o por qué Egipto se ha ofendido por lo del Canal
de Suez?
- ¡Al diablo! -
estalló Nigel, dejando violentamente su taza encima del plato -. Primero el
grupo de Oxford, y ahora política. ¡A la hora del desayuno! ¡Me marcho!
Y apartando su silla
con energía abandonó la estancia.
- Sopla un viento muy
frío. Ponte el abrigo - le gritó Patricia corriendo tras él.
- Cock, cock, cock -
le remedó Valerie, burlona -. No tardará en echar plumas.
Geneviéve, la joven
francesa, cuyo inglés no era todavía lo bastante bueno como para comprender las
frases rápidas, había estado escuchando las explicaciones que musitaba a su
oído su amigo René, y ahora empezó a hablar en francés a toda prisa mientras su
voz se iba elevando de tono.
- ¿Comment done?
¿C'est cette petite qui m'a volé mon compact? ¡Ah, par exemple! J'irais
a la police. Je ne supporterais pas une pareille...
Colin Macnabb, que
llevaba algún tiempo intentando hacerse oír sin conseguirlo, abandonó su
actitud comedida y descargando el puño con fuerza sobre la mesa impuso silencio
a todos. El tarro de mermelada cayó al suelo y se hizo añicos.
- Callaos todos y
dejadme hablar. ¡Nunca vi tanta ignorancia y falta de caridad! ¿Es que ninguno
de vosotros tiene la menor noción de psicología? Os aseguro que esa chica no
tiene la culpa. Ha sufrido una serie de crisis emocionales y necesita ser
tratada con la mayor simpatía y cuidado... o de lo contrario puede quedar
perjudicada para toda la vida. Os lo advierto... lo que ella necesita es mucha
comprensión.
- Pero al fin y al
cabo - replicó Jean con voz clara -, aunque estoy de acuerdo contigo en lo de
ser amable con ella no podemos olvidar ciertas cosas, ¿no te parece? Me refiero
a los robos.
- Robos - repitió
Colin -. ¡Si eso no fue robar! ¡Bah! Me ponéis fuera de mí...
- Es un caso
interesante, ¿verdad, Colin? - dijo Valerie con una sonrisa.
- Para quien le
interesan los procesos mentales, sí.
- Claro que a mí no
me quitó nada... - empezó a decir Jean -, pero creo que...
- No, a ti no te
quitó nada - replicó Colin volviéndose hacia ella con el entrecejo fruncido -.
Y si tuvieras la más ligera idea de lo que eso significa, no estarías tan
satisfecha.
- La verdad, no
comprendo...
- Oh, vamos, Jean -
intervino Len Bateson -. Dejémonos de discusiones. Voy a llegar tarde y tú
también. Anda, vente conmigo.
- Decidle a Celia que
se anime - dijo él por encima del hombro.
- Yo quisiera hacer
una protesta formal - dijo Chandra Lal -. Me quitaron el ácido bórico que tan
necesario es para mis ojos fatigados por el estudio.
- Usted también va a
llegar tarde, señor Chandra Lal - le dijo la señora Hubbard con decisión.
- Mi profesor no
suele ser muy puntual - repuso Chandra Lal dirigiéndose, no obstante, hacia la
puerta -. Y también se muestra irritado y poco razonable cuando le hago
preguntas inquisidoras.
- Mais il faut
qu'elle me la rende, cette compacte - dijo Geneviéve.
- Tienes que hablar
inglés, Geneviéve... nunca aprenderás si vuelves al francés cada vez que te
excitas. La cena del domingo entra en la presente semana y todavía no me la has
pagado.
- ¡Ah!, ahora no
tengo aquí el bolso. Esta noche... Viens, René, nous serons en retard.
- Por favor - dijo
Akibombo mirando a su alrededor con aire suplicante -. No entiendo nada.
- Vamos, Akibombo -
le dijo Sally -. Yo te contaré todo lo que ocurre camino del Instituto.
Y tras dirigir una
mirada de aliento a la señora Hubbard arrastró a Akibombo fuera de la
habitación.
- Dios mío - exclamó
la señora Hubbard suspirando profundamente -. ¿Por qué aceptaría este empleo?
Valerie, que era la
única que quedaba, le sonrió con afecto.
- No se preocupe, Ma
- le dijo -. ¡Lo bueno es que se haya descubierto todo! Todo el mundo empezaba
a ponerse nervioso.
- Debo confesar que
me ha sorprendido.
- ¿El que haya sido
Celia?
- Sí. ¿A usted no?
Valerie repuso con
expresión ausente:
- En realidad debiera
haberlo supuesto.
- ¿Es que lo
imaginaba?
- Pues una o dos
cosas me hicieron cavilar. De todas formas ahora tiene situado a Colin en el
lugar que ella quería.
- Sí, pero no puedo
dejar de pensar que hizo mal.
- No puede
conquistarse a un hombre con un revólver - rió Valerie -. Pero fingirse
cleptómana, ¿no es un buen truco? No se preocupe, Ma. Y, por amor de Dios, que
Celia devuelva los polvos compactos a Geneviéve, o de otro modo no volveremos a
tener paz durante las comidas.
La señora Hubbard
exhaló un profundo suspiro.
- Nigel ha roto su
plato y el tarro de mermelada.
- Vaya una mañana
infernal, ¿verdad? - dijo Valerie antes de salir, y la señora Hubbard la oyó
decir alegremente en el recibidor:
- Buenos días, Celia.
No hay moros en la costa. Todos lo saben y todo se olvidará... por orden de la
pía Jean. Y en cuanto a Colin, ha estado rugiendo como un león para defenderte.
Celia entró en el
comedor con los ojos enrojecidos por el llanto.
- Buenos días, señora
Hubbard.
- Baja usted muy
tarde, Celia. Buenos días. El café está frío y no le han dejado mucho que
comer.
- No quise
encontrarme con los demás.
- Eso me figuré, pero
ha de verles pronto o tarde.
- Oh, sí. Lo sé. Pero
pensé que sería más fácil... por la noche. Y desde luego no puedo quedarme
aquí. Me marcharé a fines de semana.
La señora Hubbard
frunció el ceño.
- No creo que sea
necesario. Debe esperar que estén un tanto molestos... es natural... pero en
conjunto son todos generosos y saben perdonar. Claro que tendrá que reparar
cuanto antes lo hecho.
Celia la interrumpió,
apremiante:
- Oh, sí. Aquí tengo
mi talonario de cheques. Es una de las cosas que quería decirle.
- Y le mostró un
sobre que llevaba en la mano y que contenía el talonario -. Le había puesto
unas letras por si no la encontraba al bajar para decirle cuánto lo sentía, y
mi intención era llenar un cheque para que usted lo arreglara todo, pero mi
pluma no tenía tinta.
- Tendremos que hacer
una lista.
- La hice ya... hasta
donde es posible. Pero no sé si comprar las cosas o darles el dinero.
- Lo pensaré. Es
difícil decidirlo así de pronto.
- Oh, pero déjeme que
le entregue un cheque ahora. Me sentiré mucho mejor.
Estaba a punto de
responder: «¿De veras? ¿Y por qué va a sentirse mejor?», mas la señora Hubbard
reflexionó que lo mejor era resolverlo por aquel medio, puesto que los
estudiantes andaban siempre cortos de dinero. Y así también se aplacaría
Geneviéve, quien de otro modo podría traer complicaciones con la señora
Nicoletis. (Y ya tenían bastante tal como estaban las cosas).
- Muy bien - dijo
repasando la lista de objetos -. Es un trabajo bastante difícil calcular
exactamente lo que costará.
Celia replicó:
- Le daré un cheque
por la cantidad aproximada que usted diga, y luego me devuelve lo que sobre, o
yo añadiré lo que haga falta.
- Muy bien. - La
señora Hubbard mencionó una cifra que ella consideró daría amplio margen a los
gastos y Celia no puso el menor reparo, disponiéndose a abrir el talonario de cheques.
- ¡Oh! mi pluma está
vacía. - Se acercó a los estantes donde había algunos objetos pertenecientes a
los estudiantes -. ¡Aquí no hay más tinta que la de Nigel! Esa horrible tinta
verde. ¡Oh!, la utilizaré. A Nigel no le importará. Tengo que acordarme de
comprar una botella hoy cuando salga.
Y una vez hubo
llenado su pluma volvió para firmar el cheque, y al entregárselo a la señora
Hubbard miró su reloj de pulsera.
- Llegaré tarde. Será
mejor que no me entretenga desayunando.
- Debe tomar algo,
Celia... aunque sólo sea un poco de pan con mantequilla... no es bueno salir
con el estómago vacío. Sí, ¿qué ocurre?
Geronimo, el criado
italiano, había entrado en el comedor haciendo extraños gestos con sus manos
mientras su rostro adquiría una expresión muy cómica.
- La patrona acaba de
llegar y desea verla. - Y agregó con un gesto final-: Está furiosa.
- Enseguida voy.
La señora Nicoletis
se paseaba muy nerviosa de un lado a otro de su habitación.
La señora Hubbard
salió de la estancia en tanto que Celia se apresuraba a cortar un pedazo de
pan.
- ¿Qué es lo que he
oído? - exclamó -. ¿Que ha avisado usted a la policía... sin decirme palabra?
¿Quién se ha creído que es? ¡Cielos! ¿Quién se ha creído que es?
- Yo no he avisado a
la policía.
- Miente.
- Vamos, señora
Nicoletis, no puede hablarme así.
- ¡Oh, no! ¡Por
supuesto que no! Soy yo la que está equivocada, usted no. Siempre soy yo. Todo
lo que usted hace es perfecto. La policía en mi casa, tan respetable...
- No sería la primera
vez - dijo la señora Hubbard recordando algunos incidentes desagradables -.
Recuerde aquel estudiante antillano a quien buscaban por vivir a expensas de
una mujer, y el joven agitador que se alojó aquí con nombre falso... y...
- ¡Ah! ¿Es que me lo
va a echar en cara? ¿Es culpa mía que la gente mienta y falsifique sus
documentos y que la policía requiera nuestra ayuda en los casos de asesinato?
¡Y encima me lo reprocha usted, con lo que yo he sufrido!
- Nada de eso, sólo
le hago ver que no sería precisamente una novedad que nos visitase la policía.
Pero el caso es que nadie «ha avisado a la policía. Dio la casualidad de que un
detective particular de gran renombre cenó aquí anoche invitado por mí y dio
una charla sobre criminología a los estudiantes.
- ¡Como si hubiera
alguna necesidad de hablar de ello!. ¿Qué justicia puede una esperar en un país
que enseña criminología a nuestros estudiantes? Ellos ya saben bastante. ¡Lo
suficiente para robar, destruir y sabotear!
- Nada de eso. Yo soy
la responsable de lo que ocurre en esta casa, y celebro comunicarle que el
asunto está ya aclarado. Una de nuestras estudiantes ha confesado y ella ha
sido la causante de la mayoría de lo ocurrido.
¡Valiente
sinvergüenza! - dijo la señorita Nicoletis -. Échela a la calle.
- Está dispuesta a
marcharse por su propia voluntad y a repararlo todo.
- ¡Y nadie ha hecho
nada aún nada!
- Yo sí he hecho
algo.
- SI, ha contado a
ese amigo suyo todos nuestros problemas íntimos. Eso es un abuso de confianza y
lo considero intolerable. ¿Y de qué servirá? Mi hermosa Residencia para
Estudiantes tendrá mala fama, y nadie vendrá aquí del extranjero.
La señorita Nicoletis
se sentó en el sofá, deshecha en lágrimas -. Nadie se preocupa de mis
sentimientos - sollozó -. ¡Es abominable el modo como me tratan! ¡Nadie me hace
caso! ¡Siempre me dejan de lado! Si me muriera mañana, ¿a quién le importaría?
La señorita Hubbard,
dejando la pregunta sin respuesta, salió de la habitación.
- Dios me dé
paciencia - se dijo para sus adentros dirigiéndose hacia la cocina para
interrogar a María.
Ésta se mostró adusta
y poco comunicativa. La palabra «policía» flotaba en el ambiente sin que la
pronunciara nadie.
No, no pude preparar
el risotto como usted quería - dijo contenta, con aire inteligente - enviaron
otra clase de arroz. En vez de eso haré spaghetti.
- Ya lo tomamos
anoche.
- No importa. En mi
país lo tomamos cada día. La pasta es buena siempre.
- Sí, pero ahora está
en Inglaterra.
- Muy bien, haré
estofado. Estofado inglés. No le gustará, pero se lo haré pálido, pálido con
las cebollas hervidas con demasiada agua en vez de guisadas con aceite y huesos
recubiertos de carne pálida María habló en tono tan amenazador que la señora
Hubbard creyó estar oyéndola relatar un crimen.
- ¡Oh!, haga lo que
quiera - le dijo antes de salir de la cocina.
A las seis de la
tarde la señora Hubbard volvió a recuperar la seguridad en sí misma. Había
dejado una nota en todas las habitaciones de los estudiantes pidiéndoles que
fueran a verla antes de cenar, y cuando se presentaron les explicó lo que Celia
le había rogado, que ella lo arreglaría todo, y le pareció que reaccionaron
favorablemente. Incluso Geneviéve, aplacada por el generoso valor que daban a
sus polvos compactos.
- Ya se sabe que a
veces se pasan crisis nerviosas. Celia es rica y no necesita robar. No, no debe
estar bien de la cabeza. En eso tiene razón el señor Macnabb.
Len Bateson se llevó
aparte a la señora Hubbard
- Esperaré a Celia en
el recibidor para acompañarla a la mesa - dijo -. Así le resultará menos
violento.
- Es usted muy
amable, Len.
- No tiene
importancia, Ma.
A su debido tiempo,
mientras se estaba sirviendo la sopa, se oyó la voz de Len que decía en el
recibidor:
- Vamos, Celia. Todos
los amigos están aquí.
Nigel musitó,
dirigiéndose a su plato de sopa:
- ¡Hoy ya ha hecho su
buena obra! - Pero aparte de esto dominó su lengua y alzó la mano para saludar
a Celia cuando entró Len, que había pasado el brazo por encima de sus hombros.
Se inició una
conversación general que versó sobre varios tópicos y todos procuraron incluir
a Celia. Como era inevitable, esta manifestación de buena voluntad terminó en
un silencio violento, y fue entonces cuando Akibombo, volviéndose hacia Celia
con el rostro resplandeciente e inclinándose sobre la mesa, dijo:
- Me han explicado
todo lo que no comprendía. Es usted muy lista robando cosas. Nadie la ha
descubierto durante tanto tiempo. Es muy lista, muy lista.
En este momento Sally
Finch exclamó conteniendo la respiración:
- Akibombo, tú serás
mi muerte - y le dio tal ataque de risa que tuvo que salir al recibidor. Las
risas resonaron de un modo espontáneo y natural.
Colin Macnabb llegó
más tarde. Parecía reservado e incluso menos comunicativo que de costumbre. Al
término de la cena se puso en pie, diciendo entre dientes:
- Tengo que salir
esta noche. Pero primero quiero decirles a todos que Celia y yo... esperamos
casarnos el año próximo, cuando haya terminado mi carrera.
Y convertido en la
imagen misma del rubor y la vergüenza recibió las felicitaciones y bromas de
sus amigos, logrando escapar al fin completamente aturdido.
Celia, al otro lado
de la mesa, permanecía ruborizada, pero tranquila.
- Otro buen chico que
se pasa al otro bando - suspiró Len Bateson.
- ¡Cuánto me alegro
Celia! - dijo Patricia -. Espero que seas muy feliz.
- Ahora todo es
perfecto - dijo Nigel -. Mañana traeremos chianti para beber a su salud. ¿Por
qué está tan seria nuestra querida Jean? ¿Es que no apruebas el matrimonio,
Jean?
- Claro que sí,
Nigel.
- Siempre he pensado
que era mucho mejor que el amor libre, ¿no te parece? Sobre todo para los
niños; así sus pasaportes tienen mejor aspecto.
- Pero la madre no
debe ser demasiado joven - dijo Geneviéve -. Lo dijeron una vez en la clase de
filosofía.
- Vamos, querida -
replicó Nigel -. No querrás insinuar que Celia sea menor de edad ni nada por el
estilo, ¿verdad? Es libre, blanca y tiene ya cumplidos veintiún años.
- Eso - intervino
Chandra Lal- es un comentario ofensivo.
- No, no, señor
Chandra Lal. Es sólo una especie de... frase hecha. No significa nada.
- No lo comprendo -
dijo Akibombo -. Si una cosa no significa nada, ¿por qué decirla?
Elizabeth Johnston
exclamó de pronto, alzando un poco la voz:
- A veces se dicen
cosas que no parecen tener ningún significado, pero lo tienen y mucho. No, no
me refiero a su cita americana. Estoy hablando de otra cosa - miró un instante
alrededor de la mesa. Me refiero a lo que ocurrió ayer.
Valerie preguntó en
tono seco:
- ¿Qué es ello, Bess?
- ¡Oh!, por favor -
intervino Celia -. Yo creo... muy de veras... que mañana se habrá aclarado
todo. De verdad. Lo de la tinta en tus apuntes y la destrucción de la mochila.
Y si... si esa
persona confiesa, como yo he hecho, entonces todo quedará aclarado.
Habló con calor,
enrojeciendo, y un par de rostros se volvieron hacia ella, mirándola con
curiosidad.
Valerie lanzó una
carcajada breve.
- Y todos viviremos
felices hasta el fin de nuestras vidas.
Luego se levantaron
para pasar al salón, y hubo cierta competencia para servir el café a Celia.
Conectaron la radio y algunos estudiantes se marcharon para acudir a alguna cita
o a trabajar, y al fin todos los inquilinos de los números veinticuatro y
veintiséis de la calle de Hickory se acostaron.
Había sido un día
largo y agotador, reflexionó la señora Hubbard mientras se introducía entre las
sábanas con un suspiro de alivio.
- Pero, a Dios
gracias - dijo para sus adentros -, ahora ya ha terminado.
CAPÍTULO VII
La señorita Lemon
rara vez llegaba tarde, por no decir que nunca. La niebla, las tormentas, las
epidemias de gripe, interrupciones en los transportes... ninguna de esas cosas
parecían afectar a aquella notable mujer. Pero aquella mañana la señorita Lemon
llegó sin aliento a las diez y cinco en vez de hacerlo a la primera campanada
de esta hora, deshaciéndose, en disculpas y muy contrariada.
- Lo siento
muchísimo, monsieur Poirot... no sabe cuánto lo lamento. Iba a salir del
piso cuando me telefoneó mi hermana.
- Ah, supongo que
estará bien de salud y mucho más animada, ¿no?
- Pues, con
franqueza, no. - Poirot la miró intrigado -. En realidad está muy afligida. Una
de las estudiantes se ha suicidado.
Poirot se la quedó
mirando de hito en hito en tanto que murmuraba algo entre dientes.
- ¿Cómo dice, señor
Poirot?
- ¿Cuál es el nombre
de esa estudiante?
- Celia Austin.
- ¿Cómo?
- Creen que tomó
morfina.
- ¿Pudo ser un accidente?
- Oh, no. Al parecer
dejó una nota.
Poirot dijo en voz
baja:
- No era esto lo que
yo esperaba, no era eso... y no obstante, es cierto que esperaba que ocurriese
algo.
Al alzar los ojos,
encontró a la señorita Lemon con el bloc y el lápiz en la mano, y suspirando le
dijo:
- No, esta mañana
despachará usted sola el correo. Archívelo y conteste a lo que pueda. Yo voy a
ir a la calle Hickory.
Geronimo abrió la
puerta a Poirot, y al reconocerle como el invitado de dos noches atrás, empezó
a hablarle en un susurro como de conspirador.
- Ah, signor,
es usted. Tenemos buen jaleo... de los gordos. La signorina fue
encontrada muerta esta mañana en su cama. Primero vino el doctor y meneó la
cabeza. Luego un inspector de policía que está arriba con la signorina y
la patrona.
¿Por qué habría de
querer matarse, la poverina? Si anoche estaba tan contenta y acababa de
anunciar su compromiso...
- ¿Compromiso?
- Sí, sí. Con el
señorito Colin... ya sabe... el alto moreno, que siempre fuma en pipa.
- Ya sé.
Geronimo abrió la
puerta del salón e introdujo en él a Poirot redoblando su aire de conspirador.
- Espere aquí. Cuando
se marche la policía le diré a la signora que está aquí. ¿Le parece
bien?
Poirot respondió que
sí y Geronimo fue a anunciarle. Una vez solo, el detective, que no tenía
escrúpulos, hizo un examen de la estancia y dedicó una atención especial a todo
lo que pertenecía a los estudiantes, obteniendo un mediano resultado, ya que
éstos guardaban casi todas sus cosas y papeles en los dormitorios.
Arriba, la señora
Hubbard se hallaba sentada ante el inspector Sharpe, quien la interrogaba con
voz suave.
Era un hombretón
corpulento de modales amables, cuando quería.
- Es muy desagradable
y penoso para usted, me hago cargo - decía con aire consolador -. Pero comprenda
que tendrá que abrirse una investigación, como ya le ha dicho el doctor Coles,
para poner las cosas en claro. Ahora bien, ¿dice usted que esa joven estaba
triste y destemplada últimamente?
- Sí.
- ¿Asuntos amorosos?
- Exactamente, no -
vacilaba al contestar la señora Hubbard.
- Será mejor que me
lo cuente todo - le dijo el inspector Sharpe con aire persuasivo -. ¿Existía
alguna razón o ella lo creyó así, para quitarse la vida? ¿Cabe la posibilidad
de que la hubiera engañado algún hombre?
- No se trata de eso.
Si he vacilado, inspector Sharpe, ha sido sencillamente porque esa joven había
hecho algunas tonterías y yo esperaba que no fuera necesario sacarlas a
relucir.
El inspector Sharpe
carraspeó.
- Nosotros sabemos
obrar con discreción, y el forense es un hombre de gran experiencia, pero
tenemos que saberlo todo.
- Sí - claro. He sido
una tonta. Lo cierto es que durante algún tiempo, estos últimos tres meses o
más, han ido desapareciendo cosas... pequeñas cosas... nada realmente
importante.
- ¿Chucherías, quiere
usted decir, ropa interior, medias de nylon y demás? ¿Dinero también?
- No, dinero, no, que
yo sepa.
,Ah. ¿Y esa joven era
la responsable?
- Sí.
- ¿La sorprendieron?
- No. La noche
antepasada... pues ... vino a cenar un amigo mío. El señor Hercules Poirot...
no sé si le conocerá de nombre.
El inspector Sharpe
alzó los ojos de su cuaderno de notas, puesto que sí le conocía.
- ¿Monsieur
Hercules Poirot? - dijo -. ¿Sí? Eso es MUY interesante.
- Nos dio una breve
charla después de cenar y surgió el tema de esos pequeños hurtos y, ante todo,
me aconsejó que acudiera a la policía.
- ¿Eso dijo?
- Poco después, Celia
subió a mi habitación y confesó. Estaba muy afligida.
- ¿Se habló de
castigarla?
- No. Iba a
indemnizarles por las pérdidas, y todos se avinieron de buen grado.
- ¿Es que andaba
apurada de dinero?
- No. Tenía un empleo
bien retribuido en el Dispensario del Hospital de Santa Catalina y algún dinero
suyo, según creo. Estaba en mejores condiciones que la mayoría de nuestros
estudiantes.
- De modo que no
tenía necesidad de robar... pero lo hizo - resumió el inspector, tomando nota.
- Supongo que sería
cleptómana - dijo la señora Hubbard...
- Así es como suele
llamarse. Yo me refiero únicamente a las personas que no necesitan apoderarse
de las cosas, pero las roban.
- Me preguntó si no
será usted un poco injusto con ella. Comprenda, había un joven...
- ¿Y la despreció?
- ¡Oh, no! Todo lo
contrario. Habló calurosamente en su defensa y, a decir verdad, anoche, después
de la cena, nos anunció que se habían prometido.
El inspector Sharpe
alzó las cejas con sorpresa.
- ¿Y luego se acuesta
y se toma la morfina? Parece bastante extraño, ¿no?
- Lo es. No puedo
comprenderlo.
La señora Hubbard
arrugó el rostro con pesar.
- Y no obstante los
hechos son bastante claros. - Sharpe cogió el pedazo de papel que había sobre
la mesa cuidadosamente doblado.
Querida señora
Hubbard - leyó-; realmente lo siento mucho, pero esto es lo mejor que puedo
hacer.
- No hay firma, ¿pero
no tiene usted la menor duda de que es su letra?
- No.
La señora Hubbard
habló con cierta vacilación y frunció el ceño al mirar aquel pedazo de papel
cortado de cualquier manera. ¿Por qué tendría la sensación de que había algo
raro en él?
- Hay una huella
dactilar que desde luego es suya - dijo el inspector -. La morfina, estaba en
una botella con la etiqueta del Hospital de Santa Catalina y usted me dice que
ella trabajaba en el Dispensario de ese Hospital. Seguramente tendría acceso al
armario de las drogas y allí es donde debió cogerla. Debió traerla ayer con la
intención de suicidarse.
- No puedo creerlo.
No sé por qué no me parece natural. Anoche estaba contenta.
- Entonces hemos de
suponer que experimentó una reacción al ir a acostarse. Tal vez haya algo más
en su pasado de lo que usted sabe, y temiese que saliera a relucir.
Usted cree que estaba
muy enamorada de ese muchacho... A propósito, ¿cómo se llama?
- Colin Macnabb. Está
haciendo un cursillo de psicología en Santa Catalina, para doctorarse.
- ¿Un médico? ¡Hum!
¿Y en el Hospital de Santa Catalina?
- Celia estaba muy
enamorada de él, más que él de ella, creo yo. Es un muchacho muy reconcentrado.
- Entonces
posiblemente sea ésta la explicación. Ella no se creyó digna de él, o debió
ocultarle algo de su vida. Era bastante joven, ¿verdad?
- Veintitrés años.
- A esa edad se es
idealista y se toman muy en serio los asuntos del corazón. Sí, me temo que
fuera eso. ¡Qué lástima! - se puso en pie.
- Los hechos tendrán
que ser puestos en claro, pero haremos cuanto podamos para limar asperezas.
Gracias, señora Hubbard. Ahora tengo toda la información que precisaba. La
madre de la muchacha falleció hace dos años y su única pariente es una anciana
tía que vive en Yorkshire. Nos pondremos en contacto con ella.
Y recogió el
fragmento de papel escrito por Celia.
- Hay algo raro en
esto - dijo la señora Hubbard de pronto.
- ¿Raro? ¿En qué
sentido?
- No lo sé... pero
siento que debiera saberlo - la señora Hubbard se llevó las manos a los ojos -.
Me siento tan estúpida esta mañana - dijo a modo de disculpa.
- Ha sido una dura
prueba para usted, lo comprendo - dijo el inspector con simpatía -. No creo que
necesitemos molestarla más con ninguna otra pregunta por el momento, señora
Hubbard.
Cuando el inspector
Sharpe abrió la puerta, tropezó con Geronimo, que estaba apoyado al otro lado.
- ¡Hola! - exclamó el
inspector Sharpe divertido -. ¿Escuchando detrás de las puertas, eh?
- No, no - replicó
Geronimo con aire de virtuosa indignación -. ¡Yo no escucho nunca... nunca!
Venía a traer un recado.
- Ya. ¿Qué recado?
- Pues que abajo hay
un caballero que desea ver a la signora Hubbard – repuso Geronimo muy serio.
- Muy bien. Pase,
hijo, y dígaselo.
Y se hizo a un lado
para dejar paso a Geronimo y continuó andando por el pasillo, pero luego, dando
media vuelta, regresó de puntillas a tiempo de averiguar si el criado había
dicho la verdad.
- El caballero que
vino a cenar la otra noche - decía Geronimo -, el de los bigotes, está abajo y
quiere verla.
- ¿Eh? ¿Qué? - la
señora Hubbard pareció salir de su abstracción -. Oh, muchas gracias, Geronimo.
Bajaré enseguida.
- Un caballero con
bigote, ¿eh? - dijo Sharpe para sus adentros con una sonrisa -.
Apuesto a que sé
quién es.
Y bajó la escalera,
penetrando en el salón.
- Hola, monsieur
Poirot - saludó -. Hace muchísimo tiempo que no nos veíamos.
Poirot, que estaba de
rodillas, se incorporó sin la menor violencia después de examinar el último
estante del mueble situado junto a la chimenea.
- ¡Ajá! - exclamó -.
Pero vaya... si es el inspector Sharpe... Antes no estaba usted en este distrito...
- Me trasladaron hace
dos años. ¿Recuerda el asunto de Crays Hill?
- Sí. Pero de eso ha
pasado mucho tiempo, y usted sigue siendo un hombre joven, inspector.
- Vamos tirando,
vamos tirando.
- Yo soy ya un viejo.
¡Cielos! - suspiró Poirot.
- Pero todavía
activo, ¿verdad, monsieur Poirot? Activo en ciertos aspectos, podríamos
decir.
- ¿Qué quiere decir
con eso?
- Quiero decir que me
gustaría saber por qué vino usted a cenar la otra noche para dar una charla a
los estudiantes sobre criminología.
Poirot sonrió.
- Pero si la
explicación es bien sencilla. La señora Hubbard es hermana de mi valiosa
secretaria, la señorita Lemon. De modo que cuando me pidió...
- Cuando le pidió que
echara un vistazo a lo que estaba ocurriendo aquí, usted se apresuró a venir. Eso
es lo que pasó, ¿no es así?
- Ha acertado usted.
- Pero ¿por qué? Eso
es lo que deseo saber. ¿Qué es lo que había aquí para usted?
- ¿Quiere decir...
que pudiera interesarme?
- Eso es a lo que me
refiero. Aquí había una jovencita estúpida que había estado robando algunos
objetos sin importancia. Hechos que suceden todos los días. Y me parece poca
cosa para usted, monsieur Poirot ¿verdad?
Poirot meneó la
cabeza.
- No es tan sencillo
como parece.
- ¿Por qué no? ¿Acaso
hay algo más?
El detective tomó
asiento y con el ceño fruncido fue sacudiendo el polvo de sus pantalones.
- Ojalá lo supiera -
fue su sencilla respuesta.
Sharpe frunció el
entrecejo.
- No comprendo -
dijo.
- Ni yo tampoco. Las
cosas que fueron robadas... - meneó la cabeza - no tienen relación alguna...
carece de sentido. Es como encontrar una pista de huellas en las que todas
fueran de distinto pie. Está, y muy, la de quien usted ha llamado jovencita
estúpida... pero hay más. Han ocurrido otras cosas que alguien ha querido
incluir en el haber de Celia Austin... pero que no cuadran con ella. Eran
tonterías aparentemente sin fin determinado, pero también existen pruebas de
malicia, y Celia no era maliciosa.
- ¿Era cleptómana?
- Lo dudo mucho.
- ¿Entonces,
simplemente una ladronzuela vulgar?
- No en el sentido
que usted quiere darle. En mi opinión, todos sus hurtos de objetos
insignificantes tuvieron como objeto el atraer la atención de, cierto joven.
- ¿Colin Macnabb?
- Sí. Estaba
terriblemente enamorada de Colin Macnabb, y Colin no se fijaba en ella; y en
vez de mostrarse bonita, atrayente y comportarse como es debido, se dispuso a
convertirse en un interesante caso criminal. El resultado fue un éxito,
rotundo. Colin Macnabb cayó en el acto en sus redes, ¡y de qué manera!
- Entonces debe ser
tonto de remate.
- Nada de eso. Es un
psicólogo inteligente.
- ¡Oh! - gimió el
inspector Sharpe -. ¡Un psicólogo! Ahora lo comprendo - y una ligera sonrisa
apareció en su rostro -. Muy inteligente fue la chica.
- Demasiado. Y Poirot
repitió: - Sí, demasiado.
El inspector Sharpe
se puso en guardia.
- ¿Qué quiere decir
con eso, monsieur Poirot?
- Queme he
preguntado... y sigo preguntándome... si la idea no fue sugerida por otra
persona.
- ¿Por qué razón?
- ¿Cómo voy a
saberlo? ¿Altruismo? ¿Algún otro motivo? Estamos en la más profunda oscuridad y
quisiera poder salir de ella.
- ¿Tiene alguna idea
de quién pudo darle ese consejo?
- No... a menos
que... pero no.
- Sea como fuere -
replicó Sharpe -, no acabo de comprenderlo. Si sólo se fingía cleptómana y tuvo
éxito, ¿por qué diablos iba luego a suicidarse?
- La respuesta es que
no debiera haberse suicidado.
Los dos hombres se
miraron, y Hercules Poirot murmuró:
- ¿Está seguro de que
se suicidó?
- Está tan claro como
la luz del día, monsieur Poirot. No hay razón para pensar otra cosa y...
Se abrió la puerta
para dar paso a la señora Hubbard, que llegaba ruborizada y triunfante, con la
barbilla erguida.
- Ya lo tengo -
exclamó satisfecha -. Buenos días, señor Poirot. Ya lo tengo, inspector Sharpe.
Se me ha ocurrido de repente el porqué me parecía extraña la nota del suicidio.
Quiero decir que no es posible que la hubiera escrito Celia.
- ¿Por qué no, señora
Hubbard?
- Porque está escrita
con tinta azul corriente, y Celia llenó su pluma con tinta verde... de esa
botella que está ahí - la señora Hubbard señaló el estante -. Fue ayer por la
mañana a la hora del desayuno.
Un inspector Sharpe
completamente distinto al que abandonara bruscamente a la señora Hubbard
después de su declaración, exclamó en el acto:
- Es bien cierto. Lo
he comprobado. La única pluma que había en la habitación de esa chica y que
estaba junto a la cama, está llena de tinta verde. Ahora bien, esa tinta
verde... es pues...
La señora Hubbard
alzó la botella casi vacía, y luego le puso al corriente de un modo claro y
conciso de la escena representada en la mesa del desayuno.
- Estoy segura -
concluyó, que ese pedazo de papel fue arrancado de la carta que me escribiera
ayer, y que ni siquiera abrí.
- ¿Qué hizo usted con
ella? ¿Lo recuerda?
La señora Hubbard meneó
la cabeza.
- La dejé aquí sola y
fui a atender a las cosas de la casa. Creo que ella debió dejarla por allí, y
luego se olvidaría de recogerla.
- Y alguien la
encontró y la abrió. Alguien...
Se interrumpió.
- ¿Se da usted cuenta
de lo que esto significa? - dijo -. No me ha gustado nunca ese pedazo de papel.
Había muchas libretas en su habitación y era mucho más natural escribir la nota
en una de sus hojas. Esto significa que alguien vio la posibilidad de utilizar
la frase inicial de la carta dirigida a usted para insinuar algo muy distinto.
Para sugerir la idea
del suicidio.
Hizo una pausa y
luego agregó lentamente:
- Esto significa...
- Que la asesinaron -
concluyó Hercules Poirot.
CAPITULO VIII
Aunque personalmente
despreciaba el té de las cinco por considerarlo un impedimento para poder
apreciar la comida suprema del día, o sea, la cena, Poirot empezaba a
acostumbrarse a tomarlo.
El insustituible
George habla sacado en esta ocasión tazas grandes, una tetera con té indio
auténtico y cargado, y además de los bollitos cuadrados con mantequilla, pan y
mermelada, una gran fuente con un pastel de ciruelas.
Todo ello para
deleite del inspector Sharpe, se recostó contento en su butaca sorbiendo su
taza de té.
- ¿No le importa que
me haya presentado en su casa de este modo, monsieur Poirot? Tengo una
hora hasta que empiecen a regresar los estudiantes. Debo interrogarles a
todos... y, con franqueza, no es cosa que me atraiga. Usted conoció a algunos
de ellos, la otra noche, y me pregunto si podría ayudarme un poco, por lo menos
con los extranjeros.
- ¿Usted me considera
buen juez de los extranjeros? Pero, mon cher, no hay ningún belga entre
ellos.
- No, belgas no...
Oh, ya comprendo lo que quiere decir. Quiere usted decir que es belga, y que
por lo tanto las demás nacionalidades le resultan extranjeras como a mí.
Pero eso no es del
todo cierto. Probablemente usted conocerá mejor que yo los tipos
continentales... aunque desconozca a los indios y antillanos, y a los otros de
esas latitudes.
- Quien mejor puede
ayudarle es la señora Hubbard, que ha vivido varios meses al lado de esos
jóvenes y es buena conocedora de la naturaleza humana.
- Sí, es una mujer
muy competente, y confío en ella. También habré de ver a la propietaria de la
residencia. Esta mañana no estaba. Tengo entendido que posee varias pensiones,
así como diversos clubes para estudiantes. Parece ser que no goza de gran
simpatía.
Poirot nada dijo por
espacio de unos segundos y luego preguntó:
- ¿Ha estado en Santa
Catalina?
- Sí. El jefe de la
Sección de Farmacia se ha mostrado muy amable y deseoso de cooperar. Le
sorprendió y afligió mucho la noticia.
- ¿Qué dijo de la
chica?
- Había trabajado
allí por espacio de un año y todos la apreciaban. La describió como una joven
bastante lenta, pero consciente - hizo una pausa y agregó -: la morfina salió
de allí.
- ¿Sí? Esto es
interesante... y algo raro.
- Era tartrato de
morfina y se guardaba en el armario de venenos del Dispensario... en el estante
superior... entre otras drogas de uso poco frecuente. Desde luego se usa más el
Clorhidrato de morfina que el tartrato. Según parece, en esto de las drogas
también hay modas, y los médicos la siguen, al recetar, igual que un rebaño de
corderos. Él no me lo dijo, pero yo lo pensé. Hay algunas drogas en el estante
superior que gozaron de popularidad, pero hoy no se recetan.
- ¿De modo que la
ausencia de un frasquito conteniendo morfina en polvo no se hubiera notado
inmediatamente?
- Eso es. Sólo se
hace el inventario de existencias a intervalos regulares, y nadie recuerda que
se recetara tartrato de morfina desde hace mucho tiempo. La desaparición de la
botella no se hubiera notado hasta que la necesitaran... o hasta que se hiciera
el inventario. Las tres encargadas tienen la llave del armario de venenos y del
de drogas peligrosas. Los armarios se abren a medida que es necesario, y en los
días de mucho trabajo (que prácticamente son todos) se abren a cada momento, y
por ello se dejan abiertos hasta el término de la jornada.
- ¿Quiénes tienen
acceso a él, además de Celia?
- Las otras dos
encargadas del Dispensario, pero no tienen relación alguna con la calle
Hickory. Una lleva allí cuatro años, y la otra vino unas semanas atrás, de un
hospital de Devon. Buenos informes. Hay también tres farmacéuticas que llevan
muchos años en Santa Catalina. Éstas son las personas que tienen acceso normal
al armario. Luego está una mujer de edad que friega los suelos, de nueve a diez
de la mañana, y que pudo apoderarse de la botella mientras andaban atareadas
con los pacientes externos, o arreglando las bandejas de las salas, pero lleva
muchos años trabajando en el Hospital y no parece sospechosa. El ayudante que
coloca las etiquetas también entra y sale cuando quiere y hubiera podido coger
el frasco en cualquier oportunidad... pero ninguna de estas sugerencias resulta
probable.
- ¿Entra algún
extraño en el Dispensario?
- Muchísimos, de una
manera u otra. Pasan por el Dispensario para ir a la oficina del jefe de
Farmacia, por ejemplo... y los viajantes de laboratorios, para dirigirse a los
departamentos de preparación. Y, además, naturalmente, algunos amigos visitan a
las encargadas... no es lo más corriente, pero ocurre de vez en cuando.
- Eso ya está mejor.
¿Quién visitó últimamente a Celia Austin?
Sharpe consultó su
bloc de notas.
- Una muchacha
llamada Patricia Lane fue a verla el martes de la semana pasada.
Quería que Celia se
reuniera con ella después del trabajo, para ir al cine.
- Patricia Lane -
repitió Poirot pensativo.
- Estuvo sólo unos
cinco minutos y no se acercó al armario de los venenos, permanecieron junto a
los pacientes mientras hablaba con Celia y otra muchacha.
También recuerdan a
una joven de color... que fue hará un par de semanas... una señorita muy seria,
según dicen, que se interesó por el trabajo, estuvo haciendo preguntas y
tomando notas. Hablaba inglés a la perfección.
- Esa debe ser
Elizabeth Johnston. Conque se interesó, ¿verdad?
- Era una tarde
destinada a la clínica We1fare. Mostró interés por conocer la organización de
estas cosas y también lo que recetaban en las enfermedades tales como la
diarrea infantil y afecciones cutáneas.
Poirot asintió.
- ¿Alguien más?
- No, nadie que
recuerde.
- ¿Los médicos acuden
al Dispensario?
Sharpe sonrió.
- Continuamente.
Oficial y extraoficialmente. Unas veces para pedir una fórmula particular, o
para ver lo que hay en reserva.
- ¿Para ver lo que
hay en reserva?
- Sí, ya he pensado
en eso. Alguna s veces piden consejo... acerca de un sustituto para algún
preparado que irrita la piel del enfermo o altera su digestión. Otras veces
sólo van allí para charlar un rato... en los momentos libres. Muchos de los
jóvenes acuden en busca de una aspirina cuando tienen «resaca» y alguna que
otra vez a flirtear un rato con alguna de las muchachas si se les presenta
ocasión. La naturaleza humana es la misma en todas partes. Ya lo sabe usted
todo. No hay grandes esperanzas...
Poirot dijo:
- Y si mal no
recuerdo, algunos de los estudiantes de los que viven en la calle Hickory
tienen también relación con Santa Catalina... un muchachote pelirrojo...
Bates... Bateman...
- Leonard Bateson.
Sí. Y Colin Macnabb está cursando allí su doctorado. Hay también una joven,
Jean Tomlinson, que trabaja en el departamento de fisioterapia.
- ¿Y todas esas
personas van a menudo al Dispensario?
- Sí, y lo que es más,
nadie recuerda cuándo fueron, ya que están acostumbrados a verles
continuamente. A propósito, Jean Tomlinson es muy amiga de la Primera
Encargada.
- No es sencillo -
murmuró Poirot.
- ¡Qué va! Ya ve
usted, cualquiera de los que trabajan allí podría haber echado un vistazo al
armario de los venenos y decir: «¿Por qué diablos tenéis aquí tanto arsénico?»,
o cualquier otra cosa. «No sabéis que ya no se usa?» Y nadie lo hubiera
recordado siquiera.
Sharpe hizo una pausa
y luego agregó:
- Lo que suponemos es
que alguien administró la morfina a Celia Austin y luego puso el frasco vacío y
el fragmento de la carta en su dormitorio, para que pareciera un suicidio.
Pero, ¿por qué, monsieur Poirot? ¿Por qué?
Poirot se removió
inquieto.
- Eso fue sólo una
idea mía. Me pareció que no era lo bastante inteligente como para que se le
hubiera ocurrido a ella.
- ¿Entonces a quién?
- Que yo sepa, sólo
hay tres estudiantes capaces de haber ideado una cosa así. Leonard Bateson
reúne los conocimientos necesarios, y conoce el entusiasmo de Colin por las
«personalidades desequilibradas. Tal vez le sugirió algo de ello a Celia, en
broma, y ella lo tomaría en serio. Pero no puedo imaginarle fomentando una cosa
así mes tras mes a menos que tuviera algún otro motivo, o sea muy distinto de
lo que parece. (Esto es algo que hay que tener siempre en cuenta). Nigel
Chapman posee una mentalidad falsa y ligeramente maliciosa. Lo consideraría
divertido y no tiene escrúpulos. Es una especie de enfant terrible
crecidito. La tercera persona que me viene a la memoria es esa joven llamada
Valerie Hobhouse. Tiene inteligencia, es moderna externa e interiormente, y es
probable que haya leído lo bastante sobre psicología como para poder juzgar la
reacción de Colin. Si apreciaba a Celia, tal vez considerase natural divertirse
a costa de Colin.
- Leonard Bateson,
Nigel Chapman y Valerie Hobhouse. - Sharpe fue anotando los nombres -. Gracias
por la ayuda. Lo recordaré cuando les interrogue. ¿Y qué me dice de los indios?
Uno de ellos también estudia medicina.
- Su mente está
enteramente ocupada con la política y la manía persecutoria – dijo Poirot -. No
creo que estuviera lo bastante interesado como para sugerir la idea de la
cleptomanía a Celia Austin, ni que ella hubiera aceptado semejante consejo
viniendo de él.
- ¿Es toda la ayuda
que puede prestarme, monsieur Poirot? - preguntó Sharpe poniéndose en
pie y cerrando su bloc de notas.
- Me temo que sí.
Pero me considero personalmente interesado... si usted no se opone, amigo
mío...
- En absoluto. ¿Por
qué iba a tener inconveniente?
- Haré lo que pueda
como aficionado, y creo que sólo tengo una línea de acción.
- ¿Y cuál es?
Poirot suspiró.
- Conversar, amigo
mío. ¡Conversación y más conversación! Todos los asesinos con que he tropezado
han disfrutado hablando. En mi opinión ningún hombre exageradamente silencioso
comete un crimen... y si lo hace, será sencillo, violento y clarísimo. Pero el
asesino sutil... inteligente... está tan satisfecho de sí mismo que más pronto
o más tarde dice algo que le compromete. Hable con esa gente, mon cher,
y no se limite a un simple interrogatorio. Anímeles que le den su opinión,
pídales ayuda, haga que le confíen sus corazonadas... pero, ¡bon Dieu!
Yo no he de enseñarle su trabajo. Recuerdo muy bien sus habilidades.
Sharpe sonrió con
simpatía.
- Sí - dijo -.
Siempre he encontrado una gran ayuda en la... bueno... llamémosle amabilidad.
Los dos hombres
sonrieron de común acuerdo.
Sharpe se dispuso a
marchar.
- Supongo que cada
uno de ellos es un posible asesino - dijo despacio.
- Eso creo yo -
respondió Poirot sin darle importancia -. Leonard Bateson, por ejemplo, tiene
genio, y pudo perder el control. Valerie Hobhouse es inteligente y capaz de
haberlo planeado a conciencia. Nigel Chapman es un tipo infantil que adolece de
falta de proporción. Hay una francesita que pudiera haber asesinado por dinero.
Patricia Lane
pertenece al tipo maternal, y las mujeres así suelen ser despiadadas. La
americana, Sally Finch, es alegre y simpática, pero podría fingir mucho mejor
que la mayoría. Jean Tomlinson está llena de dulzura y honradez, pero hemos
conocido muchos criminales que asistían a la escuela dominical con toda
devoción. La india, Elizabeth Johnston, tiene sin duda el mejor cerebro de toda
la Residencia, y ha subordinado sus emociones a su cerebro... lo cual es
peligroso. - Hay un joven africano, encantador, cuyos motivos para asesinar
nunca podremos descubrir. Tenemos a un Colin Macnabb, psicólogo. ¿Cuántos
psicólogos hay a los que podríamos decir: Médico, cúrate a ti mismo?
- Por amor de Dios,
Poirot. ¡La cabeza ya me da vueltas! ¿Es que no hay nadie incapaz de cometer un
crimen?
- Eso me he
preguntado yo - replicó Poirot.
CAPÍTULO IX
El inspector Sharpe
suspiró, recostándose en su butaca y enjugando su frente con un pañuelo. Había
interrogado ya a una jovencita francesa llorosa e indignada; a un francés
receloso y poco cooperador; a un alemán impasible, y a un egipcio voluble y
agresivo. Había intercambiado también unas breves palabras con dos jóvenes
estudiantes turcos, muy nerviosos y que no entendían lo que les estaba diciendo
y lo mismo le ocurrió con un simpático iraquí. Estaba casi seguro de que
ninguno de éstos tenía nada que ver con el caso, ni podían ayudarle a
esclarecer la muerte de Celia Austin. Les había ido despidiendo uno a uno con
unas palabras tranquilizadoras y ahora se disponía a hacer lo mismo con
Akibombo. El joven africano le miraba con ojos infantiles y suplicantes, y su
sonrisa dejaba al descubierto sus bien alineados y blancos dientes.
- Me gustaría poder ayudarle...
sí... ya lo creo - dijo -. La señorita Celia siempre fue amable conmigo... una
vez me regaló una arquita hecha en Edimburgo, muy bonita y cuyo trabajo yo
desconocía. Me dio mucha pena que la asesinaran. ¿Se trata quizá de una
venganza familiar? ¿Fueron sus padres o sus tíos los que vinieron a matarla por
haber oído falsas historias acerca de su comportamiento?
El inspector Sharpe
le aseguró que ninguna de estas cosas era posible, ni aun remotamente, y el
joven meneó la cabeza con pesar.
- Entonces no
comprendo por qué ha ocurrido - dijo -. No sé quién iba a querer matarla, pero
déme un trocito de uñas y un poco de pelo - continuó -, y veré si puedo
averiguarlo por un sistema antiguo. No es científico, ni moderno, pero se
emplea mucho en mi país.
- Muchas gracias,
señor Akibombo, pero no creo que sea necesario. Nosotros... bueno... aquí no
hacemos las cosas de esa manera.
- No, señor; lo
comprendo muy bien. No es moderno. No está de acuerdo con la Era atómica. No lo
hacen los policías... sólo la gente de la selva. Estoy convencido de que los
métodos nuevos son superiores y han de tener un éxito completo. – Akibombo se
inclinó cortésmente antes de marcharse y el inspector Sharpe murmuró para sí:
«Espero sinceramente
que alcancemos el éxito... aunque sólo sea para mantener nuestro prestigio.»
La siguiente
entrevista fue con Nigel Chapman, quien llevó la voz cantante.
- Es un caso
realmente extraordinario, ¿no le parece? - dijo -. Perdone que le diga que ya
sabía que se equivocaba al considerarlo suicidio, y debo decir que es muy
satisfactorio para mí pensar que todo el asunto gira en realidad alrededor del
detalle de que llenara su pluma con mi tinta verde. Es lo único que el asesino
no pudo prever. Supongo que ya habrá considerado usted cuál podría ser el móvil
de este crimen...
- Soy yo quien
pregunto, señor Chapman - replicó el inspector Sharpe en tono seco.
- Oh, claro, claro -
dijo Nigel alzando la mano -. Sólo trataba de atajar un poco, eso es todo. Pero
supongo que hemos de pasar por todos los formulismos de costumbre.
Nombre, Nigel
Chapman. Edad, veinticinco años. Nacido, creo que en Nagasaki... en realidad me
parece un sitio muy ridículo. No puedo imaginar qué es lo que estarían haciendo
allí mis padres. Supongo que debían realizar un viaje alrededor del mundo. Sin embargo, eso no me convierte
necesariamente en japonés, según tengo entendido. Estoy estudiando en la
Universidad de Londres para diplomarme en la Edad de Bronce e Historia
Medieval. ¿Hay algo más que desee saber?
- ¿Cuál es la dirección
de su casa, señor Chapman?
- No tengo casa.
Tengo padre, pero estamos peleados y por lo tanto su casa ya no es la mía. De
modo que la única que tengo es la de la calle Hickory y Coutts Bank, en el
barrio de Leandenhall, donde siempre me encontrará, como se dice a las
amistades que se hacen viajando y a las que no se espera volver a ver.
El inspector Sharpe
no demostró la menor reacción ante la impertinencia de Nigel. Había tropezado
con muchos «Nigel» durante su vida profesional y sospechaba que aquella
impertinencia ocultaba el nerviosismo natural que produce el ser interrogado
por causa de un crimen.
- ¿Conocía usted bien
a Celia Austin? - le preguntó.
- Ésa es una pregunta
difícil de contestar. La conocía bien en el sentido de verla cada día, y estar
en buena relación con ella, pero en realidad no la conocía en absoluto.
Claro que no me
interesaba lo más mínimo, y creo que ella más bien me tenía antipatía que otra
cosa.
- ¿Y esa antipatía
era debida a alguna razón especial?
- Pues... no le
agradaba mi sentido del humor, aunque, desde luego, yo no era tan molesto y
rudo como Colin Macnabb. Esa clase de rudeza es en realidad la técnica perfecta
para atraer a las mujeres.
- ¿Cuándo vio por
última vez a Celia Austin?
- Anoche a la hora de
la cena. Todos estuvimos gastándole bromas, ¿sabe? Colin estuvo balbuceando
hasta que al fin nos confesó que se habían prometido. Nos metimos con él y eso
fue todo.
- ¿Fue en el comedor
o en el salón?
- En el comedor.
Después pasamos todos al salón y Colin se marchó no sé adónde.
- ¿Y los demás
tomaron café en el salón?
- Si llama usted café
al líquido que nos sirven... sí - replicó Nigel.
- ¿Tomó café Celia
Austin?
- Pues supongo que
sí. Quiero decir, que no me fijé que lo tomara, pero es de suponer.
- Por ejemplo, ¿usted
no le entregó personalmente su taza?
- ¡Qué insinuación
más horrible! Cuando dice usted eso y me mira de ese modo tengo el pleno
convencimiento de que yo entregué a Celia su café en el que había echado
estricnina, o lo que fuese. Supongo que debe ser sugestión hipnótica, pero la
verdad, señor Sharpe, es que no me acerqué a ella -. Y para ser franco, no me
fijé si tomaba café, y puedo asegurarle lo crea o no, que nunca sentí la menor
atracción por Celia y que el anuncio de su compromiso con Colin Macnabb no despertó
en mí el menor deseo de venganza.
- No estoy insinuando
nada de eso, señor Chapman - dijo Sharpe sin inmutarse -. A menos que esté
muy equivocado, no entra en este caso la
cuestión amorosa, pero alguien quiso quitar de en medio a Celia Austin. ¿Por
qué?
- No tengo la menor
idea, inspector, y en realidad resulta muy interesante, porque Celia era una
muchacha inofensiva; no sé si sabe a qué me refiero. Lenta... un poco aburrida,
muy simpática, y desde luego, una muchacha incapaz de suicidarse.
- ¿Le sorprendió
saber que Celia Austin había sido la responsable de varias desapariciones,
robos y hechos cometidos en su casa?
- ¡Mi querido
inspector, hubieran podido tumbarme de un soplo! Lo consideré impropio de ella.
- ¿Por casualidad no
sería usted quien le aconsejara hacer esas cosas?
La sorpresa de Nigel
parecía sincera.
- ¿Yo? ¿Aconsejarle
semejante cosa? ¿Por qué iba a hacerlo?
- Pues... ése es el
problema, ¿no le parece? Algunas personas tienen un extraño sentido del humor.
- La verdad... puede
que yo sea algo duro de mollera... pero no veo que tenga nada de divertido lo
que ha estado ocurriendo.
- ¿Entonces no fue
idea suya?
- Nunca se me ocurrió
pensar que se tratara de una broma. Sin duda alguna, inspector, los robos
fueron puramente psicológicos.
- ¿Considera usted
definitivamente que Celia Austin era cleptómana?
- Pero ¿acaso puede
haber alguna otra explicación, inspector?
- Tal vez no sepa
usted tanto acerca de los cleptómanos como yo, señor Chapman.
- Pues a mí no se me
ocurre otra explicación.
- ¿No cree posible
que alguna persona hubiera animado a Celia Austin a hacer todas estas cosas
para... digamos... para atraer la atención del señor Macnabb?
Los ojos de Nigel
brillaron maliciosos.
- Eso sí que es una
explicación divertida, inspector - dijo -. ¿Sabe?, cuando lo pienso, creo
perfectamente posible que el bueno de Colin se tragara el anzuelo, el sedal y
todo el aparejo. - Nigel saboreó su comentario por espacio de un par de
segundos, y luego meneó la cabeza con pesar -. Pero Celia no se hubiera
prestado, a ello - dijo -. Era una chica seria, y nunca se hubiera atrevido a
burlarse de Colin. Estaba loca por él.
- ¿Tiene usted alguna
teoría acerca de las cosas que han estado ocurriendo en esta casa, señor
Chapman? Por ejemplo, ¿quién cree usted que vertió la tinta sobre los apuntes
de la señorita Johnston?
- Si piensa que fui
yo, inspector Sharpe, se equivoca. Claro que lo parece, por culpa de esa tinta
verde, pero si quiere saber mi opinión le diré que eso fue despecho.
- ¿El qué?
- El emplear mi tinta.
Alguien utilizó mi tinta a propósito para que creyeran que había sido yo. Aquí
hay mucho rencor y mala voluntad, inspector. Ya llegará usted a convencerse de
eso.
El inspector le miró
interesado.
- ¿Qué es lo que
quiere usted decir al hablar de mala voluntad?
Pero Nigel volvió a
refugiarse tras su coraza y no quiso comprometerse.
- En realidad no he
querido decir nada... sólo que cuando muchas personas viven juntas, se vuelven
muy impertinentes.
En la lista del
inspector Sharpe, el siguiente era Leonard Bateson, que estaba aún más nervioso
que Nigel, aunque lo demostraba de otra manera... con recelo y pesimismo.
- ¡Está bien! -
exclamó una vez concluidas las preguntas preliminares de ritual -. Yo le serví
el café a Celia y se lo di. ¿Qué pasa?
- Usted le dio el
café después de la cena... ¿Es eso lo que dice, señor Bateson?
- Sí. Por lo menos,
le llené la taza y la dejé a su lado, y lo crea usted o no, no contenía
morfina.
- ¿Le vio beberlo?
- No, todos íbamos de
un lado a otro y poco después de esto estuve discutiendo con alguien, de modo
que no me fijé si lo tomaba. Había otras personas a su alrededor.
- Ya. En resumen, lo
que usted dice es que cualquiera pudo echar morfina en su taza de café.
- ¡Intente usted
echar algo en la taza de cualquiera! ¡Todo el mundo le vería!
- Tal vez no -
replicó Sharpe.
Len estalló con aire
agresivo:
- ¿Por qué diablos
cree usted que yo iba a envenenar a esa chica? No tenía nada contra ella.
- Yo no he dicho que
usted quisiera envenenarla.
- Se suicidó. Debió
tomárselo por su propia voluntad. No hay otra explicación.
- Es lo que
hubiéramos pensado a no ser por esa falsa nota que anuncia el suicidio.
- ¡Qué va a ser
falsa! Ella fue quien la escribió, ¿no es cierto?
- Es parte de una
carta que ella escribió a primera hora de la mañana.
- Bueno... pudo haber
cortado ese pedazo y utilizarlo como nota para anunciar su intención de
suicidarse.
- Vamos, señor
Bateson. Cuando se quiere hacer eso, se escriben unas letras. No iría usted a
buscar una carta que hubiera escrito para otra persona y entretenerse en
recortar una frase precisa.
- Tal vez sí. ¡Se
hacen tantas cosas raras!
- En ese caso, ¿dónde
está el resto de la carta?
- ¿Cómo voy a
saberlo? Eso es asunto suyo, no mío.
- Porque lo es, me
ocupo de ello. Y le aconsejo, señor Bateson, que procure contestar a mis
preguntas cortésmente.
- Bueno, ¿qué desea
saber? Yo no maté a Celia, ni tenía el menor motivo para hacerlo.
- ¿La apreciaba?
Len repuso, con menos
agresividad:
- Mucho. Era una
chica muy simpática. Un poco tímida, pero agradable.
- ¿La creyó usted
cuando se confesó autora de los robos que le habían estado preocupando en los
últimos tiempos?
- Pues la creí,
puesto que lo dijo, pero debo confesar que me extrañó..
- ¿No la creía usted
capaz de una cosa así?
- Pues no. De verdad
que no.
La violencia de
Leonard había desaparecido; ya no se mostraba a la defensiva, sino entregado
por completo a un problema que evidentemente le interesaba.
- No creí que
perteneciera al tipo de cleptómanos, ¿no sé si me entiende? - dijo -. Ni tampoco
que fuese una ladrona.
- ¿Y no puede
imaginar otra razón que le impulsara a hacer lo que hizo?
- ¿Otra razón? ¿Cuál
podría haber?
- Pues tal vez su
intención fuese despertar el interés de Colin Macnabb.
- Eso es un poco
descabellado, ¿no le parece?
- Pero consiguió
interesarle.
- Sí, desde luego.
Colin se vuelve loco por cualquier clase de anormalidad psicológica.
- Entonces, si Celia
Austin lo sabía...
Len negó con la
cabeza.
- En eso se equivoca
usted. Ella no hubiera sido capaz de idear una cosa así. Quiero decir que no se
le hubiera ocurrido, por carecer de conocimiento de causa.
- Y usted lo tiene,
¿no es cierto?
- ¿Qué quiere usted
decir?
- Pues que, llevado
de su buena intención, pudo haberle sugerido la idea.
Len lanzó una
carcajada.
- ¿Me supone usted
capaz de hacer una tontería semejante? Está loco.
El inspector continuó
el interrogatorio.
- ¿Usted cree que
Celia Austin vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, o que fue
obra de otra persona?
- De otra persona.
Celia dijo que no fue ella y YO lo creo. Celia nunca se metía con Bess, como
otros.
- ¿Quiénes se metían
con ella... y por qué?
- Porque daba chascos
a todo el mundo - Len reflexionó unos instantes -. A todo el que hiciera un
comentario arriesgado. Miraba por encima de la mesa y decía con aire de
superioridad: «Eso no se basa en los hechos.» «Las estadísticas han dejado bien
establecido que...» o algo por el estilo. Bueno, resultaba muy cargante.
Especialmente para las personas que suelen hacer declaraciones atolondradas, como
por ejemplo,
Nigel Chapman.
- Ah, sí. Nigel
Chapman.
- Y la tinta era
verde también.
- ¿De modo que cree
usted que fue Nigel?
- Bueno, por lo menos
es posible. Es un ser rencoroso, y tal vez tenga algún prejuicio de raza.
Aunque será casi el único de nosotros que piense así.
- ¿Sabe usted de
alguien más que pudiera estar molesto por su abrumadora exactitud y por su
costumbre de corregir?
- Pues a Colin
Macnabb no le hacía mucha gracia y se enfadaba algunas veces; y en dos
ocasiones logró sacar de sus casillas a Jean Tomlinson.
Sharpe le hizo
algunas preguntas más, pero Len Bateson no añadió nada que pudiera serle útil.
Luego se dispuso a interrogar a Valerie Hobhouse.
Valerie era fría,
elegante y cauta, y demostró ser menos excitable que los muchachos. Dijo que
apreciaba a Celia... que no era una chica animada, y que a su modo se había
enamorado locamente de Colin Macnabb.
- ¿Usted cree que era
cleptómana, señorita Hobhouse?
- Pues supongo que
sí. En realidad no entiendo mucho de eso.
. ¿Cree usted que
alguien le infundió la idea de hacer lo que hizo?
Valerie se encogió de
hombros.
- ¿Quiere usted decir
que con intención de atraer a ese engreído de Colin?
- Es usted muy rápida
para entender las cosas, señorita Hobhouse. Sí, eso es lo que quiero decir. No
se la ha sugerido usted, supongo.
Valerie pareció
divertida.
- Pues es algo
difícil, si se considera que mi echarpe favorito resultó hecha pedazos. No soy
tan altruista.
- ¿Cree usted que se
lo aconsejaría alguien?
- No lo creo. Más
bien me parece natural por su parte.
- ¿Natural?
- Sospeché que habla
sido Celia, por primera vez cuando desapareció el zapato de Sally. Celia estaba
celosa de ella. Me refiero a Sally Finch. Es la más bonita y atractiva de las
mujeres que hay aquí y Colin le dedicaba muchas atenciones. Y la noche que le
desapareció el zapato y tuvo que ir a la fiesta con un traje negro viejo y
zapatos negros, Celia estaba tan satisfecha como el gato que acaba de zamparse
un pajarillo. Pero a pesar de ello no sospeché que fuera la autora de todos esos
robos de pulseras y polvos compactos.
- ¿A quién
consideraba responsable entonces?
Valerie se encogió de
hombros.
- Oh, no lo sé. Tal
vez a alguna de las mujeres que hacen la limpieza.
- ¿Y la mochila
destrozada?
- ¿Destrozaron una
mochila? Lo había olvidado. No sé quién pudo hacerlo.
- Lleva mucho tiempo
aquí, ¿verdad, señorita Hobhouse?
- Pues sí.
Probablemente soy el huésped más antiguo. Es decir, ahora llevaré aquí unos dos
años y medio... sí, sí, ese tiempo.
- Y por lo tanto es
probable que sepa más que nadie respecto a esta Residencia.
- Yo creo que sí.
- ¿Tiene alguna idea
acerca de la muerte de Celia Austin? ¿Sospecha cuál pudo ser el motivo?
Valerie meneó la
cabeza y su rostro adquirió una expresión grave.
- No - dijo -. Fue
algo horrible y no puedo imaginar que nadie quisiera matar a Celia. Era una
chica simpática, inofensiva... acababa de prometerse, y...
- Sí. ¿Y ...? - le
apremió el inspector.
- Me pregunto si será
ése el porqué - repuso Valerie despacio -. Su compromiso... y que ella iba a ser
feliz. Peor, eso significa que alguien... está loco.
Pronunció la palabra
con un estremecimiento, y el inspector Sharpe la contempló pensativo.
- Sí - dijo -. No
podemos descartar la posibilidad de la locura - y continuó -: ¿Tiene usted
alguna idea de quién pudo verter la tinta y estropear los apuntes de Elizabeth
Johnston?
- No. Eso también fue
un acto de venganza, y no creo ni por un momento que Celia hiciera una cosa
así.
- ¿Alguna sugerencia?
- Pues... ninguna
razonable.
- ¿Pero irrazonable,
sí?
- ¿No querrá oír lo
que es sólo una corazonada, Inspector ...?
- Me gustaría
muchísimo. La aceptaré como tal, y quedaría entre nosotros.
- Bueno,
probablemente estaré equivocada, pero tengo la impresión de que fue cosa de
Patricia Lane.
- ¡Vaya! Me ha
sorprendido usted, señorita Hobhouse. No se me hubiera ocurrido pensar en
Patricia Lane... pero una joven tan equilibrada y amable.
- No digo que fuera
ella. Sólo tengo la impresión de que pudo hacerlo.
- ¿Por qué razón?
- Pues... a Patricia
no le es simpática la Negra Bess, que siempre se está metiendo con su adorado
Nigel... y corrigiéndole cuando hace comentarios tontos, según su costumbre.
- ¿Usted se inclina
más por Patricia Lane que por el propio Nigel?
- Oh, sí. No creo que
a Nigel le preocupara y además no hubiera utilizado su propia tinta. Es muy
inteligente, y en cambio es precisamente la estupidez que Patricia hubiera
cometido sin pensar que de ese modo podían recaer las sospechas en su precioso
Nigel.
- O también pudo ser
que alguien odiara a Nigel Chapman y deseara dar la impresión de que había sido
obra suya.
- Sí, ésa es otra
posibilidad.
- ¿Quién no simpatiza
con Nigel Chapman?
- Oh, pues Jean
Tomlinson, en primer lugar. Y Len Bateson siempre anda peleando con él.
- ¿Tiene alguna idea
de cómo pudieron dar la morfina a Celia Austin?
- Lo he estado
pensando y pensando. Desde luego lo más sencillo sería echarla en su café.
Todos deambulábamos por el salón y la taza de Celia estaba encima de una
mesita, ya que siempre esperaba a que el café estuviera casi frío para beberlo,
y cualquiera que tuviese el aplomo suficiente pudo haber echado la pastilla o
lo que fuera en su taza, aunque me parece que el riesgo de ser visto sería
grande. Quiero decir que es una de esas cosas que hubieran podido notarse con
facilidad.
- La morfina no le
fue administrada en pastillas - dijo el inspector Sharpe.
- ¿Cómo entonces? ¿En
polvo?
- Sí.
Valerie frunció el
entrecejo.
- Eso resulta aún más
difícil, ¿no?
- No se le ocurre
ninguna otra cosa, aparte del café?
- Algunas veces bebía
un vaso de leche caliente antes de acostarse. Aunque no creo que lo tomara
aquella noche.
- ¿Puede usted
describirme exactamente lo que ocurrió aquella noche en el salón?
- Pues, como le digo,
todos anduvimos por allí charlando; alguien puso la radio... la mayoría de
muchachos salieron. Celia subió a acostarse bastante temprano, igual que Jean
Tomlinson. Sally y yo nos quedamos hasta bastante tarde. Yo escribiendo unas
cartas y Sally repasando unos apuntes. Creo que fui la última en subir.
- En conjunto, ¿fue
una noche tan normal como otra cualquiera?
- Por completo,
inspector.
- Gracias, señorita
Hobhouse. ¿Quiere enviarme ahora a la señorita Lane?
Patricia Lane parecía
preocupada, pero no recelosa. Sus respuestas no aportaron nada nuevo, y al
preguntarle por los desperfectos ocasionados en los apuntes de Elizabeth
Johnson dijo que no cabía la menor duda de que Celia había sido la responsable.
- Pero ella negó
categóricamente, señorita Lane.
- Por supuesto -
replicó Patricia -. Es natural. Supongo que se avergonzaría de haberlo hecho.
Pero concuerda con las demás cosas, ¿verdad?
- ¿Sabe lo que ocurre
en este caso, señorita Lane? Que nada encaja demasiado bien.
- Supongo que usted
pensará que fue Nigel el que estropeó los apuntes de Bess. Por culpa de la tinta
- dijo Patricia enrojeciendo -, y eso es una tontería. Quiero decir que si
hubiera hecho una cosa así no hubiese utilizado su propia tinta. No es tonto,
pero de todas formas no lo hizo.
- No siempre se lleva
bien con la señorita Johnston, ¿verdad?
- Oh, algunas veces
ella resulta impertinente, pero a él no le importa gran cosa - Patricia Lane se
inclinó hacia delante con ansiedad -. Me gustaría hacerle comprender un par de
cosas, inspector... acerca de Nigel Chapman. En realidad, Nigel es el mayor
enemigo de sí mismo. Soy la primera en admitir que tiene un carácter difícil
que predispone a la gente en contra suya. Es brusco e irónico, y le gusta
divertirse a costa de los demás, les hace enfadar a todos y ellos piensan lo
peor de él. Mas en realidad es muy distinto de lo que parece. Es uno de esos
seres tímidos y bastante desgraciados que quisieran ser apreciados por todos,
pero debido a una especie de espíritu de contradicción, dicen y hacen todo lo
contrario de lo que piensan hacer y decir.
- Ah - replicó el
inspector Sharpe -. Ésa es una buena desgracia,
- Sí, pero ellos no
pueden evitarlo, ¿sabe? Eso es consecuencia de una infancia desgraciada. Nigel
tuvo una niñez muy triste. Su padre era muy duro y muy severo y nunca le
comprendió, y además trataba mal a su madre. Después, de que ella murió
tuvieron una pelea terrible y Nigel se escapó de su casa. Su padre dijo que
nunca le daría ni un céntimo y que se arreglara sin esperar la menor ayuda de
él. Nigel replicó que no deseaba su ayuda, y que no la aceptaría aunque se la
ofreciera. Gracias al testamento de su madre entró en posesión de una pequeña
cantidad de dinero, y nunca escribió a su padre ni volvió junto a él. Claro que
eso fue una lástima en cierto sentido, pero no cabe duda de que su padre era un
hombre muy desagradable, no me extraña que amargara a Nigel y le hiciera
imposible convivir con él. Desde la muerte de su madre no tuvo a nadie que le
cuidara. Su salud no ha sido buena, aunque tiene una inteligencia brillante. En
esta vida no ha encontrado más que obstáculos y por eso no puede mostrarse como
es en realidad.
Patricia Lane,
después de su largo y apasionado discurso se detuvo ruborizada y falta de
aliento y el Inspector Sharpe la miró pensativo. Había tropezado anteriormente
con muchas Patricia Lane. «Está enamorada de ese chico - pensó -. Y supongo que
a él le importa dos cominos, pero es probable que se deje querer. El padre, por
lo que ha dicho, parece que era un viejo pendenciero, pero me atrevo a pensar
que la madre era una tonta que estropeó a su hijo y que con sus mimos fue
ahondando la brecha abierta entre él y su padre. He visto muchos casos así.» Se
preguntó si Nigel Chapman se habría sentido atraído por Celia Austin. No le
parecía probable, pero no era imposible. «Y de ser así - pensó -. Patricia Lane
debió sentir amargo resentimiento.» ¿Tal vez lo bastante como para desearle mal
a Celia? ¿Lo bastante como para cometer un crimen? Seguramente no... y en todo
caso, el hecho de que Celia se convirtiera en la prometida de Colin Macnabb descartaba
aquel posible motivo del crimen. Despidió a Patricia Lane e hizo llama a Jean
Tomlinson.
CAPITULO X
La señorita Tomlinson
era una joven de veintisiete años de aspecto serio, cabellos rubios, facciones
correctas y una boca ligeramente curvada hacia arriba. Cuando se sentó dijo en
tono comedido:
- Y bien, inspector.
¿En qué puedo servirle?
- Me pregunto si
podría usted ayudarme a esclarecer este trágico asunto, señorita Tomlinson.
- Es chocante,
realmente chocante - dijo Jean. Ya era bastante desagradable pensar que Celia
se había suicidado, pero ahora que creen que la asesinaron... - se detuvo
meneando la cabeza, contrariada.
- Estamos casi
seguros de que no se envenenó - replicó Sharpe -. ¿Usted sabe de dónde salió el
veneno?
Jean asintió.
- Supongo que del
Hospital de Santa Catalina, donde ella trabaja. Pero indica que fue suicidio...
- Sin duda alguna eso
es lo que quisieron dar a entender - replicó el inspector..
- Pero, ¿quién
hubiera podido apoderarse del veneno, aparte de Celia?
- Muchísimas personas
- dijo el inspector Sharpe -, si estaban decididas a ello. Incluso usted misma
hubiera podido cogerlo, señorita Tomlinson, - ¡Inspector Sharpe! - el tono de
Jean denotaba indignación.
- Bueno, usted
visitaba el Dispensario bastante a menudo, ¿no es cierto, señorita Tomlinson?
- Iba a ver a Mildred
Carey; pero, naturalmente nunca me hubiera atrevido a tocar nada del armario de
los venenos.
- ¿Pero hubiese
podido hacerlo?
- ¡Desde luego que
no!
- Veamos, señorita
Tomlinson. Supongamos que su amiga estuviera atareada preparando las cestas de
las salas y la otra encargada en la ventanilla de los pacientes. Durante muchos
ratos sólo hay dos encargadas en ese departamento, y usted pudo acercarse como
por casualidad hasta el estante central sin que ninguna de las dos encargadas
imaginara siquiera lo que acababa de hacer.
- Me duele mucho lo
que dice, inspector Sharpe. Es... es... una acusación ignominiosa.
- Pero si no se trata
de una acusación, señorita Tomlinson. Nada de eso. No debe interpretarlo mal.
Usted me dijo que no era posible que usted hubiera cogido el frasco y yo trato
de demostrarle que sí lo es. No es que yo diga que usted lo hiciera. Al fin y
al cabo - agregó -, ¿para qué habría de hacerlo?
- Cierto. Recuerde
que yo era amiga de Celia, inspector Sharpe.
- Muchísimas personas
son envenenadas por sus amigos -. Hay una pregunta que debemos hacemos algunas
veces. ¿Cuándo un amigo no es amigo?
- No hubo la menor
desavenencia entre Celia y yo; nada de eso. La apreciaba mucho.
- ¿Tuvo usted alguna
razón para suponer que fuera ella la responsable de los robos ocurridos en la
casa?
- No. En mi vida tuve
una sorpresa mayor. Siempre pensé que Celia tenía buenos principios. Nunca la
hubiera creído capaz de una cosa así.
- Claro que los
cleptómanos no pueden remediarlo, ¿no es cierto? - le preguntó mirándola de
hito en hito.
Jean Tomlinson apretó
los labios y al fin los abrió para decir:
- No puedo decir que
apoye esta opinión, inspector Sharpe. Mis ideas son un tanto anticuadas y creo
que robar es siempre robar.
- ¿Usted cree que
Celia se apoderaba de las cosas porque quería robarlas, sencillamente?
- Desde luego que sí.
- En una palabra,
¿por falta de honradez?
- Me temo que sí.
- ¡Ah! - exclamó el
inspector Sharpe sacudiendo la cabeza -. Mala cosa.
- Sí, siempre es
triste que en cualquier aspecto nos decepcionen.
- Tengo entendido que
se habló de avisarnos... me refiero a la policía.
- Tal vez usted
considere que de todos modos debieran haber dado parte a la policía.
- Tal vez hubiera
sido lo correcto. Sí, no me parece bien que nadie pueda escapar impunemente
después de hacer estas cosas.
- Como el hacerse
pasar por cleptómana cuando se es una ladrona... ¿no es eso lo que quiere
decir?
- Pues más o menos,
sí... eso es lo que quiero decir en realidad.
- Y en vez de eso,
todo iba a terminar felizmente y las campanas de boda ya empezaban a sonar por
la señorita Austin.
- Claro que no hay
que extrañarse por nada de lo que haga Colin Macnabb – dijo Jean Tomlinson con
rencor -. Estoy segura de que es un ateo y el hombre más incrédulo, burlón y
desagradable que he conocido. Es brusco con todo el mundo. ¡En mi opinión es un
comunista!
- ¡Ah! - dijo el
inspector Sharpe -. ¡Malo! - y meneó la cabeza.
- Si defendió a Celia
fue porque no tiene el menor respeto a la propiedad. Y probablemente cree que
todo el mundo puede apoderarse de lo que le venga en gana.
- No obstante, la
señorita Austin confesó - dijo el inspector.
- Sí, después que la
descubrieron - replicó Jean.
- ¿Quién la
descubrió?
- Pues ese señor...
¿cómo se llama... ? Poirot... que vino la otra noche.
- Pero, ¿por qué cree
que la descubrió, señorita Tomlinson? Él no lo dijo, sólo les aconsejó que
avisaran a la policía.
- Debió demostrarle
que lo sabía. Es evidente que ella se vio descubierta y por eso se apresuró a
confesar.
- ¿Y qué opina usted
de la tinta vertida sobre los apuntes de Elizabeth Johnston? ¿Lo confesó
también?
- La verdad, no lo
sé. Supongo que sí.
- Pues supone usted
mal - replicó Sharpe -. Negó categóricamente que hubiera sido ella.
- Bueno, tal vez sea
verdad. Pero debo confesar que no lo creo probable.
- ¿Le parece a usted
más creíble que fuera Nigel Chapman?
- No, no creo que
Nigel lo hiciera. Más bien me parece cosa de Akibombo.
- ¿De veras? ¿Y por
qué había de hacerlo?
- Por celos. Toda esa
gente de color es muy celosa e histérica.
- Eso es interesante,
señorita Tomlinson. ¿Cuándo vio por última vez a Celia Austin?
- El viernes por la
noche, después de cenar.
- ¿Quién subió
primero a acostarse, ella o usted?
- Yo.
- ¿Fue a su
habitación enseguida o la vio después de salir del salón?
- No.
- ¿Y no tiene idea de
quién pudo poner morfina en su café... si es que le fue administrada por este
medio?
- En absoluto.
- ¿ No vio nunca
morfina en la casa o en la habitación de algún estudiante?
- No, no, creo que
no.
- ¿Cree que no? ¿Qué
significa eso, señorita Tomlinson?
- Pues, me estaba
preguntando... ¿sabe usted? Hubo aquella apuesta tan tonta...
- ¿Qué apuesta?
- Uno... o, dos o
tres estudiantes discutían...
- ¿Qué discutían?
- Acerca del crimen y
los medios para cometerlo. Especialmente con veneno.
- ¿Quiénes
participaron en la discusión?
- Pues creo que la
empezaron Colin y Nigel, y luego intervino Len Bateson... Patricia estaba allí
también...
- ¿Recuerda usted lo
más exactamente posible lo que se dijo en aquella ocasión y... cuál fue el
proceso de la discusión?
Jean Tomlinson
reflexionó unos instantes.
- Pues creo que se
empezó discutiendo acerca de los asesinatos por envenenamiento, y se dijo que
la dificultad estaba en lograr el veneno, ya que el asesino casi siempre es
descubierto o bien por la compra del mismo o por haber tenido oportunidad de
apoderarse de él; Nigel contestó que no era de esa opinión y que era capaz de
encontrar tres medios distintos de hacerse con un veneno sin que nadie supiera
nunca cómo lo había obtenido. Len Bateson le dijo que hablaba por hablar, y
Nigel insistió en que no, y se mostró dispuesto a demostrarlo. Pat decía que
Nigel tenía razón y que ella misma, o bien Len o Colin, podrían apoderarse de
cualquier veneno en el hospital cuando quisieran, y también Celia. Y Nigel
replicó que no era a eso a lo que se refería, puesto que todo el mundo habría
de enterarse si Celia cogía algo del dispensario. Más pronto o más tarde lo
buscarían, descubriendo su desaparición; y Pat dijo que no, si se vaciaba el
frasco y se le llenaba con cualquier otra cosa, Colin se echó a reír diciendo
que en este caso habría muchas reclamaciones por parte de los enfermos. Mas
Nigel insistió en que no se refería a oportunidades especiales, y que él mismo,
que no tenía acceso especial ni como médico ni como farmacéutico, podría
conseguir tres clases distintas de veneno, por tres sistemas diferentes. Len
Bateson exclamó entonces: «Muy bien, ¿pero cuáles son tus sistemas?», y Nigel
replicó: «Ahora no voy a explicártelos, pero estoy dispuesto a apostar que en
el plazo de tres semanas puedo presentaros tres muestras de tres venenos
distintos», y Len Bateson apostó cinco dólares a que no lo conseguía.
- ¿Y... ? - dijo el
inspector Sharpe cuando Jean se detuvo.
- Pues no se habló
más de ello durante algún tiempo hasta que una noche, en el salón, Nigel dijo:
«Y ahora, muchachos, mirad esto... yo cumplo mi palabra», y arrojó tres objetos
sobre la mesa. Un tubo de pastillas de hioscina, un frasquito de tintura de
digitalina y otro, diminuto, de tartrato de morfina.
- ¡Tartrato de
morfina! - exclamó el inspector -. ¿Llevaba etiqueta?
- Sí. La del Hospital
de Santa Catalina. Lo recuerdo con toda certeza porque, como es natural, me
llamó la atención.
- ¿Y los otros?
- No me fijé. Yo
diría que no eran de ningún hospital.
- ¿Qué ocurrió luego?
- Pues que se
hicieron muchos comentarios y al fin Len Bateson dijo: «Vamos, si hubieras
cometido un crimen, esto se sabría enseguida», y Nigel respondió: «Nada de eso.
Soy un ciudadano cualquiera; no tengo nada que ver con clínicas ni hospitales,
y nadie puede relacionarme con estos venenos. No los compré en ninguna
farmacia», y Colin Macnabb, quitándose la pipa de la boca, dijo: «No, desde
luego no pudiste comprarlo. Ningún farmacéutico te los hubiera vendido sin
receta médica.» Estuvieron discutiendo un rato, y al fin Len dijo que pagaría.
«Ahora no puedo, porque ando un poco mal de dinero - dijo -, pero no hay duda
de que has ganado; has demostrado lo que dijiste», y luego le preguntó: «¿Qué
vas a hacer con las pruebas delatoras?», y Nigel, sonriendo, dijo que sería
mejor deshacerse de ellas antes de que ocurriera algún incidente; así que
vaciaron el frasco de tintura de digitalina en el lavabo, arrojaron las
pastillas al fuego, y la morfina en polvo también fue quemada.
- ¿Y los envases?
- No sé lo que
hicieron con ellos... probablemente los tirarían al cesto de los papeles.
- Pero ¿el veneno fue
destruido?
- Sí, estoy segura
porque lo vi.
- Y... ¿eso cuándo
fue?
- Hará unos quince
días.
- Ya. Gracias,
señorita Tomlinson,
Jean deseaba decir
algo más.
- ¿Usted cree que
puede tener importancia?
- Quizá. Nunca se
sabe.
El inspector Sharpe
estuvo reflexionando unos minutos antes de volver a llamar a Nigel Chapman, a
fin de continuar.
- La señorita Jean
Tomlinson acaba de hacerme una declaración muy interesante - le dijo.
- ¡Ah! ¿Contra quién
le ha predispuesto nuestra querida Jean? ¿Contra mí?
- Me ha estado
hablando de ciertos venenos relacionados con usted, señor Chapman.
- ¿Venenos... ? ¿ Qué
diablos... ?
- ¿Niega usted que
hace algunas semanas apostó con el señor Bateson a que era capaz de conseguir
tres venenos clandestinamente?
- ¡Oh, se refiere a
eso! - se hizo la luz en el cerebro de Nigel -. Sí, claro. Es curioso que no
recordara. Ni siquiera me di cuenta de que Jean estuviera allí. Pero usted no
pensará que ese hecho tenga algún significado especial, ¿verdad?
- Pues lo que puedo
decir es que nunca se sabe. Entonces, ¿lo admite?
- Oh, sí, estuvimos
discutiendo sobre ese tema. Colin y Len se mostraron muy arbitrarios y
superiores y yo les dije que estaba convencido de que cualquiera podía
apoderarse de una determinada cantidad de veneno... en realidad les aseguré que
sabía tres sistemas distintos para obtenerlo, y que iba a demostrarlo
poniéndolos en práctica.
- Cosa que hizo
usted...
- Cosa que hice,
inspector.
- ¿Y cuáles fueron
esos tres sistemas, señor Chapman?
Nigel ladeó
ligeramente la cabeza.
- ¿Me pide usted que
me comprometa? - dijo -. ¿No debiera advertírmelo?
- Aún no ha llegado
ese momento, señor Chapman; pero, desde luego, no tiene por qué comprometerse,
como usted dice. En realidad tiene usted perfecto derecho a negarse a responder
a mis preguntas.
- No creo que me
niegue - replicó Nigel luego de reflexionar unos instantes y mientras iba
apareciendo en su rostro una sonrisa juguetona -, claro - continuó - que lo que
hice fue contra la ley, y usted podría detenerme por ello, si quisiera. Por
otro lado, nos hallamos ante un caso de asesinato, y si esto tiene algo que ver
con la muerte de la pobre Celia, creo mi deber hablar sinceramente.
- Desde luego, ése es
un punto de vista muy razonable.
- Muy bien. Entonces
hablaré.
- ¿Cuáles fueron esos
tres sistemas?
- Pues - Nigel se
recostó en su asiento -, siempre se lee en los periódicos que los médicos
olvidan drogas peligrosas en los automóviles... y se previene a la gente para
evitar accidentes.
- Sí.
- Pues se me ocurrió
que el medio más sencillo sería ir a las afueras, seguir a un médico que
efectuase sus visitas por allí, y cuando se presentara la ocasión... abrir su
automóvil, registrar su maletín y sacar lo que deseaba. En esos distritos
apartados, el médico no siempre lleva consigo su maletín cuando entra en una
casa. Depende de la clase de enfermo que vaya a visitar.
- ¿Y bien?
- Pues eso es todo.
Es decir, en cuanto el método uno. Tuve que seguir a tres médicos hasta
tropezar con uno lo bastante confiado. Y entonces fue sencillísimo. El
automóvil estaba parado ante una casa de campo, en un lugar solitario. Abrí la
portezuela, registré el maletín, y saqué un tubo de tabletas de hioscina.
- ¡Ah! ¿Y el sistema
número dos?
- Ese tiene algo que
ver con la pobre Celia, la verdad sea dicha. Ella no sospechó nada. Ya le dije
que era una chica estúpida que no tenía la menor idea de lo que hacía.
Me limité a hablarle
de lo enrevesadas que resultaban las recetas de los médicos escritas en latín,
y le pedí que me escribiera una tal como hacen ellos para adquirir tintura de
digitalina, cosa que hizo sin recelar nada. Después sólo tuve que buscar un
médico en la relación oficial, que viviera en un distrito apartado de Londres y
añadir sus iniciales o su firma ilegible. Luego la llevé a una farmacia del
centro de Londres donde no era probable que le conocieran, y me entregaron la receta
sin la menor dificultad. La digitalina se receta en grandes cantidades para las
afecciones cardíacas y yo presenté la receta escrita en un papel que llevaba el
membrete de un hospital.
- Muy ingenioso -
contestó Sharpe en tono seco.
- ¡Me estoy condenando
yo mismo! Lo comprendo por la entonación de su voz.
- ¿Y el tercer
método?
Nigel no contestó
enseguida, pero al fin dijo:
- Escuche. ¿Adónde me
llevará todo esto?
- El apoderarse de
drogas aunque sea en el interior de un automóvil se considera un hurto -
replicó el inspector -. Y el falsificar una receta...
Nigel le interrumpió:
- No fue exactamente
una falsificación... Quiero decir que yo no obtuve dinero por ella, y ni
siquiera traté de imitar la firma del médico. Si yo escribo una receta y pongo
debajo H. R. James no puede usted decir que trate de falsificar la firma de
ningún James en particular, ¿no es cierto? - y continuó con una sonrisa -.
¿Comprende lo que quiero decir? Estoy arriesgando mi pellejo. Si quiere usted
ponerme contra la pared por esto, bueno... sin duda lo merezco. Y por otro
lado, si...
- Sí, señor Chapman,
¿y por otro lado... qué?
Nigel exclamó con
repentino apasionamiento:
- No me gusta el
crimen. Es algo horrible, bestial. Y Celia, la pobre, no merecía ser asesinada.
Quiero ayudarle en lo que sea. Pero, ¿le ayudará esto? No creo. Me refiero a la
confesión de mis pecadillos.
- La policía es muy
comprensiva, señor Chapman, y a ella corresponde mirar ciertas cosas como
alocadas travesuras de una naturaleza irresponsable. Yo acepto sus protestas de
que desea ayudar a resolver el asesinato de esa joven. Y ahora le ruego que
continúe y me cuente cuál fue su tercer sistema.
- Pues estamos
llegando al meollo - dijo el muchacho -. Fue algo más arriesgado que los otros
dos, pero al mismo tiempo mucho más divertido. Yo había ido al dispensario un
par de veces para ver a Celia, y sabiendo dónde estaban las cosas...
- ¿Pudo apoderarse de
un frasquito por el sencillo procedimiento de cogerlo del armario?
- No, no; no fue tan
sencillo. Eso no hubiera sido justo desde mi punto de vista, e incidentalmente,
si hubiese habido un auténtico asesinato... es decir, si yo, hubiese robado el
veneno con el propósito de matar... es probable que recordaran que yo iba por
el dispensario de Celia. No, yo sabía que Celia iba siempre al departamento
posterior a las once y cuarto a tomar que llamamos un «tentempié», es decir,
una taza de café y unas galletas. Las chicas iban por turnos... dos cada vez.
Había una encargada nueva que no me conocía, de modo que lo que hice fue lo
siguiente: Entrar en el dispensario con una americana blanca y un estetoscopio
alrededor del cuello. Sólo estaba allí la nueva empleada, muy ocupada
atendiendo a los pacientes. Fui hasta el armario de los venenos y le pregunté:
«¿Qué fortaleza tiene la adrenalina que hay allí?» Me informó. Y luego le pedí
un par de aspirinas diciéndole que tenía una «resaca» terrible. Me las tomé y
volví a marcharme; ella no tuvo la menor sospecha de que no fuera del personal
médico o un estudiante de medicina. Fue un juego de niños, y Celia no supo
nunca que yo estuve allí.
- Un estetoscopio -
repitió el inspector Sharpe con extrañeza -. ¿Dónde lo consiguió?
Nigel sonrió de
pronto.
- Era el de Len
Bateson - confesó -. Yo se lo quité.
- ¿En esta casa?
- Sí.
- Eso explica la
desaparición del estetoscopio. Eso no fue cosa de Celia.
- ¡Cielos, no! ¿Se imagina usted a una
cleptómana robando un estetoscopio?
- Y después, ¿qué
hizo con él?
- Pues tuve que
empeñarlo - dijo Nigel en tono de disculpa.
- ¿No fue eso una mala
pasada para Bateson?
- Sí, muy mala. Pero
no podía contárselo sin descubrir mis métodos, cosa que no era mi intención
hacer. Sin embargo - agregó Nigel alegremente - una noche le invité a salir
conmigo y lo pasó en grande.
- Es usted un
irresponsable - dijo el inspector Sharpe.
- Debiera usted haber
visto sus caras - continuó Nigel ensanchando su sonrisa -, cuando arrojé los
tres venenos sobre la mesa y les dije que los había conseguido sin que nadie se
enterase.
- Lo que usted me
dice - replicó el inspector - es que conoce tres sistemas para envenenar a
quien sea con tres venenos distintos sin que en ninguno de los casos pudiera
achacárselo a usted.
Nigel asintió.
- Es bastante exacto
- dijo -. Y, dadas las circunstancias, no resulta muy agradable admitirlo, pero
el caso es que esos venenos fueron destruidos por lo menos quince días atrás.
- Eso es lo que usted
cree, señor Chapman, pero puede que en realidad no fuera así.
Nigel le miró
extrañado.
- ¿Qué quiere usted
decir?
- ¿Cuánto tiempo los
conservó en su poder?
Nigel reflexionó.
- Pues el tubo de
hioscina unos diez días y el tartrato de morfina, cuatro. La tintura de
digitalina la había conseguido aquella misma tarde.
- ¿Y dónde los
guardaba?
- En uno de los
cajones de mi cómoda, detrás de mis pañuelos.
- ¿Sabía alguien más
que los tenía allí?
- No, no. Estoy
seguro de que no.
No obstante, hubo una
ligera vacilación en su voz que el inspector no pasó por alto, aunque, de
momento, no insistió sobre aquel punto.
- ¿Le dijo a alguien
lo que estaba haciendo? ¿Le habló de sus métodos... del modo como iba a obtener
los venenos?
- No. Por lo menos...
no, no dije nada a nadie.
- Ha dicho usted «por
lo menos», señor Chapman.
- Pues en realidad
nada dije. Pensaba decírselo a Pat, pero me pareció que no lo aprobaría. Es muy
intransigente, de modo que tampoco se lo conté.
- ¿No le dijo nada de
cómo había robado esa droga del automóvil de un médico, ni de la receta, ni de
la morfina del hospital?
- En realidad,
después le hablé de la digitalina; de cómo había escrito una receta para
obtener un frasco en la farmacia, y lo de la chaqueta blanca del médico del
hospital. Lamento decir que no le divirtió y no le conté lo del robo del
automóvil, puesto que se pondría furiosa con tanta reincidencia.
- ¿Le dijo que
pensaba destruirlos en cuanto ganara la apuesta?
- Sí. Estaba
preocupada y empezó a decir que debía devolverlos o algo por el estilo.
- ¿Cosa que no se le
había ocurrido a usted?
- ¡Cielos, no! Eso
hubiera sido fatal; y me hubiese acarreado muchos disgustos. No, los tres
arrojamos al fuego las. pastillas y el polvo y vertimos la tintura por el
lavabo. Eso fue todo, y no hubo el menor percance.
- Usted dice eso,
señor Chapman, pero es muy posible que lo hubiera y grave.
- ¿Cómo es posible,
si los venenos le hicieron desaparecer del modo que le digo?
- Señor Chapman, ¿no
se le ha ocurrido pensar que alguien pudo ver dónde guardaba esas cosas, o
encontrarlas por casualidad, y luego de apoderarse de la morfina reemplazarla
inmediatamente por cualquier otra cosa?
- ¡Cielo santo, no! -
Nigel le miró con los ojos muy abiertos -. Nunca se me ocurrió pensar nada de
eso. No lo creo.
- Pero es una
posibilidad, señor Chapman.
- Pero nadie pudo
saberlo.
- Yo diría - replicó
el inspector- que en un lugar como éste se saben muchas más cosas de las que
usted pueda imaginar.
- ¿Quiere decir que
se escucha detrás de las puertas?
- Sí.
- Tal vez tenga usted
razón.
- Sí. ¿Qué
estudiantes suelen estar normalmente en su habitación?
- Pues la comparto
con Len Bateson, y la mayoría de los muchachos han entrado alguna vez. Las
chicas no, desde luego. Ellas no pueden entrar en la parte de la casa donde
están nuestros dormitorios. Integridad. Moralidad absoluta.
- Se supone que no
entran, pero pueden hacerlo, ¿no?
- Sí - replicó Nigel
-. Y a cualquier hora del día. Por ejemplo, por la tarde, no hay nadie allí.
Nuestros dormitorios están vacíos.
- ¿Y la señorita Lane
ha ido alguna vez a su habitación?
- Espero que no lo
pregunte con mala intención, Inspector. Pat va algunas veces a mi habitación a
dejar mi ropa limpia, pero nada más.
El inspector Sharpe
se inclinó hacia delante para preguntar:
- ¿Se da usted
cuenta, señor Chapman, de que la persona que pudo apoderarse del veneno con más
facilidad y sustituirlo por cualquier otra cosa fue usted mismo?
Nigel le miró con el
rostro macilento y endurecido repentinamente.
- Sí - repuso -.
Acabo de comprenderlo hace sólo un minuto y medio. Podría haber hecho
exactamente eso. Pero yo no tenía motivos para quitar de en medio a esa chica,
inspector, y no lo hice. Sin embargo... comprendo que usted no tiene más que mi
palabra...
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