Comenzamos con la segunda parte de la lectura del libro.
CAPÍTULO XI
La historia de la
apuesta y de la destrucción de los venenos fue confirmada por Len Bateson y
Colin Macnabb, y Sharpe retuvo a este último cuando los otros se hubieron marchado.
- No quisiera
causarle más dolor del que ya siente, señor Macnabb - le dijo -. Y comprendo lo
que debe ser para usted que su novia fuera envenenada la misma noche de su
compromiso matrimonial.
- No es preciso
mirarlo según ese aspecto - replicó Colin con el rostro inmutable -. No tiene
usted por qué preocuparse por mis sentimientos. Pregúnteme lo que quiera y crea
que pueda serle de utilidad.
- En su opinión, muy
respetable, ¿el comportamiento de Celia Austin era de orden psicológico?
- No cabe la menor
duda - repuso Colin Macnabb -. Si quiere usted que le exponga la teoría del
caso...
- No, no - se
apresuró a contestar el inspector -. Acepto su opinión como estudiante de
psicología.
- Su niñez fue muy
desgraciada y levantó un bloque emocional...
- Claro, claro - el
inspector Sharpe procuraba desesperadamente evitar el relato de otra niñez
desafortunada. Con la de Nigel tuvo suficiente.
- ¿Hacía tiempo que
se sentía atraído por ella?
- Yo no diría eso
precisamente - replicó el joven, considerando el asunto a conciencia -. Algunas
veces hacen su aparición. Sin duda me atraía inconscientemente, pero yo no me
daba cuenta. Puesto que no tenía intención de casarme joven, sin duda
presentaba una resistencia considerable a aceptar la idea de forma consciente.
- Sí. Eso mismo. ¿Y
Celia Austin estaba contenta por haberse convertido en su prometida? Quiero
decir, ¿no expresó dudas? ¿Incertidumbre? ¿No hubo nada que creyera conveniente
confesarle?
- Hizo una confesión
completa de todo su pasado. En su mente no quedó nada que la preocupara.
-...¿cuándo pensaban
casarse?
- Hubiéramos tenido
que esperar algún tiempo. De momento no tengo posición para mantener una
esposa.
- ¿Tenía Celia algún
enemigo? ¿Alguien que no la quisiera bien?
- Me cuesta creerlo,
inspector. He estado pensando mucho en ello. Aquí todos la querían, y considero
que no fue una cuestión personal la que puso fin a su vida.
- ¿Qué quiere usted
decir con eso de «cuestión personal»?
- No quisiera
precisar demasiado, de momento. Es sólo una idea vaga que se me ha ocurrido y
aún no lo veo con claridad.
Y el inspector no
pudo insistir.
Las dos últimas
estudiantes que faltaban por interrogar eran Sally Finch e Elizabeth Johnston.
Sharpe se entrevistó primero con Sally. Era una joven atractiva, con un mechón
de cabellos rojizos que le caía sobre sus ojos brillantes e inteligentes.
Después de las preguntas de rigor, Sally Finch tomó de pronto la iniciativa.
- ¿Sabe usted lo que
me gustaría hacer, inspector? Pues decir lo que pienso. Mi opinión personal.
Hay algo raro en esta casa, algo muy raro. Estoy segura.
- ¿Se refiere a que
Celia Austin fue envenenada?
- No, me refiero a
antes de eso. Ya hace tiempo que tengo esa impresión. No me gustaron las cosas
que han venido ocurriendo. No me agradó que destrozaran aquella mochila ni que
hicieran pedazos el echarpe de Valerie. Ni tampoco que empaparan de tinta los
apuntes de Negra Bess. Pensaba marcharme de aquí cuanto antes, y eso es lo que
haré en cuanto ustedes me lo permitan.
- ¿Quiere decir que
tiene usted miedo de algo, señorita Finch?
Sally asintió.
- Sí. Tengo miedo.
Aquí hay alguien despiadado, y este lugar... bueno, ¿cómo diría yo...? no es lo
que parece. No, no, inspector, no me refiero a los comunistas. Veo la palabra
temblando en sus labios. No me refiero a los comunistas. Tal vez no sea
siquiera nada criminal. No lo sé. Pero le apuesto lo que quiera a que esa
horrible vieja lo sabe todo.
- ¿Qué vieja? ¿No se
referirá a la señora Hubbard?
- No. Mam Hubbard es
un encanto. Me refiero a la vieja Nicoletis. Esa bruja.
- Eso es interesante,
señorita Finch. ¿No puede precisar un poco m s? Me refiero con relación a la
señora Nicoletis.
- No. Todo cuanto
puedo decirle es que cada vez que pasa por mi lado me estremezco. Algo extraño
está ocurriendo aquí, inspector.
- Me gustaría que
pudiera, ser un poco más explícita.
- A mí también.
Creerá usted que tengo mucha imaginación. Bueno, tal vez tenga, pero otras
personas piensan igual que yo. Akibombo, por ejemplo. Está asustado. Y creo que
la Negra Bess también, aunque no quiera confesarlo. Y creo, señor inspector,
que Celia sabía algo de todo esto.
- ¿Que sabía algo de
qué?
- Ése es el caso. ¿De
qué? Pero dijo algunas cosas el último día... que quería aclararlo todo. Ella
había confesado su parte en las desapariciones, pero debió sentir la corazonada
de quién era el autor de otras cosas y deseaba que también se aclarasen.
Creo que sabía algo,
inspector. Por eso la asesinaron.
- Pero si era algo
tan serio...
Sally le interrumpió:
- Yo no digo que ella
supiera que se trataba de algo serio. No era muy inteligente y sí muy
despistada. Debió de enterarse de algo sin comprender que era peligroso. De
todas formas ésa es mi opinión, si le sirve de algo.
- Ya. Gracias... ¿La
última vez que vio a Celia Austin fue anoche en el salón, después de cenar?
- Sí. Aunque, a decir
verdad, la vi después.
- ¿La vio usted
después? ¿Dónde? ¿En su habitación?
- No. Cuando subí a
acostarme, ella salía por la puerta principal.
- ¿Que salía por la
puerta principal? ¿Fuera de la casa, quiere usted decir?
- Sí.
- Eso es bastante
curioso. Nadie más me ha hablado de ello.
- Me atrevo a
asegurarle que no lo saben. Ella dio las buenas noches a todos y dijo que iba a
acostarse, y si al salir del salón yo no la hubiera visto abrir la puerta de la
calle hubiese supuesto que estaba en su habitación.
- Mientras que en
realidad subió, se puso alguna ropa de abrigo y salió de la casa.
¿No es eso?
Sally asintió.
- Y creo que salió
para encontrarse con alguien.
- Ya. Alguien ajeno a
la casa. ¿O tal vez alguno de los estudiantes?
- Pues yo creo que
debía ser uno de los estudiantes. Comprenda, si ella deseaba hablar
privadamente con alguien, era difícil hacerlo en la casa, y tal vez quedaran en
encontrarse en otro sitio
- ¿Tiene idea de
cuándo regresó?
- En absoluto.
- ¿Lo sabrá Geronimo,
el criado?
- Si vino después de
las once, sí, porque a esa hora hecha la cadena a la puerta. Hasta entonces
cada uno puede abrir con su propia llave.
- ¿Recuerda qué hora
era cuando la vio salir de la casa?
- Yo diría que eran
cerca de... las diez. Tal vez un poco después, pero no mucho.
- Ya. Gracias,
señorita Finch, por todo lo que acaba de decirme.
Y por último el
inspector habló con Elizabeth Johnston, quedando impresionado por la serena
inteligencia de la joven, que contestaba a sus preguntas con decisión y
claridad, esperando luego a que continuara.
- Celia Austin - le
dijo el inspector- negó categóricamente el haber estropeado sus apuntes,
señorita Johnston. ¿La creyó usted?
- Yo no creo que lo
hiciera Celia, desde luego.
- ¿Sabe quién fue?
- La respuesta más
evidente es Nigel Chapman, pero me resulta demasiado evidente. Nigel no es
tonto, y no hubiera utilizado su propia tinta.
- Y... Y si no fue
Nigel, ¿quién fue entonces?
- Eso ya es más
difícil. Pero creo que Celia sabía quién... o por lo menos se lo figuraba.
- ¿Se lo contó ella?
- Exactamente no;
pero la noche antes de su muerte vino a mi habitación cerca de la hora de la
cena, para decirme que a pesar de ser la responsable de los robos, no había
estropeado mi trabajo. Yo le dije que la creía y le pregunté si sabía quién lo
hizo.
- ¿Y qué le contestó?
- Me dijo: «En
realidad no puedo estar segura porque no veo el motivo... Pudo ser una
equivocación o un accidente... Estoy convencida de que el que lo hizo lo
lamenta muchísimo y le agradaría confesarlo». Celia continuó: «Hay algunas
cosas que no comprendo, como la desaparición de las bombillas el día que vino
la policía.»
Sharpe la
interrumpió:
- ¿Qué es eso de la
policía y las bombillas?
- No lo sé. Todo lo
que Celia dijo fue: «Yo no las quité» y, luego agregó: «Me pregunto si tendrá
algo que ver con el pasaporte.» Yo le pregunté, «¿De qué pasaporte estás
hablando?» y me dijo: «Creo que alguien tiene un pasaporte falso.»
El inspector guardó
silencio unos instantes.
Al fin algunas ideas
vagas iban tomando forma. Un pasaporte...
- ¿Qué más le dijo? -
preguntó.
- Nada. Sólo: «De
todas formas, mañana sabré algo más.»
- ¿Eso dijo? «Mañana
sabré algo más.» Es una observación muy significativa, señorita Johnston.
- Sí.
El inspector volvió a
reflexionar en silencio. Algo referente a un pasaporte... y a una visita de la
policía... Antes de ir a la calle Hickory había revisado cuidadosamente los
archivos. Se vigilaban muy de cerca las Residencias que albergaban a
estudiantes extranjeros, y el número veintiséis de la calle Hickory tenía buen
informe, aunque constaban los sucesos ocurridos en él. Un estudiante del África
Occidental había sido requerido por la policía por vivir a expensas de una
mujer, y dicho estudiante había estado unos días en la calle Hickory, marchando
luego a otro sitio, y siendo detenido a su debido tiempo y luego deportado.
Hubo también una inspección en todas las pensiones y residencias en busca de un
eurasiático reclamado para ayudar a la policía a esclarecer el asesinato de la
esposa de un tabernero de cerca de Cambridge. Todo quedó aclarado cuando el
joven en cuestión se presentó en el puesto de policía confesándose autor del
crimen. Hubo también una investigación sobre el reparto de folletos subversivos
entre estudiantes. Todos estos sucesos habían ocurrido algún tiempo atrás y no
era posible que tuvieran nada que ver con la muerte de Celia Austin.
Con un suspiro alzó
la cabeza, encontrándose con la mirada inteligente de Elizabeth Johnston, y
llevado de su impulso le dijo:
- Dígame, señorita
Johnston, ¿tiene usted o ha tenido alguna vez la impresión... de que en esta
casa ocurría algo extraño?
Pareció sorprenderse.
- ¿ Raro... en qué
sentido?
- No sabría decirle.
Estaba pensando en algo que me dijo la señorita Sally Finch.
- Oh... Sally Finch.
La entonación de su
voz le resultó difícil de interpretar, y sintiéndose interesado continuó:
- La señorita Finch
parece ser buena observadora, inteligente y práctica. Insistió en que había
algo... algo extraño en esta casa... aunque no supo explicar en qué consistía.
Elizabeth replicó
vivamente:
- Ése es su modo de
pensar. Ésas americanas, todas son iguales. Nerviosas, aprensivas, sospechan de
cualquier tontería. Fíjese cómo se ponen en ridículo con sus presentimientos,
su manía de espiar, su histerismo, y su obsesión por el comunismo. Sally Finch
es un caso típico.
El interés del
inspector fue aumentando. De modo que a Elizabeth le desagradaba Sally Finch.
¿Por qué? ¿Porque Sally era americana? ¿O acaso a Elizabeth le desagradaban las
americanas únicamente por serlo Sally Finch, o había alguna otra razón para que
la atractiva pelirroja no le fuera simpática? Tal vez fuesen simples celos
femeninos.
Intentó echar mano de
un recurso que algunas veces le había dado buenos resultados: el de halagar su
vanidad, y por ello dijo en otro tono de voz:
- Como puede usted
apreciar, señorita Johnston, en una Residencia como ésta, el nivel de cultura
varía muchísimo. A algunas personas... a la mayoría, sólo les preguntamos
hechos concretos, pero cuando tropezamos con alguien de inteligencia
superior...
Hizo una pausa. El
comentario era halagador. ¿Respondería?
Tras una breve pausa
obtuvo su recompensa.
- Creo comprenderle,
inspector. Aquí el nivel intelectual no es muy alto, como bien ha dicho usted. Nigel
Chapman tiene ciertamente un cerebro rápido, pero su mentalidad es muy
superficial. Leonard Bateson es trabajador... pero nada más.
Valerie Hobhouse
posee una fina capacidad de percepción, pero sus miras son únicamente
comerciales, y es demasiado perezosa para emplear su cerebro en algo que no
merezca la pena. Y lo que usted desea es la ayuda de una mentalidad
disciplinada..
- Como la suya,
señorita Johnston.
Ella aceptó el
cumplido sin protestar, y el inspector comprendió, interesado, que tras sus modales
modestos y amables se ocultaban la arrogancia y el convencimiento de sus
propias cualidades.
- Me siento inclinado
a participar de su opinión con respecto a sus compañeros estudiantes, señorita
Johnston. Chapman es inteligente, pero aniñado. Valerie Hobhouse tiene
cualidades, pero adopta una actitud blasé ante la vida. Usted, como acaba de
decir, tiene una mentalidad disciplinada, y por eso valoro sus puntos de
vista... los puntos de vista de una inteligencia poderosa y destacada.
Por un momento creyó
haberse excedido, pero no tenía por qué temer.
- No hay nada raro en
esta casa, inspector. No haga caso de lo que le diga Sally. Es una residencia
muy decente y bien dirigida. Estoy segura de que aquí no encontrará el menor
rastro de actividades subversivas.
El inspector quedó un
tanto sorprendido.
- En realidad ahora
no pensaba en esa clase de actividades.
- Oh... ya... -
Elizabeth se desconcertó -. Yo me refería a lo que Celia contó de un pasaporte,
pero mirándolo con toda imparcialidad y pesando toda la evidencia, parece casi
seguro que la muerte de Celia fue debida a un motivo particular... tal vez a
alguna complicación amorosa. Estoy segura de que no tuvo nada que ver con la
Residencia, como Residencia, ni «que aquí ocurra nada extraño». Estoy convencida
de que no pasa nada. De ser así me habría dado cuenta; poseo una sensibilidad
muy fina.
- Ya. Bien, gracias,
señorita Johnston. Ha sido usted muy amable prestándome su ayuda.
Elizabeth Johnston se
marchó y el inspector Sharpe quedó con la vista fija en la puerta, que acababa
de cerrarse. El sargento Cobb tuvo que hablarle dos veces para sacarle de su
abstracción.
- ¿Eh?
- He dicho que ya no
queda nadie más, Inspector.
- Sí, ¿y qué hemos
conseguido? Poquísimo. Pero voy a decirle una cosa, Cobb. Mañana vendré aquí
con una orden de registro. Ahora nos marcharemos para reflexionar. Pero aquí
ocurre algo. Mañana lo registraremos de arriba abajo... cosa nada fácil cuando
se ignora lo que se busca, pero existe la posibilidad de que encuentre algo que
me dé una pista. Esa joven que acaba de salir de aquí es muy interesante. Posee
el «yo» de un Napoleón, y sospecho que sabe algo.
CAPÍTULO XII
Hercules Poirot,
mientras despachaba su correspondencia, se detuvo en mitad de la frase que
estaba dictando. La señorita Lemon le miró con gesto interrogador.
- Sí, señor Poirot.
- Mi imaginación se
distrae - Poirot alzó una mano -. Después de todo, esta carta no es importante.
Señorita Lemon, tenga la bondad de llamar a su hermana por teléfono.
- Sí, señor Poirot.
Pocos minutos
después, Poirot cruzaba la estancia para coger el teléfono de manos de su
secretaria.
- Oiga - dijo.
- ¿Diga, señor
Poirot?
La señora Hubbard
parecía bastante nerviosa.
- Espero que no la
habré molestado, señora Hubbard...
- Estoy en un estado
tal que ya ni lo noto.
- Ha sido un día
agitado, ¿verdad? - preguntó el detective cortésmente.
- Es un modo muy
delicado de decirlo, monsieur Poirot. Es eso exactamente lo que ha sido.
El inspector Sharpe terminó ayer de interrogar a todos los estudiantes; hoy se
presenta aquí con una orden de registro y he tenido que asistir a la señora
Nicoletis, que ha sufrido un ataque de histerismo.
Poirot se mordió la
lengua para contener la risa, y luego dijo:
- Quisiera hacerle
una pregunta. Usted me envió una lista de objetos desaparecidos... y otros
sucesos extraños... y lo que deseo, preguntarle es lo siguiente: ¿la escribió
usted siguiendo un orden cronológico?
- ¿Cómo?
- Quiero decir si lo
fue anotando según el orden en que fueron ocurriendo.
- No. Lo siento... lo
anoté a medida que lo iba recordando. Siento haberle despistado.
- Debiera habérselo
preguntado antes - replicó Poirot -. Pero entonces no me pareció importante.
Aquí tengo su lista. Empieza por un zapato de noche, una pulsera, polvos
compactos, un anillo con un brillante, un encendedor, un estetoscopio y demás.
Pero, ¿dice usted que no fue ése el orden de su desaparición?
- No.
- ¿Lo recuerda ahora,
o le resultaría demasiado difícil darme el orden debido?
- Pues no estoy
segura, señor Poirot. Comprenda, ha pasado mucho tiempo. Tendría que pensarlo.
En realidad, después de hablar con mi hermana y saber que íbamos a verle a
usted, hice la lista, y creo que lo fui anotando todo a medida que iba
recordando. Quiero decir que lo del zapato de noche fue tan particular que me
vino a la memoria lo primero, y luego lo de la pulsera y los polvos compactos,
el encendedor y el anillo, porque eran cosas bastante importantes y daban la
impresión de que teníamos entre nosotros a un ladrón auténtico; y luego fui
recordando las menos importantes y añadiéndolas a la lista. Me refiero al ácido
bórico, las bombillas y la mochila. En realidad no tenían importancia y me
acordé de ellas por casualidad.
- Ya - dijo Poirot -.
Sí, ya comprendo... Ahora quisiera pedirle que cuando tenga un rato libre y con
toda tranquilidad... es decir...
- Tal vez cuando
acueste a la señora Nicoletis, le dé un calmante y tranquilice a Geronimo y
María, tendré un poco de tiempo. ¿Qué es lo que desea de mí?
- Pues que escriba,
con la mayor exactitud posible, el orden cronológico en que se sucedieron los
diversos incidentes.
- Desde luego, señor
Poirot. Creo que la mochila fue lo primero, y las bombillas... que no supe
relacionar con las otras cosas... y luego la pulsera y los polvos compactos...
No... el zapato de noche. Pero, bueno, no querrá usted oírme divagar ahora. Se
lo escribiré lo mejor que pueda.
- Gracias, madame. Le
quedaré muy agradecido.
Y Poirot cortó la
comunicación.
- Estoy enfadado
conmigo mismo - dijo a la señorita Lemon -. Me he apartado de mis principios:
orden y método. Desde el principio debí haber considerado cada uno de los robos
en el orden en que ocurrieron.
- Vamos, vamos - dijo
la señorita Lemon mecánicamente -. ¿Va a terminar de dictar ahora estas cartas,
señor Poirot?
Pero nuevamente el
detective alzó la mano en un gesto de impaciencia.
Al regresar a la
calle Hickory, la mañana del sábado, con una orden de registro, el inspector
Sharpe solicitó una entrevista con la señora Nicoletis, que siempre acudía los
sábados a pasar cuentas con la señora Hubbard, para explicarle lo que pensaba
hacer.
La señora Nicoletis
protestó enérgicamente.
- ¡Pero eso es un
insulto...! Mis estudiantes se marcharán... se marcharán... Será mi ruina...
- No, no, señora.
Estoy seguro de que serán razonables... Al fin y al cabo se trata de un
asesinato.
- No ha sido
asesinato... sino suicidio.
- Y estoy seguro que
una vez yo les explique lo que ocurre, nadie tendrá inconveniente...
La señora Hubbard
intervino conciliadora.
- Estoy segura de que
todos serán razonables... excepto - agregó pensativa - tal vez Ahmed Alí y
Chandra Lal.
- ¡Bah! - replicó la
señora Nicoletis -. ¿Quién se preocupa por ellos?
- Gracias, señora -
dijo el inspector -. Entonces empezaremos aquí, en su saloncito.
Una protesta
inmediata y violenta fue la reacción de la señora Nicoletis.
- ¡Registre lo que
quiera - dijo -, pero aquí no! Me niego.
- Lo siento, señora
Nicoletis, pero tengo que registrar toda la casa, de arriba abajo.
- Muy bien, pero no
mis habitaciones. Yo estoy por encima de la ley.
- Nadie está por
encima de la ley, y lamento tener que pedirle que acceda.
- Esto es un ultraje
- exclamó la señora Nicoletis, furiosa -. Usted es un metomentodo. Escribiré a
todo el mundo. Escribiré a mi diputado... a los periódicos...
- Escriba a quien
quiera, señora - replicó el inspector -, pero yo voy a registrar esta
habitación.
Y se dirigió al
escritorio. Una gran caja de bombones, un montón de papeles y una gran variedad
de chucherías fue el resultado de su registro. Luego fue hacia el armario que
estaba en un rincón del saloncito.
- Está cerrado.
¿Quiere entregarme la llave?
- ¡Nunca! - gritó la
señora Nicoletis -. ¡Nunca, nunca, nunca tendrá esa llave!
¡Maldito policía!
- Hará usted bien en
dármela, - le dijo el inspector Sharpe -. O de otro modo haré saltar la
cerradura.
- ¡No le daré la
llave! ¡Tendría que arrancarme antes las ropas! Y eso... eso sería un
escándalo.
- Traiga un escoplo,
Cobb - dijo el inspector, resignado.
La señora Nicoletis
lanzó un grito de furia al que el inspector no prestó atención.
Con la herramienta y
tras un par de forcejeos abrió la puerta del armario, descubriendo un gran
almacén de botellas de coñac vacías, que cayeron al suelo.
- ¡Cerdo! ¡Salvaje!
¡Satanás! - gritaba la señora Nicoletis.
- Gracias, señora -
dijo el inspector -. Hemos terminado ya.
Y la señora Hubbard
se apresuró a colocar de nuevo las botellas en su sitio mientras la señora
Nicoletis sufría un ataque de histerismo.
Un misterio... el del
temperamento de la señora Nicoletis... acababa de ser aclarado.
La llamada de Poirot
llegó precisamente en el momento que la señora Hubbard estaba preparando una
dosis de calmante en su saloncito particular. Después de dejar el teléfono se
inclinó sobre la señora Nicoletis, que había cesado de gritar y de golpear con
los tacones el sofá de su propia salita.
- Ahora, bébase esto
- le dijo la señora Hubbard -. Y se encontrará mucho mejor.
- ¡Gestapo! - exclamó
la señora Nicoletis, que permanecía quieta, pero ceñuda.
- Yo de usted no
pensaría más en ello - dijo la señora Hubbard tratando de consolarla.
- ¡Gestapo! - repitió
la señora Nicoletis -. ¡De la Gestapo! ¡Eso es lo que son!
- Comprenda... han
cumplido con su deber - replicó la hermana de la señorita Lemon.
- ¿Es su deber meter
las narices en mis armarios? Yo les dije: «Eso no es para ustedes.» Y lo cerré
con llave y me la escondí en el pecho. De no haber estado usted presente me
hubieran arrancado el traje sin el menor reparo.
- Oh, no, no creo que
hubiesen hecho una cosa así - replicó la señora Hubbard.
- ¡Eso es lo que
usted dice! Y en vez de hacerme caso cogieron un escoplo y saltaron la
cerradura. Éste es un desperfecto para la casa, del cual seré yo el
responsable.
- Pues, verá... si
usted les hubiera dado la llave...
- ¿Por qué había de
dársela? Es mía. Mi llave, y éste es mi saloncito particular... como les dije a
los policías. «Salgan de aquí», y no se fueron.
- Bien; después de
todo, señora Nicoletis, recuerde que ha habido un asesinato, y cuando se ha
cometido un asesinato hay que soportar cosas que en ocasiones ordinarias no
resultan muy agradables.
- ¡Qué crimen ni qué
majaderías! - replicó la señora Nicoletis -. La pequeña Celia se suicidó. Era
una tonta enamorada y se envenenó. Es una de esas cosas que ocurren
continuamente. Esas chicas son tan estúpidas en cuestiones de amor... ¡como si
el amor tuviera importancia! ¡En uno o dos años termina la mayor pasión!
¡Cualquier hombre es igual a otro! Pero esas chicas de ahora no lo saben. Se
toman cantidades enormes de píldoras para dormir y desinfectantes, o abren la
llave del gas... u otra tontería por el estilo... y luego es demasiado tarde.
- Bueno - dijo la
señora Hubbard volviendo la conversación al punto en que había comenzado -. Yo
no me atormentaría más.
- Eso tal vez pueda
hacerlo usted, pero yo tengo que espabilarme. Ya no volveré a tener
tranquilidad.
- ¿Tranquilidad? - la
señora Hubbard la miró sobresaltada.
- Era mi armario
privado. Nadie sabía lo que había en su interior, ni yo quise que lo supieran.
Y ahora lo sabrán todos. Estoy intranquila. Pueden pensar... ¿qué pensarán?
¿A quiénes se
refiere? - preguntó la señora Hubbard.
La señora Nicoletis
alzó sus anchos hombros con aire triste.
- Usted no lo
comprende - le dijo, - pero estoy intranquila. Muy intranquila.
- ¿Por qué no me lo
explica? - la animó la señora Hubbard -. Tal vez entonces pueda ayudarla.
- Gracias a Dios que
no duermo aquí - dijo la señora Nicoletis -. Las cerraduras de todas las
puertas son...
- Señora. Nicoletis,
yo también dormiré aquí. ¿No sería mejor que me dijera lo que es?
La señora Nicoletis
la miró de hito en hito un instante y luego volvió a apartar la vista.
- Usted misma lo ha
dicho - replicó en tono evasivo -. Usted ha dicho que en esta casa se ha
cometido un crimen, de modo que es natural que esté intranquila. ¿Quién será la
próxima víctima? Ni siquiera sabemos quién es el asesino. Eso ocurre porque la
policía es estúpida, o porque ha sido sobornada.
- Acaba de decir una
tontería, y usted lo sabe - repuso la señora Hubbard -. Pero dígame, ¿tiene
usted algún motivo para sentir verdadera inquietud... ?
La señora Nicoletis
volvió a sus arranques de genio.
- Ah!, ¿Cree usted
que no tengo motivos para estar intranquila? ¡Como usted siempre lo sabe todo!
Es tan maravillosa; usted administra; usted dirige; usted gasta el dinero como
el agua en alimentos para que los estudiantes la aprecien, y ahora quiere
dirigir mis asuntos. Pero eso no Yo me cuido de mis cosas y nadie tiene,
derecho a meterse en lo que yo hago, ¿Oye usted? ¡No, señora entrometida!
- Por favor... -
exclamó la señora Hubbard, exasperada.
- Usted es una
espía... siempre lo he sabido.
- ¿Qué es lo que yo
espío?
- Nada - repuso la
señora Nicoletis -. Aquí no hay nada que espiar. Si usted cree lo contrario se
equivoca. Si le han contado mentiras sobre mí, ya sabré quién ha sido.
- Si quiere que me
marche - dijo la señora Hubbard -, sólo tiene que decirlo.
- No, usted no se
marchará. Se lo prohíbo. Y nada menos que en estos momentos.
Ahora que tengo que
habérmelas con la policía, con un crimen y todo lo demás. No le permitiré que
me abandone.
- Oh, está bien -
repuso la señora Hubbard, resignada -. Pero la verdad es que es muy difícil
saber lo que usted quiere. Algunas veces creo que ni usted misma lo sabe. Será
mejor que se acueste en su cama y procure dormir..
CAPÍTULO XIII
Hercules Poirot se
apeó del taxi ante el número veintiséis de la calle Hickory.
La puerta le fue
abierta por Geronimo, que le recibió como a un viejo amigo. Había un policía en
el recibidor y el criado condujo al detective al comedor y luego cerró la
puerta.
- Es terrible -
susurró mientras ayudaba a Poirot a quitarse el abrigo -. ¡Tenemos a la policía
todo el día en casa! Haciendo preguntas, yendo de acá para allá, registrando
armarios, vaciando cajones; o bien entran en la cocina y María se pone furiosa.
Dice que le gustaría pegar a un policía con el rodillo de amasar, pero yo le
digo que es mejor que no lo haga, que a los policías no les gusta que se les
pegue con el rodillo de amasar, y que si María les pegara aún nos causarían más
molestias.
- Le aconsejó usted
con muy buen sentido - le dijo Poirot -. ¿Podría ver a la señora Hubbard?
- Ahora le acompañaré
arriba.
- Un momento - Poirot
le detuvo -. ¿Recuerda usted qué día desaparecieron las bombillas?
- ¡Oh, sí, lo
recuerdo! Pero hace ya mucho tiempo... Uno... dos... o tres meses. La del
recibidor y creo que la del salón también. Alguien debió querer gastar una
broma, y se llevó las bombillas.
- ¿Recuerda en qué
fecha fue?
Geronimo hizo
memoria.
- No lo recuerdo -
repuso -. Pero creo que fue el día que vino un policía... en el mes de
febrero...
- ¿Un policía? ¿Y
para qué vino a esta casa?
- Quería ver a la
señora Nicoletis para preguntarle por un estudiante muy malo venido de África.
No trabajaba, se acogió a la Ayuda Nacional, y luego vivía a expensas de una
mujer. Un. caso lamentable, que a la policía no le gustó. Todo esto ocurrió en
Manchester, o quizás en Sheffield; por eso se escapó de allí y vino aquí; pero
la policía le siguió y hablaron de él a la señora Hubbard. Sí. Y ella dijo que
no se había quedado aquí porque no le agradaban los individuos de su calaña y
le había echado de la Residencia. Ya. Intentaban seguir su pista.
- ¿Cómo dice?
- ¿Le iban buscando?
- Sí, sí, eso es. Le
descubrieron al fin y le encarcelaron porque vivía a expensar de una mujer y
eso no debe hacerse. Ésta es una casa respetable. No nos gustan esas cosas.
- ¿Y ese día
desaparecieron las bombillas?
- Sí; porque yo di la
luz, y no se encendió. Fui al salón, y lo mismo, y al buscar en el cajón donde
guardamos las de repuesto vi que se las habían llevado. Así que tuve que bajar
a la cocina y preguntar a María si sabía dónde había otras... pero se puso
furiosa porque no le gusta la policía y dijo que aquello no era de su
incumbencia, y que por lo tanto encendiera algunas velas.
Poirot fue digiriendo
aquella historia mientras seguía a Geronimo, que le acompañaba a la habitación
de la señora Hubbard.
El detective fue
recibido calurosamente por la hermana de su secretaria, que parecía cansada e
inquieta, y que al instante le alargó un pedazo de papel.
- Señor Poirot, le he
escrito todas estas cosas en el orden correspondiente y lo mejor que he podido,
pero no me atrevo a asegurar que no me haya equivocado. Comprenda, es muy
difícil recordar lo que ocurrió meses atrás.
- Le estoy
profundamente agradecido, madame. ¿Y cómo está la señora Nicoletis?
- Le he dado un
calmante y espero que ahora se haya dormido. Armó un alboroto terrible por lo
del registro. Se negó a que abrieran el armario de su cuarto y el inspector lo
forzó, descubriendo un almacén de botellas de coñac vacías.
- ¡Ah! - exclamó
Poirot chasqueando la lengua.
- Lo cual explica
muchísimas cosas - continuó la señora Hubbard -. En realidad no sé por qué no
se me ocurrió antes, habiendo visto tantos casos parecidos en Singapur.
Pero eso estoy segura
de que a usted no le interesa.
- Todo me interesa -
replicó el detective.
Y se sentó dispuesto
a estudiar el papel que la señora Hubbard acababa de entregarle.
- Ah! - exclamó al
cabo de unos instantes -. Veo que la mochila encabeza la lista.
- Sí. No fue cosa de
gran importancia, pero ahora recuerdo perfectamente que ocurrió antes de que
empezaran a desaparecer las otras chucherías. Todo eso sucedía cuando yo andaba
algo trastornada por causa de uno de los estudiantes de color. Se marchó de
aquí uno o dos días antes de que ocurriera esto y recuerdo haber pensado que
tal vez hubiera sido un acto de venganza por su parte antes de marcharse. Había
habido... bueno... cierto contratiempo.
- ¡Ah! Geronimo me ha
contado algo de ello. Creo que vino la policía, ¿es cierto?
- Sí. Al parecer la
denuncia venía de Sheffield, Birmingham o algún otro sitio. Había habido un
escándalo. Conducta inmoral y todas esas cosas... más tarde le juzgaron. En
realidad aquí no estuvo más que tres o cuatro días. No me agradó su
comportamiento, ni su modo de vivir y por ello le dije que su habitación estaba
comprometida y que tendría que marcharse. No me sorprendió que luego viniera la
policía. Desde luego, no pude decirle adónde había ido, pero de todas formas,
le detuvieron.
- ¿Y eso fue antes de
que encontraran la mochila?
- Sí... creo que
sí... es difícil acordarse. Len Bateson tenía que ir de excursión; suele
hacerlas empleando el procedimiento del auto-stop, y no pudo encontrar su
mochila, por lo que armó un escándalo terrible y todos anduvieron buscando por
todas partes hasta que Geronimo la encontró detrás de la caldera, y hecha
jirones. Fue una cosa extraña e insustancial, señor Poirot.
- Sí - convino Poirot
-. Extraña e insustancial. - Y permaneció pensativo unos instantes -. Y el
mismo día que la policía vino a preguntar por ese estudiante africano
desaparecieron las bombillas eléctricas... o por lo menos eso me dijo el
criado, ¿Fue ese mismo día?
- Pues en realidad no
lo sé. Sí, sí, creo que tiene razón, porque recuerdo que bajé con el inspector
de policía para ir al salón y había velas encendidas. Queríamos preguntar a
Akibombo si aquel individuo había hablado con él, o le dijo hacia dónde pensaba
dirigirse.
- ¿Quién más estaba
en el salón?
- Me parece que a
aquella hora habían regresado la mayoría de los estudiantes. Era por la tarde,
¿sabe?, a eso de las seis. Le pregunté a Geronimo por las bombillas y dijo que
las habían quitado. Al preguntarle por qué no había puesto otras, me contestó
que tampoco estaban las de repuesto. Me disgusté bastante, pareciéndome una
broma muy estúpida. Creía que se trataba de eso, no de un robo, pero me
sorprendió que no se encontrasen más bombillas, puesto que siempre teníamos
bastantes de reserva. Sin embargo, no lo tomé en serio, señor Poirot, por lo
menos entonces.
- Las, bombillas y la
mochila - dijo Poirot pensativo.
- Pero todavía creo
posible que esas dos cosas no tuvieran relación alguna con los «pecadillos» de
la pobre Celia. Recuerde que ella negó haber tocado siquiera la mochila.
- Si, sí, eso es
cierto. ¿Cuánto tardaron en producirse los robos?
- Oh, mi buen señor
Poirot, no tiene usted idea de lo difícil que es recordar todo esto.
Déjeme pensar. Eso
fue en marzo; no, en febrero, a finales de febrero. Sí, sí; creo que Geneviéve
echó de menos su polvera una semana después de eso. Sí, entre el veinte y el
veinticinco de febrero.
- ¿Y a partir de
entonces los robos se fueron sucediendo con continuidad? ¿Y la mochila era de
Len Bateson?
- Sí.
Y se marchó muy contrariado?
- Pues ya sabe lo que
son las cosas, señor Poirot - replicó la señora Hubbard sonriendo ligeramente
-. Len Bateson es un muchacho de buen corazón, generoso, que sabe perdonar una
falta, pero posee un temperamento vehemente y dice las cosas tal como las
siente.
- ¿Y la mochila era
especial?
- Oh, no, de clase
corriente.
- ¿Podría enseñarme
alguna parecida?
- Pues sí, desde
luego. Colin creo que compró una igual. Y también Nigel... y en realidad ahora
Len tiene una nueva porque tuvo que comprarse otra. Los estudiantes suelen
adquirirlas en la tienda que hay al final de esta calle. Es un buen
establecimiento donde venden toda clase de artículos para camping y ropas para
excursionistas. Calzones cortos, sacos de dormir... toda esa clase de cosas. Y
muy barato... mucho más que en cualquiera de los grandes almacenes.
- ¿Podría enseñarme
una de esas mochilas, madame?
La señora Hubbard le
acompañó a la habitación de Colin Macnabb. El joven no estaba allí, pero la
señora Hubbard abrió el guardarropa, y luego de inclinarse sacó una mochila que
mostró a Poirot.
- Aquí tiene, señor
Poirot. Ésta es exactamente igual a la que por aquel entonces desapareció y fue
encontrada hecha pedazos.
- Pues debieron
necesitar un buen cuchillo - murmuró Poirot mientras tentaba el material para
examinarlo -. No sería posible hacerlo con unas tijeritas de bordar.
- Oh, no fue obra de
una... bueno, de una jovencita, por ejemplo. Debió emplearse bastante fuerza.
Sí, fuerza y... bueno... mala intención.
- Sí, ya sé. No es
una cosa que resulte agradable recordarla.
- Luego, cuando más
tarde se encontró la bufanda de Valerie también hecha pedazos... me pareció...
¿cómo le diría yo... ?, cosa de un loco.
- ¡Ah! - replicó
Poirot -. Pero creo que en eso se equivoca. No me parece obra de un loco, sino
de alguien que lo hizo con intención y digamos... con método.
- Bueno, supongo que
usted sabrá más que yo de estas cosas, señor Poirot - dijo la señora Hubbard -.
Todo lo que puedo decir es que no me gusta. A mi juicio tenemos aquí a un grupo
de magníficos estudiantes y me disgustaría mucho pensar que uno de ellos sea...
no quiero ni pensarlo.
Poirot se había
aproximado al balcón y abriéndolo se asomó al exterior.
La habitación daba a
la parte posterior de la casa, y debajo existía un pequeño jardín descuidado y
ennegrecido por el hollín.
- Supongo que esta
parte es más tranquila que la de delante... - dijo el detective.
- En cierto modo.
Pero en realidad la calle Hickory no es muy ruidosa. Y por esta parte se pasean
de noche los gatos, maullando y haciendo caer las tapaderas de los cubos de la
basura.
Poirot contempló
cuatro grandes cubos abollados y otros bártulos de los que suelen verse en los
patios posteriores.
- ¿Dónde está la
caldera de la calefacción?
- En esa puerta que
se ve ahí junto la carbonera.
- Ya.
Y Hercules la
contempló, interesado.
- ¿Hay alguien más
cuya habitación dé a esta parte de la casa?
- Nigel Chapman y Len
Bateson ocupan la de al lado.
- ¿Y a continuación
de la de ellos?
- Viene ya la casa
contigua... y las habitaciones de las señoritas. Primero la de Celia, y sigue
la de Elizabeth Johnston, y luego la de Patricia Lane. Las de Valerie y Jean
Tomlinson dan a la parte de delante.
Poirot entró de nuevo
en la habitación.
- Este joven es muy
ordenado - murmuró contemplando la habitación.
- Sí. Colin siempre
tiene la habitación aseada. Algunos estudiantes viven entre el mayor desorden -
dijo la señora Hubbard -. Debiera usted ver el dormitorio de Len Bateson. - Y
agregó con indulgencia-: Pero es un muchacho muy simpático, señor Poirot.
- ¿Y dice usted que
esas mochilas las compran en una tienda al final de la calle?
- Sí.
- ¿Cómo se llama?
- Pues la verdad, monsieur
Poirot, no lo recuerdo. Mabberley, me parece, o tal vez Kelso. No, no se
parecen en nada, pero son los únicos nombres que me vienen a la memoria. Claro
que podría ser porque conocí a unos Kelso y a unos Mabberley y eran unas
personas muy parecidas.
- Ah - replicó
Poirot. - Ésa es una de las cosas que me ha fascinado siempre. El lazo
invisible.
Volvió a asomarse al
balcón para contemplar el jardín, y luego de despedirse de la señora Hubbard
abandonó la casa. Fue caminando por la calle Hickory hasta llegar a la esquina
y una vez allí no tuvo dificultad de reconocer la tienda descrita por la señora
Hubbard. En ella seveía gran profusión de cestas para excursiones; mochilas,
termos, cantimploras, equipos deportivos de todas clases, pantalones cortos,
camisas de franela, tiendas de campaña, trajes de baño, faros para bicicletas y
linternas; en resumen, todo lo necesario para satisfacer a la juventud
atlética. Observó que el nombre del establecimiento no era ni Mabberley ni
Kelso, sino Hicks. Después de un cuidadoso estudio de los géneros expuestos en
el escaparate, Poirot entró en la tienda fingiéndose deseoso de comprar una mochila
para un sobrino imaginario.
- Suele ir a le
camping, ¿comprende? - dijo Poirot con su mejor acento extranjero -. Se marcha
a pie con otros estudiantes y todo lo que necesita lo lleva cargado a la
espalda. Los coches y camiones que pasan les llevan de trecho en trecho.
El propietario, que
era un hombre servicial, menudo y de cabellos color ceniza, replicó en el acto:
- Ah, el auto-stop.
Es muy corriente hoy en día. Aunque los autobuses y las Compañías ferroviarias
pierden mucho dinero por esa causa. Algunos jóvenes dan la vuelta a toda Europa
por ese sistema. De modo que lo que usted desea es una mochila... ¿De las
corrientes?
- Creo que sí ¿Es que
hay mucha variedad?
- Pues tenemos un par
de modelos de esos ligeros para señoritas, pero ésta es la clase de artículo
que vendemos más. Buen material, fuerte, muy resistente, y en realidad muy
barato, aunque sea yo quien lo diga.
Y le mostró una
mochila de lona gruesa, que a juicio del detective era una copia exacta de la
que viera en la habitación de Colin. La examinó, hizo algunas preguntas más
innecesarias y terminó por pagar su importe.
- Ah, sí, vendemos
muchísimas - dijo el hombre mientras la envolvía.
- Hay muchos
estudiantes que se hospedan por este barrio, ¿verdad?
- Está lleno de
estudiantes.
- Creo que hay una
Residencia en esta calle.
- Sí. He vendido
varias mochilas a los jóvenes de esa pensión, y también a las señoritas. Suelen
venir aquí a comprar todo lo que necesitan antes de salir de excursión. Mis
precios son más baratos que los de los grandes almacenes y siempre se lo digo.
Aquí tiene, señor; estoy seguro de que su sobrino quedará encantado del
servicio que le prestará esta mochila.
Poirot le dio las
gracias y salió con el paquete. No había dado ni dos pasos cuando alguien puso
una mano en su hombro.
Era el inspector
Sharpe.
- Es usted
precisamente el hombre que buscaba - dijo Sharpe.
- ¿Ya ha terminado de
registrar la casa?
- He registrado la
casa, pero no creo haber terminado nada. Cerca de aquí hay un sitio donde se
puede tomar un bocadillo decente y una taza de café. Venga conmigo si no está
ocupado. Me gustaría hablar con usted.
El bar en cuestión
estaba casi vacío, y los dos hombres se llevaron sus platos y tazas hasta una
mesita situada en un rincón.
Allí Sharpe le puso
al corriente del resultado de sus interrogatorios.
- La única persona
contra la que tenemos alguna evidencia es el joven Chapman - dijo -. Tres
venenos pasaron por sus manos, pero no hay razón para creer que tuviera nada
contra Celia Austin, y dudo que de ser realmente culpable hubiera hablado con
tanta franqueza de sus actividades.
- Sin embargo, eso
ofrece otras posibilidades.
- Sí... todo ese
veneno rodando por un cajón. ¡Qué chico más estúpido!
Luego pasó a contarle
el interrogatorio de Elizabeth Johnston y lo que Celia le había dicho.
- Si fuera cierto,
resulta significativo.
- Muy significativo -
convino Poirot.
El inspector repitió:
- «Mañana sabré más.»
- Y ese... «mañana»
no llegó nunca para la pobrecilla. Y el registro... ¿ha descubierto algo?
- Sólo un par de cosas
-, ¿cómo podríamos llamarlas... ? inesperadas.
- ¿Como por ejemplo?
- Que Elizabeth
Johnston es miembro del partido comunista. Encontramos su carnet.
- Sí - repuso Poirot
pensativo -. Eso es interesante.
- Usted no se lo
imaginaría - dijo el inspector Sharpe -. Yo por lo menos ni lo sospeché hasta
interrogarla. Esa chica tiene una gran personalidad.
- Debe ser un buen
elemento para su Partido - dijo Hercules Poirot -. Es una jovencita de
inteligencia extraordinaria.
- Me resultó
interesante - continuó el inspector Sharpe -. Además nunca había demostrado
esas simpatías en la Residencia. No veo que eso pueda tener relación con el
caso de Celia Austin... pero es algo que debe tenerse en cuenta.
- ¿Qué más ha
descubierto?
El inspector Sharpe
se encogió de hombros.
- La señorita Lane
tenía en su cajón un pañuelo bastante grande manchado de tinta verde.
Poirot enarcó las
cejas.
- ¿Tinta verde?
¡Patricia Lane! Entonces fue ella quien cogió la tinta para verterla sobre los
apuntes de Elizabeth Johnston y luego debió secarse las manos en ese pañuelo,
pero seguramente...
- Seguramente no
hubiera querido que sospecharan de su querido Nigel – terminó Sharpe.
- Es lo que
cualquiera pensaría. Claro que también pudieron poner el pañuelo en su cajón.
- Es posible.
- ¿Algo más?
Sharpe reflexionó
unos instantes.
- Pues... parece ser
que el padre de Leonard Bateson está hospitalizado en la Clínica Mental de
Longwith Vale. No creo que la noticia tenga un interés particular, pero...
- Pero el padre de
Len Bateson está loco. Probablemente no tendrá importancia la noticia, como
usted dice, pero es otro factor que hay que tener en cuenta. Sería interesante
saber cuál es su manía particular.
- Bateson es un chico
simpático - dijo Sharpe -, pero tiene un carácter un poco indomable.
Poirot asintió,
recordando de pronto con toda claridad a Celia Austin diciendo:
«Desde luego que yo
no iba a destrozar una mochila. Eso es una tontería. Fue un arranque de furor.»
¿Cómo lo supo? ¿Es que acaso vio a Len Bateson destrozando la mochila? Y volvió
de nuevo a la realidad al oír que Sharpe le decía con una sonrisa:
-...y Ahmed Alí tenía
en su poder literatura y postales pornográficas que explican el porqué de su
furor al oír que íbamos a efectuar un registro.
- Sin duda debió
haber muchas protestas...
- Sí. Una jovencita
francesa casi tuvo un ataque de histerismo, y uno de los indios, Chandra Lal,
amenazó con convertirlo en una afrenta internacional. Entre sus cosas
encontramos algunos folletos subversivos con las tonterías de costumbre... y
uno de los oeste-africanos tenía algunos recuerdos y fetiches bastante
terribles. Sí, desde luego, un registro descubre el lado peculiar de cada
individuo. ¿Se enteró del contenido del armario privado de la señora Nicoletis?
- Sí, lo sé.
El inspector Sharpe
sonrió.
- ¡En mi vida había
visto tantas botellas de coñac vacías! ¡Estaba furiosa con nosotros!
Lanzó una carcajada y
luego se puso repentinamente serio.
- Pero no encontramos
lo que buscábamos - dijo -. Ni un pasaporte que no fuera auténtico.
- No iba a esperar
que dejaran por ahí alguno falso para que usted lo encontrara, mon ami.
¿No tuvo usted nunca ocasión de visitar oficialmente el número veintiséis de la
calle Hickory en la relación con un pasaporte? Digamos... durante los últimos
seis meses.
- No. Voy a enumerarle
las ocasiones en que tuvimos que ir allí... durante el período de tiempo que
usted indica.
Y se las detalló
cuidadosamente.
Poirot le escuchaba
con el ceño fruncido.
- Todo eso no tiene
sentido - dijo Sharpe al terminar.
Poirot meneó la
cabeza.
- Las cosas sólo
tienen sentido si se empiezan por el principio.
- ¿Y a qué llama
usted principio, Poirot?
- A la mochila, amigo
mío - repuso el detective con calma -. A la mochila. Todo este asunto empezó
con una mochila.
CAPÍTULO XIV
La señora Nicoletis
subía la escalera del sótano donde había conseguido enfurecer a Geronimo y a la
irascible María.
- ¡Mentirosos y
ladrones! - dijo la señora Nicoletis con voz triunfante -. ¡Todos los italianos
son mentirosos!
La señora Hubbard,
que acababa de salir en aquel momento, lanzó un suspiro breve.
- Es una lástima
disgustarles precisamente cuando están preparando la cena - dijo.
- ¿Y a mí qué me
importa? - replicó la señora Nicoletis -. Yo no cenaré aquí.
La señora Hubbard
contuvo la respuesta que acudía a sus labios.
- Regresaré el lunes,
como de costumbre - continuó la señora Nicoletis.
- Sí, señora.
- Y haga el favor de
encargarse de que arreglen la cerradura de mi armario a primera hora de la
mañana del lunes. La factura la presentará a la policía, ¿me ha comprendido? A
la policía.
La señora Hubbard la
miró con aire incrédulo.
- Y quiero que ponga
bombillas nuevas en los pasillos... mucho más potentes. Están demasiado
oscuros.
- Usted dijo que las
quería de poco voltaje, para economizar.
- Eso fue la semana
pasada - replicó la señora Nicoletis -. Ahora... es distinto.
Cuando miro hacia
atrás me pregunto: «¿Quién me seguirá?»
¿Acaso la señora
Nicoletis tenía miedo de algo o de alguien? Era tal su costumbre de exagerarlo
todo que resultaba difícil saber hasta
qué punto había que creer en sus palabras.
- ¿Está segura de que
desea irse sola a casa? - le preguntó la señora Hubbard -. ¿Quiere que la
acompañe?
- ¡Estaré mucho más
segura que aquí, se lo aseguro!
- Pero, ¿de qué tiene
miedo? Si yo lo supiera, tal vez...
- A usted no le
importa. No le diré nada. Resulta insoportable que continuamente me esté
haciendo preguntas.
- Lo siento, estoy
segura...
- Ahora se ha
ofendido. - La señora Nicoletis le dirigió una sonrisa de desagravio -. Soy
brusca y de mal carácter... sí. Pero tengo muchas preocupaciones y recuerde que
confío y descanso en usted. Verdaderamente no sé lo que haría sin usted,
querida señora Hubbard. Mire, le doy mi mano. Que pase un buen fin de semana.
Buenas noches.
La señora Hubbard la
contempló mientras abría la puerta de la calle y una vez se hubo marchado
exhaló un suspiro de alivio, disponiéndose a bajar al sótano.
La señora Nicoletis,
luego de descender los escalones de la entrada, atravesó la verja y torció a la
derecha. La calle Hickory era una avenida bastante ancha y las casas estaban
separadas de la acera por los jardines respectivos. Al final de la misma, a
pocos minutos del número veintiséis, se hallaba una de las principales avenidas
de Londres, por la que circulaban autobuses. Había un semáforo en la misma
esquina y una taberna: «El Collar de la Reina». La señora Nicoletis caminaba
por el centro de la acera y de vez en cuando dirigía una mirada de recelo por
encima del hombro, mas no se veía nadie. La calle Hickory estaba desierta aquella
noche. Apresuró sus pasos al acercarse a «El Collar de la Reina», y tras
dirigir otra ansiosa mirada a su alrededor entró presurosamente en la taberna.
Luego de beber el coñac doble que había pedido, se encontró muy animada. Ya no
era la mujer asustada e intranquila de poco antes, aunque su aversión hacia la
policía no había disminuido. «¡Gestapo! ¡Yo haré que lo paguen! ¡Sí, lo
pagarán! », murmuraba entre dientes terminando de beber su coñac.
Pidió otro mientras
repasaba mentalmente los últimos acontecimientos. Fue una desgracia, una
terrible desgracia, que la policía hubiera tenido el poco tacto de descubrir su
oculto tesoro, y sería demasiado esperar que la noticia no corriera entre los
estudiantes. Quizá la señora Hubbard fuese discreta, o tal vez no, porque en
realidad, ¿acaso puede una fiarse de nadie? Esas cosas siempre se saben.
Geronimo lo sabía, y probablemente lo habría dicho a su esposa, y a la mujer de
la limpieza... y así poco a poco lo irían sabiendo todos hasta... Se sobresaltó
al oír una grave y bien modulada voz, que decía a sus espaldas:
- Vaya, señora Nick,
no sabía que usted frecuentara este lugar.
Giró en redondo y
luego exhaló un suspiro de franco alivio.
- Oh, es usted - dijo
-. Creí...
- ¿Quién creía que
era? ¿El lobo feroz? ¿Qué es lo que está tomando? Tome otra copa de lo que
quiera conmigo.
- Son todas esas
preocupaciones - explicó la señora Nicoletis con dignidad -. Esos policías
registrando mi casa, y molestando a todo el mundo. Mi pobre corazón. Tengo que
tener mucho cuidado con mi corazón... no debiera beber, pero en la calle me
sentía desfallecida y pensé que un poco de coñac...
- No hay como el
coñac. Aquí tiene.
La señora Nicoletis
abandonaba poco después «El Collar de la Reina» sintiéndose reanimada y
positivamente feliz. Decidió no tomar el autobús. Hacía una noche espléndida y
le haría bien caminar. Sí, el aire le sentaría bien. No era que le flaquearan
las piernas, pero andaba con cierta dificultad. Tal vez hubiera sido más
prudente tomar un coñac menos, mas el aire fresco no tardaría en despejar su
cabeza.
Al fin y al cabo,
¿por qué una señora no puede tomar una copita de vez en cuando? ¿Qué tiene eso
de malo? Nunca había llegado a intoxicarse. ¿Intoxicarse? Claro que no se
intoxicó nunca. Y de todas maneras, si no les gustaba y se lo reprochaban, les
echaría a la calle. ¿Acaso no sabía ella más de un par de cosas? ¡Si quisiera
hablar! La señora Nicoletis alzó la cabeza con aire retador y esquivó como pudo
un buzón de Correos que se le venia encima con gran rapidez. No cabía duda de
que la cabeza le daba vueltas. ¿Y si se apoyaba un ratito contra la pared... y
cerrara los ojos unos instantes... ?
El agente de policía
Bott, que estaba de guardia, fue abordado por un empleado de aspecto tímido.
- Agente, ahí va una
mujer... parece que se ha puesto mala. Está en el suelo, hecha un ovillo.
El agente Bott
dirigió sus pasos enérgicos hacia el lugar indicado y se detuvo para inclinarse
sobre una figura caída. Un fuerte olor a coñac confirmó sus sospechas.
- Ha perdido el
conocimiento - dijo -. Está bebida. ¡Ah! no se preocupe, señor, yo cuidaré de
ella.
II
Hercules Poirot, que
acababa de tomar un desayuno dominical, enjugó sus bigotes para limpiar todo
rastro de chocolate que pudiera haber en ellos, antes de pasar a su saloncito.
Cuidadosamente colocadas sobre la mesa se veían cuatro mochilas, cada una con
su etiqueta... como resultado de las instrucciones que diera a George el día
anterior.
Poirot cogió la que
se comprara él, y tras quitarle el papel que la envolvía la puso junto a las
otras. El resultado fue interesante. La mochila que adquiriera en la tienda del
señor Hick no parecía inferior en ningún sentido a las compradas por George en
diversos establecimientos, pero sí era, desde luego, muchísimo más barata.
- Interesante -
murmuró el detective.
Luego las fue
examinando con detalle. Por dentro, por fuera, volviéndolas del revés, palpando
las costuras, bolsillos, correas... Luego se dirigió al cuarto de baño para
regresar con un pequeño cuchillo muy afilado, y asiendo la mochila que comprara
al señor Hicks se dispuso a atacar su fondo. Entre el forro interno y el fondo
había un trozo de contrafuerte acanalado, y Poirot contempló la mochila
despanzurrada con todo interés. Luego se dispuso a emprenderla con la otra
mochila. Al fin se sentó contemplando el resultado de la destrucción que
acababa de efectuar. Luego fue hacia el teléfono; al cabo de una breve espera
consiguió hablar con el inspector Sharpe.
- Ecoutez, mon cher - le dijo -, Quiero
saber dos cosas.
El inspector lanzó una
carcajada.
- «Dos cosas del
caballo sé, y una es bastante soez» - recitó.
- ¿Cómo dice? - le
preguntó Poirot, sorprendido.
- Nada, nada. Es sólo
una canción que solía cantar. ¿Cuáles son esas dos cosas que desea saber?
- Usted me habló ayer
de ciertas pesquisas que se llevaron a cabo en la calle Hickory durante los
últimos tres meses. ¿Podría decirme las fechas y a qué hora del día fueron
hechas?
- Pues... sí... eso
es muy sencillo. Debe constar en los archivos. Espere a que lo mire.
- La primera fue por
un estudiante indio que repartió propaganda subversiva, el dieciocho de
diciembre último... a las tres treinta de la tarde.
- De eso hace
demasiado tiempo.
- Luego por Montagu
Jones, euroasiático, en relación con el asesinato de la señora Alicia Combe, en
Cambridge... el veinticuatro de febrero... a las cinco y media de la tarde. Y
por William Robinson... nativo de África Occidental, reclamado por la policía
de Sheffield, el dieciséis de marzo a las once de la mañana.
- ¡Ah! Gracias.
- Pero si usted cree que
cualquiera de estos casos puede tener relación con...
Poirot le
interrumpió.
- No, no tienen
relación alguna. Sólo me interesa la hora del día en que se practicaron esas
diligencias.
- ¿Qué es lo que está
haciendo ahora, Poirot?
- Disecciono
mochilas, amigo mío. Es muy interesante.
Y colgó el teléfono.
Sacó de su bolsillo la lista corregida que la señora Hubbard le entregara el
día anterior y que era la siguiente:
Mochila (Len
Bateson).
Bombillas eléctricas.
Pulsera (señorita
Rysdorff).
Anillo de brillantes
(Patricia).
Polvos compactos
(Geneviéve).
Zapato de noche
(Sally).
Carmín para los
labios (Elizabeth Johnston).
Pendientes (Valerie).
Estetoscopio (Len
Bateson).
Sales de baño (¿?)
Echarpe hecho jirones
(Valerie).
Pantalones (Colin).
Libro de cocina (¿?)
Ácido bórico (Chandra
Lal).
Broche de bisutería
(Sally).
Tinta vertida en los
apuntes de Elizabeth.
(Es lo más aproximado
que recuerdo, aunque no del todo exacto. L. Hubbard.)
Poirot la estuvo
contemplando durante largo tiempo.
Al fin suspiró, murmurando
para sí.
- Decididamente...
sí... tenemos que eliminar las cosas que no nos interesan...
Y sabía quién podría
ayudarle. Era domingo. Probablemente la mayoría de estudiantes se encontrarían
en la Residencia.
Marcó el número del
teléfono del veintiséis de la calle Hickory y dijo que quería hablar con la
señorita Valerie Hobhouse. Una voz un tanto gutural le contestó que ignoraba si
se había levantado ya, pero que iría a preguntar.
Al fin oyó una voz
grave y algo ronca.
- Al habla Valerie
Hobhouse.
- Soy Hercules
Poirot. ¿Me recuerda?
- Ya lo creo, señor
Poirot. ¿En qué puedo servirle?
- Pues... me gustaría
hablar con usted.
- Cuando quiera.
- ¿Entonces puedo ir
a verla a la calle Hickory?
- Sí. Le estaré
esperando. Le diré a Geronimo que le acompañe enseguida a mi habitación. Los
domingos no puede hablar uno con tranquilidad.
- Gracias, señorita
Hobhouse. Le estoy muy agradecido.
Geronimo abrió la
puerta a Poirot con una reverencia y luego empezó a hablarle con su aire de
conspirador.
- Le acompañaré a la
habitación de la señorita Valerie. Procure no hacer ruido... Chitón...
Y llevándose el dedo
a los labios le condujo al piso de arriba hasta una habitación amplia que daba
a la calle Hickory, amueblada con gusto y cierto lujo, como una salita de
visita en la que hubiera una cama. Ésta, en forma de diván, estaba cubierta por
una alfombra persa, bonita, aunque algo gastada, y había un escritorio estilo
Reina Ana, de madera de nogal que Poirot consideró que debía de pertenecer al
mobiliario original del número veintiséis de la calle Hickory.
Valerie Hobhouse se
hallaba de pie dispuesta a saludarle, y le pareció cansada, dado que grandes
círculos oscuros rodeaban sus ojos.
- Mais vous êtes
trés bien ici - dijo Poirot mientras estrechaba su mano -. Es muy chic. Tiene
personalidad. Es un encanto.
Valerie sonrió.
- Llevo aquí mucho
tiempo - repuso la joven -. Dos años y medio. Casi tres, y tengo algunas
cosillas mías.
- Usted no estudia
ninguna carrera, ¿verdad, mademoiselle?
- Oh, no. Soy muy
comercial. Trabajo.
- ¿En una... firma de
cosméticos?
- Sí. Soy una de las
encargadas de «Sabrina Fair»... es un salón de belleza. Ahora tengo parte en el
negocio. Tenemos también una sección de accesorios además de los tratamientos
de belleza. Cinturones, pañuelos de seda natural... todas esas cosillas.
Pequeñas novedades de París, y ése es mi departamento.
- ¿Entonces irá usted
a menudo a París y también al Continente?
- Oh, sí, una vez al
mes, e incluso más a menudo - dijo Valerie.
- Debe usted
perdonarme - dijo Poirot - si le parezco demasiado curioso...
- ¿Por qué? - le
interrumpió ella -. En las circunstancias que nos encontramos debemos soportar
esa curiosidad. Ayer contesté a numerosas preguntas que me hizo el inspector
Sharpe. Me parece que usted preferiría una silla a una butaca baja, monsieur
Poirot.
- Es usted muy
perspicaz, mademoiselle. - Poirot se sentó en una silla con brazos, de alto
respaldo.
Valerie tomó asiento
en el diván, y luego de ofrecerle un cigarrillo, encendió otro mientras Poirot
la observaba con cierta atención. Poseía una elegancia nerviosa y personal que
le atrajo más que su misma belleza. He aquí una mujer inteligente y atractiva,
pensó, preguntándose si su nerviosismo era producto del reciente
interrogatorio, o un ingrediente más de su persona. Recordó haber pensado lo
mismo la noche que fue allí a cenar.
- ¿El inspector
Sharpe la ha estado interrogando? - preguntó.
- Sí, claro.
- ¿Y le dijo usted
todo lo que sabía?
- Desde luego.
- Quisiera saber si
eso es cierto - replicó Poirot.
Ella le miró con expresión
irónica.
- Puesto que usted no
oyó las respuestas que di al inspector Sharpe no puede juzgarme.
- Ah, no. Es sólo una
idea mía. Yo tengo algunas ideas pequeñas... Están aquí. - Y se dio unas
palmaditas en la frente.
Es de observar que
algunas veces Poirot disfrutaba fingiéndose un charlatán. Sin embargo, Valerie
no sonrió, sino que, mirándole de hito en hito como tenía por costumbre, le
dijo con cierta brusquedad:
- ¿Quiere que vayamos
al grano, señor Poirot? Sinceramente no sé adónde quiere ir a parar.
- Desde luego,
señorita Hobhouse.
Y de su bolsillo
extrajo un paquetito.
- ¿Adivina usted lo
que tengo aquí?
- No soy
clarividente, monsieur Poirot. Ni me es posible ver a través de los
papeles ni envolturas.
- Aquí está - le dijo
Poirot - el anillo que le fue robado a la señorita Patricia Lane.
- ¿El anillo de
compromiso de Patricia? Quiero decir, el de su madre -, pero ¿cómo lo tiene
usted?
- Le pedí que me lo
prestara solamente para un par de días.
De nuevo la sorpresa
hizo que Valerie arqueara las cejas.
- Vaya - observó.
- Me sentí interesado
por este anillo - explicó Poirot-; y por su desaparición y por algo más. Y por
ello le pedí a la señorita Lane que me lo dejara, a lo que se avino enseguida.
Y yo lo llevé directamente a que lo viera un joyero amigo mío.
- ¿Sí?
- Sí, le pedí un
informe sobre el brillante. Una piedra bastante grande, no sé si la recordará,
rodeada de unos pequeños grupos de brillantes más pequeños. ¿Se acuerda...
mademoiselle?
- Creo que sí. Aunque
en realidad no lo recuerdo con precisión..
- Pero usted lo tuvo
en sus manos, ¿no? Apareció en su plato de sopa.
- Así es como lo
encontramos Oh, sí, lo recuerdo muy bien. Casi me lo trago. -
Valerie lanzó una
alegre carcajada.
- Como le decía,
llevé el anillo a ese amigo mío que es joyero y le pedí que me diera su opinión
acerca del brillante. ¿Sabe usted cuál fue su respuesta?
- ¿Cómo voy a
saberlo?
- Pues que la piedra
no era un diamante, sino un simple circón. Un circón blanco.
- ¡Ah! - Le miró con
los ojos muy abiertos; luego continuó en tono algo inseguro - ¿Quiere decir
que... Patricia pensaba que era un brillante auténtico y sólo era un circón
o... ?
Poirot meneaba la
cabeza.
- No, no quiero decir
eso. Según tengo entendido, ese anillo fue el de prometida de la madre de
Patricia Lane. La señorita Lane es una joven de buena familia y me atrevo a
asegurar que los suyos, antes de las recientes limitaciones, vivían
desahogadamente, y en esos círculos, mademoiselle, se gasta dinero en adquirir
un anillo de compromiso, un anillo así debe ser bonito... con un brillante o
cualquier otra piedra preciosa. Estoy convencido de que el padre de la señorita
Lane regaló a su madre un anillo de gran valor.
- En cuanto a eso -
repuso Valerie -, no puedo estar más de acuerdo con usted. Creo que el padre de
Patricia fue un hacendado.
- Por tanto - exclamó
Poirot -, todo parece indicar que la piedra del anillo debió ser reemplazada
por otra persona, más tarde.
- Supongo - dijo
Valerie, despacio - que Pat debió perder el brillante, y no pudiendo reemplazarlo
por otro, hizo poner un circón en su lugar.
- Es posible -
replicó Hercules Poirot -, pero yo no creo que fuera eso lo que ocurrió.
- Bueno, monsieur
Poirot, ya que todo son suposiciones, ¿qué cree usted que ocurrió?
- Yo creo - repuso
Poirot- que el anillo fue robado por mademoiselle Celia y que el diamante fue
deliberadamente sustituido por el circón antes de que fuera devuelto.
Valerie se irguió.
- ¿Usted cree que
Celia robó el brillante deliberadamente?
- No - replicó -.
Creo que fue usted quien lo robó, mademoiselle.
- ¡Vaya! - exclamó -.
Eso me parece una acusación muy grave. Usted no tiene la menor prueba de lo que
dice.
- Pues sí - la
interrumpió el detective -. La tengo. El anillo apareció en su plato. Ahora
bien; yo cené aquí una noche y observé cómo se sirve la sopa. Se van llenando
los platos en una mesita auxiliar donde está la sopera; por lo tanto, si
alguien encontró un anillo en la sopa sólo pudo ponerlo en el plato la persona
que la sirve (en este caso Geronimo) o la persona a quien correspondía el
plato. ¡Usted! No creo que fuese Geronimo. Imagino que preparó la devolución
del anillo en la sopera porque le resultaba divertido. Usted posee, si me
permite el comentario, un sentido demasiado humorístico de las escenas
dramáticas. ¡Coger el anillo lanzando exclamaciones! Me parece que se excedió
usted, mademoiselle, y no comprendió que con ello iba a delatarse.
- ¿Eso es todo? -
preguntó Valerie fríamente.
- Oh, no, de ninguna
manera. Cuando Celia confesó aquella noche haber sido responsable de los robos,
observé tres cosas. Por ejemplo, al hablar del anillo, dijo: «No sabía que
fuese tan valioso; en cuanto lo supe, me apresuré a devolverlo.» ¿Cómo lo supo,
señorita Valerie? ¿Quién le dijo que era un anillo de valor? Y luego, al
referirse a la bufanda hecha tiras, la señorita Celia dijo algo así: «Eso no
importa. Valerie no iba a enfadarse... » ¿Por qué no iba usted a enfadarse
cuando una estupenda bufanda de seda que le pertenecía había sido destrozada?
Entonces formé la opinión de que toda aquella campaña de robar cosas y fingirse
cleptómana para atraer de este modo la atención de Colin Macnabb le fue
sugerida a Celia por otra persona. Alguien mucho más inteligente que Celia
Austin y con buenos conocimientos de psicología. Usted le dijo que el anillo
era de gran valor, y se lo quedó para disponer su devolución. Y del mismo modo
le sugirió usted que hiciera pedazos su hermoso echarpe. - Todo eso son
tonterías - replicó Valerie -, y además muy descabelladas. El inspector ya me
preguntó si yo había sugerido a Celia todos esos trucos.
- ¿Y qué le contestó
usted?
- Le dije que era una
tontería.
- ¿Y qué me dice a
mí?
Valerie le miró
fijamente unos instantes, y al fin, lanzando una carcajada, apagó su cigarrillo
y reclinándose sobre un mullido almohadón que tenía detrás de su espalda, dijo:
- Que tiene usted
razón. Yo le dije que lo hiciera.
- ¿Puedo preguntarle
por qué?
Valerie repuso
impaciente:
- Oh, la pobre era de
naturaleza tan dócil... Fue una obra de caridad. La infeliz Celia vagando como
un espectro y suspirando por Colin, que ni tan siquiera la miraba.
Me parecía una
tontería. Colin es uno de esos chicos orgullosos, obstinados, que no piensan
más que en la psicología, los complejos y bloques emocionales, y me pareció que
sería divertido tomarle el pelo. De todas formas, me daba pena ver a Celia tan
triste; de modo que la cogí por mi cuenta, y luego de sermonearla, le expliqué
todo el plan, apremiándola para que lo pusiera en práctica. Creo que estaba un
poco nerviosa, pero al mismo tiempo emocionada. Entonces, una de las primeras
cosas que hizo la muy tonta fue encontrar el anillo de Pat en el cuarto de baño
y cogerlo... una joya de verdadero valor por la que habrían de armar gran
revuelo y avisar a la policía, dando lugar a que la cosa tomara un giro más
serio. Así que le quité la sortija diciéndole que la devolvería como pudiera, y
aconsejándole que en el futuro se limitara a apoderarse de cosas de bisutería y
cosméticos, y me estropeara alguna cosa mía y así no se vería en ningún apuro.
Poirot lanzó un
profundo suspiro.
- Eso es exactamente
lo que pensaba - dijo.
- Ahora desearía no
haberlo hecho - dijo Valerie en tono sombrío -. Pero mi intención fue buena. Es
una atrocidad propia de Jean Tomlinson, pero ahí tiene.
- Y ahora - continuó
Poirot - pasemos al anillo de Patricia. - Celia se lo dio a usted, y usted
tenía que fingir que lo había encontrado en cualquier parte y devolvérselo a
Patricia. Pero antes de devolvérselo... - hizo una pausa -, ¿qué ocurrió?
Observó cómo sus
dedos jugueteaban nerviosos con el extremo de un pañuelo que llevaba anudado al
cuello, y continuó en tono más apremiante:
- Andaba usted algo
apurada de dinero, ¿no es eso?
Sin mirarle hizo un
gesto de asentimiento con la cabeza.
- Dije que sería
sincera - confesó con amargura -. Lo malo que tengo, monsieur Poirot, es
que soy jugadora. Es una de esas cosas que nacen con uno y no puede hacerse
gran cosa por evitarlas. Pertenezco a un pequeño club de Mayfair... ¡Oh, no
debiera haber dicho dónde! Y no quiero ser la responsable de que lo descubra la
policía, ni nada por el estilo. Bueno, de momento sólo diré que pertenezco a
ese club. Hay ruleta, bacará y demás juegos de azar. He tenido una serie de
pérdidas importantes. Tenía el anillo de Pat en mi poder y pasé casualmente por
delante de una tienda en la que se exhibía un circón y me dije: «Si sustituyera
este brillante por un circón blanco, Pat no notaría la diferencia.» Nunca se
mira con atención un anillo que se conoce bien, y si el brillante parece un
poco más apagado que lo natural es pensar que está sucio, y que lo único que
necesita es un buen lavado o algo por el estilo. Lo cierto es que tuve un
impulso y caí en la tentación. Quité el brillante y lo vendí, reemplazándolo
por un circón, y aquella misma noche fingí encontrarlo en mi sopa. Convengo en
que fue una estupidez, pero ya estaba hecho. Ahora ya lo sabe todo. Pero
sinceramente nunca tuve intención de que Celia cargara con la culpa.
- No, no; lo
comprendo - asintió Poirot -. Fue únicamente una oportunidad que se presentó en
su camino, le pareció sencillo y lo hizo. Pero cometió un grave error,
mademoiselle.
- Lo comprendo -
replicó Valerie con sequedad, y luego agregó con pesar -: ¡Pero qué diablos!
¡Qué importa ahora! Oh, enciérreme si quiere. Dígaselo a Pat, al inspector... a
todo el mundo. Pero, ¿de qué servirá? ¿Acaso nos ayudará a descubrir quién
asesinó a Celia?
Poirot se puso en
pie.
- Nunca se sabe lo
que puede ayudar y lo que no - dijo -. ¡Hay que limpiar el camino de tantas
cosas que no importan y que confunden las huellas! Era importante para mí saber
quién había inspirado a la pobre Celia la comedia que representó, y ya lo sé. Y
en cuanto a lo del anillo, le sugiero que vaya usted misma a ver a Patricia
Lane para decirle lo que hizo y expresarle los sentimientos adecuados al caso.
Valerie hizo una
mueca.
- Creo que es un buen
consejo - dijo -. De acuerdo, iré a ver a Pat y le pediré perdón. Pat es una
buena chica. Le diré que cuando pueda le devolveré el brillante. ¿Es eso, tal
vez, lo que usted quiere, señor Poirot?
- No se trata de lo
que yo quiera, sino de que eso es lo aconsejable.
La puerta se abrió de
pronto, dando paso a la señora Hubbard.
Respiraba
trabajosamente, y la expresión de su rostro hizo exclamar a Valerie:
- ¿Qué le ocurre, Mam
Hubbard? ¿Qué ha sucedido?
La recién llegada se
dejó caer en una silla.
- Es la señora
Nicoletis.
- ¿La señora Nick?
¿Qué le pasa?
- ¡Oh, Dios mío! ¡Ha
muerto!
- ¿Que ha muerto? -
Valerie había enronquecido -. ¿Cómo? ¿Cuándo?
- Parece ser que
anoche la recogieron en la calle... y la llevaron a la comisaría.
Creyeron que
estaba... que estaba...
- ¿Bebida? Supongo.
- Sí... había estado
bebiendo. Pero de todas formas... falleció.
- Pobre señora Nick -
dijo Valerie con un ligero temblor en su voz.
Poirot dijo en tono
amable:
- ¿La apreciaba
usted, mademoiselle?
- Resulta extraño en
cierto modo... A veces era el mismísimo diablo... pero si... yo la... La
primera vez que vine aquí... hace tres años, no era tan... tan temperamental
como últimamente... Resultaba una compañía agradable... divertida... de buen
corazón... Había cambiado mucho durante este año último...
Valerie miró a la
señora Hubbard.
- Supongo que era
debido al alcohol. Encontraron un almacén de botellas en su habitación, ¿no es
cierto?
- Sí - la señora
Hubbard vacilaba, pero al fin exclamó -: Yo tengo la culpa... por dejarla salir
sola ayer noche... tenía miedo... ¿saben?
- ¿Miedo? -
exclamaron a la vez Poirot y Valerie.
La señora Hubbard
asintió tristemente mientras en su rostro aparecía una expresión angustiada.
- Sí. No cesaba de
decir que no se sentía segura. Le pedí que me dijera qué era lo que temía... y
me rechazó. Con ella nunca se sabía hasta qué punto exageraba... Pero ahora...
quisiera saber...
Valerie intervino.
- ¿No pensar usted
que ella... que ella también... fuese... ?
Se interrumpió con
expresión aterrorizada.
Poirot preguntó:
- ¿Cuál dicen que fue
la causa de su muerte?
- No... no, han dicho
nada... Se abrirá una investigación el martes...
CAPÍTULO XV
Cuatro hombres se
hallaban sentados alrededor de una mesa en la tranquila habitación del Nuevo
Scotland Yard. Presidía la conferencia el primer inspector Wilding, del
Departamento de Narcóticos. Junto a él estaba el sargento Bell, un joven de
gran optimismo y energía, cuyo aspecto era muy parecido al de un inquieto
lebrel.
Reclinado en su
silla, tranquilo y alerta, se hallaba el inspector Sharpe. El cuarto hombre era
Hercules Poirot, y encima de la mesa se veía una mochila.
- Es, como les digo,
simplemente una teoría - replicó Poirot.
El primer inspector
Wilding se rascó la barbilla, pensativo.
- Es una idea
interesante, monsieur Poirot - dijo con cierta reserva -. Sí, una idea
interesante.
- ¿Acierto al decir
que su problema puede dividirse en tres? - preguntó Poirot -. Existe el de la
distribución, el de cómo entran las mercancías en el país, y el problema de
quién dirige realmente el negocio y recibe los mayores beneficios.
Wilding asintió.
- Así es, a grandes
rasgos; tiene usted razón. Conocemos a algunos de los distribuidores y cómo
realizan la distribución. A algunos les detenemos y a otros los dejamos en
libertad con la esperanza de que nos conduzcan hasta el pez gordo. Se reparte
de mil maneras distintas, en los clubes nocturnos, en tabernas, farmacias, por
medio de algún que otro médico, modistas de moda y peluquerías. Se ofrece en
las carreras, en las tiendas de antigüedades; algunas veces en los almacenes
atiborrados de gente. Pero no necesito contarle todo esto. No es eso lo que
importa. Podemos luchar contra ellos bastante bien, y tenemos sospechas
bastante ciertas de quién es el que llamaríamos pez gordo. Uno de esos
caballeros ricos y respetables contra los que nunca hay la más leve prueba.
Actúa con gran cautela; nunca maneja las drogas él en persona; y sus agentes ni
siquiera le conocen. Pero de vez en cuando alguno comete un desliz y entonces
le cogemos.
- Es lo que me
suponía. La parte que me interesa es la segunda; explíquemelo: ¿cómo entra el
contrabando en el país?
- Hemos esbozado la
posición general - dijo -. El contrabando se realiza continuamente, desde
luego, en una forma u otra. Después descubrimos una serie de agentes y al cabo
de un intervalo de tiempo la cosa vuelve a empezar en cualquier otra parte.
Hablando por experiencia propia, durante este último año han estado entrando en
el país grandes cantidades de drogas. Heroína principalmente... y bastante
cocaína. Hay varios depósitos repartidos por el Continente. La policía francesa
ha descubierto un par de sistemas de los que se valen para introducirlas en
Francia... Pero no están tan seguros de cómo vuelven a salir.
- ¡Ah! Vivimos en una
isla, y el medio más corriente es el sistema anticuado, pero seguro, del mar.
Traerlo en un barco de carga, y desembarcarlo tranquilamente en algún lugar de
la costa Este, o en una cueva del Sur, por medio de una motora que se desliza
calladamente por el Canal. Eso tiene buen éxito durante cierto tiempo, pero más
pronto o más tarde damos con la pista del individuo propietario de la motora, y
una vez ha despertado sospechas, su oportunidad ha desaparecido. Últimamente se
ha hecho contrabando por las líneas aéreas. Ofrecen mucho dinero y alguna que
otra vez los pilotos demuestran que son humanos. Y luego están los importadores
comerciales. Firmas respetables que importan pianos o lo que sea. Les dura
algún tiempo, pero por lo general acabamos descubriéndolos.
- ¿Entonces está de
acuerdo conmigo en que la principal dificultad para realizar un comercio
lícito... es la entrada del género del extranjero al interior del país?
- Decididamente. Y
aún diré más. De un tiempo a esta parte andamos desorientados. Se pasa más
contrabando del que podemos detener.
- ¿Y qué me dice de
otras cosas... como, por ejemplo, piedras preciosas? - El sargento Bell tomó la
palabra.
- Hay también mucho
de eso, señor. Brillantes y otras piedras preciosas llegan ilícitamente
procedentes de África del Sur, Australia, y algunas del Far East. Van entrando
en el país con regularidad, sin que sepamos cómo. El otro día, en Francia, a
una joven... una turista vulgar, le preguntó una persona, que había conocido
casualmente, si quería llevar un par de zapatos al otro lado del Canal. No eran
nuevos, sino sencillamente unos zapatos que alguien se había olvidado. Ella se
avino a ello sin recelar nada, y nosotros nos enteramos por casualidad. Los
tacones de dichos zapatos estaban huecos y llenos a rebosar de diamantes en
bruto.
El inspector Wilding
dijo:
- Pero dígame, señor
Poirot, ¿está usted sobre una pista de drogas o de piedras preciosas?
- De las dos cosas.
En realidad, de cualquier cosa que tenga mucho valor y un tamaño reducido. En
mi opinión, esto es una puerta para lo que pudiéramos llamar «entrada libre» de
los géneros que le he descrito, y que pasan de uno a otro lado del Canal. Joyas
robadas, piedras arrancadas de sus monturas, pueden ser sacadas de Inglaterra a
cambio de entrar nuevas gemas y drogas. Tal vez sea obra de una agencia
reducida e independiente, apartada por completo de la distribución posterior,
que se limite a pasar la mercancía con una módica comisión y cuyos beneficios
serían muy elevados.
- ¡Creo que tiene
razón! Se pueden ocultar en muy pequeño espacio diez o veinte mil libras
esterlinas de heroína y lo mismo ocurre con las piedras en bruto, si son de
alta calidad.
- Comprendan -
continuó Poirot -, la parte flaca del contrabandista es siempre el elemento
humano. Tarde o temprano se sospecha de una persona, de un camarero o de una
compañía aérea, de un entusiasta de la navegación que posea un pequeño crucero,
de la mujer que va y viene de Francia con demasiada frecuencia, del importador
que gana más dinero del que parece razonable, del hombre que vive bien sin que
tenga medios visibles que lo justifiquen... Pero si el contrabando entra en el
país traído por una persona inocente, y lo que es más, por una persona distinta
cada vez, entonces las dificultades para descubrirlo aumentan
considerablemente.
Wilding señaló con el
índice la mochila que había sobre la mesa.
- ¿Y ésta es su
suposición?
- Sí. ¿Quién es la
persona que despierta menos sospechas hoy en día? El estudiante.
El estudiante
laborioso y formal que, falto de dinero, viaja sin más equipaje que el que
puede cargar a su espalda, y atraviesa toda Europa por el sistema del
auto-stop. Si siempre llevara el contrabando el mismo estudiante, sin duda le
descubrirían, ya fuese hombre o mujer, pero lo esencial es que quien lo
transporta es inocente y que hay muchísimos estudiantes.
Wilding se frotó la
barbilla.
- Pero, ¿cómo cree
usted que sería exactamente, señor Poirot?
Hercules Poirot se
encogió de hombros.
- En cuanto a eso
sólo puedo ofrecerles mi teoría. Sin duda me equivocaré en muchos detalles,
pero me atrevo a asegurar que en conjunto se hace así: Primero, se lanza al
mercado una serie de mochilas. Son del tipo corriente, como cualquier otra
marca, fuertes, resistentes, bien fabricadas y adecuadas al uso para el que se
destinan. Bueno, al decir «que son iguales a todas» me salgo de la realidad. El
forro de la base es algo distinto. Cómo pueden ver, es muy sencillo quitarlo, y
el contrafuerte interior es de una dureza especial y acanalado, de modo que
resulte fácil esconder allí una tira de piedras preciosas, o una dosis de
polvos, entre los canales. Nadie lo sospecharía a menos que lo anduviese
buscando. La heroína o la cocaína puras ocupan muy poco espacio.
- Es muy cierto -
replicó Wilding -. Vaya - dijo palpando el fondo con dedos inquietos -, aquí
podrían traer se drogas por valor de cinco o seis mil libras sin que nadie
sospechara lo más mínimo, la materia contenida entre tela y tela.
- Exacto - repuso
Poirot -. ¡Alors! Se fabrican las mochilas, se lanzan al mercado, y se
venden... probablemente en más de un comercio. El propietario puede saberlo o
no. Tal vez se limite a vender una clase más barata que le resulte más
beneficiosa, ya que su precio puede competir ventajosamente con las fabricadas
por otros proveedores de artículos para excursionistas. Naturalmente que detrás
existe una organización bien definida: que tiene una lista de los estudiantes
de medicina, de los de la Universidad de Londres, y de otras instituciones.
Alguien que es también estudiante, o se hace pasar por estudiante, es
probablemente la cabeza de la banda. Los estudiantes van al extranjero, y en
algún lugar determinado, de regreso de su viaje, se les cambia la mochila por
otra exactamente igual. Los estudiantes regresan a Inglaterra, y la revisión de
Aduanas es superficial. Cuando llegan a su residencia, vacían la mochila y la
depositan en el interior de un armario, o en un rincón de su dormitorio.
Entonces vuelve a efectuarse otro cambio de mochilas, o tal vez se saque el
doble fondo con todo su contenido, volviendo a colocar otro vacío.
- ¿Y usted cree que
eso es lo que ha ocurrido en la calle Hickory?
Poirot asintió.
- Sí. Eso es lo que
sospecho.
- Pero, ¿qué fue lo
que le puso sobre la pista, señor Poirot... suponiendo que esté en lo cierto?
- Una mochila fue
hecha pedazos - replicó el detective -. ¿Por qué? Puesto que no hay razón
evidente, cabe imaginar alguna otra. Hay algo raro en las mochilas que entraron
en la Residencia de la calle Hickory. Son demasiado baratas. Ha habido una
serie de extraños sucesos en esa pensión, pero la joven responsable de ellos
jura que ella no destrozó esa mochila. Puesto que ha confesado lo demás, ¿por
qué iba a negarlo, si no era porque decía la verdad? De modo que había que
encontrar otra explicación para aquel desafuero... y hacer pedazos una mochila,
les aseguro que no es cosa fácil. Es un trabajo duro, y quien lo hiciera debía
estar muy desesperado. Conseguí mi pista al descubrir aproximadamente... (sólo
aproximadamente, porque la memoria de la gente flaquea al cabo de un período de
algunos meses) que la mochila fue destrozada cerca de la fecha en que un
policía fue a ver a la persona encargada de la Residencia. El motivo por el
cual el policía fue a la casa era muy distinto, pero voy a exponerle mi punto
de vista. Supongamos que usted está relacionado con la banda de
contrabandistas. Llega a su casa aquella noche y le dicen que acaba de llegar
un policía y que está arriba con la señora Hubbard. En el acto supone que han
descubierto el contrabando, y están realizando una investigación; supongamos
que en aquellos momentos haya en la casa una mochila recién llegada del
extranjero conteniendo contrabando o que lo ha contenido recientemente... Ahora
bien, si la policía tenía sospechas de lo que estaba ocurriendo, habrían ido a
la calle Hickory con el propósito determinado de examinar las mochilas de los
estudiantes. Usted no se atreve a salir de la casa con la mochila en cuestión,
porque sabe muy bien que alguien pudo quedar de vigilancia en el exterior, y
una mochila no es cosa fácil de ocultar o disimular. Lo único que puede hacer
es destrozarla y esparcir los pedazos entre la chatarra que hay junto a la
caldera de la calefacción. Si contenía alguna droga... o piedras preciosas,
pudo esconderlas temporalmente entre las sales de baño. Pero aun en una mochila
vacía, de haber contenido alguna droga prohibida, se pueden descubrir restos de
heroína o de cocaína al ser analizada. De modo que había que destruirla. ¿Está
de acuerdo conmigo en que es posible?
- Es una idea
interesante, como ya le dije antes - replicó el inspector Wilding.
- Y también parece
verosímil que un pequeño incidente que no se consideró importante, pueda tener
relación con la mochila. Según Geronimo, el criado italiano, el mismo día, o
uno de los días en que les visitó la policía, desapareció la bombilla del
recibidor. Fue a buscar otra para reemplazarla, y descubrió que tampoco estaban
las de reserva, y dos días antes las había visto en el cajón. A mí me parece
posible... también... aunque es un tanto cogido por los pelos y no me atrevo a
decir que esté seguro de ello, sino que es una mera posibilidad... que alguien,
que tuviera una conciencia culpable por haber pertenecido anteriormente a la banda
de contrabandistas, temiera que su rostro fuera reconocido por la policía si le
veían a plena luz. Así que se llevó la bombilla del recibidor y las de reserva.
Y como resultado, el vestíbulo quedó iluminado sólo por unas velas. Esto es,
como le digo a usted, una simple suposición.
- Es una idea
ingeniosa - replicó Wilding.
- Y verosímil, señor
- intervino el sargento Bell -. Cuanto más lo pienso más verosímil me resulta.
- Pero de ser así -
continuó Wilding -, es algo que abarca más que a la calle Hickory.
Poirot asintió:
- ¡Oh, sí! La
organización debe abarcar una amplia estela de clubes de estudiantes y
residencias, sumando gran número de afiliados.
- Tiene que encontrar
un lazo de unión entre ellos - dijo Wilding.
El inspector Sharpe
hizo uso de la palabra por primera vez.
- Existe ese lazo de
unión, señor - dijo -, o lo había. Una mujer que regentaba diversos clubes y
residencias para estudiantes, y que también era propietaria de la Residencia de
la calle Hickory. La señora Nicoletis.
Wilding dirigió una
rápida mirada a Poirot.
- Sí - replicó el
detective -. La señora Nicoletis tenía intereses en todos estos sitios, aunque
no los dirigiera ella misma. Su sistema era poner a personas de antecedentes
intachables al frente de los negocios. Mi amiga la señora Hubbard es una de
ellas. El apoyo económico lo suministraba la señora Nicoletis... pero vuelvo a
sospechar que era sólo una autoridad nominal.
- Hum - dijo Wilding
-. Creo que sería interesante saber algo más de la señora Nicoletis. Es preciso
conocer su vida. ¿No les parece?
Sharpe hizo un gesto
de asentimiento.
- Estamos
investigando su pasado, su procedencia, y demás, pero hay que hacerlo con sumo
cuidado. No queremos alarmar demasiado pronto a nuestros pájaros. También
revisaremos su anterior posición económica. Palabra que esa mujer era una arpía
de primera fuerza.
Y descubrió sus
experiencias con la señora Nicoletis cuando tuvo que efectuar el registro.
- Conque botellas de
coñac, ¿eh? - replicó Wilding -. ¿De modo que bebía? Bien, así será más sencillo.
¿Qué le ha ocurrido? ¿La detuvieron... ?
- No, inspector. Ha
muerto.
- ¿Que ha muerto? -
Wilding enarcó las cejas -. ¿Quiere usted decir que la quitaron de en medio?
- Sí... eso creemos.
Después de la autopsia lo sabremos con certeza. Yo creo que debió dar señales
de flaqueza. Tal vez no contase con un crimen.
- ¿Se refiere usted
al caso de Celia Austin? ¿Es que la muchacha sabía algo?
- Sabía algo -
intervino Poirot -, pero si me permite la intromisión, no creo que ella supiera
de qué se trataba.
- ¿Quiere usted decir
que sabía algo, pero no apreciaba su significado? -
- Sí. Eso mismo. No
era una chica inteligente, y no es probable que sacara ninguna consecuencia,
pero sí que oyera o viera alguna cosa y luego la mencionara sin el menor
recelo.
- ¿No tiene usted
idea de lo que vio u oyó, Poirot?
- He hecho algunas
conjeturas - replicó el detective -. No me es posible otra cosa. Se ha
mencionado un pasaporte. ¿Acaso alguno de la casa tenía un pasaporte falso que
le permitía ir de un lado a otro del Continente bajo otro nombre, y su
descubrimiento fuera un grave peligro para la persona interesada? ¿O tal vez
vio cómo destrozaban la mochila, o quizá cómo le quitaban el doble fondo, sin
comprender qué era lo que estaban haciendo? ¿Vería a la persona que quitó las
bombillas? ¿Lo mencionaría ante él o ella, sin comprender que pudiera tener
importancia? ¡Ah, mon Dieu! – exclamó Poirot, irritado -. ¡Suposiciones!
¡Suposiciones, y más suposiciones! Hay que saber más. ¡Siempre hay que saber
más!
- Bien - dijo Sharpe-;
podemos empezar por los antecedentes de la señora Nicoletis, y tal vez salga
algo a la luz.
- ¿La quitaron de en
medio porque temieron que hablase? ¿Habría hablado ya?
- Hacía tiempo que
bebía en secreto... y eso significa que tenía los nervios deshechos - explicó
Sharpe -. Tal vez se desesperó, lo contó todo, y se volvieron contra ella.
- ¿Supongo que ella
no dirigiría la banda?
Poirot meneó la
cabeza.
- Yo creo que no.
Estaba demasiado al descubierto. Claro que sabía de qué se trataba, pero no era
el cerebro que se oculta detrás de todo esto. No.
- ¿Tiene alguna idea
de quién puede ser?
- Si tratase de
adivinarlo... pudiera equivocarme. Sí...
pudiera equivocarme.
CAPÍTULO XVI
Decirlo o no decirlo.
He ahí el problema - dijo Nigel, sirviéndose una nueva taza de café que llevó a
la mesa del desayuno.
- ¿Decir qué? -
preguntó Len Bateson.
- Todo lo que uno
sabe - replicó Nigel con un ademán.
Jean Tomlinson dijo
en tono desaprobador:
- La policía no tiene
más remedio que cumplir con su deber. ¡Naturalmente! Si sabemos algo que pueda
ser útil debemos decirlo a la policía. Eso es lo que debe hacerse.
- Ya ha hablado la
buena de Jean - replicó Nigel.
- Moi, je n'aime
pas les flics - intervino René, contribuyendo a la discusión.
- ¿Decir qué? -
volvió a preguntar Len Bateson.
- Las cosas que
sabemos unos de otros - explicó Nigel, paseando su mirada maliciosa por los
reunidos alrededor de la mesa. - Después de todo - dijo en tono alegre -, cada
uno de nosotros sabe muchas cosas de los demás, ¿no es cierto? Quiero decir que
no hay más remedio que saberlas, viviendo bajo el mismo techo.
- Pero, ¿quién sabe
lo que es importante o no lo es? Hay muchísimas cosas que a la policía no le
interesan en absoluto - dijo Achmed Alí con calor, recordando ofendido los comentarios
del inspector al descubrir su colección de postales.
- He oído decir -
continuó Nigel volviéndose hacia Akibombo - que han encontrado cosas muy
interesantes en tu habitación.
Debido a su color
Akibombo no podía enrojecer, pero parpadeó denotando su excitación.
- En mi país hay
muchas supersticiones - explicó -. Y mi abuelo me dio algunas cosas para que
las trajera aquí. Estoy lejos de sentir por ellas piedad o respeto. Yo, un
científico moderno, no creo en brujerías, pero debido a mi poco dominio del
idioma me resultó difícil explicárselo al policía de manera comprensible.
- Incluso nuestra
pequeña Jean tendrá sus secretos, supongo - dijo Nigel volviéndose hacia la
señorita Tomlinson.
Jean declaró
indignada que no iba a consentir que la insultaran.
- Vamos, Jean -
replicó Nigel -. Danos otra oportunidad.
- ¡Oh, basta ya,
Nigel! - exclamó Valerie, cansada -. La policía no tiene más remedio que
cumplir con su deber, dadas las circunstancias.
Colin Macnabb aclaró
su garganta disponiéndose a intervenir.
- En mi opinión -
dijo con aire sentencioso -, debían aclaramos la situación. ¿Cuál fue
exactamente la causa de la muerte de la señora Nick?
- Lo sabremos durante
la vista - replicó Valerie impaciente.
- Lo dudo - dijo
Colin -. Yo creo que la aplazarán.
- Supongo que debió
morir del corazón, ¿no? - intervino Patricia -. Se cayó en la calle.
- Alcoholismo agudo.
En ese estado fue llevada a la comisaría - dijo Len Bateson.
- De modo que bebía -
reflexionó Jean -. ¿Sabéis que siempre lo sospeché? Cuando la policía registró
la casa encontraron en su habitación un armario lleno de botellas de coñac
vacías - agregó.
- Nuestra Jean lo
sabe todo - dijo Nigel en tono aprobador.
- Bueno, eso explica
por qué algunas veces estaba tan rara - comentó Patricia.
Colin volvió a
aclarar su garganta.
- ¡Ah! Ejem - dijo -.
El sábado por la noche, cuando regresaba a casa, la vi entrar en la taberna de
«El Collar de la Reina».
- Allí es donde debió
emborracharse - exclamó Nigel.
- Entonces supongo
que la causa de su muerte fue el alcoholismo - opinó Jean.
- Apuesto a que sí -
intervino Sally Finch -. No me sorprendería nada.
- Por favor - dijo
Akibombo -. ¿Es que piensan que alguien la mató? ¿Es eso?
- Aún no tenemos
motivos para suponer nada de eso - dijo Colin.
- Pero, ¿quién iba a
querer matarla? - preguntó Geneviéve. ¿Tenía mucho dinero que dejar? Si era
rica tal vez fuera por eso.
- Era una mujer
endemoniada, querida - replicó Nigel -. Estoy seguro de que todo el mundo deseaba
matarla. Yo lo pensé más de una vez - agregó sirviéndose tranquilamente más
mermelada.
II
- Por favor, señorita
Sally, ¿me permite una pregunta? Es acerca de algo que dijo durante el
desayuno, y he estado pensando mucho en ello.
- Bueno, yo no pensaría
demasiado, Akibombo - le dijo Sally -. No es saludable.
Sally y Akibombo
estaban comiendo en una terraza de Regent's Park, ya que el verano había
llegado oficialmente y el restaurante había abierto sus puertas.
- Toda la mañana he
estado muy preocupado - dijo Akibombo con pesar -, y no fui capaz de responder
a las preguntas del profesor. Está descontento conmigo. Dice que yo copio
largos párrafos de los libros y no pienso por mí mismo. Pero yo estoy aquí para
aprender de los libros y me parece que ellos se expresan mejor que yo, porque
todavía no domino el inglés. Y además, esta mañana me resulta muy difícil
pensar en otra cosa que no sea lo que está sucediendo en la calle Hickory y las
dificultades que surgen de todo ello.
- Creo que en eso
tienes razón - dijo Sally -. Tampoco yo conseguí concentrarme esta mañana.
- Por eso le ruego
que me explique ciertas cosas, porque, como le dije, he estado pensando mucho.
- Bien, oigamos
entonces lo que estuviste pensando.
- Pues... es acerca
de ese... asido borco.
- ¿Asido borco... ?
¡Oh, ácido bórico! ¡Sí! ¿Qué hay de eso?
- Pues, no lo he
entendido muy bien. ¿Dicen que es un ácido? ¿Un ácido como el sulfúrico?
- Como el sulfúrico,
no - replicó Sally.
- ¿No se utiliza en
los laboratorios para experimentación?
- No imagino siquiera
que nadie realice experimentos con él. Es algo completamente inofensivo.
- ¿Quiere decir que
incluso puede ponerse en los ojos?
- Precisamente ésa es
una de sus aplicaciones.
- Ah, entonces eso lo
explica. Chandra Lal tiene una botellita con un polvo blanco que echa en agua
caliente y luego se baña los ojos con ella. La guarda en el cuarto de baño y el
día que le desapareció se puso furioso. ¿Sería eso ácido bórico?
- ¿A qué viene esto
ahora?
- Se lo explicaré
poco a poco, pero ahora no, por favor. Tengo que pensar más.
- Bueno, no te
arriesgues demasiado, - dijo Sally -. No quisiera que fueras tú la próxima
víctima, Akibombo.
III
- Valerie, ¿no
podrías aconsejarme?
- Claro que sí, Jean.
Aunque no sé por qué pide nadie consejo, si luego nunca se sigue.
- En realidad se
trata de un caso de conciencia - dijo Jean.
- Entonces yo soy la
última persona a quien debieras consultar. Yo no tengo conciencia.
- ¡Oh, Valerie, no
digas esas cosas!
- Bueno, es bien
cierto - replicó Valerie apagando su cigarrillo - Traigo modelos de París de
contrabando y a las señoras que vienen al salón les digo las mayores mentiras
acerca de su físico. Incluso viajo en los autobuses sin pagar, cuando ando
apurada de dinero. Pero, vamos, dime: ¿de qué se trata?
- Es por lo que Nigel
dijo a la hora del desayuno. ¿Si uno sabe algo de otro, crees que debe decirlo?
- ¡Qué pregunta más
tonta! No puede aplicarse una regla general. ¿Qué es lo que quieres decir?
- Se trata de un
pasaporte.
- ¿Un pasaporte? -
Valerie se irguió sorprendida -. ¿De quién?
- De Nigel. Tiene un
pasaporte falso.
- ¿Nigel? - exclamó
Valerie con incredulidad -. No lo creo. No es posible.
- Pero es cierto. Y,
¿sabes, Valerie?; creo que tiene algo que ver con todo esto. Oí decir a la
policía que Celia había mencionado un pasaporte. Supongamos que ella lo
descubriese y él la matara.
- Me suena a
melodrama - replicó Valerie -. Pero, con franqueza, no creo ni una palabra.
¿Qué es esa historia del pasaporte?
- Yo lo vi.
- ¿Cómo lo viste?
- Pues, por pura
casualidad - repuso Jean -. Estaba buscando algo en mi cartera, hará una o dos
semanas, y por error debí coger la de Nigel. Las dos estaban en un estante del
salón.
Valerie lanzó una
risa desagradable.
- ¡Cuéntaselo a otra!
- exclamó -. ¿Qué es lo que estabas haciendo en realidad? ¿Espiando?
- ¡No, desde luego
que no! - Jean protestó, indignada -. Lo único que no he hecho nunca es mirar
los papeles privados de nadie. No soy de esa clase de personas. Sólo fue que
estando distraída abrí la cartera y empecé a buscar en sus departamentos.
- Escucha, Jean, a mí
no puedes engañarme. La cartera de Nigel es mucho más grande que la tuya y de
un color completamente distinto. Puesto que admites ciertas cosas, debes
admitir también si eres de esa clase de personas. Muy bien. Tuviste ocasión de
curiosear los papeles de Nigel y la aprovechaste.
Jean se puso en pie.
- Mira, Valerie, si
continúas siendo tan antipática y tan injusta, yo...
- ¡Oh, vamos,
pequeña! - dijo Valerie -. Continúa. Ahora me siento interesada y quiero saber.
- Pues bien, había un
pasaporte, replicó la joven -. Estaba en el fondo de la cartera y el nombre que
constaba en él era Stanford, Stanley, o algo por el estilo, y pensé: «Qué
extraño que Nigel tenga el pasaporte de otra persona», y al abrirlo vi que la fotografía
era de Nigel. ¿No comprendes que debe llevar una doble vida? Y lo que me
pregunto es si debo decírselo a la policía. ¿Tú crees que es mi deber?
Valerie se echó a
reír.
- Mala suerte, Jean -
le dijo -. A decir verdad, yo creo que tiene una explicación bien sencilla. Pat
me lo contó. Nigel recibía dinero, o cierta herencia, con la condición de que
cambiara de nombre, y él lo hizo legalmente, eso es todo. Creo que su verdadero
nombre era Stanfield o Stanley, algo parecido.
- ¡Oh! - Jean parecía
avergonzada.
- Pregunta a Pat, si
a mí no me crees - se revolvió Valerie.
- Oh, no... bueno, si
es como tú dices, debo haberme equivocado.
- Te deseo mejor
suerte la próxima vez.
- No sé a qué te
refieres, Valerie.
- ¿Te gustaría
complicar a Nigel, no es cierto? ¿Y ponerlo a mal con la policía?
Jean se irguió.
- Tal vez no me
creas, Valerie - le dijo -, pero lo único que deseo es cumplir con mi deber.
Y dicho esto salió de
la habitación.
- ¡Oh, diablos! -
exclamó Valerie.
Llamaron a la puerta
y entró Sally.
- ¿Qué te ocurre,
Valerie? Pareces abatida.
- Es por esa
antipática de Jean. ¡En realidad es terrible! ¿No crees que pueda haber la más
remota posibilidad de que Jean quitara de en medio a la pobre Celia? Me
alegraría muchísimo verla en el banquillo.
- Opino como tú -
replicó Sally. Pero no me parece probable. No creo que Jean se arriesgara nunca
hasta el punto de asesinar a nadie.
- ¿Qué opinas de la
señora Nick?
- Pues no sé qué
pensar. Pero pronto sabremos a qué atenernos.
- Apostaría diez
contra uno a que también la asesinaron - dijo Valerie.
- Pero, ¿por qué?
¿Qué es lo que ocurre aquí?
- Ojalá lo supiera,
Sally. ¿No te has sorprendido alguna vez observando a los demás?
- ¿Qué quieres decir
con eso de observar a los demás, Val?
- Pues, mirarles
preguntándote: «¿Serás tú?» Tengo el presentimiento de que aquí hay algún
perturbado. Realmente loco. Loco de remate... quiero decir, no de esos que se
creen Napoleón.
- Es posible - dijo
Sally estremeciéndose.
- ¡Hum! - replicó
Valerie -. Te aseguro que tengo mucho miedo.
IV
- Nigel, tengo que
decirte una cosa.
- Bien, ¿qué es ello,
Pat? - Nigel rebuscaba frenéticamente en uno de los cajones de su cómoda -. No
sé qué diablos hice de esos apuntes. Yo creí que los había puesto aquí.
- ¡Oh, Nigel, no
revuelvas de ese modo! Luego lo dejas todo por en medio y yo tengo que
recogerlo.
- ¡Bueno, qué
diablos!; tengo que encontrar mis apuntes, ¿no es verdad?
- ¡Nigel, tienes que
escucharme!
- Está bien, Pat, no
te pongas así. ¿Qué ocurre?
- Tengo que
confesarte algo.
- Supongo que no se
trata de un crimen - replicó Nigel en su acostumbrada ligereza.
- ¡No, desde luego!
- Bien. Oigamos cuál
es ese pecadillo.
- Fue un día que te
zurcí los calcetines y vine a guardarlos en el cajón de la cómoda...
- ¿Sí?
- Y encontré el
frasco de morfina. El que tú me dijiste que habías cogido del hospital.
- ¡Sí, y valiente
alboroto que armaste!
- Pero, Nigel, si
estaba ahí en tu cajón, entre los calcetines y cualquiera hubiera podido
encontrarlo.
- ¿Por qué? Nadie
viene a revolver entre mis calcetines excepto tú.
- Bueno, me pareció
mal dejarlo ahí, y ya sé que dijiste que te desharías de él después de ganar la
apuesta; pero entre tanto seguía estando ahí.
- Naturalmente. Aún
no había conseguido el tercer veneno.
- Pues bien, a mí me
pareció muy mal y cogí el frasco, saqué el veneno y lo llené de bicarbonato. El
efecto era el mismo.
Nigel dejó de buscar
sus apuntes.
- ¡Cielo santo! -
exclamó -. ¿De veras hiciste eso? ¿Quieres decir que cuando juraba a Len y a
Colin que aquel polvo era sulfato de morfina, o tartrato, o lo que sea, lo
único que contenía el frasco era bicarbonato?
- Sí. Comprende...
Nigel la interrumpió
con el ceño fruncido.
- No estoy seguro de
que eso anule la apuesta. Claro que yo tenía idea...
- Pero, Nigel, era
realmente peligroso tenerlo ahí escondido entre la ropa.
- Por Dios, Pat, ¿es
que siempre tienes que complicar las cosas? ¿Qué hiciste con la morfina?
- La puse en el
frasco del bicarbonato sódico y lo escondí en el cajón de mis pañuelos.
Nigel la contempló
con franco asombro.
- Realmente, Pat, tus
procesos mentales y tu lógica están más allá de todo calificativo. ¿Por qué lo
hiciste?
- Creí que allí
estaría más segura.
- Mi querida Pat, o
bien la morfina se encerraba bajo llave, o si no, ¿qué más daba que estuviera
entre mis calcetines o entre tus pañuelos?
- Bueno, sí
importaba. En primer lugar, yo duermo sola, y no comparto mi habitación con
nadie.
- Vaya, no pensarás
que el pobre Len iba a quitarme la morfina, ¿verdad?
- No pensaba
decírtelo, pero ahora debo hacerlo... porque... ha desaparecido.
- ¿Quieres decir que
lo ha cogido la policía?
- No. Desapareció
antes.
- ¿Quieres decir? -
Nigel la miró consternado -. Pongamos esto en claro. Hay una botella con la
etiqueta de «Bicarbonato Sódico», pero conteniendo sulfato de morfina, que
rueda por ahí y que en cualquier momento alguien puede tomarse una cucharada si
le duele el estómago... ¡Dios santo, Pat! ¿Y tú has hecho eso? ¿Por qué diablos
no la tiraste, si es que tanto te preocupaba?
- Porque la consideré
valiosa y creí que debía devolverse al hospital en vez de tirarla. Tan pronto
como hubieras ganado la apuesta pensaba dársela a Celia y pedirle que la
devolviera.
- ¿Y estás segura de
que no se la diste?
- Claro que estoy
segura de que no se la di. ¿Y si la tomó ella para suicidarse, fue culpa mía?
- ¡Cálmate! ¿Cuándo
desapareció?
- No lo sé
exactamente. Yo la busqué el día anterior a la muerte de Celia y no pude
encontrarla, pero creí que tal vez, por distracción, la hubiera dejado en otro
sitio.
- ¿El día anterior a
su muerte ya había desaparecido?
- Supongo que he sido
muy estúpida - repuso Patricia con el rostro muy pálido.
- Y algo más -
replicó Nigel -. ¡Hasta qué extremos puede llegar una inteligencia corta y una
conciencia activa!
- ¿Crees que debo
decírselo a la policía?
- ¡Oh, diablos! -
exclamó Nigel -. Supongo que sí. Y todo por mi culpa.
- Oh, no, Nigel, la
culpa fue mía, querido. Yo...
- En primer lugar yo
fui quien se apoderó de ella - dijo el muchacho -. Entonces me pareció
simplemente divertido, pero ahora... oigo ya los acerbos comentarios como si
estuviera en el banquillo.
- Lo siento. Cuando
la cogí, mi intención era...
- Tu intención era
bonísima. Lo sé. ¡Lo sé! Escucha, Pat, apenas puedo creer que la morfina haya
desaparecido. Habrás olvidado dónde la pusiste. Ya sabes que algunas veces uno
se confunde...
- Sí, pero...
Vacilaba mientras la
sombra de una duda iba apareciendo en su rostro.
Nigel se levantó con
presteza.
- Vamos a tu
habitación y hagamos un registro a fondo.
V
- ¡Nigel, ésta es mi
ropa interior!
- Vamos, Pat, no me
vengas ahora con tonterías. Precisamente aquí es donde pudiste esconder el
frasco, ¿no te parece?
- Sí, pero estoy
segura de que yo...
- No podemos estar
seguros de nada hasta que hayamos mirado en todas partes. Y estoy dispuesto a
hacerlo con todo detalle.
Llamaron a la puerta
y entró Sally Finch, cuyos ojos se abrieron por la sorpresa de ver a Pat
sentada sobre la cama, con un montón de calcetines de Nigel en la mano,
mientras Nigel, con todos los cajones de la cómoda abiertos y revolviendo en
ellos como un perrito, iba sacando jerseys, medias y prendas interiores así
como otros accesorios del atuendo femenino.
- Por todos los
santos - exclamó Sally -, ¿qué es lo que ocurre?
- Estamos buscando el
bicarbonato - replicó Nigel en tono seco.
- ¿El bicarbonato?
¿Para qué?
- Me duele el
estómago - dijo Nigel haciendo una mueca - y sólo el bicarbonato puede
calmarme.
- Creo que yo debo
tener en alguna parte.
- No me sirve, Sally,
tiene que ser el de Pat. Es el único que puede curar mi dolencia especial.
- Estás loco - dijo
Sally -. ¿Qué es lo que busca, Pat?
Patricia meneó la
cabeza con pesar.
- ¿No habrás visto mi
frasco de bicarbonato, Sally? - le preguntó -. Sólo quedaba un poco en el
fondo.
- No - Sally la miró
con curiosidad, y luego frunció el ceño -. Déjame pensar. Alguien de aquí...
no, no lo recuerdo... ¿Tienes un sello, Pat? Quiero echar una carta y se me han
terminado.
- En ese cajón de
ahí.
Sally abrió el
pequeño cajón del escritorio, y sacando un pliego de sellos, cogió uno que pegó
en la carta que llevaba en la mano, guardó de nuevo los restantes y puso dos
peniques y medio sobre la mesa.
- Gracias. ¿Quieres
que al mismo tiempo eche esta carta tuya?
- Sí... no... No.
Creo que esperaré.
Sally asintió con un
gesto de indiferencia antes de salir de la habitación. Pat dejó los calcetines
que tenía en la mano y se retorció los dedos, nerviosa.
- Nigel.
- ¿Qué? - el joven
había trasladado su atención al armario y estaba registrando los bolsillos de
un abrigo.
- Tengo que confesarte
algo más.
- Dios santo, Pat,
¿qué has hecho?
- Tengo miedo de que
te enfades.
- Estoy ya más que
enfadado. Si Celia fue envenenada con la morfina que yo cogí, probablemente
pasaré años y años en la cárcel, eso si no me ahorcan.
- No tiene nada que
ver con todo esto. Se trata de tu padre.
- ¿Qué? - Nigel giró
en redondo con la sorpresa e incredulidad reflejadas en su rostro.
- ¿Sabes que está muy
enfermo, no es cierto?
- No me importa lo
enfermo que esté.
- Eso dijeron anoche
por la radio. «Sir Arthur Stanley, el famoso investigador químico, se encuentra
gravemente enfermo.»
- Es agradable ser
célebre. Todo el mundo se entera cuando uno está enfermo.
- Nigel, si se está
muriendo deberías reconciliarte con él.
- ¡Al diablo, no lo
haré!
- Pero si se está muriendo.
- ¡Será el mismo
muriéndose que cuando estaba vivito y coleando!
- No debes ser así,
Nigel. Tan rencoroso y falto de caridad.
- Escucha, Pat... ya
te lo dije una vez: él mató a mi madre.
- Ya sé que lo
dijiste, y que tú la adorabas, pero yo creo que algunas veces exageras, Nigel.
Muchísimos maridos son antipáticos e intransigentes y hacen desgraciadas a sus
esposas, pero decir que tu padre mató a tu madre es una extravagancia y en
realidad no es cierto.
- Tú sabes mucho de
eso, ¿verdad?
- Sé que algún día te
arrepentirás de no haberte reconciliado con tu padre antes de su muerte. Por
eso... - Pat hizo una pausa para tomar ánimos -. Por eso he escrito a tu
padre... diciéndole...
- ¿Que le has
escrito? ¿Es esa carta que Sally quería echar? - se dirigió al escritorio.
- Ya.
Y cogiendo con dedos
nerviosos el sobre ya franqueado lo hizo pedazos y visiblemente disgustado lo
arrojó al cesto de los papeles.
- ¡Ya está! - Y no te
atrevas a volver a pedir nada semejante.
- Nigel, realmente
eres una criatura. Puedes romper la carta, pero no impedirme que escriba otra,
y la escribiré.
- Eres una
sentimental incurable; ¿no se te ha ocurrido pensar que, cuando, digo que mi
padre asesinó a mi madre, lo declaro basándome en un hecho indiscutible? Mi
madre murió por haber ingerido una dosis excesiva de vernal. En el juicio
dijeron que la tomó por error, pero fue mi padre quien se la dio
deliberadamente. Quería casarse con otra, ¿comprendes?, y mi madre no quiso
concederle el divorcio. Es la historia de un crimen vulgar. ¿Qué hubieras hecho
en mi lugar? ¿Denunciarle a la policía? Mi madre no hubiera querido eso... De
modo que hice lo único que podía hacer... decirle a él que lo sabía... y.
marcharme para siempre. Incluso he cambiado de nombre.
- Nigel... lo
siento... Nunca imaginé...
- Bueno, ahora ya lo
sabes... El respetable y famoso Arthur Stanley con sus investigaciones y
antibióticos... retozando como el verde laurel. Pero aquella pájara no se casó
con él. Se escapó. Creo que debió adivinar lo que él había hecho...
- Querido Nigel...
qué horror... Lo siento...
- Está bien. No
volveremos a hablar de esto. Ahora dediquémonos a la búsqueda del bicarbonato.
Piensa exactamente lo que hiciste con la morfina; apoya la cabeza entre las
manos, y piensa, Pat.
VI
Geneviéve entró en el
salón en un estado de gran agitación, y se dirigió a los estudiantes allí
reunidos en voz baja y excitada.
- Ahora estoy
segura... completamente segura... de saber quién mató a la pobre Celia.
- ¿Quién fue,
Geneviéve? - preguntó René -. ¿Qué ha sucedido para que estés tan segura?
Geneviéve miró
cautelosamente a su alrededor para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada,
y bajando aún más la voz dijo:
- Fue Nigel Chapman.
- Nigel Chapman,
pero, ¿por qué?
- Escuchad. Acabo de
pasar por el corredor para dirigirme a la escalera y oí voces en la habitación
de Patricia. Era Nigel quien hablaba.
- ¿Nigel? ¿En la
habitación de Patricia? - exclamó Jean en tono de censura, mas Geneviéve sin
desviarse del particular continuó:
- Y le estaba
diciendo a ella que su padre había matado a su madre, que pour la, ha
cambiado de nombre. ¿De modo que está bien claro, no? Su padre fue un asesino
convicto y Nigel lo lleva en la sangre como herencia...
- Es posible - dijo
Chandra Lal, reflexionando complacido sobre aquella posibilidad -. Es muy
posible. Nigel es tan violento, tan desequilibrado. No tiene dominio de sí
mismo. ¿No estáis de acuerdo conmigo? - Y se volvió con aire condescendiente
hacia Akibombo, que asintió con entusiasmo inclinando la cabeza morena y rizada,
al tiempo que exhibía sus blancos dientes en una sonrisa.
- Siempre he pensado
- intervino Jean- que Nigel no tiene sentido de la moral... Es un carácter
completamente degenerado.
- Puede ser un crimen
pasional - comentó Ahmed Alí -. Seduce a Celia y luego la mata porque es una
buena chica que espera que se case con ella...
- Majaderías -
estalló Leonard Bateson.
- ¿Qué has dicho?
- ¡Digo que son
majaderías! - gritó Len.
CAPÍTULO XVII
Sentado en un
departamento de la comisaría, Nigel miró nerviosamente los ojos severos del
inspector Sharpe, que acababa de oír su declaración.
- ¿Se da usted
cuenta, señor Chapman, de que lo que acaba de contarnos es muy serio? Vaya si
lo es.
- Claro que me doy
cuenta, y no hubiera venido a contárselo de no considerarlo urgente.
- ¿Y dice usted que
la señorita Lane no recuerda exactamente cuándo vio por última vez ese frasco
de bicarbonato que contenía morfina?
- Está aturdida, y
cuanto más se esfuerza por recordar, más se confunde. Dice que yo la pongo
nerviosa, y ahora está intentando hacer memoria mientras yo he venido a verle a
usted.
- Será mejor que
vayamos enseguida a la calle Hickory.
Mientras hablaba sonó
el timbre del teléfono de sobremesa y el agente que había estado tomando nota
de la historia de Nigel alargó la mano y descolgó el auricular.
- Es la señorita Lane
- dijo después de escuchar -. Desea hablar con el señor Chapman.
Nigel se aproximó a
la mesa y cogió el teléfono que le alargaba el agente.
- ¿Pat? Soy Nigel.
La voz de la joven
llegó hasta él, nerviosa, sin aliento.
- Nigel. ¡Creo que ya
lo tengo! Quiero decir que ya sé quién lo ha cogido... ¿sabes... ? cogido del cajón de mis
pañuelos... ¿sabes? Sólo hay una persona que...
La voz se
interrumpió.
- Pat. Dime. ¿Estás
ahí? ¿Quién ha sido?
- Ahora no puedo
decírtelo. Más tarde. ¿Vas a venir?
El teléfono estaba lo
bastante cerca del agente y del inspector para que pudieran oír claramente la
conversación, y este último hizo un gesto de asentimiento ante la mirada
interrogadora de Nigel.
- Dígale que «enseguida»
- le dijo.
- Vamos a ir
enseguida - le anunció Nigel -. Salimos ahora mismo.
- ¡Oh! Bueno. Estaré
en mi habitación.
- Hasta luego, Pat.
Apenas pronunciaron
palabra durante el breve trayecto hasta la calle Hickory.
Sharpe se preguntaba
si al final habrían encontrado una pista. Podía ofrecerles Patricia Lane alguna
prueba definitiva, ¿o serían meras suposiciones suyas? Con claridad no había
recordado nada que pareciera importante. Suponía que había telefoneado desde el
vestíbulo y que por consiguiente tuvo que ser comedida y hablar con precaución.
Nigel abrió la puerta
del número veintiséis de la calle Hickory con su llavín, y penetraron en la
casa. A través de la puerta del salón, Sharpe pudo distinguir la roja cabeza de
Leonard Bateson inclinada sobre unos libros.
Nigel los condujo
arriba y atravesó el pasillo hasta la habitación de Pat. Llamó ligeramente con
los nudillos y entró...
- Hola, Pat. Aquí
está...
Su voz murió en un
suspiro de asombro, y permaneció inmóvil mientras Sharpe, por encima de su hombro,
veía lo que había de ver.
Patricia Lane yacía
desplomada en el suelo.
El inspector apartó a
Nigel y fue a arrodillarse junto al cuerpo de la muchacha. Le alzó la cabeza,
le tomó el pulso y luego, volviendo a dejarla en su posición con sumo cuidado,
se puso en pie con el rostro grave.
- No - exclamó Nigel
con voz histérica -. No, no, no.
- Sí, señor Chapman.
Está muerta.
- No, no. Pat. La
pobrecilla Pat. Cómo...
- Con esto.
Era un arma sencilla
e improvisada: un pisapapeles de mármol metido en un calcetín de lana.
- Le golpearon en la
cabeza por la espalda. Un arma muy efectiva. Si le sirve de consuelo, señor
Chapman, yo creo que ni siquiera llegó a enterarse.
Nigel se sentó
temblando sobre la cama y se puso a explicar:
- Ése es uno de mis
calcetines. Iba a zurcírmelo... Oh, Dios mío, iba a zurcírmelo...
Y de pronto empezó a
llorar como un niño... con abandono y sin darse cuenta de que lloraba.
Sharpe continuaba
reconstruyendo el crimen.
- Fue alguien que la
conocía muy bien. Alguien que cogió el calcetín e introdujo el pisapapeles en
su interior.
- ¿Reconoce este
pisapapeles, señor Chapman?
Y lo sacó del
calcetín para enseñárselo.
Nigel lo miró sin
dejar de llorar.
- Pat lo tenía
siempre encima de su escritorio. Es el León de Lucerna.
Y escondió el rostro
entre las manos.
- ¡Pat... oh, Pat!
¡Qué voy a hacer sin ti!
De pronto se irguió
echando hacia atrás sus revueltos cabellos.
- ¡Mataré a quien
haya hecho esto! ¡Le mataré! ¡Cerdo asesino!
- Cálmese, señor
Chapman. Sí, sí, sé lo que siente. Ha sido una brutalidad...
- ¡Pat nunca hizo
daño a nadie!
Consolándolo como
pudo, el inspector Sharpe lo hizo salir de la habitación. Luego volvió a entrar
e inclinándose sobre el cadáver de la joven, cogió algo que ésta tenía entra
los dedos.
II
Geronimo, con la frente
perlada de sudor, volvía sus ojos oscuros y asustados de un rostro a otro.
- Yo no vi nada. Ni
oí nada. Se lo aseguro. Yo no sé nada en absoluto. Yo estoy siempre en la
cocina con María. Preparo la minestrone, gratino el queso...
Sharpe interrumpió su
discurso.
- Nadie le acusa.
Sólo deseamos aclarar algunas cosas: ¿Quiénes entraron y salieron de la casa a
última hora? ¿Puede decírmelo?
- No lo sé. ¿Cómo iba
a saberlo?
- Pero usted puede
ver quién entra y quién sale, desde la ventana de la cocina, ¿no es cierto?
- Sí.
- Entonces dígalo.
- A esa hora entran y
salen muchos estudiantes.
- ¿Quiénes estuvieron
en la casa entre las seis y las seis y treinta y cinco, que es cuando nosotros
llegamos?
- Todo el mundo,
excepto el señorito Nigel, y la señora Hubbard y la señorita Hobhouse.
- ¿Cuándo salieron?
- La señora Hubbard
antes de la hora del té, y todavía no ha regresado.
- Continúe.
- El señorito Nigel
salió hará cosa de media hora, poco antes de las seis... parecía muy
enfurruñado; y acaba de llegar ahora con ustedes.
- Eso es cierto, sí.
- La señorita Valerie
se marchó a las seis en punto. Estaban dando las campanadas, dong, dong, dong.
Iba muy elegante, con un vestido de cóctel. Aún no ha vuelto.
- ¿Y todos los demás,
están en casa?
- Sí, señor. Todos están
aquí.
Sharpe echó una
ojeada a su libro de notas. En él estaba anotada la hora de la llamada
telefónica de Pat. Exactamente a las seis y ocho minutos.
- ¿Todos los demás se
quedaron en la casa? ¿No regresó nadie durante este intervalo de tiempo?
- Sólo la señorita
Sally. Había salido a echar una carta y volvió...
- ¿Sabe usted a qué
hora regresó?
Geronimo frunció el
entrecejo.
- Vino cuando estaban
dando las noticias.
- Entonces después de
las seis.
- Sí, señor.
- ¿Qué parte de las
noticias estaban dando?
- No lo recuerdo,
señor. Pero desde luego era anterior a los deportes, porque entonces cerramos
la radio como de costumbre.
Sharpe sonrió a pesar
suyo. Era un campo muy extenso. Sólo podían excluir a Nigel Chapman, Valerie
Hobhouse y la señora Hubbard, lo cual representaba un interrogatorio largo y
agotador. ¿Quiénes estuvieron en el salón? ¿Quiénes lo abandonaron? ¿Cuándo?
¿Quién podría responder de quién? Y a esto había que agregar que muchos
estudiantes, sobre todo los asiáticos y africanos, eran poco precisos por
naturaleza en cuanto a las horas, y por ello la tarea no resultaría
precisamente envidiable.
Pero había que
realizarla.
III
En la habitación de
la señora Hubbard se respiraba un ambiente triste. La misma señora Hubbard,
todavía con sus ropas de calle y su hermoso rostro tenso por la preocupación,
se hallaba sentada en el sofá, y Sharpe y el sargento Cobb ante una mesita.
- Creo que telefoneó
desde aquí - decía Sharpe -. Y a eso de las seis y ocho minutos varias personas
entraron y salieron del salón, o por lo menos eso dicen... y nadie vio ni oyó
que se utilizara el teléfono del recibidor. Claro que no puede fiarse mucho en
sus palabras, pues la mayoría de ellos nunca miran el reloj, pero yo creo que
debió entrar aquí para telefonear a la comisaría. Usted había salido, señora
Hubbard, pero supongo que no cierra la puerta con llave...
La señora Hubbard
meneó la cabeza.
- La señora Nicoletis
la cerraba siempre, pero yo no...
- Bien; entonces,
Patricia Lane viene aquí para telefonear excitada por su reciente
descubrimiento, y mientras está hablando, se abre la puerta y alguien entra o
se asoma. Patricia se asusta y cuelga. ¿Acaso porque reconoció en el intruso a
la persona cuyo nombre estaba a punto de pronunciar? ¿O por mera precaución?
Pueden ser las dos cosas. Yo me inclino por la primera suposición.
La señora Hubbard
asintió con un gesto.
- Quienquiera que
fuese pudo haberla seguido hasta aquí, y tal vez, después de estar escuchando
detrás de la puerta, entró para impedir que Pat continuara.
- Y luego...
El rostro de Sharpe
se ensombreció.
- Esa persona
acompañó a Pat a su habitación charlando normalmente. Tal vez Patricia le
acusara de haber cogido el bicarbonato, y quizás ella le diera explicación
plausible.
La señora Hubbard
preguntó extrañada:
- ¿Por qué dice usted
«ella»?
- ¡Extraña cosa, un
pronombre! Cuando encontramos el cadáver, Nigel Chapman dijo: «¡Mataré a quien
haya sido! Le mataré.» Observé que se refería a un hombre. Tal vez fuese porque
asoció la idea de violencia a un hombre. O tal vez por tener alguna ligera
sospecha que señale a un hombre, a un hombre en particular. Si se trata de esto
último debemos averiguar cuáles fueron sus razones para pensar así. En cambio
yo me he inclinado desde el primer momento por una mujer. Eso reduce un poco el
campo de sospechosos.
- Por lo siguiente.
Alguien entró con Patricia en su habitación alguien con quien ella se sentía
tranquila, y eso indica a otra mujer. Los estudiantes no van a los dormitorios
de las señoritas a no ser por alguna razón especial. ¿No es así, señora
Hubbard?
- Sí. No el que sea
una regla estricta, pero por lo general se cumple, excepto durante un período
de tiempo muy reducido.
- El otro lado de la
casa está separado de éste, excepto en la planta baja, y dando por supuesto que
la conversación entre Nigel y Pat fuese oída, con toda probabilidad debió ser
una mujer quien la oyera.
- Sí, comprendo lo
que quiere decir. Y algunas parecen pasarse la mitad del tiempo escuchando tras
el ojo de la cerradura.
- ¿Por qué? - dijo el
inspector.
- La francesita oyó
el final de su conversación.
- ¿Y permaneció allí
todo el tiempo?
- No, subió poco
después en busca de un libro que había olvidado. Y como de costumbre, nadie
puede precisar cuándo.
Y enrojeciendo agregó
a modo de disculpa:
- Eso es algo
demasiado duro. En realidad, aunque estas casas están sólidamente construidas,
han sido divididas con nuevos tabiques delgados como el papel, y no puede
evitarse el oír a través de ellos. Debo admitir que a Jean le gusta mucho
curiosear. Y desde luego, cuando Geneviéve oyó que Nigel le decía a Pat que su
padre había asesinado a su madre, se excitó su curiosidad y escuchó lo que
pudo.
El inspector asintió.
Ya había oído las declaraciones de Sally Finch, Jean Tomlinson y Geneviéve.
- ¿Quiénes ocupan las
habitaciones contiguas a las de Patricia? - quiso saber.
- Geneviéve está al
lado pero la pared es la de las originales. Elizabeth Johnston al otro lado,
cerca de la escalera. Sólo las separa un tabique.
- Pudo ser cualquiera
- replicó la señora Hubbard, desalentada. - Siempre con la excepción de
Elizabeth Johnston, que pudo haberlo oído a través del tabique divisorio, de
haber estado en su habitación, pero parece ser que ya estaba en el salón cuando
Sally Finch salió a echar la carta. Sally Finch estuvo presente un poco antes,
cuando fue a buscar el sello para su carta. Pero el hecho de que las dos
jóvenes estuvieran allí excluye automáticamente la posibilidad de que alguien
más estuviera escuchando.
- Según sus
declaraciones sí pero tenemos alguna otra prueba.
Y sacó de su bolsillo
un papelito doblado.
- ¿Qué es eso? -
preguntó la señora Hubbard.
Sharpe sonrió.
- Un par de
cabellos... que cogí de entre los dedos de Patricia Lane.
- Quiere decir que...
Llamaron a la puerta.
- Adelante - dijo el
inspector.
La puerta se abrió
dando paso a Akibombo, que llegaba sonriente.
- ¿Me permite? -
dijo.
El inspector Sharpe
le replicó impaciente:
- Sí, señor... eh...
hum... ¿qué desea?
- Vengo a declarar
algo de suma importancia y que puede ayudar a esclarecer este triste y trágico
suceso.
CAPÍTULO XVIII
Bien, señor Akibombo
- dijo el inspector Sharpe, resignado-; oigamos de qué se trata.
Se le había ofrecido
una silla y Akibombo estaba frente a los demás, que le miraban con gran
atención.
- Gracias. ¿Empiezo yo?
- Sí, por favor.
- Pues algunas veces
me siento indispuesto.
- Oh.
- Tengo el estómago
delicado. Eso es lo que dice la señorita Sally, pero no es que esté realmente
enfermo, y no tengo vómitos.
El inspector Sharpe
pudo contenerse a duras penas mientras Akibombo iba dando detalles de su
dolencia.
- Sí, sí - le dijo -.
Lo lamento mucho, se lo aseguro, pero usted deseaba decirnos...
- Tal vez sea debido
al cambio de alimentación. Me siento repleto. - Y el señor Akibombo indicó
exactamente el lugar -. Yo creo que no como suficiente carne y demasiados
carbohidratos.
- Carbohidratos - le
corrigió el inspector mecánicamente -. Pero no comprendo...
- Algunas veces tomo
una píldora, o un poco de magnesia y otros polvos estomacales. No tiene
importancia el que sea... el caso es que me hace expulsar el aire... así. - Y
Akibombo largó un gran eructo -. Después - sonrió con aire seráfico -, me
siento mucho mejor, muchísimo mejor.
El rostro del
inspector se iba congestionando y la señora Hubbard, dijo en tono autoritario:
- Lo comprendemos
perfectamente. Ahora pasemos a lo que importa.
- Sí, desde luego.
Bien, como digo, esto me sucedió a principios de la semana pasada, no recuerdo
exactamente qué día. Los macarrones estaban muy buenos, comí muchos y luego me
sentí muy mal. Quise trabajar para mi profesor, pero me resultaba difícil
pensar con esta pesadez aquí. - Y de nuevo Akibombo indicó el punto exacto -.
Era después de cenar y en el salón estábamos sólo Elizabeth y yo, y le
pregunté: «¿Tiene un poco de bicarbonato, o polvos estomacales? He terminado
los míos», y ella respondió: «No. Pero he visto un pote en el cajón de Pat
cuando fui a devolverle un pañuelo que le pedí prestado. Iré a buscártelo - me
dijo -. A Pat no le importará.» Así que subió, regresando con un frasco de
bicarbonato sódico. Quedaba muy poco, sólo el fondo de la botella, que estaba
casi vacía. Le di las gracias y fui con el frasco al lavabo; vertí casi todo el
que quedaba, casi una cucharadita de café llena, en un poco de agua, y después
de revolverlo lo bebí.
- ¿Una cucharada?
¡Una cucharada! ¡Cielo santo... ! ¿Qué hizo?
El inspector le
miraba fascinado, el sargento Cobb se inclinó hacia delante con expresión de
asombro. La señora Hubbard, murmuró entre dientes.
- ¡Rasputín!
- ¿Se tragó una
cucharadita de morfina?
- Naturalmente, yo
creí que era bicarbonato.
- ¡Sí, sí, lo que no
comprendo es que esté ahora aquí sentado!
- Y luego me puse
realmente enfermo. No sentía aquella opresión de antes, sino un dolor... un
dolor agudo en el estómago.
- ¡No sé cómo no está
muerto!
- Como Rasputín -
replicó la señora Hubbard -. Le daban veneno y más veneno, en grandes
cantidades, y no conseguían matarle.
Akibombo se dispuso a
continuar.
- De modo que al día
siguiente, cuando me sentí mejor, llevé la botella con el poquitín de polvo que
quedaba en ella a un farmacéutico para que me dijera qué era lo que había
tomado y que tanto daño me hiciera...
- ¿Sí?
- Me dijo que
volviera más tarde, y cuando fui exclamó: «¡No es extraño! Esto no es
bicarbonato, sino ácido... bórico. Se puede poner en los ojos, pero si se toma
una cucharada es natural que se sienta enfermo.»
- ¡Ácido bórico! - El
inspector le contempló estupefacto -. Pero, ¿cómo fue a parar a esa botella?
¿Qué le ocurrió a la morfina? - Gimió -. ¡Se habrá visto algo más descabellado!
- Y yo he estado
pensando - continuó Akibombo.
El inspector volvió a
gemir.
- ¿Que usted ha
estado pensando? - dijo -. ¿Y qué es lo que ha pensado?
- He estado, pensando
en la señorita Celia y en cómo murió... y que alguien debió entrar en su
habitación, después de su muerte para dejar la botella vacía de morfina y el
pedazo de papel en que decía que se había suicidado...
Akibombo hizo una
pequeña pausa y el inspector asintió.
- Y por eso me
dije... ¿quién pudo hacerlo? Yo creo que para una de las señoritas hubiera sido
fácil, pero para un hombre no tanto, ya que hubiera tenido que bajar la
escalera de nuestra casa y subir por otra, y cualquiera pudo despertarse y
verle u oírle. De modo que me puse a pensar de nuevo, y me dije: supongamos que
fuese alguno de los de nuestra casa, pero que tuviera la habitación contigua a
la de la señorita Celia... sólo que ella está en casa, ¿comprende? En la
habitación de él hay un balcón, y en la de ella también, y es probable que ella
durmiera con el balcón abierto, como medida higiénica. Así que siendo fuerte y
atlético, pudo saltar hasta su habitación.
- La habitación
contigua a la de Celia, pero que pertenece a la otra casa - dijo la señora
Hubbard -. Déjeme pensar... es la de Nigel... y...
- Len Bateson -
terminó el inspector mientras sus dedos acariciaban el papel doblado que tenía
en la mano -, Len Bateson.
- Es muy simpático,
sí - - dijo Akibombo con pesar -. Y para mí aún más, pero psicológicamente uno
no sabe lo que se esconde debajo de la superficie. Es eso, ¿no? La teoría
moderna. Chandra Lal se puso furioso cuando le desapareció el ácido bórico para
sus ojos y más tarde, al preguntarle, me dijo que había sabido que se lo quitó
Len Bateson...
- La morfina fue
cogida del cajón de Nigel y sustituida por el ácido bórico... Sí, ya
comprendo...
- ¿Le he servido de
ayuda? - preguntó cortésmente Akibombo.
- Sí, desde luego, le
estamos muy agradecidos. No... eh... no repita nada de esto.
- No, señor. Tendré
cuidado.
Y Akibombo, tras
inclinarse cortésmente, salió de la habitación.
- Len Bateson - dijo
la señora Hubbard con voz alterada -. ¡Oh! ¡No!
Sharpe la miró.
- ¿Es que no quiere
que sea Len Bateson?
- Le he tomado
aprecio. Tiene genio, lo sé, pero es siempre tan formal...
- Eso se ha dicho de
muchísimos criminales - replicó Sharpe.
Y con toda calma
desenvolvió el paquetito que tenía en la mano. La señora Hubbard, obedeciendo a
una indicación suya, se inclinó para mirar.
En el blanco papel
había dos cabellos rojos, cortos y ensortijados...
- ¡Oh, Dios mío! -
exclamó la señora Hubbard.
- Sí - dijo Sharpe en
tono reflexivo -. En mi larga experiencia he aprendido que un asesino comete
siempre un error por lo menos.
CAPÍTULO XIX
Pero esto es
estupendo, amigo mío - dijo Hercules Poirot admirado -. Tan claro... tan
maravillosamente claro.
- Habla como si se
tratara de una sopa - gruñó el inspector -. A usted puede parecerle consomé,
pero para mí sigue siendo todavía un puré espeso...
- Vamos, vamos. Todo
encaja en su lugar correspondiente.
- ¿Incluso esto?
Y como hiciera ante
la señora Hubbard, el inspector Sharpe le mostró los dos cabellos rojos.
La respuesta de
Poirot fue casi igual a la de Sharpe en aquella ocasión.
- Ah... sí - dijo -.
¿Cómo llamaron a eso por la radio? El error deliberado.
Las miradas de los
dos hombres se encontraron.
- Nadie es tan listo
como se cree - continuó Hercules Poirot.
- El inspector Sharpe
se sintió tentado de responder: «¿Ni siquiera Hercules Poirot?», pero se
contuvo.
- Y en cuanto a lo
otro, ¿todo arreglado, amigo mío?
- Sí, el globo se
elevará mañana.
- ¿Irá usted mismo?
- No, yo tengo que
estar en el número veintiséis de la calle Hickory. Cobb estará de guardia.
- Le desearemos buena
suerte.
Y con aire solemne,
Hercules Poirot alzó un vaso que contenía créme de menthe.
El inspector Sharpe
alzó a su vez su vaso de whisky.
- Lo mismo digo.
II
- Saben hacer las
cosas en estos sitios - dijo el sargento Cobb.
Contemplaba admirado
el escaparate de «Sabrina Fair», una demostración del arte del cristal... allí
todos eran verdes y translúcidos como las olas del mar... Sabrina exhibía toda
clase de cosméticos exquisitamente envasados y rodeados de diversos accesorios
femeninos, así como varias muestras de rica bisutería.
El agente detective
Maccrae lanzó un gruñido desaprobador.
- Esto es una
blasfemia. No es Sabrina Fair, sino Milton.
- Bueno, Milton no es
la Biblia, amigo mío.
- No negará que El
Paraíso Perdido trata de Adán y Eva, el Paraíso y todos los diablos del
Infierno, y, si eso no es la Biblia, ¿qué es?
El sargento Cobb no
quiso meterse en controversias y entró decidido en el establecimiento
acompañado del duro policía. En el interior de la concha rosada de «Sabrina
Fair», el sargento y su satélite parecían tan desconcertados como «un toro en
una tienda de porcelana», como dicen vulgarmente los ingleses.
Una criatura
exquisita vestida de rosa salmón se acercó a ellos dando la impresión de que
sus pies apenas rozaban el suelo.
El sargento Cobb le
dijo:
- Buenos días, madame
- y le mostró sus credenciales. La encantadora criatura desapareció como por
encanto, y a poco llegó otra de más edad, pero igualmente encantadora. Parecía
una duquesa con sus cabellos grises azulados, y sus mejillas suaves habían
desterrado las arrugas propias de los años. Sus ojos color acero se fijaron en
los del sargento Cobb.
- Esto es algo
inusitado - les dijo la duquesa con severidad -. Hagan el favor de pasar.
Y les condujo a
través del salón en cuyo centro había una mesa con revistas y periódicos
cuidadosamente ordenados. Junto a las paredes se veían diversos departamentos
separados por cortinajes que albergaban a señoras rubicundas sometidas a los
cuidados de las sacerdotisas vestidas de color rosa.
La duquesa acompañó a
los policías a un despachito reducido donde había un gran escritorio de tapa corredera,
varias sillas, dos sillones y nada que atenuara la fuerte luz del Norte.
- Yo soy la señora
Lucas, propietaria de este establecimiento - dijo -. Mi socia, la señorita
Hobhouse, no está hoy aquí.
- No, madame - dijo
el sargento Cobb, para quien aquello no era una novedad.
- La orden de
registro que traen ustedes me parece improcedente - dijo la señora Lucas -.
Este es el despacho particular de la señorita Hobhouse. Y, sinceramente espero
que no sea necesario... eh... molestar a nuestras clientes en ningún sentido...
- No creo que tenga
que preocuparse por eso - replicó Cobb -. Lo que andamos buscando no es
probable que se encuentre en los salones.
Y aguardó cortésmente
a que ella se retirara. Luego examinó el despacho de Valerie Hobhouse. La
estrecha ventana daba a la parte de atrás de otros establecimientos de Mayfair.
Las paredes estaban pintadas de gris pálido y dos hermosas alfombras persas
cubrían el suelo. Cobb dirigió sus ojos a la pequeña caja fuerte que había en
la pared, y de allí al enorme escritorio.
- No estará en la
caja - exclamó -. Está demasiado a la vista.
.Un cuarto de hora
más tarde, la caja fuerte y los cajones del escritorio ya no tenían secretos
para ellos.
- Esto parece un nido
de monas - dijo Maccrae, que era a la vez pesimista y gruñón.
- Acabamos de empezar
- replicó Cobb.
Y después de vaciar
el contenido de todos los cajones, lo fue ordenando para proceder a su examen.
Al fin lanzó una
exclamación de placer.
- Aquí están, amigo
mío.
Sujetos a la parte
inferior del último cajón con cinta adhesiva había media docena de libritos
azules con letras doradas.
- Pasaportes -
explicó el sargento Cobb - expedidos por el secretario de Asuntos Exteriores de
Su Majestad, que Dios guarde muchos años, así como su confiado corazón.
Maccrae se inclinó
con Interés, mientras Cobb iba abriendo los pasaportes y comparaba las
correspondientes fotografías.
- Apenas parece la
misma mujer, ¿verdad? - exclamó Maccrae.
Los pasaportes
pertenecían a la señora de Silvia, a la señorita Irene French, a la señora Olga
Kohn, a la señorita Ulna Le Mesurier, a la señora Gladys Thomas, y a la
señorita Moira O'Neele. Y todos representaban a una mujer morena que oscilaba
entre los veinticinco y cuarenta años de edad.
- Es el peinado
distinto lo que la distingue - dijo Cobb -. A lo Pompadour, rizado,
liso, con melena de paje, etcétera. Se cambió algo la nariz para hacer de Olga
Kohn, y redondeó sus mejillas para fingirse la señora Thomas. Aquí hay otros
dos... pasaportes extranjeros... Madame Mahmoudi, de Argelia, y Sheila Donovan,
de Irlanda. Debe de tener cuentas corrientes en los Bancos, bajo todos esos
nombres.
- Un poco complicado,
¿no?
- Tenía que serlo,
amigo, Los inspectores siempre andan husmeando y haciendo preguntas
embarazosas. No es difícil hacer dinero pasando género de contrabando; pero sí
ocultarlo cuando se tiene. Apuesto a que ese club de juego de Mayfair fue
abierto por esa joven por la misma razón. El dinero que se gana en el juego es
el único que no pueden confiscar los inspectores de Impuestos sobre las Rentas.
Buena parte del botín debe de estar en Argelia, en los Bancos franceses, y en
Irlanda. Todo este asunto ha sido bien organizado. Y luego, un día, debió
olvidar uno de estos pasaportes en la calle Hickory y la pobre Celia lo vio.
CAPÍTULO XX
Era una idea muy
inteligente, la de la señorita Hobhouse - decía el inspector Sharpe con voz
indulgente, casi paternal.
Y los pasaportes
fueron pasando de mano en mano como las cartas de una baraja.
- Las finanzas son
cosa complicada - continuó -. Hemos tenido buen trabajo yendo de un Banco a
otro. Había cubierto bien su rastro... me refiero a sus cuentas corrientes. Yo
creo que dentro de un par de años hubiera podido marchar al extranjero y vivir
allí tranquilamente de sus ganancias lícitas. No era un contrabando
arriesgado... Brillantes, zafiros, etcétera, que entraban en el país... géneros
robados que sacaban al exterior... y también toda clase de narcóticos. Todo muy
bien organizado. Ella salía al extranjero bajo distintas personalidades, pero
nunca demasiado a menudo, y el verdadero contrabando lo hacía otro sin saberlo.
Tenía agentes en el extranjero que cuidaban de cambiar las mochilas en el
momento preciso. Sí, era una idea inteligente. Y tenemos que agradecer al señor
Poirot que la haya descubierto. También fue muy lista al sugerir los robos
psicológicos a la pobre señorita Austin. Usted se dio cuenta en el acto, ¿no es
cierto, señor Poirot?
Poirot sonrió con
modestia y la señora Hubbard le contempló admirada. La conversación tenía lugar
en el saloncito particular de esta última.
- Su fallo fue la
avaricia - dijo Poirot -. Le tentó el fino brillante del anillo de Patricia
Lane. Fue una tontería por su parte el contar esa historia del cambio del
brillante por un circón, porque dio a entender enseguida que estaba
acostumbrada a manejar piedras preciosas... Sí, eso desde luego me hizo
sospechar de Valerie Hobhouse, aunque estuvo magnífica cuando yo le hablé de
que alguien le había inspirado la idea a Celia, admitiéndolo gustosa de manera
simpática y espontánea.
- ¡Pero asesinar! -
exclamó la señora Hubbard -. Asesinar a sangre fría. Todavía me cuesta creerlo.
El inspector Sharpe
le miró pesaroso.
- Aún no estamos en
posición de poderla acusar del asesinato de Celia Austin - dijo -. Hemos
descubierto que se dedicaba al contrabando, desde luego. De eso no hay duda,
pero acusarla de un asesinato resulta más difícil. El fiscal no ve la manera de
hacerlo. Tuvo motivos y oportunidad, eso sí. Probablemente sabía lo de la
apuesta y que Nigel se hallaba en posesión de la morfina, pero no existen
pruebas de ello, y hay que tener en cuenta otras dos muertes. Pudo haber
envenenado a la señora Nicoletis... pero por otro lado es imposible que matara
a Patricia Lane. En realidad, es la única persona que tiene coartada. Geronimo
asegura que salió de la casa a las seis. No sé si ella le sobornaría...
- No - replicó
Poirot, meneando la cabeza -. Ella no le pagó por decir eso.
- Y tenemos el
testimonio del farmacéutico de la esquina de la calle. La conoce muy bien y
dice que entró en la tienda a las seis y cinco para comprar polvos y aspirina y
luego utilizó el teléfono. Salió de la farmacia a las seis y cuarto y cogió un
taxi en la parada que hay allí.
Poirot se enderezó en
su silla.
- ¡Pero eso... es
magnífico! - exclamó -. ¡Precisamente lo que necesitábamos!
- ¿Qué diablos quiere
decir?
- Me refiero a la
llamada telefónica que hizo desde la cabina de la farmacia.
El inspector Sharpe
le miró exasperado.
- Vamos, señor
Poirot. Atengámonos a los hechos. A las seis y ocho minutos Patricia Lane está
viva y telefoneando a la comisaría desde esta habitación. ¿Está usted de
acuerdo en esto?
- Yo no creo que
telefoneara desde esta habitación.
- Bueno, entonces
desde el vestíbulo.
- Ni tampoco desde
allí.
El inspector Sharpe
suspiró.
- ¿Supongo que no me
negará usted que telefoneó a la comisaría? ¿No pensará que el sargento
detective Nye, Nigel Chapman y yo fuéramos víctimas de una alucinación?
- Desde luego que no.
Existió esa llamada telefónica, pero yo creo que fue hecha desde la cabina de
la farmacia de la esquina.
El inspector Sharpe
quedó boquiabierto.
- ¿Quiere usted decir
que fue Valerie Hobhouse quien telefoneó... y que fingió ser Patricia Lane,
cuando ésta ya estaba muerta?
- Eso es exactamente
lo que quiero decir.
El inspector guardó
silencio unos instantes y luego descargó el puño con fuerza sobre la mesa.
- No lo creo. La
voz... yo mismo la oí...
- Sí; usted oyó una
voz femenina... excitada... sin aliento. Pero usted no conocía lo bastante la
voz de Patricia Lane para asegurar que fuera la suya.
- Tal vez, pero fue
Nigel Chapman quien habló con ella. No ir a decirme que Nigel Chapman también
se engañó. No es fácil imitar una voz por teléfono, o disfrazar la propia.
Nigel Chapman se hubiera dado cuenta de que no era la voz de Pat.
- Sí - dijo Poirot -.
Nigel Chapman lo hubiera sabido... y sabía muy bien que no era Patricia. ¿Quién
iba a saberlo mejor que él, puesto que poco rato antes acababa de matarla
dándole un golpe en la cabeza?
El inspector tardó
unos instantes en recuperar el habla.
- ¿Nigel Chapman?
¿Nigel Chapman? Pero si cuando la encontramos muerta lloró... lloró como un
niño.
- Me atrevo a
decir... - continuó Poirot - que la apreciaba tanto como cualquiera... pero eso
no pudo salvarla... puesto que representaba una amenaza para sus intereses.
Durante todo el tiempo Nigel Chapman ha aparecido como el más sospechoso.
¿Quién poseía una inteligencia brillante para planear un asesinato y la audacia
de llevarlo a cabo? Chapman. ¿Quién era rudo y orgulloso? Nigel Chapman. Tenía
todas las marcas del asesino... la vanidad arrogante, la impiedad y la
temeridad de atraer la atención hacia él de un modo inconcebible... empleando
la tinta verde en una estupenda fanfarronada, y por fin excediéndose por el
estúpido error deliberado de colocar los cabellos de Len Bateson entre los
dedos de Patricia, siendo evidente que Patricia fue atacada por la espalda y
por lo tanto no pudo coger a su asaltante por los cabellos. Los asesinos son
así... llevados por la admiración de su propia inteligencia, confían en su
encanto... porque Nigel tiene encanto... todo el encanto de un niño mimado que
nunca crecerá y que sólo, ve una cosa... ¡Él mismo y lo que quiere!
- Pero, ¿por qué,
señor Poirot? ¿Por qué matar? A Celia Austin, tal vez, pero, ¿por qué a
Patricia Lane?
- Eso - replicó
Poirot - es lo que hemos de averiguar.
CAPÍTULO XXI
Hace mucho tiempo que
no le veo - dijo el anciano señor Endicott a Hercules Poirot mirándole
fijamente -. Ha sido usted muy amable al venir a visitarme.
- No me lo agradezca
demasiado - replicó el detective -. Es que deseo algo.
- Bueno, como bien
sabe, estoy en deuda con usted, puesto que me aclaró aquel desagradable asunto
de Abernathy.
- En realidad me ha
sorprendido encontrarle aquí. Creí que se habría retirado.
El anciano abogado
sonrió. Su nombre era muy conocido y gozaba de excelente reputación.
- Vine especialmente
para ver a un antiguo cliente. Todavía sigo llevando los asuntos de un par de
viejos clientes.
- Sir Arthur Stanley
fue un antiguo amigo y cliente suyo, ¿verdad?
- Sí. He cuidado de
todos sus asuntos legales desde que era joven. Fue un hombre muy inteligente,
Poirot... y con un cerebro excepcional.
- Anunciaron su
muerte ayer a las seis, cuando radian las noticias.
- Sí. El funeral será
el viernes. Llevaba enfermo algún tiempo... tenía un tumor maligno, según creo.
- ¿Y lady Stanley
falleció años atrás?
Los ojos inteligentes
del abogado miraron, curiosos, a Hercules Poirot.
- ¿De qué murió?
El abogado replicó en
el acto:
- Por haber ingerido
una dosis excesiva de soporífero. Creo que de veronal.
- ¿Se abrió una
investigación?
- Sí. Y el veredicto
fue que lo tomó accidentalmente.
- ¿Y fue así?
El señor Endicott
guardó silencio unos instantes.
- No quiero
molestarle - dijo -. Y no tengo la menor duda de que tendrá usted sus razones
para preguntarlo. Tengo entendido que el veronal es una droga muy peligrosa, ya
que no existe gran margen entre una dosis efectiva y otra mortal. Si el enfermo
se olvida de que ya ha tomado una dosis y toma otra... bueno, el resultado
puede ser fatal e inevitable.
Poirot asintió.
- ¿Y eso es lo que
ocurrió?
- Es de suponer. No
hubo el menor indicio de que pudiera tratarse de un suicidio ni ella tenía
tendencias suicidas.
- ¿Y no se insinuó...
otra cosa?
De nuevo Poirot
percibió aquella mirada inquisidora.
- Su esposo declaró.
- ¿Y qué dijo?
- Puso de relieve que
algunas veces ella se confundía después de tomar la dosis y pedía otra.
- ¿Mentía?
- Vaya, Poirot, qué
pregunta tan atroz. ¿Por qué supone usted que yo voy a saberlo?
Poirot sonrió. Aquel
intento de mostrarse ofendido no le engañaba.
- Insinúo
sencillamente lo que usted sabe muy bien, amigo mío. Pero de momento no voy a
violentarle preguntándole lo que sabe. En vez de eso le pediré su opinión. La
opinión de un hombre acerca de otro. ¿Arthur Stanley era de esos hombres
capaces de deshacerse de su esposa si hubiese deseado casarse con otra?
El señor Endicott dio
un respingo como si le hubieran golpeado con un látigo.
- Esto es absurdo -
replicó indignado -. Completamente absurdo. Y no había otra mujer. Stanley fue
siempre fiel a su esposa.
- Sí - repuso Poirot
-. Eso es lo que yo pensaba. Y ahora... pasaré a exponerle el motivo de mi
visita. Usted es el abogado que redactó el testamento de Arthur Stanley.
Y tal vez sea además
su albacea.
- Lo soy.
- Arthur Stanley
tenía un hijo... y este hijo se peleó con él cuando la muerte de su madre y se
marchó de su casa. Incluso llegó hasta el extremo de cambiarse el nombre.
- Eso, hasta este
momento, lo ignoraba. ¿Cómo se hace llamar ahora?
- Ya llegaremos a
eso. Antes voy a hacerle una sugerencia. Si estoy en lo cierto tal vez usted lo
admita. Arthur Stanley le dejó a usted una carta sellada para que después de,
su muerte fuera abierta en ciertas condiciones.
- ¡La verdad, señor
Poirot! En la Edad Media sin duda le hubieran quemado en la hoguera. ¡Cómo es
posible que sepa tantas cosas!
- Entonces, ¿estoy en
lo cierto? Yo creo que en esta carta se ofrecen dos alternativas... destruir su
contenido... o emprender cierta acción.
Hizo una pausa y el
abogado no habló.
- ¡Bon Dieu! -
dijo Poirot alarmado -. No habrá usted destruido ya...
Se interrumpió con un
suspiro de alivio al ver que el señor Endicott negaba con la cabeza.
- Nunca obramos con
precipitación - dijo en tono de reproche -. Tengo que hacer muchas
averiguaciones... para quedar plenamente satisfecho... - Hizo una pausa -. Este
asunto - dijo en tono severo - es altamente confidencial... Incluso para usted,
Poirot...
- ¿Y si yo le
ofreciera un buen motivo para que hablase sin temores?
- Allá usted. Yo no
concibo que sepa usted nada del asunto que estamos discutiendo.
- Yo no lo sé... por
eso trato de adivinarlo. Si lo que imagino es cierto...
- Es muy probable que
acierte - replicó el señor Endicott alzando una mano.
Poirot aspiró con
fuerza.
- Muy bien. Yo
imagino que sus instrucciones fueron las siguientes: muerto sir Arthur, usted
debía buscar a su hijo Nigel para cerciorarse de que vivía, de cómo vivía, y si
estaba o no asociado a alguna actividad criminal.
Esta vez la calma del
señor Endicott sufrió un rudo sobresalto, que le hizo lanzar una exclamación
ahogada.
- Puesto que parece
tener pleno conocimiento de los hechos, voy a decirle lo que desea saber. Me
refiero que habrá tropezado con el joven Nigel durante el curso de sus actividades
profesionales. ¿Qué es lo que ha estado haciendo ahora ese diablo?
- Yo creo que la
historia es la siguiente. Después de abandonar su casa cambió de nombre
diciendo a todo el mundo que tenía que hacerlo para cumplir la condición de un
testamento. Luego se unió a algunas personas que dirigían una banda de
contrabandistas... de drogas y joyas. Creo que debido a su intervención la
banda adquirió su forma final... inteligente, en la que se utilizaba a
estudiantes inocentes y bona fide. Todo iba dirigido por dos personas:
Nigel Chapman, como se llama ahora, y una joven llamada Valerie Hobhouse,
quien,, según creo, le introdujo en el negocio del contrabando. Era un plan
particular y trabajaban sobre una comisión base... pero inmensamente
provechosa. Los géneros tenían que ser de tamaño reducido, pero las piedras
preciosas que valen miles de libras ocupan muy poco espacio, así como los
narcóticos. Todo fue bien hasta que ocurrió una de esas casualidades
imprevistas. Un policía fue en cierta ocasión a una Residencia para investigar
acerca de un asesinato cometido cerca de Cambridge. Yo creo que usted conoce la
razón de por qué le produjo tanto pánico a Nigel la noticia... pensó que le
buscaban a él, y quitó algunas bombillas para que la luz fuera escasa y también,
presa de pánico, llevó una mochila al patio posterior y luego de hacerla trizas
la arrojó detrás de la caldera de la calefacción, por temor a que hubieran
encontrado huellas de las drogas que contuviera su doble fondo. Su temor era
infundado... ya que la policía se limitó a hacer varias preguntas acerca de un
estudiante euroasiático; pero una de las jóvenes se había asomado al balcón por
casualidad y le vio destruir la mochila. Aquello no representó de momento su
sentencia de muerte. En vez de eso se organizó un plan de inteligencia y se la
indujo a realizar algunas acciones tontas que habrían de colocarla en una
posición odiosa... pero llegaron
demasiado lejos. Me avisaron a mí, y yo les aconsejé que dieran parte a la
policía. La joven perdió la cabeza y confesó... es decir... confesó las cosas
que ella había hecho, pero creo que fue a ver a Nigel apremiándole para que
confesara lo de la mochila y el haber vertido la tinta sobre los apuntes de
otro compañero estudiante. Ni el joven Nigel ni su cómplice deseaban que se
fijara la atención en la mochila... ya que su plan de campaña quedaría
arruinado. Además, Celia, la muchacha en cuestión, tenía otros conocimientos
peligrosos que reveló la noche que yo cené allí. Ella sabía quién era Nigel
Chapman en realidad.
- Pero seguramente...
- el señor Endicott frunció el entrecejo.
- Nigel se había
trasladado de un mundo a otro. Los antiguos amigos que encontrase podrían saber
que ahora se hacía llamar Chapman, pero ignoraban sus actividades. En la
residencia nadie sabía que su verdadero nombre era Stanley... pero de pronto
Celia reveló que le conocía bajo sus dos aspectos. Sabía también que Valerie
Hobhouse había marchado al extranjero con pasaporte falso, por lo menos en una
ocasión. En resumen: sabía demasiado. La noche siguiente salió para reunirse
con él fuera de la Residencia, y Nigel le hizo beber un café en el que había
morfina. Celia murió mientras dormía, y él lo arregló todo para que pareciese
suicidio.
El señor Endicott se
removió inquieto; una expresión de profundo pesar iba apareciendo en su rostro
en tanto murmuraba algo entre dientes.
- Pero ése no fue el
final - siguió diciendo Poirot -. La mujer que era propietaria de la cadena de
residencias y clubes para estudiantes falleció poco después en circunstancias
sospechosas y luego, finalmente, se cometió el crimen más cruel e inhumano.
Patricia Lane, una joven que adoraba a Nigel y a quien él apreciaba realmente,
quiso entrometerse en sus asuntos, y además insistió en que debía reconciliarse
con su padre antes de que éste muriese. Nigel le contó una sarta de mentiras,
pero comprendió que su obstinación podía impulsarla a escribir una segunda
carta, a pesar de haber destruido la primera. Y yo creo, amigo mío, que usted
podrá decirme por qué, desde su punto de vista, aquello hubiera sido algo
fatal.
El señor Endicott se
puso en pie, y atravesando la habitación, se dirigió a la caja fuerte, y
después de abrirla extrajo de su interior un sobre largo cuyo sello de lacre
rojo habla sido ya roto. Contenía dos documentos que puso ante Poirot.
“Apreciado Endicott:
Usted abrirá esta carta después de mi muerte. Deseo que busque a mi hijo Nigel
y averigüe si ha sido culpable de algún acto delictivo. Los hechos que voy a
contarle sólo yo los conozco. Nigel siempre ha tenido. un carácter indomable, y
en dos ocasiones falsificó mi firma en un cheque. Las dos veces yo reconocí la
firma como mía, pero advirtiéndole que no volviera a hacerlo. En la tercera
ocasión fue el nombre de su madre el que falsificó, y le acusó de ello.
Yo le supliqué que
guardara silencio y se negó. Estuvimos discutiendo y ella se mostró dispuesta a
denunciarle. Fue entonces cuando al administrarle el somnífero Nigel te dio una
dosis excesiva. Sin embargo, antes de que produjera efecto, ella estuvo en mi
habitación y me contó lo que ocurría. Cuando a la mañana siguiente la
encontraron muerta, supe quién habla sido. Yo le acusé, diciéndole que estaba
dispuesto a contárselo todo a la policía y estuvo suplicándome con
desesperación. ¿Qué podía hacer, Endicott? No puedo hacerme ilusiones con mi
hijo, sé cómo es, un ser peligroso, sin conciencia ni piedad. No había razón
para salvarle, pero fue el pensar en mi adorada esposa lo que me contuvo.
¿Hubiera querido que se hiciera justicia? Creí conocer la respuesta... ella
hubiera querido salvar a su hijo de la horca. Había protestado, como yo, de que
falsificara nuestra firma, pero aquello era otra cosa. Siempre he creído que el
que mata una vez, será siempre un asesino, y era probable que hubiese nuevas
víctimas. Hice un trato con mi hijo; ignoro si actué bien o mal, eso no lo sé.
Él escribió la confesión de su crimen, y la guardé. Le obligué a abandonar mi
casa y a crearse una vida nueva por sus propios medios. Iba a darle una segunda
oportunidad. El dinero que perteneció a su madre pasaría a sus manos
automáticamente, había recibido una buena educación y estaba en situación de
hacer el bien.
Pero... si quedaba
convicto de cualquier actividad criminal entregaría a la policía su confesión,
y me salvaguardé explicándole que mi propia muerte no solucionaría el problema.
Usted es mi mejor
amigo y sobre sus hombros coloco esta carta, y se lo pido en nombre de una
muerta que también fue amiga suya. Busque a Nigel. Si sus informes son buenos
destruya esta carta y la confesión que va incluida en ella. Si no... que se
haga justicia.
Su afectísimo amigo,
ARTHUR
STANLEY”
- ¡Ah! - Poirot
exhaló un profundo suspiro.
Y desdobló el otro
papel.
“Por la presente
confieso que yo asesiné a mi madre administrándole una dosis excesiva de
veronal el
dieciocho de
noviembre de mil novecientos cincuenta...
NIGEL
STANLEY”
CAPÍTULO XXII
Usted comprende
perfectamente su posición, señorita Hobhouse. Ya la he advertido...
Valerie Hobhouse le
atajó.
- Sé lo que hago. Usted
ya me ha advertido que lo que diga puede ser utilizado en contra mía. Estoy
preparada para ello. Ustedes me han detenido acusada de contrabandista. No
tengo la menor esperanza. Eso representa muchos años de cárcel. Pero eso otro
significa que seré acusada como cómplice de un asesinato.
- Si se presta a
declarar, eso puede ayudarla, pero yo no puedo prometerle nada.
- No creo que me
importe. Igualmente terminaré languideciendo años y años en la cárcel. Deseo
hacer mi declaración. Tal vez sea lo que usted llama cómplice, pero no una
asesina. Nunca tuve intención de matar ni lo deseé siquiera. No soy tan tonta.
Lo que quiero es que quede el caso bien claro contra Nigel.
»Celia sabía
demasiado, pero yo hubiera podido arreglarlo de algún modo. Nigel no me dio tiempo.
La citó y le dijo que iba a confesar lo de la mochila y la tinta, y aprovechó
para echar la morfina en su taza de café. Se había apoderado de la carta que
ella escribiera a la señora Hubbard y arrancó la frase que sirvió para simular
el "suicidio". Luego puso el papel y el frasco de morfina vacío (que
retuvo después de fingir que lo había tirado) junto a la cama. Ahora comprendo
que había estado planeando el crimen durante algún tiempo. Luego vino a decirme
que lo había hecho, y por mi propio bien tuve que ponerme a su lado.
»Lo mismo debió
ocurrir con la señora Nick. Descubrió que bebía, que ya no era de fiar... y se
las arregló para encontrarla fuera de la casa y envenenarla. Él me lo negó...
pero yo sé que eso es lo que hizo. Luego vino Pat. Nigel subió a mi habitación
para contarme lo que había ocurrido y decirme lo que debía hacer... para que
los dos tuviéramos una coartada perfecta. Yo entonces estaba ya atrapada en su
red, sin escape posible... supongo que si ustedes no me hubieran cogido hubiese
marchado al extranjero... a cualquier parte, para empezar una nueva vida, pero
me detuvieron... y ahora sólo me importa una cosa... asegurarme que ese diablo
cruel y sonriente sea ahorcado.
El inspector Sharpe
exhaló un profundo suspiro. Todo aquello era muy satisfactorio y representaba
una gran suerte, pero seguía interesado.
El agente que tomaba
nota de todo humedeció el lápiz.
- Le aseguro que no
lo entiendo del todo - empezó a decir Sharpe, pero ella le cortó enseguida.
- No es necesario que
lo entienda. Tengo mis razones.
Hercules Poirot
intervino con su cortesía habitual.
- ¿La señora
Nicoletis... ? - preguntó. - Era su madre, ¿no es cierto?
- Si - dijo Valerie
Hobhouse -. Era mi madre...
CAPÍTULO XXIII
- No lo entiendo -
decía Akibombo en tono de queja.
Y miró ansiosamente
de una cabeza roja a la otra.
Sally Finch y Len
Bateson sostenían una conversación que Akibombo, apenas podía seguir.
- ¿Tú crees que Nigel
quería que sospecharan de mí o de ti? - preguntó Sally.
- De cualquiera de
los dos - replicó Len -. En realidad, creo que cogió los cabellos de mi
cepillo.
- Yo no lo entiendo,
por favor - dijo Akibombo -. ¿Entonces fue el señor Nigel quien saltó por el
balcón?
- Nigel salta como un
gato. Yo no hubiera podido saltar ese espacio. Peso demasiado...
- Quiero pedirle
disculpas humildemente por mis injustificadas sospechas.
- No tiene
importancia - replicó Len.
- En realidad nos ha
ayudado mucho - dijo Sally. Con tanto pensar... sobre el ácido bórico.
El rostro de Akibombo
se iluminó.
- Tendríamos que
haber pensado desde el principio - dijo Len - que Nigel era un tipo
desequilibrado y...
- Oh, por amor de
Dios... hablas como Colin. Con franqueza, Nigel siempre me ponía nerviosa... y
al fin sé por qué. ¿Te das cuenta, Len, que si el pobre sir Arthur Stanley no
hubiera sido tan sentimental y hubiese entregado a Nigel a la policía, hoy en
día habría tres personas más con vida? Es una cosa muy seria.
- No obstante, uno se
hace cargo de sus sentimientos...
- Por favor, señorita
Sally.
- Dime, Akibombo...
- Si encuentra a mi
profesor en la fiesta universitaria de esta noche, ¿le dirá usted, por favor,
que he demostrado saber pensar? Mi profesor dice siempre que tengo una
mentalidad muy lenta.
- Se lo diré -
prometió Sally.
Len Bateson era la
imagen viva de la tristeza.
- Dentro de una
semana estarás de regreso en América - dijo.
Hubo un silencio
momentáneo.
- Volveré aquí -
repuso Sally. O tú puedes ir a estudiar un curso allí.
Después se volvió
hacia el otro muchacho.
- Akibombo - le dijo
-, ¿te asustaría ser padrino de boda algún día?
- ¿Qué es ser padrino
de boda, por favor?
- Pues el novio, por
ejemplo, te da un anillo para que se lo guardes, y os vais los dos a la iglesia
muy elegantes, y en el momento preciso te pide que se lo devuelvas y tú se lo
das para que me lo ponga a mí en el dedo mientras el órgano toca la marcha
nupcial y todo el mundo llora. Eso es ser padrino.
- ¿Quiere decir que
usted y el señor Len van a casarse?
- Eso mismo. A menos
que a Len no le agrade la idea.
- ¡Sally! Pero tú no
sabes que mi padre...
- ¿Y eso qué más da?
Claro que lo sé. Que tu padre está loco. Bueno, así son muchísimos padres.
- No es un tipo de
manía hereditaria. Puedo asegurártelo, Sally... si tú supieras lo desesperado e
infeliz que me he sentido por temor a que no me quisieras...
- Tenía una
ligerísima sospecha.
- En África - dijo
Akibombo - y en la Antigüedad, antes de que llegara la Era atómica y los
descubrimientos científicos, las costumbres matrimoniales eran muy curiosas e
interesantes. Les contaré...
- Será mejor que no
lo hagas - replicó Sally -. Tengo idea de que nos harían enrojecer, y cuando se
es pelirrojo como Len y como yo, se nota mucho.
II
Hercules Poirot firmó
la última carta que la señorita Lemon había puesto ante él.
- Très bien -
dijo en tono grave -. Ni una sola equivocación.
La señorita Lemon
pareció ligeramente molesta.
- ¿Observa usted con
frecuencia equivocaciones?
- No, pero ha
ocurrido una vez. A propósito, ¿cómo está su hermana?
- Está pensando
realizar un crucero por las capitales del Norte, señor Poirot.
- ¡Ah! - exclamó el
detective.
Se preguntaba... ¿Tal
vez? ¿Un crucero... ? Pero él no se atrevía a emprender un viaje por mar... por
nada de este mundo...
- ¿Decía usted algo,
señor Poirot? - preguntó su secretaria.
-
Nada, señorita - contestó el detective.
F I N
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