AGATHA CHRISTIE - ASESINATO EN LA CALLE HICKORY (PARTE 1)





Hoy leemos uno de los libros mas especiales de Agatha para mi. Se trata de un desbordante texto de suspenso, intriga y calidad. Aquí podrás leerlo, comencemos...









GUÍA DEL LECTOR


En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:


AKIBOMBO: Estudiante negro.
ALÍ (Achmed): Estudiante egipcio.
AUSTIN (Celia): Trabaja en un dispensario.
BATESON (Leonard): Joven pelirrojo muy corpulento, estudiante de Medicina.
COBB: Sargento de policía.
CHAPMAN (Nigel): Estudiante de Historia, delgado y de carácter irascible.
ENDICOTT: Abogado.
FINCH (Sally): Estudiante americana; pelirroja.
HALLE (René): Estudiante francés.
HOBHOUSE (Valerie): Joven morena, empleada en un salón de belleza.
HUBBARD: Hermana de la señorita Lemon,
GERONIMO: Criado italiano, esposo de la cocinera María.
JOHNSTON (Elizabeth): Estudiante de las Antillas.
GEORGE: Mayordomo de Poirot.
LAL (Chandra): Estudiante indio.
LANE (Patricia)- Estudiante de Arqueología.
LEMON (Felicity): Secretaria de Hercules Poirot
MACNABB (Colin): Psiquiatra.
MARIA: Cocinera.
MARICAUD (Geneviéve): Estudiante francesa,
NICOLETIS: Dama griega, propietaria de una pensión para estudiantes.
POIROT (Hercules): Detective belga.
RAM (Gopal): Estudiante indio.
SHARPE: Inspector de policía
TOMLINSON (Jean): Una rubia, estudiante en el hospital de Santa Catalina.



CAPÍTULO I


Hercules Poirot frunció el ceño.
- Señorita Lemon - dijo.
- ¿Diga, señor Poirot?
- En esta carta hay tres equivocaciones.
En el tono de su voz había un acento de incredulidad, ya que la señorita Lemon, aquella mujer falta de atractivos, pero eficiente, jamás cometía errores. No estaba nunca enferma, cansada, contrariada ni incorrecta. Es decir, en el aspecto práctico no era una mujer... sino una máquina: la perfecta secretaria. Ella lo sabía todo y lo resolvía todo. Gobernaba la vida de Hercules Poirot de modo que también funcionara como una máquina. Orden y método fueron el santo y seña de Hercules Poirot durante muchos años. Con George, el perfecto mayordomo, la señorita Lemon, la perfecta secretaria, el orden y el método rigieron siempre su vida. Y ahora que los bollos para el té tenían forma cuadrada en vez de redonda, no podía quejarse de nada.
Y no obstante, aquella mañana la señorita Lemon había cometido tres errores al escribir a máquina una carta sencillísima y, lo que es más, ni siquiera se había dado cuenta de ello, ¡y los planetas seguían su curso!
Hercules Poirot agitó el documento infamante. No estaba disgustado, sino simplemente asombrado. Aquélla era una de esas cosas que no pueden ocurrir... ¡pero que había ocurrido!
La señorita Lemon cogió la carta y Poirot la vio enrojecer por primera vez en su vida con un rubor que tiñó su rostro hasta las raíces de sus cabellos grises e hirsutos.
- Dios mío - exclamó -. No sé cómo ha sido... vaya, sí que lo sé. Ha sido por culpa de lo de mi hermana.
- ¿Su hermana?
Otra sorpresa. Poirot no había imaginado nunca que la señorita Lemon tuviera una hermana, o unos padres, o tan siquiera abuelos. La señorita Lemon era una máquina tan completa... un instrumento tan preciso... que se hacía difícil pensar que pudiera tener afectos, ansiedades o preocupaciones familiares. Era bien sabido que la señorita Lemon, fuera de las horas de trabajo, se entregaba en cuerpo y alma al perfeccionamiento de un nuevo sistema de archivo que iba a ser patentado a su nombre.
- ¿Su hermana? - repitió por lo tanto Hercules Poirot con una nota de incredulidad en su voz.
La señorita Lemon asintió con gesto enérgico.
- Sí - repuso -. No creo que le haya hablado nunca de ella. Prácticamente ha pasado toda su vida en Singapur. Su esposo se dedicaba a la explotación del caucho.
Hercules Poirot asintió con aire comprensivo. Le parecía muy apropiado que la hermana de la señorita Lemon hubiera pasado toda su vida en Singapur. Para eso existían los lugares como Singapur. Las hermanas de las mujeres como la señorita Lemon se casaban con hombres de negocios de Singapur para que las señoritas Lemon pudieran dedicarse a atender los asuntos de sus jefes con cartas para hacer a máquina (y, desde luego, a inventar sistemas de archivo en sus ratos libres).
- Comprendo - dijo -. Siga usted.
Y la señorita Lemon continuó:
- Se quedó viuda hará unos cuatro años. No tiene hijos, y yo conseguí encontrarle un pisito pequeño, de alquiler razonable... (Claro que sólo una señorita Lemon podía conseguir semejante cosa.)
- Cuenta con una posición razonable... aunque ahora el dinero no valga lo que antes, pero sus gustos no son caros y tiene lo suficiente para vivir cómodamente si tiene cuidado.
La señorita Lemon hizo una pausa antes de continuar:
- Pero la verdad es que se encontraba sola. Nunca ha vivido en Inglaterra y no teniendo viejas amistades disponía de mucho tiempo para aburrirse. De modo que hará unos seis meses me comunicó que pensaba aceptar un empleo.
- ¿Un empleo?
- Sí, de directora creo que le llaman, o patrona de una Residencia de Estudiantes.
La propietaria era una mujer griega, y. deseaba que alguien regentase la Residencia en su lugar. Cuidar de la despensa y de que todo marchara sobre ruedas. Es una casa antigua... está en la calle Hickory, no sé si la conocerá usted.
Y desde luego Poirot lo ignoraba.
- Antes era un barrio distinguido y las casas están bien construidas. Allí mi hermana podría disponer de un buen dormitorio, saloncito y un pequeño cuarto de baño con una cocinita para ella sola...
La señorita Lemon hizo otra pausa, y Poirot la miró para alentarla, ya que hasta el momento aquello no parecía precisamente una tragedia.
- Yo no estaba muy segura, de si sería conveniente que aceptara, pero al fin comprendí los argumentos de mi hermana. Nunca ha sido mujer para estarse todo el día con los brazos cruzados, es muy práctica y sabe dirigir... y, desde luego, no tenía que arriesgar dinero ni nada por el estilo. Era puramente un empleo retribuido... el sueldo no era muy elevado, pero ella no lo necesitaba, y no exigía gran trabajo físico.
Siempre le han agradado las personas jóvenes, y habiendo vivido tanto tiempo en el Este comprende las diferencias de raza y las susceptibilidades de la gente. Porque los estudiantes de esta Residencia son de todas las nacionalidades; la mayoría inglesa, pero creo que hay también algunos negros.
- Es natural - repuso Hercules Poirot.
- Hoy en día, la mitad de las enfermeras de nuestros hospitales son negras - continuó la señorita Lemon -y tengo entendido que resultan mucho más agradables y atentas que las inglesas. Pero me estoy apartando de la cuestión. Estuve discutiendo el asunto con mi hermana y al fin aceptó. Ninguna de las dos apreciamos mucho a la propietaria, la señora Nicoletis, mujer de temperamento incierto, unas veces encantadora, y otras, lamento decirlo, todo lo contrario - y además con poco sentido práctico. De haber sido una mujer competente no hubiera necesitado ayuda. Mi hermana no se deja impresionar por las intemperancias y extravagancias de nadie.
Sabe llevarse bien con cualquiera y no soporta las tonterías.
Poirot asintió, y por la descripción de la señorita Lemon iba formando en su mente una imagen de la hermana de su secretaria... una señorita Lemon dulcificada por el matrimonio y el clima de Singapur, pero al mismo tiempo una mujer con el mismo sentido común y entereza.
- ¿Su hermana aceptó el empleo? - le preguntó.
- Sí. Se trasladó, al número veintiséis de la calle Hickory hará unos seis meses, y en conjunto le agradó su trabajo, encontrándolo interesante.
Hercules Poirot seguía escuchando. Hasta entonces las aventuras de la hermana de la señorita Lemon resultaban insustanciales.
- Pero desde hace algún tiempo está muy atormentada. Terriblemente atormentada.
- ¿Por qué?
- Pues verá usted, señor Poirot, no le gustan las cosas que están ocurriendo.
- ¿Hay estudiantes de ambos sexos? - preguntó Poirot con delicadeza.
- ¡Oh, no, señor Poirot, no me refiero a eso! Uno siempre está preparado para esta clase de contratiempos, casi son de esperar. No, ¿sabe usted?... han estado desapareciendo cosas.
- ¿Desapareciendo?
- Sí. Y unas cosas tan extrañas... y de una manera tan poco natural.
- Al decir que han estado desapareciendo cosas, ¿se refiere a que fueron robadas?
- Sí.
- ¿Avisaron a la policía?
- No. Todavía no. Mi hermana espera que no sea necesario. Aprecia a esos jóvenes... es decir, a algunos de ellos, y a fin de no agravar la cuestión, preferiría arreglar las cosas por sí misma.
- Sí - dijo Poirot, pensativo-; lo comprendo. Pero eso no explica, si me permite decirlo, su propia inquietud, que yo he tomado por un reflejo de la preocupación de su hermana.
- Me desagrada esta situación, señor Poirot. No me gusta nada. Me es imposible sustraerme a la idea de que está ocurriendo algo que no comprendo. Los hechos no parecen tener explicación lógica...
Poirot asintió con aire pensativo. El punto flaco de la señorita Lemon habla sido siempre su imaginación. Carecía de ella por completo. En los interrogatorios sobre hechos concretos era invencible, pero en las conjeturas se veía perdida.
- ¿Se trata de hurtos insignificantes? ¿Obra de un cleptómano tal vez?
- No lo creo. Leí algo sobre ese tema en la Enciclopedia Británica, y en un libro de medicina - dijo la sensata señorita Lemon -. Pero no quedé convencida.
Hercules Poirot guardó silencio durante todo un minuto y medio.
¿Deseaba explicarse la razón de las preocupaciones de la hermana de la señorita Lemon e imaginarse las pasiones y disgustos que puedan tener por escenario una pensión políglota? Era muy molesto que la señorita Lemon cometiera errores en sus cartas, y se dijo que si se entrometía en aquel asunto sería por aquella razón. No quiso admitir que había estado preocupadísimo últimamente, y que la misma trivialidad del caso era lo que le atraía.
El perejil se hunde, en la mantequilla en un día caluroso - murmuró para sí.
- ¿Perejil? ¿Mantequilla? - La señorita Lemon le miró extrañada.
- Es una cita de uno de nuestros clásicos - dijo -. Usted sin duda alguna conocerá las aventuras, las hazañas de Sherlock Holmes.
- ¿Se refiere a la calle Baker y todo eso? - replicó la señorita Lemon -. ¡Los hombres mayores son tan tontos! Pero así son todos. Igual que las locomotoras de juguete con que siguen jugando. No puedo decir que haya tenido tiempo de leer ninguna de esas historias. Cuando tengo tiempo para leer, lo cual no ocurre a menudo, prefiero otra clase de libros.
Hercules Poirot inclinó la cabeza graciosamente.
- ¿Qué le parecería señorita Lemon, si invitara a su hermana a tomar alguna cosa... tal vez el té de la tarde? Quizá yo pudiera prestarle alguna ayuda.
- Es usted muy amable, señor Poirot. Muy amable. Mi hermana tiene todas las tardes libres.
- Entonces, mañana... si puede usted arreglarlo.
Y a su debido tiempo el fiel George recibió instrucciones para preparar una merienda de bocadillos simétricos, bollitos cuadrados y con mucha mantequilla, y otros complementos de un espléndido té inglés.




CAPÍTULO II



La hermana de la señorita Lemon, cuyo nombre era señora Hubbard, tenía un marcado parecido con ella. Era más rolliza, de tez amarilla, e iba peinada con coquetería, siendo menos brusca en sus ademanes. Pero los ojos que le contemplaban desde aquel rostro redondo y amable tenían la misma astuta mirada que los de la señorita Lemon detrás de los lentes de pinza.
- Es usted muy amable, señor Poirot - le decía en aquel momento -. Muy amable. Creo que he comido más de lo que debiera... bueno, tal vez otro bocadillo... ¿Té? Bueno. Sólo media taza. Es un té delicioso.
- Primero - dijo Poirot - terminemos de merendar... y luego hablaremos.
Y sonriendo amistosamente se retorció el bigote mientras la señora Hubbard respondía:
- ¿Sabe que resulta usted exactamente igual a como le había imaginado por la descripción de Felicity?
Al cabo de un momento de extrañeza, Poirot comprendió que Felicity era el nombre de la severa señorita Lemon, y respondió que no hubiera esperado menos, dada la eficiencia de su secretaria.
- Desde luego - dijo la señora Hubbard, cogiendo otro bocadillo -. Felicity nunca se ha molestado por los demás. Yo sí. Y por eso estoy angustiada.
- ¿Puede explicarme exactamente qué es lo que le preocupa?
- Sí. Sería muy natural que se llevaran dinero... pequeñas sumas... un poco aquí, otro de allí... Y si se trata de joyas lo encontraría lógico; no es que quiera justificarlo... pero sería lógico, un signo de cleptomanía o mala fe. Pero voy a leerle una lista de las cosas que fueron robadas, y que he anotado en un papel.
La señora Hubbard abrió su bolso, del que extrajo una pequeña libreta de notas.
Leyó la lista:

«Un zapato de noche (de un par recién estrenado).
Una pulsera (de bisutería).
Un anillo con un brillante (que fue encontrado en un plato de sopa).
Polvos compactos.
Un lápiz para labios.
Un estetoscopio.
Unos pendientes.
Un encendedor.
Unos pantalones viejos de franela.
Bombillas eléctricas.
Una caja de bombones.
Una bufanda de seda (que se encontró hecha pedazos).
Una mochila (ídem).
Ácido bórico.
Sales de baño.
Un libro de cocina.»

Hercules Poirot exhaló un profundo suspiro.
- Curioso - dijo -, y muy... muy atrayente.
Y como absorto en sus pensamientos miró el rostro severo y ceñudo de la señorita Lemon y luego el amable y preocupado de la señora Hubbard.
- La felicito - dijo con calor, dirigiéndose a esta última.
- Pero, ¿por qué, señor Poirot?
- La felicito por tener un problema bonito y único.
- Bueno, para usted tal vez tenga sentido, señor Poirot, pero...
- Para mí no lo tiene en absoluto. Y sólo me recuerda un juego al que me obligaron a jugar unos amigos jóvenes durante las vacaciones de Navidad. Creo que se llamaba La Dama de los Tres Cuentos. Cada persona, por turno, decía la siguiente frase: «Fui a París y compré ... », agregando algún artículo. La siguiente lo repetía añadiendo otro, y el objeto del juego era recordar los artículos en el orden que eran enumerados. Algunos de ellos debo confesar que eran ridículos. Una pastilla de jabón, un elefante blanco, una mesa con patas de madera, un ánade americano... la dificultad en recordarlos residía, claro está, en la diversidad de objetos y en que éstos no tuvieran relación alguna entre sí. Y cuando se habían mencionado una docena resultaba casi imposible enumerarlos en el orden debido. Cada equivocación se castigaba con un cuerno de papel y el participante debía continuar el recitado la vez siguiente diciendo: «Yo, una dama con un cuerno, fui a París», etcétera. Cuando se tenían tres cuernos se perdía el juego y el último que quedaba era el ganador.
- Estoy segura que debió ganar usted, señor Poirot - dijo la señorita Lemon con la acostumbrada devoción de una empleada leal.
Poirot se sintió halagado.
- Pues sí, gané yo - repuso-; y por los más diversos objetos que puede usted imaginar, y gracias a un truco ingenuo, que es éste: uno se dice mentalmente «Con una pastilla de jabón lavé a un gran elefante blanco de mármol blanco que estaba sobre una mesita con patas de madera ... », etcétera, etcétera.
La señora Hubbard dijo con respeto:
- Tal vez pueda hacer lo mismo con esa lista de cosas.
- Sin duda alguna. Una señora con un zapato en el pie derecho se coloca la pulsera en el brazo izquierdo. Luego se pone polvos y se pinta los labios, y al bajar a cenar se le cae el anillo en la sopa, etcétera... De este modo podría recordar toda su lista; pero no es eso lo que buscamos. ¿Por qué fue robada una colección de objetos tan diversos? ¿Se esconde algún propósito detrás de todo esto? ¿Alguna idea fija? Primeramente tenemos que proceder al análisis. Lo primero que hay que hacer es estudiar la relación de objetos con sumo cuidado.
Se hizo un silencio mientras Poirot se aplicaba al estudio. La señora Hubbard le observó con la atención de un niño que contempla a un malabarista esperando ver aparecer un conejo o cintas de colores. La señorita Lemon, sin impresionarse, se dispuso a considerar las características de su sistema de archivo.
Cuando al fin habló Poirot, la señora Hubbard pegó un respingo.
- Lo primero que me sorprende es esto - dijo el detective -. De todas las cosas desaparecidas, la mayoría son de escaso valor (el de algunas es casi nulo) con la excepción de dos... un estetoscopio y un anillo con un brillante. Dejando el estetoscopio aparte, de momento quisiera concentrarme en particular en el anillo. Usted dice que era de valor... ¿De cuánto?
- Pues... no sabría decirlo exactamente. Era un solitario con un pequeño grupo de diamantitos en la parte de arriba y en la de abajo. Había sido el anillo de prometida de la madre de la señorita Lane, según tengo entendido. Tuvo un gran disgusto cuando desapareció, y todos nos alegramos cuando fue encontrado aquella misma noche en el plato de sopa de la señorita Hobhouse. Todos pensamos que se trataba de una broma de mal gusto.
- Y eso puede haber sido. Pero yo considero que el robo del anillo y su devolución son significativos. Si desaparece un lápiz para los labios, una polvera, o un libro... no es motivo suficiente para llamar a la policía. Pero si se trata de un anillo de brillantes, es distinto. Cabe la posibilidad de que se dé parte a la policía y por eso lo devolvieron.
- Pero, ¿por qué cogerlo para devolverlo luego? - preguntó la señorita Lemon.
- Por el momento dejaremos las preguntas - replicó Poirot -. Ahora estoy ocupado en clasificar estos robos, y he empezado por el anillo. ¿Quién es esa señorita Lane a quien le fue robado?
- ¿Patricia Lane? Es una joven muy simpática que estudia para diplomarse, o como lo llamen, en Historia, Arqueología o algo por el estilo.
- ¿Goza de buena posición?
- Oh, no. Tiene algo de dinero, pero siempre vigila sus gastos. El anillo, como ya le he dicho, pertenecía a su madre. Tenía una o dos joyas bonitas, pero no se hace muchos vestidos nuevos y últimamente ha dejado de fumar.
- ¿Cómo es? Descríbamela a su modo.
- Pues creo que es mestiza. De aspecto limpio y pulcro, tranquila y educada, pero no tiene un temperamento animado. Es lo que podríamos llamar una... bueno, una chica muy formal.
- Y la sortija apareció en el plato de la señorita Hobhouse. ¿Quién es la señorita Hobhouse?
- ¿Valerie Hobhouse? Es una muchacha morena e inteligente que tiene una manera de hablar muy sarcástica. Trabaja en un salón de belleza. En «Sabrina Fair»... supongo que lo habría oído nombrar.
- Y esas dos jóvenes, ¿son amigas?
La señora Hubbard reflexionó unos instantes.
- Yo creo que sí. No tienen mucho que ver la una con la otra. Patricia se lleva bien con todo el mundo, sin ser precisamente simpática ni nada de eso. Valerie Hobhouse tiene enemigos por su lengua... pero va tirando, no sé si me comprende.
- Creo que sí - replicó Poirot.
De modo que Patricia Lane era agradable, pero aburrida, y Valerie Hobhouse tenía personalidad. Hizo un resumen de la lista de robos.
- Lo que me choca es las distintas categorías que representan. Hay pequeños hurtos que podrían tentar a una joven vanidosa y falta de dinero: el lápiz para los labios, las joyas de bisutería, los polvos compactos... sales de baño... y tal vez la caja de bombones. Luego tenemos el estetoscopio, un robo más propio de un hombre que sabría dónde venderlo o empeñarlo. ¿De quién era?
- Del señor Bateson. Un joven corpulento y simpático.
- ¿Estudiante de medicina?
- Sí.
- ¿Se enfadó mucho?
- Se puso lívido, señor Poirot. Tiene uno de esos temperamentos inflamables... que de momento dicen cualquier cosa, pero se les pasa pronto. No es de los que soportan con calma que nadie toque sus cosas.
- ¿Y otros sí?
- Pues sí; el señor Gopal Ram, uno de nuestros estudiantes indios, sonríe suceda lo que suceda. Alza la mano diciendo que las posesiones materiales no tienen importancia...
- ¿Le han robado alguna cosa a él?
- No.
- ¡Ah! ¿A quién pertenecían los pantalones de franela?
- Al señor Macnabb. Eran muy viejos y cualquiera los hubiera dado ya a un trapero, pero el señor Macnabb tiene gran apego a sus trajes viejos y nunca tira nada.
- De modo que llegamos a las cosas que no parecen dignas de ser robadas...: pantalones viejos de franela, bombillas eléctricas, ácido bórico, sales de baño... y un libro de cocina. Pueden ser importantes, pero lo más probable es que no lo sean. El ácido bórico tal vez fue cogido por error, alguien pudo haber quitado una bombilla pensando volverla a poner y se olvidó de hacerlo... y el libro de cocina pudo cogerlo alguien «prestado» y luego no devolverlo. Alguna mujer de la limpieza pudo llevarse los pantalones de franela.
- Las que empleamos son de confianza. Estoy segura de que ninguna hubiera hecho una cosa así.
- De acuerdo. Luego está el zapato de noche, nuevo, según tengo entendido... ¿A quién pertenecía?
- A Sally Finch. Es una muchacha americana que vino a estudiar aquí gracias a una beca que ganó en Fullgriht, no hace mucho.
- ¿Está usted segura de que el zapato no se le perdió? No puedo imaginar para qué pueda nadie querer un zapato desparejado.
- No se extravió, señor Poirot. Lo buscamos por todas partes. La señorita Finch iba a una fiesta vestida «de etiqueta», como dice ella.... en traje de noche diríamos nosotros... y los zapatos le eran de vital importancia... eran los únicos que tenía para semejante ocasión.
- Y se disgustó ... Sí, sí, me pregunto... tal vez eso tenga algo que ver ...
Guardó silencio por espacio de unos minutos y luego continuó:
- Y aún quedan otras dos cosas ...: una mochila, hecha pedazos y una bufanda de seda en el mismo estado. Aquí tenemos algo que no denota vanidad, ni provecho... sino una venganza deliberada. ¿De quién era la mochila?
- Casi todos los estudiantes la tienen... todos van a menudo de excursión, ya sabe. Y la mayoría de mochilas son iguales, y compradas en el mismo sitio; de modo que resulta difícil distinguirlas; pero parece casi seguro que ésta pertenecía a Leonard Bateson o a Colin Macnabb.
- Y la bufanda que también apareció hecha tiras, ¿de quién era?
- De Valerie Hobhouse. Se la regalaron por Navidad. Era de color verde esmeralda y de muy buena clase.
- De la señorita Hobhouse... ya.
Poirot cerró los ojos. Lo que veía mentalmente era ni más ni menos que un calidoscopio. Trozos de bufandas y mochilas, libros de cocina, lápiz para labios, sales de baño y nombres y caricaturas de extraños estudiantes. Todo sin conexión ni forma.
Incidentes sin ilación y personas girando en el espacio. Pero Poirot sabía muy bien que en alguna parte y de algún modo debía formarse un dibujo ordenado. O tal vez varios.
Cada vez que uno mueve un calidoscopio obtiene un dibujo distinto... y uno de ellos sería el acertado.
Lo difícil era por dónde empezar.
Abrió los ojos.
- Es un asunto que requiere reflexión. De veras. Mucha reflexión.
- Oh, estoy segura de ello, señor Poirot - asintió la señora Hubbard muy seria -. Y no quisiera molestarle...
- No me molesta. Estoy extrañado. Pero mientras reflexiono podemos empezar por el lado práctico. Por el zapato... sí, podemos empezar por ahí, señorita Lemon.
- ¿Diga, señor Poirot? - La señorita Lemon dejó a un lado sus sistemas de archivo y fue automáticamente en busca de una libreta de notas y un lápiz.
- Quizá la señora Hubbard pueda recuperar el zapato desaparecido. Pregunte en el puesto de policía de la calle Baker, en la estación de objetos perdidos.
- ¿Cuándo desapareció ... ?
La señora Hubbard reflexionó unos instantes.
- Pues, no puedo recordarlo exactamente, señor Poirot. Tal vez hará unos dos meses.
No puedo precisarlo. Pero quizá Sally recuerde la fecha de la fiesta.
- Sí. Bueno... - se volvió de nuevo a la señorita Lemon.
- No es necesario que precise. Diga que olvidó el zapato en un tren «Inner Circle»... que es lo más probable, pero que también pudo ser en cualquier otro tren. O tal vez en un autobús. ¿Cuántos hay en los alrededores de la calle Hickory?
- Sólo dos, señor Poirot.
- Bien. Si no obtiene ningún resultado en la calle Baker, pruebe en Scotland Yard y diga que se lo dejó olvidado en un taxi.
- Lambeth - le corrigió la señorita Lemon.
Poirot alzó la mano.
- Usted siempre sabe estas cosas.
- ¿Pero por qué cree usted ...? - comenzó a decir la señora Hubbard, mas Poirot la interrumpió.
- Primero veamos qué resultados obtenemos. Entonces, si son negativos o positivos, usted y yo, señora Hubbard, volveremos a cambiar impresiones, y me dirá todas esas cosas que es necesario que yo sepa.
- Creo que ya le he dicho todo lo que sé.
- No, no. No estoy de acuerdo. Aquí tenemos reunidos a varios Jóvenes de distintos temperamentos y sexos. A ama a B, pero B quiere a C, D y E se odian tal vez por causa de A. Es eso lo que necesito saber. El estado anímico de cada uno. Sus peleas, celos, amistades, odios y resentimientos.
- Estoy segura - explicó la señora Hubbard, molesta - que no sé nada de eso. Yo no me meto en nada. Me limito a dirigir la pensión, la despensa y nada más.
- Pero a usted le interesan las personas. Le agradan los jóvenes, y aceptó este trabajo, no porque le interesara económicamente, sino porque la ponía en contacto con problemas humanos. Debe de haber algunos estudiantes que le sean simpáticos y otros que no le agraden tanto, o tal vez nada. Debe decírmelo... sí. ¡Tiene que decírmelo!
Usted está preocupada... y no por lo que ha ocurrido... puesto que podría haber dado parte a la policía.
- Le aseguro que a la señora Nicoletis no le agradaría ver a la policía en su casa.
Poirot continuó, sin hacer caso de la interrupción.
- No, usted está preocupada por alguien... que usted cree puede haber sido responsable o por lo menos estar mezclado en esto. Y, por consiguiente, alguien a quien usted aprecia.
- Es cierto, señor Poirot.
- Sí, lo es. Y creo que hace bien en preocuparse. Porque lo de la bufanda hecha trizas no es agradable. Ni lo de la mochila. En cuanto al resto, parece infantil... y no obstante... no estoy seguro. No. ¡No tengo la menor certeza!




CAPÍTULO III



La señora Hubbard subió apresuradamente la escalera e introdujo el llavín en la cerradura de la puerta. En cuanto hubo abierto, un joven pelirrojo subió corriendo tras ella.
- Hola, Ma - le dijo, ya que era así como Len Bateson solía dirigirse a ella. Era un individuo simpático con acento londinense, libre de todo complejo de inferioridad -. ¿Ha estado callejeando?
- He salido a tomar el té, señor Bateson. No me entretenga ahora. Ya hablaremos.
- Hoy he disecado un cadáver magnífico - explicó Len -. ¡Despachurrado!
- No digas esas cosas tan horribles, muchacho. ¡Un cadáver magnífico! ¡Sólo de pensarlo me da náuseas!
Len Bateson rió de buena gana.
- Pues mire que a Celia... - dijo -. Fui al dispensario y le dije: «He venido a hablarte de un cadáver», y se puso tan blanca como la cera y creí que iba a desmayarse; ¿qué le parece eso, Mamá Hubbard?
- Que no me extraña. ¡Qué ocurrencia! Celia pensaría probablemente que se trataba de un cadáver auténtico.
- ¿Qué quiere decir... auténtico? ¿Cómo se cree que son los nuestros? ¿Sintéticos?
Un joven delgado de cabellos largos y descuidados salió de una de las habitaciones de la derecha y dijo en tono irascible:
- ¡Oh, son ustedes! Creí que al menos había un montón de hombres. La voz es de un solo hombre, pero el volumen de las de diez reunidos.
- Espero no haberte alterado los nervios...
- No más que de costumbre - dijo Nigel Chapman volviendo a entrar en la habitación.
- Nuestra flor delicada - dijo Len.
- Vamos, no se peleen - exclamó la señora Hubbard -. Buen humor, eso es lo que me gusta, y un poquito de buena voluntad.
El hombretón le miró con afecto.
- No me importa nuestro Nigel, Ma - replicó.
Una joven que en aquellos momentos bajaba la escalera, anunció:
- Señora Hubbard, la señora Nicoletis está en su habitación y dijo que deseaba verla en cuanto llegara.
La señora Hubbard se dispuso a subir la escalera con un suspiro, y la joven alta y morena que le diera el recado se apresuró a dejarle paso.
Len Bateson, quitándose la gabardina, le preguntó:
- ¿Qué ocurre, Valerie? ¿Quejas de nuestro comportamiento que van a ir a parar a oídos de Mamá Hubbard a su debido tiempo?
La joven acabó de bajar la cabeza.
- Esta casa cada día se parece más a un manicomio - dijo por encima de su hombro, al entrar en la habitación de la derecha. Se movía con la gracia indolente de las maniquíes profesionales.
El número veintiséis de la calle Hickory correspondía en realidad a dos casas, la veinticuatro y la veintiséis unidas. Las dos plantas bajas fueron unificadas, de modo que había un gran salón de visitas y un comedor enorme en dicha planta, así como dos salitas de espera y un pequeño despacho en la parte de atrás en la casa. Dos escaleras distintas conducían a los pisos superiores, que permanecían separados. Las señoritas ocupaban los dormitorios de la parte derecha de la casa y los muchachos la correspondiente al número veinticuatro.
La señora Hubbard. subió la escalera desabrochándose el cuello de su chaqueta, y suspirando de nuevo tomó la dirección del dormitorio de la señora Nicoletis.
«Otro de sus arrebatos, supongo», musitó para sus adentros.
Y luego de golpear suavemente con los nudillos la puerta, entró.
En el saloncito de la señora Nicoletis la temperatura era muy elevada. La gran estufa eléctrica tenía todas las resistencias encendidas y la ventana estaba herméticamente cerrada. La señora Nicoletis fumaba en el sofá, rodeada de almohadones de seda y terciopelo bastante raídos. Era una mujer corpulenta y morena, aún bien parecida, de boca que denotaba gran temperamento y unos enormes ojos castaños.
- ¡Ah! Es usted - exclamó la señora Nicoletis con aire acusador.
La señora Hubbard, haciendo honor a su sangre Lemon, no se inmutó.
- Sí, soy yo - replicó ásperamente -. Me dijeron que deseaba usted verme con urgencia.
- Sí, desde luego. Es monstruoso. Ni más ni menos; monstruoso.
- ¿Qué es lo monstruoso?
- ¡Estas facturas! ¡Sus cuentas! - y la señora Nicoletis exhibió un montón de papeles sacándolos de debajo de uno de los almohadones con la gracia de un malabarista profesional -. ¿Con qué estamos alimentando a esos miserables estudiantes? ¿Con foie gras y codornices? ¿Es que esto es el Ritz? ¿Quiénes se han creído que son esos estudiantes?
- Pues gente joven con buen apetito - repuso la señora Hubbard -. Reciben un buen almuerzo y una cena abundante... comida sencilla, pero alimenticia, que resulta sumamente económica.
- ¿Económica? ¿Se atreve a decirme eso cuando me estoy arruinando?
- Usted saca un beneficio considerable, señora Nicoletis, de esta pensión. Y para los estudiantes, el precio resulta bastante elevado.
- ¿Pero acaso no tengo la casa siempre llena? ¿Cuándo hay una vacante que no haya sido solicitada tres veces por anticipado? ¿No me envía estudiantes el Consulado británico, la Universidad de Londres... y el Liceo Francés? ¿Y no es absolutamente cierto que hay siempre tres Solicitudes para cada plaza?
- Eso es en gran parte porque aquí la comida es apetitosa y abundante. La gente joven debe alimentarse debidamente.
- ¡Bah! Esos gastos son escandalosos. Esa cocinera italiana y su marido le roban a usted la comida.
- Oh, no, señora Nicoletis. Le aseguro que ningún extranjero. puede engañarme.
- Entonces es usted... quien me roba a mí.
- Puedo permitirle que me diga cosas como ésa - dijo en el tono que una acusada - hubiera empleado para defenderse contra un cargo truculento -. Pero no es elegante hacerlo y cualquier día le traerá complicaciones.
- ¡Ah! - la señora Nicoletis arrojó al aire las facturas con gesto dramático. La señora Hubbard se inclinó para recogerlas -. Me saca usted de mis casillas - gritó la dueña de la Residencia.
- Permítame decirle que eso la perjudica - replicó la señora Hubbard -. No debe tomarse las cosas así. Los arrebatos son perjudiciales para la presión sanguínea.
- ¿Admite usted que estos totales son más elevados que los de la semana pasada?
- Claro que lo son. En los Almacenes Lampson ha habido muy buenas rebajas y me he aprovechado de ellas. La semana que viene los totales resultarán más bajos que el promedio.
La señora Nicoletis la miró ceñuda.
- Usted siempre encuentra una explicación satisfactoria.
- Ahí tiene - la señora Hubbard depositó las facturas ordenadas encima de la mesa -. ¿Algo más?
- Esa joven americana, Sally Finch, habla de marcharse... y no quiero que se vaya.
Es una alumna de Fullbright y atraerá a otros estudiantes de allí. No debe marcharse.
- ¿Y por qué razón quiere marcharse?
La señora Nicoletis alzó sus hombros monumentales.
- ¿Cómo quiere que yo lo sepa? No dijo la verdad. Puedo asegurarlo. Siempre lo adivino.
La señora Hubbard asintió pensativa.
- Sally no me ha dicho nada - dijo.
- ¿Hablará usted con ella?
- Sí, desde luego.
- Y si es por estos estudiantes de color, esos indios, y esos negros... pueden marcharse todos, ¿comprende? La diferencia étnica tiene gran importancia para los americanos... y a mí son los americanos los que me interesan... y en cuanto a los estudiantes de color... ¡que se larguen!
Hizo un gesto dramático.
- No ocurrirá mientras yo continúe de encargada - repuso la señora Hubbard, en tono frío -. Y de todas formas está usted equivocada. No existe esa clase de diferencias entre los estudiantes y desde luego Sally no es así. Ella y el señor Akibombo comen juntos muy a menudo y no hay otro más negro que él.
- Entonces será por los comunistas... Ya sabe lo que los americanos opinan de los comunistas. Y Nigel Chapman... es comunista.
- Lo dudo.
- Sí, sí. Debiera haber oído lo que decía la otra noche.
- Nigel es capaz de decir cualquier cosa por molestar a la gente. Es muy pesado en este sentido.
- Usted les conoce muy bien... ¡Querida señora Hubbard, es usted maravillosa! Me repito una y otra vez... ¿qué haría yo sin la señora Hubbard? Descanso en usted por completo. ¡Es usted una mujer maravillosa, maravillosa! Se hace imprescindible.
- Después del rapapolvo, el jabón - murmuró la señora Hubbard.
- ¿Qué?
- No se alarme; haré lo que pueda.
Y salió de la habitación cortando en seco un largo discurso de agradecimiento, - mientras murmuraba para sí:
- ¡Haciéndome perder el tiempo... es una mujer enloquecedora! - y echando a correr por el pasillo penetró en su salita particular.
Pero allí no habría de tener paz. Una muchacha se puso en pie al entrar la señora Hubbard y dijo:
- Quisiera hablar con usted unos minutos, si me lo permite.
- Desde luego, Elizabeth.
La señora Hubbard quedó muy sorprendida. Elizabeth Johnston era una joven de las Antillas que estudiaba leyes. Era muy trabajadora, ambiciosa y reservada. Siempre le había parecido muy equilibrada y competente, considerándola como una de las mejores estudiantes de la Residencia. Su aspecto en aquellos momentos era normal, pero la señora Hubbard supo captar el ligero temblor de su voz a pesar de que sus facciones morenas permanecieron impasibles.
- ¿Ocurre algo?
- Sí. ¿Quiere acompañarme a mi habitación, por favor?
- Espere un momento. - La señora Hubbard se quitó el abrigo y los guantes y luego siguió a la joven hasta el piso superior, donde tenía la habitación. Abrió la puerta y se dirigió a una mesita cerca de la ventana.
- Aquí tiene mis apuntes - le dije -. Esto representa varios meses de duro esfuerzo...
¿Ve usted lo que me han hecho?
La señora Hubbard contuvo el aliento.
Habían derramado tinta sobre la mesa y los papeles estaban empapados. La señora Hubbard los tocó con la punta del dedo. Todavía estaban húmedos. Aun sabiendo que la pregunta era una tontería, la hizo.
- ¿No se le habrá vertido a usted la tinta?
- No. Lo hicieron mientras yo estaba fuera.
- ¿Usted cree que la señora Biggs ...?
La señora Biggs era la encargada de la limpieza de los dormitorios de aquel piso.
- No fue la señora Biggs. Esta tinta no es ni siquiera mía. La tengo en el estante de encima de mi cama. No la ha tocado nadie. Esto lo hizo alguien que trajo la tinta y la vertió adrede.
- ¡Qué cosa tan malvada... tan cruel!
- Sí, ha sido una mala acción.
La muchacha habló tranquilamente, pero la señora Hubbard no cometió el error de no comprender sus sentimientos.
- Bueno, Elizabeth, apenas sé qué decirle. Estoy sorprendida, asombrada, y haré lo posible por descubrir al autor de una maldad semejante. ¿Tiene usted alguna idea de quién puede haber sido?
La joven replicó:
- La tinta es verde... ya lo ve usted.
- Sí, ya me he dado cuenta.
- No es muy corriente emplear tinta: verde. Y yo sé quién la usa: Nigel Chapman.
- ¿Nigel? ¿Usted cree que Nigel haría una cosa tan mezquina?
- No debiera haberlo pensado... no. Pero él escribe sus cartas y sus apuntes con tinta verde.
- Tendré que hacer muchas preguntas. Siento mucho, Elizabeth, que en esta casa haya ocurrido una cosa así y sólo puedo decirle que haré cuanto pueda para que todo quede aclarado.
- Gracias, señora Hubbard. Ya han ocurrido... otras cosas, ¿no es cierto?
- Sí, es... sí.
La señora Hubbard salió de la habitación y se dirigió hacia la escalera, pero se detuvo de pronto y en vez de bajar, fue hasta el extremo del pasillo y llamó a la puerta de la señorita Sally Finch, quien desde dentro la invitó a entrar.
El dormitorio era agradable y Sally Finch, una alegre pelirroja, muy simpática.
Estaba escribiendo y la miró sonriente. Le ofreció una caja de bombones abierta y dijo con voz clara:
- Bombones de casa. Coma algunos.
- Gracias, Sally, pero ahora no. Estoy muy disgustada. - Respiró -. ¿Se ha enterado de lo que le ha ocurrido a Elizabeth Johnston?
- ¿Qué le ha sucedido a la Negra Bess?
El apodo era un apelativo cariñoso que había sido aceptado por la propia interesada.
La señora Hubbard le refirió lo ocurrido y Sally dio muestras de furor compasivo.
- Esto es una mezquindad. No creí que nadie fuera capaz de hacer una cosa así a nuestra Bess. Todos la apreciamos. Es tranquila y no se mete en nada, ni se la ve mucho, pero estoy segura de que nadie la odia.
- Es lo que yo hubiera dicho.
- Bueno... esto concuerda con las otras cosas. Por eso...
- ¿Por eso, qué - preguntó la señora Hubbard cuando la joven se detuvo bruscamente.
Sally repuso despacio:
- Por eso voy a marcharme. ¿No se lo ha dicho la señora Nicoletis?
- Sí. Y está muy angustiada. Al parecer no cree que le haya dicho usted la verdadera razón.
- Desde luego que no lo hice. No quise que se disgustase. Ya sabe usted cómo es.
Pero ése es el verdadero motivo. No me agrada lo que está ocurriendo aquí. Fue muy extraña la pérdida de mi zapato, y luego lo de la bufanda de Valerie y la mochila de Len... no es como si desapareciesen cosas... al fin y al cabo eso puede ocurrir siempre... no es agradable, pero sí normal... pero esto otro, no. - Hizo una breve pausa sonriendo y luego hizo una mueca -. Akibombo está asustado. Siempre se muestra muy superior y civilizado.... pero existe todavía mucha superstición en el África Occidental y él la lleva en la sangre.
- ¡Bah! - exclamó la señora Hubbard, enojada -. No aguanto las supersticiones. Son cosas de seres vulgares que se ponen en ridículo. Eso es todo.
La boca de Sally se curvó en una sonrisa gatuna.
- Usted ha acentuado lo de vulgar - dijo -. Pero yo tengo el presentimiento de que en esta casa hay una persona que no es nada vulgar.
La señora Hubbard bajó la escalera y entró en el salón de visita que los estudiantes tenían en la planta baja y en el que se hallaban cuatro personas. Valerie Hobhouse, tumbada en un sofá con sus elegantes y finos pies colocados sobre uno de los brazos; Nigel Chapman, sentado ante una mesa con un gran libro abierto; Patricia Lane, apoyada contra la repisa de la chimenea, y una joven con impermeable que acababa de llegar y se estaba quitando un gorrito de lana cuando entró la señora Hubbard. Era una jovencita gordezuela y rubia, de ojos castaños muy separados y cuya boca estaba casi siempre entreabierta, dando la impresión de que su poseedora vivía en un perpetuo asombro.
Valerie, quitándose el cigarrillo de la boca, dijo con voz lánguida:
- Hola, Ma. ¡Ya le ha administrado algún calmante a esa vieja endemoniada, nuestra respetable propietaria!
Patricia Lane preguntó:
- ¿Es que quería guerra?
- ¡Y de qué modo! - rió
- Ha ocurrido algo muy desagradable - anunció la señora Hubbard -. Nigel, quiero que usted me ayude.
- ¿Yo, señora? - Nigel la miró cerrando su libro, y su rostro delgado y malicioso se iluminó de pronto con una sonrisa dulce y picaresca -. ¿Qué es lo que le he hecho?
- Espero que nada - replicó la señora Hubbard -. Pero han derramado tinta deliberadamente y con toda mala intención sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, y esa tinta es verde. Usted escribe con tinta de ese mismo color, Nigel.
Él la contempló mientras su sonrisa iba desapareciendo.
- Sí, yo utilizo tinta verde.
- Es horrible - dijo Patricia -. Me gustaría que no la emplearas, Nigel. Siempre he dicho que te afectaba considerablemente.
- Me gusta que me afecte - dijo Nigel -. Sería mejor aún la tinta violeta. Trataré de conseguirla. Pero, ¿habla usted en serio, Ma? Me refiero al sabotaje.
- Sí, hablo en serio. ¿Lo hizo usted, Nigel?
- No, claro que no. Me gusta molestar a la gente, como ya sabe usted, pero nunca haría una cosa tan sucia como ésa... y menos a la Negra Bess, que no se mete en nada y podría servir de ejemplo a algunas personas que no menciono. ¿Dónde está mi tinta?
Ayer noche recuerdo que llené mi pluma, y suelo guardarla en ese estante de ahí – y levantándose atravesó la habitación. Tiene usted razón. Está casi vacía, y debiera estar prácticamente llena.
La jovencita del impermeable contuvo el aliento,
- ¡Oh, Dios mío! - exclamó -. ¡Oh, Dios mío!, no me gusta...
Nigel se volvió hacia ella con aire acusador.
- ¿Tienes alguna coartada, Celia?
- Yo no he sido. De verdad. Además he estado todo el día en el hospital. No pude...
- Vamos, Nigel - intervino la señorita Hubbard. No moleste a Celia.
Patria Lane dijo irritada.
- No veo por qué Nigel ha de ser sospechoso sólo porque haya utilizado su tinta...
- Tienes razón, querida - dijo Valerie felinamente -, defiéndele... y defiéndete.
- Pero es tan injusto...
- De verdad que no tengo nada que ver con esto - protestó Celia con energía.
- Nadie dice que lo hicieras tú, pequeña - replicó Valerie, impaciente -. De todas formas - sus ojos se fijaron en los de la señora Hubbard -, todo esto ya pasa de ser una broma, y habrá que hacer algo.
- Sí, hay que hacer algo - dijo la señora Hubbard.




CAPÍTULO IV



- Aquí tiene, señor Poirot.
La señorita Lemon depositó un pequeño paquete pardo ante el detective. Él le quitó el papel y contempló un plateado zapato de noche.
- Estaba en la calle Baker, como usted dijo.
- Eso nos ha evitado molestias - replicó Poirot -. Y también confirma mis ideas.
- Cierto - dijo la señorita Lemon, que no era nada curiosa por naturaleza. Pero, sin embargo, era muy susceptible a los derechos y exigencias de los afectos personales.
- Si no le causa demasiada molestia, señor Poirot, me permito notificarle que he recibido una carta de mi hermana. Ha habido algunos acontecimientos.
- ¿Puedo leerla?
Ella se la entregó y el detective, después de haberla leído, dijo a la señorita Lemon que llamara a su hermana por teléfono; y cuando aquélla le indicó que había conseguido la comunicación, Poirot se puso al aparato.
- ¿Señora Hubbard?
- Oh, sí, señor Poirot. Ha sido usted muy amable al llamarme tan pronto. En realidad estaba muy...
Poirot la interrumpió:
- ¿Desde dónde me habla?
- Pues... desde la calle Hickory, desde luego. Oh, ya sé lo que quiere decir. Estoy en mi saloncito particular.
- ¿Hay alguna otra línea?
- Es ésta. El teléfono principal está abajo, en el recibidor.
- ¿Hay alguien en la casa que pueda escuchar?
- Todos los estudiantes están fuera a esta hora, y la cocinera ha salido a comprar. Geronimo, su marido, entiende apenas el inglés. Hay una mujer limpiando, pero es sorda y estoy segura de que no va a entretenerse en escuchar lo que hablamos.
- Muy bien; entonces, puedo hablar con libertad. ¿Por casualidad dan ustedes conferencias, o pasan películas por las noches? ¿O alguna otra clase de entretenimientos?
- Tenemos alguna conferencia de vez en cuando. La señorita Baltrout, la exploradora, vino no hace mucho con sus vistas de paisajes en color. Y recibimos una llamada de las Misiones del Lejano Oriente, aunque me temo que la mayoría de estudiantes salieron aquella noche.
- Ah. Entonces esta noche anuncie que Hercules Poirot, el jefe de su hermana, atendiendo a sus ruegos, acudirá para exponerles algunos de sus casos más interesantes.
- Es usted muy amable. Pero, ¿usted cree ...?
- No es cuestión de creer o no creer... ¡Estoy seguro!


II


Aquella noche, los estudiantes, al entrar en el salón, encontraron una nota en la pizarra de anuncios que estaba detrás de la puerta.
Monsieur Hercules Poirot, el célebre detective particular, ha tenido la gentileza de acceder a dar una charla esta noche sobre la teoría y práctica de detectivismo efectivo, en la que presentará algunos casos de criminales famosos.
Los estudiantes, a medida que iban regresando, hacían sus comentarios.
«¿Quién es ese detective?» «Nunca le oí nombrar.»
«¡Oh!, yo sí.»
«Hubo un hombre condenado a muerte por el asesinato de una mujer de las que van a limpiar a las casas y este detective le libertó en el último momento, descubriendo al verdadero culpable.»
«Yo no lo recuerdo.»
«Creo que será divertido.»
«A mí no es que me atraiga eso, pero no niego que debe resultar interesante poder interrogar a un hombre que ha estado relacionado tan de cerca con delincuentes.»
La cena fue servida a las siete y media y casi todos los estudiantes estaban ya sentados cuando la señora Hubbard bajó de un saloncito, donde se le había servido una copa de jerez al distinguido invitado, seguida de un hombrecillo de corta estatura, sospechosos cabellos negros, y un bigote de proporciones extraordinarias que retorcía con aire satisfecho.
- Éstos son algunos de nuestros estudiantes, señor Poirot. Les presento al señor Poirot, que va a tener la gentileza de hablar para ustedes después de la cena.
Se cambiaron saludos y Poirot se sentó al lado de la señora Hubbard, absorbiéndose en la tarea de no manchar su bigote con la excelente minestrone que fue servida por un activo criado italiano, portador de una enorme sopera, que depositó encima de una mesita auxiliar. Luego siguió un plato caliente de spaghetti, y albóndigas, y fue entonces cuando una joven sentada a la derecha de Poirot le dirigió la palabra tímidamente.
- ¿De veras trabaja para usted la hermana de la señora Hubbard?
Poirot se volvió hacia ella.
- Pues sí. La señorita Lemon es mi secretaria desde hace muchos años. Es la mujer más servicial que conozco, y algunas veces la temo.
- Oh, ya. Me preguntaba...
- ¿Qué es lo que se preguntaba, mademoiselle?
Y le sonrió con aire paternal en tanto que mentalmente iba tomando notas.
«Bonita, preocupada, de mentalidad no muy rápida, asustadiza...»
- ¿Puedo saber su nombre y lo que estudia? - le preguntó.
- Me llamo Celia Austin, y no estudio. Trabajo en el dispensario del Hospital de Santa Catalina.
- Ah, ¿y resulta interesante su trabajo?
- Pues. .. no sé... tal vez sí. - Parecía poco convencida.
- ¿Y de los de aquí? ¿Podría decirme algo de ellos?
Tenía entendido que ésta era una Residencia para Estudiantes Extranjeros; pero la mayoría parecen ingleses.
- Algunos de los extranjeros no están ahora aquí. El señor Chandra Lal y el señor Gopal Ram...  son indios... y la señorita Reinjeer, alemana... y el señor Achmed Alí, que es de nacionalidad egipcia y a quien le agrada extraordinariamente la política.
- Y éstos, ¿quiénes son? Hábleme de ellos.
- Pues, sentado a la izquierda de la señorita Hubbard está Nigel Chapman. Un estudiante de Historia Medieval e Italiana en la Universidad de Londres. Luego sigue Patricia Lane, que está a su lado y lleva lentes. Piensa diplomarse en Arqueología. El pelirrojo es Len Bateson, futuro médico, y la joven morena es Valerie Hobhouse, que trabaja en un salón de belleza. A su lado se sienta Colin Macnabb... que está haciendo, un cursillo de psicología para doctorarse.
Hubo un ligero cambio de su voz al describir a Colin. Poirot la observó viendo que se había sonrojado, y se dijo para sus adentros:
«Vaya... está enamorada y no sabe disimularlo.» También observó que el joven Macnabb no la miraba nunca desde el otro lado de la mesa, y parecía muy enfrascado en la conversación que sostenía con una risueña jovencita pelirroja sentada junto a él.
- Es Sally Finch, Americana... vino aquí gracias una beca que ganó en Fullbright.  Luego sigue Geneviéve Maricaud, que estudia inglés, igual que René Halle, que está a su lado. Esa rubia menuda es Jean Tomlinson... también trabaja en Santa Catalina. Es fisioterapeuta. El negro es Akibombo... vino del África Occidental y es muy simpático. Luego sigue Elizabeth Johnston, es de Jamaica y estudia leyes, y junto a nosotros y a mi derecha hay dos estudiantes turcos que llegaron hace una semana. Apenas saben nada de inglés.
- Gracias. ¿Y se llevan bien entre ustedes, o tienen desavenencias?
La ligereza de su tono restó importancia a sus palabras.
- Oh, en realidad estamos demasiado ocupados para pelearnos - repuso Celia -, aunque...
- ¿Aunque qué, señorita Austin?
- Pues que... Nigel... el que está al lado de la señora Hubbard, disfruta pinchando a la gente y haciéndoles enfadar. Y Len Bateson se enfada. Algunas veces se pone furioso, pero en realidad es muy simpático.
- ¿Y Colin Macnabb... se enfada también?
- Oh, no. Colin se limita a enarcar las cejas e incluso le divierte.
- Ya. ¿Y las señoritas, se pelean?
- Oh, no, nos llevamos muy bien. Geneviéve se ofende algunas veces. Creo que los franceses son muy susceptibles... oh, quiero decir... Perdone... Celia era la viva imagen de la confusión.
- Yo soy belga - replicó Poirot con aire solemne, y continuó antes de que Celia recobrara el dominio de sí misma-  ¿Qué quiso decir, señorita Austin, cuando inquirió:
- ¿Me preguntaba? ¿Qué es lo que se preguntaba usted?
- Oh... nada... nada de particular... sólo que hemos tenido algunas bromas tontas, últimamente... y pensé que la señora Hubbard... Pero en realidad es una tontería. No quise decir nada.
Poirot no insistió, y volviéndose hacia la señora Hubbard se enfrascó en una conversación en la que también tomó parte Nigel Chapman diciendo que el crimen era una forma del arte creativo... y que los enemigos de la sociedad eran los policías que ingresaban en el cuerpo sólo a causa de su secreto sadismo.
A Poirot le divirtió observar que la joven de los lentes, de unos treinta y cinco años, que estaba a su lado trataba desesperadamente de explicar sus comentarios a medida que él los iba haciendo. Nigel, sin embargo, no le hizo el menor caso.
La señora Hubbard les miraba con benevolencia.
- Todos los jóvenes de hoy en día no piensan más que en política o en psicología - dijo -. En mi juventud éramos mucho más alegres. Bailábamos. Si enrollaran la alfombra de salón tendrían una buena pista, y podrían bailar con la música de la radio, pero nunca lo hacen.
Celia rió, diciendo intencionadamente:
- Pero tú solías bailar, Nigel. Yo misma he bailado contigo una vez, aunque no espero que en este momento lo recuerdes.
- ¿Qué tú has bailado conmigo? - - dijo Nigel con incredulidad -. ¿Dónde?
- En Cambridge... por Pascua.
- ¡Oh, Pascua! - Nigel alejó de un manotazo las tonterías de su juventud -. Hay que pasar esa fase de la adolescencia, pero, gracias a Dios, eso termina pronto.
Nigel no tendría mucho más de veinticinco años y Poirot tuvo que esconder una sonrisa detrás de su distinguido bigote.
Patricia Lane dijo con ansiedad:
- Comprenda, señora Hubbard; ¡hay tanto que estudiar! Entre las conferencias y los apuntes no queda tiempo para nada que no tenga valor real.
- Bueno, querida, sólo se es joven una vez - replicó la señora Hubbard.
Un pastel de chocolate siguió a los spaghetti y luego pasaron todos al salón, donde fue servido el café. Poirot se dispuso a hablar. Los dos turcos se excusaron cortésmente y los demás se sentaron en actitud expectante.
Poirot se puso en pie y habló con su aplomo acostumbrado. El sonido de su propia voz le resultaba siempre agradable, y por espacio de tres cuartos de hora estuvo disertando en tono brillante y divertido, recalcando las experiencias propias de un modo un tanto exagerado, pero agradable. Si quiso insinuar que era una especie de... charlatán... no se notó demasiado.
- Así que, como les digo - terminó -, me acuerdo de un fabricante de jabones que conocí en Lieja, que envenenaba poco a poco a su esposa para poder casarse con su rubia secretaria. Se lo insinué muy por encima, pero en el acto conseguí que reaccionara, y me entregó el dinero robado que yo acababa de recuperar para él. Se puso muy pálido y vi el terror reflejado en su rostro. «Entregaré este dinero a los pobres», le dije. «Haga, usted lo que quiera con él.» Y entonces le anuncié muy significativamente: «Le aconsejo que ande con mucho cuidado, monsieur.» Asintió en silencio y al salir vi que se enjugaba la frente. Se había llevado un gran susto y yo... le había salvado la vida. Porque aunque esté trastornado por su rubia secretaria, ya no intentará envenenar a su esposa estúpida y antipática. Prevenir es mejor que curar; y nosotros deseamos prevenir los crímenes... y no esperar a que hayan sido cometidos.
E inclinándose extendió las manos.
- Bueno, ya les he aburrido bastante.
Los estudiantes aplaudieron con entusiasmo; Poirot se inclinó, y cuando ya iba a sentarse, Colin Macnabb, quitándose la pipa de entre los dientes, exclamó:
- ¡Y ahora, tal vez quiera explicarnos para qué ha venido aquí en realidad!
Hubo un silencio expectante y luego Patricia dijo en tono de reproche:
- Colin..
- Bueno, todos nos lo figuramos, ¿no es cierto? - Miró en derredor suyo -. El señor Poirot nos ha dado una charla muy amena, pero no es a eso a lo que ha venido, sino a trabajar. ¿Usted cree realmente que no nos hemos dado cuenta, señor Poirot?
- Habla por ti mismo, Colin - dijo Sally.
- Pero es cierto, ¿no? - replicó el aludido.
Y de nuevo Poirot extendió sus manos en un gracioso gesto comprensivo.
- Admito que mi amable anfitriona me ha confiado ciertos sucesos que la han... preocupado - dijo.
Len Bateson se puso. en pie con rostro sombrío y truculento.
- Oiga - exclamó -, ¿qué es todo esto? ¿Es que nos lo atribuye a nosotros?
- ¿Ahora te das cuenta, Bateson? - preguntó Nigel en tono amable.
Celia, asustada, contuvo el aliento y dijo:
- ¡Entonces tenía razón!
La señora Hubbard habló refiriéndose al particular, con decisión y autoridad.
- Yo le pedí al señor Poirot que nos diera una charla, pero también quería pedirle consejo acerca de algunas cosas que han ocurrido últimamente. Había que hacer algo y me pareció que la otra alternativa era... la policía.
Entonces se armó un gran alboroto. Geneviéve empezó a hablar acaloradamente en francés. «Era una vergüenza, un desastre, avisar a la policía.» Y otras voces se unieron a la suya para apoyarla o contradecirla. Al fin la voz de Leonard Bateson se elevó por encima de las otras autoritariamente:
- Oigamos lo que dice el señor Poirot acerca de nuestro problema.
La señora Hubbard explicó:
- He contado al señor Poirot todo lo ocurrido. Si desea hacer alguna pregunta estoy segura de que ninguno de ustedes tendrá inconveniente en contestarla.
Poirot se inclinó cortésmente.
- Gracias. - Y con el aire de un malabarista sacó un par de zapatos de noche que entregó a Sally Finch.
- ¿Son suyos... mademoiselle?
- Pues... sí... ¿los dos? ¿De dónde ha salido el que había desaparecido?
- Pues del Departamento de Objetos Perdidos del puesto de policía de la calle Baker.
- ¿Pero qué le hizo pensar que pudiera estar allí, monsieur Poirot?
- Un simple proceso deductivo. Alguien coge un zapato de su habitación, mademoiselle. ¿Por qué? No será para ponérselo, ni para venderlo. Y puesto que la casa será registrada por todos para tratar de encontrarlo, el zapato debe salir de la casa o ser destruido. Pero no es tan sencillo destruir un zapato. Lo más fácil es tomar un tren o un autobús en las horas de más aglomeración y arrojarlo envuelto en un papel debajo de un asiento. Eso es lo que supuse y que resultó ser cierto... de modo que supe que pisaba terreno firme... el zapato fue robado, como dijo un poeta, «para fastidiar, porque sabe que eso molesta».
Valerie lanzó una breve carcajada.
- Esto te señala a ti con dedo infalible, querido Nigel.
- Tonterías - dijo Sally -. Nigel no cogió mi zapato.
- Claro que no - intervino Patricia enojada -. Es una idea absurda.
- Yo no la consideraría absurda - repuso Nigel -. Aunque yo no hice nada de eso... como no dudo que diremos todos.
Fue como si Poirot hubiera estado esperando aquellas precisas palabras. Sus ojos se posaron pensativos en el rostro enrojecido de Len Bateson y luego fueron observando a cada uno de los estudiantes.
- Mi posición es delicada - dijo al fin con un gesto -. Allí soy un huésped más. He venido atendiendo a una invitación de la señora Hubbard... a pasar una agradable velada, y eso es todo. Claro que además he devuelto un par de zapatos de noche a mademoiselle. En cuanto a lo demás... - hizo una pausa -. ¿Monsieur... Bateson?, sí, Bateson... me ha pedido que diera mi opinión acerca de este... problema. Pero sería una impertinencia por mi parte el hablar, a menos de ser invitado no por una sola persona, sino por todos ustedes.
Akibombo sacudió su negra y rizada cabeza en un gesto de vigoroso asentimiento.
- Ése es un procedimiento correcto, sí - dijo -. El verdadero procedimiento democrático es someter el caso a la votación de todos los presentes.
La voz dé Sally se alzó impaciente.
- Oh, no vale la pena - dijo -. Esto es una especie de reunión amistosa. Oigamos lo que nos aconseja el señor Poirot, sin más complicaciones.
- No puedo estar más de acuerdo contigo, Sally - replicó Nigel.
Poirot inclinó la cabeza.
- Muy bien - anunció -. Puesto que todos ustedes me lo piden, les diré que mi consejo es bien sencillo. La señora Hubbard... o mejor dicho, la señora Nicoletis... debiera llamar inmediatamente a la policía. No hay tiempo que perder.




CAPÍTULO V



No cabe duda de que la declaración de Poirot fue inesperada. No originó protestas ni comentarios, pero sí fue seguida de un silencio repentino y molesto. Aprovechando aquella parálisis momentánea, la señora Hubbard llevó al detective arriba a su saloncito particular, después de despedirse de todos con un correcto «Buenas noches».
La señora Hubbard encendió la luz, y tras cerrar la puerta rogó a monsieur Poirot que ocupara una butaca junto a la chimenea. Su rostro afable expresaba duda y ansiedad. Le ofreció un cigarrillo, que Poirot rehusó explicando que prefería los suyos, que a su vez le ofreció, mas ella le dijo distraída: «No fumo, señor Poirot.»
Y luego, al sentarse frente a él, exclamó tras un momento de vacilación:
- Me parece que tiene usted razón, señor Poirot. Tal vez debiéramos avisar a la policía... especialmente después de lo de la tinta. Pero hubiese preferido que no lo dijera... de ese modo.
- Ah. - repuso Poirot encendiendo uno de sus diminutos cigarrillos y contemplando las volutas de humo -. ¿Usted cree que debiera haber disimulado?
- Pues es consolador ser sincero y franco por encima de todas las cosas... Pero me parece que hubiera sido mejor mantenerlo en secreto, y avisar a un agente, a quien se lo hubiésemos explicado todo privadamente. Lo que quiero decir es que... quienquiera que haya estado haciendo esas estupideces... pues... ya está advertido.
- Tal vez sí.
- Yo diría que de seguro - replicó la señora Hubbard con cierta brusquedad -. ¡No hay tal vez que valga! Si ha sido uno de los criados o de los estudiantes que no estaban aquí, esta noche, la noticia llegará seguramente a sus oídos. Es lo que ocurre siempre.
- Cierto. Es lo que ocurre siempre.
- Y además está la señora Nicoletis. En realidad no sé qué actitud tomar. Con ella nunca se sabe...
- Será interesante descubrirlo.
- Desde luego no podemos hablar con la policía hasta el momento que ella nos autorice... Oh, ¿qué ocurre ahora?
Sonaron tres enérgicos golpes en la puerta, que fueron repetidos antes que la señora Hubbard dijera: «Adelante» en tono irritado. Al abrirse la puerta fue Colin Macnabb quien entró con la pipa entre los dientes y el entrecejo fruncido. Quitándose la pipa de la boca, y cerrando la puerta a sus espaldas, dijo:
- Ustedes me perdonarán, pero estaba impaciente por hablar con el señor Poirot.
- ¿Conmigo? - Poirot volvió la cabeza con aire inocente y sorprendido.
- Sí, con usted. - Colin habló ceñudo, y acercándose una silla bastante incómoda se sentó frente a Hercules Poirot.
- Esta noche nos ha dado usted una charla interesante - dijo con aire indulgente -. No niego que es usted un hombre de larga y variada experiencia, pero si me lo permite le diré que sus métodos y sus ideas están pasados de moda.
- Por favor, Colin - dijo la señora Hubbard, enrojeciendo -. Es usted muy poco amable.
- No es mi intención ofenderle, pero tengo que aclarar las cosas. Crimen y castigo, monsieur Poirot... hasta ahí se extiende su horizonte...
- Me parece una consecuencia natural - replicó el detective.
- Usted toma el punto de vista estrecho de la ley... y lo que es más, de la ley anticuada. Hoy en día, incluso la ley ha de adaptarse a las teorías más nuevas y modernas de las causas del crimen. Son las causas lo importante, monsieur Poirot.
- En eso - exclamó Poirot - y empleando una de sus modernas frases, no puedo estar más de acuerdo con usted.
- Entonces tendrá que considerar la causa de lo que ha estado ocurriendo en esta casa... y averiguar por qué fueron hechas estas cosas.
- Sigo estando de acuerdo con usted... sí, eso es lo más importante.
- Porque siempre existe una razón, que puede ser para el interesado una buena razón.
Al llegar a este punto, la señora Hubbard, incapaz de contenerse, exclamó en tono crispado:
- ¡Tonterías!
- Ahí es donde se equivoca - dijo Colin volviéndose ligeramente hacia ella -. Hay que tener en cuenta el fondo psicológico.
- ¡Qué disparate! - replicó la señora Hubbard -. ¡No aguanto esta clase de tonterías!
- Eso es porque no sabe usted nada de psicología, - dijo Colin en tono grave antes de volver de nuevo sus ojos hacia Poirot. - A mí me interesan estas cosas. En la actualidad estoy siguiendo un cursillo de psiquiatría y psicología, y nos encontramos con los casos más asombrosos y complicados, y lo que quiero hacer resaltar, monsieur Poirot, es que no debe considerar al criminal como una consecuencia del pecado criminal, o una malvada violencia de las leyes de un país. Tiene que comprender la raíz del mal para curar a un joven delincuente. Estas ideas eran desconocidas en sus tiempos y no me cabe duda de que le resultarán difíciles de aceptar...
- Un robo es un robo - intervino la señora Hubbard obstinadamente.
Colin frunció el ceño con impaciencia.
- Mis ideas serán sin duda anticuadas - dijo Poirot humildemente -, pero estoy dispuesto a escucharle, señor Macnabb.
- Eso está muy bien dicho, señor Poirot. Ahora trataré de explicarle este asunto con claridad, empleando términos sencillos.
- Gracias - replicó monsieur Poirot con la misma humildad.
- Empezaré por el par de zapatos que usted trajo esta noche y devolvió a Sally Finch. Como usted recordará, sólo robaron uno. Sólo uno.
- Recuerdo que me sorprendió ese detalle - dijo Hercules Poirot.
Colin Macnabb se inclinó hacia delante y sus facciones duras, aunque incorrectas, se iluminaron por el interés.
- Ah, pero usted no vio su significado. Es uno de los ejemplos bonitos y satisfactorios que uno puede desear. Nos hallamos ante un definido complejo de Cenicienta. Tal vez conozca usted el cuento de Cenicienta.
- De origen francés... mas oui.
- Cenicienta, la sirvienta sin sueldo, se queda sentada junto al hogar mientras sus hermanastras, con sus mejores galas, van al baile que da el Príncipe. Un Hada Madrina envía también a Cenicienta a la fiesta y, al dar la medianoche, su vestido se convierte en harapos... ella escapa apresuradamente, perdiendo uno de sus zapatos. De modo que aquí tenemos una mentalidad que se compara a sí misma con Cenicienta, sin caer en ello, por descontado... Tenemos un complejo de inferioridad, de fracaso, de envidia. La muchacha roba un zapato. ¿Por qué?
- ¿Una muchacha?
- Pues naturalmente. Eso está clarísimo para la inteligencia menos despejada - contestó Colin con aire reprobador.
- ¡Por favor, Colin! - - exclamó la señora Hubbard.
- Siga usted, se lo ruego - dijo Poirot cortésmente.
- Probablemente ella no sabe por qué lo hace... pero el deseo íntimo es evidente. Quiere ser la Princesa, ser reconocida por el Príncipe y reclamada por él. Otro factor significativo: el zapato robado pertenece a una joven atractiva que va a asistir a un baile.
La pipa de Colin se había apagado hacía rato y la blandía con creciente entusiasmo.
- Y ahora consideremos algunos de, los otros sucesos. La desaparición de una serie de cosas bonitas... todas ellas relacionadas con el atractivo femenino. Polvos compactos, lápiz para labios, pendientes,, una pulsera, una sortija... que tiene un doble significado. La chica quiere llamar la atención. Desea, si cabe, ser castigada... Ninguna de estas cosas constituye lo que llamaríamos un robo criminal. No es el valor del objeto lo que interesa. Igual que hacen las mujeres acomodadas cuando roban cosas en los almacenes.
- Tonterías - dijo la señora Hubbard en tono belicoso -. Algunas personas no son honradas; eso es lo que ocurre.
- No obstante, entre los objetos robados había un brillante de cierto valor – apostilló Poirot, haciendo caso omiso de la intervención de la señora Hubbard.
- Que fue devuelto.
- Y sin duda alguna, señor Macnabb, no me dirá usted que un estetoscopio pueda tener relación con el atractivo femenino...
- Tiene un profundo significado. Las mujeres que consideran deficiente el atractivo pueden encontrar una compensación en el estudio de una carrera.
- ¿Y el libro de cocina?
- Un símbolo de la agradable vida hogareña... el esposo y la familia.
- ¿Y el ácido bórico?
Colin replicó, irritado:
- Mi querido monsieur Poirot. ¡Nadie robaría ácido bórico! ¿Para qué?
- Eso es lo que yo me he preguntado. Debo confesar, señor Macnabb, que parece usted tener respuesta para todo. Explíqueme entonces el significado de la desaparición de unos pantalones viejos de franela... que, según tengo entendido, eran suyos.
Por primera vez Colin pareció desconcertado. Y luego de enrojecer aclaró su garganta.
- Podría explicarlo...  pero sería bastante complicado, y tal vez... sí... bastante violento.
- Oh, le ruego respetuosamente, disimule usted si me ruborizo...
E inclinándose hacia delante, Poirot dio una palmada en la rodilla del joven.
- Y la tinta vertida sobre los apuntes de otra estudiante, la bufanda de seda hecha jirones ¿No le preocupan todas esas cosas?
La complaciente seguridad de Colin sufrió un cambio repentino.
- Sí - replicó -. Créame que sí. Eso es serio. Debe ser sometida a tratamiento... inmediatamente. Pero a un tratamiento médico. No es un caso para la policía. La pobrecilla ni siquiera sabe lo que está ocurriendo. Está confundida. Si yo fuera...
Poirot le interrumpió.
- ¿Entonces sabe usted quién es?
- Pues tengo mis sospechas.
Poirot murmuró con el aire de quien está resumiendo:
- Una joven que no tiene éxito entre el otro sexo. Una joven tímida y afectuosa. Una muchacha cuyo cerebro tiene reacciones lentas... que se siente fracasada y sola. Una chica...
Llamaron a la puerta y Poirot se interrumpió. Volvieron a llamar.
- Adelante - dijo la señora Hubbard.
Se abrió la puerta para dar paso a Celia Austin.
- ¡Ah! - exclamó Poirot con una inclinación de cabeza. - Exactamente. La señorita Celia Austin.
Celia miró a Colin con ojos angustiosos.
- No sabía que estuvieras aquí - dijo conteniendo el aliento -. Venía... Venía...
Aspiró el aire con fuerza y corrió hacia la señora Hubbard.
- Por favor, no avise a la policía. He sido yo la que ha cogido esas cosas. No sé por qué. No puedo imaginarlo. Yo no quería. Es sólo... que sentía un impulso extraño. – Se volvió hacia Colin -. De modo que ya sabes cómo soy... y supongo que no volverás a dirigirme más la palabra. Sé que es horrible...
- Oh, nada de eso - exclamó Colin con voz cálida y amistosa -. Estás un poco confundida, nada más. Es sólo una especie de enfermedad que has tenido, por no ver las cosas con claridad. Si confías en mí, Celia, pronto te pondrás bien. Te lo aseguro.
- Oh, Colin... ¿de veras?
Celia le miró con adoración imposible de disimular.
- ¡He estado tan inquieta!
Él la cogió de la mano con aire ligeramente doctoral.
- Bueno, ya no necesitas preocuparte más. - Y poniéndose en pie, apoyó la mano de Celia en su brazo y miró con aire severo a la señora Hubbard.
- Espero que ahora no se hablará más de dar parte a la policía - dijo -. No se ha robado nada de verdadero valor y Celia lo devolverá.
- No puedo devolver la pulsera ni los polvos compactos - confesó Celia, inquieta -.
Los tiré por una alcantarilla. Pero compraré otros nuevos.
- ¿Y el estetoscopio? - preguntó Poirot -. ¿Dónde lo dejó?
Celia enrojeció.
- Yo no lo cogí, ¿Para qué iba a querer un estetoscopio? - Su rubor se acentuó -. Ni tampoco fui yo quien vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth. Yo nunca hubiera hecho una... cosa tan malvada.
- No obstante, usted hizo pedazos la bufanda de la señorita Hobhouse, mademoiselle.
- Eso fue distinto. Quiero decir... que a Valerie no le importaba.
- ¿Y la mochila?
- Oh, yo no la hice pedazos. Eso fue un rapto de furor.
Poirot cogió la lista que había copiado de la libreta de notas de la señora Hubbard.
- Dígame - le apremió -, y esta vez procure decir la verdad. ¿De la desaparición de qué cosas es o no usted responsable?
Celia miró la lista de objetos desaparecidos y su respuesta no se hizo esperar.
- No sé nada de la mochila, ni de las bombillas, ni del ácido bórico, ni de las sales de baño, y en cuanto al anillo fue sólo una equivocación. Cuando me di cuenta de que era bueno lo devolví.
- Ya.
- Porque yo no quería robar. Sólo...
- ¿ Sólo qué?
En los ojos de Celia apareció visiblemente una expresión cansada.
- No lo sé... la verdad. Estoy confundida.
Colin intervino con ademán imperioso.
- Le agradeceré que no la interrogue. Le prometo que no habrá reincidencia en este asunto, y desde ahora me hago responsable de ella.
- ¡Oh, Colin, qué bueno eres conmigo!
- Me gustaría que me contaras muchas cosas de ti, Celia. De tu infancia, por ejemplo. ¿Se llevaban bien padre y tu madre?
- Oh, no, era horrible... en casa...
- Exacto. Y...
La señora Hubbard, intervino con voz autoritaria.
- ¡Basta! Celia, celebro que haya confesado. Ha causado usted muchas preocupaciones e inquietudes, debiera avergonzarse de sí misma. Pero le diré una cosa. Que acepto su palabra de que no vertió deliberadamente la tinta sobre los apuntes de Elizabeth. No la creo capaz de una cosa así. Ahora váyanse los dos. Usted y Colin. Ya les he visto bastante por esta noche.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, la señorita Hubbard exhaló un profundo suspiro.
- Bueno - dijo -. ¿Qué le parece esto?
A Poirot le brillaron los ojos al decir:
- Creo que hemos asistido a una escena de amor al estilo moderno.
La señora Hubbard lanzó una exclamación desaprobadora.
¡Le temps, amours! - murmuró Poirot. - En mis tiempos los jóvenes prestaban a las muchachas libros teológicos o discutían acerca del Pájaro Azul, de Maeterlink. Todo eran sentimientos e ideales elevados. Hoy en día son las vidas desequilibradas y los complejos los que unen a un hombre y una mujer.
- Eso son tonterías... - dijo la señora Hubbard.
Poirot discrepó.
- No, todo no son tonterías. Los principios fundamentales son bastante sensatos... pero cuando se es un joven investigador, impaciente como Colin no se ve nada, más que complejos y la desdichada vida del hogar de la víctima.
- El padre de Celia murió cuando ella tenía cuatro años - explicó la señora Hubbard -. Pero tuvo una niñez muy agradable, con una madre simpática, aunque algo estúpida.
- ¡Ah, pero es lo bastante lista para no decírselo al joven Macnabb! Le dirá todo lo que él desea oír. Está tan enamorada...
- ¿Cree usted todo esto, señor Poirot?
- No creo que Celia tenga complejo de Cenicienta ni que robe las cosas sin darse cuenta, pero sí que corrió el riesgo de apoderarse de cosillas sin importancia con objeto de atraer la atención del vehemente Colin Macnabb, en cuya empresa ha salido vencedora. De haber continuado siendo una muchacha vulgar y tímida nunca le hubiera mirado siquiera. En mi opinión - dijo Poirot -, una chica tiene derecho a poner en práctica recursos desesperados para pescar a un hombre.
- Yo no hubiera dicho que tuviera inteligencia para tramar todo eso - replicó la señora Hubbard.
Poirot no contestó, limitándose a fruncir el entrecejo mientras la señora Hubbard continuaba:
- ¡De modo que todo ha sido agua de borrajas!. Le ruego me disculpe, monsieur Poirot, por haberle hecho perder el tiempo en un asunto tan trivial. De todas formas: «Todo está bien, si acaba bien.»
- No, no. - Poirot sacudió la cabeza -. No creo que hayamos terminado todavía.
- Hemos aclarado lo más trivial, pero hay cosas que todavía no tienen explicación y yo tengo la impresión de que aquí hay algo serio... realmente serio.
El rostro de la señora Hubbard volvió a ensombrecerse.
- Oh, señor Poirot, ¿lo cree usted de veras?
- Ésa es mi impresión... Me pregunto, madame, si podría hablar con la señorita Patricia Lane. Me gustaría examinar el anillo que le fue robado.
- Desde luego, señor Poirot. Iré abajo y se la enviaré. Quiero hablar con Len Bateson de cierto asunto.
Patricia Lane acudió poco después con actitud interrogante.
- Siento molestarla, señorita Lane.
- Oh, no tiene importancia. No estaba ocupada. La señora Hubbard me dijo que deseaba usted ver de cerca mi sortija.
Y quitándosela de su dedo se la entregó.
- Es un brillante bastante grande, pero desde luego la montura es anticuada. Fue el anillo de prometida de mi madre.
Poirot, que lo estaba examinando, asintió.
- ¿Vive aún su madre?
- No. Mis padres murieron.
- ¡Qué pena!
- Sí. Los dos eran muy buenos, pero no sé por qué nunca estuve lo unida a ellos que debiera. Una lamenta después estas cosas. Mi padre hubiera deseado una hija hermosa y frívola, a la que le gustaran los trajes y las fiestas de sociedad. Tuvo una gran decepción cuando yo decidí estudiar arqueología.
- ¿Siempre fue usted tan seria?
- Creo que sí. La vida es tan corta que una debe hacer algo que merezca la pena.
Poirot la contempló pensativo. Patricia Lane debía de haber cumplido los treinta, y fuera de un ligero toque de carmín en sus labios, aplicado con descuido, no iba maquillada. Sus cabellos color ratón estaban peinados hacia atrás sin el menor artificio y sus ojos azules y agradables miraban seriamente a través de los cristales.
«No tiene el menor atractivo, mon Dieu – se dijo el detective con pesar para sus adentros -. ¡Y sus ropas! ¿Qué es lo que dicen? Como si las hubieran arrastrado por encima de las zarzas. Ma foi, eso es a mi parecer lo que expresan exactamente.» Poirot la desaprobaba. El acento bien educado de Patricia le pareció insoportable. «Es inteligente y culta - se dijo -, y cada año se irá volviendo más cargante. Antiguamente...
- Su memoria volvió por un momento a recordar a la condesa Vera Rossakoff -. ¡Qué exótico esplendor tenía... aun en la decadencia! Estas muchachas de hoy en día... Pero eso es porque me estoy haciendo viejo. Incluso esta joven excelente puede parecer una auténtica Venus a algún hombre. Aunque lo dudo.»
Patricia estaba diciendo:
- Estoy realmente sorprendida por lo que le ha ocurrido a Bess... a la señorita Johnston. El haber utilizado tinta verde parece un intento deliberado de culpar a Nigel, pero le aseguro, señor Poirot, que Nigel no haría nunca una cosa así tan abominable.
- Poirot la miró con más interés. Había enrojecido y parecía hablar con vehemencia.
- No es fácil comprender a Nigel - decía con el mismo interés -. Ha tenido una niñez muy difícil.
- ¡Mon Dieu, otra más!
- ¿Cómo dice?
- Nada. Decía usted...
- Que Nigel ha tenido dificultades, y siempre tuvo la tendencia a rebelarse contra cualquier autoridad. Es muy inteligente... de una mentalidad brillante, pero debo admitir que algunas veces su comportamiento no resulta acertado. Es despectivo... ¿comprende? Y demasiado rencoroso para explicarse o defenderse. Aunque todos los de esta casa pensásemos que él vertió la tinta, no lo negaría, limitándose a decir: «Que piensen lo que quieran.» Y esa actitud es una tontería.
- Desde luego puede ser mal interpretada.
- Creo que es una especie de orgullo, ya que siempre ha sido un incomprendido.
- ¿Hace muchos años que le conoce?
- No, sólo hará cosa de un año. Nos conocimos en un viaje por los castillos del Loira.
Cogió una gripe que degeneró en pulmonía y yo fui su enfermera durante toda la enfermedad. Es muy delicado, y no cuida lo más mínimo su salud. En ciertos aspectos, a pesar de ser tan independiente, necesita que le cuiden como a un chiquillo. En realidad necesita alguien que se encargue de él.
Poirot suspiró. De pronto se sintió muy cansado del amor... Primero Celia con sus miradas de adoración. Y ahora allí estaba Patricia con la vehemencia de una madonna.
Admitía que debía haber amor y que la juventud tiene que conocerse y aparejarse, pero él, Poirot, había pasado ya aquella fase, a Dios gracias. Se puso en pie.
- ¿Me permite que retenga su anillo, señorita? Se lo devolveré mañana sin falta.
- Desde luego, si es ése su deseo - repuso Patricia bastante sorprendida.
- Es usted muy amable. Y por favor, mademoiselle, tenga cuidado.
- ¿Cuidado? ¿Cuidado por qué?
- Ojalá lo supiera - repuso Hercules Poirot.




CAPÍTULO VI



El día siguiente resultó exasperante para la señora Hubbard en todos los aspectos, a pesar de haberse despertado con una considerable sensación de alivio. La duda inquietante de los últimos acontecimientos había sido aclarada por fin, siendo la responsable una jovencita tonta que quiso comportarse según el estilo moderno (que la señora Hubbard no soportaba), y de ahora en adelante volvería a reinar el orden.
Cuando bajaba a desayunar llena de esta seguridad reconfortante, la señora Hubbard vio amenazada su reciente paz. Los estudiantes escogieron aquella mañana para mostrarse especialmente cargantes, cada uno a su manera.
El señor Chandra Lal, que se había enterado del sabotaje de los apuntes de Elizabeth, estaba muy excitado.
- Es la opresión - exclamó -. La opresión deliberada de las razas nativas. Reserva y prejuicios, prejuicios raciales. Aquí tenemos un ejemplo clarísimo.
- Vamos, señor Chandra Lal - replicó la señora Hubbard tajantemente -. No tiene usted derecho, a decir eso. Nadie sabe quién lo hizo ni por qué.
- Oh, pero, señora Hubbard, creí que Celia había ido a verla para confesarlo todo - dijo Jean Tomlinson -. Yo lo consideré magnífico por su parte, y debemos ser todos muy amables con ella.
- ¿Es que tienes que ser siempre tan adulador, Sean? - preguntó Valerie Hobhouse enfadada.
- Creo que no haces bien en decir eso.
- Vamos intervino Nigel estremeciéndose -. ¡Qué término tan revolucionario!
- No veo por qué. El grupo de Oxford lo emplea y...
- ¡Oh!, por amor de Dios, ¿es que hemos de oír hablar del grupo de Oxford hasta en la hora del desayuno?
- ¿Qué ocurre, Ma? ¿Dice que fue Celia la que tomó esas cosas? ¿Es por eso que no baja a desayunar?
- Por favor, yo no comprendo absolutamente nada - dijo Akibombo.
Y nadie se lo aclaró, puesto que todos estaban demasiado ocupados en hacer sus propias preguntas y comentarios.
- Pobrecilla - continuó Len Bateson -. ¿Es que andaba algo apurada de dinero?
- ¿Sabe? A mí no me sorprende mucho - dijo Sally despacio -. Siempre tuve la impresión...
- ¿Te atreves a decir que fue Celia la que vertió tinta en mis apuntes? – Elizabeth Johnston le miraba con asombro -. Me parece absurdo e increíble.
- Celia no manchó de tinta sus trabajos, señor - intervino la señora Hubbard -. Y quisiera que dejaran de discutir sobre esto. Mi intención era explicárselo todo tranquilamente más tarde, pero...
- Pero Jean estaba escuchando. Por casualidad iba a...
- Vamos, Bess - exclamó Nigel -. Tú sabes muy bien quién volcó el tintero. Yo, el malo de Nigel, cogí mi tinta verde y la vertí sobre los apuntes.
- No es cierto. ¡Está mintiendo! ¡Oh, Nigel! ¿Cómo puedes ser tan estúpido?
- Trato de ser noble y protegerte, Pat. ¿Quién cogió mi tinta ayer mañana? Fuiste tú.
- Por favor, no entiendo nada - asintió Akibombo.
- Ni quieras entenderlo - le dijo Sally -. Yo en tu lugar no me metería en eso.
Chandra Lal se puso en pie.
- ¿No pregunta usted por qué existen los Mau Mau, o por qué Egipto se ha ofendido por lo del Canal de Suez?
- ¡Al diablo! - estalló Nigel, dejando violentamente su taza encima del plato -. Primero el grupo de Oxford, y ahora política. ¡A la hora del desayuno! ¡Me marcho!
Y apartando su silla con energía abandonó la estancia.
- Sopla un viento muy frío. Ponte el abrigo - le gritó Patricia corriendo tras él.
- Cock, cock, cock - le remedó Valerie, burlona -. No tardará en echar plumas.
Geneviéve, la joven francesa, cuyo inglés no era todavía lo bastante bueno como para comprender las frases rápidas, había estado escuchando las explicaciones que musitaba a su oído su amigo René, y ahora empezó a hablar en francés a toda prisa mientras su voz se iba elevando de tono.
- ¿Comment done? ¿C'est cette petite qui m'a volé mon compact? ¡Ah, par exemple! J'irais a la police. Je ne supporterais pas une pareille...
Colin Macnabb, que llevaba algún tiempo intentando hacerse oír sin conseguirlo, abandonó su actitud comedida y descargando el puño con fuerza sobre la mesa impuso silencio a todos. El tarro de mermelada cayó al suelo y se hizo añicos.
- Callaos todos y dejadme hablar. ¡Nunca vi tanta ignorancia y falta de caridad! ¿Es que ninguno de vosotros tiene la menor noción de psicología? Os aseguro que esa chica no tiene la culpa. Ha sufrido una serie de crisis emocionales y necesita ser tratada con la mayor simpatía y cuidado... o de lo contrario puede quedar perjudicada para toda la vida. Os lo advierto... lo que ella necesita es mucha comprensión.
- Pero al fin y al cabo - replicó Jean con voz clara -, aunque estoy de acuerdo contigo en lo de ser amable con ella no podemos olvidar ciertas cosas, ¿no te parece? Me refiero a los robos.
- Robos - repitió Colin -. ¡Si eso no fue robar! ¡Bah! Me ponéis fuera de mí...
- Es un caso interesante, ¿verdad, Colin? - dijo Valerie con una sonrisa.
- Para quien le interesan los procesos mentales, sí.
- Claro que a mí no me quitó nada... - empezó a decir Jean -, pero creo que...
- No, a ti no te quitó nada - replicó Colin volviéndose hacia ella con el entrecejo fruncido -. Y si tuvieras la más ligera idea de lo que eso significa, no estarías tan satisfecha.
- La verdad, no comprendo...
- Oh, vamos, Jean - intervino Len Bateson -. Dejémonos de discusiones. Voy a llegar tarde y tú también. Anda, vente conmigo.
- Decidle a Celia que se anime - dijo él por encima del hombro.
- Yo quisiera hacer una protesta formal - dijo Chandra Lal -. Me quitaron el ácido bórico que tan necesario es para mis ojos fatigados por el estudio.
- Usted también va a llegar tarde, señor Chandra Lal - le dijo la señora Hubbard con decisión.
- Mi profesor no suele ser muy puntual - repuso Chandra Lal dirigiéndose, no obstante, hacia la puerta -. Y también se muestra irritado y poco razonable cuando le hago preguntas inquisidoras.
- Mais il faut qu'elle me la rende, cette compacte - dijo Geneviéve.
- Tienes que hablar inglés, Geneviéve... nunca aprenderás si vuelves al francés cada vez que te excitas. La cena del domingo entra en la presente semana y todavía no me la has pagado.
- ¡Ah!, ahora no tengo aquí el bolso. Esta noche... Viens, René, nous serons en retard.
- Por favor - dijo Akibombo mirando a su alrededor con aire suplicante -. No entiendo nada.
- Vamos, Akibombo - le dijo Sally -. Yo te contaré todo lo que ocurre camino del Instituto.
Y tras dirigir una mirada de aliento a la señora Hubbard arrastró a Akibombo fuera de la habitación.
- Dios mío - exclamó la señora Hubbard suspirando profundamente -. ¿Por qué aceptaría este empleo?
Valerie, que era la única que quedaba, le sonrió con afecto.
- No se preocupe, Ma - le dijo -. ¡Lo bueno es que se haya descubierto todo! Todo el mundo empezaba a ponerse nervioso.
- Debo confesar que me ha sorprendido.
- ¿El que haya sido Celia?
- Sí. ¿A usted no?
Valerie repuso con expresión ausente:
- En realidad debiera haberlo supuesto.
- ¿Es que lo imaginaba?
- Pues una o dos cosas me hicieron cavilar. De todas formas ahora tiene situado a Colin en el lugar que ella quería.
- Sí, pero no puedo dejar de pensar que hizo mal.
- No puede conquistarse a un hombre con un revólver - rió Valerie -. Pero fingirse cleptómana, ¿no es un buen truco? No se preocupe, Ma. Y, por amor de Dios, que Celia devuelva los polvos compactos a Geneviéve, o de otro modo no volveremos a tener paz durante las comidas.
La señora Hubbard exhaló un profundo suspiro.
- Nigel ha roto su plato y el tarro de mermelada.
- Vaya una mañana infernal, ¿verdad? - dijo Valerie antes de salir, y la señora Hubbard la oyó decir alegremente en el recibidor:
- Buenos días, Celia. No hay moros en la costa. Todos lo saben y todo se olvidará... por orden de la pía Jean. Y en cuanto a Colin, ha estado rugiendo como un león para defenderte.
Celia entró en el comedor con los ojos enrojecidos por el llanto.
- Buenos días, señora Hubbard.
- Baja usted muy tarde, Celia. Buenos días. El café está frío y no le han dejado mucho que comer.
- No quise encontrarme con los demás.
- Eso me figuré, pero ha de verles pronto o tarde.
- Oh, sí. Lo sé. Pero pensé que sería más fácil... por la noche. Y desde luego no puedo quedarme aquí. Me marcharé a fines de semana.
La señora Hubbard frunció el ceño.
- No creo que sea necesario. Debe esperar que estén un tanto molestos... es natural... pero en conjunto son todos generosos y saben perdonar. Claro que tendrá que reparar cuanto antes lo hecho.
Celia la interrumpió, apremiante:
- Oh, sí. Aquí tengo mi talonario de cheques. Es una de las cosas que quería decirle.
- Y le mostró un sobre que llevaba en la mano y que contenía el talonario -. Le había puesto unas letras por si no la encontraba al bajar para decirle cuánto lo sentía, y mi intención era llenar un cheque para que usted lo arreglara todo, pero mi pluma no tenía tinta.
- Tendremos que hacer una lista.
- La hice ya... hasta donde es posible. Pero no sé si comprar las cosas o darles el dinero.
- Lo pensaré. Es difícil decidirlo así de pronto.
- Oh, pero déjeme que le entregue un cheque ahora. Me sentiré mucho mejor.
Estaba a punto de responder: «¿De veras? ¿Y por qué va a sentirse mejor?», mas la señora Hubbard reflexionó que lo mejor era resolverlo por aquel medio, puesto que los estudiantes andaban siempre cortos de dinero. Y así también se aplacaría Geneviéve, quien de otro modo podría traer complicaciones con la señora Nicoletis. (Y ya tenían bastante tal como estaban las cosas).
- Muy bien - dijo repasando la lista de objetos -. Es un trabajo bastante difícil calcular exactamente lo que costará.
Celia replicó:
- Le daré un cheque por la cantidad aproximada que usted diga, y luego me devuelve lo que sobre, o yo añadiré lo que haga falta.
- Muy bien. - La señora Hubbard mencionó una cifra que ella consideró daría amplio margen a los gastos y Celia no puso el menor reparo, disponiéndose a abrir el talonario de cheques.
- ¡Oh! mi pluma está vacía. - Se acercó a los estantes donde había algunos objetos pertenecientes a los estudiantes -. ¡Aquí no hay más tinta que la de Nigel! Esa horrible tinta verde. ¡Oh!, la utilizaré. A Nigel no le importará. Tengo que acordarme de comprar una botella hoy cuando salga.
Y una vez hubo llenado su pluma volvió para firmar el cheque, y al entregárselo a la señora Hubbard miró su reloj de pulsera.
- Llegaré tarde. Será mejor que no me entretenga desayunando.
- Debe tomar algo, Celia... aunque sólo sea un poco de pan con mantequilla... no es bueno salir con el estómago vacío. Sí, ¿qué ocurre?
Geronimo, el criado italiano, había entrado en el comedor haciendo extraños gestos con sus manos mientras su rostro adquiría una expresión muy cómica.
- La patrona acaba de llegar y desea verla. - Y agregó con un gesto final-: Está furiosa.
- Enseguida voy.
La señora Nicoletis se paseaba muy nerviosa de un lado a otro de su habitación.
La señora Hubbard salió de la estancia en tanto que Celia se apresuraba a cortar un pedazo de pan.
- ¿Qué es lo que he oído? - exclamó -. ¿Que ha avisado usted a la policía... sin decirme palabra? ¿Quién se ha creído que es? ¡Cielos! ¿Quién se ha creído que es?
- Yo no he avisado a la policía.
- Miente.
- Vamos, señora Nicoletis, no puede hablarme así.
- ¡Oh, no! ¡Por supuesto que no! Soy yo la que está equivocada, usted no. Siempre soy yo. Todo lo que usted hace es perfecto. La policía en mi casa, tan respetable...
- No sería la primera vez - dijo la señora Hubbard recordando algunos incidentes desagradables -. Recuerde aquel estudiante antillano a quien buscaban por vivir a expensas de una mujer, y el joven agitador que se alojó aquí con nombre falso... y...
- ¡Ah! ¿Es que me lo va a echar en cara? ¿Es culpa mía que la gente mienta y falsifique sus documentos y que la policía requiera nuestra ayuda en los casos de asesinato? ¡Y encima me lo reprocha usted, con lo que yo he sufrido!
- Nada de eso, sólo le hago ver que no sería precisamente una novedad que nos visitase la policía. Pero el caso es que nadie «ha avisado a la policía. Dio la casualidad de que un detective particular de gran renombre cenó aquí anoche invitado por mí y dio una charla sobre criminología a los estudiantes.
- ¡Como si hubiera alguna necesidad de hablar de ello!. ¿Qué justicia puede una esperar en un país que enseña criminología a nuestros estudiantes? Ellos ya saben bastante. ¡Lo suficiente para robar, destruir y sabotear!
- Nada de eso. Yo soy la responsable de lo que ocurre en esta casa, y celebro comunicarle que el asunto está ya aclarado. Una de nuestras estudiantes ha confesado y ella ha sido la causante de la mayoría de lo ocurrido.
¡Valiente sinvergüenza! - dijo la señorita Nicoletis -. Échela a la calle.
- Está dispuesta a marcharse por su propia voluntad y a repararlo todo.
- ¡Y nadie ha hecho nada aún nada!
- Yo sí he hecho algo.
- SI, ha contado a ese amigo suyo todos nuestros problemas íntimos. Eso es un abuso de confianza y lo considero intolerable. ¿Y de qué servirá? Mi hermosa Residencia para Estudiantes tendrá mala fama, y nadie vendrá aquí del extranjero.
La señorita Nicoletis se sentó en el sofá, deshecha en lágrimas -. Nadie se preocupa de mis sentimientos - sollozó -. ¡Es abominable el modo como me tratan! ¡Nadie me hace caso! ¡Siempre me dejan de lado! Si me muriera mañana, ¿a quién le importaría?
La señorita Hubbard, dejando la pregunta sin respuesta, salió de la habitación.
- Dios me dé paciencia - se dijo para sus adentros dirigiéndose hacia la cocina para interrogar a María.
Ésta se mostró adusta y poco comunicativa. La palabra «policía» flotaba en el ambiente sin que la pronunciara nadie.
No, no pude preparar el risotto como usted quería - dijo contenta, con aire inteligente - enviaron otra clase de arroz. En vez de eso haré spaghetti.
- Ya lo tomamos anoche.
- No importa. En mi país lo tomamos cada día. La pasta es buena siempre.
- Sí, pero ahora está en Inglaterra.
- Muy bien, haré estofado. Estofado inglés. No le gustará, pero se lo haré pálido, pálido con las cebollas hervidas con demasiada agua en vez de guisadas con aceite y huesos recubiertos de carne pálida María habló en tono tan amenazador que la señora Hubbard creyó estar oyéndola relatar un crimen.
- ¡Oh!, haga lo que quiera - le dijo antes de salir de la cocina.
A las seis de la tarde la señora Hubbard volvió a recuperar la seguridad en sí misma. Había dejado una nota en todas las habitaciones de los estudiantes pidiéndoles que fueran a verla antes de cenar, y cuando se presentaron les explicó lo que Celia le había rogado, que ella lo arreglaría todo, y le pareció que reaccionaron favorablemente. Incluso Geneviéve, aplacada por el generoso valor que daban a sus polvos compactos.
- Ya se sabe que a veces se pasan crisis nerviosas. Celia es rica y no necesita robar. No, no debe estar bien de la cabeza. En eso tiene razón el señor Macnabb.
Len Bateson se llevó aparte a la señora Hubbard
- Esperaré a Celia en el recibidor para acompañarla a la mesa - dijo -. Así le resultará menos violento.
- Es usted muy amable, Len.
- No tiene importancia, Ma.
A su debido tiempo, mientras se estaba sirviendo la sopa, se oyó la voz de Len que decía en el recibidor:
- Vamos, Celia. Todos los amigos están aquí.
Nigel musitó, dirigiéndose a su plato de sopa:
- ¡Hoy ya ha hecho su buena obra! - Pero aparte de esto dominó su lengua y alzó la mano para saludar a Celia cuando entró Len, que había pasado el brazo por encima de sus hombros.
Se inició una conversación general que versó sobre varios tópicos y todos procuraron incluir a Celia. Como era inevitable, esta manifestación de buena voluntad terminó en un silencio violento, y fue entonces cuando Akibombo, volviéndose hacia Celia con el rostro resplandeciente e inclinándose sobre la mesa, dijo:
- Me han explicado todo lo que no comprendía. Es usted muy lista robando cosas. Nadie la ha descubierto durante tanto tiempo. Es muy lista, muy lista.
En este momento Sally Finch exclamó conteniendo la respiración:
- Akibombo, tú serás mi muerte - y le dio tal ataque de risa que tuvo que salir al recibidor. Las risas resonaron de un modo espontáneo y natural.
Colin Macnabb llegó más tarde. Parecía reservado e incluso menos comunicativo que de costumbre. Al término de la cena se puso en pie, diciendo entre dientes:
- Tengo que salir esta noche. Pero primero quiero decirles a todos que Celia y yo... esperamos casarnos el año próximo, cuando haya terminado mi carrera.
Y convertido en la imagen misma del rubor y la vergüenza recibió las felicitaciones y bromas de sus amigos, logrando escapar al fin completamente aturdido.
Celia, al otro lado de la mesa, permanecía ruborizada, pero tranquila.
- Otro buen chico que se pasa al otro bando - suspiró Len Bateson.
- ¡Cuánto me alegro Celia! - dijo Patricia -. Espero que seas muy feliz.
- Ahora todo es perfecto - dijo Nigel -. Mañana traeremos chianti para beber a su salud. ¿Por qué está tan seria nuestra querida Jean? ¿Es que no apruebas el matrimonio, Jean?
- Claro que sí, Nigel.
- Siempre he pensado que era mucho mejor que el amor libre, ¿no te parece? Sobre todo para los niños; así sus pasaportes tienen mejor aspecto.
- Pero la madre no debe ser demasiado joven - dijo Geneviéve -. Lo dijeron una vez en la clase de filosofía.
- Vamos, querida - replicó Nigel -. No querrás insinuar que Celia sea menor de edad ni nada por el estilo, ¿verdad? Es libre, blanca y tiene ya cumplidos veintiún años.
- Eso - intervino Chandra Lal- es un comentario ofensivo.
- No, no, señor Chandra Lal. Es sólo una especie de... frase hecha. No significa nada.
- No lo comprendo - dijo Akibombo -. Si una cosa no significa nada, ¿por qué decirla?
Elizabeth Johnston exclamó de pronto, alzando un poco la voz:
- A veces se dicen cosas que no parecen tener ningún significado, pero lo tienen y mucho. No, no me refiero a su cita americana. Estoy hablando de otra cosa - miró un instante alrededor de la mesa. Me refiero a lo que ocurrió ayer.
Valerie preguntó en tono seco:
- ¿Qué es ello, Bess?
- ¡Oh!, por favor - intervino Celia -. Yo creo... muy de veras... que mañana se habrá aclarado todo. De verdad. Lo de la tinta en tus apuntes y la destrucción de la mochila.
Y si... si esa persona confiesa, como yo he hecho, entonces todo quedará aclarado.
Habló con calor, enrojeciendo, y un par de rostros se volvieron hacia ella, mirándola con curiosidad.
Valerie lanzó una carcajada breve.
- Y todos viviremos felices hasta el fin de nuestras vidas.
Luego se levantaron para pasar al salón, y hubo cierta competencia para servir el café a Celia. Conectaron la radio y algunos estudiantes se marcharon para acudir a alguna cita o a trabajar, y al fin todos los inquilinos de los números veinticuatro y veintiséis de la calle de Hickory se acostaron.
Había sido un día largo y agotador, reflexionó la señora Hubbard mientras se introducía entre las sábanas con un suspiro de alivio.
- Pero, a Dios gracias - dijo para sus adentros -, ahora ya ha terminado.

CAPÍTULO VII



La señorita Lemon rara vez llegaba tarde, por no decir que nunca. La niebla, las tormentas, las epidemias de gripe, interrupciones en los transportes... ninguna de esas cosas parecían afectar a aquella notable mujer. Pero aquella mañana la señorita Lemon llegó sin aliento a las diez y cinco en vez de hacerlo a la primera campanada de esta hora, deshaciéndose, en disculpas y muy contrariada.
- Lo siento muchísimo, monsieur Poirot... no sabe cuánto lo lamento. Iba a salir del piso cuando me telefoneó mi hermana.
- Ah, supongo que estará bien de salud y mucho más animada, ¿no?
- Pues, con franqueza, no. - Poirot la miró intrigado -. En realidad está muy afligida. Una de las estudiantes se ha suicidado.
Poirot se la quedó mirando de hito en hito en tanto que murmuraba algo entre dientes.
- ¿Cómo dice, señor Poirot?
- ¿Cuál es el nombre de esa estudiante?
- Celia Austin.
- ¿Cómo?
- Creen que tomó morfina.
- ¿Pudo ser un accidente?
- Oh, no. Al parecer dejó una nota.
Poirot dijo en voz baja:
- No era esto lo que yo esperaba, no era eso... y no obstante, es cierto que esperaba que ocurriese algo.
Al alzar los ojos, encontró a la señorita Lemon con el bloc y el lápiz en la mano, y suspirando le dijo:
- No, esta mañana despachará usted sola el correo. Archívelo y conteste a lo que pueda. Yo voy a ir a la calle Hickory.
Geronimo abrió la puerta a Poirot, y al reconocerle como el invitado de dos noches atrás, empezó a hablarle en un susurro como de conspirador.
- Ah, signor, es usted. Tenemos buen jaleo... de los gordos. La signorina fue encontrada muerta esta mañana en su cama. Primero vino el doctor y meneó la cabeza. Luego un inspector de policía que está arriba con la signorina y la patrona.
¿Por qué habría de querer matarse, la poverina? Si anoche estaba tan contenta y acababa de anunciar su compromiso...
- ¿Compromiso?
- Sí, sí. Con el señorito Colin... ya sabe... el alto moreno, que siempre fuma en pipa.
- Ya sé.
Geronimo abrió la puerta del salón e introdujo en él a Poirot redoblando su aire de conspirador.
- Espere aquí. Cuando se marche la policía le diré a la signora que está aquí. ¿Le parece bien?
Poirot respondió que sí y Geronimo fue a anunciarle. Una vez solo, el detective, que no tenía escrúpulos, hizo un examen de la estancia y dedicó una atención especial a todo lo que pertenecía a los estudiantes, obteniendo un mediano resultado, ya que éstos guardaban casi todas sus cosas y papeles en los dormitorios.
Arriba, la señora Hubbard se hallaba sentada ante el inspector Sharpe, quien la interrogaba con voz suave.
Era un hombretón corpulento de modales amables, cuando quería.
- Es muy desagradable y penoso para usted, me hago cargo - decía con aire consolador -. Pero comprenda que tendrá que abrirse una investigación, como ya le ha dicho el doctor Coles, para poner las cosas en claro. Ahora bien, ¿dice usted que esa joven estaba triste y destemplada últimamente?
- Sí.
- ¿Asuntos amorosos?
- Exactamente, no - vacilaba al contestar la señora Hubbard.
- Será mejor que me lo cuente todo - le dijo el inspector Sharpe con aire persuasivo -. ¿Existía alguna razón o ella lo creyó así, para quitarse la vida? ¿Cabe la posibilidad de que la hubiera engañado algún hombre?
- No se trata de eso. Si he vacilado, inspector Sharpe, ha sido sencillamente porque esa joven había hecho algunas tonterías y yo esperaba que no fuera necesario sacarlas a relucir.
El inspector Sharpe carraspeó.
- Nosotros sabemos obrar con discreción, y el forense es un hombre de gran experiencia, pero tenemos que saberlo todo.
- Sí - claro. He sido una tonta. Lo cierto es que durante algún tiempo, estos últimos tres meses o más, han ido desapareciendo cosas... pequeñas cosas... nada realmente importante.
- ¿Chucherías, quiere usted decir, ropa interior, medias de nylon y demás? ¿Dinero también?
- No, dinero, no, que yo sepa.
,Ah. ¿Y esa joven era la responsable?
- Sí.
- ¿La sorprendieron?
- No. La noche antepasada... pues ... vino a cenar un amigo mío. El señor Hercules Poirot... no sé si le conocerá de nombre.
El inspector Sharpe alzó los ojos de su cuaderno de notas, puesto que sí le conocía.
- ¿Monsieur Hercules Poirot? - dijo -. ¿Sí? Eso es MUY interesante.
- Nos dio una breve charla después de cenar y surgió el tema de esos pequeños hurtos y, ante todo, me aconsejó que acudiera a la policía.
- ¿Eso dijo?
- Poco después, Celia subió a mi habitación y confesó. Estaba muy afligida.
- ¿Se habló de castigarla?
- No. Iba a indemnizarles por las pérdidas, y todos se avinieron de buen grado.
- ¿Es que andaba apurada de dinero?
- No. Tenía un empleo bien retribuido en el Dispensario del Hospital de Santa Catalina y algún dinero suyo, según creo. Estaba en mejores condiciones que la mayoría de nuestros estudiantes.
- De modo que no tenía necesidad de robar... pero lo hizo - resumió el inspector, tomando nota.
- Supongo que sería cleptómana - dijo la señora Hubbard...
- Así es como suele llamarse. Yo me refiero únicamente a las personas que no necesitan apoderarse de las cosas, pero las roban.
- Me preguntó si no será usted un poco injusto con ella. Comprenda, había un joven...
- ¿Y la despreció?
- ¡Oh, no! Todo lo contrario. Habló calurosamente en su defensa y, a decir verdad, anoche, después de la cena, nos anunció que se habían prometido.
El inspector Sharpe alzó las cejas con sorpresa.
- ¿Y luego se acuesta y se toma la morfina? Parece bastante extraño, ¿no?
- Lo es. No puedo comprenderlo.
La señora Hubbard arrugó el rostro con pesar.
- Y no obstante los hechos son bastante claros. - Sharpe cogió el pedazo de papel que había sobre la mesa cuidadosamente doblado.
Querida señora Hubbard - leyó-; realmente lo siento mucho, pero esto es lo mejor que puedo hacer.
- No hay firma, ¿pero no tiene usted la menor duda de que es su letra?
- No.
La señora Hubbard habló con cierta vacilación y frunció el ceño al mirar aquel pedazo de papel cortado de cualquier manera. ¿Por qué tendría la sensación de que había algo raro en él?
- Hay una huella dactilar que desde luego es suya - dijo el inspector -. La morfina, estaba en una botella con la etiqueta del Hospital de Santa Catalina y usted me dice que ella trabajaba en el Dispensario de ese Hospital. Seguramente tendría acceso al armario de las drogas y allí es donde debió cogerla. Debió traerla ayer con la intención de suicidarse.
- No puedo creerlo. No sé por qué no me parece natural. Anoche estaba contenta.
- Entonces hemos de suponer que experimentó una reacción al ir a acostarse. Tal vez haya algo más en su pasado de lo que usted sabe, y temiese que saliera a relucir.
Usted cree que estaba muy enamorada de ese muchacho... A propósito, ¿cómo se llama?
- Colin Macnabb. Está haciendo un cursillo de psicología en Santa Catalina, para doctorarse.
- ¿Un médico? ¡Hum! ¿Y en el Hospital de Santa Catalina?
- Celia estaba muy enamorada de él, más que él de ella, creo yo. Es un muchacho muy reconcentrado.
- Entonces posiblemente sea ésta la explicación. Ella no se creyó digna de él, o debió ocultarle algo de su vida. Era bastante joven, ¿verdad?
- Veintitrés años.
- A esa edad se es idealista y se toman muy en serio los asuntos del corazón. Sí, me temo que fuera eso. ¡Qué lástima! - se puso en pie.
- Los hechos tendrán que ser puestos en claro, pero haremos cuanto podamos para limar asperezas. Gracias, señora Hubbard. Ahora tengo toda la información que precisaba. La madre de la muchacha falleció hace dos años y su única pariente es una anciana tía que vive en Yorkshire. Nos pondremos en contacto con ella.
Y recogió el fragmento de papel escrito por Celia.
- Hay algo raro en esto - dijo la señora Hubbard de pronto.
- ¿Raro? ¿En qué sentido?
- No lo sé... pero siento que debiera saberlo - la señora Hubbard se llevó las manos a los ojos -. Me siento tan estúpida esta mañana - dijo a modo de disculpa.
- Ha sido una dura prueba para usted, lo comprendo - dijo el inspector con simpatía -. No creo que necesitemos molestarla más con ninguna otra pregunta por el momento, señora Hubbard.
Cuando el inspector Sharpe abrió la puerta, tropezó con Geronimo, que estaba apoyado al otro lado.
- ¡Hola! - exclamó el inspector Sharpe divertido -. ¿Escuchando detrás de las puertas, eh?
- No, no - replicó Geronimo con aire de virtuosa indignación -. ¡Yo no escucho nunca... nunca! Venía a traer un recado.
- Ya. ¿Qué recado?
- Pues que abajo hay un caballero que desea ver a la signora Hubbard – repuso Geronimo muy serio.
- Muy bien. Pase, hijo, y dígaselo.
Y se hizo a un lado para dejar paso a Geronimo y continuó andando por el pasillo, pero luego, dando media vuelta, regresó de puntillas a tiempo de averiguar si el criado había dicho la verdad.
- El caballero que vino a cenar la otra noche - decía Geronimo -, el de los bigotes, está abajo y quiere verla.
- ¿Eh? ¿Qué? - la señora Hubbard pareció salir de su abstracción -. Oh, muchas gracias, Geronimo. Bajaré enseguida.
- Un caballero con bigote, ¿eh? - dijo Sharpe para sus adentros con una sonrisa -.
Apuesto a que sé quién es.
Y bajó la escalera, penetrando en el salón.
- Hola, monsieur Poirot - saludó -. Hace muchísimo tiempo que no nos veíamos.
Poirot, que estaba de rodillas, se incorporó sin la menor violencia después de examinar el último estante del mueble situado junto a la chimenea.
- ¡Ajá! - exclamó -. Pero vaya... si es el inspector Sharpe... Antes no estaba usted en este distrito...
- Me trasladaron hace dos años. ¿Recuerda el asunto de Crays Hill?
- Sí. Pero de eso ha pasado mucho tiempo, y usted sigue siendo un hombre joven, inspector.
- Vamos tirando, vamos tirando.
- Yo soy ya un viejo. ¡Cielos! - suspiró Poirot.
- Pero todavía activo, ¿verdad, monsieur Poirot? Activo en ciertos aspectos, podríamos decir.
- ¿Qué quiere decir con eso?
- Quiero decir que me gustaría saber por qué vino usted a cenar la otra noche para dar una charla a los estudiantes sobre criminología.
Poirot sonrió.
- Pero si la explicación es bien sencilla. La señora Hubbard es hermana de mi valiosa secretaria, la señorita Lemon. De modo que cuando me pidió...
- Cuando le pidió que echara un vistazo a lo que estaba ocurriendo aquí, usted se apresuró a venir. Eso es lo que pasó, ¿no es así?
- Ha acertado usted.
- Pero ¿por qué? Eso es lo que deseo saber. ¿Qué es lo que había aquí para usted?
- ¿Quiere decir... que pudiera interesarme?
- Eso es a lo que me refiero. Aquí había una jovencita estúpida que había estado robando algunos objetos sin importancia. Hechos que suceden todos los días. Y me parece poca cosa para usted, monsieur Poirot ¿verdad?
Poirot meneó la cabeza.
- No es tan sencillo como parece.
- ¿Por qué no? ¿Acaso hay algo más?
El detective tomó asiento y con el ceño fruncido fue sacudiendo el polvo de sus pantalones.
- Ojalá lo supiera - fue su sencilla respuesta.
Sharpe frunció el entrecejo.
- No comprendo - dijo.
- Ni yo tampoco. Las cosas que fueron robadas... - meneó la cabeza - no tienen relación alguna... carece de sentido. Es como encontrar una pista de huellas en las que todas fueran de distinto pie. Está, y muy, la de quien usted ha llamado jovencita estúpida... pero hay más. Han ocurrido otras cosas que alguien ha querido incluir en el haber de Celia Austin... pero que no cuadran con ella. Eran tonterías aparentemente sin fin determinado, pero también existen pruebas de malicia, y Celia no era maliciosa.
- ¿Era cleptómana?
- Lo dudo mucho.
- ¿Entonces, simplemente una ladronzuela vulgar?
- No en el sentido que usted quiere darle. En mi opinión, todos sus hurtos de objetos insignificantes tuvieron como objeto el atraer la atención de, cierto joven.
- ¿Colin Macnabb?
- Sí. Estaba terriblemente enamorada de Colin Macnabb, y Colin no se fijaba en ella; y en vez de mostrarse bonita, atrayente y comportarse como es debido, se dispuso a convertirse en un interesante caso criminal. El resultado fue un éxito, rotundo. Colin Macnabb cayó en el acto en sus redes, ¡y de qué manera!
- Entonces debe ser tonto de remate.
- Nada de eso. Es un psicólogo inteligente.
- ¡Oh! - gimió el inspector Sharpe -. ¡Un psicólogo! Ahora lo comprendo - y una ligera sonrisa apareció en su rostro -. Muy inteligente fue la chica.
- Demasiado. Y Poirot repitió: - Sí, demasiado.
El inspector Sharpe se puso en guardia.
- ¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?
- Queme he preguntado... y sigo preguntándome... si la idea no fue sugerida por otra persona.
- ¿Por qué razón?
- ¿Cómo voy a saberlo? ¿Altruismo? ¿Algún otro motivo? Estamos en la más profunda oscuridad y quisiera poder salir de ella.
- ¿Tiene alguna idea de quién pudo darle ese consejo?
- No... a menos que... pero no.
- Sea como fuere - replicó Sharpe -, no acabo de comprenderlo. Si sólo se fingía cleptómana y tuvo éxito, ¿por qué diablos iba luego a suicidarse?
- La respuesta es que no debiera haberse suicidado.
Los dos hombres se miraron, y Hercules Poirot murmuró:
- ¿Está seguro de que se suicidó?
- Está tan claro como la luz del día, monsieur Poirot. No hay razón para pensar otra cosa y...
Se abrió la puerta para dar paso a la señora Hubbard, que llegaba ruborizada y triunfante, con la barbilla erguida.
- Ya lo tengo - exclamó satisfecha -. Buenos días, señor Poirot. Ya lo tengo, inspector Sharpe. Se me ha ocurrido de repente el porqué me parecía extraña la nota del suicidio. Quiero decir que no es posible que la hubiera escrito Celia.
- ¿Por qué no, señora Hubbard?
- Porque está escrita con tinta azul corriente, y Celia llenó su pluma con tinta verde... de esa botella que está ahí - la señora Hubbard señaló el estante -. Fue ayer por la mañana a la hora del desayuno.
Un inspector Sharpe completamente distinto al que abandonara bruscamente a la señora Hubbard después de su declaración, exclamó en el acto:
- Es bien cierto. Lo he comprobado. La única pluma que había en la habitación de esa chica y que estaba junto a la cama, está llena de tinta verde. Ahora bien, esa tinta verde... es pues...
La señora Hubbard alzó la botella casi vacía, y luego le puso al corriente de un modo claro y conciso de la escena representada en la mesa del desayuno.
- Estoy segura - concluyó, que ese pedazo de papel fue arrancado de la carta que me escribiera ayer, y que ni siquiera abrí.
- ¿Qué hizo usted con ella? ¿Lo recuerda?
La señora Hubbard meneó la cabeza.
- La dejé aquí sola y fui a atender a las cosas de la casa. Creo que ella debió dejarla por allí, y luego se olvidaría de recogerla.
- Y alguien la encontró y la abrió. Alguien...
Se interrumpió.
- ¿Se da usted cuenta de lo que esto significa? - dijo -. No me ha gustado nunca ese pedazo de papel. Había muchas libretas en su habitación y era mucho más natural escribir la nota en una de sus hojas. Esto significa que alguien vio la posibilidad de utilizar la frase inicial de la carta dirigida a usted para insinuar algo muy distinto.
Para sugerir la idea del suicidio.
Hizo una pausa y luego agregó lentamente:
- Esto significa...
- Que la asesinaron - concluyó Hercules Poirot.




CAPITULO VIII



Aunque personalmente despreciaba el té de las cinco por considerarlo un impedimento para poder apreciar la comida suprema del día, o sea, la cena, Poirot empezaba a acostumbrarse a tomarlo.
El insustituible George habla sacado en esta ocasión tazas grandes, una tetera con té indio auténtico y cargado, y además de los bollitos cuadrados con mantequilla, pan y mermelada, una gran fuente con un pastel de ciruelas.
Todo ello para deleite del inspector Sharpe, se recostó contento en su butaca sorbiendo su taza de té.
- ¿No le importa que me haya presentado en su casa de este modo, monsieur Poirot? Tengo una hora hasta que empiecen a regresar los estudiantes. Debo interrogarles a todos... y, con franqueza, no es cosa que me atraiga. Usted conoció a algunos de ellos, la otra noche, y me pregunto si podría ayudarme un poco, por lo menos con los extranjeros.
- ¿Usted me considera buen juez de los extranjeros? Pero, mon cher, no hay ningún belga entre ellos.
- No, belgas no... Oh, ya comprendo lo que quiere decir. Quiere usted decir que es belga, y que por lo tanto las demás nacionalidades le resultan extranjeras como a mí.
Pero eso no es del todo cierto. Probablemente usted conocerá mejor que yo los tipos continentales... aunque desconozca a los indios y antillanos, y a los otros de esas latitudes.
- Quien mejor puede ayudarle es la señora Hubbard, que ha vivido varios meses al lado de esos jóvenes y es buena conocedora de la naturaleza humana.
- Sí, es una mujer muy competente, y confío en ella. También habré de ver a la propietaria de la residencia. Esta mañana no estaba. Tengo entendido que posee varias pensiones, así como diversos clubes para estudiantes. Parece ser que no goza de gran simpatía.
Poirot nada dijo por espacio de unos segundos y luego preguntó:
- ¿Ha estado en Santa Catalina?
- Sí. El jefe de la Sección de Farmacia se ha mostrado muy amable y deseoso de cooperar. Le sorprendió y afligió mucho la noticia.
- ¿Qué dijo de la chica?
- Había trabajado allí por espacio de un año y todos la apreciaban. La describió como una joven bastante lenta, pero consciente - hizo una pausa y agregó -: la morfina salió de allí.
- ¿Sí? Esto es interesante... y algo raro.
- Era tartrato de morfina y se guardaba en el armario de venenos del Dispensario... en el estante superior... entre otras drogas de uso poco frecuente. Desde luego se usa más el Clorhidrato de morfina que el tartrato. Según parece, en esto de las drogas también hay modas, y los médicos la siguen, al recetar, igual que un rebaño de corderos. Él no me lo dijo, pero yo lo pensé. Hay algunas drogas en el estante superior que gozaron de popularidad, pero hoy no se recetan.
- ¿De modo que la ausencia de un frasquito conteniendo morfina en polvo no se hubiera notado inmediatamente?
- Eso es. Sólo se hace el inventario de existencias a intervalos regulares, y nadie recuerda que se recetara tartrato de morfina desde hace mucho tiempo. La desaparición de la botella no se hubiera notado hasta que la necesitaran... o hasta que se hiciera el inventario. Las tres encargadas tienen la llave del armario de venenos y del de drogas peligrosas. Los armarios se abren a medida que es necesario, y en los días de mucho trabajo (que prácticamente son todos) se abren a cada momento, y por ello se dejan abiertos hasta el término de la jornada.
- ¿Quiénes tienen acceso a él, además de Celia?
- Las otras dos encargadas del Dispensario, pero no tienen relación alguna con la calle Hickory. Una lleva allí cuatro años, y la otra vino unas semanas atrás, de un hospital de Devon. Buenos informes. Hay también tres farmacéuticas que llevan muchos años en Santa Catalina. Éstas son las personas que tienen acceso normal al armario. Luego está una mujer de edad que friega los suelos, de nueve a diez de la mañana, y que pudo apoderarse de la botella mientras andaban atareadas con los pacientes externos, o arreglando las bandejas de las salas, pero lleva muchos años trabajando en el Hospital y no parece sospechosa. El ayudante que coloca las etiquetas también entra y sale cuando quiere y hubiera podido coger el frasco en cualquier oportunidad... pero ninguna de estas sugerencias resulta probable.
- ¿Entra algún extraño en el Dispensario?
- Muchísimos, de una manera u otra. Pasan por el Dispensario para ir a la oficina del jefe de Farmacia, por ejemplo... y los viajantes de laboratorios, para dirigirse a los departamentos de preparación. Y, además, naturalmente, algunos amigos visitan a las encargadas... no es lo más corriente, pero ocurre de vez en cuando.
- Eso ya está mejor. ¿Quién visitó últimamente a Celia Austin?
Sharpe consultó su bloc de notas.
- Una muchacha llamada Patricia Lane fue a verla el martes de la semana pasada.
Quería que Celia se reuniera con ella después del trabajo, para ir al cine.
- Patricia Lane - repitió Poirot pensativo.
- Estuvo sólo unos cinco minutos y no se acercó al armario de los venenos, permanecieron junto a los pacientes mientras hablaba con Celia y otra muchacha.
También recuerdan a una joven de color... que fue hará un par de semanas... una señorita muy seria, según dicen, que se interesó por el trabajo, estuvo haciendo preguntas y tomando notas. Hablaba inglés a la perfección.
- Esa debe ser Elizabeth Johnston. Conque se interesó, ¿verdad?
- Era una tarde destinada a la clínica We1fare. Mostró interés por conocer la organización de estas cosas y también lo que recetaban en las enfermedades tales como la diarrea infantil y afecciones cutáneas.
Poirot asintió.
- ¿Alguien más?
- No, nadie que recuerde.
- ¿Los médicos acuden al Dispensario?
Sharpe sonrió.
- Continuamente. Oficial y extraoficialmente. Unas veces para pedir una fórmula particular, o para ver lo que hay en reserva.
- ¿Para ver lo que hay en reserva?
- Sí, ya he pensado en eso. Alguna s veces piden consejo... acerca de un sustituto para algún preparado que irrita la piel del enfermo o altera su digestión. Otras veces sólo van allí para charlar un rato... en los momentos libres. Muchos de los jóvenes acuden en busca de una aspirina cuando tienen «resaca» y alguna que otra vez a flirtear un rato con alguna de las muchachas si se les presenta ocasión. La naturaleza humana es la misma en todas partes. Ya lo sabe usted todo. No hay grandes esperanzas...
Poirot dijo:
- Y si mal no recuerdo, algunos de los estudiantes de los que viven en la calle Hickory tienen también relación con Santa Catalina... un muchachote pelirrojo... Bates... Bateman...
- Leonard Bateson. Sí. Y Colin Macnabb está cursando allí su doctorado. Hay también una joven, Jean Tomlinson, que trabaja en el departamento de fisioterapia.
- ¿Y todas esas personas van a menudo al Dispensario?
- Sí, y lo que es más, nadie recuerda cuándo fueron, ya que están acostumbrados a verles continuamente. A propósito, Jean Tomlinson es muy amiga de la Primera Encargada.
- No es sencillo - murmuró Poirot.
- ¡Qué va! Ya ve usted, cualquiera de los que trabajan allí podría haber echado un vistazo al armario de los venenos y decir: «¿Por qué diablos tenéis aquí tanto arsénico?», o cualquier otra cosa. «No sabéis que ya no se usa?» Y nadie lo hubiera recordado siquiera.
Sharpe hizo una pausa y luego agregó:
- Lo que suponemos es que alguien administró la morfina a Celia Austin y luego puso el frasco vacío y el fragmento de la carta en su dormitorio, para que pareciera un suicidio. Pero, ¿por qué, monsieur Poirot? ¿Por qué?
Poirot se removió inquieto.
- Eso fue sólo una idea mía. Me pareció que no era lo bastante inteligente como para que se le hubiera ocurrido a ella.
- ¿Entonces a quién?
- Que yo sepa, sólo hay tres estudiantes capaces de haber ideado una cosa así. Leonard Bateson reúne los conocimientos necesarios, y conoce el entusiasmo de Colin por las «personalidades desequilibradas. Tal vez le sugirió algo de ello a Celia, en broma, y ella lo tomaría en serio. Pero no puedo imaginarle fomentando una cosa así mes tras mes a menos que tuviera algún otro motivo, o sea muy distinto de lo que parece. (Esto es algo que hay que tener siempre en cuenta). Nigel Chapman posee una mentalidad falsa y ligeramente maliciosa. Lo consideraría divertido y no tiene escrúpulos. Es una especie de enfant terrible crecidito. La tercera persona que me viene a la memoria es esa joven llamada Valerie Hobhouse. Tiene inteligencia, es moderna externa e interiormente, y es probable que haya leído lo bastante sobre psicología como para poder juzgar la reacción de Colin. Si apreciaba a Celia, tal vez considerase natural divertirse a costa de Colin.
- Leonard Bateson, Nigel Chapman y Valerie Hobhouse. - Sharpe fue anotando los nombres -. Gracias por la ayuda. Lo recordaré cuando les interrogue. ¿Y qué me dice de los indios? Uno de ellos también estudia medicina.
- Su mente está enteramente ocupada con la política y la manía persecutoria – dijo Poirot -. No creo que estuviera lo bastante interesado como para sugerir la idea de la cleptomanía a Celia Austin, ni que ella hubiera aceptado semejante consejo viniendo de él.
- ¿Es toda la ayuda que puede prestarme, monsieur Poirot? - preguntó Sharpe poniéndose en pie y cerrando su bloc de notas.
- Me temo que sí. Pero me considero personalmente interesado... si usted no se opone, amigo mío...
- En absoluto. ¿Por qué iba a tener inconveniente?
- Haré lo que pueda como aficionado, y creo que sólo tengo una línea de acción.
- ¿Y cuál es?
Poirot suspiró.
- Conversar, amigo mío. ¡Conversación y más conversación! Todos los asesinos con que he tropezado han disfrutado hablando. En mi opinión ningún hombre exageradamente silencioso comete un crimen... y si lo hace, será sencillo, violento y clarísimo. Pero el asesino sutil... inteligente... está tan satisfecho de sí mismo que más pronto o más tarde dice algo que le compromete. Hable con esa gente, mon cher, y no se limite a un simple interrogatorio. Anímeles que le den su opinión, pídales ayuda, haga que le confíen sus corazonadas... pero, ¡bon Dieu! Yo no he de enseñarle su trabajo. Recuerdo muy bien sus habilidades.
Sharpe sonrió con simpatía.
- Sí - dijo -. Siempre he encontrado una gran ayuda en la... bueno... llamémosle amabilidad.
Los dos hombres sonrieron de común acuerdo.
Sharpe se dispuso a marchar.
- Supongo que cada uno de ellos es un posible asesino - dijo despacio.
- Eso creo yo - respondió Poirot sin darle importancia -. Leonard Bateson, por ejemplo, tiene genio, y pudo perder el control. Valerie Hobhouse es inteligente y capaz de haberlo planeado a conciencia. Nigel Chapman es un tipo infantil que adolece de falta de proporción. Hay una francesita que pudiera haber asesinado por dinero.
Patricia Lane pertenece al tipo maternal, y las mujeres así suelen ser despiadadas. La americana, Sally Finch, es alegre y simpática, pero podría fingir mucho mejor que la mayoría. Jean Tomlinson está llena de dulzura y honradez, pero hemos conocido muchos criminales que asistían a la escuela dominical con toda devoción. La india, Elizabeth Johnston, tiene sin duda el mejor cerebro de toda la Residencia, y ha subordinado sus emociones a su cerebro... lo cual es peligroso. - Hay un joven africano, encantador, cuyos motivos para asesinar nunca podremos descubrir. Tenemos a un Colin Macnabb, psicólogo. ¿Cuántos psicólogos hay a los que podríamos decir: Médico, cúrate a ti mismo?
- Por amor de Dios, Poirot. ¡La cabeza ya me da vueltas! ¿Es que no hay nadie incapaz de cometer un crimen?
- Eso me he preguntado yo - replicó Poirot.




CAPÍTULO IX


El inspector Sharpe suspiró, recostándose en su butaca y enjugando su frente con un pañuelo. Había interrogado ya a una jovencita francesa llorosa e indignada; a un francés receloso y poco cooperador; a un alemán impasible, y a un egipcio voluble y agresivo. Había intercambiado también unas breves palabras con dos jóvenes estudiantes turcos, muy nerviosos y que no entendían lo que les estaba diciendo y lo mismo le ocurrió con un simpático iraquí. Estaba casi seguro de que ninguno de éstos tenía nada que ver con el caso, ni podían ayudarle a esclarecer la muerte de Celia Austin. Les había ido despidiendo uno a uno con unas palabras tranquilizadoras y ahora se disponía a hacer lo mismo con Akibombo. El joven africano le miraba con ojos infantiles y suplicantes, y su sonrisa dejaba al descubierto sus bien alineados y blancos dientes.
- Me gustaría poder ayudarle... sí... ya lo creo - dijo -. La señorita Celia siempre fue amable conmigo... una vez me regaló una arquita hecha en Edimburgo, muy bonita y cuyo trabajo yo desconocía. Me dio mucha pena que la asesinaran. ¿Se trata quizá de una venganza familiar? ¿Fueron sus padres o sus tíos los que vinieron a matarla por haber oído falsas historias acerca de su comportamiento?
El inspector Sharpe le aseguró que ninguna de estas cosas era posible, ni aun remotamente, y el joven meneó la cabeza con pesar.
- Entonces no comprendo por qué ha ocurrido - dijo -. No sé quién iba a querer matarla, pero déme un trocito de uñas y un poco de pelo - continuó -, y veré si puedo averiguarlo por un sistema antiguo. No es científico, ni moderno, pero se emplea mucho en mi país.
- Muchas gracias, señor Akibombo, pero no creo que sea necesario. Nosotros... bueno... aquí no hacemos las cosas de esa manera.
- No, señor; lo comprendo muy bien. No es moderno. No está de acuerdo con la Era atómica. No lo hacen los policías... sólo la gente de la selva. Estoy convencido de que los métodos nuevos son superiores y han de tener un éxito completo. – Akibombo se inclinó cortésmente antes de marcharse y el inspector Sharpe murmuró para sí:
«Espero sinceramente que alcancemos el éxito... aunque sólo sea para mantener nuestro prestigio.»
La siguiente entrevista fue con Nigel Chapman, quien llevó la voz cantante.
- Es un caso realmente extraordinario, ¿no le parece? - dijo -. Perdone que le diga que ya sabía que se equivocaba al considerarlo suicidio, y debo decir que es muy satisfactorio para mí pensar que todo el asunto gira en realidad alrededor del detalle de que llenara su pluma con mi tinta verde. Es lo único que el asesino no pudo prever. Supongo que ya habrá considerado usted cuál podría ser el móvil de este crimen...
- Soy yo quien pregunto, señor Chapman - replicó el inspector Sharpe en tono seco.
- Oh, claro, claro - dijo Nigel alzando la mano -. Sólo trataba de atajar un poco, eso es todo. Pero supongo que hemos de pasar por todos los formulismos de costumbre.
Nombre, Nigel Chapman. Edad, veinticinco años. Nacido, creo que en Nagasaki... en realidad me parece un sitio muy ridículo. No puedo imaginar qué es lo que estarían haciendo allí mis padres. Supongo que debían realizar un viaje alrededor del mundo.  Sin embargo, eso no me convierte necesariamente en japonés, según tengo entendido. Estoy estudiando en la Universidad de Londres para diplomarme en la Edad de Bronce e Historia Medieval. ¿Hay algo más que desee saber?
- ¿Cuál es la dirección de su casa, señor Chapman?
- No tengo casa. Tengo padre, pero estamos peleados y por lo tanto su casa ya no es la mía. De modo que la única que tengo es la de la calle Hickory y Coutts Bank, en el barrio de Leandenhall, donde siempre me encontrará, como se dice a las amistades que se hacen viajando y a las que no se espera volver a ver.
El inspector Sharpe no demostró la menor reacción ante la impertinencia de Nigel. Había tropezado con muchos «Nigel» durante su vida profesional y sospechaba que aquella impertinencia ocultaba el nerviosismo natural que produce el ser interrogado por causa de un crimen.
- ¿Conocía usted bien a Celia Austin? - le preguntó.
- Ésa es una pregunta difícil de contestar. La conocía bien en el sentido de verla cada día, y estar en buena relación con ella, pero en realidad no la conocía en absoluto.
Claro que no me interesaba lo más mínimo, y creo que ella más bien me tenía antipatía que otra cosa.
- ¿Y esa antipatía era debida a alguna razón especial?
- Pues... no le agradaba mi sentido del humor, aunque, desde luego, yo no era tan molesto y rudo como Colin Macnabb. Esa clase de rudeza es en realidad la técnica perfecta para atraer a las mujeres.
- ¿Cuándo vio por última vez a Celia Austin?
- Anoche a la hora de la cena. Todos estuvimos gastándole bromas, ¿sabe? Colin estuvo balbuceando hasta que al fin nos confesó que se habían prometido. Nos metimos con él y eso fue todo.
- ¿Fue en el comedor o en el salón?
- En el comedor. Después pasamos todos al salón y Colin se marchó no sé adónde.
- ¿Y los demás tomaron café en el salón?
- Si llama usted café al líquido que nos sirven... sí - replicó Nigel.
- ¿Tomó café Celia Austin?
- Pues supongo que sí. Quiero decir, que no me fijé que lo tomara, pero es de suponer.
- Por ejemplo, ¿usted no le entregó personalmente su taza?
- ¡Qué insinuación más horrible! Cuando dice usted eso y me mira de ese modo tengo el pleno convencimiento de que yo entregué a Celia su café en el que había echado estricnina, o lo que fuese. Supongo que debe ser sugestión hipnótica, pero la verdad, señor Sharpe, es que no me acerqué a ella -. Y para ser franco, no me fijé si tomaba café, y puedo asegurarle lo crea o no, que nunca sentí la menor atracción por Celia y que el anuncio de su compromiso con Colin Macnabb no despertó en mí el menor deseo de venganza.
- No estoy insinuando nada de eso, señor Chapman - dijo Sharpe sin inmutarse -. A menos que esté muy  equivocado, no entra en este caso la cuestión amorosa, pero alguien quiso quitar de en medio a Celia Austin. ¿Por qué?
- No tengo la menor idea, inspector, y en realidad resulta muy interesante, porque Celia era una muchacha inofensiva; no sé si sabe a qué me refiero. Lenta... un poco aburrida, muy simpática, y desde luego, una muchacha incapaz de suicidarse.
- ¿Le sorprendió saber que Celia Austin había sido la responsable de varias desapariciones, robos y hechos cometidos en su casa?
- ¡Mi querido inspector, hubieran podido tumbarme de un soplo! Lo consideré impropio de ella.
- ¿Por casualidad no sería usted quien le aconsejara hacer esas cosas?
La sorpresa de Nigel parecía sincera.
- ¿Yo? ¿Aconsejarle semejante cosa? ¿Por qué iba a hacerlo?
- Pues... ése es el problema, ¿no le parece? Algunas personas tienen un extraño sentido del humor.
- La verdad... puede que yo sea algo duro de mollera... pero no veo que tenga nada de divertido lo que ha estado ocurriendo.
- ¿Entonces no fue idea suya?
- Nunca se me ocurrió pensar que se tratara de una broma. Sin duda alguna, inspector, los robos fueron puramente psicológicos.
- ¿Considera usted definitivamente que Celia Austin era cleptómana?
- Pero ¿acaso puede haber alguna otra explicación, inspector?
- Tal vez no sepa usted tanto acerca de los cleptómanos como yo, señor Chapman.
- Pues a mí no se me ocurre otra explicación.
- ¿No cree posible que alguna persona hubiera animado a Celia Austin a hacer todas estas cosas para... digamos... para atraer la atención del señor Macnabb?
Los ojos de Nigel brillaron maliciosos.
- Eso sí que es una explicación divertida, inspector - dijo -. ¿Sabe?, cuando lo pienso, creo perfectamente posible que el bueno de Colin se tragara el anzuelo, el sedal y todo el aparejo. - Nigel saboreó su comentario por espacio de un par de segundos, y luego meneó la cabeza con pesar -. Pero Celia no se hubiera prestado, a ello - dijo -. Era una chica seria, y nunca se hubiera atrevido a burlarse de Colin. Estaba loca por él.
- ¿Tiene usted alguna teoría acerca de las cosas que han estado ocurriendo en esta casa, señor Chapman? Por ejemplo, ¿quién cree usted que vertió la tinta sobre los apuntes de la señorita Johnston?
- Si piensa que fui yo, inspector Sharpe, se equivoca. Claro que lo parece, por culpa de esa tinta verde, pero si quiere saber mi opinión le diré que eso fue despecho.
- ¿El qué?
- El emplear mi tinta. Alguien utilizó mi tinta a propósito para que creyeran que había sido yo. Aquí hay mucho rencor y mala voluntad, inspector. Ya llegará usted a convencerse de eso.
El inspector le miró interesado.
- ¿Qué es lo que quiere usted decir al hablar de mala voluntad?
Pero Nigel volvió a refugiarse tras su coraza y no quiso comprometerse.
- En realidad no he querido decir nada... sólo que cuando muchas personas viven juntas, se vuelven muy impertinentes.
En la lista del inspector Sharpe, el siguiente era Leonard Bateson, que estaba aún más nervioso que Nigel, aunque lo demostraba de otra manera... con recelo y pesimismo.
- ¡Está bien! - exclamó una vez concluidas las preguntas preliminares de ritual -. Yo le serví el café a Celia y se lo di. ¿Qué pasa?
- Usted le dio el café después de la cena... ¿Es eso lo que dice, señor Bateson?
- Sí. Por lo menos, le llené la taza y la dejé a su lado, y lo crea usted o no, no contenía morfina.
- ¿Le vio beberlo?
- No, todos íbamos de un lado a otro y poco después de esto estuve discutiendo con alguien, de modo que no me fijé si lo tomaba. Había otras personas a su alrededor.
- Ya. En resumen, lo que usted dice es que cualquiera pudo echar morfina en su taza de café.
- ¡Intente usted echar algo en la taza de cualquiera! ¡Todo el mundo le vería!
- Tal vez no - replicó Sharpe.
Len estalló con aire agresivo:
- ¿Por qué diablos cree usted que yo iba a envenenar a esa chica? No tenía nada contra ella.
- Yo no he dicho que usted quisiera envenenarla.
- Se suicidó. Debió tomárselo por su propia voluntad. No hay otra explicación.
- Es lo que hubiéramos pensado a no ser por esa falsa nota que anuncia el suicidio.
- ¡Qué va a ser falsa! Ella fue quien la escribió, ¿no es cierto?
- Es parte de una carta que ella escribió a primera hora de la mañana.
- Bueno... pudo haber cortado ese pedazo y utilizarlo como nota para anunciar su intención de suicidarse.
- Vamos, señor Bateson. Cuando se quiere hacer eso, se escriben unas letras. No iría usted a buscar una carta que hubiera escrito para otra persona y entretenerse en recortar una frase precisa.
- Tal vez sí. ¡Se hacen tantas cosas raras!
- En ese caso, ¿dónde está el resto de la carta?
- ¿Cómo voy a saberlo? Eso es asunto suyo, no mío.
- Porque lo es, me ocupo de ello. Y le aconsejo, señor Bateson, que procure contestar a mis preguntas cortésmente.
- Bueno, ¿qué desea saber? Yo no maté a Celia, ni tenía el menor motivo para hacerlo.
- ¿La apreciaba?
Len repuso, con menos agresividad:
- Mucho. Era una chica muy simpática. Un poco tímida, pero agradable.
- ¿La creyó usted cuando se confesó autora de los robos que le habían estado preocupando en los últimos tiempos?
- Pues la creí, puesto que lo dijo, pero debo confesar que me extrañó..
- ¿No la creía usted capaz de una cosa así?
- Pues no. De verdad que no.
La violencia de Leonard había desaparecido; ya no se mostraba a la defensiva, sino entregado por completo a un problema que evidentemente le interesaba.
- No creí que perteneciera al tipo de cleptómanos, ¿no sé si me entiende? - dijo -. Ni tampoco que fuese una ladrona.
- ¿Y no puede imaginar otra razón que le impulsara a hacer lo que hizo?
- ¿Otra razón? ¿Cuál podría haber?
- Pues tal vez su intención fuese despertar el interés de Colin Macnabb.
- Eso es un poco descabellado, ¿no le parece?
- Pero consiguió interesarle.
- Sí, desde luego. Colin se vuelve loco por cualquier clase de anormalidad psicológica.
- Entonces, si Celia Austin lo sabía...
Len negó con la cabeza.
- En eso se equivoca usted. Ella no hubiera sido capaz de idear una cosa así. Quiero decir que no se le hubiera ocurrido, por carecer de conocimiento de causa.
- Y usted lo tiene, ¿no es cierto?
- ¿Qué quiere usted decir?
- Pues que, llevado de su buena intención, pudo haberle sugerido la idea.
Len lanzó una carcajada.
- ¿Me supone usted capaz de hacer una tontería semejante? Está loco.
El inspector continuó el interrogatorio.
- ¿Usted cree que Celia Austin vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, o que fue obra de otra persona?
- De otra persona. Celia dijo que no fue ella y YO lo creo. Celia nunca se metía con Bess, como otros.
- ¿Quiénes se metían con ella... y por qué?
- Porque daba chascos a todo el mundo - Len reflexionó unos instantes -. A todo el que hiciera un comentario arriesgado. Miraba por encima de la mesa y decía con aire de superioridad: «Eso no se basa en los hechos.» «Las estadísticas han dejado bien establecido que...» o algo por el estilo. Bueno, resultaba muy cargante. Especialmente para las personas que suelen hacer declaraciones atolondradas, como por ejemplo,
Nigel Chapman.
- Ah, sí. Nigel Chapman.
- Y la tinta era verde también.
- ¿De modo que cree usted que fue Nigel?
- Bueno, por lo menos es posible. Es un ser rencoroso, y tal vez tenga algún prejuicio de raza. Aunque será casi el único de nosotros que piense así.
- ¿Sabe usted de alguien más que pudiera estar molesto por su abrumadora exactitud y por su costumbre de corregir?
- Pues a Colin Macnabb no le hacía mucha gracia y se enfadaba algunas veces; y en dos ocasiones logró sacar de sus casillas a Jean Tomlinson.
Sharpe le hizo algunas preguntas más, pero Len Bateson no añadió nada que pudiera serle útil. Luego se dispuso a interrogar a Valerie Hobhouse.
Valerie era fría, elegante y cauta, y demostró ser menos excitable que los muchachos. Dijo que apreciaba a Celia... que no era una chica animada, y que a su modo se había enamorado locamente de Colin Macnabb.
- ¿Usted cree que era cleptómana, señorita Hobhouse?
- Pues supongo que sí. En realidad no entiendo mucho de eso.
. ¿Cree usted que alguien le infundió la idea de hacer lo que hizo?
Valerie se encogió de hombros.
- ¿Quiere usted decir que con intención de atraer a ese engreído de Colin?
- Es usted muy rápida para entender las cosas, señorita Hobhouse. Sí, eso es lo que quiero decir. No se la ha sugerido usted, supongo.
Valerie pareció divertida.
- Pues es algo difícil, si se considera que mi echarpe favorito resultó hecha pedazos. No soy tan altruista.
- ¿Cree usted que se lo aconsejaría alguien?
- No lo creo. Más bien me parece natural por su parte.
- ¿Natural?
- Sospeché que habla sido Celia, por primera vez cuando desapareció el zapato de Sally. Celia estaba celosa de ella. Me refiero a Sally Finch. Es la más bonita y atractiva de las mujeres que hay aquí y Colin le dedicaba muchas atenciones. Y la noche que le desapareció el zapato y tuvo que ir a la fiesta con un traje negro viejo y zapatos negros, Celia estaba tan satisfecha como el gato que acaba de zamparse un pajarillo. Pero a pesar de ello no sospeché que fuera la autora de todos esos robos de pulseras y polvos compactos.
- ¿A quién consideraba responsable entonces?
Valerie se encogió de hombros.
- Oh, no lo sé. Tal vez a alguna de las mujeres que hacen la limpieza.
- ¿Y la mochila destrozada?
- ¿Destrozaron una mochila? Lo había olvidado. No sé quién pudo hacerlo.
- Lleva mucho tiempo aquí, ¿verdad, señorita Hobhouse?
- Pues sí. Probablemente soy el huésped más antiguo. Es decir, ahora llevaré aquí unos dos años y medio... sí, sí, ese tiempo.
- Y por lo tanto es probable que sepa más que nadie respecto a esta Residencia.
- Yo creo que sí.
- ¿Tiene alguna idea acerca de la muerte de Celia Austin? ¿Sospecha cuál pudo ser el motivo?
Valerie meneó la cabeza y su rostro adquirió una expresión grave.
- No - dijo -. Fue algo horrible y no puedo imaginar que nadie quisiera matar a Celia. Era una chica simpática, inofensiva... acababa de prometerse, y...
- Sí. ¿Y ...? - le apremió el inspector.
- Me pregunto si será ése el porqué - repuso Valerie despacio -. Su compromiso... y que ella iba a ser feliz. Peor, eso significa que alguien... está loco.
Pronunció la palabra con un estremecimiento, y el inspector Sharpe la contempló pensativo.
- Sí - dijo -. No podemos descartar la posibilidad de la locura - y continuó -: ¿Tiene usted alguna idea de quién pudo verter la tinta y estropear los apuntes de Elizabeth Johnston?
- No. Eso también fue un acto de venganza, y no creo ni por un momento que Celia hiciera una cosa así.
- ¿Alguna sugerencia?
- Pues... ninguna razonable.
- ¿Pero irrazonable, sí?
- ¿No querrá oír lo que es sólo una corazonada, Inspector ...?
- Me gustaría muchísimo. La aceptaré como tal, y quedaría entre nosotros.
- Bueno, probablemente estaré equivocada, pero tengo la impresión de que fue cosa de Patricia Lane.
- ¡Vaya! Me ha sorprendido usted, señorita Hobhouse. No se me hubiera ocurrido pensar en Patricia Lane... pero una joven tan equilibrada y amable.
- No digo que fuera ella. Sólo tengo la impresión de que pudo hacerlo.
- ¿Por qué razón?
- Pues... a Patricia no le es simpática la Negra Bess, que siempre se está metiendo con su adorado Nigel... y corrigiéndole cuando hace comentarios tontos, según su costumbre.
- ¿Usted se inclina más por Patricia Lane que por el propio Nigel?
- Oh, sí. No creo que a Nigel le preocupara y además no hubiera utilizado su propia tinta. Es muy inteligente, y en cambio es precisamente la estupidez que Patricia hubiera cometido sin pensar que de ese modo podían recaer las sospechas en su precioso Nigel.
- O también pudo ser que alguien odiara a Nigel Chapman y deseara dar la impresión de que había sido obra suya.
- Sí, ésa es otra posibilidad.
- ¿Quién no simpatiza con Nigel Chapman?
- Oh, pues Jean Tomlinson, en primer lugar. Y Len Bateson siempre anda peleando con él.
- ¿Tiene alguna idea de cómo pudieron dar la morfina a Celia Austin?
- Lo he estado pensando y pensando. Desde luego lo más sencillo sería echarla en su café. Todos deambulábamos por el salón y la taza de Celia estaba encima de una mesita, ya que siempre esperaba a que el café estuviera casi frío para beberlo, y cualquiera que tuviese el aplomo suficiente pudo haber echado la pastilla o lo que fuera en su taza, aunque me parece que el riesgo de ser visto sería grande. Quiero decir que es una de esas cosas que hubieran podido notarse con facilidad.
- La morfina no le fue administrada en pastillas - dijo el inspector Sharpe.
- ¿Cómo entonces? ¿En polvo?
- Sí.
Valerie frunció el entrecejo.
- Eso resulta aún más difícil, ¿no?
- No se le ocurre ninguna otra cosa, aparte del café?
- Algunas veces bebía un vaso de leche caliente antes de acostarse. Aunque no creo que lo tomara aquella noche.
- ¿Puede usted describirme exactamente lo que ocurrió aquella noche en el salón?
- Pues, como le digo, todos anduvimos por allí charlando; alguien puso la radio... la mayoría de muchachos salieron. Celia subió a acostarse bastante temprano, igual que Jean Tomlinson. Sally y yo nos quedamos hasta bastante tarde. Yo escribiendo unas cartas y Sally repasando unos apuntes. Creo que fui la última en subir.
- En conjunto, ¿fue una noche tan normal como otra cualquiera?
- Por completo, inspector.
- Gracias, señorita Hobhouse. ¿Quiere enviarme ahora a la señorita Lane?
Patricia Lane parecía preocupada, pero no recelosa. Sus respuestas no aportaron nada nuevo, y al preguntarle por los desperfectos ocasionados en los apuntes de Elizabeth Johnson dijo que no cabía la menor duda de que Celia había sido la responsable.
- Pero ella negó categóricamente, señorita Lane.
- Por supuesto - replicó Patricia -. Es natural. Supongo que se avergonzaría de haberlo hecho. Pero concuerda con las demás cosas, ¿verdad?
- ¿Sabe lo que ocurre en este caso, señorita Lane? Que nada encaja demasiado bien.
- Supongo que usted pensará que fue Nigel el que estropeó los apuntes de Bess. Por culpa de la tinta - dijo Patricia enrojeciendo -, y eso es una tontería. Quiero decir que si hubiera hecho una cosa así no hubiese utilizado su propia tinta. No es tonto, pero de todas formas no lo hizo.
- No siempre se lleva bien con la señorita Johnston, ¿verdad?
- Oh, algunas veces ella resulta impertinente, pero a él no le importa gran cosa - Patricia Lane se inclinó hacia delante con ansiedad -. Me gustaría hacerle comprender un par de cosas, inspector... acerca de Nigel Chapman. En realidad, Nigel es el mayor enemigo de sí mismo. Soy la primera en admitir que tiene un carácter difícil que predispone a la gente en contra suya. Es brusco e irónico, y le gusta divertirse a costa de los demás, les hace enfadar a todos y ellos piensan lo peor de él. Mas en realidad es muy distinto de lo que parece. Es uno de esos seres tímidos y bastante desgraciados que quisieran ser apreciados por todos, pero debido a una especie de espíritu de contradicción, dicen y hacen todo lo contrario de lo que piensan hacer y decir.
- Ah - replicó el inspector Sharpe -. Ésa es una buena desgracia,
- Sí, pero ellos no pueden evitarlo, ¿sabe? Eso es consecuencia de una infancia desgraciada. Nigel tuvo una niñez muy triste. Su padre era muy duro y muy severo y nunca le comprendió, y además trataba mal a su madre. Después, de que ella murió tuvieron una pelea terrible y Nigel se escapó de su casa. Su padre dijo que nunca le daría ni un céntimo y que se arreglara sin esperar la menor ayuda de él. Nigel replicó que no deseaba su ayuda, y que no la aceptaría aunque se la ofreciera. Gracias al testamento de su madre entró en posesión de una pequeña cantidad de dinero, y nunca escribió a su padre ni volvió junto a él. Claro que eso fue una lástima en cierto sentido, pero no cabe duda de que su padre era un hombre muy desagradable, no me extraña que amargara a Nigel y le hiciera imposible convivir con él. Desde la muerte de su madre no tuvo a nadie que le cuidara. Su salud no ha sido buena, aunque tiene una inteligencia brillante. En esta vida no ha encontrado más que obstáculos y por eso no puede mostrarse como es en realidad.
Patricia Lane, después de su largo y apasionado discurso se detuvo ruborizada y falta de aliento y el Inspector Sharpe la miró pensativo. Había tropezado anteriormente con muchas Patricia Lane. «Está enamorada de ese chico - pensó -. Y supongo que a él le importa dos cominos, pero es probable que se deje querer. El padre, por lo que ha dicho, parece que era un viejo pendenciero, pero me atrevo a pensar que la madre era una tonta que estropeó a su hijo y que con sus mimos fue ahondando la brecha abierta entre él y su padre. He visto muchos casos así.» Se preguntó si Nigel Chapman se habría sentido atraído por Celia Austin. No le parecía probable, pero no era imposible. «Y de ser así - pensó -. Patricia Lane debió sentir amargo resentimiento.» ¿Tal vez lo bastante como para desearle mal a Celia? ¿Lo bastante como para cometer un crimen? Seguramente no... y en todo caso, el hecho de que Celia se convirtiera en la prometida de Colin Macnabb descartaba aquel posible motivo del crimen. Despidió a Patricia Lane e hizo llama a Jean Tomlinson.




CAPITULO X



La señorita Tomlinson era una joven de veintisiete años de aspecto serio, cabellos rubios, facciones correctas y una boca ligeramente curvada hacia arriba. Cuando se sentó dijo en tono comedido:
- Y bien, inspector. ¿En qué puedo servirle?
- Me pregunto si podría usted ayudarme a esclarecer este trágico asunto, señorita Tomlinson.
- Es chocante, realmente chocante - dijo Jean. Ya era bastante desagradable pensar que Celia se había suicidado, pero ahora que creen que la asesinaron... - se detuvo meneando la cabeza, contrariada.
- Estamos casi seguros de que no se envenenó - replicó Sharpe -. ¿Usted sabe de dónde salió el veneno?
Jean asintió.
- Supongo que del Hospital de Santa Catalina, donde ella trabaja. Pero indica que fue suicidio...
- Sin duda alguna eso es lo que quisieron dar a entender - replicó el inspector..
- Pero, ¿quién hubiera podido apoderarse del veneno, aparte de Celia?
- Muchísimas personas - dijo el inspector Sharpe -, si estaban decididas a ello. Incluso usted misma hubiera podido cogerlo, señorita Tomlinson, - ¡Inspector Sharpe! - el tono de Jean denotaba indignación.
- Bueno, usted visitaba el Dispensario bastante a menudo, ¿no es cierto, señorita Tomlinson?
- Iba a ver a Mildred Carey; pero, naturalmente nunca me hubiera atrevido a tocar nada del armario de los venenos.
- ¿Pero hubiese podido hacerlo?
- ¡Desde luego que no!
- Veamos, señorita Tomlinson. Supongamos que su amiga estuviera atareada preparando las cestas de las salas y la otra encargada en la ventanilla de los pacientes. Durante muchos ratos sólo hay dos encargadas en ese departamento, y usted pudo acercarse como por casualidad hasta el estante central sin que ninguna de las dos encargadas imaginara siquiera lo que acababa de hacer.
- Me duele mucho lo que dice, inspector Sharpe. Es... es... una acusación ignominiosa.
- Pero si no se trata de una acusación, señorita Tomlinson. Nada de eso. No debe interpretarlo mal. Usted me dijo que no era posible que usted hubiera cogido el frasco y yo trato de demostrarle que sí lo es. No es que yo diga que usted lo hiciera. Al fin y al cabo - agregó -, ¿para qué habría de hacerlo?
- Cierto. Recuerde que yo era amiga de Celia, inspector Sharpe.
- Muchísimas personas son envenenadas por sus amigos -. Hay una pregunta que debemos hacemos algunas veces. ¿Cuándo un amigo no es amigo?
- No hubo la menor desavenencia entre Celia y yo; nada de eso. La apreciaba mucho.
- ¿Tuvo usted alguna razón para suponer que fuera ella la responsable de los robos ocurridos en la casa?
- No. En mi vida tuve una sorpresa mayor. Siempre pensé que Celia tenía buenos principios. Nunca la hubiera creído capaz de una cosa así.
- Claro que los cleptómanos no pueden remediarlo, ¿no es cierto? - le preguntó mirándola de hito en hito.
Jean Tomlinson apretó los labios y al fin los abrió para decir:
- No puedo decir que apoye esta opinión, inspector Sharpe. Mis ideas son un tanto anticuadas y creo que robar es siempre robar.
- ¿Usted cree que Celia se apoderaba de las cosas porque quería robarlas, sencillamente?
- Desde luego que sí.
- En una palabra, ¿por falta de honradez?
- Me temo que sí.
- ¡Ah! - exclamó el inspector Sharpe sacudiendo la cabeza -. Mala cosa.
- Sí, siempre es triste que en cualquier aspecto nos decepcionen.
- Tengo entendido que se habló de avisarnos... me refiero a la policía.
- Tal vez usted considere que de todos modos debieran haber dado parte a la policía.
- Tal vez hubiera sido lo correcto. Sí, no me parece bien que nadie pueda escapar impunemente después de hacer estas cosas.
- Como el hacerse pasar por cleptómana cuando se es una ladrona... ¿no es eso lo que quiere decir?
- Pues más o menos, sí... eso es lo que quiero decir en realidad.
- Y en vez de eso, todo iba a terminar felizmente y las campanas de boda ya empezaban a sonar por la señorita Austin.
- Claro que no hay que extrañarse por nada de lo que haga Colin Macnabb – dijo Jean Tomlinson con rencor -. Estoy segura de que es un ateo y el hombre más incrédulo, burlón y desagradable que he conocido. Es brusco con todo el mundo. ¡En mi opinión es un comunista!
- ¡Ah! - dijo el inspector Sharpe -. ¡Malo! - y meneó la cabeza.
- Si defendió a Celia fue porque no tiene el menor respeto a la propiedad. Y probablemente cree que todo el mundo puede apoderarse de lo que le venga en gana.
- No obstante, la señorita Austin confesó - dijo el inspector.
- Sí, después que la descubrieron - replicó Jean.
- ¿Quién la descubrió?
- Pues ese señor... ¿cómo se llama... ? Poirot... que vino la otra noche.
- Pero, ¿por qué cree que la descubrió, señorita Tomlinson? Él no lo dijo, sólo les aconsejó que avisaran a la policía.
- Debió demostrarle que lo sabía. Es evidente que ella se vio descubierta y por eso se apresuró a confesar.
- ¿Y qué opina usted de la tinta vertida sobre los apuntes de Elizabeth Johnston? ¿Lo confesó también?
- La verdad, no lo sé. Supongo que sí.
- Pues supone usted mal - replicó Sharpe -. Negó categóricamente que hubiera sido ella.
- Bueno, tal vez sea verdad. Pero debo confesar que no lo creo probable.
- ¿Le parece a usted más creíble que fuera Nigel Chapman?
- No, no creo que Nigel lo hiciera. Más bien me parece cosa de Akibombo.
- ¿De veras? ¿Y por qué había de hacerlo?
- Por celos. Toda esa gente de color es muy celosa e histérica.
- Eso es interesante, señorita Tomlinson. ¿Cuándo vio por última vez a Celia Austin?
- El viernes por la noche, después de cenar.
- ¿Quién subió primero a acostarse, ella o usted?
- Yo.
- ¿Fue a su habitación enseguida o la vio después de salir del salón?
- No.
- ¿Y no tiene idea de quién pudo poner morfina en su café... si es que le fue administrada por este medio?
- En absoluto.
- ¿ No vio nunca morfina en la casa o en la habitación de algún estudiante?
- No, no, creo que no.
- ¿Cree que no? ¿Qué significa eso, señorita Tomlinson?
- Pues, me estaba preguntando... ¿sabe usted? Hubo aquella apuesta tan tonta...
- ¿Qué apuesta?
- Uno... o, dos o tres estudiantes discutían...
- ¿Qué discutían?
- Acerca del crimen y los medios para cometerlo. Especialmente con veneno.
- ¿Quiénes participaron en la discusión?
- Pues creo que la empezaron Colin y Nigel, y luego intervino Len Bateson... Patricia estaba allí también...
- ¿Recuerda usted lo más exactamente posible lo que se dijo en aquella ocasión y... cuál fue el proceso de la discusión?
Jean Tomlinson reflexionó unos instantes.
- Pues creo que se empezó discutiendo acerca de los asesinatos por envenenamiento, y se dijo que la dificultad estaba en lograr el veneno, ya que el asesino casi siempre es descubierto o bien por la compra del mismo o por haber tenido oportunidad de apoderarse de él; Nigel contestó que no era de esa opinión y que era capaz de encontrar tres medios distintos de hacerse con un veneno sin que nadie supiera nunca cómo lo había obtenido. Len Bateson le dijo que hablaba por hablar, y Nigel insistió en que no, y se mostró dispuesto a demostrarlo. Pat decía que Nigel tenía razón y que ella misma, o bien Len o Colin, podrían apoderarse de cualquier veneno en el hospital cuando quisieran, y también Celia. Y Nigel replicó que no era a eso a lo que se refería, puesto que todo el mundo habría de enterarse si Celia cogía algo del dispensario. Más pronto o más tarde lo buscarían, descubriendo su desaparición; y Pat dijo que no, si se vaciaba el frasco y se le llenaba con cualquier otra cosa, Colin se echó a reír diciendo que en este caso habría muchas reclamaciones por parte de los enfermos. Mas Nigel insistió en que no se refería a oportunidades especiales, y que él mismo, que no tenía acceso especial ni como médico ni como farmacéutico, podría conseguir tres clases distintas de veneno, por tres sistemas diferentes. Len Bateson exclamó entonces: «Muy bien, ¿pero cuáles son tus sistemas?», y Nigel replicó: «Ahora no voy a explicártelos, pero estoy dispuesto a apostar que en el plazo de tres semanas puedo presentaros tres muestras de tres venenos distintos», y Len Bateson apostó cinco dólares a que no lo conseguía.
- ¿Y... ? - dijo el inspector Sharpe cuando Jean se detuvo.
- Pues no se habló más de ello durante algún tiempo hasta que una noche, en el salón, Nigel dijo: «Y ahora, muchachos, mirad esto... yo cumplo mi palabra», y arrojó tres objetos sobre la mesa. Un tubo de pastillas de hioscina, un frasquito de tintura de digitalina y otro, diminuto, de tartrato de morfina.
- ¡Tartrato de morfina! - exclamó el inspector -. ¿Llevaba etiqueta?
- Sí. La del Hospital de Santa Catalina. Lo recuerdo con toda certeza porque, como es natural, me llamó la atención.
- ¿Y los otros?
- No me fijé. Yo diría que no eran de ningún hospital.
- ¿Qué ocurrió luego?
- Pues que se hicieron muchos comentarios y al fin Len Bateson dijo: «Vamos, si hubieras cometido un crimen, esto se sabría enseguida», y Nigel respondió: «Nada de eso. Soy un ciudadano cualquiera; no tengo nada que ver con clínicas ni hospitales, y nadie puede relacionarme con estos venenos. No los compré en ninguna farmacia», y Colin Macnabb, quitándose la pipa de la boca, dijo: «No, desde luego no pudiste comprarlo. Ningún farmacéutico te los hubiera vendido sin receta médica.» Estuvieron discutiendo un rato, y al fin Len dijo que pagaría. «Ahora no puedo, porque ando un poco mal de dinero - dijo -, pero no hay duda de que has ganado; has demostrado lo que dijiste», y luego le preguntó: «¿Qué vas a hacer con las pruebas delatoras?», y Nigel, sonriendo, dijo que sería mejor deshacerse de ellas antes de que ocurriera algún incidente; así que vaciaron el frasco de tintura de digitalina en el lavabo, arrojaron las pastillas al fuego, y la morfina en polvo también fue quemada.
- ¿Y los envases?
- No sé lo que hicieron con ellos... probablemente los tirarían al cesto de los papeles.
- Pero ¿el veneno fue destruido?
- Sí, estoy segura porque lo vi.
- Y... ¿eso cuándo fue?
- Hará unos quince días.
- Ya. Gracias, señorita Tomlinson,
Jean deseaba decir algo más.
- ¿Usted cree que puede tener importancia?
- Quizá. Nunca se sabe.
El inspector Sharpe estuvo reflexionando unos minutos antes de volver a llamar a Nigel Chapman, a fin de continuar.
- La señorita Jean Tomlinson acaba de hacerme una declaración muy interesante - le dijo.
- ¡Ah! ¿Contra quién le ha predispuesto nuestra querida Jean? ¿Contra mí?
- Me ha estado hablando de ciertos venenos relacionados con usted, señor Chapman.
- ¿Venenos... ? ¿ Qué diablos... ?
- ¿Niega usted que hace algunas semanas apostó con el señor Bateson a que era capaz de conseguir tres venenos clandestinamente?
- ¡Oh, se refiere a eso! - se hizo la luz en el cerebro de Nigel -. Sí, claro. Es curioso que no recordara. Ni siquiera me di cuenta de que Jean estuviera allí. Pero usted no pensará que ese hecho tenga algún significado especial, ¿verdad?
- Pues lo que puedo decir es que nunca se sabe. Entonces, ¿lo admite?
- Oh, sí, estuvimos discutiendo sobre ese tema. Colin y Len se mostraron muy arbitrarios y superiores y yo les dije que estaba convencido de que cualquiera podía apoderarse de una determinada cantidad de veneno... en realidad les aseguré que sabía tres sistemas distintos para obtenerlo, y que iba a demostrarlo poniéndolos en práctica.
- Cosa que hizo usted...
- Cosa que hice, inspector.
- ¿Y cuáles fueron esos tres sistemas, señor Chapman?
Nigel ladeó ligeramente la cabeza.
- ¿Me pide usted que me comprometa? - dijo -. ¿No debiera advertírmelo?
- Aún no ha llegado ese momento, señor Chapman; pero, desde luego, no tiene por qué comprometerse, como usted dice. En realidad tiene usted perfecto derecho a negarse a responder a mis preguntas.
- No creo que me niegue - replicó Nigel luego de reflexionar unos instantes y mientras iba apareciendo en su rostro una sonrisa juguetona -, claro - continuó - que lo que hice fue contra la ley, y usted podría detenerme por ello, si quisiera. Por otro lado, nos hallamos ante un caso de asesinato, y si esto tiene algo que ver con la muerte de la pobre Celia, creo mi deber hablar sinceramente.
- Desde luego, ése es un punto de vista muy razonable.
- Muy bien. Entonces hablaré.
- ¿Cuáles fueron esos tres sistemas?
- Pues - Nigel se recostó en su asiento -, siempre se lee en los periódicos que los médicos olvidan drogas peligrosas en los automóviles... y se previene a la gente para evitar accidentes.
- Sí.
- Pues se me ocurrió que el medio más sencillo sería ir a las afueras, seguir a un médico que efectuase sus visitas por allí, y cuando se presentara la ocasión... abrir su automóvil, registrar su maletín y sacar lo que deseaba. En esos distritos apartados, el médico no siempre lleva consigo su maletín cuando entra en una casa. Depende de la clase de enfermo que vaya a visitar.
- ¿Y bien?
- Pues eso es todo. Es decir, en cuanto el método uno. Tuve que seguir a tres médicos hasta tropezar con uno lo bastante confiado. Y entonces fue sencillísimo. El automóvil estaba parado ante una casa de campo, en un lugar solitario. Abrí la portezuela, registré el maletín, y saqué un tubo de tabletas de hioscina.
- ¡Ah! ¿Y el sistema número dos?
- Ese tiene algo que ver con la pobre Celia, la verdad sea dicha. Ella no sospechó nada. Ya le dije que era una chica estúpida que no tenía la menor idea de lo que hacía.
Me limité a hablarle de lo enrevesadas que resultaban las recetas de los médicos escritas en latín, y le pedí que me escribiera una tal como hacen ellos para adquirir tintura de digitalina, cosa que hizo sin recelar nada. Después sólo tuve que buscar un médico en la relación oficial, que viviera en un distrito apartado de Londres y añadir sus iniciales o su firma ilegible. Luego la llevé a una farmacia del centro de Londres donde no era probable que le conocieran, y me entregaron la receta sin la menor dificultad. La digitalina se receta en grandes cantidades para las afecciones cardíacas y yo presenté la receta escrita en un papel que llevaba el membrete de un hospital.
- Muy ingenioso - contestó Sharpe en tono seco.
- ¡Me estoy condenando yo mismo! Lo comprendo por la entonación de su voz.
- ¿Y el tercer método?
Nigel no contestó enseguida, pero al fin dijo:
- Escuche. ¿Adónde me llevará todo esto?
- El apoderarse de drogas aunque sea en el interior de un automóvil se considera un hurto - replicó el inspector -. Y el falsificar una receta...
Nigel le interrumpió:
- No fue exactamente una falsificación... Quiero decir que yo no obtuve dinero por ella, y ni siquiera traté de imitar la firma del médico. Si yo escribo una receta y pongo debajo H. R. James no puede usted decir que trate de falsificar la firma de ningún James en particular, ¿no es cierto? - y continuó con una sonrisa -. ¿Comprende lo que quiero decir? Estoy arriesgando mi pellejo. Si quiere usted ponerme contra la pared por esto, bueno... sin duda lo merezco. Y por otro lado, si...
- Sí, señor Chapman, ¿y por otro lado... qué?
Nigel exclamó con repentino apasionamiento:
- No me gusta el crimen. Es algo horrible, bestial. Y Celia, la pobre, no merecía ser asesinada. Quiero ayudarle en lo que sea. Pero, ¿le ayudará esto? No creo. Me refiero a la confesión de mis pecadillos.
- La policía es muy comprensiva, señor Chapman, y a ella corresponde mirar ciertas cosas como alocadas travesuras de una naturaleza irresponsable. Yo acepto sus protestas de que desea ayudar a resolver el asesinato de esa joven. Y ahora le ruego que continúe y me cuente cuál fue su tercer sistema.
- Pues estamos llegando al meollo - dijo el muchacho -. Fue algo más arriesgado que los otros dos, pero al mismo tiempo mucho más divertido. Yo había ido al dispensario un par de veces para ver a Celia, y sabiendo dónde estaban las cosas...
- ¿Pudo apoderarse de un frasquito por el sencillo procedimiento de cogerlo del armario?
- No, no; no fue tan sencillo. Eso no hubiera sido justo desde mi punto de vista, e incidentalmente, si hubiese habido un auténtico asesinato... es decir, si yo, hubiese robado el veneno con el propósito de matar... es probable que recordaran que yo iba por el dispensario de Celia. No, yo sabía que Celia iba siempre al departamento posterior a las once y cuarto a tomar que llamamos un «tentempié», es decir, una taza de café y unas galletas. Las chicas iban por turnos... dos cada vez. Había una encargada nueva que no me conocía, de modo que lo que hice fue lo siguiente: Entrar en el dispensario con una americana blanca y un estetoscopio alrededor del cuello. Sólo estaba allí la nueva empleada, muy ocupada atendiendo a los pacientes. Fui hasta el armario de los venenos y le pregunté: «¿Qué fortaleza tiene la adrenalina que hay allí?» Me informó. Y luego le pedí un par de aspirinas diciéndole que tenía una «resaca» terrible. Me las tomé y volví a marcharme; ella no tuvo la menor sospecha de que no fuera del personal médico o un estudiante de medicina. Fue un juego de niños, y Celia no supo nunca que yo estuve allí.
- Un estetoscopio - repitió el inspector Sharpe con extrañeza -. ¿Dónde lo consiguió?
Nigel sonrió de pronto.
- Era el de Len Bateson - confesó -. Yo se lo quité.
- ¿En esta casa?
- Sí.
- Eso explica la desaparición del estetoscopio. Eso no fue cosa de Celia.
 - ¡Cielos, no! ¿Se imagina usted a una cleptómana robando un estetoscopio?
- Y después, ¿qué hizo con él?
- Pues tuve que empeñarlo - dijo Nigel en tono de disculpa.
- ¿No fue eso una mala pasada para Bateson?
- Sí, muy mala. Pero no podía contárselo sin descubrir mis métodos, cosa que no era mi intención hacer. Sin embargo - agregó Nigel alegremente - una noche le invité a salir conmigo y lo pasó en grande.
- Es usted un irresponsable - dijo el inspector Sharpe.
- Debiera usted haber visto sus caras - continuó Nigel ensanchando su sonrisa -, cuando arrojé los tres venenos sobre la mesa y les dije que los había conseguido sin que nadie se enterase.
- Lo que usted me dice - replicó el inspector - es que conoce tres sistemas para envenenar a quien sea con tres venenos distintos sin que en ninguno de los casos pudiera achacárselo a usted.
Nigel asintió.
- Es bastante exacto - dijo -. Y, dadas las circunstancias, no resulta muy agradable admitirlo, pero el caso es que esos venenos fueron destruidos por lo menos quince días atrás.
- Eso es lo que usted cree, señor Chapman, pero puede que en realidad no fuera así.
Nigel le miró extrañado.
- ¿Qué quiere usted decir?
- ¿Cuánto tiempo los conservó en su poder?
Nigel reflexionó.
- Pues el tubo de hioscina unos diez días y el tartrato de morfina, cuatro. La tintura de digitalina la había conseguido aquella misma tarde.
- ¿Y dónde los guardaba?
- En uno de los cajones de mi cómoda, detrás de mis pañuelos.
- ¿Sabía alguien más que los tenía allí?
- No, no. Estoy seguro de que no.
No obstante, hubo una ligera vacilación en su voz que el inspector no pasó por alto, aunque, de momento, no insistió sobre aquel punto.
- ¿Le dijo a alguien lo que estaba haciendo? ¿Le habló de sus métodos... del modo como iba a obtener los venenos?
- No. Por lo menos... no, no dije nada a nadie.
- Ha dicho usted «por lo menos», señor Chapman.
- Pues en realidad nada dije. Pensaba decírselo a Pat, pero me pareció que no lo aprobaría. Es muy intransigente, de modo que tampoco se lo conté.
- ¿No le dijo nada de cómo había robado esa droga del automóvil de un médico, ni de la receta, ni de la morfina del hospital?
- En realidad, después le hablé de la digitalina; de cómo había escrito una receta para obtener un frasco en la farmacia, y lo de la chaqueta blanca del médico del hospital. Lamento decir que no le divirtió y no le conté lo del robo del automóvil, puesto que se pondría furiosa con tanta reincidencia.
- ¿Le dijo que pensaba destruirlos en cuanto ganara la apuesta?
- Sí. Estaba preocupada y empezó a decir que debía devolverlos o algo por el estilo.
- ¿Cosa que no se le había ocurrido a usted?
- ¡Cielos, no! Eso hubiera sido fatal; y me hubiese acarreado muchos disgustos. No, los tres arrojamos al fuego las. pastillas y el polvo y vertimos la tintura por el lavabo. Eso fue todo, y no hubo el menor percance.
- Usted dice eso, señor Chapman, pero es muy posible que lo hubiera y grave.
- ¿Cómo es posible, si los venenos le hicieron desaparecer del modo que le digo?
- Señor Chapman, ¿no se le ha ocurrido pensar que alguien pudo ver dónde guardaba esas cosas, o encontrarlas por casualidad, y luego de apoderarse de la morfina reemplazarla inmediatamente por cualquier otra cosa?
- ¡Cielo santo, no! - Nigel le miró con los ojos muy abiertos -. Nunca se me ocurrió pensar nada de eso. No lo creo.
- Pero es una posibilidad, señor Chapman.
- Pero nadie pudo saberlo.
- Yo diría - replicó el inspector- que en un lugar como éste se saben muchas más cosas de las que usted pueda imaginar.
- ¿Quiere decir que se escucha detrás de las puertas?
- Sí.
- Tal vez tenga usted razón.
- Sí. ¿Qué estudiantes suelen estar normalmente en su habitación?
- Pues la comparto con Len Bateson, y la mayoría de los muchachos han entrado alguna vez. Las chicas no, desde luego. Ellas no pueden entrar en la parte de la casa donde están nuestros dormitorios. Integridad. Moralidad absoluta.
- Se supone que no entran, pero pueden hacerlo, ¿no?
- Sí - replicó Nigel -. Y a cualquier hora del día. Por ejemplo, por la tarde, no hay nadie allí. Nuestros dormitorios están vacíos.
- ¿Y la señorita Lane ha ido alguna vez a su habitación?
- Espero que no lo pregunte con mala intención, Inspector. Pat va algunas veces a mi habitación a dejar mi ropa limpia, pero nada más.
El inspector Sharpe se inclinó hacia delante para preguntar:
- ¿Se da usted cuenta, señor Chapman, de que la persona que pudo apoderarse del veneno con más facilidad y sustituirlo por cualquier otra cosa fue usted mismo?
Nigel le miró con el rostro macilento y endurecido repentinamente.
- Sí - repuso -. Acabo de comprenderlo hace sólo un minuto y medio. Podría haber hecho exactamente eso. Pero yo no tenía motivos para quitar de en medio a esa chica, inspector, y no lo hice. Sin embargo... comprendo que usted no tiene más que mi palabra...












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