AGATHA CHRISTIE - ASESINATO EN LA CALLE HICKORY (PARTE 2)






Comenzamos con la segunda parte de la lectura del libro.










CAPÍTULO XI



La historia de la apuesta y de la destrucción de los venenos fue confirmada por Len Bateson y Colin Macnabb, y Sharpe retuvo a este último cuando los otros se hubieron marchado.
- No quisiera causarle más dolor del que ya siente, señor Macnabb - le dijo -. Y comprendo lo que debe ser para usted que su novia fuera envenenada la misma noche de su compromiso matrimonial.
- No es preciso mirarlo según ese aspecto - replicó Colin con el rostro inmutable -. No tiene usted por qué preocuparse por mis sentimientos. Pregúnteme lo que quiera y crea que pueda serle de utilidad.
- En su opinión, muy respetable, ¿el comportamiento de Celia Austin era de orden psicológico?
- No cabe la menor duda - repuso Colin Macnabb -. Si quiere usted que le exponga la teoría del caso...
- No, no - se apresuró a contestar el inspector -. Acepto su opinión como estudiante de psicología.
- Su niñez fue muy desgraciada y levantó un bloque emocional...
- Claro, claro - el inspector Sharpe procuraba desesperadamente evitar el relato de otra niñez desafortunada. Con la de Nigel tuvo suficiente.
- ¿Hacía tiempo que se sentía atraído por ella?
- Yo no diría eso precisamente - replicó el joven, considerando el asunto a conciencia -. Algunas veces hacen su aparición. Sin duda me atraía inconscientemente, pero yo no me daba cuenta. Puesto que no tenía intención de casarme joven, sin duda presentaba una resistencia considerable a aceptar la idea de forma consciente.
- Sí. Eso mismo. ¿Y Celia Austin estaba contenta por haberse convertido en su prometida? Quiero decir, ¿no expresó dudas? ¿Incertidumbre? ¿No hubo nada que creyera conveniente confesarle?
- Hizo una confesión completa de todo su pasado. En su mente no quedó nada que la preocupara.
-...¿cuándo pensaban casarse?
- Hubiéramos tenido que esperar algún tiempo. De momento no tengo posición para mantener una esposa.
- ¿Tenía Celia algún enemigo? ¿Alguien que no la quisiera bien?
- Me cuesta creerlo, inspector. He estado pensando mucho en ello. Aquí todos la querían, y considero que no fue una cuestión personal la que puso fin a su vida.
- ¿Qué quiere usted decir con eso de «cuestión personal»?
- No quisiera precisar demasiado, de momento. Es sólo una idea vaga que se me ha ocurrido y aún no lo veo con claridad.
Y el inspector no pudo insistir.
Las dos últimas estudiantes que faltaban por interrogar eran Sally Finch e Elizabeth Johnston. Sharpe se entrevistó primero con Sally. Era una joven atractiva, con un mechón de cabellos rojizos que le caía sobre sus ojos brillantes e inteligentes. Después de las preguntas de rigor, Sally Finch tomó de pronto la iniciativa.
- ¿Sabe usted lo que me gustaría hacer, inspector? Pues decir lo que pienso. Mi opinión personal. Hay algo raro en esta casa, algo muy raro. Estoy segura.
- ¿Se refiere a que Celia Austin fue envenenada?
- No, me refiero a antes de eso. Ya hace tiempo que tengo esa impresión. No me gustaron las cosas que han venido ocurriendo. No me agradó que destrozaran aquella mochila ni que hicieran pedazos el echarpe de Valerie. Ni tampoco que empaparan de tinta los apuntes de Negra Bess. Pensaba marcharme de aquí cuanto antes, y eso es lo que haré en cuanto ustedes me lo permitan.
- ¿Quiere decir que tiene usted miedo de algo, señorita Finch?
Sally asintió.
- Sí. Tengo miedo. Aquí hay alguien despiadado, y este lugar... bueno, ¿cómo diría yo...? no es lo que parece. No, no, inspector, no me refiero a los comunistas. Veo la palabra temblando en sus labios. No me refiero a los comunistas. Tal vez no sea siquiera nada criminal. No lo sé. Pero le apuesto lo que quiera a que esa horrible vieja lo sabe todo.
- ¿Qué vieja? ¿No se referirá a la señora Hubbard?
- No. Mam Hubbard es un encanto. Me refiero a la vieja Nicoletis. Esa bruja.
- Eso es interesante, señorita Finch. ¿No puede precisar un poco m s? Me refiero con relación a la señora Nicoletis.
- No. Todo cuanto puedo decirle es que cada vez que pasa por mi lado me estremezco. Algo extraño está ocurriendo aquí, inspector.
- Me gustaría que pudiera, ser un poco más explícita.
- A mí también. Creerá usted que tengo mucha imaginación. Bueno, tal vez tenga, pero otras personas piensan igual que yo. Akibombo, por ejemplo. Está asustado. Y creo que la Negra Bess también, aunque no quiera confesarlo. Y creo, señor inspector, que Celia sabía algo de todo esto.
- ¿Que sabía algo de qué?
- Ése es el caso. ¿De qué? Pero dijo algunas cosas el último día... que quería aclararlo todo. Ella había confesado su parte en las desapariciones, pero debió sentir la corazonada de quién era el autor de otras cosas y deseaba que también se aclarasen.
Creo que sabía algo, inspector. Por eso la asesinaron.
- Pero si era algo tan serio...
Sally le interrumpió:
- Yo no digo que ella supiera que se trataba de algo serio. No era muy inteligente y sí muy despistada. Debió de enterarse de algo sin comprender que era peligroso. De todas formas ésa es mi opinión, si le sirve de algo.
- Ya. Gracias... ¿La última vez que vio a Celia Austin fue anoche en el salón, después de cenar?
- Sí. Aunque, a decir verdad, la vi después.
- ¿La vio usted después? ¿Dónde? ¿En su habitación?
- No. Cuando subí a acostarme, ella salía por la puerta principal.
- ¿Que salía por la puerta principal? ¿Fuera de la casa, quiere usted decir?
- Sí.
- Eso es bastante curioso. Nadie más me ha hablado de ello.
- Me atrevo a asegurarle que no lo saben. Ella dio las buenas noches a todos y dijo que iba a acostarse, y si al salir del salón yo no la hubiera visto abrir la puerta de la calle hubiese supuesto que estaba en su habitación.
- Mientras que en realidad subió, se puso alguna ropa de abrigo y salió de la casa.
¿No es eso?
Sally asintió.
- Y creo que salió para encontrarse con alguien.
- Ya. Alguien ajeno a la casa. ¿O tal vez alguno de los estudiantes?
- Pues yo creo que debía ser uno de los estudiantes. Comprenda, si ella deseaba hablar privadamente con alguien, era difícil hacerlo en la casa, y tal vez quedaran en encontrarse en otro sitio
- ¿Tiene idea de cuándo regresó?
- En absoluto.
- ¿Lo sabrá Geronimo, el criado?
- Si vino después de las once, sí, porque a esa hora hecha la cadena a la puerta. Hasta entonces cada uno puede abrir con su propia llave.
- ¿Recuerda qué hora era cuando la vio salir de la casa?
- Yo diría que eran cerca de... las diez. Tal vez un poco después, pero no mucho.
- Ya. Gracias, señorita Finch, por todo lo que acaba de decirme.
Y por último el inspector habló con Elizabeth Johnston, quedando impresionado por la serena inteligencia de la joven, que contestaba a sus preguntas con decisión y claridad, esperando luego a que continuara.
- Celia Austin - le dijo el inspector- negó categóricamente el haber estropeado sus apuntes, señorita Johnston. ¿La creyó usted?
- Yo no creo que lo hiciera Celia, desde luego.
- ¿Sabe quién fue?
- La respuesta más evidente es Nigel Chapman, pero me resulta demasiado evidente. Nigel no es tonto, y no hubiera utilizado su propia tinta.
- Y... Y si no fue Nigel, ¿quién fue entonces?
- Eso ya es más difícil. Pero creo que Celia sabía quién... o por lo menos se lo figuraba.
- ¿Se lo contó ella?
- Exactamente no; pero la noche antes de su muerte vino a mi habitación cerca de la hora de la cena, para decirme que a pesar de ser la responsable de los robos, no había estropeado mi trabajo. Yo le dije que la creía y le pregunté si sabía quién lo hizo.
- ¿Y qué le contestó?
- Me dijo: «En realidad no puedo estar segura porque no veo el motivo... Pudo ser una equivocación o un accidente... Estoy convencida de que el que lo hizo lo lamenta muchísimo y le agradaría confesarlo». Celia continuó: «Hay algunas cosas que no comprendo, como la desaparición de las bombillas el día que vino la policía.»
Sharpe la interrumpió:
- ¿Qué es eso de la policía y las bombillas?
- No lo sé. Todo lo que Celia dijo fue: «Yo no las quité» y, luego agregó: «Me pregunto si tendrá algo que ver con el pasaporte.» Yo le pregunté, «¿De qué pasaporte estás hablando?» y me dijo: «Creo que alguien tiene un pasaporte falso.»
El inspector guardó silencio unos instantes.
Al fin algunas ideas vagas iban tomando forma. Un pasaporte...
- ¿Qué más le dijo? - preguntó.
- Nada. Sólo: «De todas formas, mañana sabré algo más.»
- ¿Eso dijo? «Mañana sabré algo más.» Es una observación muy significativa, señorita Johnston.
- Sí.
El inspector volvió a reflexionar en silencio. Algo referente a un pasaporte... y a una visita de la policía... Antes de ir a la calle Hickory había revisado cuidadosamente los archivos. Se vigilaban muy de cerca las Residencias que albergaban a estudiantes extranjeros, y el número veintiséis de la calle Hickory tenía buen informe, aunque constaban los sucesos ocurridos en él. Un estudiante del África Occidental había sido requerido por la policía por vivir a expensas de una mujer, y dicho estudiante había estado unos días en la calle Hickory, marchando luego a otro sitio, y siendo detenido a su debido tiempo y luego deportado. Hubo también una inspección en todas las pensiones y residencias en busca de un eurasiático reclamado para ayudar a la policía a esclarecer el asesinato de la esposa de un tabernero de cerca de Cambridge. Todo quedó aclarado cuando el joven en cuestión se presentó en el puesto de policía confesándose autor del crimen. Hubo también una investigación sobre el reparto de folletos subversivos entre estudiantes. Todos estos sucesos habían ocurrido algún tiempo atrás y no era posible que tuvieran nada que ver con la muerte de Celia Austin.
Con un suspiro alzó la cabeza, encontrándose con la mirada inteligente de Elizabeth Johnston, y llevado de su impulso le dijo:
- Dígame, señorita Johnston, ¿tiene usted o ha tenido alguna vez la impresión... de que en esta casa ocurría algo extraño?
Pareció sorprenderse.
- ¿ Raro... en qué sentido?
- No sabría decirle. Estaba pensando en algo que me dijo la señorita Sally Finch.
- Oh... Sally Finch.
La entonación de su voz le resultó difícil de interpretar, y sintiéndose interesado continuó:
- La señorita Finch parece ser buena observadora, inteligente y práctica. Insistió en que había algo... algo extraño en esta casa... aunque no supo explicar en qué consistía.
Elizabeth replicó vivamente:
- Ése es su modo de pensar. Ésas americanas, todas son iguales. Nerviosas, aprensivas, sospechan de cualquier tontería. Fíjese cómo se ponen en ridículo con sus presentimientos, su manía de espiar, su histerismo, y su obsesión por el comunismo. Sally Finch es un caso típico.
El interés del inspector fue aumentando. De modo que a Elizabeth le desagradaba Sally Finch. ¿Por qué? ¿Porque Sally era americana? ¿O acaso a Elizabeth le desagradaban las americanas únicamente por serlo Sally Finch, o había alguna otra razón para que la atractiva pelirroja no le fuera simpática? Tal vez fuesen simples celos femeninos.
Intentó echar mano de un recurso que algunas veces le había dado buenos resultados: el de halagar su vanidad, y por ello dijo en otro tono de voz:
- Como puede usted apreciar, señorita Johnston, en una Residencia como ésta, el nivel de cultura varía muchísimo. A algunas personas... a la mayoría, sólo les preguntamos hechos concretos, pero cuando tropezamos con alguien de inteligencia superior...
Hizo una pausa. El comentario era halagador. ¿Respondería?
Tras una breve pausa obtuvo su recompensa.
- Creo comprenderle, inspector. Aquí el nivel intelectual no es muy alto, como bien ha dicho usted. Nigel Chapman tiene ciertamente un cerebro rápido, pero su mentalidad es muy superficial. Leonard Bateson es trabajador... pero nada más.
Valerie Hobhouse posee una fina capacidad de percepción, pero sus miras son únicamente comerciales, y es demasiado perezosa para emplear su cerebro en algo que no merezca la pena. Y lo que usted desea es la ayuda de una mentalidad disciplinada..
- Como la suya, señorita Johnston.
Ella aceptó el cumplido sin protestar, y el inspector comprendió, interesado, que tras sus modales modestos y amables se ocultaban la arrogancia y el convencimiento de sus propias cualidades.
- Me siento inclinado a participar de su opinión con respecto a sus compañeros estudiantes, señorita Johnston. Chapman es inteligente, pero aniñado. Valerie Hobhouse tiene cualidades, pero adopta una actitud blasé ante la vida. Usted, como acaba de decir, tiene una mentalidad disciplinada, y por eso valoro sus puntos de vista... los puntos de vista de una inteligencia poderosa y destacada.
Por un momento creyó haberse excedido, pero no tenía por qué temer.
- No hay nada raro en esta casa, inspector. No haga caso de lo que le diga Sally. Es una residencia muy decente y bien dirigida. Estoy segura de que aquí no encontrará el menor rastro de actividades subversivas.
El inspector quedó un tanto sorprendido.
- En realidad ahora no pensaba en esa clase de actividades.
- Oh... ya... - Elizabeth se desconcertó -. Yo me refería a lo que Celia contó de un pasaporte, pero mirándolo con toda imparcialidad y pesando toda la evidencia, parece casi seguro que la muerte de Celia fue debida a un motivo particular... tal vez a alguna complicación amorosa. Estoy segura de que no tuvo nada que ver con la Residencia, como Residencia, ni «que aquí ocurra nada extraño». Estoy convencida de que no pasa nada. De ser así me habría dado cuenta; poseo una sensibilidad muy fina.
- Ya. Bien, gracias, señorita Johnston. Ha sido usted muy amable prestándome su ayuda.
Elizabeth Johnston se marchó y el inspector Sharpe quedó con la vista fija en la puerta, que acababa de cerrarse. El sargento Cobb tuvo que hablarle dos veces para sacarle de su abstracción.
- ¿Eh?
- He dicho que ya no queda nadie más, Inspector.
- Sí, ¿y qué hemos conseguido? Poquísimo. Pero voy a decirle una cosa, Cobb. Mañana vendré aquí con una orden de registro. Ahora nos marcharemos para reflexionar. Pero aquí ocurre algo. Mañana lo registraremos de arriba abajo... cosa nada fácil cuando se ignora lo que se busca, pero existe la posibilidad de que encuentre algo que me dé una pista. Esa joven que acaba de salir de aquí es muy interesante. Posee el «yo» de un Napoleón, y sospecho que sabe algo.





CAPÍTULO XII


Hercules Poirot, mientras despachaba su correspondencia, se detuvo en mitad de la frase que estaba dictando. La señorita Lemon le miró con gesto interrogador.
- Sí, señor Poirot.
- Mi imaginación se distrae - Poirot alzó una mano -. Después de todo, esta carta no es importante. Señorita Lemon, tenga la bondad de llamar a su hermana por teléfono.
- Sí, señor Poirot.
Pocos minutos después, Poirot cruzaba la estancia para coger el teléfono de manos de su secretaria.
- Oiga - dijo.
- ¿Diga, señor Poirot?
La señora Hubbard parecía bastante nerviosa.
- Espero que no la habré molestado, señora Hubbard...
- Estoy en un estado tal que ya ni lo noto.
- Ha sido un día agitado, ¿verdad? - preguntó el detective cortésmente.
- Es un modo muy delicado de decirlo, monsieur Poirot. Es eso exactamente lo que ha sido. El inspector Sharpe terminó ayer de interrogar a todos los estudiantes; hoy se presenta aquí con una orden de registro y he tenido que asistir a la señora Nicoletis, que ha sufrido un ataque de histerismo.
Poirot se mordió la lengua para contener la risa, y luego dijo:
- Quisiera hacerle una pregunta. Usted me envió una lista de objetos desaparecidos... y otros sucesos extraños... y lo que deseo, preguntarle es lo siguiente: ¿la escribió usted siguiendo un orden cronológico?
- ¿Cómo?
- Quiero decir si lo fue anotando según el orden en que fueron ocurriendo.
- No. Lo siento... lo anoté a medida que lo iba recordando. Siento haberle despistado.
- Debiera habérselo preguntado antes - replicó Poirot -. Pero entonces no me pareció importante. Aquí tengo su lista. Empieza por un zapato de noche, una pulsera, polvos compactos, un anillo con un brillante, un encendedor, un estetoscopio y demás. Pero, ¿dice usted que no fue ése el orden de su desaparición?
- No.
- ¿Lo recuerda ahora, o le resultaría demasiado difícil darme el orden debido?
- Pues no estoy segura, señor Poirot. Comprenda, ha pasado mucho tiempo. Tendría que pensarlo. En realidad, después de hablar con mi hermana y saber que íbamos a verle a usted, hice la lista, y creo que lo fui anotando todo a medida que iba recordando. Quiero decir que lo del zapato de noche fue tan particular que me vino a la memoria lo primero, y luego lo de la pulsera y los polvos compactos, el encendedor y el anillo, porque eran cosas bastante importantes y daban la impresión de que teníamos entre nosotros a un ladrón auténtico; y luego fui recordando las menos importantes y añadiéndolas a la lista. Me refiero al ácido bórico, las bombillas y la mochila. En realidad no tenían importancia y me acordé de ellas por casualidad.
- Ya - dijo Poirot -. Sí, ya comprendo... Ahora quisiera pedirle que cuando tenga un rato libre y con toda tranquilidad... es decir...
- Tal vez cuando acueste a la señora Nicoletis, le dé un calmante y tranquilice a Geronimo y María, tendré un poco de tiempo. ¿Qué es lo que desea de mí?
- Pues que escriba, con la mayor exactitud posible, el orden cronológico en que se sucedieron los diversos incidentes.
- Desde luego, señor Poirot. Creo que la mochila fue lo primero, y las bombillas... que no supe relacionar con las otras cosas... y luego la pulsera y los polvos compactos... No... el zapato de noche. Pero, bueno, no querrá usted oírme divagar ahora. Se lo escribiré lo mejor que pueda.
- Gracias, madame. Le quedaré muy agradecido.
Y Poirot cortó la comunicación.
- Estoy enfadado conmigo mismo - dijo a la señorita Lemon -. Me he apartado de mis principios: orden y método. Desde el principio debí haber considerado cada uno de los robos en el orden en que ocurrieron.
- Vamos, vamos - dijo la señorita Lemon mecánicamente -. ¿Va a terminar de dictar ahora estas cartas, señor Poirot?
Pero nuevamente el detective alzó la mano en un gesto de impaciencia.
Al regresar a la calle Hickory, la mañana del sábado, con una orden de registro, el inspector Sharpe solicitó una entrevista con la señora Nicoletis, que siempre acudía los sábados a pasar cuentas con la señora Hubbard, para explicarle lo que pensaba hacer.
La señora Nicoletis protestó enérgicamente.
- ¡Pero eso es un insulto...! Mis estudiantes se marcharán... se marcharán... Será mi ruina...
- No, no, señora. Estoy seguro de que serán razonables... Al fin y al cabo se trata de un asesinato.
- No ha sido asesinato... sino suicidio.
- Y estoy seguro que una vez yo les explique lo que ocurre, nadie tendrá inconveniente...
La señora Hubbard intervino conciliadora.
- Estoy segura de que todos serán razonables... excepto - agregó pensativa - tal vez Ahmed Alí y Chandra Lal.
- ¡Bah! - replicó la señora Nicoletis -. ¿Quién se preocupa por ellos?
- Gracias, señora - dijo el inspector -. Entonces empezaremos aquí, en su saloncito.
Una protesta inmediata y violenta fue la reacción de la señora Nicoletis.
- ¡Registre lo que quiera - dijo -, pero aquí no! Me niego.
- Lo siento, señora Nicoletis, pero tengo que registrar toda la casa, de arriba abajo.
- Muy bien, pero no mis habitaciones. Yo estoy por encima de la ley.
- Nadie está por encima de la ley, y lamento tener que pedirle que acceda.
- Esto es un ultraje - exclamó la señora Nicoletis, furiosa -. Usted es un metomentodo. Escribiré a todo el mundo. Escribiré a mi diputado... a los periódicos...
- Escriba a quien quiera, señora - replicó el inspector -, pero yo voy a registrar esta habitación.
Y se dirigió al escritorio. Una gran caja de bombones, un montón de papeles y una gran variedad de chucherías fue el resultado de su registro. Luego fue hacia el armario que estaba en un rincón del saloncito.
- Está cerrado. ¿Quiere entregarme la llave?
- ¡Nunca! - gritó la señora Nicoletis -. ¡Nunca, nunca, nunca tendrá esa llave!
¡Maldito policía!
- Hará usted bien en dármela, - le dijo el inspector Sharpe -. O de otro modo haré saltar la cerradura.
- ¡No le daré la llave! ¡Tendría que arrancarme antes las ropas! Y eso... eso sería un escándalo.
- Traiga un escoplo, Cobb - dijo el inspector, resignado.
La señora Nicoletis lanzó un grito de furia al que el inspector no prestó atención.
Con la herramienta y tras un par de forcejeos abrió la puerta del armario, descubriendo un gran almacén de botellas de coñac vacías, que cayeron al suelo.
- ¡Cerdo! ¡Salvaje! ¡Satanás! - gritaba la señora Nicoletis.
- Gracias, señora - dijo el inspector -. Hemos terminado ya.
Y la señora Hubbard se apresuró a colocar de nuevo las botellas en su sitio mientras la señora Nicoletis sufría un ataque de histerismo.
Un misterio... el del temperamento de la señora Nicoletis... acababa de ser aclarado.
La llamada de Poirot llegó precisamente en el momento que la señora Hubbard estaba preparando una dosis de calmante en su saloncito particular. Después de dejar el teléfono se inclinó sobre la señora Nicoletis, que había cesado de gritar y de golpear con los tacones el sofá de su propia salita.
- Ahora, bébase esto - le dijo la señora Hubbard -. Y se encontrará mucho mejor.
- ¡Gestapo! - exclamó la señora Nicoletis, que permanecía quieta, pero ceñuda.
- Yo de usted no pensaría más en ello - dijo la señora Hubbard tratando de consolarla.
- ¡Gestapo! - repitió la señora Nicoletis -. ¡De la Gestapo! ¡Eso es lo que son!
- Comprenda... han cumplido con su deber - replicó la hermana de la señorita Lemon.
- ¿Es su deber meter las narices en mis armarios? Yo les dije: «Eso no es para ustedes.» Y lo cerré con llave y me la escondí en el pecho. De no haber estado usted presente me hubieran arrancado el traje sin el menor reparo.
- Oh, no, no creo que hubiesen hecho una cosa así - replicó la señora Hubbard.
- ¡Eso es lo que usted dice! Y en vez de hacerme caso cogieron un escoplo y saltaron la cerradura. Éste es un desperfecto para la casa, del cual seré yo el responsable.
- Pues, verá... si usted les hubiera dado la llave...
- ¿Por qué había de dársela? Es mía. Mi llave, y éste es mi saloncito particular... como les dije a los policías. «Salgan de aquí», y no se fueron.
- Bien; después de todo, señora Nicoletis, recuerde que ha habido un asesinato, y cuando se ha cometido un asesinato hay que soportar cosas que en ocasiones ordinarias no resultan muy agradables.
- ¡Qué crimen ni qué majaderías! - replicó la señora Nicoletis -. La pequeña Celia se suicidó. Era una tonta enamorada y se envenenó. Es una de esas cosas que ocurren continuamente. Esas chicas son tan estúpidas en cuestiones de amor... ¡como si el amor tuviera importancia! ¡En uno o dos años termina la mayor pasión! ¡Cualquier hombre es igual a otro! Pero esas chicas de ahora no lo saben. Se toman cantidades enormes de píldoras para dormir y desinfectantes, o abren la llave del gas... u otra tontería por el estilo... y luego es demasiado tarde.
- Bueno - dijo la señora Hubbard volviendo la conversación al punto en que había comenzado -. Yo no me atormentaría más.
- Eso tal vez pueda hacerlo usted, pero yo tengo que espabilarme. Ya no volveré a tener tranquilidad.
- ¿Tranquilidad? - la señora Hubbard la miró sobresaltada.
- Era mi armario privado. Nadie sabía lo que había en su interior, ni yo quise que lo supieran. Y ahora lo sabrán todos. Estoy intranquila. Pueden pensar... ¿qué pensarán?
¿A quiénes se refiere? - preguntó la señora Hubbard.
La señora Nicoletis alzó sus anchos hombros con aire triste.
- Usted no lo comprende - le dijo, - pero estoy intranquila. Muy intranquila.
- ¿Por qué no me lo explica? - la animó la señora Hubbard -. Tal vez entonces pueda ayudarla.
- Gracias a Dios que no duermo aquí - dijo la señora Nicoletis -. Las cerraduras de todas las puertas son...
- Señora. Nicoletis, yo también dormiré aquí. ¿No sería mejor que me dijera lo que es?
La señora Nicoletis la miró de hito en hito un instante y luego volvió a apartar la vista.
- Usted misma lo ha dicho - replicó en tono evasivo -. Usted ha dicho que en esta casa se ha cometido un crimen, de modo que es natural que esté intranquila. ¿Quién será la próxima víctima? Ni siquiera sabemos quién es el asesino. Eso ocurre porque la policía es estúpida, o porque ha sido sobornada.
- Acaba de decir una tontería, y usted lo sabe - repuso la señora Hubbard -. Pero dígame, ¿tiene usted algún motivo para sentir verdadera inquietud... ?
La señora Nicoletis volvió a sus arranques de genio.
- Ah!, ¿Cree usted que no tengo motivos para estar intranquila? ¡Como usted siempre lo sabe todo! Es tan maravillosa; usted administra; usted dirige; usted gasta el dinero como el agua en alimentos para que los estudiantes la aprecien, y ahora quiere dirigir mis asuntos. Pero eso no Yo me cuido de mis cosas y nadie tiene, derecho a meterse en lo que yo hago, ¿Oye usted? ¡No, señora entrometida!
- Por favor... - exclamó la señora Hubbard, exasperada.
- Usted es una espía... siempre lo he sabido.
- ¿Qué es lo que yo espío?
- Nada - repuso la señora Nicoletis -. Aquí no hay nada que espiar. Si usted cree lo contrario se equivoca. Si le han contado mentiras sobre mí, ya sabré quién ha sido.
- Si quiere que me marche - dijo la señora Hubbard -, sólo tiene que decirlo.
- No, usted no se marchará. Se lo prohíbo. Y nada menos que en estos momentos.
Ahora que tengo que habérmelas con la policía, con un crimen y todo lo demás. No le permitiré que me abandone.
- Oh, está bien - repuso la señora Hubbard, resignada -. Pero la verdad es que es muy difícil saber lo que usted quiere. Algunas veces creo que ni usted misma lo sabe. Será mejor que se acueste en su cama y procure dormir..




CAPÍTULO XIII



Hercules Poirot se apeó del taxi ante el número veintiséis de la calle Hickory.
La puerta le fue abierta por Geronimo, que le recibió como a un viejo amigo. Había un policía en el recibidor y el criado condujo al detective al comedor y luego cerró la puerta.
- Es terrible - susurró mientras ayudaba a Poirot a quitarse el abrigo -. ¡Tenemos a la policía todo el día en casa! Haciendo preguntas, yendo de acá para allá, registrando armarios, vaciando cajones; o bien entran en la cocina y María se pone furiosa. Dice que le gustaría pegar a un policía con el rodillo de amasar, pero yo le digo que es mejor que no lo haga, que a los policías no les gusta que se les pegue con el rodillo de amasar, y que si María les pegara aún nos causarían más molestias.
- Le aconsejó usted con muy buen sentido - le dijo Poirot -. ¿Podría ver a la señora Hubbard?
- Ahora le acompañaré arriba.
- Un momento - Poirot le detuvo -. ¿Recuerda usted qué día desaparecieron las bombillas?
- ¡Oh, sí, lo recuerdo! Pero hace ya mucho tiempo... Uno... dos... o tres meses. La del recibidor y creo que la del salón también. Alguien debió querer gastar una broma, y se llevó las bombillas.
- ¿Recuerda en qué fecha fue?
Geronimo hizo memoria.
- No lo recuerdo - repuso -. Pero creo que fue el día que vino un policía... en el mes de febrero...
- ¿Un policía? ¿Y para qué vino a esta casa?
- Quería ver a la señora Nicoletis para preguntarle por un estudiante muy malo venido de África. No trabajaba, se acogió a la Ayuda Nacional, y luego vivía a expensas de una mujer. Un. caso lamentable, que a la policía no le gustó. Todo esto ocurrió en Manchester, o quizás en Sheffield; por eso se escapó de allí y vino aquí; pero la policía le siguió y hablaron de él a la señora Hubbard. Sí. Y ella dijo que no se había quedado aquí porque no le agradaban los individuos de su calaña y le había echado de la Residencia. Ya. Intentaban seguir su pista.
- ¿Cómo dice?
- ¿Le iban buscando?
- Sí, sí, eso es. Le descubrieron al fin y le encarcelaron porque vivía a expensar de una mujer y eso no debe hacerse. Ésta es una casa respetable. No nos gustan esas cosas.
- ¿Y ese día desaparecieron las bombillas?
- Sí; porque yo di la luz, y no se encendió. Fui al salón, y lo mismo, y al buscar en el cajón donde guardamos las de repuesto vi que se las habían llevado. Así que tuve que bajar a la cocina y preguntar a María si sabía dónde había otras... pero se puso furiosa porque no le gusta la policía y dijo que aquello no era de su incumbencia, y que por lo tanto encendiera algunas velas.
Poirot fue digiriendo aquella historia mientras seguía a Geronimo, que le acompañaba a la habitación de la señora Hubbard.
El detective fue recibido calurosamente por la hermana de su secretaria, que parecía cansada e inquieta, y que al instante le alargó un pedazo de papel.
- Señor Poirot, le he escrito todas estas cosas en el orden correspondiente y lo mejor que he podido, pero no me atrevo a asegurar que no me haya equivocado. Comprenda, es muy difícil recordar lo que ocurrió meses atrás.
- Le estoy profundamente agradecido, madame. ¿Y cómo está la señora Nicoletis?
- Le he dado un calmante y espero que ahora se haya dormido. Armó un alboroto terrible por lo del registro. Se negó a que abrieran el armario de su cuarto y el inspector lo forzó, descubriendo un almacén de botellas de coñac vacías.
- ¡Ah! - exclamó Poirot chasqueando la lengua.
- Lo cual explica muchísimas cosas - continuó la señora Hubbard -. En realidad no sé por qué no se me ocurrió antes, habiendo visto tantos casos parecidos en Singapur.
Pero eso estoy segura de que a usted no le interesa.
- Todo me interesa - replicó el detective.
Y se sentó dispuesto a estudiar el papel que la señora Hubbard acababa de entregarle.
- Ah! - exclamó al cabo de unos instantes -. Veo que la mochila encabeza la lista.
- Sí. No fue cosa de gran importancia, pero ahora recuerdo perfectamente que ocurrió antes de que empezaran a desaparecer las otras chucherías. Todo eso sucedía cuando yo andaba algo trastornada por causa de uno de los estudiantes de color. Se marchó de aquí uno o dos días antes de que ocurriera esto y recuerdo haber pensado que tal vez hubiera sido un acto de venganza por su parte antes de marcharse. Había habido... bueno... cierto contratiempo.
- ¡Ah! Geronimo me ha contado algo de ello. Creo que vino la policía, ¿es cierto?
- Sí. Al parecer la denuncia venía de Sheffield, Birmingham o algún otro sitio. Había habido un escándalo. Conducta inmoral y todas esas cosas... más tarde le juzgaron. En realidad aquí no estuvo más que tres o cuatro días. No me agradó su comportamiento, ni su modo de vivir y por ello le dije que su habitación estaba comprometida y que tendría que marcharse. No me sorprendió que luego viniera la policía. Desde luego, no pude decirle adónde había ido, pero de todas formas, le detuvieron.
- ¿Y eso fue antes de que encontraran la mochila?
- Sí... creo que sí... es difícil acordarse. Len Bateson tenía que ir de excursión; suele hacerlas empleando el procedimiento del auto-stop, y no pudo encontrar su mochila, por lo que armó un escándalo terrible y todos anduvieron buscando por todas partes hasta que Geronimo la encontró detrás de la caldera, y hecha jirones. Fue una cosa extraña e insustancial, señor Poirot.
- Sí - convino Poirot -. Extraña e insustancial. - Y permaneció pensativo unos instantes -. Y el mismo día que la policía vino a preguntar por ese estudiante africano desaparecieron las bombillas eléctricas... o por lo menos eso me dijo el criado, ¿Fue ese mismo día?
- Pues en realidad no lo sé. Sí, sí, creo que tiene razón, porque recuerdo que bajé con el inspector de policía para ir al salón y había velas encendidas. Queríamos preguntar a Akibombo si aquel individuo había hablado con él, o le dijo hacia dónde pensaba dirigirse.
- ¿Quién más estaba en el salón?
- Me parece que a aquella hora habían regresado la mayoría de los estudiantes. Era por la tarde, ¿sabe?, a eso de las seis. Le pregunté a Geronimo por las bombillas y dijo que las habían quitado. Al preguntarle por qué no había puesto otras, me contestó que tampoco estaban las de repuesto. Me disgusté bastante, pareciéndome una broma muy estúpida. Creía que se trataba de eso, no de un robo, pero me sorprendió que no se encontrasen más bombillas, puesto que siempre teníamos bastantes de reserva. Sin embargo, no lo tomé en serio, señor Poirot, por lo menos entonces.
- Las, bombillas y la mochila - dijo Poirot pensativo.
- Pero todavía creo posible que esas dos cosas no tuvieran relación alguna con los «pecadillos» de la pobre Celia. Recuerde que ella negó haber tocado siquiera la mochila.
- Si, sí, eso es cierto. ¿Cuánto tardaron en producirse los robos?
- Oh, mi buen señor Poirot, no tiene usted idea de lo difícil que es recordar todo esto.
Déjeme pensar. Eso fue en marzo; no, en febrero, a finales de febrero. Sí, sí; creo que Geneviéve echó de menos su polvera una semana después de eso. Sí, entre el veinte y el veinticinco de febrero.
- ¿Y a partir de entonces los robos se fueron sucediendo con continuidad? ¿Y la mochila era de Len Bateson?
- Sí.
Y se marchó muy contrariado?
- Pues ya sabe lo que son las cosas, señor Poirot - replicó la señora Hubbard sonriendo ligeramente -. Len Bateson es un muchacho de buen corazón, generoso, que sabe perdonar una falta, pero posee un temperamento vehemente y dice las cosas tal como las siente.
- ¿Y la mochila era especial?
- Oh, no, de clase corriente.
- ¿Podría enseñarme alguna parecida?
- Pues sí, desde luego. Colin creo que compró una igual. Y también Nigel... y en realidad ahora Len tiene una nueva porque tuvo que comprarse otra. Los estudiantes suelen adquirirlas en la tienda que hay al final de esta calle. Es un buen establecimiento donde venden toda clase de artículos para camping y ropas para excursionistas. Calzones cortos, sacos de dormir... toda esa clase de cosas. Y muy barato... mucho más que en cualquiera de los grandes almacenes.
- ¿Podría enseñarme una de esas mochilas, madame?
La señora Hubbard le acompañó a la habitación de Colin Macnabb. El joven no estaba allí, pero la señora Hubbard abrió el guardarropa, y luego de inclinarse sacó una mochila que mostró a Poirot.
- Aquí tiene, señor Poirot. Ésta es exactamente igual a la que por aquel entonces desapareció y fue encontrada hecha pedazos.
- Pues debieron necesitar un buen cuchillo - murmuró Poirot mientras tentaba el material para examinarlo -. No sería posible hacerlo con unas tijeritas de bordar.
- Oh, no fue obra de una... bueno, de una jovencita, por ejemplo. Debió emplearse bastante fuerza. Sí, fuerza y... bueno... mala intención.
- Sí, ya sé. No es una cosa que resulte agradable recordarla.
- Luego, cuando más tarde se encontró la bufanda de Valerie también hecha pedazos... me pareció... ¿cómo le diría yo... ?, cosa de un loco.
- ¡Ah! - replicó Poirot -. Pero creo que en eso se equivoca. No me parece obra de un loco, sino de alguien que lo hizo con intención y digamos... con método.
- Bueno, supongo que usted sabrá más que yo de estas cosas, señor Poirot - dijo la señora Hubbard -. Todo lo que puedo decir es que no me gusta. A mi juicio tenemos aquí a un grupo de magníficos estudiantes y me disgustaría mucho pensar que uno de ellos sea... no quiero ni pensarlo.
Poirot se había aproximado al balcón y abriéndolo se asomó al exterior.
La habitación daba a la parte posterior de la casa, y debajo existía un pequeño jardín descuidado y ennegrecido por el hollín.
- Supongo que esta parte es más tranquila que la de delante... - dijo el detective.
- En cierto modo. Pero en realidad la calle Hickory no es muy ruidosa. Y por esta parte se pasean de noche los gatos, maullando y haciendo caer las tapaderas de los cubos de la basura.
Poirot contempló cuatro grandes cubos abollados y otros bártulos de los que suelen verse en los patios posteriores.
- ¿Dónde está la caldera de la calefacción?
- En esa puerta que se ve ahí junto la carbonera.
- Ya.
Y Hercules la contempló, interesado.
- ¿Hay alguien más cuya habitación dé a esta parte de la casa?
- Nigel Chapman y Len Bateson ocupan la de al lado.
- ¿Y a continuación de la de ellos?
- Viene ya la casa contigua... y las habitaciones de las señoritas. Primero la de Celia, y sigue la de Elizabeth Johnston, y luego la de Patricia Lane. Las de Valerie y Jean Tomlinson dan a la parte de delante.
Poirot entró de nuevo en la habitación.
- Este joven es muy ordenado - murmuró contemplando la habitación.
- Sí. Colin siempre tiene la habitación aseada. Algunos estudiantes viven entre el mayor desorden - dijo la señora Hubbard -. Debiera usted ver el dormitorio de Len Bateson. - Y agregó con indulgencia-: Pero es un muchacho muy simpático, señor Poirot.
- ¿Y dice usted que esas mochilas las compran en una tienda al final de la calle?
- Sí.
- ¿Cómo se llama?
- Pues la verdad, monsieur Poirot, no lo recuerdo. Mabberley, me parece, o tal vez Kelso. No, no se parecen en nada, pero son los únicos nombres que me vienen a la memoria. Claro que podría ser porque conocí a unos Kelso y a unos Mabberley y eran unas personas muy parecidas.
- Ah - replicó Poirot. - Ésa es una de las cosas que me ha fascinado siempre. El lazo invisible.
Volvió a asomarse al balcón para contemplar el jardín, y luego de despedirse de la señora Hubbard abandonó la casa. Fue caminando por la calle Hickory hasta llegar a la esquina y una vez allí no tuvo dificultad de reconocer la tienda descrita por la señora Hubbard. En ella seveía gran profusión de cestas para excursiones; mochilas, termos, cantimploras, equipos deportivos de todas clases, pantalones cortos, camisas de franela, tiendas de campaña, trajes de baño, faros para bicicletas y linternas; en resumen, todo lo necesario para satisfacer a la juventud atlética. Observó que el nombre del establecimiento no era ni Mabberley ni Kelso, sino Hicks. Después de un cuidadoso estudio de los géneros expuestos en el escaparate, Poirot entró en la tienda fingiéndose deseoso de comprar una mochila para un sobrino imaginario.
- Suele ir a le camping, ¿comprende? - dijo Poirot con su mejor acento extranjero -. Se marcha a pie con otros estudiantes y todo lo que necesita lo lleva cargado a la espalda. Los coches y camiones que pasan les llevan de trecho en trecho.
El propietario, que era un hombre servicial, menudo y de cabellos color ceniza, replicó en el acto:
- Ah, el auto-stop. Es muy corriente hoy en día. Aunque los autobuses y las Compañías ferroviarias pierden mucho dinero por esa causa. Algunos jóvenes dan la vuelta a toda Europa por ese sistema. De modo que lo que usted desea es una mochila... ¿De las corrientes?
- Creo que sí ¿Es que hay mucha variedad?
- Pues tenemos un par de modelos de esos ligeros para señoritas, pero ésta es la clase de artículo que vendemos más. Buen material, fuerte, muy resistente, y en realidad muy barato, aunque sea yo quien lo diga.
Y le mostró una mochila de lona gruesa, que a juicio del detective era una copia exacta de la que viera en la habitación de Colin. La examinó, hizo algunas preguntas más innecesarias y terminó por pagar su importe.
- Ah, sí, vendemos muchísimas - dijo el hombre mientras la envolvía.
- Hay muchos estudiantes que se hospedan por este barrio, ¿verdad?
- Está lleno de estudiantes.
- Creo que hay una Residencia en esta calle.
- Sí. He vendido varias mochilas a los jóvenes de esa pensión, y también a las señoritas. Suelen venir aquí a comprar todo lo que necesitan antes de salir de excursión. Mis precios son más baratos que los de los grandes almacenes y siempre se lo digo. Aquí tiene, señor; estoy seguro de que su sobrino quedará encantado del servicio que le prestará esta mochila.
Poirot le dio las gracias y salió con el paquete. No había dado ni dos pasos cuando alguien puso una mano en su hombro.
Era el inspector Sharpe.
- Es usted precisamente el hombre que buscaba - dijo Sharpe.
- ¿Ya ha terminado de registrar la casa?
- He registrado la casa, pero no creo haber terminado nada. Cerca de aquí hay un sitio donde se puede tomar un bocadillo decente y una taza de café. Venga conmigo si no está ocupado. Me gustaría hablar con usted.
El bar en cuestión estaba casi vacío, y los dos hombres se llevaron sus platos y tazas hasta una mesita situada en un rincón.
Allí Sharpe le puso al corriente del resultado de sus interrogatorios.
- La única persona contra la que tenemos alguna evidencia es el joven Chapman - dijo -. Tres venenos pasaron por sus manos, pero no hay razón para creer que tuviera nada contra Celia Austin, y dudo que de ser realmente culpable hubiera hablado con tanta franqueza de sus actividades.
- Sin embargo, eso ofrece otras posibilidades.
- Sí... todo ese veneno rodando por un cajón. ¡Qué chico más estúpido!
Luego pasó a contarle el interrogatorio de Elizabeth Johnston y lo que Celia le había dicho.
- Si fuera cierto, resulta significativo.
- Muy significativo - convino Poirot.
El inspector repitió: - «Mañana sabré más.»
- Y ese... «mañana» no llegó nunca para la pobrecilla. Y el registro... ¿ha descubierto algo?
- Sólo un par de cosas -, ¿cómo podríamos llamarlas... ? inesperadas.
- ¿Como por ejemplo?
- Que Elizabeth Johnston es miembro del partido comunista. Encontramos su carnet.
- Sí - repuso Poirot pensativo -. Eso es interesante.
- Usted no se lo imaginaría - dijo el inspector Sharpe -. Yo por lo menos ni lo sospeché hasta interrogarla. Esa chica tiene una gran personalidad.
- Debe ser un buen elemento para su Partido - dijo Hercules Poirot -. Es una jovencita de inteligencia extraordinaria.
- Me resultó interesante - continuó el inspector Sharpe -. Además nunca había demostrado esas simpatías en la Residencia. No veo que eso pueda tener relación con el caso de Celia Austin... pero es algo que debe tenerse en cuenta.
- ¿Qué más ha descubierto?
El inspector Sharpe se encogió de hombros.
- La señorita Lane tenía en su cajón un pañuelo bastante grande manchado de tinta verde.
Poirot enarcó las cejas.
- ¿Tinta verde? ¡Patricia Lane! Entonces fue ella quien cogió la tinta para verterla sobre los apuntes de Elizabeth Johnston y luego debió secarse las manos en ese pañuelo, pero seguramente...
- Seguramente no hubiera querido que sospecharan de su querido Nigel – terminó Sharpe.
- Es lo que cualquiera pensaría. Claro que también pudieron poner el pañuelo en su cajón.
- Es posible.
- ¿Algo más?
Sharpe reflexionó unos instantes.
- Pues... parece ser que el padre de Leonard Bateson está hospitalizado en la Clínica Mental de Longwith Vale. No creo que la noticia tenga un interés particular, pero...
- Pero el padre de Len Bateson está loco. Probablemente no tendrá importancia la noticia, como usted dice, pero es otro factor que hay que tener en cuenta. Sería interesante saber cuál es su manía particular.
- Bateson es un chico simpático - dijo Sharpe -, pero tiene un carácter un poco indomable.
Poirot asintió, recordando de pronto con toda claridad a Celia Austin diciendo:
«Desde luego que yo no iba a destrozar una mochila. Eso es una tontería. Fue un arranque de furor.» ¿Cómo lo supo? ¿Es que acaso vio a Len Bateson destrozando la mochila? Y volvió de nuevo a la realidad al oír que Sharpe le decía con una sonrisa:
-...y Ahmed Alí tenía en su poder literatura y postales pornográficas que explican el porqué de su furor al oír que íbamos a efectuar un registro.
- Sin duda debió haber muchas protestas...
- Sí. Una jovencita francesa casi tuvo un ataque de histerismo, y uno de los indios, Chandra Lal, amenazó con convertirlo en una afrenta internacional. Entre sus cosas encontramos algunos folletos subversivos con las tonterías de costumbre... y uno de los oeste-africanos tenía algunos recuerdos y fetiches bastante terribles. Sí, desde luego, un registro descubre el lado peculiar de cada individuo. ¿Se enteró del contenido del armario privado de la señora Nicoletis?
- Sí, lo sé.
El inspector Sharpe sonrió.
- ¡En mi vida había visto tantas botellas de coñac vacías! ¡Estaba furiosa con nosotros!
Lanzó una carcajada y luego se puso repentinamente serio.
- Pero no encontramos lo que buscábamos - dijo -. Ni un pasaporte que no fuera auténtico.
- No iba a esperar que dejaran por ahí alguno falso para que usted lo encontrara, mon ami. ¿No tuvo usted nunca ocasión de visitar oficialmente el número veintiséis de la calle Hickory en la relación con un pasaporte? Digamos... durante los últimos seis meses.
- No. Voy a enumerarle las ocasiones en que tuvimos que ir allí... durante el período de tiempo que usted indica.
Y se las detalló cuidadosamente.
Poirot le escuchaba con el ceño fruncido.
- Todo eso no tiene sentido - dijo Sharpe al terminar.
Poirot meneó la cabeza.
- Las cosas sólo tienen sentido si se empiezan por el principio.
- ¿Y a qué llama usted principio, Poirot?
- A la mochila, amigo mío - repuso el detective con calma -. A la mochila. Todo este asunto empezó con una mochila.




CAPÍTULO XIV



La señora Nicoletis subía la escalera del sótano donde había conseguido enfurecer a Geronimo y a la irascible María.
- ¡Mentirosos y ladrones! - dijo la señora Nicoletis con voz triunfante -. ¡Todos los italianos son mentirosos!
La señora Hubbard, que acababa de salir en aquel momento, lanzó un suspiro breve.
- Es una lástima disgustarles precisamente cuando están preparando la cena - dijo.
- ¿Y a mí qué me importa? - replicó la señora Nicoletis -. Yo no cenaré aquí.
La señora Hubbard contuvo la respuesta que acudía a sus labios.
- Regresaré el lunes, como de costumbre - continuó la señora Nicoletis.
- Sí, señora.
- Y haga el favor de encargarse de que arreglen la cerradura de mi armario a primera hora de la mañana del lunes. La factura la presentará a la policía, ¿me ha comprendido? A la policía.
La señora Hubbard la miró con aire incrédulo.
- Y quiero que ponga bombillas nuevas en los pasillos... mucho más potentes. Están demasiado oscuros.
- Usted dijo que las quería de poco voltaje, para economizar.
- Eso fue la semana pasada - replicó la señora Nicoletis -. Ahora... es distinto.
Cuando miro hacia atrás me pregunto: «¿Quién me seguirá?»
¿Acaso la señora Nicoletis tenía miedo de algo o de alguien? Era tal su costumbre de exagerarlo todo  que resultaba difícil saber hasta qué punto había que creer en sus palabras.
- ¿Está segura de que desea irse sola a casa? - le preguntó la señora Hubbard -. ¿Quiere que la acompañe?
- ¡Estaré mucho más segura que aquí, se lo aseguro!
- Pero, ¿de qué tiene miedo? Si yo lo supiera, tal vez...
- A usted no le importa. No le diré nada. Resulta insoportable que continuamente me esté haciendo preguntas.
- Lo siento, estoy segura...
- Ahora se ha ofendido. - La señora Nicoletis le dirigió una sonrisa de desagravio -. Soy brusca y de mal carácter... sí. Pero tengo muchas preocupaciones y recuerde que confío y descanso en usted. Verdaderamente no sé lo que haría sin usted, querida señora Hubbard. Mire, le doy mi mano. Que pase un buen fin de semana. Buenas noches.
La señora Hubbard la contempló mientras abría la puerta de la calle y una vez se hubo marchado exhaló un suspiro de alivio, disponiéndose a bajar al sótano.
La señora Nicoletis, luego de descender los escalones de la entrada, atravesó la verja y torció a la derecha. La calle Hickory era una avenida bastante ancha y las casas estaban separadas de la acera por los jardines respectivos. Al final de la misma, a pocos minutos del número veintiséis, se hallaba una de las principales avenidas de Londres, por la que circulaban autobuses. Había un semáforo en la misma esquina y una taberna: «El Collar de la Reina». La señora Nicoletis caminaba por el centro de la acera y de vez en cuando dirigía una mirada de recelo por encima del hombro, mas no se veía nadie. La calle Hickory estaba desierta aquella noche. Apresuró sus pasos al acercarse a «El Collar de la Reina», y tras dirigir otra ansiosa mirada a su alrededor entró presurosamente en la taberna. Luego de beber el coñac doble que había pedido, se encontró muy animada. Ya no era la mujer asustada e intranquila de poco antes, aunque su aversión hacia la policía no había disminuido. «¡Gestapo! ¡Yo haré que lo paguen! ¡Sí, lo pagarán! », murmuraba entre dientes terminando de beber su coñac.
Pidió otro mientras repasaba mentalmente los últimos acontecimientos. Fue una desgracia, una terrible desgracia, que la policía hubiera tenido el poco tacto de descubrir su oculto tesoro, y sería demasiado esperar que la noticia no corriera entre los estudiantes. Quizá la señora Hubbard fuese discreta, o tal vez no, porque en realidad, ¿acaso puede una fiarse de nadie? Esas cosas siempre se saben. Geronimo lo sabía, y probablemente lo habría dicho a su esposa, y a la mujer de la limpieza... y así poco a poco lo irían sabiendo todos hasta... Se sobresaltó al oír una grave y bien modulada voz, que decía a sus espaldas:
- Vaya, señora Nick, no sabía que usted frecuentara este lugar.
Giró en redondo y luego exhaló un suspiro de franco alivio.
- Oh, es usted - dijo -. Creí...
- ¿Quién creía que era? ¿El lobo feroz? ¿Qué es lo que está tomando? Tome otra copa de lo que quiera conmigo.
- Son todas esas preocupaciones - explicó la señora Nicoletis con dignidad -. Esos policías registrando mi casa, y molestando a todo el mundo. Mi pobre corazón. Tengo que tener mucho cuidado con mi corazón... no debiera beber, pero en la calle me sentía desfallecida y pensé que un poco de coñac...
- No hay como el coñac. Aquí tiene.
La señora Nicoletis abandonaba poco después «El Collar de la Reina» sintiéndose reanimada y positivamente feliz. Decidió no tomar el autobús. Hacía una noche espléndida y le haría bien caminar. Sí, el aire le sentaría bien. No era que le flaquearan las piernas, pero andaba con cierta dificultad. Tal vez hubiera sido más prudente tomar un coñac menos, mas el aire fresco no tardaría en despejar su cabeza.
Al fin y al cabo, ¿por qué una señora no puede tomar una copita de vez en cuando? ¿Qué tiene eso de malo? Nunca había llegado a intoxicarse. ¿Intoxicarse? Claro que no se intoxicó nunca. Y de todas maneras, si no les gustaba y se lo reprochaban, les echaría a la calle. ¿Acaso no sabía ella más de un par de cosas? ¡Si quisiera hablar! La señora Nicoletis alzó la cabeza con aire retador y esquivó como pudo un buzón de Correos que se le venia encima con gran rapidez. No cabía duda de que la cabeza le daba vueltas. ¿Y si se apoyaba un ratito contra la pared... y cerrara los ojos unos instantes... ?
El agente de policía Bott, que estaba de guardia, fue abordado por un empleado de aspecto tímido.
- Agente, ahí va una mujer... parece que se ha puesto mala. Está en el suelo, hecha un ovillo.
El agente Bott dirigió sus pasos enérgicos hacia el lugar indicado y se detuvo para inclinarse sobre una figura caída. Un fuerte olor a coñac confirmó sus sospechas.
- Ha perdido el conocimiento - dijo -. Está bebida. ¡Ah! no se preocupe, señor, yo cuidaré de ella.

II


Hercules Poirot, que acababa de tomar un desayuno dominical, enjugó sus bigotes para limpiar todo rastro de chocolate que pudiera haber en ellos, antes de pasar a su saloncito. Cuidadosamente colocadas sobre la mesa se veían cuatro mochilas, cada una con su etiqueta... como resultado de las instrucciones que diera a George el día anterior.
Poirot cogió la que se comprara él, y tras quitarle el papel que la envolvía la puso junto a las otras. El resultado fue interesante. La mochila que adquiriera en la tienda del señor Hick no parecía inferior en ningún sentido a las compradas por George en diversos establecimientos, pero sí era, desde luego, muchísimo más barata.
- Interesante - murmuró el detective.
Luego las fue examinando con detalle. Por dentro, por fuera, volviéndolas del revés, palpando las costuras, bolsillos, correas... Luego se dirigió al cuarto de baño para regresar con un pequeño cuchillo muy afilado, y asiendo la mochila que comprara al señor Hicks se dispuso a atacar su fondo. Entre el forro interno y el fondo había un trozo de contrafuerte acanalado, y Poirot contempló la mochila despanzurrada con todo interés. Luego se dispuso a emprenderla con la otra mochila. Al fin se sentó contemplando el resultado de la destrucción que acababa de efectuar. Luego fue hacia el teléfono; al cabo de una breve espera consiguió hablar con el inspector Sharpe.
- Ecoutez, mon cher - le dijo -, Quiero saber dos cosas.
El inspector lanzó una carcajada.
- «Dos cosas del caballo sé, y una es bastante soez» - recitó.
- ¿Cómo dice? - le preguntó Poirot, sorprendido.
- Nada, nada. Es sólo una canción que solía cantar. ¿Cuáles son esas dos cosas que desea saber?
- Usted me habló ayer de ciertas pesquisas que se llevaron a cabo en la calle Hickory durante los últimos tres meses. ¿Podría decirme las fechas y a qué hora del día fueron hechas?
- Pues... sí... eso es muy sencillo. Debe constar en los archivos. Espere a que lo mire.
- La primera fue por un estudiante indio que repartió propaganda subversiva, el dieciocho de diciembre último... a las tres treinta de la tarde.
- De eso hace demasiado tiempo.
- Luego por Montagu Jones, euroasiático, en relación con el asesinato de la señora Alicia Combe, en Cambridge... el veinticuatro de febrero... a las cinco y media de la tarde. Y por William Robinson... nativo de África Occidental, reclamado por la policía de Sheffield, el dieciséis de marzo a las once de la mañana.
- ¡Ah! Gracias.
- Pero si usted cree que cualquiera de estos casos puede tener relación con...
Poirot le interrumpió.
- No, no tienen relación alguna. Sólo me interesa la hora del día en que se practicaron esas diligencias.
- ¿Qué es lo que está haciendo ahora, Poirot?
- Disecciono mochilas, amigo mío. Es muy interesante.
Y colgó el teléfono. Sacó de su bolsillo la lista corregida que la señora Hubbard le entregara el día anterior y que era la siguiente:

Mochila (Len Bateson).
Bombillas eléctricas.
Pulsera (señorita Rysdorff).
Anillo de brillantes (Patricia).
Polvos compactos (Geneviéve).
Zapato de noche (Sally).
Carmín para los labios (Elizabeth Johnston).
Pendientes (Valerie).
Estetoscopio (Len Bateson).
Sales de baño (¿?)
Echarpe hecho jirones (Valerie).
Pantalones (Colin).
Libro de cocina (¿?)
Ácido bórico (Chandra Lal).
Broche de bisutería (Sally).
Tinta vertida en los apuntes de Elizabeth.

(Es lo más aproximado que recuerdo, aunque no del todo exacto. L. Hubbard.)
Poirot la estuvo contemplando durante largo tiempo.
Al fin suspiró, murmurando para sí.
- Decididamente... sí... tenemos que eliminar las cosas que no nos interesan...
Y sabía quién podría ayudarle. Era domingo. Probablemente la mayoría de estudiantes se encontrarían en la Residencia.
Marcó el número del teléfono del veintiséis de la calle Hickory y dijo que quería hablar con la señorita Valerie Hobhouse. Una voz un tanto gutural le contestó que ignoraba si se había levantado ya, pero que iría a preguntar.
Al fin oyó una voz grave y algo ronca.
- Al habla Valerie Hobhouse.
- Soy Hercules Poirot. ¿Me recuerda?
- Ya lo creo, señor Poirot. ¿En qué puedo servirle?
- Pues... me gustaría hablar con usted.
- Cuando quiera.
- ¿Entonces puedo ir a verla a la calle Hickory?
- Sí. Le estaré esperando. Le diré a Geronimo que le acompañe enseguida a mi habitación. Los domingos no puede hablar uno con tranquilidad.
- Gracias, señorita Hobhouse. Le estoy muy agradecido.
Geronimo abrió la puerta a Poirot con una reverencia y luego empezó a hablarle con su aire de conspirador.
- Le acompañaré a la habitación de la señorita Valerie. Procure no hacer ruido... Chitón...
Y llevándose el dedo a los labios le condujo al piso de arriba hasta una habitación amplia que daba a la calle Hickory, amueblada con gusto y cierto lujo, como una salita de visita en la que hubiera una cama. Ésta, en forma de diván, estaba cubierta por una alfombra persa, bonita, aunque algo gastada, y había un escritorio estilo Reina Ana, de madera de nogal que Poirot consideró que debía de pertenecer al mobiliario original del número veintiséis de la calle Hickory.
Valerie Hobhouse se hallaba de pie dispuesta a saludarle, y le pareció cansada, dado que grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos.
- Mais vous êtes trés bien ici - dijo Poirot mientras estrechaba su mano -. Es muy chic. Tiene personalidad. Es un encanto.
Valerie sonrió.
- Llevo aquí mucho tiempo - repuso la joven -. Dos años y medio. Casi tres, y tengo algunas cosillas mías.
- Usted no estudia ninguna carrera, ¿verdad, mademoiselle?
- Oh, no. Soy muy comercial. Trabajo.
- ¿En una... firma de cosméticos?
- Sí. Soy una de las encargadas de «Sabrina Fair»... es un salón de belleza. Ahora tengo parte en el negocio. Tenemos también una sección de accesorios además de los tratamientos de belleza. Cinturones, pañuelos de seda natural... todas esas cosillas. Pequeñas novedades de París, y ése es mi departamento.
- ¿Entonces irá usted a menudo a París y también al Continente?
- Oh, sí, una vez al mes, e incluso más a menudo - dijo Valerie.
- Debe usted perdonarme - dijo Poirot - si le parezco demasiado curioso...
- ¿Por qué? - le interrumpió ella -. En las circunstancias que nos encontramos debemos soportar esa curiosidad. Ayer contesté a numerosas preguntas que me hizo el inspector Sharpe. Me parece que usted preferiría una silla a una butaca baja, monsieur Poirot.
- Es usted muy perspicaz, mademoiselle. - Poirot se sentó en una silla con brazos, de alto respaldo.
Valerie tomó asiento en el diván, y luego de ofrecerle un cigarrillo, encendió otro mientras Poirot la observaba con cierta atención. Poseía una elegancia nerviosa y personal que le atrajo más que su misma belleza. He aquí una mujer inteligente y atractiva, pensó, preguntándose si su nerviosismo era producto del reciente interrogatorio, o un ingrediente más de su persona. Recordó haber pensado lo mismo la noche que fue allí a cenar.
- ¿El inspector Sharpe la ha estado interrogando? - preguntó.
- Sí, claro.
- ¿Y le dijo usted todo lo que sabía?
- Desde luego.
- Quisiera saber si eso es cierto - replicó Poirot.
Ella le miró con expresión irónica.
- Puesto que usted no oyó las respuestas que di al inspector Sharpe no puede juzgarme.
- Ah, no. Es sólo una idea mía. Yo tengo algunas ideas pequeñas... Están aquí. - Y se dio unas palmaditas en la frente.
Es de observar que algunas veces Poirot disfrutaba fingiéndose un charlatán. Sin embargo, Valerie no sonrió, sino que, mirándole de hito en hito como tenía por costumbre, le dijo con cierta brusquedad:
- ¿Quiere que vayamos al grano, señor Poirot? Sinceramente no sé adónde quiere ir a parar.
- Desde luego, señorita Hobhouse.
Y de su bolsillo extrajo un paquetito.
- ¿Adivina usted lo que tengo aquí?
- No soy clarividente, monsieur Poirot. Ni me es posible ver a través de los papeles ni envolturas.
- Aquí está - le dijo Poirot - el anillo que le fue robado a la señorita Patricia Lane.
- ¿El anillo de compromiso de Patricia? Quiero decir, el de su madre -, pero ¿cómo lo tiene usted?
- Le pedí que me lo prestara solamente para un par de días.
De nuevo la sorpresa hizo que Valerie arqueara las cejas.
- Vaya - observó.
- Me sentí interesado por este anillo - explicó Poirot-; y por su desaparición y por algo más. Y por ello le pedí a la señorita Lane que me lo dejara, a lo que se avino enseguida. Y yo lo llevé directamente a que lo viera un joyero amigo mío.
- ¿Sí?
- Sí, le pedí un informe sobre el brillante. Una piedra bastante grande, no sé si la recordará, rodeada de unos pequeños grupos de brillantes más pequeños. ¿Se acuerda... mademoiselle?
- Creo que sí. Aunque en realidad no lo recuerdo con precisión..
- Pero usted lo tuvo en sus manos, ¿no? Apareció en su plato de sopa.
- Así es como lo encontramos Oh, sí, lo recuerdo muy bien. Casi me lo trago. -
Valerie lanzó una alegre carcajada.
- Como le decía, llevé el anillo a ese amigo mío que es joyero y le pedí que me diera su opinión acerca del brillante. ¿Sabe usted cuál fue su respuesta?
- ¿Cómo voy a saberlo?
- Pues que la piedra no era un diamante, sino un simple circón. Un circón blanco.
- ¡Ah! - Le miró con los ojos muy abiertos; luego continuó en tono algo inseguro - ¿Quiere decir que... Patricia pensaba que era un brillante auténtico y sólo era un circón o... ?
Poirot meneaba la cabeza.
- No, no quiero decir eso. Según tengo entendido, ese anillo fue el de prometida de la madre de Patricia Lane. La señorita Lane es una joven de buena familia y me atrevo a asegurar que los suyos, antes de las recientes limitaciones, vivían desahogadamente, y en esos círculos, mademoiselle, se gasta dinero en adquirir un anillo de compromiso, un anillo así debe ser bonito... con un brillante o cualquier otra piedra preciosa. Estoy convencido de que el padre de la señorita Lane regaló a su madre un anillo de gran valor.
- En cuanto a eso - repuso Valerie -, no puedo estar más de acuerdo con usted. Creo que el padre de Patricia fue un hacendado.
- Por tanto - exclamó Poirot -, todo parece indicar que la piedra del anillo debió ser reemplazada por otra persona, más tarde.
- Supongo - dijo Valerie, despacio - que Pat debió perder el brillante, y no pudiendo reemplazarlo por otro, hizo poner un circón en su lugar.
- Es posible - replicó Hercules Poirot -, pero yo no creo que fuera eso lo que ocurrió.
- Bueno, monsieur Poirot, ya que todo son suposiciones, ¿qué cree usted que ocurrió?
- Yo creo - repuso Poirot- que el anillo fue robado por mademoiselle Celia y que el diamante fue deliberadamente sustituido por el circón antes de que fuera devuelto.
Valerie se irguió.
- ¿Usted cree que Celia robó el brillante deliberadamente?
- No - replicó -. Creo que fue usted quien lo robó, mademoiselle.
- ¡Vaya! - exclamó -. Eso me parece una acusación muy grave. Usted no tiene la menor prueba de lo que dice.
- Pues sí - la interrumpió el detective -. La tengo. El anillo apareció en su plato. Ahora bien; yo cené aquí una noche y observé cómo se sirve la sopa. Se van llenando los platos en una mesita auxiliar donde está la sopera; por lo tanto, si alguien encontró un anillo en la sopa sólo pudo ponerlo en el plato la persona que la sirve (en este caso Geronimo) o la persona a quien correspondía el plato. ¡Usted! No creo que fuese Geronimo. Imagino que preparó la devolución del anillo en la sopera porque le resultaba divertido. Usted posee, si me permite el comentario, un sentido demasiado humorístico de las escenas dramáticas. ¡Coger el anillo lanzando exclamaciones! Me parece que se excedió usted, mademoiselle, y no comprendió que con ello iba a delatarse.
- ¿Eso es todo? - preguntó Valerie fríamente.
- Oh, no, de ninguna manera. Cuando Celia confesó aquella noche haber sido responsable de los robos, observé tres cosas. Por ejemplo, al hablar del anillo, dijo: «No sabía que fuese tan valioso; en cuanto lo supe, me apresuré a devolverlo.» ¿Cómo lo supo, señorita Valerie? ¿Quién le dijo que era un anillo de valor? Y luego, al referirse a la bufanda hecha tiras, la señorita Celia dijo algo así: «Eso no importa. Valerie no iba a enfadarse... » ¿Por qué no iba usted a enfadarse cuando una estupenda bufanda de seda que le pertenecía había sido destrozada? Entonces formé la opinión de que toda aquella campaña de robar cosas y fingirse cleptómana para atraer de este modo la atención de Colin Macnabb le fue sugerida a Celia por otra persona. Alguien mucho más inteligente que Celia Austin y con buenos conocimientos de psicología. Usted le dijo que el anillo era de gran valor, y se lo quedó para disponer su devolución. Y del mismo modo le sugirió usted que hiciera pedazos su hermoso echarpe. - Todo eso son tonterías - replicó Valerie -, y además muy descabelladas. El inspector ya me preguntó si yo había sugerido a Celia todos esos trucos.
- ¿Y qué le contestó usted?
- Le dije que era una tontería.
- ¿Y qué me dice a mí?
Valerie le miró fijamente unos instantes, y al fin, lanzando una carcajada, apagó su cigarrillo y reclinándose sobre un mullido almohadón que tenía detrás de su espalda, dijo:
- Que tiene usted razón. Yo le dije que lo hiciera.
- ¿Puedo preguntarle por qué?
Valerie repuso impaciente:
- Oh, la pobre era de naturaleza tan dócil... Fue una obra de caridad. La infeliz Celia vagando como un espectro y suspirando por Colin, que ni tan siquiera la miraba.
Me parecía una tontería. Colin es uno de esos chicos orgullosos, obstinados, que no piensan más que en la psicología, los complejos y bloques emocionales, y me pareció que sería divertido tomarle el pelo. De todas formas, me daba pena ver a Celia tan triste; de modo que la cogí por mi cuenta, y luego de sermonearla, le expliqué todo el plan, apremiándola para que lo pusiera en práctica. Creo que estaba un poco nerviosa, pero al mismo tiempo emocionada. Entonces, una de las primeras cosas que hizo la muy tonta fue encontrar el anillo de Pat en el cuarto de baño y cogerlo... una joya de verdadero valor por la que habrían de armar gran revuelo y avisar a la policía, dando lugar a que la cosa tomara un giro más serio. Así que le quité la sortija diciéndole que la devolvería como pudiera, y aconsejándole que en el futuro se limitara a apoderarse de cosas de bisutería y cosméticos, y me estropeara alguna cosa mía y así no se vería en ningún apuro.
Poirot lanzó un profundo suspiro.
- Eso es exactamente lo que pensaba - dijo.
- Ahora desearía no haberlo hecho - dijo Valerie en tono sombrío -. Pero mi intención fue buena. Es una atrocidad propia de Jean Tomlinson, pero ahí tiene.
- Y ahora - continuó Poirot - pasemos al anillo de Patricia. - Celia se lo dio a usted, y usted tenía que fingir que lo había encontrado en cualquier parte y devolvérselo a Patricia. Pero antes de devolvérselo... - hizo una pausa -, ¿qué ocurrió?
Observó cómo sus dedos jugueteaban nerviosos con el extremo de un pañuelo que llevaba anudado al cuello, y continuó en tono más apremiante:
- Andaba usted algo apurada de dinero, ¿no es eso?
Sin mirarle hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
- Dije que sería sincera - confesó con amargura -. Lo malo que tengo, monsieur Poirot, es que soy jugadora. Es una de esas cosas que nacen con uno y no puede hacerse gran cosa por evitarlas. Pertenezco a un pequeño club de Mayfair... ¡Oh, no debiera haber dicho dónde! Y no quiero ser la responsable de que lo descubra la policía, ni nada por el estilo. Bueno, de momento sólo diré que pertenezco a ese club. Hay ruleta, bacará y demás juegos de azar. He tenido una serie de pérdidas importantes. Tenía el anillo de Pat en mi poder y pasé casualmente por delante de una tienda en la que se exhibía un circón y me dije: «Si sustituyera este brillante por un circón blanco, Pat no notaría la diferencia.» Nunca se mira con atención un anillo que se conoce bien, y si el brillante parece un poco más apagado que lo natural es pensar que está sucio, y que lo único que necesita es un buen lavado o algo por el estilo. Lo cierto es que tuve un impulso y caí en la tentación. Quité el brillante y lo vendí, reemplazándolo por un circón, y aquella misma noche fingí encontrarlo en mi sopa. Convengo en que fue una estupidez, pero ya estaba hecho. Ahora ya lo sabe todo. Pero sinceramente nunca tuve intención de que Celia cargara con la culpa.
- No, no; lo comprendo - asintió Poirot -. Fue únicamente una oportunidad que se presentó en su camino, le pareció sencillo y lo hizo. Pero cometió un grave error, mademoiselle.
- Lo comprendo - replicó Valerie con sequedad, y luego agregó con pesar -: ¡Pero qué diablos! ¡Qué importa ahora! Oh, enciérreme si quiere. Dígaselo a Pat, al inspector... a todo el mundo. Pero, ¿de qué servirá? ¿Acaso nos ayudará a descubrir quién asesinó a Celia?
Poirot se puso en pie.
- Nunca se sabe lo que puede ayudar y lo que no - dijo -. ¡Hay que limpiar el camino de tantas cosas que no importan y que confunden las huellas! Era importante para mí saber quién había inspirado a la pobre Celia la comedia que representó, y ya lo sé. Y en cuanto a lo del anillo, le sugiero que vaya usted misma a ver a Patricia Lane para decirle lo que hizo y expresarle los sentimientos adecuados al caso.
Valerie hizo una mueca.
- Creo que es un buen consejo - dijo -. De acuerdo, iré a ver a Pat y le pediré perdón. Pat es una buena chica. Le diré que cuando pueda le devolveré el brillante. ¿Es eso, tal vez, lo que usted quiere, señor Poirot?
- No se trata de lo que yo quiera, sino de que eso es lo aconsejable.
La puerta se abrió de pronto, dando paso a la señora Hubbard.
Respiraba trabajosamente, y la expresión de su rostro hizo exclamar a Valerie:
- ¿Qué le ocurre, Mam Hubbard? ¿Qué ha sucedido?
La recién llegada se dejó caer en una silla.
- Es la señora Nicoletis.
- ¿La señora Nick? ¿Qué le pasa?
- ¡Oh, Dios mío! ¡Ha muerto!
- ¿Que ha muerto? - Valerie había enronquecido -. ¿Cómo? ¿Cuándo?
- Parece ser que anoche la recogieron en la calle... y la llevaron a la comisaría.
Creyeron que estaba... que estaba...
- ¿Bebida? Supongo.
- Sí... había estado bebiendo. Pero de todas formas... falleció.
- Pobre señora Nick - dijo Valerie con un ligero temblor en su voz.
Poirot dijo en tono amable:
- ¿La apreciaba usted, mademoiselle?
- Resulta extraño en cierto modo... A veces era el mismísimo diablo... pero si... yo la... La primera vez que vine aquí... hace tres años, no era tan... tan temperamental como últimamente... Resultaba una compañía agradable... divertida... de buen corazón... Había cambiado mucho durante este año último...
Valerie miró a la señora Hubbard.
- Supongo que era debido al alcohol. Encontraron un almacén de botellas en su habitación, ¿no es cierto?
- Sí - la señora Hubbard vacilaba, pero al fin exclamó -: Yo tengo la culpa... por dejarla salir sola ayer noche... tenía miedo... ¿saben?
- ¿Miedo? - exclamaron a la vez Poirot y Valerie.
La señora Hubbard asintió tristemente mientras en su rostro aparecía una expresión angustiada.
- Sí. No cesaba de decir que no se sentía segura. Le pedí que me dijera qué era lo que temía... y me rechazó. Con ella nunca se sabía hasta qué punto exageraba... Pero ahora... quisiera saber...
Valerie intervino.
- ¿No pensar usted que ella... que ella también... fuese... ?
Se interrumpió con expresión aterrorizada.
Poirot preguntó:
- ¿Cuál dicen que fue la causa de su muerte?
- No... no, han dicho nada... Se abrirá una investigación el martes...




CAPÍTULO XV



Cuatro hombres se hallaban sentados alrededor de una mesa en la tranquila habitación del Nuevo Scotland Yard. Presidía la conferencia el primer inspector Wilding, del Departamento de Narcóticos. Junto a él estaba el sargento Bell, un joven de gran optimismo y energía, cuyo aspecto era muy parecido al de un inquieto lebrel.
Reclinado en su silla, tranquilo y alerta, se hallaba el inspector Sharpe. El cuarto hombre era Hercules Poirot, y encima de la mesa se veía una mochila.
- Es, como les digo, simplemente una teoría - replicó Poirot.
El primer inspector Wilding se rascó la barbilla, pensativo.
- Es una idea interesante, monsieur Poirot - dijo con cierta reserva -. Sí, una idea interesante.
- ¿Acierto al decir que su problema puede dividirse en tres? - preguntó Poirot -. Existe el de la distribución, el de cómo entran las mercancías en el país, y el problema de quién dirige realmente el negocio y recibe los mayores beneficios.
Wilding asintió.
- Así es, a grandes rasgos; tiene usted razón. Conocemos a algunos de los distribuidores y cómo realizan la distribución. A algunos les detenemos y a otros los dejamos en libertad con la esperanza de que nos conduzcan hasta el pez gordo. Se reparte de mil maneras distintas, en los clubes nocturnos, en tabernas, farmacias, por medio de algún que otro médico, modistas de moda y peluquerías. Se ofrece en las carreras, en las tiendas de antigüedades; algunas veces en los almacenes atiborrados de gente. Pero no necesito contarle todo esto. No es eso lo que importa. Podemos luchar contra ellos bastante bien, y tenemos sospechas bastante ciertas de quién es el que llamaríamos pez gordo. Uno de esos caballeros ricos y respetables contra los que nunca hay la más leve prueba. Actúa con gran cautela; nunca maneja las drogas él en persona; y sus agentes ni siquiera le conocen. Pero de vez en cuando alguno comete un desliz y entonces le cogemos.
- Es lo que me suponía. La parte que me interesa es la segunda; explíquemelo: ¿cómo entra el contrabando en el país?
- Hemos esbozado la posición general - dijo -. El contrabando se realiza continuamente, desde luego, en una forma u otra. Después descubrimos una serie de agentes y al cabo de un intervalo de tiempo la cosa vuelve a empezar en cualquier otra parte. Hablando por experiencia propia, durante este último año han estado entrando en el país grandes cantidades de drogas. Heroína principalmente... y bastante cocaína. Hay varios depósitos repartidos por el Continente. La policía francesa ha descubierto un par de sistemas de los que se valen para introducirlas en Francia... Pero no están tan seguros de cómo vuelven a salir.
- ¡Ah! Vivimos en una isla, y el medio más corriente es el sistema anticuado, pero seguro, del mar. Traerlo en un barco de carga, y desembarcarlo tranquilamente en algún lugar de la costa Este, o en una cueva del Sur, por medio de una motora que se desliza calladamente por el Canal. Eso tiene buen éxito durante cierto tiempo, pero más pronto o más tarde damos con la pista del individuo propietario de la motora, y una vez ha despertado sospechas, su oportunidad ha desaparecido. Últimamente se ha hecho contrabando por las líneas aéreas. Ofrecen mucho dinero y alguna que otra vez los pilotos demuestran que son humanos. Y luego están los importadores comerciales. Firmas respetables que importan pianos o lo que sea. Les dura algún tiempo, pero por lo general acabamos descubriéndolos.
- ¿Entonces está de acuerdo conmigo en que la principal dificultad para realizar un comercio lícito... es la entrada del género del extranjero al interior del país?
- Decididamente. Y aún diré más. De un tiempo a esta parte andamos desorientados. Se pasa más contrabando del que podemos detener.
- ¿Y qué me dice de otras cosas... como, por ejemplo, piedras preciosas? - El sargento Bell tomó la palabra.
- Hay también mucho de eso, señor. Brillantes y otras piedras preciosas llegan ilícitamente procedentes de África del Sur, Australia, y algunas del Far East. Van entrando en el país con regularidad, sin que sepamos cómo. El otro día, en Francia, a una joven... una turista vulgar, le preguntó una persona, que había conocido casualmente, si quería llevar un par de zapatos al otro lado del Canal. No eran nuevos, sino sencillamente unos zapatos que alguien se había olvidado. Ella se avino a ello sin recelar nada, y nosotros nos enteramos por casualidad. Los tacones de dichos zapatos estaban huecos y llenos a rebosar de diamantes en bruto.
El inspector Wilding dijo:
- Pero dígame, señor Poirot, ¿está usted sobre una pista de drogas o de piedras preciosas?
- De las dos cosas. En realidad, de cualquier cosa que tenga mucho valor y un tamaño reducido. En mi opinión, esto es una puerta para lo que pudiéramos llamar «entrada libre» de los géneros que le he descrito, y que pasan de uno a otro lado del Canal. Joyas robadas, piedras arrancadas de sus monturas, pueden ser sacadas de Inglaterra a cambio de entrar nuevas gemas y drogas. Tal vez sea obra de una agencia reducida e independiente, apartada por completo de la distribución posterior, que se limite a pasar la mercancía con una módica comisión y cuyos beneficios serían muy elevados.
- ¡Creo que tiene razón! Se pueden ocultar en muy pequeño espacio diez o veinte mil libras esterlinas de heroína y lo mismo ocurre con las piedras en bruto, si son de alta calidad.
- Comprendan - continuó Poirot -, la parte flaca del contrabandista es siempre el elemento humano. Tarde o temprano se sospecha de una persona, de un camarero o de una compañía aérea, de un entusiasta de la navegación que posea un pequeño crucero, de la mujer que va y viene de Francia con demasiada frecuencia, del importador que gana más dinero del que parece razonable, del hombre que vive bien sin que tenga medios visibles que lo justifiquen... Pero si el contrabando entra en el país traído por una persona inocente, y lo que es más, por una persona distinta cada vez, entonces las dificultades para descubrirlo aumentan considerablemente.
Wilding señaló con el índice la mochila que había sobre la mesa.
- ¿Y ésta es su suposición?
- Sí. ¿Quién es la persona que despierta menos sospechas hoy en día? El estudiante.
El estudiante laborioso y formal que, falto de dinero, viaja sin más equipaje que el que puede cargar a su espalda, y atraviesa toda Europa por el sistema del auto-stop. Si siempre llevara el contrabando el mismo estudiante, sin duda le descubrirían, ya fuese hombre o mujer, pero lo esencial es que quien lo transporta es inocente y que hay muchísimos estudiantes.
Wilding se frotó la barbilla.
- Pero, ¿cómo cree usted que sería exactamente, señor Poirot?
Hercules Poirot se encogió de hombros.
- En cuanto a eso sólo puedo ofrecerles mi teoría. Sin duda me equivocaré en muchos detalles, pero me atrevo a asegurar que en conjunto se hace así: Primero, se lanza al mercado una serie de mochilas. Son del tipo corriente, como cualquier otra marca, fuertes, resistentes, bien fabricadas y adecuadas al uso para el que se destinan. Bueno, al decir «que son iguales a todas» me salgo de la realidad. El forro de la base es algo distinto. Cómo pueden ver, es muy sencillo quitarlo, y el contrafuerte interior es de una dureza especial y acanalado, de modo que resulte fácil esconder allí una tira de piedras preciosas, o una dosis de polvos, entre los canales. Nadie lo sospecharía a menos que lo anduviese buscando. La heroína o la cocaína puras ocupan muy poco espacio.
- Es muy cierto - replicó Wilding -. Vaya - dijo palpando el fondo con dedos inquietos -, aquí podrían traer se drogas por valor de cinco o seis mil libras sin que nadie sospechara lo más mínimo, la materia contenida entre tela y tela.
- Exacto - repuso Poirot -. ¡Alors! Se fabrican las mochilas, se lanzan al mercado, y se venden... probablemente en más de un comercio. El propietario puede saberlo o no. Tal vez se limite a vender una clase más barata que le resulte más beneficiosa, ya que su precio puede competir ventajosamente con las fabricadas por otros proveedores de artículos para excursionistas. Naturalmente que detrás existe una organización bien definida: que tiene una lista de los estudiantes de medicina, de los de la Universidad de Londres, y de otras instituciones. Alguien que es también estudiante, o se hace pasar por estudiante, es probablemente la cabeza de la banda. Los estudiantes van al extranjero, y en algún lugar determinado, de regreso de su viaje, se les cambia la mochila por otra exactamente igual. Los estudiantes regresan a Inglaterra, y la revisión de Aduanas es superficial. Cuando llegan a su residencia, vacían la mochila y la depositan en el interior de un armario, o en un rincón de su dormitorio. Entonces vuelve a efectuarse otro cambio de mochilas, o tal vez se saque el doble fondo con todo su contenido, volviendo a colocar otro vacío.
- ¿Y usted cree que eso es lo que ha ocurrido en la calle Hickory?
Poirot asintió.
- Sí. Eso es lo que sospecho.
- Pero, ¿qué fue lo que le puso sobre la pista, señor Poirot... suponiendo que esté en lo cierto?
- Una mochila fue hecha pedazos - replicó el detective -. ¿Por qué? Puesto que no hay razón evidente, cabe imaginar alguna otra. Hay algo raro en las mochilas que entraron en la Residencia de la calle Hickory. Son demasiado baratas. Ha habido una serie de extraños sucesos en esa pensión, pero la joven responsable de ellos jura que ella no destrozó esa mochila. Puesto que ha confesado lo demás, ¿por qué iba a negarlo, si no era porque decía la verdad? De modo que había que encontrar otra explicación para aquel desafuero... y hacer pedazos una mochila, les aseguro que no es cosa fácil. Es un trabajo duro, y quien lo hiciera debía estar muy desesperado. Conseguí mi pista al descubrir aproximadamente... (sólo aproximadamente, porque la memoria de la gente flaquea al cabo de un período de algunos meses) que la mochila fue destrozada cerca de la fecha en que un policía fue a ver a la persona encargada de la Residencia. El motivo por el cual el policía fue a la casa era muy distinto, pero voy a exponerle mi punto de vista. Supongamos que usted está relacionado con la banda de contrabandistas. Llega a su casa aquella noche y le dicen que acaba de llegar un policía y que está arriba con la señora Hubbard. En el acto supone que han descubierto el contrabando, y están realizando una investigación; supongamos que en aquellos momentos haya en la casa una mochila recién llegada del extranjero conteniendo contrabando o que lo ha contenido recientemente... Ahora bien, si la policía tenía sospechas de lo que estaba ocurriendo, habrían ido a la calle Hickory con el propósito determinado de examinar las mochilas de los estudiantes. Usted no se atreve a salir de la casa con la mochila en cuestión, porque sabe muy bien que alguien pudo quedar de vigilancia en el exterior, y una mochila no es cosa fácil de ocultar o disimular. Lo único que puede hacer es destrozarla y esparcir los pedazos entre la chatarra que hay junto a la caldera de la calefacción. Si contenía alguna droga... o piedras preciosas, pudo esconderlas temporalmente entre las sales de baño. Pero aun en una mochila vacía, de haber contenido alguna droga prohibida, se pueden descubrir restos de heroína o de cocaína al ser analizada. De modo que había que destruirla. ¿Está de acuerdo conmigo en que es posible?
- Es una idea interesante, como ya le dije antes - replicó el inspector Wilding.
- Y también parece verosímil que un pequeño incidente que no se consideró importante, pueda tener relación con la mochila. Según Geronimo, el criado italiano, el mismo día, o uno de los días en que les visitó la policía, desapareció la bombilla del recibidor. Fue a buscar otra para reemplazarla, y descubrió que tampoco estaban las de reserva, y dos días antes las había visto en el cajón. A mí me parece posible... también... aunque es un tanto cogido por los pelos y no me atrevo a decir que esté seguro de ello, sino que es una mera posibilidad... que alguien, que tuviera una conciencia culpable por haber pertenecido anteriormente a la banda de contrabandistas, temiera que su rostro fuera reconocido por la policía si le veían a plena luz. Así que se llevó la bombilla del recibidor y las de reserva. Y como resultado, el vestíbulo quedó iluminado sólo por unas velas. Esto es, como le digo a usted, una simple suposición.
- Es una idea ingeniosa - replicó Wilding.
- Y verosímil, señor - intervino el sargento Bell -. Cuanto más lo pienso más verosímil me resulta.
- Pero de ser así - continuó Wilding -, es algo que abarca más que a la calle Hickory.
Poirot asintió:
- ¡Oh, sí! La organización debe abarcar una amplia estela de clubes de estudiantes y residencias, sumando gran número de afiliados.
- Tiene que encontrar un lazo de unión entre ellos - dijo Wilding.
El inspector Sharpe hizo uso de la palabra por primera vez.
- Existe ese lazo de unión, señor - dijo -, o lo había. Una mujer que regentaba diversos clubes y residencias para estudiantes, y que también era propietaria de la Residencia de la calle Hickory. La señora Nicoletis.
Wilding dirigió una rápida mirada a Poirot.
- Sí - replicó el detective -. La señora Nicoletis tenía intereses en todos estos sitios, aunque no los dirigiera ella misma. Su sistema era poner a personas de antecedentes intachables al frente de los negocios. Mi amiga la señora Hubbard es una de ellas. El apoyo económico lo suministraba la señora Nicoletis... pero vuelvo a sospechar que era sólo una autoridad nominal.
- Hum - dijo Wilding -. Creo que sería interesante saber algo más de la señora Nicoletis. Es preciso conocer su vida. ¿No les parece?
Sharpe hizo un gesto de asentimiento.
- Estamos investigando su pasado, su procedencia, y demás, pero hay que hacerlo con sumo cuidado. No queremos alarmar demasiado pronto a nuestros pájaros. También revisaremos su anterior posición económica. Palabra que esa mujer era una arpía de primera fuerza.
Y descubrió sus experiencias con la señora Nicoletis cuando tuvo que efectuar el registro.
- Conque botellas de coñac, ¿eh? - replicó Wilding -. ¿De modo que bebía? Bien, así será más sencillo. ¿Qué le ha ocurrido? ¿La detuvieron... ?
- No, inspector. Ha muerto.
- ¿Que ha muerto? - Wilding enarcó las cejas -. ¿Quiere usted decir que la quitaron de en medio?
- Sí... eso creemos. Después de la autopsia lo sabremos con certeza. Yo creo que debió dar señales de flaqueza. Tal vez no contase con un crimen.
- ¿Se refiere usted al caso de Celia Austin? ¿Es que la muchacha sabía algo?
- Sabía algo - intervino Poirot -, pero si me permite la intromisión, no creo que ella supiera de qué se trataba.
- ¿Quiere usted decir que sabía algo, pero no apreciaba su significado? -
- Sí. Eso mismo. No era una chica inteligente, y no es probable que sacara ninguna consecuencia, pero sí que oyera o viera alguna cosa y luego la mencionara sin el menor recelo.
- ¿No tiene usted idea de lo que vio u oyó, Poirot?
- He hecho algunas conjeturas - replicó el detective -. No me es posible otra cosa. Se ha mencionado un pasaporte. ¿Acaso alguno de la casa tenía un pasaporte falso que le permitía ir de un lado a otro del Continente bajo otro nombre, y su descubrimiento fuera un grave peligro para la persona interesada? ¿O tal vez vio cómo destrozaban la mochila, o quizá cómo le quitaban el doble fondo, sin comprender qué era lo que estaban haciendo? ¿Vería a la persona que quitó las bombillas? ¿Lo mencionaría ante él o ella, sin comprender que pudiera tener importancia? ¡Ah, mon Dieu! – exclamó Poirot, irritado -. ¡Suposiciones! ¡Suposiciones, y más suposiciones! Hay que saber más. ¡Siempre hay que saber más!
- Bien - dijo Sharpe-; podemos empezar por los antecedentes de la señora Nicoletis, y tal vez salga algo a la luz.
- ¿La quitaron de en medio porque temieron que hablase? ¿Habría hablado ya?
- Hacía tiempo que bebía en secreto... y eso significa que tenía los nervios deshechos - explicó Sharpe -. Tal vez se desesperó, lo contó todo, y se volvieron contra ella.
- ¿Supongo que ella no dirigiría la banda?
Poirot meneó la cabeza.
- Yo creo que no. Estaba demasiado al descubierto. Claro que sabía de qué se trataba, pero no era el cerebro que se oculta detrás de todo esto. No.
- ¿Tiene alguna idea de quién puede ser?
- Si tratase de adivinarlo... pudiera equivocarme. Sí...  pudiera equivocarme.




CAPÍTULO XVI



Decirlo o no decirlo. He ahí el problema - dijo Nigel, sirviéndose una nueva taza de café que llevó a la mesa del desayuno.
- ¿Decir qué? - preguntó Len Bateson.
- Todo lo que uno sabe - replicó Nigel con un ademán.
Jean Tomlinson dijo en tono desaprobador:
- La policía no tiene más remedio que cumplir con su deber. ¡Naturalmente! Si sabemos algo que pueda ser útil debemos decirlo a la policía. Eso es lo que debe hacerse.
- Ya ha hablado la buena de Jean - replicó Nigel.
- Moi, je n'aime pas les flics - intervino René, contribuyendo a la discusión.
- ¿Decir qué? - volvió a preguntar Len Bateson.
- Las cosas que sabemos unos de otros - explicó Nigel, paseando su mirada maliciosa por los reunidos alrededor de la mesa. - Después de todo - dijo en tono alegre -, cada uno de nosotros sabe muchas cosas de los demás, ¿no es cierto? Quiero decir que no hay más remedio que saberlas, viviendo bajo el mismo techo.
- Pero, ¿quién sabe lo que es importante o no lo es? Hay muchísimas cosas que a la policía no le interesan en absoluto - dijo Achmed Alí con calor, recordando ofendido los comentarios del inspector al descubrir su colección de postales.
- He oído decir - continuó Nigel volviéndose hacia Akibombo - que han encontrado cosas muy interesantes en tu habitación.
Debido a su color Akibombo no podía enrojecer, pero parpadeó denotando su excitación.
- En mi país hay muchas supersticiones - explicó -. Y mi abuelo me dio algunas cosas para que las trajera aquí. Estoy lejos de sentir por ellas piedad o respeto. Yo, un científico moderno, no creo en brujerías, pero debido a mi poco dominio del idioma me resultó difícil explicárselo al policía de manera comprensible.
- Incluso nuestra pequeña Jean tendrá sus secretos, supongo - dijo Nigel volviéndose hacia la señorita Tomlinson.
Jean declaró indignada que no iba a consentir que la insultaran.
- Dejaré esta casa y me iré a la Y.W.C.A.[1] les anunció.
- Vamos, Jean - replicó Nigel -. Danos otra oportunidad.
- ¡Oh, basta ya, Nigel! - exclamó Valerie, cansada -. La policía no tiene más remedio que cumplir con su deber, dadas las circunstancias.
Colin Macnabb aclaró su garganta disponiéndose a intervenir.
- En mi opinión - dijo con aire sentencioso -, debían aclaramos la situación. ¿Cuál fue exactamente la causa de la muerte de la señora Nick?
- Lo sabremos durante la vista - replicó Valerie impaciente.
- Lo dudo - dijo Colin -. Yo creo que la aplazarán.
- Supongo que debió morir del corazón, ¿no? - intervino Patricia -. Se cayó en la calle.
- Alcoholismo agudo. En ese estado fue llevada a la comisaría - dijo Len Bateson.
- De modo que bebía - reflexionó Jean -. ¿Sabéis que siempre lo sospeché? Cuando la policía registró la casa encontraron en su habitación un armario lleno de botellas de coñac vacías - agregó.
- Nuestra Jean lo sabe todo - dijo Nigel en tono aprobador.
- Bueno, eso explica por qué algunas veces estaba tan rara - comentó Patricia.
Colin volvió a aclarar su garganta.
- ¡Ah! Ejem - dijo -. El sábado por la noche, cuando regresaba a casa, la vi entrar en la taberna de «El Collar de la Reina».
- Allí es donde debió emborracharse - exclamó Nigel.
- Entonces supongo que la causa de su muerte fue el alcoholismo - opinó Jean.
- Apuesto a que sí - intervino Sally Finch -. No me sorprendería nada.
- Por favor - dijo Akibombo -. ¿Es que piensan que alguien la mató? ¿Es eso?
- Aún no tenemos motivos para suponer nada de eso - dijo Colin.
- Pero, ¿quién iba a querer matarla? - preguntó Geneviéve. ¿Tenía mucho dinero que dejar? Si era rica tal vez fuera por eso.
- Era una mujer endemoniada, querida - replicó Nigel -. Estoy seguro de que todo el mundo deseaba matarla. Yo lo pensé más de una vez - agregó sirviéndose tranquilamente más mermelada.

II


- Por favor, señorita Sally, ¿me permite una pregunta? Es acerca de algo que dijo durante el desayuno, y he estado pensando mucho en ello.
- Bueno, yo no pensaría demasiado, Akibombo - le dijo Sally -. No es saludable.
Sally y Akibombo estaban comiendo en una terraza de Regent's Park, ya que el verano había llegado oficialmente y el restaurante había abierto sus puertas.
- Toda la mañana he estado muy preocupado - dijo Akibombo con pesar -, y no fui capaz de responder a las preguntas del profesor. Está descontento conmigo. Dice que yo copio largos párrafos de los libros y no pienso por mí mismo. Pero yo estoy aquí para aprender de los libros y me parece que ellos se expresan mejor que yo, porque todavía no domino el inglés. Y además, esta mañana me resulta muy difícil pensar en otra cosa que no sea lo que está sucediendo en la calle Hickory y las dificultades que surgen de todo ello.
- Creo que en eso tienes razón - dijo Sally -. Tampoco yo conseguí concentrarme esta mañana.
- Por eso le ruego que me explique ciertas cosas, porque, como le dije, he estado pensando mucho.
- Bien, oigamos entonces lo que estuviste pensando.
- Pues... es acerca de ese... asido borco.
- ¿Asido borco... ? ¡Oh, ácido bórico! ¡Sí! ¿Qué hay de eso?
- Pues, no lo he entendido muy bien. ¿Dicen que es un ácido? ¿Un ácido como el sulfúrico?
- Como el sulfúrico, no - replicó Sally.
- ¿No se utiliza en los laboratorios para experimentación?
- No imagino siquiera que nadie realice experimentos con él. Es algo completamente inofensivo.
- ¿Quiere decir que incluso puede ponerse en los ojos?
- Precisamente ésa es una de sus aplicaciones.
- Ah, entonces eso lo explica. Chandra Lal tiene una botellita con un polvo blanco que echa en agua caliente y luego se baña los ojos con ella. La guarda en el cuarto de baño y el día que le desapareció se puso furioso. ¿Sería eso ácido bórico?
- ¿A qué viene esto ahora?
- Se lo explicaré poco a poco, pero ahora no, por favor. Tengo que pensar más.
- Bueno, no te arriesgues demasiado, - dijo Sally -. No quisiera que fueras tú la próxima víctima, Akibombo.

III


- Valerie, ¿no podrías aconsejarme?
- Claro que sí, Jean. Aunque no sé por qué pide nadie consejo, si luego nunca se sigue.
- En realidad se trata de un caso de conciencia - dijo Jean.
- Entonces yo soy la última persona a quien debieras consultar. Yo no tengo conciencia.
- ¡Oh, Valerie, no digas esas cosas!
- Bueno, es bien cierto - replicó Valerie apagando su cigarrillo - Traigo modelos de París de contrabando y a las señoras que vienen al salón les digo las mayores mentiras acerca de su físico. Incluso viajo en los autobuses sin pagar, cuando ando apurada de dinero. Pero, vamos, dime: ¿de qué se trata?
- Es por lo que Nigel dijo a la hora del desayuno. ¿Si uno sabe algo de otro, crees que debe decirlo?
- ¡Qué pregunta más tonta! No puede aplicarse una regla general. ¿Qué es lo que quieres decir?
- Se trata de un pasaporte.
- ¿Un pasaporte? - Valerie se irguió sorprendida -. ¿De quién?
- De Nigel. Tiene un pasaporte falso.
- ¿Nigel? - exclamó Valerie con incredulidad -. No lo creo. No es posible.
- Pero es cierto. Y, ¿sabes, Valerie?; creo que tiene algo que ver con todo esto. Oí decir a la policía que Celia había mencionado un pasaporte. Supongamos que ella lo descubriese y él la matara.
- Me suena a melodrama - replicó Valerie -. Pero, con franqueza, no creo ni una palabra. ¿Qué es esa historia del pasaporte?
- Yo lo vi.
- ¿Cómo lo viste?
- Pues, por pura casualidad - repuso Jean -. Estaba buscando algo en mi cartera, hará una o dos semanas, y por error debí coger la de Nigel. Las dos estaban en un estante del salón.
Valerie lanzó una risa desagradable.
- ¡Cuéntaselo a otra! - exclamó -. ¿Qué es lo que estabas haciendo en realidad? ¿Espiando?
- ¡No, desde luego que no! - Jean protestó, indignada -. Lo único que no he hecho nunca es mirar los papeles privados de nadie. No soy de esa clase de personas. Sólo fue que estando distraída abrí la cartera y empecé a buscar en sus departamentos.
- Escucha, Jean, a mí no puedes engañarme. La cartera de Nigel es mucho más grande que la tuya y de un color completamente distinto. Puesto que admites ciertas cosas, debes admitir también si eres de esa clase de personas. Muy bien. Tuviste ocasión de curiosear los papeles de Nigel y la aprovechaste.
Jean se puso en pie.
- Mira, Valerie, si continúas siendo tan antipática y tan injusta, yo...
- ¡Oh, vamos, pequeña! - dijo Valerie -. Continúa. Ahora me siento interesada y quiero saber.
- Pues bien, había un pasaporte, replicó la joven -. Estaba en el fondo de la cartera y el nombre que constaba en él era Stanford, Stanley, o algo por el estilo, y pensé: «Qué extraño que Nigel tenga el pasaporte de otra persona», y al abrirlo vi que la fotografía era de Nigel. ¿No comprendes que debe llevar una doble vida? Y lo que me pregunto es si debo decírselo a la policía. ¿Tú crees que es mi deber?
Valerie se echó a reír.
- Mala suerte, Jean - le dijo -. A decir verdad, yo creo que tiene una explicación bien sencilla. Pat me lo contó. Nigel recibía dinero, o cierta herencia, con la condición de que cambiara de nombre, y él lo hizo legalmente, eso es todo. Creo que su verdadero nombre era Stanfield o Stanley, algo parecido.
- ¡Oh! - Jean parecía avergonzada.
- Pregunta a Pat, si a mí no me crees - se revolvió Valerie.
- Oh, no... bueno, si es como tú dices, debo haberme equivocado.
- Te deseo mejor suerte la próxima vez.
- No sé a qué te refieres, Valerie.
- ¿Te gustaría complicar a Nigel, no es cierto? ¿Y ponerlo a mal con la policía?
Jean se irguió.
- Tal vez no me creas, Valerie - le dijo -, pero lo único que deseo es cumplir con mi deber.
Y dicho esto salió de la habitación.
- ¡Oh, diablos! - exclamó Valerie.
Llamaron a la puerta y entró Sally.
- ¿Qué te ocurre, Valerie? Pareces abatida.
- Es por esa antipática de Jean. ¡En realidad es terrible! ¿No crees que pueda haber la más remota posibilidad de que Jean quitara de en medio a la pobre Celia? Me alegraría muchísimo verla en el banquillo.
- Opino como tú - replicó Sally. Pero no me parece probable. No creo que Jean se arriesgara nunca hasta el punto de asesinar a nadie.
- ¿Qué opinas de la señora Nick?
- Pues no sé qué pensar. Pero pronto sabremos a qué atenernos.
- Apostaría diez contra uno a que también la asesinaron - dijo Valerie.
- Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que ocurre aquí?
- Ojalá lo supiera, Sally. ¿No te has sorprendido alguna vez observando a los demás?
- ¿Qué quieres decir con eso de observar a los demás, Val?
- Pues, mirarles preguntándote: «¿Serás tú?» Tengo el presentimiento de que aquí hay algún perturbado. Realmente loco. Loco de remate... quiero decir, no de esos que se creen Napoleón.
- Es posible - dijo Sally estremeciéndose.
- ¡Hum! - replicó Valerie -. Te aseguro que tengo mucho miedo.


IV


- Nigel, tengo que decirte una cosa.
- Bien, ¿qué es ello, Pat? - Nigel rebuscaba frenéticamente en uno de los cajones de su cómoda -. No sé qué diablos hice de esos apuntes. Yo creí que los había puesto aquí.
- ¡Oh, Nigel, no revuelvas de ese modo! Luego lo dejas todo por en medio y yo tengo que recogerlo.
- ¡Bueno, qué diablos!; tengo que encontrar mis apuntes, ¿no es verdad?
- ¡Nigel, tienes que escucharme!
- Está bien, Pat, no te pongas así. ¿Qué ocurre?
- Tengo que confesarte algo.
- Supongo que no se trata de un crimen - replicó Nigel en su acostumbrada ligereza.
- ¡No, desde luego!
- Bien. Oigamos cuál es ese pecadillo.
- Fue un día que te zurcí los calcetines y vine a guardarlos en el cajón de la cómoda...
- ¿Sí?
- Y encontré el frasco de morfina. El que tú me dijiste que habías cogido del hospital.
- ¡Sí, y valiente alboroto que armaste!
- Pero, Nigel, si estaba ahí en tu cajón, entre los calcetines y cualquiera hubiera podido encontrarlo.
- ¿Por qué? Nadie viene a revolver entre mis calcetines excepto tú.
- Bueno, me pareció mal dejarlo ahí, y ya sé que dijiste que te desharías de él después de ganar la apuesta; pero entre tanto seguía estando ahí.
- Naturalmente. Aún no había conseguido el tercer veneno.
- Pues bien, a mí me pareció muy mal y cogí el frasco, saqué el veneno y lo llené de bicarbonato. El efecto era el mismo.
Nigel dejó de buscar sus apuntes.
- ¡Cielo santo! - exclamó -. ¿De veras hiciste eso? ¿Quieres decir que cuando juraba a Len y a Colin que aquel polvo era sulfato de morfina, o tartrato, o lo que sea, lo único que contenía el frasco era bicarbonato?
- Sí. Comprende...
Nigel la interrumpió con el ceño fruncido.
- No estoy seguro de que eso anule la apuesta. Claro que yo tenía idea...
- Pero, Nigel, era realmente peligroso tenerlo ahí escondido entre la ropa.
- Por Dios, Pat, ¿es que siempre tienes que complicar las cosas? ¿Qué hiciste con la morfina?
- La puse en el frasco del bicarbonato sódico y lo escondí en el cajón de mis pañuelos.
Nigel la contempló con franco asombro.
- Realmente, Pat, tus procesos mentales y tu lógica están más allá de todo calificativo. ¿Por qué lo hiciste?
- Creí que allí estaría más segura.
- Mi querida Pat, o bien la morfina se encerraba bajo llave, o si no, ¿qué más daba que estuviera entre mis calcetines o entre tus pañuelos?
- Bueno, sí importaba. En primer lugar, yo duermo sola, y no comparto mi habitación con nadie.
- Vaya, no pensarás que el pobre Len iba a quitarme la morfina, ¿verdad?
- No pensaba decírtelo, pero ahora debo hacerlo... porque... ha desaparecido.
- ¿Quieres decir que lo ha cogido la policía?
- No. Desapareció antes.
- ¿Quieres decir? - Nigel la miró consternado -. Pongamos esto en claro. Hay una botella con la etiqueta de «Bicarbonato Sódico», pero conteniendo sulfato de morfina, que rueda por ahí y que en cualquier momento alguien puede tomarse una cucharada si le duele el estómago... ¡Dios santo, Pat! ¿Y tú has hecho eso? ¿Por qué diablos no la tiraste, si es que tanto te preocupaba?
- Porque la consideré valiosa y creí que debía devolverse al hospital en vez de tirarla. Tan pronto como hubieras ganado la apuesta pensaba dársela a Celia y pedirle que la devolviera.
- ¿Y estás segura de que no se la diste?
- Claro que estoy segura de que no se la di. ¿Y si la tomó ella para suicidarse, fue culpa mía?
- ¡Cálmate! ¿Cuándo desapareció?
- No lo sé exactamente. Yo la busqué el día anterior a la muerte de Celia y no pude encontrarla, pero creí que tal vez, por distracción, la hubiera dejado en otro sitio.
- ¿El día anterior a su muerte ya había desaparecido?
- Supongo que he sido muy estúpida - repuso Patricia con el rostro muy pálido.
- Y algo más - replicó Nigel -. ¡Hasta qué extremos puede llegar una inteligencia corta y una conciencia activa!
- ¿Crees que debo decírselo a la policía?
- ¡Oh, diablos! - exclamó Nigel -. Supongo que sí. Y todo por mi culpa.
- Oh, no, Nigel, la culpa fue mía, querido. Yo...
- En primer lugar yo fui quien se apoderó de ella - dijo el muchacho -. Entonces me pareció simplemente divertido, pero ahora... oigo ya los acerbos comentarios como si estuviera en el banquillo.
- Lo siento. Cuando la cogí, mi intención era...
- Tu intención era bonísima. Lo sé. ¡Lo sé! Escucha, Pat, apenas puedo creer que la morfina haya desaparecido. Habrás olvidado dónde la pusiste. Ya sabes que algunas veces uno se confunde...
- Sí, pero...
Vacilaba mientras la sombra de una duda iba apareciendo en su rostro.
Nigel se levantó con presteza.
- Vamos a tu habitación y hagamos un registro a fondo.


V


- ¡Nigel, ésta es mi ropa interior!
- Vamos, Pat, no me vengas ahora con tonterías. Precisamente aquí es donde pudiste esconder el frasco, ¿no te parece?
- Sí, pero estoy segura de que yo...
- No podemos estar seguros de nada hasta que hayamos mirado en todas partes. Y estoy dispuesto a hacerlo con todo detalle.
Llamaron a la puerta y entró Sally Finch, cuyos ojos se abrieron por la sorpresa de ver a Pat sentada sobre la cama, con un montón de calcetines de Nigel en la mano, mientras Nigel, con todos los cajones de la cómoda abiertos y revolviendo en ellos como un perrito, iba sacando jerseys, medias y prendas interiores así como otros accesorios del atuendo femenino.
- Por todos los santos - exclamó Sally -, ¿qué es lo que ocurre?
- Estamos buscando el bicarbonato - replicó Nigel en tono seco.
- ¿El bicarbonato? ¿Para qué?
- Me duele el estómago - dijo Nigel haciendo una mueca - y sólo el bicarbonato puede calmarme.
- Creo que yo debo tener en alguna parte.
- No me sirve, Sally, tiene que ser el de Pat. Es el único que puede curar mi dolencia especial.
- Estás loco - dijo Sally -. ¿Qué es lo que busca, Pat?
Patricia meneó la cabeza con pesar.
- ¿No habrás visto mi frasco de bicarbonato, Sally? - le preguntó -. Sólo quedaba un poco en el fondo.
- No - Sally la miró con curiosidad, y luego frunció el ceño -. Déjame pensar. Alguien de aquí... no, no lo recuerdo... ¿Tienes un sello, Pat? Quiero echar una carta y se me han terminado.
- En ese cajón de ahí.
Sally abrió el pequeño cajón del escritorio, y sacando un pliego de sellos, cogió uno que pegó en la carta que llevaba en la mano, guardó de nuevo los restantes y puso dos peniques y medio sobre la mesa.
- Gracias. ¿Quieres que al mismo tiempo eche esta carta tuya?
- Sí... no... No. Creo que esperaré.
Sally asintió con un gesto de indiferencia antes de salir de la habitación. Pat dejó los calcetines que tenía en la mano y se retorció los dedos, nerviosa.
- Nigel.
- ¿Qué? - el joven había trasladado su atención al armario y estaba registrando los bolsillos de un abrigo.
- Tengo que confesarte algo más.
- Dios santo, Pat, ¿qué has hecho?
- Tengo miedo de que te enfades.
- Estoy ya más que enfadado. Si Celia fue envenenada con la morfina que yo cogí, probablemente pasaré años y años en la cárcel, eso si no me ahorcan.
- No tiene nada que ver con todo esto. Se trata de tu padre.
- ¿Qué? - Nigel giró en redondo con la sorpresa e incredulidad reflejadas en su rostro.
- ¿Sabes que está muy enfermo, no es cierto?
- No me importa lo enfermo que esté.
- Eso dijeron anoche por la radio. «Sir Arthur Stanley, el famoso investigador químico, se encuentra gravemente enfermo.»
- Es agradable ser célebre. Todo el mundo se entera cuando uno está enfermo.
- Nigel, si se está muriendo deberías reconciliarte con él.
- ¡Al diablo, no lo haré!
- Pero si se está muriendo.
- ¡Será el mismo muriéndose que cuando estaba vivito y coleando!
- No debes ser así, Nigel. Tan rencoroso y falto de caridad.
- Escucha, Pat... ya te lo dije una vez: él mató a mi madre.
- Ya sé que lo dijiste, y que tú la adorabas, pero yo creo que algunas veces exageras, Nigel. Muchísimos maridos son antipáticos e intransigentes y hacen desgraciadas a sus esposas, pero decir que tu padre mató a tu madre es una extravagancia y en realidad no es cierto.
- Tú sabes mucho de eso, ¿verdad?
- Sé que algún día te arrepentirás de no haberte reconciliado con tu padre antes de su muerte. Por eso... - Pat hizo una pausa para tomar ánimos -. Por eso he escrito a tu padre... diciéndole...
- ¿Que le has escrito? ¿Es esa carta que Sally quería echar? - se dirigió al escritorio.
- Ya.
Y cogiendo con dedos nerviosos el sobre ya franqueado lo hizo pedazos y visiblemente disgustado lo arrojó al cesto de los papeles.
- ¡Ya está! - Y no te atrevas a volver a pedir nada semejante.
- Nigel, realmente eres una criatura. Puedes romper la carta, pero no impedirme que escriba otra, y la escribiré.
- Eres una sentimental incurable; ¿no se te ha ocurrido pensar que, cuando, digo que mi padre asesinó a mi madre, lo declaro basándome en un hecho indiscutible? Mi madre murió por haber ingerido una dosis excesiva de vernal. En el juicio dijeron que la tomó por error, pero fue mi padre quien se la dio deliberadamente. Quería casarse con otra, ¿comprendes?, y mi madre no quiso concederle el divorcio. Es la historia de un crimen vulgar. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar? ¿Denunciarle a la policía? Mi madre no hubiera querido eso... De modo que hice lo único que podía hacer... decirle a él que lo sabía... y. marcharme para siempre. Incluso he cambiado de nombre.
- Nigel... lo siento... Nunca imaginé...
- Bueno, ahora ya lo sabes... El respetable y famoso Arthur Stanley con sus investigaciones y antibióticos... retozando como el verde laurel. Pero aquella pájara no se casó con él. Se escapó. Creo que debió adivinar lo que él había hecho...
- Querido Nigel... qué horror... Lo siento...
- Está bien. No volveremos a hablar de esto. Ahora dediquémonos a la búsqueda del bicarbonato. Piensa exactamente lo que hiciste con la morfina; apoya la cabeza entre las manos, y piensa, Pat.

VI


Geneviéve entró en el salón en un estado de gran agitación, y se dirigió a los estudiantes allí reunidos en voz baja y excitada.
- Ahora estoy segura... completamente segura... de saber quién mató a la pobre Celia.
- ¿Quién fue, Geneviéve? - preguntó René -. ¿Qué ha sucedido para que estés tan segura?
Geneviéve miró cautelosamente a su alrededor para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada, y bajando aún más la voz dijo:
- Fue Nigel Chapman.
- Nigel Chapman, pero, ¿por qué?
- Escuchad. Acabo de pasar por el corredor para dirigirme a la escalera y oí voces en la habitación de Patricia. Era Nigel quien hablaba.
- ¿Nigel? ¿En la habitación de Patricia? - exclamó Jean en tono de censura, mas Geneviéve sin desviarse del particular continuó:
- Y le estaba diciendo a ella que su padre había matado a su madre, que pour la, ha cambiado de nombre. ¿De modo que está bien claro, no? Su padre fue un asesino convicto y Nigel lo lleva en la sangre como herencia...
- Es posible - dijo Chandra Lal, reflexionando complacido sobre aquella posibilidad -. Es muy posible. Nigel es tan violento, tan desequilibrado. No tiene dominio de sí mismo. ¿No estáis de acuerdo conmigo? - Y se volvió con aire condescendiente hacia Akibombo, que asintió con entusiasmo inclinando la cabeza morena y rizada, al tiempo que exhibía sus blancos dientes en una sonrisa.
- Siempre he pensado - intervino Jean- que Nigel no tiene sentido de la moral... Es un carácter completamente degenerado.
- Puede ser un crimen pasional - comentó Ahmed Alí -. Seduce a Celia y luego la mata porque es una buena chica que espera que se case con ella...
- Majaderías - estalló Leonard Bateson.
- ¿Qué has dicho?
- ¡Digo que son majaderías! - gritó Len.




CAPÍTULO XVII



Sentado en un departamento de la comisaría, Nigel miró nerviosamente los ojos severos del inspector Sharpe, que acababa de oír su declaración.
- ¿Se da usted cuenta, señor Chapman, de que lo que acaba de contarnos es muy serio? Vaya si lo es.
- Claro que me doy cuenta, y no hubiera venido a contárselo de no considerarlo urgente.
- ¿Y dice usted que la señorita Lane no recuerda exactamente cuándo vio por última vez ese frasco de bicarbonato que contenía morfina?
- Está aturdida, y cuanto más se esfuerza por recordar, más se confunde. Dice que yo la pongo nerviosa, y ahora está intentando hacer memoria mientras yo he venido a verle a usted.
- Será mejor que vayamos enseguida a la calle Hickory.
Mientras hablaba sonó el timbre del teléfono de sobremesa y el agente que había estado tomando nota de la historia de Nigel alargó la mano y descolgó el auricular.
- Es la señorita Lane - dijo después de escuchar -. Desea hablar con el señor Chapman.
Nigel se aproximó a la mesa y cogió el teléfono que le alargaba el agente.
- ¿Pat? Soy Nigel.
La voz de la joven llegó hasta él, nerviosa, sin aliento.
- Nigel. ¡Creo que ya lo tengo! Quiero decir que ya sé quién lo ha cogido...  ¿sabes... ? cogido del cajón de mis pañuelos... ¿sabes? Sólo hay una persona que...
La voz se interrumpió.
- Pat. Dime. ¿Estás ahí? ¿Quién ha sido?
- Ahora no puedo decírtelo. Más tarde. ¿Vas a venir?
El teléfono estaba lo bastante cerca del agente y del inspector para que pudieran oír claramente la conversación, y este último hizo un gesto de asentimiento ante la mirada interrogadora de Nigel.
- Dígale que «enseguida» - le dijo.
- Vamos a ir enseguida - le anunció Nigel -. Salimos ahora mismo.
- ¡Oh! Bueno. Estaré en mi habitación.
- Hasta luego, Pat.
Apenas pronunciaron palabra durante el breve trayecto hasta la calle Hickory.
Sharpe se preguntaba si al final habrían encontrado una pista. Podía ofrecerles Patricia Lane alguna prueba definitiva, ¿o serían meras suposiciones suyas? Con claridad no había recordado nada que pareciera importante. Suponía que había telefoneado desde el vestíbulo y que por consiguiente tuvo que ser comedida y hablar con precaución.
Nigel abrió la puerta del número veintiséis de la calle Hickory con su llavín, y penetraron en la casa. A través de la puerta del salón, Sharpe pudo distinguir la roja cabeza de Leonard Bateson inclinada sobre unos libros.
Nigel los condujo arriba y atravesó el pasillo hasta la habitación de Pat. Llamó ligeramente con los nudillos y entró...
- Hola, Pat. Aquí está...
Su voz murió en un suspiro de asombro, y permaneció inmóvil mientras Sharpe, por encima de su hombro, veía lo que había de ver.
Patricia Lane yacía desplomada en el suelo.
El inspector apartó a Nigel y fue a arrodillarse junto al cuerpo de la muchacha. Le alzó la cabeza, le tomó el pulso y luego, volviendo a dejarla en su posición con sumo cuidado, se puso en pie con el rostro grave.
- No - exclamó Nigel con voz histérica -. No, no, no.
- Sí, señor Chapman. Está muerta.
- No, no. Pat. La pobrecilla Pat. Cómo...
- Con esto.
Era un arma sencilla e improvisada: un pisapapeles de mármol metido en un calcetín de lana.
- Le golpearon en la cabeza por la espalda. Un arma muy efectiva. Si le sirve de consuelo, señor Chapman, yo creo que ni siquiera llegó a enterarse.
Nigel se sentó temblando sobre la cama y se puso a explicar:
- Ése es uno de mis calcetines. Iba a zurcírmelo... Oh, Dios mío, iba a zurcírmelo...
Y de pronto empezó a llorar como un niño... con abandono y sin darse cuenta de que lloraba.
Sharpe continuaba reconstruyendo el crimen.
- Fue alguien que la conocía muy bien. Alguien que cogió el calcetín e introdujo el pisapapeles en su interior.
- ¿Reconoce este pisapapeles, señor Chapman?
Y lo sacó del calcetín para enseñárselo.
Nigel lo miró sin dejar de llorar.
- Pat lo tenía siempre encima de su escritorio. Es el León de Lucerna.
Y escondió el rostro entre las manos.
- ¡Pat... oh, Pat! ¡Qué voy a hacer sin ti!
De pronto se irguió echando hacia atrás sus revueltos cabellos.
- ¡Mataré a quien haya hecho esto! ¡Le mataré! ¡Cerdo asesino!
- Cálmese, señor Chapman. Sí, sí, sé lo que siente. Ha sido una brutalidad...
- ¡Pat nunca hizo daño a nadie!
Consolándolo como pudo, el inspector Sharpe lo hizo salir de la habitación. Luego volvió a entrar e inclinándose sobre el cadáver de la joven, cogió algo que ésta tenía entra los dedos.


II


Geronimo, con la frente perlada de sudor, volvía sus ojos oscuros y asustados de un rostro a otro.
- Yo no vi nada. Ni oí nada. Se lo aseguro. Yo no sé nada en absoluto. Yo estoy siempre en la cocina con María. Preparo la minestrone, gratino el queso...
Sharpe interrumpió su discurso.
- Nadie le acusa. Sólo deseamos aclarar algunas cosas: ¿Quiénes entraron y salieron de la casa a última hora? ¿Puede decírmelo?
- No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo?
- Pero usted puede ver quién entra y quién sale, desde la ventana de la cocina, ¿no es cierto?
- Sí.
- Entonces dígalo.
- A esa hora entran y salen muchos estudiantes.
- ¿Quiénes estuvieron en la casa entre las seis y las seis y treinta y cinco, que es cuando nosotros llegamos?
- Todo el mundo, excepto el señorito Nigel, y la señora Hubbard y la señorita Hobhouse.
- ¿Cuándo salieron?
- La señora Hubbard antes de la hora del té, y todavía no ha regresado.
- Continúe.
- El señorito Nigel salió hará cosa de media hora, poco antes de las seis... parecía muy enfurruñado; y acaba de llegar ahora con ustedes.
- Eso es cierto, sí.
- La señorita Valerie se marchó a las seis en punto. Estaban dando las campanadas, dong, dong, dong. Iba muy elegante, con un vestido de cóctel. Aún no ha vuelto.
- ¿Y todos los demás, están en casa?
- Sí, señor. Todos están aquí.
Sharpe echó una ojeada a su libro de notas. En él estaba anotada la hora de la llamada telefónica de Pat. Exactamente a las seis y ocho minutos.
- ¿Todos los demás se quedaron en la casa? ¿No regresó nadie durante este intervalo de tiempo?
- Sólo la señorita Sally. Había salido a echar una carta y volvió...
- ¿Sabe usted a qué hora regresó?
Geronimo frunció el entrecejo.
- Vino cuando estaban dando las noticias.
- Entonces después de las seis.
- Sí, señor.
- ¿Qué parte de las noticias estaban dando?
- No lo recuerdo, señor. Pero desde luego era anterior a los deportes, porque entonces cerramos la radio como de costumbre.
Sharpe sonrió a pesar suyo. Era un campo muy extenso. Sólo podían excluir a Nigel Chapman, Valerie Hobhouse y la señora Hubbard, lo cual representaba un interrogatorio largo y agotador. ¿Quiénes estuvieron en el salón? ¿Quiénes lo abandonaron? ¿Cuándo? ¿Quién podría responder de quién? Y a esto había que agregar que muchos estudiantes, sobre todo los asiáticos y africanos, eran poco precisos por naturaleza en cuanto a las horas, y por ello la tarea no resultaría precisamente envidiable.
Pero había que realizarla.

III


En la habitación de la señora Hubbard se respiraba un ambiente triste. La misma señora Hubbard, todavía con sus ropas de calle y su hermoso rostro tenso por la preocupación, se hallaba sentada en el sofá, y Sharpe y el sargento Cobb ante una mesita.
- Creo que telefoneó desde aquí - decía Sharpe -. Y a eso de las seis y ocho minutos varias personas entraron y salieron del salón, o por lo menos eso dicen... y nadie vio ni oyó que se utilizara el teléfono del recibidor. Claro que no puede fiarse mucho en sus palabras, pues la mayoría de ellos nunca miran el reloj, pero yo creo que debió entrar aquí para telefonear a la comisaría. Usted había salido, señora Hubbard, pero supongo que no cierra la puerta con llave...
La señora Hubbard meneó la cabeza.
- La señora Nicoletis la cerraba siempre, pero yo no...
- Bien; entonces, Patricia Lane viene aquí para telefonear excitada por su reciente descubrimiento, y mientras está hablando, se abre la puerta y alguien entra o se asoma. Patricia se asusta y cuelga. ¿Acaso porque reconoció en el intruso a la persona cuyo nombre estaba a punto de pronunciar? ¿O por mera precaución? Pueden ser las dos cosas. Yo me inclino por la primera suposición.
La señora Hubbard asintió con un gesto.
- Quienquiera que fuese pudo haberla seguido hasta aquí, y tal vez, después de estar escuchando detrás de la puerta, entró para impedir que Pat continuara.
- Y luego...
El rostro de Sharpe se ensombreció.
- Esa persona acompañó a Pat a su habitación charlando normalmente. Tal vez Patricia le acusara de haber cogido el bicarbonato, y quizás ella le diera explicación plausible.
La señora Hubbard preguntó extrañada:
- ¿Por qué dice usted «ella»?
- ¡Extraña cosa, un pronombre! Cuando encontramos el cadáver, Nigel Chapman dijo: «¡Mataré a quien haya sido! Le mataré.» Observé que se refería a un hombre. Tal vez fuese porque asoció la idea de violencia a un hombre. O tal vez por tener alguna ligera sospecha que señale a un hombre, a un hombre en particular. Si se trata de esto último debemos averiguar cuáles fueron sus razones para pensar así. En cambio yo me he inclinado desde el primer momento por una mujer. Eso reduce un poco el campo de sospechosos.
- Por lo siguiente. Alguien entró con Patricia en su habitación alguien con quien ella se sentía tranquila, y eso indica a otra mujer. Los estudiantes no van a los dormitorios de las señoritas a no ser por alguna razón especial. ¿No es así, señora Hubbard?
- Sí. No el que sea una regla estricta, pero por lo general se cumple, excepto durante un período de tiempo muy reducido.
- El otro lado de la casa está separado de éste, excepto en la planta baja, y dando por supuesto que la conversación entre Nigel y Pat fuese oída, con toda probabilidad debió ser una mujer quien la oyera.
- Sí, comprendo lo que quiere decir. Y algunas parecen pasarse la mitad del tiempo escuchando tras el ojo de la cerradura.
- ¿Por qué? - dijo el inspector.
- La francesita oyó el final de su conversación.
- ¿Y permaneció allí todo el tiempo?
- No, subió poco después en busca de un libro que había olvidado. Y como de costumbre, nadie puede precisar cuándo.
Y enrojeciendo agregó a modo de disculpa:
- Eso es algo demasiado duro. En realidad, aunque estas casas están sólidamente construidas, han sido divididas con nuevos tabiques delgados como el papel, y no puede evitarse el oír a través de ellos. Debo admitir que a Jean le gusta mucho curiosear. Y desde luego, cuando Geneviéve oyó que Nigel le decía a Pat que su padre había asesinado a su madre, se excitó su curiosidad y escuchó lo que pudo.
El inspector asintió. Ya había oído las declaraciones de Sally Finch, Jean Tomlinson y Geneviéve.
- ¿Quiénes ocupan las habitaciones contiguas a las de Patricia? - quiso saber.
- Geneviéve está al lado pero la pared es la de las originales. Elizabeth Johnston al otro lado, cerca de la escalera. Sólo las separa un tabique.
- Pudo ser cualquiera - replicó la señora Hubbard, desalentada. - Siempre con la excepción de Elizabeth Johnston, que pudo haberlo oído a través del tabique divisorio, de haber estado en su habitación, pero parece ser que ya estaba en el salón cuando Sally Finch salió a echar la carta. Sally Finch estuvo presente un poco antes, cuando fue a buscar el sello para su carta. Pero el hecho de que las dos jóvenes estuvieran allí excluye automáticamente la posibilidad de que alguien más estuviera escuchando.
- Según sus declaraciones sí pero tenemos alguna otra prueba.
Y sacó de su bolsillo un papelito doblado.
- ¿Qué es eso? - preguntó la señora Hubbard.
Sharpe sonrió.
- Un par de cabellos... que cogí de entre los dedos de Patricia Lane.
- Quiere decir que...
Llamaron a la puerta.
- Adelante - dijo el inspector.
La puerta se abrió dando paso a Akibombo, que llegaba sonriente.
- ¿Me permite? - dijo.
El inspector Sharpe le replicó impaciente:
- Sí, señor... eh... hum... ¿qué desea?
- Vengo a declarar algo de suma importancia y que puede ayudar a esclarecer este triste y trágico suceso.



CAPÍTULO XVIII



Bien, señor Akibombo - dijo el inspector Sharpe, resignado-; oigamos de qué se trata.
Se le había ofrecido una silla y Akibombo estaba frente a los demás, que le miraban con gran atención.
- Gracias. ¿Empiezo yo?
- Sí, por favor.
- Pues algunas veces me siento indispuesto.
- Oh.
- Tengo el estómago delicado. Eso es lo que dice la señorita Sally, pero no es que esté realmente enfermo, y no tengo vómitos.
El inspector Sharpe pudo contenerse a duras penas mientras Akibombo iba dando detalles de su dolencia.
- Sí, sí - le dijo -. Lo lamento mucho, se lo aseguro, pero usted deseaba decirnos...
- Tal vez sea debido al cambio de alimentación. Me siento repleto. - Y el señor Akibombo indicó exactamente el lugar -. Yo creo que no como suficiente carne y demasiados carbohidratos.
- Carbohidratos - le corrigió el inspector mecánicamente -. Pero no comprendo...
- Algunas veces tomo una píldora, o un poco de magnesia y otros polvos estomacales. No tiene importancia el que sea... el caso es que me hace expulsar el aire... así. - Y Akibombo largó un gran eructo -. Después - sonrió con aire seráfico -, me siento mucho mejor, muchísimo mejor.
El rostro del inspector se iba congestionando y la señora Hubbard, dijo en tono autoritario:
- Lo comprendemos perfectamente. Ahora pasemos a lo que importa.
- Sí, desde luego. Bien, como digo, esto me sucedió a principios de la semana pasada, no recuerdo exactamente qué día. Los macarrones estaban muy buenos, comí muchos y luego me sentí muy mal. Quise trabajar para mi profesor, pero me resultaba difícil pensar con esta pesadez aquí. - Y de nuevo Akibombo indicó el punto exacto -. Era después de cenar y en el salón estábamos sólo Elizabeth y yo, y le pregunté: «¿Tiene un poco de bicarbonato, o polvos estomacales? He terminado los míos», y ella respondió: «No. Pero he visto un pote en el cajón de Pat cuando fui a devolverle un pañuelo que le pedí prestado. Iré a buscártelo - me dijo -. A Pat no le importará.» Así que subió, regresando con un frasco de bicarbonato sódico. Quedaba muy poco, sólo el fondo de la botella, que estaba casi vacía. Le di las gracias y fui con el frasco al lavabo; vertí casi todo el que quedaba, casi una cucharadita de café llena, en un poco de agua, y después de revolverlo lo bebí.
- ¿Una cucharada? ¡Una cucharada! ¡Cielo santo... ! ¿Qué hizo?
El inspector le miraba fascinado, el sargento Cobb se inclinó hacia delante con expresión de asombro. La señora Hubbard, murmuró entre dientes.
- ¡Rasputín!
- ¿Se tragó una cucharadita de morfina?
- Naturalmente, yo creí que era bicarbonato.
- ¡Sí, sí, lo que no comprendo es que esté ahora aquí sentado!
- Y luego me puse realmente enfermo. No sentía aquella opresión de antes, sino un dolor... un dolor agudo en el estómago.
- ¡No sé cómo no está muerto!
- Como Rasputín - replicó la señora Hubbard -. Le daban veneno y más veneno, en grandes cantidades, y no conseguían matarle.
Akibombo se dispuso a continuar.
- De modo que al día siguiente, cuando me sentí mejor, llevé la botella con el poquitín de polvo que quedaba en ella a un farmacéutico para que me dijera qué era lo que había tomado y que tanto daño me hiciera...
- ¿Sí?
- Me dijo que volviera más tarde, y cuando fui exclamó: «¡No es extraño! Esto no es bicarbonato, sino ácido... bórico. Se puede poner en los ojos, pero si se toma una cucharada es natural que se sienta enfermo.»
- ¡Ácido bórico! - El inspector le contempló estupefacto -. Pero, ¿cómo fue a parar a esa botella? ¿Qué le ocurrió a la morfina? - Gimió -. ¡Se habrá visto algo más descabellado!
- Y yo he estado pensando - continuó Akibombo.
El inspector volvió a gemir.
- ¿Que usted ha estado pensando? - dijo -. ¿Y qué es lo que ha pensado?
- He estado, pensando en la señorita Celia y en cómo murió... y que alguien debió entrar en su habitación, después de su muerte para dejar la botella vacía de morfina y el pedazo de papel en que decía que se había suicidado...
Akibombo hizo una pequeña pausa y el inspector asintió.
- Y por eso me dije... ¿quién pudo hacerlo? Yo creo que para una de las señoritas hubiera sido fácil, pero para un hombre no tanto, ya que hubiera tenido que bajar la escalera de nuestra casa y subir por otra, y cualquiera pudo despertarse y verle u oírle. De modo que me puse a pensar de nuevo, y me dije: supongamos que fuese alguno de los de nuestra casa, pero que tuviera la habitación contigua a la de la señorita Celia... sólo que ella está en casa, ¿comprende? En la habitación de él hay un balcón, y en la de ella también, y es probable que ella durmiera con el balcón abierto, como medida higiénica. Así que siendo fuerte y atlético, pudo saltar hasta su habitación.
- La habitación contigua a la de Celia, pero que pertenece a la otra casa - dijo la señora Hubbard -. Déjeme pensar... es la de Nigel... y...
- Len Bateson - terminó el inspector mientras sus dedos acariciaban el papel doblado que tenía en la mano -, Len Bateson.
- Es muy simpático, sí - - dijo Akibombo con pesar -. Y para mí aún más, pero psicológicamente uno no sabe lo que se esconde debajo de la superficie. Es eso, ¿no? La teoría moderna. Chandra Lal se puso furioso cuando le desapareció el ácido bórico para sus ojos y más tarde, al preguntarle, me dijo que había sabido que se lo quitó Len Bateson...
- La morfina fue cogida del cajón de Nigel y sustituida por el ácido bórico... Sí, ya comprendo...
- ¿Le he servido de ayuda? - preguntó cortésmente Akibombo.
- Sí, desde luego, le estamos muy agradecidos. No... eh... no repita nada de esto.
- No, señor. Tendré cuidado.
Y Akibombo, tras inclinarse cortésmente, salió de la habitación.
- Len Bateson - dijo la señora Hubbard con voz alterada -. ¡Oh! ¡No!
Sharpe la miró.
- ¿Es que no quiere que sea Len Bateson?
- Le he tomado aprecio. Tiene genio, lo sé, pero es siempre tan formal...
- Eso se ha dicho de muchísimos criminales - replicó Sharpe.
Y con toda calma desenvolvió el paquetito que tenía en la mano. La señora Hubbard, obedeciendo a una indicación suya, se inclinó para mirar.
En el blanco papel había dos cabellos rojos, cortos y ensortijados...
- ¡Oh, Dios mío! - exclamó la señora Hubbard.
- Sí - dijo Sharpe en tono reflexivo -. En mi larga experiencia he aprendido que un asesino comete siempre un error por lo menos.



CAPÍTULO XIX



Pero esto es estupendo, amigo mío - dijo Hercules Poirot admirado -. Tan claro... tan maravillosamente claro.
- Habla como si se tratara de una sopa - gruñó el inspector -. A usted puede parecerle consomé, pero para mí sigue siendo todavía un puré espeso...
- Vamos, vamos. Todo encaja en su lugar correspondiente.
- ¿Incluso esto?
Y como hiciera ante la señora Hubbard, el inspector Sharpe le mostró los dos cabellos rojos.
La respuesta de Poirot fue casi igual a la de Sharpe en aquella ocasión.
- Ah... sí - dijo -. ¿Cómo llamaron a eso por la radio? El error deliberado.
Las miradas de los dos hombres se encontraron.
- Nadie es tan listo como se cree - continuó Hercules Poirot.
- El inspector Sharpe se sintió tentado de responder: «¿Ni siquiera Hercules Poirot?», pero se contuvo.
- Y en cuanto a lo otro, ¿todo arreglado, amigo mío?
- Sí, el globo se elevará mañana.
- ¿Irá usted mismo?
- No, yo tengo que estar en el número veintiséis de la calle Hickory. Cobb estará de guardia.
- Le desearemos buena suerte.
Y con aire solemne, Hercules Poirot alzó un vaso que contenía créme de menthe.
El inspector Sharpe alzó a su vez su vaso de whisky.
- Lo mismo digo.

II


- Saben hacer las cosas en estos sitios - dijo el sargento Cobb.
Contemplaba admirado el escaparate de «Sabrina Fair», una demostración del arte del cristal... allí todos eran verdes y translúcidos como las olas del mar... Sabrina exhibía toda clase de cosméticos exquisitamente envasados y rodeados de diversos accesorios femeninos, así como varias muestras de rica bisutería.
El agente detective Maccrae lanzó un gruñido desaprobador.
- Esto es una blasfemia. No es Sabrina Fair, sino Milton.
- Bueno, Milton no es la Biblia, amigo mío.
- No negará que El Paraíso Perdido trata de Adán y Eva, el Paraíso y todos los diablos del Infierno, y, si eso no es la Biblia, ¿qué es?
El sargento Cobb no quiso meterse en controversias y entró decidido en el establecimiento acompañado del duro policía. En el interior de la concha rosada de «Sabrina Fair», el sargento y su satélite parecían tan desconcertados como «un toro en una tienda de porcelana», como dicen vulgarmente los ingleses.
Una criatura exquisita vestida de rosa salmón se acercó a ellos dando la impresión de que sus pies apenas rozaban el suelo.
El sargento Cobb le dijo:
- Buenos días, madame - y le mostró sus credenciales. La encantadora criatura desapareció como por encanto, y a poco llegó otra de más edad, pero igualmente encantadora. Parecía una duquesa con sus cabellos grises azulados, y sus mejillas suaves habían desterrado las arrugas propias de los años. Sus ojos color acero se fijaron en los del sargento Cobb.
- Esto es algo inusitado - les dijo la duquesa con severidad -. Hagan el favor de pasar.
Y les condujo a través del salón en cuyo centro había una mesa con revistas y periódicos cuidadosamente ordenados. Junto a las paredes se veían diversos departamentos separados por cortinajes que albergaban a señoras rubicundas sometidas a los cuidados de las sacerdotisas vestidas de color rosa.
La duquesa acompañó a los policías a un despachito reducido donde había un gran escritorio de tapa corredera, varias sillas, dos sillones y nada que atenuara la fuerte luz del Norte.
- Yo soy la señora Lucas, propietaria de este establecimiento - dijo -. Mi socia, la señorita Hobhouse, no está hoy aquí.
- No, madame - dijo el sargento Cobb, para quien aquello no era una novedad.
- La orden de registro que traen ustedes me parece improcedente - dijo la señora Lucas -. Este es el despacho particular de la señorita Hobhouse. Y, sinceramente espero que no sea necesario... eh... molestar a nuestras clientes en ningún sentido...
- No creo que tenga que preocuparse por eso - replicó Cobb -. Lo que andamos buscando no es probable que se encuentre en los salones.
Y aguardó cortésmente a que ella se retirara. Luego examinó el despacho de Valerie Hobhouse. La estrecha ventana daba a la parte de atrás de otros establecimientos de Mayfair. Las paredes estaban pintadas de gris pálido y dos hermosas alfombras persas cubrían el suelo. Cobb dirigió sus ojos a la pequeña caja fuerte que había en la pared, y de allí al enorme escritorio.
- No estará en la caja - exclamó -. Está demasiado a la vista.
.Un cuarto de hora más tarde, la caja fuerte y los cajones del escritorio ya no tenían secretos para ellos.
- Esto parece un nido de monas - dijo Maccrae, que era a la vez pesimista y gruñón.
- Acabamos de empezar - replicó Cobb.
Y después de vaciar el contenido de todos los cajones, lo fue ordenando para proceder a su examen.
Al fin lanzó una exclamación de placer.
- Aquí están, amigo mío.
Sujetos a la parte inferior del último cajón con cinta adhesiva había media docena de libritos azules con letras doradas.
- Pasaportes - explicó el sargento Cobb - expedidos por el secretario de Asuntos Exteriores de Su Majestad, que Dios guarde muchos años, así como su confiado corazón.
Maccrae se inclinó con Interés, mientras Cobb iba abriendo los pasaportes y comparaba las correspondientes fotografías.
- Apenas parece la misma mujer, ¿verdad? - exclamó Maccrae.
Los pasaportes pertenecían a la señora de Silvia, a la señorita Irene French, a la señora Olga Kohn, a la señorita Ulna Le Mesurier, a la señora Gladys Thomas, y a la señorita Moira O'Neele. Y todos representaban a una mujer morena que oscilaba entre los veinticinco y cuarenta años de edad.
- Es el peinado distinto lo que la distingue - dijo Cobb -. A lo Pompadour, rizado, liso, con melena de paje, etcétera. Se cambió algo la nariz para hacer de Olga Kohn, y redondeó sus mejillas para fingirse la señora Thomas. Aquí hay otros dos... pasaportes extranjeros... Madame Mahmoudi, de Argelia, y Sheila Donovan, de Irlanda. Debe de tener cuentas corrientes en los Bancos, bajo todos esos nombres.
- Un poco complicado, ¿no?
- Tenía que serlo, amigo, Los inspectores siempre andan husmeando y haciendo preguntas embarazosas. No es difícil hacer dinero pasando género de contrabando; pero sí ocultarlo cuando se tiene. Apuesto a que ese club de juego de Mayfair fue abierto por esa joven por la misma razón. El dinero que se gana en el juego es el único que no pueden confiscar los inspectores de Impuestos sobre las Rentas. Buena parte del botín debe de estar en Argelia, en los Bancos franceses, y en Irlanda. Todo este asunto ha sido bien organizado. Y luego, un día, debió olvidar uno de estos pasaportes en la calle Hickory y la pobre Celia lo vio.



CAPÍTULO XX



Era una idea muy inteligente, la de la señorita Hobhouse - decía el inspector Sharpe con voz indulgente, casi paternal.
Y los pasaportes fueron pasando de mano en mano como las cartas de una baraja.
- Las finanzas son cosa complicada - continuó -. Hemos tenido buen trabajo yendo de un Banco a otro. Había cubierto bien su rastro... me refiero a sus cuentas corrientes. Yo creo que dentro de un par de años hubiera podido marchar al extranjero y vivir allí tranquilamente de sus ganancias lícitas. No era un contrabando arriesgado... Brillantes, zafiros, etcétera, que entraban en el país... géneros robados que sacaban al exterior... y también toda clase de narcóticos. Todo muy bien organizado. Ella salía al extranjero bajo distintas personalidades, pero nunca demasiado a menudo, y el verdadero contrabando lo hacía otro sin saberlo. Tenía agentes en el extranjero que cuidaban de cambiar las mochilas en el momento preciso. Sí, era una idea inteligente. Y tenemos que agradecer al señor Poirot que la haya descubierto. También fue muy lista al sugerir los robos psicológicos a la pobre señorita Austin. Usted se dio cuenta en el acto, ¿no es cierto, señor Poirot?
Poirot sonrió con modestia y la señora Hubbard le contempló admirada. La conversación tenía lugar en el saloncito particular de esta última.
- Su fallo fue la avaricia - dijo Poirot -. Le tentó el fino brillante del anillo de Patricia Lane. Fue una tontería por su parte el contar esa historia del cambio del brillante por un circón, porque dio a entender enseguida que estaba acostumbrada a manejar piedras preciosas... Sí, eso desde luego me hizo sospechar de Valerie Hobhouse, aunque estuvo magnífica cuando yo le hablé de que alguien le había inspirado la idea a Celia, admitiéndolo gustosa de manera simpática y espontánea.
- ¡Pero asesinar! - exclamó la señora Hubbard -. Asesinar a sangre fría. Todavía me cuesta creerlo.
El inspector Sharpe le miró pesaroso.
- Aún no estamos en posición de poderla acusar del asesinato de Celia Austin - dijo -. Hemos descubierto que se dedicaba al contrabando, desde luego. De eso no hay duda, pero acusarla de un asesinato resulta más difícil. El fiscal no ve la manera de hacerlo. Tuvo motivos y oportunidad, eso sí. Probablemente sabía lo de la apuesta y que Nigel se hallaba en posesión de la morfina, pero no existen pruebas de ello, y hay que tener en cuenta otras dos muertes. Pudo haber envenenado a la señora Nicoletis... pero por otro lado es imposible que matara a Patricia Lane. En realidad, es la única persona que tiene coartada. Geronimo asegura que salió de la casa a las seis. No sé si ella le sobornaría...
- No - replicó Poirot, meneando la cabeza -. Ella no le pagó por decir eso.
- Y tenemos el testimonio del farmacéutico de la esquina de la calle. La conoce muy bien y dice que entró en la tienda a las seis y cinco para comprar polvos y aspirina y luego utilizó el teléfono. Salió de la farmacia a las seis y cuarto y cogió un taxi en la parada que hay allí.
Poirot se enderezó en su silla.
- ¡Pero eso... es magnífico! - exclamó -. ¡Precisamente lo que necesitábamos!
- ¿Qué diablos quiere decir?
- Me refiero a la llamada telefónica que hizo desde la cabina de la farmacia.
El inspector Sharpe le miró exasperado.
- Vamos, señor Poirot. Atengámonos a los hechos. A las seis y ocho minutos Patricia Lane está viva y telefoneando a la comisaría desde esta habitación. ¿Está usted de acuerdo en esto?
- Yo no creo que telefoneara desde esta habitación.
- Bueno, entonces desde el vestíbulo.
- Ni tampoco desde allí.
El inspector Sharpe suspiró.
- ¿Supongo que no me negará usted que telefoneó a la comisaría? ¿No pensará que el sargento detective Nye, Nigel Chapman y yo fuéramos víctimas de una alucinación?
- Desde luego que no. Existió esa llamada telefónica, pero yo creo que fue hecha desde la cabina de la farmacia de la esquina.
El inspector Sharpe quedó boquiabierto.
- ¿Quiere usted decir que fue Valerie Hobhouse quien telefoneó... y que fingió ser Patricia Lane, cuando ésta ya estaba muerta?
- Eso es exactamente lo que quiero decir.
El inspector guardó silencio unos instantes y luego descargó el puño con fuerza sobre la mesa.
- No lo creo. La voz... yo mismo la oí...
- Sí; usted oyó una voz femenina... excitada... sin aliento. Pero usted no conocía lo bastante la voz de Patricia Lane para asegurar que fuera la suya.
- Tal vez, pero fue Nigel Chapman quien habló con ella. No ir a decirme que Nigel Chapman también se engañó. No es fácil imitar una voz por teléfono, o disfrazar la propia. Nigel Chapman se hubiera dado cuenta de que no era la voz de Pat.
- Sí - dijo Poirot -. Nigel Chapman lo hubiera sabido... y sabía muy bien que no era Patricia. ¿Quién iba a saberlo mejor que él, puesto que poco rato antes acababa de matarla dándole un golpe en la cabeza?
El inspector tardó unos instantes en recuperar el habla.
- ¿Nigel Chapman? ¿Nigel Chapman? Pero si cuando la encontramos muerta lloró... lloró como un niño.
- Me atrevo a decir... - continuó Poirot - que la apreciaba tanto como cualquiera... pero eso no pudo salvarla... puesto que representaba una amenaza para sus intereses. Durante todo el tiempo Nigel Chapman ha aparecido como el más sospechoso. ¿Quién poseía una inteligencia brillante para planear un asesinato y la audacia de llevarlo a cabo? Chapman. ¿Quién era rudo y orgulloso? Nigel Chapman. Tenía todas las marcas del asesino... la vanidad arrogante, la impiedad y la temeridad de atraer la atención hacia él de un modo inconcebible... empleando la tinta verde en una estupenda fanfarronada, y por fin excediéndose por el estúpido error deliberado de colocar los cabellos de Len Bateson entre los dedos de Patricia, siendo evidente que Patricia fue atacada por la espalda y por lo tanto no pudo coger a su asaltante por los cabellos. Los asesinos son así... llevados por la admiración de su propia inteligencia, confían en su encanto... porque Nigel tiene encanto... todo el encanto de un niño mimado que nunca crecerá y que sólo, ve una cosa... ¡Él mismo y lo que quiere!
- Pero, ¿por qué, señor Poirot? ¿Por qué matar? A Celia Austin, tal vez, pero, ¿por qué a Patricia Lane?
- Eso - replicó Poirot - es lo que hemos de averiguar.



CAPÍTULO XXI



Hace mucho tiempo que no le veo - dijo el anciano señor Endicott a Hercules Poirot mirándole fijamente -. Ha sido usted muy amable al venir a visitarme.
- No me lo agradezca demasiado - replicó el detective -. Es que deseo algo.
- Bueno, como bien sabe, estoy en deuda con usted, puesto que me aclaró aquel desagradable asunto de Abernathy.
- En realidad me ha sorprendido encontrarle aquí. Creí que se habría retirado.
El anciano abogado sonrió. Su nombre era muy conocido y gozaba de excelente reputación.
- Vine especialmente para ver a un antiguo cliente. Todavía sigo llevando los asuntos de un par de viejos clientes.
- Sir Arthur Stanley fue un antiguo amigo y cliente suyo, ¿verdad?
- Sí. He cuidado de todos sus asuntos legales desde que era joven. Fue un hombre muy inteligente, Poirot... y con un cerebro excepcional.
- Anunciaron su muerte ayer a las seis, cuando radian las noticias.
- Sí. El funeral será el viernes. Llevaba enfermo algún tiempo... tenía un tumor maligno, según creo.
- ¿Y lady Stanley falleció años atrás?
Los ojos inteligentes del abogado miraron, curiosos, a Hercules Poirot.
- ¿De qué murió?
El abogado replicó en el acto:
- Por haber ingerido una dosis excesiva de soporífero. Creo que de veronal.
- ¿Se abrió una investigación?
- Sí. Y el veredicto fue que lo tomó accidentalmente.
- ¿Y fue así?
El señor Endicott guardó silencio unos instantes.
- No quiero molestarle - dijo -. Y no tengo la menor duda de que tendrá usted sus razones para preguntarlo. Tengo entendido que el veronal es una droga muy peligrosa, ya que no existe gran margen entre una dosis efectiva y otra mortal. Si el enfermo se olvida de que ya ha tomado una dosis y toma otra... bueno, el resultado puede ser fatal e inevitable.
Poirot asintió.
- ¿Y eso es lo que ocurrió?
- Es de suponer. No hubo el menor indicio de que pudiera tratarse de un suicidio ni ella tenía tendencias suicidas.
- ¿Y no se insinuó... otra cosa?
De nuevo Poirot percibió aquella mirada inquisidora.
- Su esposo declaró.
- ¿Y qué dijo?
- Puso de relieve que algunas veces ella se confundía después de tomar la dosis y pedía otra.
- ¿Mentía?
- Vaya, Poirot, qué pregunta tan atroz. ¿Por qué supone usted que yo voy a saberlo?
Poirot sonrió. Aquel intento de mostrarse ofendido no le engañaba.
- Insinúo sencillamente lo que usted sabe muy bien, amigo mío. Pero de momento no voy a violentarle preguntándole lo que sabe. En vez de eso le pediré su opinión. La opinión de un hombre acerca de otro. ¿Arthur Stanley era de esos hombres capaces de deshacerse de su esposa si hubiese deseado casarse con otra?
El señor Endicott dio un respingo como si le hubieran golpeado con un látigo.
- Esto es absurdo - replicó indignado -. Completamente absurdo. Y no había otra mujer. Stanley fue siempre fiel a su esposa.
- Sí - repuso Poirot -. Eso es lo que yo pensaba. Y ahora... pasaré a exponerle el motivo de mi visita. Usted es el abogado que redactó el testamento de Arthur Stanley.
Y tal vez sea además su albacea.
- Lo soy.
- Arthur Stanley tenía un hijo... y este hijo se peleó con él cuando la muerte de su madre y se marchó de su casa. Incluso llegó hasta el extremo de cambiarse el nombre.
- Eso, hasta este momento, lo ignoraba. ¿Cómo se hace llamar ahora?
- Ya llegaremos a eso. Antes voy a hacerle una sugerencia. Si estoy en lo cierto tal vez usted lo admita. Arthur Stanley le dejó a usted una carta sellada para que después de, su muerte fuera abierta en ciertas condiciones.
- ¡La verdad, señor Poirot! En la Edad Media sin duda le hubieran quemado en la hoguera. ¡Cómo es posible que sepa tantas cosas!
- Entonces, ¿estoy en lo cierto? Yo creo que en esta carta se ofrecen dos alternativas... destruir su contenido... o emprender cierta acción.
Hizo una pausa y el abogado no habló.
- ¡Bon Dieu! - dijo Poirot alarmado -. No habrá usted destruido ya...
Se interrumpió con un suspiro de alivio al ver que el señor Endicott negaba con la cabeza.
- Nunca obramos con precipitación - dijo en tono de reproche -. Tengo que hacer muchas averiguaciones... para quedar plenamente satisfecho... - Hizo una pausa -. Este asunto - dijo en tono severo - es altamente confidencial... Incluso para usted, Poirot...
- ¿Y si yo le ofreciera un buen motivo para que hablase sin temores?
- Allá usted. Yo no concibo que sepa usted nada del asunto que estamos discutiendo.
- Yo no lo sé... por eso trato de adivinarlo. Si lo que imagino es cierto...
- Es muy probable que acierte - replicó el señor Endicott alzando una mano.
Poirot aspiró con fuerza.
- Muy bien. Yo imagino que sus instrucciones fueron las siguientes: muerto sir Arthur, usted debía buscar a su hijo Nigel para cerciorarse de que vivía, de cómo vivía, y si estaba o no asociado a alguna actividad criminal.
Esta vez la calma del señor Endicott sufrió un rudo sobresalto, que le hizo lanzar una exclamación ahogada.
- Puesto que parece tener pleno conocimiento de los hechos, voy a decirle lo que desea saber. Me refiero que habrá tropezado con el joven Nigel durante el curso de sus actividades profesionales. ¿Qué es lo que ha estado haciendo ahora ese diablo?
- Yo creo que la historia es la siguiente. Después de abandonar su casa cambió de nombre diciendo a todo el mundo que tenía que hacerlo para cumplir la condición de un testamento. Luego se unió a algunas personas que dirigían una banda de contrabandistas... de drogas y joyas. Creo que debido a su intervención la banda adquirió su forma final... inteligente, en la que se utilizaba a estudiantes inocentes y bona fide. Todo iba dirigido por dos personas: Nigel Chapman, como se llama ahora, y una joven llamada Valerie Hobhouse, quien,, según creo, le introdujo en el negocio del contrabando. Era un plan particular y trabajaban sobre una comisión base... pero inmensamente provechosa. Los géneros tenían que ser de tamaño reducido, pero las piedras preciosas que valen miles de libras ocupan muy poco espacio, así como los narcóticos. Todo fue bien hasta que ocurrió una de esas casualidades imprevistas. Un policía fue en cierta ocasión a una Residencia para investigar acerca de un asesinato cometido cerca de Cambridge. Yo creo que usted conoce la razón de por qué le produjo tanto pánico a Nigel la noticia... pensó que le buscaban a él, y quitó algunas bombillas para que la luz fuera escasa y también, presa de pánico, llevó una mochila al patio posterior y luego de hacerla trizas la arrojó detrás de la caldera de la calefacción, por temor a que hubieran encontrado huellas de las drogas que contuviera su doble fondo. Su temor era infundado... ya que la policía se limitó a hacer varias preguntas acerca de un estudiante euroasiático; pero una de las jóvenes se había asomado al balcón por casualidad y le vio destruir la mochila. Aquello no representó de momento su sentencia de muerte. En vez de eso se organizó un plan de inteligencia y se la indujo a realizar algunas acciones tontas que habrían de colocarla en una posición odiosa...  pero llegaron demasiado lejos. Me avisaron a mí, y yo les aconsejé que dieran parte a la policía. La joven perdió la cabeza y confesó... es decir... confesó las cosas que ella había hecho, pero creo que fue a ver a Nigel apremiándole para que confesara lo de la mochila y el haber vertido la tinta sobre los apuntes de otro compañero estudiante. Ni el joven Nigel ni su cómplice deseaban que se fijara la atención en la mochila... ya que su plan de campaña quedaría arruinado. Además, Celia, la muchacha en cuestión, tenía otros conocimientos peligrosos que reveló la noche que yo cené allí. Ella sabía quién era Nigel Chapman en realidad.
- Pero seguramente... - el señor Endicott frunció el entrecejo.
- Nigel se había trasladado de un mundo a otro. Los antiguos amigos que encontrase podrían saber que ahora se hacía llamar Chapman, pero ignoraban sus actividades. En la residencia nadie sabía que su verdadero nombre era Stanley... pero de pronto Celia reveló que le conocía bajo sus dos aspectos. Sabía también que Valerie Hobhouse había marchado al extranjero con pasaporte falso, por lo menos en una ocasión. En resumen: sabía demasiado. La noche siguiente salió para reunirse con él fuera de la Residencia, y Nigel le hizo beber un café en el que había morfina. Celia murió mientras dormía, y él lo arregló todo para que pareciese suicidio.
El señor Endicott se removió inquieto; una expresión de profundo pesar iba apareciendo en su rostro en tanto murmuraba algo entre dientes.
- Pero ése no fue el final - siguió diciendo Poirot -. La mujer que era propietaria de la cadena de residencias y clubes para estudiantes falleció poco después en circunstancias sospechosas y luego, finalmente, se cometió el crimen más cruel e inhumano. Patricia Lane, una joven que adoraba a Nigel y a quien él apreciaba realmente, quiso entrometerse en sus asuntos, y además insistió en que debía reconciliarse con su padre antes de que éste muriese. Nigel le contó una sarta de mentiras, pero comprendió que su obstinación podía impulsarla a escribir una segunda carta, a pesar de haber destruido la primera. Y yo creo, amigo mío, que usted podrá decirme por qué, desde su punto de vista, aquello hubiera sido algo fatal.
El señor Endicott se puso en pie, y atravesando la habitación, se dirigió a la caja fuerte, y después de abrirla extrajo de su interior un sobre largo cuyo sello de lacre rojo habla sido ya roto. Contenía dos documentos que puso ante Poirot.

“Apreciado Endicott: Usted abrirá esta carta después de mi muerte. Deseo que busque a mi hijo Nigel y averigüe si ha sido culpable de algún acto delictivo. Los hechos que voy a contarle sólo yo los conozco. Nigel siempre ha tenido. un carácter indomable, y en dos ocasiones falsificó mi firma en un cheque. Las dos veces yo reconocí la firma como mía, pero advirtiéndole que no volviera a hacerlo. En la tercera ocasión fue el nombre de su madre el que falsificó, y le acusó de ello.
Yo le supliqué que guardara silencio y se negó. Estuvimos discutiendo y ella se mostró dispuesta a denunciarle. Fue entonces cuando al administrarle el somnífero Nigel te dio una dosis excesiva. Sin embargo, antes de que produjera efecto, ella estuvo en mi habitación y me contó lo que ocurría. Cuando a la mañana siguiente la encontraron muerta, supe quién habla sido. Yo le acusé, diciéndole que estaba dispuesto a contárselo todo a la policía y estuvo suplicándome con desesperación. ¿Qué podía hacer, Endicott? No puedo hacerme ilusiones con mi hijo, sé cómo es, un ser peligroso, sin conciencia ni piedad. No había razón para salvarle, pero fue el pensar en mi adorada esposa lo que me contuvo. ¿Hubiera querido que se hiciera justicia? Creí conocer la respuesta... ella hubiera querido salvar a su hijo de la horca. Había protestado, como yo, de que falsificara nuestra firma, pero aquello era otra cosa. Siempre he creído que el que mata una vez, será siempre un asesino, y era probable que hubiese nuevas víctimas. Hice un trato con mi hijo; ignoro si actué bien o mal, eso no lo sé. Él escribió la confesión de su crimen, y la guardé. Le obligué a abandonar mi casa y a crearse una vida nueva por sus propios medios. Iba a darle una segunda oportunidad. El dinero que perteneció a su madre pasaría a sus manos automáticamente, había recibido una buena educación y estaba en situación de hacer el bien.
Pero... si quedaba convicto de cualquier actividad criminal entregaría a la policía su confesión, y me salvaguardé explicándole que mi propia muerte no solucionaría el problema.
Usted es mi mejor amigo y sobre sus hombros coloco esta carta, y se lo pido en nombre de una muerta que también fue amiga suya. Busque a Nigel. Si sus informes son buenos destruya esta carta y la confesión que va incluida en ella. Si no... que se haga justicia.
Su afectísimo amigo,
                                                                                                     ARTHUR STANLEY”

- ¡Ah! - Poirot exhaló un profundo suspiro.
Y desdobló el otro papel.

“Por la presente confieso que yo asesiné a mi madre administrándole una dosis excesiva de veronal el
dieciocho de noviembre de mil novecientos cincuenta...
                                                                                                     NIGEL STANLEY”

CAPÍTULO XXII



Usted comprende perfectamente su posición, señorita Hobhouse. Ya la he advertido...
Valerie Hobhouse le atajó.
- Sé lo que hago. Usted ya me ha advertido que lo que diga puede ser utilizado en contra mía. Estoy preparada para ello. Ustedes me han detenido acusada de contrabandista. No tengo la menor esperanza. Eso representa muchos años de cárcel. Pero eso otro significa que seré acusada como cómplice de un asesinato.
- Si se presta a declarar, eso puede ayudarla, pero yo no puedo prometerle nada.
- No creo que me importe. Igualmente terminaré languideciendo años y años en la cárcel. Deseo hacer mi declaración. Tal vez sea lo que usted llama cómplice, pero no una asesina. Nunca tuve intención de matar ni lo deseé siquiera. No soy tan tonta. Lo que quiero es que quede el caso bien claro contra Nigel.
»Celia sabía demasiado, pero yo hubiera podido arreglarlo de algún modo. Nigel no me dio tiempo. La citó y le dijo que iba a confesar lo de la mochila y la tinta, y aprovechó para echar la morfina en su taza de café. Se había apoderado de la carta que ella escribiera a la señora Hubbard y arrancó la frase que sirvió para simular el "suicidio". Luego puso el papel y el frasco de morfina vacío (que retuvo después de fingir que lo había tirado) junto a la cama. Ahora comprendo que había estado planeando el crimen durante algún tiempo. Luego vino a decirme que lo había hecho, y por mi propio bien tuve que ponerme a su lado.
»Lo mismo debió ocurrir con la señora Nick. Descubrió que bebía, que ya no era de fiar... y se las arregló para encontrarla fuera de la casa y envenenarla. Él me lo negó... pero yo sé que eso es lo que hizo. Luego vino Pat. Nigel subió a mi habitación para contarme lo que había ocurrido y decirme lo que debía hacer... para que los dos tuviéramos una coartada perfecta. Yo entonces estaba ya atrapada en su red, sin escape posible... supongo que si ustedes no me hubieran cogido hubiese marchado al extranjero... a cualquier parte, para empezar una nueva vida, pero me detuvieron... y ahora sólo me importa una cosa... asegurarme que ese diablo cruel y sonriente sea ahorcado.
El inspector Sharpe exhaló un profundo suspiro. Todo aquello era muy satisfactorio y representaba una gran suerte, pero seguía interesado.
El agente que tomaba nota de todo humedeció el lápiz.
- Le aseguro que no lo entiendo del todo - empezó a decir Sharpe, pero ella le cortó enseguida.
- No es necesario que lo entienda. Tengo mis razones.
Hercules Poirot intervino con su cortesía habitual.
- ¿La señora Nicoletis... ? - preguntó. - Era su madre, ¿no es cierto?
- Si - dijo Valerie Hobhouse -. Era mi madre...




CAPÍTULO XXIII



- No lo entiendo - decía Akibombo en tono de queja.
Y miró ansiosamente de una cabeza roja a la otra.
Sally Finch y Len Bateson sostenían una conversación que Akibombo, apenas podía seguir.
- ¿Tú crees que Nigel quería que sospecharan de mí o de ti? - preguntó Sally.
- De cualquiera de los dos - replicó Len -. En realidad, creo que cogió los cabellos de mi cepillo.
- Yo no lo entiendo, por favor - dijo Akibombo -. ¿Entonces fue el señor Nigel quien saltó por el balcón?
- Nigel salta como un gato. Yo no hubiera podido saltar ese espacio. Peso demasiado...
- Quiero pedirle disculpas humildemente por mis injustificadas sospechas.
- No tiene importancia - replicó Len.
- En realidad nos ha ayudado mucho - dijo Sally. Con tanto pensar... sobre el ácido bórico.
El rostro de Akibombo se iluminó.
- Tendríamos que haber pensado desde el principio - dijo Len - que Nigel era un tipo desequilibrado y...
- Oh, por amor de Dios... hablas como Colin. Con franqueza, Nigel siempre me ponía nerviosa... y al fin sé por qué. ¿Te das cuenta, Len, que si el pobre sir Arthur Stanley no hubiera sido tan sentimental y hubiese entregado a Nigel a la policía, hoy en día habría tres personas más con vida? Es una cosa muy seria.
- No obstante, uno se hace cargo de sus sentimientos...
- Por favor, señorita Sally.
- Dime, Akibombo...
- Si encuentra a mi profesor en la fiesta universitaria de esta noche, ¿le dirá usted, por favor, que he demostrado saber pensar? Mi profesor dice siempre que tengo una mentalidad muy lenta.
- Se lo diré - prometió Sally.
Len Bateson era la imagen viva de la tristeza.
- Dentro de una semana estarás de regreso en América - dijo.
Hubo un silencio momentáneo.
- Volveré aquí - repuso Sally. O tú puedes ir a estudiar un curso allí.
Después se volvió hacia el otro muchacho.
- Akibombo - le dijo -, ¿te asustaría ser padrino de boda algún día?
- ¿Qué es ser padrino de boda, por favor?
- Pues el novio, por ejemplo, te da un anillo para que se lo guardes, y os vais los dos a la iglesia muy elegantes, y en el momento preciso te pide que se lo devuelvas y tú se lo das para que me lo ponga a mí en el dedo mientras el órgano toca la marcha nupcial y todo el mundo llora. Eso es ser padrino.
- ¿Quiere decir que usted y el señor Len van a casarse?
- Eso mismo. A menos que a Len no le agrade la idea.
- ¡Sally! Pero tú no sabes que mi padre...
- ¿Y eso qué más da? Claro que lo sé. Que tu padre está loco. Bueno, así son muchísimos padres.
- No es un tipo de manía hereditaria. Puedo asegurártelo, Sally... si tú supieras lo desesperado e infeliz que me he sentido por temor a que no me quisieras...
- Tenía una ligerísima sospecha.
- En África - dijo Akibombo - y en la Antigüedad, antes de que llegara la Era atómica y los descubrimientos científicos, las costumbres matrimoniales eran muy curiosas e interesantes. Les contaré...
- Será mejor que no lo hagas - replicó Sally -. Tengo idea de que nos harían enrojecer, y cuando se es pelirrojo como Len y como yo, se nota mucho.




II


Hercules Poirot firmó la última carta que la señorita Lemon había puesto ante él.
- Très bien - dijo en tono grave -. Ni una sola equivocación.
La señorita Lemon pareció ligeramente molesta.
- ¿Observa usted con frecuencia equivocaciones?
- No, pero ha ocurrido una vez. A propósito, ¿cómo está su hermana?
- Está pensando realizar un crucero por las capitales del Norte, señor Poirot.
- ¡Ah! - exclamó el detective.
Se preguntaba... ¿Tal vez? ¿Un crucero... ? Pero él no se atrevía a emprender un viaje por mar... por nada de este mundo...
- ¿Decía usted algo, señor Poirot? - preguntó su secretaria.
-          Nada, señorita - contestó el detective.




F I N




[1] Iniciales de «Young Women Christian Asociation», «Sociedad de Jóvenes Cristianas»







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