AGATHA CHRISTIE - ASESINATO EN MESOPOTAMIA (PARTE 1)





La sección de lectura a Agatha Christie continua. En esta ocasión leemos "Asesinato en Mesopotamia" sin rodeos, empecemos.








GUÍA DEL LECTOR
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales
personajes que intervienen en esta obra
BOSNER (Frederick): Primer esposo de la señora Leidner.
BOSNER (William): Joven hermano del anterior.
CAREY (Richard): Joven arquitecto y miembro de una expedición arqueológica.
COLEMAN (Bill): Joven arqueólogo y miembro también de dicha expedición.
EMMOTT (David): Joven americano, auxiliar de la expedición.
JOHNSON (Anne): Soltera, agregada a las citadas tareas arqueológicas.
KELSEY (John): Comandante del ejército inglés.
KELSEY (Mary): Esposa del comandante Kelsey.
LAVIGNY (Padre): Fraile francés, de la orden de los Padres Blancos.
LEATHERAN (Amy): Enfermera de la señora Leidner, narradora y protagonista de
esta novela.
LEIDNER (Eric): Arqueólogo, director de la expedición arqueológica a
Mesopotamia.
LEIDNER (Louise): Esposa de Eric Leidner.
MAITLAND: Capitán de la policía iraquí.
MERCADO (Joseph): Otro componente de la expedición citada.
MERCADO (Marie): Esposa de Joseph Mercado.
POIROT (Hércules): Famoso detective, alma de esta obra.
REITER (Carl): Integrante de la expedición arqueológica, encargado de la
fotografía.
REILLY: Médico cirujano, residente en un lugar cercano a Bagdad.
REILLY (Sheila): Hija del doctor Reilly.



PRÓLOGO
por el doctor Giles Reilly
Los hechos cuya crónica se incluye en esta narración ocurrieron hace unos cuatro
años. Determinadas circunstancias han hecho necesario, en mi opinión, que se hiciera
público un relato íntegro de los mismos. Han corrido por ahí rumores absurdos y
ridículos diciendo que se habían suprimido pruebas importantes para el caso y otras
sandeces de este orden. Tales falsas interpretaciones han aparecido, principalmente,
en la prensa americana.
Por razones obvias no era aconsejable que dicho relato saliera de la pluma de uno
de los que componían aquella expedición arqueológica, ya que era natural suponer que
tuviera ciertos prejuicios sobre la cuestión. En consecuencia, sugerí a la señorita Amy
Leatheran que se encargara de aquel trabajo, pues era la persona, a mi juicio, más
indicada para ello. Su categoría profesional era inmejorable; no se sentía ligada por
ningún contacto previo con la expedición al Irak que organizó la Universidad de
Pittstow y, además, era una testigo observadora e inteligente.
No fue tarea fácil convencer a la señorita Leatheran.
He de confesar que persuadirla fue una de las dificultades más arduas con que he
tropezado a lo largo de mi carrera. Y hasta cuando tuvo terminado el trabajo demostró
una curiosa resistencia a dejarme leer el manuscrito. Descubrí luego que ello era
debido, en parte, a ciertas observaciones críticas que había hecho relacionadas con mi
hija Sheila. Me apresuré a desechar sus temores al asegurarle que ya que los hijos se
atrevían en la actualidad a criticar abiertamente a sus padres, en letra de molde, los
padres no podían por menos que estar encantados cuando veían a sus retoños
compartir el vapuleo de la crítica ajena. Puso otra objeción, basada en una modestia
extrema acerca de su estilo literario. Expresó el deseo de que yo "cuidara de pulirle un
poco la sintaxis".
Después no me atreví a enmendarle ni una sola expresión. El estilo de la señorita
Leatheran es vigoroso, personal y enteramente adaptado a lo que relata. Si en algún
caso llama a Poirot, "Poirot" a secas, y en el siguiente párrafo lo trata de "señor
Poirot", la variación resulta interesante y sugestiva. Hay momentos en que, por decirlo
así, "recuerda sus maneras profesionales", y ya se sabe que las enfermeras son
defensoras acérrimas de la etiqueta. Mas, sin embargo, en otros ratos su interés por lo
que está contando es el de un simple ser humano; se olvida entonces por completo de la
cofia y de los puños almidonados.
La única libertad que me he tomado ha sido escribir el primer capítulo con la ayuda
de una carta que me facilitó amablemente una amiga de la señorita Leatheran. Lo hice
a manera de portada; como un bosquejo algo tosco de la personalidad de la narradora.
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Dedicado a mis muchos amigos arqueólogos en Irak y Siria
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CAPÍTULO PRIMERO
Pórtico
En el vestíbulo del Hotel Tigris Palace, de Bagdad, una enfermera estaba
escribiendo una carta. Su pluma corría velozmente sobre el papel.
"... Bueno; creo que esto es, en resumen, todo lo que
tengo que contarte. Confieso que no está mal viajar y
ver un poco de mundo, aunque para mí no hay nada
como Inglaterra. No puedes imaginarte la "suciedad" y
la "confusión" que reina aquí en Bagdad. No tiene nada
de romántico, como pudieras suponer al leer Las mil y
una noches. Las orillas del río son bonitas, desde luego;
pero la ciudad es horrorosa. No hay ni una tienda que
pueda considerarse como tal. El mayor Kelsey me llevó
a dar una vuelta por los bazares, y no niego que son
curiosos. Pero en ellos no hay más que cachivaches y un
estruendo terrible, producido por los repujadores de
cobre, que ocasiona a cualquiera un dolor de cabeza
insoportable. Ya sabes que no me gusta usar utensilios
de cobre, a no ser que me asegure de que están
completamente limpios. Hay que tener mucho cuidado
con el cardenillo.
Ya te escribiré y te diré si resulta algo definitivo del
trabajo del que me habló el doctor Reilly. Me han dicho
que ese caballero americano se encuentra ahora en
Bagdad y tal vez venga a verme esta tarde. Se trata de
su mujer. El doctor Reilly dice que "tiene fantasías". No
añadió más, pero ya sabes lo que, por regla general,
significa eso. Espero que no sea algo grave. Como te iba
contando, el doctor Reilly no añadió nada más, pero me
miró de una forma... bueno, ya sabes a qué me refiero.
El doctor Leidner es arqueólogo y está haciendo unas
excavaciones en el desierto por encargo de un museo
americano.
"Bueno, querida, termino aquí. Creo que lo que me
has contado acerca de la pequeña Stubbins es
"corrosivo". ¿Qué dice la directora?
"Nada más por ahora.
"Tuya siempre,
Amy Leatheran
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Metió la carta en un sobre y lo dirigió a la Hermana Curshaw, Hospital de San
Cristóbal, Londres. Estaba cerrando la estilográfica cuando se le acercó un botones.
- Un caballero, el doctor Leidner, desea verla.
La enfermera Leatheran se volvió y vio ante ella a un hombre de mediana estatura,
cargado ligeramente de hombros; tenía barba de color castaño y ojos de expresión
dulce y cansada.
El doctor Leidner, por su parte, contempló a una mujer de unos treinta y cinco años,
de aspecto erguido y confiado. Su cara reflejaba un carácter agradable; sus ojos eran
dulces y saltones, y poseía una lustrosa cabellera de color castaño. Tenía el aspecto,
según pensó él, que justamente ha de presentar una enfermera que deba encargarse
de un caso nervioso: alegre, robusta, perspicaz y práctica.
La enfermera Leatheran serviría para el caso.
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CAPÍTULO II
Amy Leatheran se presenta
No pretendo ser escritora ni conocer los secretos de la literatura. Hago esto
simplemente porque el doctor Reilly me lo rogó, y es cosa sabida que cuando el doctor
Reilly te pide que hagas alguna cosa, no hay manera de rehusar.
- Pero, doctor - le dije -; no soy escritora ni entiendo nada de eso.
- Tonterías - replicó él -. Hágase la cuenta de que está redactando las notas de un
caso clínico.
No cabe duda de que tenía razón.
El doctor Reilly prosiguió diciéndome que era necesario que se publicara un relato
llano y simple del asunto ocurrido en Tell Yarimjah.
- Si lo tuviera que escribir alguno de los que intervinieron en él no convencería a
nadie. Dirían que tenía prejuicios por unos o por otros.
Y aquello, por cierto, también era verdad. Aunque yo estuve allí, podía
considerarme como una extraña a la cuestión planteada.
- ¿Y por qué no lo escribe usted mismo, doctor? - pregunté.
- No estaba presente cuando sucedió y usted sí. Además - añadió dando un suspiro -,
mi hija no me dejaría.
La forma en que se dejaba dominar por aquella chiquilla era algo verdaderamente
vergonzoso. Estaba a punto de decírselo así, cuando vi una expresión maliciosa en sus
ojos. Eso es lo malo del doctor Reilly. Nunca se sabe si está bromeando o qué. Siempre
dice las cosas con el mismo tono lento y melancólico; pero la mitad de las veces se nota
en sus palabras cierta ironía.
- Bueno - dije sin mucha confianza -. Supongo que podré llevarlo a cabo.
- Claro que podrá.
- Lo que no sé es cómo empezar.
- Para eso existen buenos precedentes. Empiece por el principio y siga adelante
hasta el final.
- Ni siquiera sé con seguridad dónde y cómo empezó - repliqué.
- Créame, enfermera, la dificultad de empezar no va a ser nada comparada con la de
saber cuándo terminar. Al menos eso es lo que me sucede cuando tengo que pronunciar
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una conferencia. Alguien tiene que tirarme del faldón del frac para hacerme descender
a la fuerza de la tribuna.
- ¿Está usted bromeando, doctor?
- No puedo hablarle más en serio. Y bien, ¿qué me dice?
Otra cosa me preocupaba. Después de vacilar unos momentos, dije:
- Ver usted, doctor. Temo que algunas veces... mis comentarios sean demasiado
"personales".
- ¡Pero, por Dios, mujer! ¡Cuanto más "personales" sean, mucho mejor! Es una
historia sobre seres humanos, no sobre maniquíes. Personalice, muestre sus
preferencias, sea chismosa, ¡lo que usted guste! Escríbalo a su manera. Siempre
estaremos a tiempo de eliminar los pasajes difamatorios antes de publicarlo. Adelante.
Es usted una mujer sensata y estoy seguro de que nos proporcionará un relato fiel del
asunto.
Así quedó la cosa, y le prometí que me esmeraría en hacerlo.
Supongo que deberé decir algo acerca de mí. Tengo treinta y dos años, y me llamo
Amy Leatheran. Realicé mi aprendizaje en el hospital de San Cristóbal y luego hice
dos años de prácticas como comadrona. Trabajé también particularmente y estuve
cuatro años en la Casa de Maternidad de la señorita Bendix, en Devonshire Place. Fui
a Irak acompañando a una señora llamada Kelsey. Cuidé de ella cuando nació su hija.
Debía trasladarme a Bagdad con su marido y ya tenía contratada a una niñera que
servía desde hacía dos años a unos amigos que residían en aquella ciudad. Los hijos de
dichos amigos regresaban a Inglaterra para estudiar y la niñera había convenido con
la señora Kelsey que entraría a su servicio cuando los chicos se marcharan. La señora
Kelsey estaba algo delicada y le preocupaba hacer el viaje con una niña de tan corta
edad. Así es que su marido arregló el asunto para que yo la acompañara y cuidara de
ella y de la niña. Me pagarían el viaje de vuelta, caso de que no encontrara a nadie que
necesitara los servicios de una enfermera para hacer el viaje de retorno a Inglaterra.
No creo que sea necesario describir a los Kelsey. La pequeña era una preciosidad de
criatura y la señora tenía un carácter muy agradable, aunque era de las que se
inquietan por todo. Disfruté mucho durante el viaje. Nunca había hecho una travesía
tan larga por mar.
El doctor Reilly venía en el mismo barco. Era un hombre de cabellos negros y cara
estirada, que decía las cosas más divertidas con una voz baja y lúgubre. Creo que le
gustaba tomarme el pelo y tenía la costumbre de contarme cosas absurdas para ver si
me las tragaba. Tenía un destino de cirujano en un lugar llamado Hassanieh a un día
y medio de viaje desde Bagdad.
Hacía cerca de una semana que me encontraba en dicha ciudad, cuando lo encontré
y me preguntó si dejaba ya a los Kelsey. Le repliqué que era curioso que me dijera
aquello, pues se daba el caso de que lo hijos de los Wright, los amigos de los Kelsey a
que antes me referí, volvían a Inglaterra antes de la fecha prevista y su niñera
quedaba libre.
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Me confesó entonces que se había enterado de la marcha de los Wright, y que por
eso me lo había preguntado.
- En resumen, enfermera, posiblemente le pueda ofrecer un empleo.
- ¿Algún caso?
Torció el gesto como si considerara la pregunta.
- No puedo calificarlo así. Sólo se trata de una señora que tiene... digamos...
"fantasías".
- ¡Oh! - exclamé.
Por lo general, una sabe perfectamente qué significa tal cosa... bebida o drogas.
El doctor Reilly no fue más allá en sus explicaciones.
- Sí - dijo -. Se trata de la señora Leidner. Es la esposa de un americano, o mejor
dicho, de un suecoamericano que dirige unas grandes excavaciones por cuenta de una
universidad de su país.
Y me explicó que la expedición estaba excavando en el lugar que había ocupado una
gran ciudad asiria; algo así como Nínive. La casa en que vivían los que componían la
expedición no estaba en realidad muy lejos de Hassanieh, pero se hallaba en un
descampado y al doctor Leidner hacía tiempo que le preocupaba la salud de su esposa.
- No es muy explícito acerca de ello, pero parece que la señora tiene repetidos
accesos de terror nervioso.
- ¿Se queda sola con los indígenas durante todo el día? - pregunté.
- No. Los de la expedición son muchos. Siete u ocho. No creo que se quede nunca
sola en la casa. Pero, por lo visto, no hay duda de que ella se está agotando y de que ha
llegado a un extraño estado de ánimo. Leidner lleva sobre sí toda responsabilidad del
trabajo y, además, como está muy enamorado de su mujer, le preocupa el estado en
que ella se encuentra. Opina que estaría mucho más tranquilo si supiera que una
persona responsable y con experiencia está a su cuidado.
- ¿Y qué dice la propia señora Leidner?
El doctor Reilly contestó con acento grave.
- La señora Leidner es una persona encantadora. Raramente persiste en una
opinión durante más de dos días consecutivos. Pero, en términos generales, no le
desagrada la idea de su marido. Es una mujer extraña. Es afectada en extremo y,
según creo, una mentirosa empedernida; pero Leidner parece estar convencido de que
alguna cosa la ha asustado terriblemente.
- ¿Qué le contó ella, doctor?
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- No fue ella quien vino a verme. No le agrado... por varias razones. Fue Leidner
quien me propuso el plan. Bien, enfermera, ¿qué le parece la idea? Ver algo del país
antes de volver al suyo. Continuarán las excavaciones durante otros dos meses. Y es
un trabajo interesante.
Después de unos instantes de vacilación, durante los cuales le di vueltas al asunto,
contesté:
- Bueno. Creo que puedo probar.
- Espléndido - dijo el doctor Reilly, levantándose -. Leidner está ahora en Bagdad.
Le diré que venga y vea de arreglar el asunto con usted.
El doctor Leidner vino al hotel aquella misma tarde. Era un hombre de mediana
edad, de ademanes nerviosos y vacilantes. Se apreciaba en él un fondo benévolo,
amable y un tanto desvalido. Por lo que dijo, parecía estar muy enamorado de su
esposa; pero fue muy poco concreto acerca de lo que le pasaba.
- Verá usted - dijo, manoseándose la barba en una forma que, según pude ver más
tarde, era característica en él -. Mi esposa se encuentra presa de una gran excitación
nerviosa. Estoy... muy preocupado por ella.
- ¿Disfruta de buena salud física? - pregunté.
- Sí, sí. Eso creo. Yo diría que su estado físico no tiene nada que ver con la cuestión.
Pero... bueno... se imagina cosas.
- Qué clase de cosas?
Pero él eludió este punto, murmurando perplejo:
- Se agota por cosas sin importancia. En realidad, no encuentro fundamento alguno
por sus temores.
- ¿Temores de qué, doctor Leidner?
- Pues... tan sólo terror nervioso - respondió.
Apuesto diez contra uno a que se trata de drogas, pensé. Y él no se ha dado cuenta
todavía. A muchos hombres se les pasa por alto una cosa así; y sólo se limitan a
preguntarse las causas de que sus esposas estén tan excitadas y tengan tan
extraordinarios cambios de humor.
Le pregunté si la señora Leidner aprobaba la idea de mis servicios.
Su cara se iluminó.
- Sí. Me sorprendió mucho y al propio tiempo me alegré. Dijo que era una buena
idea y que se sentiría mucho más segura.
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La palabra me chocó. "Segura." Una palabra extraña para usarla en aquella
ocasión. Empecé a figurarme que el caso de la señora Leidner era asunto apropiado
para un alienista.
El hombre prosiguió, con una especie de anhelo juvenil.
- Estoy seguro de que usted se llevará muy bien con ella. Es una mujer
verdaderamente encantadora - sonrió -. Cree que usted le animará muchísimo y lo
mismo he pensado yo al verla. Tiene usted el aspecto, si me permite decirlo así, de
tener una salud espléndida y un gran sentido común. Estoy seguro de que es la
persona apropiada para Louise.
- Bien; podemos probar, doctor Leidner - repliqué yo alegremente -. Espero poder
ser útil a su señora. ¿Tal vez los árabes y la gente de color la ponen nerviosa?
- No, nada de eso - sacudió la cabeza, como si la idea le divirtiera -. A mi mujer le
gustan mucho los árabes; sabe apreciar su sencillez y su sentido del humor. Ésta es la
segunda vez que viene conmigo, pues hace menos de dos años que nos casamos, y
habla ya bastante bien el árabe.
Guardé silencio durante unos momentos y luego hice un nuevo intento.
- ¿Y no puede usted decirme qué es lo que asusta a su esposa, doctor Leidner? -
pregunté.
El hombre vaciló y después respondió lentamente:
- Espero... creo... que se lo dirá ella misma.
Y eso fue todo lo que pude conseguir de él.
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CAPÍTULO III
Habladurías
Se convino en que yo iría a Tell Yarimjah a la semana siguiente.
La señora Kelsey estaba acomodándose en su nueva casa de Alwiyah, y me alegré
de poder ayudarla en algo. Durante aquellos días tuve ocasión de oír una o dos
alusiones a la expedición de Leidner. Un amigo de la señora Kelsey, un joven militar,
frunció los labios sorprendido y exclamó:
- ¡La "adorable" Louise! ¡Así que ésa es la última de las suyas! - se volvió hacia mí -.
Es el apodo que le hemos puesto, enfermera. Siempre se la ha conocido como la
"adorable" Louise.
- ¿Tan guapa es, entonces? - pregunté.
- Eso es valorarla según su propia estimación. ¡Ella cree que lo es!
- No seas vengativo, John - intervino la señora Kelsey -. Ya sabes que no es ella sola
la que piensa así. Mucha gente ha sucumbido a sus encantos.
- Tal vez tengas razón. Sus dientes son un poco largos, pero es atrayente a su
manera.
- A ti también te hace ir de cabeza - comentó la señora Kelsey, riendo.
El militar se sonrojó y admitió, algo avergonzado:
- Bueno, hay algo en ella que atrae. Leidner venera hasta el suelo que ella pisa... y
el resto de la expedición tiene que venerarlo también. Es una cosa que se espera de
ellos.
- ¿Cuántos son en total? - pregunté.
- Muchos y de todas clases y nacionalidades, enfermera - replicó el joven
alegremente -. Un arquitecto inglés, un cura francés, de Cartago, que es el que trabaja
con las inscripciones, las tablillas y cosas parecidas, ya sabe. Luego está la señorita
Johnson. También es inglesa y una especie de remendona de todos los cachivaches que
desentierran. Un hombrecillo regordete que hace las fotografías... es americano. Y los
Mercado. Sólo Dios sabe de qué nacionalidad son... "dagos"* de alguna especie! Ella es
muy joven y de aspecto solapado. ¡Y de qué forma odia a la "adorable" Louise! Después
tenemos a un par de jóvenes que completan el grupo. Forman una colección bastante
rara, pero agradable en su conjunto... ¿no le parece, Pennyman?
* Nombre que sé da en Inglaterra y Estados Unidos a todo extranjero de piel morena. (N. del T.)
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Se dirigió a un hombre de bastante edad, que estaba sentado, mientras hacía dar
vueltas con aire distraído a unas gafas de pinza.
El interpelado pareció sobresaltarse y levantó la mirada.
- Sí... sí... muy agradables. Es decir, considerándolos individualmente. Desde luego,
Mercado parece un pájaro bastante raro...
- Qué barba tan extraña! - comentó la señora Kelsey -. Es una de esas barbas
fláccidas, tan raras... tan singulares...
El mayor Pennyman prosiguió, sin darse cuenta, al parecer, de la interrupción:
- Los dos jóvenes son agradables. El americano es más bien reservado y el inglés
habla en demasía. Es curioso, pues por lo general suele ser al contrario. El propio
Leidner es un hombre modesto y nada engreído. Sí, individualmente son gente
agradable. Pero de cualquier forma, y tal vez sean imaginaciones mías, la última vez
que fui a verlos me dio la impresión de que algo no iba bien entre ellos. No sé qué fue
exactamente... pero nadie parecía ser el mismo. Se notaba cierta tensión en la
atmósfera. Lo explicaré mejor diciendo que se pasaban la mantequilla de unos a otros
con demasiada cortesía.
Sonrojándome ligeramente, pues no me gusta sacar a relucir mis propias opiniones,
dije:
- Cuando la gente se ve obligada a convivir por fuerza durante mucho tiempo,
siempre se resienten los nervios de todos. Lo sé por mi experiencia en el hospital.
- Es verdad - dijo el mayor Kelsey -. Pero la temporada acaba justamente de
empezar y todavía no ha habido tiempo para que se produzca una cosa así.
- El ambiente de una expedición se parece, aunque en pequeño, al que reina entre
nosotros aquí - opinó el mayor Pennyman -. Se forman bandos y salen a relucir
rivalidades y envidias.
- Parece como si este año hubiera llegado gente nueva - dijo el mayor Kelsey.
- Veamos - el joven militar empezó a contar con los dedos -. Coleman y Reiter son
nuevos. Emmott vino el año pasado y los Mercado también. EL padre Lavigny,
asimismo, es la primera vez que viene. Sustituye al doctor Byrd, que este año está
enfermo. Carey, desde luego, es de los veteranos. Ha venido desde que empezó la
excavación, hace cinco años. La señorita Johnson es casi tan veterana como Carey.
- Siempre pensé que se llevaban todos muy bien en Tell Yarimjah - observó el mayor
Kelsey -. Parecía una familia bien avenida, lo cual es realmente sorprendente si se
tiene en cuenta la flaqueza de la naturaleza humana. Estoy seguro de que la
enfermera Leatheran coincide conmigo.
- Pues... es posible que tenga razón. En el hospital he presenciado peleas cuyo
motivo no ha podido ser cosa más nimia que una disputa sobre una tetera.
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- Eso es. Uno tiende a ser mezquino en cualquier comunidad donde haya un
contacto muy directo entre sus componentes - observó el mayor Pennyman -. Pero de
todas formas, creo que debe de haber algo más en este caso. Leidner es un hombre
apacible y modesto, con un destacado sentido diplomático. Siempre se preocupó de que
los de la expedición estuvieran contentos y se llevaran bien unos con otros. Y, sin
embargo, el otro día noté aquella sensación de tirantez.
La señora Kelsey rió.
- ¿Y no se da usted cuenta de la explicación? Pero si salta a la vista...
- ¿Qué quiere decir?
- ¡La señora Leidner, desde luego!
- Vamos, Mary - dijo su marido -. Es una mujer encantadora, de las que no se pelean
con nadie.
- Yo no digo que se pelee. Ella es la causa de las peleas.
- ¿De qué forma? ¿Por qué tiene que serlo?
- ¿Por qué? Pues porque está aburrida. Ella no es arqueólogo, sino la mujer de uno
de ellos. Como le está vedada toda emoción, se preocupa ella misma de tramar su
propio drama. Se divierte haciendo que los demás se enfrenten entre ellos.
- Mary, tú no sabes absolutamente nada. Te lo estás imaginando.
- ¡Claro que me lo imagino! Pero verás cómo tengo razón. La "adorable" Louise no se
parece en nada a Monna Lisa. Tal vez no quiera causar perjuicios, pero prueba a ver
qué pasar .
- Le es fiel a Leidner.
- No digo lo contrario. Ni estoy sugiriendo que existan intrigas vulgares. Pero esa
mujer es una "allumeuse".
- Hay que ver con qué dulzura se califican las mujeres entre sí - comentó el mayor
Kelsey.
- Ya sé. Nos arañamos como si fuéramos gatos. Eso es lo que decís vosotros, los
hombres. Pero nosotras no solemos equivocarnos acerca de nuestro sexo.
- Al fin y al cabo - dijo pensativamente el mayor Pennyman -, aunque suponiendo
que sean verdad todas las poco caritativas conjeturas de la señora Kelsey, no creo que
puedan explicar por completo aquella curiosa sensación de tirantez... aquella tensión
parecida a la que se experimenta antes de una tormenta. Tuve la impresión de que la
tempestad iba a estallar de un momento a otro.
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- No asuste a la enfermera - dijo la señora Kelsey -. Tiene que ir allí dentro de tres
días y es usted capaz de hacerla desistir.
- No se alarme. No me asusta - aseveré, riendo.
Pero a pesar de ello, pensé mucho tiempo en lo que se había dicho en aquella
ocasión. Me acordé de la forma tan peculiar que el doctor Leidner había empleado para
pronunciar la palabra "segura". ¿Era el temor secreto de su esposa, tal vez
desconocido, lo que hacía reaccionar al resto de sus compañeros? ¿O era la propia
tensión o quizá la causa desconocida de ella la que reaccionaba sobre los nervios de la
señora Leidner?
Busqué en un diccionario el significado de la palabra "allumeuse" que había usado
la señora Kelsey, pero no logré entender su sentido.
"Bueno - pensé -. Esperaremos a ver qué pasa."
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CAPÍTULO IV
Llego a Hassanieh
Tres días después salí de Bagdad.
Sentí dejar a la señora Kelsey y a la pequeña, que era un encanto y crecía
espléndidamente, ganando cada semana el número requerido de gramos. El mayor
Kelsey me acompañó a la estación para despedirme. Llegaría a Kirkuk a la mañana
siguiente y allí saldría alguien a esperarme.
Dormí muy mal. Nunca duermo bien cuando viajo en tren y aquella noche soñé
mucho. No obstante, a la mañana siguiente, cuando miré por la ventanilla vi que había
amanecido un día espléndido. Me sentí interesada y curiosa acerca de la gente que iba
a conocer.
Cuando bajé al andén me detuve indecisa, mirando a mi alrededor. Entonces vi a un
joven que se dirigía hacia mí. Tenía una cara redonda y sonrosada. He de confesar que
en mi vida había visto a alguien que se pareciera más a uno de los jóvenes personajes
que crea el señor P. G. Wodehouse en sus libros.
- ¿Hola, hola, hola! - dijo -. ¿Es usted la enfermera Leatheran? Bueno, quiero decir
que debe ser usted... ya me doy cuenta. ¿Ja, ja, ja! Me llamo Coleman. El doctor
Leidner me envió a esperarla. ¿Qué tal se siente? ¡Vaya viajecito! ¿Eh? ¡Si conoceré yo
estos trenes! Bien, ya está aquí... ¿ha desayunado? ¿Es éste su equipaje? Muy modesto,
¿no le parece? La señora Leidner tiene cuatro maletas y un baúl, sin contar una
sombrerera, un almohadón de piel y otras muchas cosas. ¿Estoy hablando demasiado?
Venga.
A la salida de la estación nos esperaba lo que, según me enteré después, se llamaba
"rubia". Sus características participaban un poco de las de una furgoneta, un camión y
un coche de turismo. El señor Coleman me ayudó a subir, explicándome que iría mejor
en el asiento delantero, junto al conductor, donde acusaría menos el traqueteo.
¡Traqueteo! ¡Quedé maravillada de que aquel armatoste no se deshiciera en mil
pedazos! Allí no había nada que se pareciera a una carretera; sólo una especie de
vereda llena de surcos y baches. ¡Vaya con el "glorioso este"! Cuando me acordé de las
espléndidas pistas de Inglaterra, sentí que me invadía la nostalgia.
El señor Coleman se inclinó hacia mí desde el asiento que ocupaba, detrás del mío,
y me gritó junto a la oreja:
- ¡El camino está en muy buenas condiciones! - aulló justamente después de que
habíamos sido lanzados de nuestros asientos, hasta tocar el techo con la cabeza.
Y parecía estar hablando en serio.
- Esto es muy bueno... estimula el hígado - dijo -. Usted debe saberlo, enfermera.
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- Un hígado estimulado va a servirme de poco si me abre la cabeza - observé
acervamente.
- ¡Tenía que haber venido aquí después de una buena lluvia! Los patinazos son
soberbios. La mayor parte del tiempo, el coche va de través.
A esto no respondí.
Al cabo de un rato tuvimos que cruzar un río, lo que hicimos en el transbordador
más estrambótico que darse pueda. El que lográramos pasar me pareció un milagro,
pero los demás, por lo visto, consideraron aquello como la cosa más natural del mundo.
Nos costó casi cuatro horas llegar a Hassanieh. Con gran sorpresa por mi parte, vi
que era una ciudad de amplias proporciones. Desde el otro lado del río, antes de llegar
a ella, presentaba un bonito aspecto; blanco y como arrancada de las páginas de un
libro de cuentos, con sus altos minaretes destacándose contra el cielo. No obstante,
cuando se cruzaba el puente y se entraba en ella, la cosa variaba, el olor era
desagradable; todo estaba desvencijado, ruinoso y el lodo y la porquería reinaban por
doquier.
El señor Coleman me llevó a casa del doctor Reilly, donde, según me dijo, me
esperaban para comer.
El doctor Reilly estuvo tan amable como de costumbre. Su casa tenía un aspecto
atractivo; disponía de un cuarto de aseo y todo estaba limpio y reluciente. Tomé un
baño delicioso y cuando me puse de nuevo el uniforme y bajé a comer, me sentí mucho
mejor.
El almuerzo estaba servido. Entramos en el comedor, mientras el médico excusaba
la ausencia de su hija, que según dijo, siempre llegaba tarde. Acabábamos de tomar un
plato muy bueno de huevos en salsa, cuando entró la joven y el doctor Reilly me la
presentó:
- Enfermera, ésta es mi hija Sheila.
Me estrechó la mano y me dijo que esperaba hubiera tenido un feliz viaje. Luego se
quitó el sombrero, hizo una fría inclinación de cabeza al señor Coleman y tomó asiento.
- Bueno, Bill, ¿cómo van las cosas? - preguntó.
El joven empezó a hablarle acerca de una reunión que debía celebrarse en el club, y
yo, entretanto, me dediqué a estudiarla.
No puedo decir que me gustara mucho. Su forma de pensar, tan fría, no me
complacía. Una muchacha impulsiva y de buena presencia. Tenía el cabello negro y los
ojos azules; una cara pálida y la consabida boca pintada. Su sarcástica forma de hablar
casi llegó a molestarme. En cierta ocasión tuve a mi cargo una gran aprendiza como
ella; una chica que trabajaba bien, lo admito, pero cuyas maneras tenían la virtud de
encolerizarme.
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Me pareció que el señor Coleman estaba algo chalado por ella. Tartamudeaba al
hablar y su conversación se volvió un poco más necia que de costumbre, si es que ello
era posible. Me dio la impresión de ser un perrazo atontado, que movía la cola y
trataba de hacerse el gracioso.
Después del almuerzo el doctor Reilly se fue al hospital. El señor Coleman tenía que
hacer algunas cosas en la ciudad y la señorita Reilly me preguntó si me gustaría dar
una vuelta o prefería quedarme en casa. El señor Coleman, me dijo, volvería a
buscarme dentro de una hora.
- ¿Hay algo que ver por aquí? - inquirí.
- Algunos rincones pintorescos - contestó la señorita Reilly -. Pero no sé si le
gustarán. Están llenos de suciedad.
Por fin me llevó al club, que no estaba del todo mal. Daba vista al río y allí encontré
varios periódicos y revistas.
Cuando regresamos a casa no había llegado todavía el señor Coleman. Nos
sentamos y charlamos un rato. No fue cosa agradable.
La joven me preguntó si conocía yo a la señora Leidner.
- No. Sólo conozco a su marido - contesté.
- ¡Oh! Me agradaría saber qué opinará de ella.
No repliqué a este comentario. Y ella prosiguió:
- Me gusta mucho el doctor Leidner. Todos le quieren.
Eso es lo mismo que decir, pensé para mi capote, que no te gusta su mujer.
Seguí sin replicar y al poco rato me preguntó súbitamente:
- ¿Qué le pasa a la señora Leidner? ¿Se lo ha dicho su marido?
No estaba dispuesta a cotillear sobre una paciente antes de haberla conocido; así es
que contesté evasivamente:
- Tengo entendido que está un poco deprimida y necesita de alguien que la cuide.
La joven rió. Fue una risa desagradable y dura.
- ¡Por Dios! - dijo -. ¿Es que no tiene bastante con nueve personas para cuidarla?
- Supongo que todos tendrán algo que hacer - repliqué.
- ¿Algo que hacer? Claro que lo tienen. Cuidar a Louise antes que nada... y ya se
encarga ella de que sea así si se lo ha propuesto.
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"No te gusta lo más mínimo", dije para mí.
- De todas formas - siguió la muchacha- no comprendo para qué necesita una
enfermera profesional. Yo hubiera creído que una aficionada cuadraría mejor con sus
métodos; pero no alguien que le meta un termómetro en la boca, le tome el pulso y
reduzca todas las fantasías a hechos concretos.
He de reconocer que en aquel momento sentí curiosidad.
- ¿Cree usted que en realidad no le pasa nada? - pregunté.
- ¡Claro que no le pasa nada! Esa mujer es más fuerte que un toro: "La pobrecita
Louise no ha dormido." "Tiene ojeras." ¡Naturalmente... se las ha pintado con un lápiz!
Cualquier cosa que llame la atención, que atraiga a todos a su alrededor para que la
mimen.
Algo había de verdad en todo aquello, desde luego. Yo había visto casos, y como yo
cualquier enfermera, de hipocondríacos cuya delicia era tener en constante
movimiento a toda la familia. Y si un médico o una enfermera les dice: "A usted no le
pasa nada", en primer lugar no le creen, y luego demuestran una indignación tan
genuina como la verdadera.
Era muy posible que la señora Leidner fuera uno de estos casos. El marido, como es
natural, sería el primer engañado. Los maridos, según he comprobado, son unos
crédulos cuando se trata de enfermedades. Pero de todas formas aquello no cuadraba
con lo que yo había visto antes. No coincidía, por ejemplo, con la palabra "segura".
Era curiosa la impresión que aquella palabra me había producido.
Reflexionando sobre ello, pregunté:
- ¿Es nerviosa la señora Leidner? ¿Le ataca los nervios, por ejemplo, el vivir alejada
de todo?
- ¿Y de qué tiene que ponerse nerviosa allí? ¡Cielo santo, si son diez! Y además
tienen guardias, por las antigüedades que van acumulando. No, no está nerviosa... al
menos...
Pareció que le asaltaba una idea y se detuvo. Al cabo de un momento prosiguió
lentamente.
- Es extraño que diga usted eso.
- ¿Por qué?
- El teniente de aviación Jarvis y yo fuimos hasta allí el otro día. Era por la mañana
y muchos de ellos estaban en las excavaciones. La señora Leidner estaba escribiendo
una carta y no nos oyó llegar. El criado que de costumbre nos acompañaba hasta el
interior de la casa no se veía por allí, y mi acompañante y yo nos dirigimos hacia el
porche. Al parecer, ella vio la sombra del teniente Jarvis reflejada en la pared y lanzó
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un grito. Después se excusó. Pensó que se trataba de un desconocido. Fue algo raro,
pues aunque hubiera sido un desconocido, ¿qué necesidad había de asustarse?
Yo asentí pensativamente.
La señorita Reilly calló y luego habló de pronto.
- Yo no sé qué es lo que les pasa este año. Están todos fuera de sí. La señorita
Johnson anda por ahí tan malhumorada que ni siquiera abre la boca para hablar.
David tampoco habla si puede evitarlo. Bill, desde luego, no para ni un momento, pero
su incesante parloteo parece agravar la situación de los otros. Carey tiene el aspecto
del que espera algo que estalle de repente. Y todos se vigilan unos a otros como si...
como si... ¡Oh!, no lo sé, pero es extraño.
Es curioso, pensé, que dos personas tan diferentes como la señorita Reilly y el
mayor Pennyman hayan coincidido en la misma idea.
En aquel momento entró con gran apresuramiento el señor Coleman.
Apresuramiento es poco, que digamos. Si hubiera llevado la lengua colgando y de
pronto le hubiera salido una cola y la hubiera movido, no me hubiera sorprendido.
- ¡Hola, hola! - dijo -. El mejor comprador del mundo... ése soy yo. ¿Le has mostrado
a la enfermera todas las bellezas de la ciudad?
- No se impresionó lo más mínimo - contestó con sequedad la señorita Reilly.
- No se le puede censurar por ello - opinó el señor Coleman, con entusiasmo -. ¡No he
visto sitio más triste y ruinoso!
- No te gustan mucho las cosas pintorescas ni antiguas, ¿verdad, Bill? No
comprendo cómo has llegado a ser arqueólogo.
- No me eches a mí la culpa. Échasela a mi tutor. Es un erudito profesor; un ratón
de biblioteca con zapatillas. Le resulta algo pesado el tener un pupilo como yo.
- Creo que has sido un estúpido al permitir que te metieran a la fuerza en una
profesión que no te gusta.
- A la fuerza no, Sheila. A la fuerza, no. El viejo me preguntó si tenía preferencia
por alguna profesión. Yo le dije que no, y entonces él me agregó a esta expedición.
- ¿Y no tienes idea de qué es lo que te gustaría hacer? ¡Debes tener alguna!
- Claro que la tengo. Mi ideal sería no hacer nada. Lo que me gustaría es tener
mucho dinero y dedicarme a las carreras de caballos y de automóviles.
- ¡Eres absurdo! - exclamó la señorita Reilly. Parecía estar enfadada.
- Ya sé que en eso no hay ni que pensar - añadió el señor Coleman con tono alegre -.
Por lo tanto, si tengo que hacer algo, no me importa lo que sea con tal de no estar todo
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el día encerrado en un despacho. Resulta agradable ver un poco de mundo. Así es que
aquí me vine.
- ¡Y habrá que ver lo muy útil que serás a la expedición!
- En eso te equivocas. Puedo estarme en las excavaciones y gritar Y'Allah como
podría hacerlo otro. Y tampoco soy tan malo dibujando. Imitar la escritura de los
demás era una de mis especialidades en el colegio. Hubiera sido un falsificador de
primer orden. Todavía puedo dedicarme a ello. Si algún día mi Rolls - Royce te salpica
de barro mientras esperas el autobús, sabrás que me he dedicado a la delincuencia.
- ¿No crees que sería hora de que te fueras, en lugar de hablar tanto? - preguntó
fríamente la señorita Reilly.
- Somos muy hospitalarios, ¿verdad, señorita enfermera?
- Estoy segura de que la enfermera Leatheran tendrá ganas de llegar ya a su
destino.
- Tú siempre estás segura de todo - replicó el señor Coleman haciendo una mueca.
En realidad, era bastante cierto.
- Tal vez sería preferible que nos fuéramos, señor Coleman.
- Tiene usted razón, enfermera.
Le estreché la mano a la señorita Reilly, al tiempo que le daba las gracias por todo y
nos marchamos.
- Sheila es una chica muy atractiva - comentó el señor Coleman -. Aunque nunca le
permite a uno confianzas.
Salimos de la ciudad y emprendimos el camino por una especie de vereda bordeada
de verdes campos llenos de mies. Como era costumbre en aquel país, no faltaban los
baches.
Después de media hora de viaje, el señor Coleman me indicó un montículo bastante
elevado, situado a la orilla del río, frente a nosotros.
- Tell Yarimjah - anunció.
Distinguí unos puntitos negros que se movían como si fueran hormigas.
Mientras los contemplaba vi cómo empezaron a correr todos juntos, descendiendo
por una de las laderas del montículo.
- Es la hora de dejar el trabajo - comentó el señor Coleman -. Se da por terminada la
tarea diaria una hora antes de ponerse el sol.
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La casa que ocupaba la expedición estaba un poco alejada del río.
El conductor dio vuelta a una esquina, hizo pasar el coche por un portalón y luego
paró en mitad de un patio.
El edificio estaba construido a su alrededor. En principio consistía solamente en la
parte que formaba el lado sur del patio, además de unas edificaciones sin importancia
hacia el este. La expedición construyó luego los otros dos lados. Como el plano de la
casa reviste especial interés, incluyo un croquis del mismo.
Todas las habitaciones daban al patio interior, así como la mayor parte de las
ventanas. La excepción la constituía el primitivo edificio de la parte sur, cuyas
ventanas daban al campo. Estas ventanas, sin embargo, estaban protegidas por rejas.
Del rincón sudoeste del patio arrancaba una escalera que conducía a la azotea, situada
sobre todo el cuerpo del edificio sur, el cual era un poco más alto que las otras tres
alas.
El señor Coleman me condujo, dando la vuelta, hasta un gran porche que ocupaba
el centro de la parte sur.
Empujó una puerta situada en el lado derecho y entramos en una habitación, donde
varias personas estaban sentadas alrededor de una mesa tomando té.
- ¡Hola, hola! - exclamó el señor Coleman -. Aquí está el caballero andante.
La señora que ocupaba la cabecera de la mesa se levantó y vino hacia mí para
saludarme.
Entonces vi por primera vez a Louise Leidner.
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CAPÍTULO V
Tell Yarimjah
No tengo inconveniente en admitir que mi primera impresión al ver a la señora
Leidner fue de franca sorpresa. Cuando se oye hablar mucho de una persona, cada
cual forma en su mente la imagen que le sugieren los comentarios. Yo estaba
firmemente convencida de que la señora Leidner era una mujer tétrica y
malhumorada. De las que siempre tienen los nervios de punta. Y además esperaba que
fuera, hablando con franqueza, un poco vulgar. Pero no era, ni por asomo, lo que yo
me había figurado. En primer lugar, era rubia. No era sueca, como su marido, pero por
su aspecto podía muy bien haber pasado por tal. Sus cabellos tenían ese color rubio
escandinavo que tan raras veces se encuentra. No era joven. Calculé que tendría entre
treinta y cuarenta años. El aspecto de su cara era algo macilento, y unas canas se
distinguían entre sus rubios cabellos. Sus ojos, por otra parte, eran muy hermosos.
Hasta entonces no me había topado con ningunos ojos como aquéllos, cuyo color
pudiera describirse como violeta. La señora Leidner era delgada y de aspecto delicado.
Si dijera que tenía un aire de intenso cansancio y, al mismo tiempo, de gran viveza,
parecería que digo una tontería, pero tal fue la impresión que me causó. Me di cuenta,
también, de que era toda una señora. Y esto significa algo, aun en estos tiempos. Me
tendió la mano y me sonrió. Su voz tenía un tono bajo y suave, y hablaba con un ligero
acento americano.
- Me alegro de que haya venido, enfermera. ¿Quiere tomar el té, o prefiere usted que
vayamos a ver su habitación primero?
Le dije que tomaría el té y ella me presentó a los demás.
- Ésta es la señorita Johnson... y el señor Reiter. La señora Mercado. El señor
Emmott. EL padre Lavigny. Mi marido vendrá dentro de poco. Siéntese entre el padre
Lavigny y la señorita Johnson.
Hice lo que me indicó y la señorita Johnson empezó a hablar, preguntándome
acerca de mi viaje. Le faltaba poco para cumplir los cincuenta, según juzgué, y tenía
un aspecto algo masculino, a lo que contribuía un cabello grisáceo, peinado muy corto.
La cara, fea y arrugada, con una cómica nariz respingona que tenía la costumbre de
restregarse furiosamente cuando algo le preocupaba o extrañaba. Llevaba una falda y
chaqueta de tweed, de hechura más bien masculina. Al poco rato me contó que era
oriunda de Yorkshire.
Encontré al padre Lavigny un tanto sorprendente. Era un hombre de alta estatura,
con una gran barba negra. Usaba gafas de pinza. Le oí decir a la señora Kelsey que
había allí un fraile francés, y entonces me di cuenta de que el padre Lavigny usaba un
hábito monacal de color blanco. Quedé algo admirada, pues siempre había creído que
los frailes se enclaustraban en los conventos y no volvían a salir de ellos.
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La señora Leidner le habló casi siempre en francés, pero él se dirigió a mí en un
inglés muy correcto. Advertí que tenía unos ojos penetrantes y observadores, que se
iban fijando detenidamente en la cara de cada uno de los congregados.
Frente a mí estaban los otros tres. El señor Reiter era un joven rubio y rollizo, y
usaba gafas. Tenía el pelo largo y ondulado. Sus ojos azules eran redondos como
platos. Pensé que debía haber sido un lindo bebé en otros tiempos, pero entonces no le
quedaba nada que valiera la pena de verse. En realidad, tenía cierto aspecto de
lechoncillo. El otro joven llevaba el pelo cortado al rape. Tenía la cara estirada, más
bien cómica, y al reír mostraba unos dientes perfectos, lo que le hacía muy atrayente.
Hablaba muy poco; se limitaba a mover la cabeza cuando le dirigían la palabra, o
contestaba con monosílabos. Era americano, como el señor Reiter. La tercera persona
era la señora Mercado, a quien no pude observar a mi gusto, pues cuando dirigía la
vista hacia ella siempre la encontraba mirándome con una especie de atención que me
resultaba un tanto desconcertante, por no decir otra cosa. Dada la manera con que me
observaba, podía asegurarse que una enfermera era un bicho raro. ¡Qué falta de
educación! Era muy joven, pues no pasaría de los veinticinco; morena y de aspecto
escurridizo, si se me permite decirlo así. En cierto modo tenía buena presencia,
aunque, como diría mi madre, no podía ocultar su vulgaridad. Llevaba un jubón de
color vivo que hacía juego con el tono de sus uñas. Era delgada de cara y en ella se veía
una expresión anhelante, que hacía recordar la de un pájaro. Tenía los ojos grandes y
los labios apretados en un rictus malicioso.
El té estaba muy bien hecho. Una mezcla fuerte y agradable, nada parecida a la
infusión suave que tomaba siempre la señora Kelsey, y que había sido mi tortura
durante los últimos tiempos. Sobre la mesa había tostadas, mermelada, un plato de
bollos y una tarta. El señor Emmott, muy cortés, me ayudó a servirme. A pesar de su
retraimiento, observé que siempre estaba atento a que mi plato no quedara vacío.
Al cabo de un rato entró el señor Coleman y tomó asiento al otro lado de la señorita
Johnson. Sus nervios, al parecer, estaban en perfectas condiciones, pues habló por los
codos.
La señora Leidner suspiró y le dirigió una cansada mirada que no pareció afectar al
joven en lo más mínimo. Ni tampoco el hecho de que la señora Mercado, a quien dirigía
la mayor parte de su charla, estuviera tan ocupada mirándome que a duras penas le
contestara.
Estábamos terminando el té cuando entraron el doctor Leidner y el señor Mercado.
El primero me saludó con su habitual cortesía. Vi cómo sus ojos se dirigían
rápidamente hacia su esposa y después pareció aliviado por lo que en ella distinguió.
Tomó asiento al otro lado de la mesa, mientras el señor Mercado lo hacía junto a la
señora Leidner. Era éste un hombre alto, delgado y de aspecto melancólico. Mucho
más viejo que su esposa. De tez cetrina, llevaba una barba extraña, lacia y sin forma
alguna. Me alegré de que hubiera llegado, pues su mujer dejó de mirarme y su
atención se centró en él. Lo vigilaba con una especie de anhelo impaciente que
encontré bastante raro. El hombre revolvió con la cucharilla su taza de té. Parecía
abstraído. Tenía en el plato un trozo de tarta que no probó.
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Todavía quedaba vacante uno de los sitios alrededor de la mesa. Al poco rato se
abrió la puerta y entró otro hombre.
Desde el momento en que vi a Richard Carey opiné que era uno de los hombres más
apuestos con que me había topado desde hacía mucho tiempo, y aun me atrevo a decir
que jamás vi otro como él. Decir que un hombre es guapo y al propio tiempo que su
cabeza parece una calavera parecer una contradicción y, sin embargo, en aquel caso
era verdad. Su cara producía el efecto de tener la piel sencillamente aplicada sobre los
huesos, aunque éstos tenían un modelado perfecto. Las vigorosas líneas de la
mandíbula, sienes y frente estaban tan fuertemente trazadas que me recordaban las
de una estatua de bronce. Y en aquella cara flaca y morena refulgían los más
brillantes y azules ojos que nunca vi. Medía unos seis pies de estatura y, según calculé,
tendría poco menos de cuarenta años.
- Enfermera, éste es el señor Carey, nuestro arquitecto - dijo el doctor Leidner.
El recién llegado murmuró algo con voz agradable, apenas audible, y tomó asiento
al lado de la señora Mercado.
- Me parece que el té está un poco frío - dijo la señora Leidner.
- No se moleste, señora Leidner - contestó él -. La culpa es mía por haber llegado
tarde. Quería acabar el plano de esas paredes.
- ¿Mermelada, señor Carey? - preguntó la señora Mercado.
El señor Reiter le acercó las tostadas.
Y entonces me acordé de lo que dijo el mayor Pennyman. "Lo explicaré mejor
diciendo que se pasaban la mantequilla de unos a otros con demasiada cortesía".
Sí; había algo extraño en todo aquello...
Demasiada ceremonia...
Hubiérase dicho que era una reunión de personas que no se conocían; pero no de
gentes que, en algunos casos, se trataban desde hacía muchos años.
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CAPÍTULO VI
La primera velada
Después del té la señora Leidner me acompañó a mi habitación.
Tal vez ser preferible que describa ahora brevemente la situación de las
habitaciones que constituían la casa.
Era muy sencilla su distribución, como puede verse en el plano de la página 7.
A ambos lados del porche se abrían las puertas que conducían a las dos piezas
principales. La de la derecha correspondía al comedor, donde habíamos tomado el té.
La otra daba acceso a una pieza exactamente igual que la primera. En el plano la
denomino sala de estar, y se utilizaba como centro de reunión y para hacer ciertos
trabajos caseros, tales como dibujos, siempre que no fueran de arquitectura. Allí se
llevaban los más delicados ejemplares de cerámica para ser reconstruidos pieza por
pieza. Desde la sala de estar se pasaba al almacén, donde se guardaban todos los
objetos que se iban desenterrando en las excavaciones. Estaban dispuestos en
estanterías y casilleros, así como había algunos esparcidos sobre mesas y bancos. Del
almacén no se podía salir más que a través de la sala de estar. Más hacia el este se
hallaba el dormitorio de la señora Leidner, al que se entraba por una puerta que daba
al patio. Ésta, como las demás piezas de aquel lado de la casa, tenía un par de
ventanas enrejadas que daban al campo. En un rincón sudeste del patio, junto a la
habitación de la señora Leidner, pero sin que tuviera puerta de comunicación con ella,
estaba la de su marido. Era la primera del lado este de la casa. Junto a dicho
dormitorio venía el de la señorita Johnson y más allá los ocupados por el señor
Mercado y su esposa. Luego se encontraba lo que allí denominaban cuarto de baño.
La primera vez que empleé este término ante el doctor Reilly se echó a reír y me
dijo que un cuarto de baño tiene que serlo con todas sus consecuencias, o no puede
tenérsele como tal. De todas formas, cuando uno está acostumbrado a los grifos y
desagües, resulta extraño llamar cuartos de baño a un par de habitaciones con el suelo
de tierra, en cada una de las cuales había una tina de cinc para baños de asiento que
se llenaba con agua traída en latas de petróleo.
Todo aquel lado de la casa había sido añadido por el doctor Leidner al primitivo
edificio árabe. Las habitaciones eran todas iguales; cada una tenía una ventana y una
puerta que daban al patio interior. En la parte norte estaba el estudio fotográfico, el
laboratorio y la sala de dibujo.
Partiendo del porche, la disposición de los cuartos en el lado oeste era muy parecida.
Del comedor se pasaba a la oficina, donde se llevaban los registros, se catalogaban las
piezas y se hacía el trabajo de mecanografía. Correspondiendo a la posición que
ocupaba el dormitorio de la señora Leidner, en este lado se hallaba el del padre
Lavigny, a quien también se le había destinado una de las dos estancias más
espaciosas con que contaba la casa. El padre Lavigny la utilizaba asimismo como
estudio y realizaba allí la tarea de descifrar las inscripciones de las tablillas.
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En el rincón sudoeste del patio estaba la escalera que conducía a la azotea. A
continuación se hallaba la cocina y después cuatro dormitorios ocupados por los
solteros: Carey, Emmott, Reiter y Coleman.
Luego, formando ángulo, se encontraba el estudio fotográfico, desde el que se
pasaba a la cámara oscura donde se revelaban los clichés. Junto al estudio estaba el
laboratorio y a continuación venía un gran portalón cubierto con un arco, por el que
habíamos entrado aquella tarde. En la parte exterior, frente a la casa, estaban los
dormitorios de los criados nativos; el cuerpo de guardia para los soldados y los establos
para las caballerías con que se suministraba el agua a la expedición. La sala de dibujo
estaba a la derecha del portalón y ocupaba el resto del ala norte.
He detallado por completo la distribución de la casa porque no quiero tener que
volver sobre ello más adelante.
Como he dicho antes, la señora Leidner me acompañó para que viera el edificio y
finalmente me instaló en mi habitación, deseando que me encontrara cómoda y tuviera
todo lo que me hiciera falta.
El dormitorio estaba muy bien, aunque amueblado con sencillez: una cama, una
cómoda, un lavabo y una silla.
- Los criados le traerán agua caliente antes de cada comida; y por la mañana, desde
luego. Si la desea en cualquier otra ocasión salga al patio y dé dos palmadas. Cuando
acuda uno de los sirvientes dígale: Jib maijar. ¿Lo recordará?
Le dije que así lo haría y repetí la frase como Dios me dio a entender.
- Está bien. No se azore y grite. Los árabes no entienden nada si se les habla bajo.
- Esto de los idiomas es una cosa divertida - comenté -. Parece mentira que haya
tantos y tan diferentes.
La señora Leidner sonrió.
- Hay una iglesia en Palestina, en cuyas paredes está escrito el Padrenuestro en
noventa idiomas diferentes.
- Bien - le dije -. Cuando escriba a mi tía se lo contaré. Le va a interesar.
La señora Leidner manoseó abstraída la jarra de agua y la palangana; después
cambió de sitio la pastilla de jabón.
- Espero que será feliz aquí - dijo- y que no se aburrirá demasiado.
- No suelo aburrirme casi nunca - le aseguré -. La vida no es lo bastante larga como
para permitirlo.
Ella no replicó. Continuó jugueteando con los objetos del lavabo, como si su
pensamiento estuviera puesto en otra cosa.
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De pronto fijó en mí sus ojos de color violeta.
- ¿Qué le dijo exactamente mi marido, enfermera?
Por regla general, siempre se contesta de la misma forma a una pregunta así.
- Pues por lo que me contó, colegí que estaba usted un poco deprimida, señora
Leidner - dije -; y que necesita a alguien que la cuide y le ayude en lo que sea, para
quitarle toda clase de preocupaciones.
La mujer inclinó la cabeza lentamente con aspecto pensativo.
- Sí - dijo -. Sí... eso irá muy bien.
Aquello era un poco enigmático, pero yo no estaba dispuesta a preguntar más. En
lugar de ello dije:
- Espero que me dejará ayudarla en cuantas tareas tenga que hacer en la casa. No
debe permitir que esté inactiva.
- Gracias, enfermera.
Luego tomó asiento en la cama, y con gran sorpresa mía empezó a hacerme gran
cantidad de preguntas. Y digo con gran sorpresa mía porque desde que la vi estaba
segura de que era toda una señora. Y las señoras raramente demuestran curiosidad
acerca de los asuntos privados de los demás.
Pero la señora Leidner parecía interesada en conocer todo lo referente a mí. Dónde
había hecho mis prácticas y si hacía mucho tiempo de ello. Qué fue lo que me trajo a
Irak. Por qué el doctor Reilly me había recomendado para el empleo. Hasta me
preguntó si había estado en América y si tenía allí parientes. También se interesó por
una o dos cuestiones que entonces me parecieron fuera de lugar, pero cuyo significado
comprendí más tarde.
Luego, de pronto, cambiaron sus maneras. Sonrió, cálida y afectuosamente, y me
dijo que presentía que yo iba a servirle de mucho.
Se levantó y dijo:
- ¿Le gustaría subir a la azotea para ver la puesta del sol? Es un espectáculo muy
bonito a estas horas.
Accedí de buen agrado.
Cuando salíamos de la habitación me preguntó:
- ¿Vino mucha gente en el tren de Bagdad? ¿Muchos hombres?
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Le contesté que no me había fijado en nadie. En el coche restaurante había visto a
dos franceses la noche anterior. Y a tres hombres que, por lo que hablaban, supuse que
pertenecían a la compañía del oleoducto.
Ella asintió emitiendo un ligero sonido. Diríase como si hubiera sido un suspiro de
alivio.
Subimos juntas a la azotea.
La señora Mercado estaba allí, sentada en el parapeto, y el doctor Leidner miraba,
inclinado, una porción de piezas y trozos de cerámica que había esparcidos en
montones. Vi unas cosas grandes que llaman piedras de molino de mano, piedras en
forma de mano de almirez y hachas de sílice. Y la más grande colección de cacharros
de barro rotos que jamás vi. Sobre aquellos fragmentos se veían raros dibujos y
pinturas.
- Venga acá - invitó la señora Mercado -. ¿Verdad que es... muy hermoso?
Ciertamente, era una espléndida puesta de sol. Hassanieh, en la distancia, ofrecía
un espectáculo de ensueño, con el sol poniéndose tras la ciudad. El río Tigris,
discurriendo entre sus anchas riberas, más parecía una cosa etérea que un río real.
- ¿No es maravilloso, Eric? - dijo la señora Leidner.
Su marido levantó la mirada con aire abstraído.
- Sí, es maravilloso - murmuró sin ningún interés, y siguió escogiendo trozos de
cerámica.
La señora Leidner sonrió y dijo:
- Los arqueólogos sólo miran lo que tienen bajo los pies, el firmamento no existe
para ellos.
La señora Mercado lanzó una risita apagada.
- Son gente muy rara. Pronto se dará cuenta, enfermera - dijo.
Hizo una pausa y luego añadió:
- Todos nos hemos alegrado mucho de que viniera. De verdad. Nos tenía muy
preocupados la señora Leidner, Louise.
- ¿De veras?
La voz de la señora Leidner tenía un tono poco alentador.
- Sí. En realidad ha estado muy mala, enfermera. Nos ha dado más de un susto.
Cuando me dicen de alguien que está enfermo de los nervios, siempre pregunto: ¿Es
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que hay algo peor? Los nervios constituyen el centro y la médula de todo ser viviente,
¿verdad?
"Tate, tate", pensé para mi capote.
La señora Leidner replicó secamente:
- Bueno, no tienes necesidad de preocuparte más por mí, Marie. La enfermera me
cuidará.
- Claro que sí - dije yo con tono alegre.
- Estoy segura de que esto te vendrá muy bien - comentó la señora Mercado -. Todos
estábamos de acuerdo en que debía ver a un médico o hacer algo. Tenía los nervios
deshechos, ¿no es verdad, Louise?
- Tanto que, por lo visto, he conseguido poner los vuestros de punta - replicó la
señora Leidner -. ¿No podríamos hablar de algo más interesante que mis dolencias?
Comprendí entonces que la señora Leidner era una de esas mujeres que se ganan
enemistades con gran facilidad. Había en su voz un tono rudo y frío, del cual no la
culpé en aquella ocasión, y que hizo subir un intenso rubor a las pálidas mejillas de la
señora Mercado. Esta última murmuró algo, pero ya entonces la señora Leidner se
había levantado y había ido a reunirse con su marido al otro extremo de la azotea.
Dudo que él la oyera llegar, pues no levantó la mirada hasta que ella le puso la mano
en el hombro. A pesar del gesto de sobresalto que hizo, en el rostro del doctor Leidner
se reflejaba un profundo afecto y una especie de anhelante interrogación.
Ella asintió con la cabeza suavemente. Al poco rato, cogidos del brazo, se dirigieron
al extremo de la azotea y después bajaron juntos al patio.
- Está muy enamorado de ella, ¿verdad? - dijo la señora Mercado.
- Sí - contesté -. Da gusto ver una cosa así.
La mujer me estaba mirando con una expresión extraña.
- ¿Cuál es su opinión sobre lo que tiene la señora Leidner, enfermera? - preguntó,
bajando la voz.
- No creo que sea nada de particular - repliqué jovialmente -. Sólo un poco de
depresión nerviosa.
Su mirada parecía taladrarme, como había hecho mientras tomábamos el té.
De pronto preguntó:
- ¿Está usted especializada en casos de trastornos mentales?
- ¡Oh, no! - dije -. ¿Qué le hace pensar eso?
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- ¿Está usted enterada de las rarezas que tiene? ¿Se lo ha contado el doctor Leidner?
No me gusta chismorrear acerca de mis pacientes. Pero por otra parte, sé por
experiencia que a menudo resulta difícil conseguir que los pacientes te digan la
verdad; y hasta que no te enteras de ella tienes que trabajar a oscuras, sin conseguir
grandes adelantos. Claro es que cuando hay un médico que se ocupa del caso la
cuestión es diferente. Te dice lo que es necesario que conozcas. Pero en aquel asunto no
había ningún doctor que se encargara de ello. No habían sido requeridos los servicios
profesionales del doctor Reilly. Y tenía para mí que el doctor Leidner no me había
dicho todo lo que debiera. El instinto de los maridos, con frecuencia, los hace ser
reservados. Pero, de todas formas, cuanto más enterada estuviera, mejor sabría qué
línea de conducta adoptar. La señora Mercado, a quien mentalmente había calificado
de rencorosa y vengativa, tenía unas ganas locas de hablar. Y si he de decir la verdad,
tanto en el aspecto humano como en el profesional, también quería yo enterarme de lo
que tuviera que contar. Pueden llamarme curiosa si lo desean, pero era así.
- ¿He de suponer por ello que la señora Leidner no se ha portado de forma normal
últimamente? - pregunté.
- ¿Normal? Yo diría que no. Nos ha dado unos sustos terribles. Una noche se trató
de unos dedos que daban golpecitos en su ventana. Y luego fue una mano sin brazo
alguno que la sostuviera. Después, una cara amarilla pegada al cristal de la ventana.
Y cuando la señora Leidner corrió hacia allí, no había nadie... Bueno, ¿no le parece que
había para ponernos a todos los nervios de punta?
- Tal vez alguien le estaba gastando una jugarreta - sugerí.
- No. Todo fueron imaginaciones suyas. Y hace tres días, mientras comíamos,
dispararon unos tiros en el pueblo, que está a una milla de aquí. La señora Leidner dio
un salto y empezó a gritar, asustándonos a todos. Su marido corrió hacia ella y se
portó de una forma ridícula No es nada, cariño; no es nada, repitió otra vez. Yo creo,
enfermera, que hay veces en que los hombres animan a las mujeres a que se pongan
más histéricas. Es una lástima, porque resulta perjudicial. No deberían hacerlo.
- Desde luego, si se trata en realidad de fantasías - repliqué yo secamente.
- ¿Y qué otra cosa podría ser?
No contesté, porque no sabía qué hacer. Era un asunto curioso. Los disparos y los
consiguientes gritos podían considerarse como una cosa bastante natural tratándose
de una persona de condición nerviosa. Pero aquella extraña historia de una cara y una
mano espectrales era diferente. En mi opinión, podía tratarse de dos cosas: o bien la
señora Leidner se había inventado todo aquello, exactamente como hace un niño que
cuenta mentiras acerca de cosas que nunca ocurrieron, con el fin de atraer sobre él la
atención de los demás, o bien se trataba, como dije, de una broma de mal gusto. Era
una de esas cosas que un joven alegre y sin pizca de imaginación, como el señor
Coleman, podía encontrar enormemente divertidas. Decidí vigilarlo de cerca. Los
pacientes nerviosos pueden afectarse seriamente con una broma estúpida.
La señora Mercado siguió hablando mientras me miraba de soslayo.
33
- Es una mujer de aspecto romántico, ¿no lo cree así, enfermera? La clase de mujer a
la que siempre suceden cosas raras.
- ¿Cuántas le han ocurrido? - pregunté.
- Su primer marido murió en la guerra cuando ella tenía solamente veinte años.
Creo que eso fue una cosa sentimental y romántica, ¿verdad?
- Es una manera de llamar cisnes a unas ocas - repliqué ásperamente.
- ¡Oh, enfermera! ¡Qué observación tan singular!
Y en realidad lo era. A cuántas mujeres se les oyó decir: "Si viviera mi pobrecito
Donald, o Arthur, o como se llamara". Y entonces digo para mí: "No hay duda de que si
viviera sería a estas horas un hombre gordo y nada romántico, de genio violento y
entrado en años".
Estaba oscureciendo y sugerí que bajáramos. La señora Mercado accedió y preguntó
si me gustaría ver el laboratorio.
- Mi marido debe estar trabajando aún.
Contesté que me encantaría y ambas nos dirigimos hacia allí. Aunque iluminada
por una lámpara, la habitación estaba desierta. La señora Mercado me enseñó varios
aparatos, unos adornos de cobre que estaban siendo tratados químicamente y también
unos huesos revestidos de cera.
- ¿Dónde podrá estar Joseph? - preguntó mi acompañante.
Dio una ojeada a la sala de dibujo, en la que estaba trabajando el señor Carey. El
arquitecto apenas levantó la mirada cuando entramos. Quedé sorprendida al ver la
extraordinaria expresión de tirantez que reflejaba su cara. De pronto se me ocurrió
que aquel hombre había llegado al límite de su resistencia y que muy pronto estallaría.
Recordé igualmente que alguien había notado en él aquella tensión.
Cuando salíamos volví la cabeza para mirarle. Estaba inclinado sobre un papel y
tenía los labios fuertemente apretados. El aspecto de su cara recordaba más que nunca
el de una calavera. Quizá dejé desbordar mi fantasía, pero en aquel instante me
pareció un caballero de otros tiempos dispuesto a entrar en batalla y sabiendo de
antemano que iba a morir.
Me di cuenta nuevamente de la extraordinaria e inconsciente fuerza magnética que
poseía aquel hombre.
Encontramos al señor Mercado en la sala de estar. Cuando entramos estaba
explicando a la señora Leidner los fundamentos de un nuevo procedimiento químico.
Ella le escuchaba mientras bordaba unas flores de seda en un lienzo. Me volvió a
admirar su extraña apariencia, frágil y espiritual. Más parecía una criatura
legendaria que una persona de carne y hueso.
34
La señora Mercado exclamó con voz estridente:
- ¡Por fin te encontramos! Pensé que estarías en el laboratorio.
Su marido se sobresaltó y pareció desconcertarse, como si la entrada de ella hubiera
roto un encanto.
- Debo... debo irme - tartamudeó -. Estoy a mitad... a mitad...
Sin completar la frase, se dirigió hacia la puerta.
La señora Leidner, con su voz suave de acento americano, observó:
- Tiene que acabar de explicármelo en otra ocasión. Es muy interesante.
Levantó la vista para mirarnos; sonrió dulcemente, pero distraída y volvió a
inclinarse sobre su labor.
Al cabo de un rato indicó:
- Allí hay unos cuantos libros, enfermera. Tenemos una buena selección de ellos.
Escoja uno y siéntese.
Me dirigí a la librería. La señora Mercado se quedó durante unos minutos y luego,
sin decir nada, salió de la habitación. Le vi la cara al pasar junto a mí y no me gustó su
expresión. Parecía estar dominada por una furia sorda.
A pesar mío, recordé algunas de las cosas que dijo o insinuó la señora Kelsey acerca
de la señora Leidner. No me agradaba pensar que tales cosas fueran verdad, pues
desde el primer momento sentí cierto aprecio por la señora Leidner. Pero a pesar de
ello, no pude menos de preguntarme si en el fondo de todo aquello no habría algo más
de lo que se veía a simple vista.
No podía creer que la señora Leidner fuera ella sola responsable de lo que ocurría.
Pero debía contar con el hecho de que la poco agraciada señorita Johnson y la irascible
señora Mercado no podrían competir con ella, ni en presencia ni en atractivos. Y los
hombres siempre son los mismos, estén donde estén. De esas cosas se entera una en
seguida en mi profesión.
Mercado era un pobre diablo y su admiración por la señora Leidner no creo que a
ella le importara poco ni mucho. Pero a la señora Mercado sí le importaba. Y de no
estar yo equivocada, esta última se consideró terriblemente ofendida por ello y, al
parecer, estaba dispuesta a vengarse de su rival si se le presentaba la ocasión.
La señora Leidner seguía bordando sus flores de seda. Parecía hallarse muy
distante. Pensé que era cosa de prevenirla. Tal vez no sabía cuán estúpidos,
irracionales y violentos pueden ser los celos y el odio, cuán poco se necesita para
hacerlos arder.
Pero entonces me dije:
35
"No seas tonta, Amy Leatheran. La señora Leidner no es ninguna chiquilla. Si no
ha llegado a los cuarenta, pocos le faltan. Debe estar enterada de todo cuanto hay que
saber en la vida.
Mas en el fondo de mí, abrigaba el presentimiento de que tal vez no lo supiera.
¡Tenía un aspecto tan inocente!...
Me pregunté cómo habría sido su vida. No ignoraba que se casó con el doctor
Leidner hacía dos años. Su primer marido, según dijo la señora Mercado, murió
cuando ella tenía veinte.
Cogí un libro y tomé asiento a su lado. Al cabo de un rato salí de la sala de estar y
fui a lavarme las manos para cenar. Fue una cena excelente en la que se sirvió un
curry* verdaderamente bueno. Todos se fueron a la cama muy temprano, de lo que me
alegré, pues estaba cansada.
El doctor Leidner me acompañó hasta mi dormitorio para ver si me faltaba algo.
Me estrechó la mano efusivamente y dijo con entusiasmo.
- Ha tenido éxito, enfermera. Se ha prendado de usted en seguida. Estoy muy
contento. Presiento que ahora todo irá bien.
Era casi infantil en su efusión.
Yo también me había dado cuenta de que a la señora Leidner no le había disgustado
mi presencia, por lo cual me sentí satisfecha.
Pero no compartía la confianza de su marido. Tuve el presentimiento de que bajo
todo aquello se ocultaba algo que él, posiblemente, no conocía.
Había algo... algo que no llegaba yo a comprender, que se palpaba en el ambiente.
Mi cama era cómoda, pero no pude dormir bien a causa de aquel presentimiento.
Soñé demasiado. Las palabras de un poema de Keats, que hube de aprender cuando
era niña, me venían una y otra vez al pensamiento. No pude llegar a comprender
hasta entonces su significado a pesar de mis esfuerzos para ello. Era un poema que
siempre odié; tal vez porque tuve que aprenderlo de memoria, tanto si me gustaba
como si no. Pero cuando desperté en mitad de la noche, vi en él, por vez primera, cierta
belleza.
"¡Oh!, di qué te aqueja, amado paladín, que solo y... (¿Cómo era?)... pálido vagas."
Vislumbré en mi mente la cara del caballero. Era la del señor Carey. Una cara
ceñuda, tensa, bronceada; como la de aquellos pobres jóvenes que se iban a la guerra
cuando yo era una chiquilla. Sentí profunda compasión hacia él. Luego volví a
dormirme y soñé que la "altiva e ingrata señora" era la propia señora Leidner.
* Salsa usada en la India como condimento. (N. del T.)
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Cabalgaba en un caballo blanco y llevaba en la mano un lienzo bordado con flores de
seda. El caballo tropezó e inmediatamente todo quedó convertido en un montón de
huesos recubiertos de cera. Me desperté sobresaltada y temblando. Me dije que el
curry nunca me sentó bien por las noches.
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CAPÍTULO VII
El hombre de la ventana
Creo que ser preferible aclarar, antes de pasar adelante, que en esta narración no
encontrarán los lectores ningún comentario de color local que sirva de fondo al relato.
No entiendo nada de arqueología y no creo que llegue a interesarme nunca tal materia.
Me parece una solemne sandez el ir enredando con gente y cosas enterradas y
olvidadas. El señor Carey solía decirme que yo no tenía temperamento de arqueólogo,
y estoy segura de que le sobraba la razón.
A la mañana siguiente de mi llegada, el señor Carey preguntó si me gustaría ir a
ver un palacio que estaba "planeando". No sé cómo puede planearse una cosa que
existió hace tanto tiempo. Pero le aseguré que me encantaría ir y, en realidad, hasta
me emocionaba un poco la idea. Al parecer, aquel palacio tenía cerca de tres mil años
de antigüedad. Me pregunté qué clase de edificios tendría la gente en tales tiempos y
si serían como los que yo viera en las fotografías de Tutankamón. Pero créase o no, allí
no había más que barro seco. Polvorientas paredes de adobes, de unos dos pies de alto,
y nada más.
El señor Carey me llevó de aquí para allí, contándome cosas; aquello era un gran
atrio, y allí estuvieron situados varios aposentos, un piso superior y otras habitaciones
que daban al patio central. Y yo pensaba: "¿Cómo lo sabrá?", aunque fui lo bastante
discreta para no preguntárselo. Puedo asegurar que me llevé una desilusión. Aquellas
excavaciones no contenían más que barro; nada de mármoles ni oro, o algo que fuera
bonito, por lo menos. La casa de mi tía, en Cricklewood, hubiera parecido una ruina
mucho más imponente. Y aquellos asirios, o lo que fueran, se llamaban a sí mismos
"reyes". Cuando el señor Carey acabó de enseñarme su "palacio", me dejó con el padre
Lavigny, que se encargó de mostrarme el resto del montículo. Me causaba cierto recelo
el padre Lavigny por ser extranjero; y, además, por aquella voz profunda que tenía.
Sin embargo, se mostró muy amable, aunque fue algo difuso en sus explicaciones.
Algunas veces me dio la sensación de que todo aquello le importaba tan poco como a
mí.
La señora Leidner me lo explicó más tarde. Me dijo que el padre Lavigny sólo se
interesaba por "documentos escritos". Los asirios escribían sobre barro con unas
marcas de raro aspecto, pero muy perceptibles. Hasta se habían encontrado tablillas
escolares. Sobre una de las caras estaban escritas las preguntas del maestro, y al dorso
se veían las contestaciones del discípulo. He de confesar que me interesaron dichas
tablillas, pues tenían un profundo sentido humano.
El padre Lavigny me acompañó a dar una vuelta por las excavaciones y me enseñó,
diferenciándolos, lo que eran templos o palacios, y lo que eran casas particulares.
Incluso me mostró un sitio que, según dijo, era un primitivo cementerio de los acadios*.
Hablaba de una forma bastante incoherente; se refería someramente a un asunto y
luego pasaba sin interrupción a tratar de otros.
* Pueblo antiguo que habitó la parte meridional de Mesopotamia. (N. del T)
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- Me parece extraño que hayan contratado sus servicios, enfermera - dijo en una
ocasión -. ¿Es que la señora Leidner está realmente enferma?
- No en el sentido literal de la palabra - contesté.
- Es una mujer rara - comentó -. Creo que es peligrosa.
- ¿Qué quiere decir? - pregunté -; ¿peligrosa? ¿De qué forma?
Sacudió la cabeza, pensativo.
- Creo que es cruel - replicó -. Sí, estoy seguro de que puede ser muy despiadada.
Era curioso que un fraile dijera aquello. Supuse, desde luego, que habría oído
muchas cosas en confesión; pero este pensamiento aumentó mi desconcierto, pues no
estaba segura de si los frailes confesaban, o sólo podían hacerlo los sacerdotes. Yo
estaba convencida de que era fraile, pues llevaba aquel hábito blanco, que, por cierto,
recogía fácilmente la suciedad. Y, además, llevaba un rosario colgando del cinturón.
- Perdone - aduje -. Me parece que eso son bobadas.
El padre Lavigny negó con la cabeza.
- Usted no conoce a las mujeres como yo - añadió -. Sí, puede ser despiadada -
continuó -. Estoy completamente convencido de ello. Y no obstante, a pesar de que es
más dura que el mármol, está asustada. ¿Qué es lo que le asusta?
"Eso es lo que todos quisiéramos saber", pensé.
Era posible que su propio marido lo supiera, pero nadie más.
El padre Lavigny me miró de pronto con sus ojos negros y brillantes.
- ¿Encuentra algo extraño aquí? ¿O le parece todo normal?
- No lo encuentro normal del todo - repliqué, después de considerar la respuesta -.
No está mal, por lo que se refiere a la forma en que lo tienen organizado... pero se nota
una sensación de incomodidad.
- Yo también me siento incómodo. Tengo el presentimiento - de pronto pareció
acentuarse en él su aspecto extranjero - de que algo se está preparando. El propio
doctor Leidner no es el que era. Algo le inquieta.
- ¿La salud de su esposa?
- Tal vez. Pero hay algo más. Hay... ¿cómo lo diría?... una especie de desasosiego.
Eso era cierto. Reinaba el desasosiego entre los componentes de la expedición.
39
No hablamos más porque entonces se me acercó el doctor Leidner. Me mostró la
tumba de un niño que justamente acababa de ser descubierta. Era una cosa patética;
aquellos huesos de reducido tamaño, un par de pucheros y unas pequeñas motitas que,
según dijo el doctor Leidner, eran las cuentas de un collar.
Los peones que trabajaban en las excavaciones me hicieron reír de buena gana.
Eran una colección de espantajos, vestidos con andrajosas túnicas y con las cabezas
envueltas en trapos, como si tuvieran jaqueca. De vez en cuando, mientras iban de un
lado a otro llevando cestos de tierra, empezaban a cantar. Por lo menos, yo creo que
cantaban, pues era una especie de monótona cantinela que repetían infinidad de veces.
Me di cuenta de que la mayoría de ellos tenía los ojos en condiciones deplorables; todos
cubiertos de legañas. Uno o dos de aquellos hombres parecían estar medio ciegos.
Meditaba sobre cuán miserable era aquella gente, cuando el doctor Leidner dijo:
- Tenemos un excelente equipo de hombres, ¿verdad?
- ¡Qué mundo tan dispar es éste!, pensé y de qué forma tan diferente pueden ver dos
personas la misma cosa. Creo que no lo he expresado bien, pero supongo que sabrán lo
que quiero decir.
Al cabo de un rato, el doctor Leidner dijo que volvía a la casa para tomar una taza
de té. Le acompañé y durante el camino me fue explicando algunas cosas de las que
veíamos. Ahora que lo explicaba él, todo me parecía diferente. Podía verlo todo tal
como había sido, por decirlo así. Las calles y las casas. Me enseñó un horno en que los
asirios cocían el pan y me dijo que, en la actualidad, los árabes utilizaban unos hornos
muy parecidos.
Cuando entramos en la casa encontramos a la señora Leidner que ya se había
levantado. Tenía mucho mejor aspecto y no parecía tan delgada y agotada. Nos
trajeron el té al cabo de un momento, y entretanto, el doctor Leidner le contó a su
esposa lo que había ocurrido en las excavaciones durante la mañana. Luego volvió al
trabajo y la señora Leidner preguntó si me gustaría ver algunos de los objetos que
habían sido encontrados hasta entonces. Le dije que sí, y me llevó hasta el almacén.
Había en él gran variedad de cosas esparcidas, la mayoría de las cuales, según me
pareció, eran cacharros rotos; y también otros que habían sido reconstruidos pegando
sus diferentes fragmentos. Pensé que todos aquellos chismes hubieran estado mejor en
el cubo de la basura.
- ¡Válgame Dios! - exclamé -. Es una lástima que estén tan rotos, ¿verdad? ¿Vale la
pena guardarlos?
- La señora Leidner sonrió y dijo:
- Que no la oiga Eric. Los pucheros es lo que más le interesa. Algunos de los que ve
aquí son los objetos más antiguos que tenemos. Tal vez tienen siete mil años.
Y me explicó cómo algunos de ellos se podían encontrar excavando en las partes
más profundas del montecillo, y cómo, millares de años antes, habían sido rotos y
reparados con betún, lo cual venía a demostrar que aún entonces la gente tenía el
mismo apego a sus cosas que en la actualidad.
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- Y ahora - continuó - le voy a enseñar algo mucho más interesante.
Alcanzó una caja de una estantería y me mostró una daga de oro, en cuya
empuñadura llevaba incrustadas unas gemas de color azul oscuro.
Di un grito de entusiasmo.
- Sí, a todos les gusta el oro, excepto a mi marido.
- ¿Y por qué no le gusta el oro al doctor Leidner?
- Más que nada, porque resulta caro. El obrero que encuentra uno de esos objetos,
cobra su peso en oro.
- ¡Dios mío! - exclamé -. ¿Por qué?
- Es una costumbre. En primer lugar, evitar que roben. Si los peones roban no es
por el valor arqueológico de la pieza, sino por su valor intrínseco. La pueden fundir.
Puede decirse, por lo tanto, que les damos facilidades para que sean honrados.
Cogió otra caja de la estantería y me enseñó una hermosísima copa de oro, sobre la
que se veían varias cabezas de ciervo esculpidas.
Volví a lanzar otra exclamación.
- Sí, es hermosa, ¿verdad? La encontramos en la tumba de un príncipe. Hemos
descubierto otras sepulturas rea les, pero muchas de ellas habían sido saqueadas. Esta
copa es nuestro más preciado hallazgo. Es una de las mejores que se han encontrado
hasta ahora. Acadio primitivo. Una pieza única.
De pronto, la señora Leidner frunció el ceñó y examinó la copa más de cerca. Con
una uña rascó un punto de ella.
- ¡Qué extraño! Es una gota de cera. Alguien ha entrado aquí con una vela.
Desprendió la cera y colocó la copa en su sitio.
Después mostró unas raras figuritas de barro cocido; algunas de ellas eran bastante
groseras. Aquellos pueblos antiguos tenían una mentalidad muy vulgar.
Al volver al porche, encontramos a la señora Mercado que se estaba pintando las
uñas. Para ver mejor el efecto alargaba ante ella la mano con los dedos abiertos. Pensé
que no podía haberse imaginado nada más horroroso que aquel color rojo anaranjado.
- ¡Qué ocupados están todos! - comentó la señora Mercado -. Van a decir que soy una
holgazana. Y desde luego, lo soy.
- ¿Y por qué no tenía que serlo, si le gusta? - preguntó la señora Leidner.
Su voz no demostraba interés alguno.
41
Almorzamos a las doce. Después de comer, el doctor Leidner y el señor Mercado
limpiaron varias piezas de cerámica, vertiendo sobre ellas una solución de ácido
clorhídrico. Uno de los pucheros resultó ser de un hermoso color ciruela y en otro se
descubrió un dibujo formado por cuernos de toro entrelazados. Era como cosa de
magia. Todo el barro seco, que ningún lavado podía quitar, parecía hervir y
evaporarse.
EL señor Carey y el señor Coleman volvieron a las excavaciones y el señor Reiter se
dirigió al estudio fotográfico.
La señora Leidner había cogido del almacén un platillo roto en varios pedazos y se
dispuso entonces a pegarlos. La observé durante unos momentos y luego le pregunté si
podía ayudarla..
- Desde luego, hay muchos.
Fue a por más material y nos pusimos a trabajar.
Pronto di con el quid de la cuestión y la señora Leidner alabó mi destreza. Supongo
que la mayoría de las enfermeras tienen cierta habilidad manual.
- ¿Qué vas a hacer, Louise? - preguntó el doctor Leidner a su mujer -. Supongo que
descansar s un rato. Colegí por ello que la señora Leidner dormía la siesta todas las
tardes.
- Me acostaré una hora. Después, tal vez salga a dar un pequeño paseo.
- Bien. La enfermera te acompañará, ¿verdad?
- Desde luego - contesté.
- No, no - replicó ella -. Me gustaría ir sola. La enfermera no debe tomarse tan en
serio su deber, como para no permitir que me aleje de su vista.
- Pero a mí me gustaría acompañarla - insistí.
- No, de veras. Prefiero que no venga - su tono era firme, casi perentorio -. Debo
valerme por mí misma de vez en cuando. Es conveniente.
No repliqué, desde luego. Pero al dirigirme a mi cuarto para descansar un rato, me
pregunté cómo la señora Leidner, tan atemorizada y nerviosa, podía estar dispuesta a
dar un paseo solitario, sin alguna clase de protección.
Cuando salí de mi habitación, a las tres y media de la tarde, no había nadie en el
patio, salvo un chico que lavaba trozos de cerámica y el señor Emmott que se ocupaba
en clasificarlos y arreglarlos. Al dirigirme hacia ellos vi que la señora Leidner entraba
por el portalón. Tenía un aspecto mucho más vivaz que de costumbre. Le brillaban los
ojos y parecía estar sobreexcitada, casi alegre.
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El doctor Leidner salió entonces del laboratorio y se acercó a ella. Le mostró un
gran plano sobre el que se veía el consabido dibujo de cuernos entrelazados.
- Los estratos prehistóricos están resultando extraordinariamente productivos - dijo
-. Hasta ahora, la campaña va dando buenos resultados. Fue una verdadera suerte
encontrar esa tumba a poco de empezar. El único que puede quejarse es el padre
Lavigny. Hemos encontrado muy pocas tablillas.
- Pues no parece que se haya preocupado mucho de las pocas que tenemos - dijo la
señora Leidner secamente -. Será un magnífico técnico descifrando inscripciones, pero
es un notable perezoso. Se pasa todas las tardes durmiendo.
- Echamos de menos a Byrd - comentó el doctor Leidner -. Este hombre me parece
que es poco dado a la exactitud, aunque, como es lógico, no soy quién para juzgarlo.
Pero una o dos de sus últimas traducciones han sido sorprendentes, por no decir otra
cosa. No puedo creer, por ejemplo, que tenga razón acerca de la inscripción de aquel
ladrillo. Pero, en fin, él sabrá lo que se pesca.
Después del té, la señora Leidner preguntó si me gustaría dar un paseo hasta el río.
Pensé que tal vez temiera que su negativa a que la acompañara antes pudiera haber
herido mi susceptibilidad.
Yo quería demostrarle que no era rencorosa y me apresuré a aceptar.
El atardecer era magnífico. Seguimos una senda que pasaba entre campos de
cebada y atravesaba luego una plantación de árboles frutales en flor. Llegamos a la
orilla del Tigris. A nuestra izquierda quedaba el Tell, donde los trabajadores
salmodiaban su monótona canción. Y un poco a la derecha se veía una noria que
producía un ruido chirriante. De momento, aquel chirrido me dio dentera; mas al final
acabó por gustarme, produciendo en mí un efecto sedante. Más allá de la noria estaba
el poblado, donde vivían la mayor parte de los trabajadores.
- Es bonito, ¿verdad? - preguntó la señora Leidner.
- Resulta agradable este ambiente de paz - comenté -. Parece mentira que se pueda
estar tan lejos de todo.
- Lejos de todo - repitió ella -. Sí, aquí, por lo menos, espera una estar segura.
La miré fijamente, pero me hizo el efecto de que estaba hablando para sí, y no se
había dado cuenta de que había expresado con palabras sus pensamientos.
Iniciamos el regreso.
De pronto, la señora Leidner me cogió tan fuertemente del brazo, que casi me hizo
dar un grito.
- ¿Qué es eso, enfermera? ¿Qué está haciendo?
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A poca distancia de nosotras, justamente donde la senda pasaba al lado de la casa,
había un hombre, tratando de mirar por una de las ventanas.
Mientras lo contemplábamos, el hombre volvió la cabeza, nos divisó, e
inmediatamente siguió su camino por la senda, dirigiéndose hacia nosotras. Sentí que
la mano de la señora Leidner se apretaba todavía más contra mi brazo.
- Enfermera - murmuró -. Enfermera...
- No pasa nada. Cálmese. No pasa nada - traté de tranquilizarla.
El hombre vino hacia donde estábamos y pasó por nuestro lado. Era un iraquí, y tan
pronto como la señora Leidner lo vio de cerca, pareció que sus nervios se relajaban y
dio un suspiro.
- No era más que un iraquí - dijo.
Proseguimos nuestro camino. Miré hacia las ventanas cuando pasamos ante ellas.
No solamente tenían rejas, sino que estaban a tanta altura sobre el suelo, que no
permitían ver el interior de la casa, pues el nivel del pavimento era allí más bajo que
en el patio interior.
- Tal vez estaba curioseando - comenté.
La señora Leidner asintió.
- Eso debe ser. Por un momento creí...
Se detuvo.
En mi fuero interno me pregunté: "¿Qué pensaste?".
Pero ahora ya sabía una cosa. La señora Leidner temía a una determinada persona
de carne y hueso.
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CAPÍTULO VIII
Alarma nocturna
Es difícil recordar exactamente lo que sucedió durante la semana que siguió a mi
llegada a Tell Yarimjah. Mirándolo ahora, que sé cómo terminó la cosa, me doy cuenta
de una buena cantidad de pequeños indicios y señales que me pasaron entonces por
alto.
Si he de contarlo todo con propiedad, creo que debo tratar de reflejar el estado de
ánimo que tenía en aquellos días; es decir, embrollado, intranquilo y con un creciente
presentimiento de algo que iba mal.
Porque una cosa era cierta. Aquella curiosa sensación de tirantez y a la vez apremio
no era imaginada. Era verdadera. Hasta el insensible Bill Coleman lo comentó.
- Este sitio me está poniendo nervioso - oí que decía -. ¿Están siempre todos tan
malhumorados?
Estaba hablando con David Emmott, el otro auxiliar. Me empezaba a gustar el
señor Emmott, pues su aspecto taciturno no era signo de que careciera de
sentimientos. De eso estaba yo segura. Había algo en él que resultaba inmutable y
tranquilizador en una atmósfera donde nadie estaba seguro de lo que sentían los
demás.
- No - respondió el señor Emmott -. El año pasado no ocurrió esto.
Y ya no habló más.
- Lo que no puedo entender es la causa de todo ello - dijo el señor Coleman con
acento de disgusto.
Emmott se encogió de hombros y no contestó.
Tuve una conversación muy sustanciosa con la señorita Johnson. Me gustaba
aquella mujer. Era competente, práctica y culta. Sin duda consideraba al doctor
Leidner como a un héroe.
En aquella ocasión me contó toda su historia, desde su juventud. Conocía todos los
sitios en que el doctor Leidner había dirigido excavaciones, así como el resultado de
todas ellas. Yo hubiera estado dispuesta a jurar que la señorita Johnson era capaz de
recitar cualquier pasaje de las conferencias por él dadas. Lo consideraba, según me
dijo, como el mejor arqueólogo que existía entonces.
- Y es tan sencillo... tan poco apegado a las vanidades. No conoce lo que es el
engreimiento. Sólo un hombre tan importante puede ser tan sencillo.
- Eso es cierto - asentí -. La gente ilustre no necesita ir por ahí dándose importancia.
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- Además, tiene un carácter muy jovial. ¡Cómo nos divertíamos los primeros años
que vinimos aquí, él, Richard Carey y yo! Éramos una pandilla feliz. Richard Carey
trabajó con él en Palestina. Su amistad data de hace diez años. Y yo le conozco desde
hace siete.
- El señor Carey es un caballero muy distinguido - afirmé.
- Sí... supongo que sí.
Lo dijo con un acento conciso.
- Pero es un poco reservado, ¿no le parece?
- No solía ser así - respondió prestamente la señorita Johnson -. Sólo desde...
- ¿Desde cuándo...? - le pregunté.
- Bueno - la señorita Johnson hizo un característico movimiento de hombros -.
Muchas cosas han cambiado en la actualidad.
No repliqué. Esperaba que ella prosiguiera, y así lo hizo, previa una risita, como si
quisiera quitar importancia a lo que iba a decir.
- Me parece que soy una vieja conservadora. Siempre creí que si la mujer de un
arqueólogo no está realmente interesada en el trabajo de su marido, no debe
acompañarle a ninguna expedición. Eso conduce a desavenencias en muchas ocasiones.
- La señora Mercado... - sugerí.
- ¡Oh, ésa! - la señorita Johnson parecía apartar a un lado tal insinuación -. Estaba
pensando en la señora Leidner. Es una mujer encantadora. Se comprende
perfectamente que el doctor Leidner se volviera loco por ella. Pero no puedo menos que
opinar que aquí está descentrada. Lo desbarata todo.
La señorita Johnson, por lo tanto, coincidía con la señora Kelsey en que la señora
Leidner era la responsable de aquella atmósfera tirante. Pero, entonces, ¿de dónde le
venían a la señora Leidner sus temores?
- Con ello perturba a su marido - siguió la señorita Johnson con gravedad -. Desde
luego, yo soy como... un perro fiel y celoso. No me gusta verlo tan agotado y
preocupado. Debía centrar toda su atención en el trabajo que está haciendo, en lugar
de dedicarla a su mujer y a sus estúpidos temores. Si se pone nerviosa por venir a
sitios tan apartados, hubiera hecho mejor quedándose en América. Me consume la
paciencia esa gente que va a un sitio y luego no hace más que gruñir y quejarse.
Y luego, como temerosa de haber hablado más de la cuenta, prosiguió:
- Siento por ella una gran admiración, desde luego. Es una mujer encantadora y
cuando quiere tiene unas maneras atractivas.
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Y allí acabó la confidencia.
Pensé que siempre ocurre lo mismo. Los celos surgen dondequiera que varias
mujeres deban convivir. A la señorita Johnson no le gustaba la esposa de su jefe. Eso
estaba claro y hasta parecía natural. Y a no ser que yo estuviera equivocada por
completo, a la señora Mercado le tenía también manifiesta ojeriza.
Otra persona que no sentía gran simpatía hacia la señora Leidner era Sheila Reilly.
Vino unas cuantas veces a las excavaciones. La primera en automóvil, y dos veces más
a caballo, acompañada por un joven. En el fondo de mi pensamiento estaba persuadida
de que Sheila sentía cierta debilidad por el joven americano Emmott. Solía quedarse
en las excavaciones, para charlar un rato, cuando el joven estaba allí. Creo que el
muchacho la admiraba.
Un día, mientras almorzábamos, la señora Leidner lo comentó algo
indiscretamente, a mi modo de ver.
- Por lo visto, la joven Reilly sigue todavía detrás de David - dijo, lanzando una
risita -. Pobre David, te persigue hasta en las excavaciones. ¡Cuántas tonterías hacen
las chicas !
El señor Emmott no contestó, pero bajo el bronceado tinte de su rostro se le vio
enrojecer. Levantó los ojos y los fijó en los de ella con una expresión extraña. Fue una
mirada directa y penetrante parecida a un desafío.
Ella sonrió, desviando la mirada.
Oí que el padre Lavigny murmuraba, pero cuando le rogué: "Perdón, ¿decía algo?",
se limitó a sacudir la cabeza y no repitió su observación.
Aquella tarde, el señor Coleman me dijo:
- Si he de serle franco, al principio no me gustaba ni pizca la señora Leidner. Solía
saltarme al cuello, o poco menos, cada vez que yo abría la boca. Pero ahora empiezo a
comprenderla mejor. Es una de las mujeres más amables que he conocido. Antes de
que uno se dé cuenta, le está contando las mayores tonterías que se le ocurren. Ahora
la ha tomado con Sheila Reilly, ya lo sé. Pero, en una o dos ocasiones, esa chica ha sido
verdaderamente descortés con ella. Eso es lo malo de Sheila; no tiene educación. ¡Y
vaya genio que despliega a veces!
Aquello estaba yo dispuesta a creerlo. El doctor Reilly la había malcriado.
- Es natural que tienda a estar pagada de sí misma, ya que es la única mujer joven
de por aquí. Pero eso no le da derecho para hablar a la señora Leidner como si ésta
fuera su abuela. La señora Leidner no es ninguna chiquilla, pero es una mujer de muy
buen ver. Como una de esas damas fantasmagóricas que salen de los panteones con
una luz en la mano y te atraen con embeleso - y añadió amargamente -: Sheila no
atrae a nadie. Lo que hace es ahuyentar a todo el que se acerca.
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Aparte de esto, sólo me acuerdo de otros dos incidentes que tuvieran algún
significado.
Uno de ellos ocurrió cuando fui al dormitorio para coger un poco de acetona con la
que quitarme de los dedos el pegamento que se me había adherido mientras estuve
recomponiendo varias piezas de cerámica. La señora Mercado estaba sentada y tenía
la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa. Creía que estaba dormida.
Cogí la botella que necesitaba y me marché.
Aquella noche, con gran sorpresa por mi parte, la señora Mercado me abordó.
- ¿Cogió usted una botella de acetona del laboratorio?
- Sí - dije -. La cogí.
- Usted sabe perfectamente que en el almacén siempre se guarda otra botella.
- ¿De veras? No lo sabía.
- ¡Pues yo creo que sí! Lo que quería usted era espiarme. Ya sé cómo son las
enfermeras.
La miré fijamente.
- No sé de qué me está usted hablando, señora Mercado - repliqué con dignidad -. De
lo que estoy segura es de que no tengo necesidad de espiar a nadie.
- ¡Oh, no! ¡Claro que no! ¿Cree que no sé a qué ha venido usted aquí?
Durante un momento creí que aquella mujer había estado bebiendo. Di la vuelta y
me marché sin decir nada. Me extrañó su conducta.
El otro incidente no tuvo mucha más importancia. Estaba tratando de atraer a un
perrito con un trozo de pan. Era muy tímido, como todos los perros árabes, y estaba
convencido de que no podía esperar nada bueno de mí. Echó a correr y yo le seguí. Salí
por el portalón y di la vuelta a la esquina de la casa. Iba tan apresurada que me
abalancé sobre el padre Lavigny y otro hombre que allí estaban hablando, antes de que
pudiera detenerme. Al momento me di cuenta de que aquel hombre era el mismo que
la señora Leidner y yo habíamos visto días pasados, tratando de mirar por una
ventana. Pedí perdón y el padre Lavigny sonrió. Se despidió de su interlocutor y volvió
conmigo hacia la casa.
- Sepa usted - dijo- que estoy verdaderamente avergonzado. Estudio idiomas
orientales y ninguno de los hombres que trabajan en las excavaciones puede
entenderme. Es humillante, ¿no le parece? Estaba conversando ahora en árabe con ese
hombre, que vive en la ciudad, para ver si me entendía mejor. Pero a pesar de ello no
he tenido mucho éxito. Leidner dice que mi árabe es demasiado puro.
Aquello fue todo. Pero se me puso en la cabeza que era extraño que el mismo
hombre estuviera rondando todavía la casa.
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Por la noche pasamos un buen susto.
Debían ser, poco más o menos, las dos de la madrugada. Tengo un sueño bastante
ligero, como muchas enfermeras. Estaba ya despierta y sentada en la cama, cuando se
abrió la puerta de mi habitación.
- ¡Enfermera, enfermera!
Era la voz de la señora Leidner, baja y apremiante.
Rasqué un fósforo y encendí la vela.
Estaba de pie en la puerta y se cubría con una bata azul. Parecía petrificada por el
terror.
- Hay alguien... alguien... en la habitación contigua a la mía. Le oí... arañar la
pared.
Salté de la cama y fui hacia ella.
- Está bien - dije -. Aquí me tiene. No se asuste.
- Llame a Eric - murmuró.
Hice un gesto de asentimiento; salí al patio y llamé a la puerta del doctor Leidner.
A1 cabo de un momento se había unido a nosotras. La señora Leidner se sentó en la
cama. Respiraba con dificultad.
- Le oí... - dijo -. Le oí... arañar la pared.
- ¿Hay alguien en el almacén? - exclamó el doctor.
Salió precipitadamente. Me chocó la forma tan diferente en que habían reaccionado
los dos esposos. El miedo de ella era enteramente personal, mientras que el
pensamiento de Leidner se había interesado en el acto por sus preciosos tesoros.
- ¡El almacén! - suspiró la señora Leidner -. Desde luego. ¡Qué estúpida he sido!
Se levantó y después de ajustarse la bata me rogó que la acompañara. Toda traza de
pánico había desaparecido de ella.
Cuando llegamos al almacén encontramos al doctor Leidner y al padre Lavigny.
Este último también había oído un ruido; se levantó para investigar y le parecía haber
visto una luz en el propio almacén. Se entretuvo mientras se ponía las zapatillas y
cogía una linterna, y cuando llegó no vio a nadie. No obstante, la puerta estaba
cerrada, tal como se dejaba por las noches. El doctor Leidner había llegado mientras el
padre Lavigny se cercioraba de que no faltaba nada.
No nos enteramos de mucho más. El portalón estaba cerrado. Los soldados de la
guardia juraron que nadie pudo haber entrado desde el exterior; pero como habrían
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estado durmiendo, no era aquello una prueba decisiva. No se observaron señales de
que un intruso hubiera penetrado en la casa, y nada faltaba en el almacén.
Era posible que lo que alarmara a la señora Leidner fuera el ruido que hizo el padre
Lavigny al mover las cajas de los estantes para comprobar que todo estaba en orden.
Por otra parte, el propio padre Lavigny estaba seguro de que había oído pasos ante
su puerta y que vio el reflejo de una luz, posiblemente de una antorcha, en el
almacén...
Nadie más había visto ni oído nada.
El incidente reviste cierto valor para esta narración porque fue la causa de que, al
día siguiente, la señora Leidner se confiara a mí.
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CAPÍTULO IX
La historia de la señora Leidner
Habíamos acabado de almorzar y la señora Leidner se fue a su habitación para
descansar como de costumbre. La acomodé en su cama, proveyéndola de almohadas y
de un libro. Salía ya del dormitorio cuando me llamó.
- No se vaya, enfermera. Tengo algo que decirle.
Volví a entrar en el cuarto.
- Cierre la puerta.
Obedecí.
Saltó de la cama y empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación. Me di
cuenta de que trataba de prepararse para decirme algo, y no quise interrumpirla. Se
veía que la embargaba una gran indecisión. Por fin pareció determinarse. Se volvió
hacia mí y me dijo de pronto:
- Siéntese.
Tomé asiento sosegadamente al lado de la mesa. Ella empezó a hablar muy
nerviosa.
- Se habrá usted preguntado qué ocurre aquí.
Asentí con la cabeza.
- He decidido contárselo a usted... todo. Debo confiárselo a alguien, o me volveré
loca.
- Bueno - dije -. Creo que será preferible. No es fácil saber qué es lo mejor que se
puede hacer cuando se está a oscuras sobre un asunto.
- ¿Sabe usted de qué estoy asustada?
- ¿De algún hombre? - opiné.
- Sí. Pero no le pregunto de quién... sino de qué.
Esperé.
- Temo que me maten.
Bien, ya había salido a relucir. Estaba dispuesta a no demostrar ansiedad. Ella era
ya bastante propensa a tener un ataque de nervios, para que yo la preocupara aún
más.
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- ¡Vaya, por Dios! - exclamé -. ¿Entonces, era eso?
La señora Leidner empezó a reír. Fue una risa continuada y nerviosa. Las lágrimas
corrían mientras por sus mejillas.
- ¡De qué forma lo ha dicho! - pudo exclamar por fin -. ¡De qué forma lo ha dicho!
- Vamos, vamos - traté de calmarla -. Esto no le sienta bien.
Hablé bruscamente. Le hice sentar en una silla, fui hacia el lavabo y cogí una
esponja mojada para humedecerle las sienes y las muñecas.
- Basta de tonterías - añadí -: Cuéntemelo todo con calma y sea razonable.
Aquello pareció contenerla. Se irguió y habló con su voz normal.
- Es usted un tesoro, enfermera - dijo -. Me hace sentir como si fuera una niña de
seis años. Voy a contárselo.
- Eso está mejor - comenté -. Tómese todo el tiempo que necesite y no se apresure.
Empezó a hablar despacio y con sosiego.
- Me casé cuando tenía veinte años, con un joven que trabajaba en un departamento
ministerial de mi país. Fue en el año mil novecientos dieciocho.
- Ya lo sé - interrumpí -. Me lo contó la señora Mercado. Murió en la guerra.
- Eso es lo que cree ella. Eso es lo que creen todos. Pero la verdad es completamente
diferente. Yo era una muchacha llena de ardor patriótico y de idealismo. Al cabo de
unos meses de casada descubrí, a causa de un accidente fortuito, que mi marido era un
espía alemán. Me enteré de que la información facilitada por él había sido el motivo
del hundimiento de un transporte de tropas americanas y de la pérdida de centenares
de vidas. No sé qué es lo que hubieran hecho otros en mi caso, pero le diré qué fue lo
que hice yo. Fui a ver a mi padre, que estaba en el Ministerio de la Guerra, y le conté
lo que pasaba. Frederick murió en la guerra, pero en realidad murió en América,
fusilado como espía.
- ¡Dios mío! - exclamé -. ¡Qué horrible!
- Sí - continuó ella -. Fue algo terrible. Era tan amable, tan... afectuoso... Y pensar
que... Pero no dudé ni un momento. Tal vez me equivoqué.
- No se puede asegurar una cosa así - observé -. Estoy segura de que en su caso yo
no hubiera sabido qué hacer.
- Lo que le he dicho, nunca trascendió más allá de los medios gubernamentales.
Para todos, mi marido había muerto en el frente de batalla. Como viuda de guerra
recibí muchos testimonios de simpatía.
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Su voz tenía un tono amargo y yo hice un gesto comprensivo con la cabeza.
- Después tuve muchos pretendientes que querían casarse conmigo, pero siempre
rehusé. Había sufrido un duro golpe. Creí que no podría jamás confiar en nadie.
- Sí, comprendo perfectamente sus sentimientos.
- Pero luego empecé a tomarle afecto a cierto joven. Mi ánimo vacilaba. Y entonces
ocurrió una cosa sorprendente. Recibí una carta de Frederick en la que me decía que si
volvía a casarme, me mataría.
- ¿De Frederick? ¿De su difunto marido?
- Sí. Como es natural, al principio creí que estaba loca o soñaba. Pero, por fin, tomé
una decisión y fui a ver a mi padre. Me contó la verdad. Mi marido no había sido
fusilado. Escapó, pero aquello no le sirvió de nada. Unas semanas después de su fuga,
descarriló el tren en que viajaba, y su cuerpo se encontró entre los de las víctimas del
accidente. Mi padre no quiso contarme lo de su fuga, y puesto que de todas formas
había muerto, no había creído oportuno decirme nada hasta entonces.
Hubo una breve pausa.
- Pero la carta que recibí abría todo un campo de nuevas posibilidades - prosiguió la
señora Leidner -. ¿Era cierto, acaso, que mi marido vivía todavía? Mi padre trató la
cuestión con el máximo cuidado. Me dijo que, dentro de lo que cabía, se tenía la certeza
de que el cuerpo que se enterró era realmente el de Frederick. El cadáver estaba un
poco desfigurado, por lo que no podía hablar con absoluta seguridad, pero me reiteró la
confianza de que Frederick estaba muerto y que su carta no era más que una burla
cruel y maliciosa.
"Lo mismo ocurrió en otras ocasiones. Cuando parecía que mis relaciones con
cualquier hombre tomaban cierto carácter íntimo, recibía otra carta amenazadora.
- ¿Era la letra de su marido? - pregunté.
- No podría decirlo - replicó ella lentamente -. Yo no tenía cartas anteriores de él.
Sólo podía fiarme de la memoria.
- ¿No hacía ninguna alusión, ni empleaba palabras que pudieran darle a usted la
necesaria seguridad?
- No. Entre nosotros usábamos ciertas expresiones; apodos, por ejemplo. Mi
seguridad hubiera sido completa si hubiera empleado o citado algunas de esas
expresiones en las cartas.
- Sí, es extraño - comenté pensativamente -. Parecía como si se tratara de otra
persona. ¿Pero quién más podría ser?
- Existe una posibilidad de que fuera otro. Frederick tenía un hermano menor; un
muchacho que, cuando nos casamos, tenía diez o doce años. Adoraba a Frederick y éste
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le quería mucho. No sé qué fue de William, que así se llamaba, después de todo
aquello. Tal vez, como sentía un fanático afecto por su hermano, haya crecido
considerándome como la principal responsable de su muerte. Siempre me tuvo celos y
pudo imaginar lo de las cartas como una manera de castigarme.
- Quizá sea así - dije -. Es curiosa la manera que emplean los niños cuando
recuerdan las cosas y experimentan una conmoción espiritual.
- Ya lo sé. Ese muchacho puede haber dedicado su vida a la venganza.
- Continúe, por favor.
- No me queda mucho por decir. Conocí a Eric hace tres años. No quería volver a
casarme, pero Eric me hizo cambiar de opinión. Hasta el día de nuestra boda estuve
esperando una de las cartas amenazadoras. Pero no llegó ninguna. Supuse que, o bien
el que escribía había muerto o se había cansado de su cruel diversión. Pero a los dos
días de casada, recibí ésta.
Atrajo hacia sí una pequeña cartera que había sobre la mesa; la abrió y sacó de ella
una carta que me entregó. La tinta tenía un tono desvaído. La letra era más bien de
estilo femenino, de trazos inclinados.
"Has desobedecido y ahora no te escaparás. ¡Sólo
debes ser la esposa de Frederick Borner! Tienes que
morir."
- Me asusté, pero no tanto como en ocasiones anteriores. La compañía de Eric me
daba una sensación de seguridad. Luego un mes más tarde, recibí una segunda carta.
"No lo he olvidado. Estoy madurando mis planes.
Tienes que morir. ¿Por qué has desobedecido?"
- ¿Su esposo está enterado de esto? - pregunté.
La señora Leidner contestó lentamente.
- Sabe que me han amenazado. Le enseñé las dos cartas cuando recibí la segunda de
ellas. Opinó que se trataba de una burla. O que se trataba de alguien que quería
hacerme objeto de explotación con el pretexto de que mi primer marido estaba vivo.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
- Unos pocos días después de recibir la segunda carta estuvimos a punto de morir
asfixiados. Alguien entró en nuestro apartamento, cuando estábamos durmiendo, y
abrió la llave del gas. Por fortuna, me desperté y me di cuenta a tiempo. Aquello me
hizo perder la entereza. Le conté a Eric que durante años me había visto perseguida y
le aseguré que aquel loco, quienquiera que fuese, estaba realmente dispuesto a
matarme. Creo que, por vez primera, tuve la certeza de que era Frederick. Hubo
siempre, detrás de su afectuosidad, un fondo despiadado. Creo que Eric se alarmó
todavía más que yo. Quería denunciar el caso a la policía, pero, era natural, yo me
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opuse. Al final convinimos en que vendría aquí con él y que sería aconsejable que no
volviera a América en el próximo verano, sino que me quedara en Londres o París.
Llevamos a cabo nuestro plan y todo salió bien. Estaba segura de que ya saldría bien
todo. Habíamos puesto medio mundo entre nosotros y mi enemigo.
"Pero luego, hace poco más de tres semanas, recibí una carta con sello iraquí.
Me entregó una tercera carta.
"Creías que podrías escapar, pero te has equivocado.
No puedes seguir viviendo después de haberme sido
infiel. Siempre te lo advertí. La muerte no está muy
lejos."
- Y hace una semana... ¡ésta! La encontré aquí mismo, sobre la mesa. Ni siquiera
vino por correo.
Cogí la hoja de papel que me daba. Sólo habían escrito en ella dos palabras:
" He llegado."
La señora Leidner me miró fijamente.
- ¿Lo ve usted? ¿Lo entiende? Me va a matar. Puede ser Frederick o el pequeño
William; pero me va a matar.
Su voz se levantó temblorosa. Le cogí una muñeca.
- Vamos...vamos - dije con tono admonitorio -. No se excite. Aquí estamos todos para
protegerla. ¿Tiene algún frasco de sales?
Con la cabeza me indicó el lavabo. Le di una buena dosis.
- Así está mejor. Pero, enfermera, ¿se da usted cuenta de por qué me encuentro en
este estado? Cuando vi a aquel hombre mirando por la ventana, pensé: "Ya llegó..."
Hasta desconfié cuando llegó usted. Pensé que tal vez podía ser usted un hombre
disfrazado.
- ¡Qué idea!
- Ya sé que parece absurdo. Pero podía estar usted de acuerdo con él. No haber sido
una verdadera enfermera.
- ¡Pero eso son tonterías!
- Sí, tal vez. Mas yo estaba fuera de mí.
Sobrecogida por una repentina idea, dije:
- Supongo que reconocería a su primer marido si lo viera.
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Respondió despacio:
- No lo sé. Hace ya más de quince años. Quizá no reconozca su cara.
Luego se estremeció.
- Lo vi una noche... pero era una cara de difunto. Oí unos golpecitos en la ventana y
luego vi una cara; una cara de ultratumba que gesticulaba más allá del cristal.
Empecé a gritar. Y cuando llegaron todos, dijeron que allí no había nada.
Recordé lo que me contó la señora Mercado.
- ¿No cree usted que entonces estaba soñando? - pregunté indecisa.
- ¡Estoy segura de que no!
Yo no lo estaba tanto. Era una pesadilla que podía darse en aquellas circunstancias
y que fácilmente se confundiría con un hecho real. Pero no tengo por costumbre el
contradecir a mis pacientes. Tranquilicé lo mejor que pude a la señora Leidner y le
hice observar que si un extraño llegara a los alrededores de la casa, sería muy difícil
que pasara sin ser visto.
La dejé un poco más animada, según pensé, y fui a buscar al doctor Leidner, a quien
conté la conversación que habíamos tenido.
- Me alegro de que se lo haya contado - dijo simplemente -. Me tenía terriblemente
sobresaltado. Estoy seguro de que los golpecitos en la ventana y la cara contra el
cristal son meras imaginaciones suyas. Estaba indeciso sobre lo que debía hacer. ¿Qué
opina usted del asunto?
No llegué a comprender completamente el tono que tenía su voz, pero respondí con
bastante presteza:
- Es posible que esas cartas sean una burla inhumana y ruin.
- Sí, tal vez sea eso. Pero, ¿qué haremos? Esto acabará por volverla loca. No se qué
pensar.
- Ni yo tampoco. Se me ocurrió que quizás una mujer tuviera algo que ver con
aquello. Las cartas contenían cierto acento femenino.
En el fondo de mi mente estaba pensando en la señora Mercado. ¿Era posible que,
por una casualidad, se hubiera enterado de lo que pasó con el primer marido de la
señora Leidner? Podía estar dando satisfacción a su rencor por el procedimiento de
aterrorizar a otra mujer.
No me gustaba sugerir una cosa así al doctor Leidner. Es difícil prever de antemano
las reacciones humanas.
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- Bueno - añadí jovialmente -. Esperemos que todo irá bien. Me parece que la señora
Leidner se siente ya más feliz, ahora que ha hablado de ello. Es una cosa que siempre
resulta conveniente. Lo que se consigue guardando reserva es enfermar de los nervios.
- Me alegro mucho de que se lo haya contado - repitió él -. Es una buena señal.
Demuestra que le gusta usted y que le tiene confianza. Estaba ansioso por saber qué
era lo que mejor podía hacer.
Estuve a punto de preguntarle si había pensado en hacer una discreta indicación a
la policía local, pero más tarde me alegré de no haber hecho la pregunta. Les diré por
qué. El señor Coleman tenía que ir a Hassanieh al día siguiente para traer el dinero
con que se pagaba a los trabajadores. Se llevaba también todas nuestras cartas para
que salieran en el correo aéreo. Las cartas, una vez escritas, se depositaban en una
caja de madera, colocada en el alféizar de la ventana del comedor. Aquella noche, como
preparativo para el día siguiente, el señor Coleman sacó todas las cartas de la caja y
empezó a clasificarlas en paquetes que sujetaba con cintas elásticas.
De pronto lanzó una exclamación.
- ¿Qué pasa? - pregunté.
Me mostró una carta, al tiempo que hacía un gesto.
- Nuestra "encantadora" Louise... está como un cencerro. Ha dirigido una carta a
alguien que vive en la calle Cuarenta y dos, de París, Francia. No creo que esa calle
exista en París, sino en Nueva York, ¿no le parece? ¿Tendría inconveniente en
llevársela y preguntarle si está bien puesta la dirección? Acaba de irse ahora mismo
hacia su dormitorio.
Cogí la carta y corrí en busca de la señora Leidner, quien rectificó la dirección del
sobre. Era la primera vez que veía la escritura de la señora Leidner, y entonces me
pregunté dónde había visto yo antes aquel tipo de letra, pues era indudable que me
resultaba familiar.
Hasta bien entrada la madrugada no supe contestar aquella pregunta. Y entonces
se me ocurrió de repente. Salvo que era más grande y un tanto más inclinada, se
parecía extraordinariamente a la escritura de las cartas anónimas.
Nuevas ideas pasaron por mi imaginación.
¿Acaso era la propia señora Leidner quien había escrito aquellas cartas?
¿Y quizá lo sospechaba el doctor Leidner?
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CAPÍTULO X
El sábado por la tarde
La señora Leidner me contó su historia el viernes por la
tarde.
El sábado por la mañana, sin embargo, se notaba en el ambiente una ligera
sensación de reserva. La señora Leidner, en particular, parecía dispuesta a ser un
tanto brusca conmigo y de una forma ostensible evitaba toda posibilidad de
conversación. Aquello no me sorprendía. Me había ocurrido más de una vez. Hay
señoras que revelan ciertas cosas a sus enfermeras en un momento de repentina
confidencia y luego no se sienten satisfechas de haberlo hecho. Son cosas de la
naturaleza humana.
Tuve mucho cuidado de no insinuar ni recordar nada de lo que ella me había
contado. Deliberadamente hice que la conversación versara sobre tópicos comunes. El
señor Coleman, conduciendo él mismo la "rubia", se fue a Hassanieh por la mañana,
llevándose las cartas en una mochila. También tenía que hacer uno o dos encargos por
cuenta de los demás compañeros de expedición. Era el día en que cobraban los
trabajadores y el señor Coleman debía ir al banco para retirar en moneda fraccionaria
el importe de los jornales. Todo aquello le llevaría mucho tiempo y no esperaba estar
de vuelta hasta la tarde. Sospeché que almorzaría con Sheila Reilly.
La tarde de los días en que se pagaban los jornales, el trabajo en las excavaciones
no era muy intenso, pues los peones empezaban a cobrar a partir de las tres y media.
El muchacho árabe, llamado Abdullah, cuya ocupación consistía en lavar cacharros,
estaba, como de costumbre, instalado en mitad del patio y salmodiaba
interminablemente su monótona y nasal cantinela. El doctor Leidner y el señor
Emmott habían anunciado su propósito de trabajar con los objetos de cerámica hasta
que volviera Coleman, y el señor Carey se dirigió a las excavaciones.
La señora Leidner entró en su dormitorio para descansar. La acomodé como
siempre y luego me fui a mi habitación. Me llevé un libro, pues no tenía mucho sueño
aquella tarde. Era entonces la una menos cuarto. Así pasaron apaciblemente dos horas
más. Estaba leyendo una novela titulada Crimen en la casa de maternidad. Era, en
realidad, una historia muy interesante, aunque pensé que el autor no tenía ni la más
mínima idea de cómo funcionaba una casa de aquéllas. Al menos, yo no había visto
ninguna como la que describía en el libro. Sentí la tentación de escribir al autor y
señalarle unos cuantos puntos en que estaba equivocado.
Cuando por fin terminé la novela (resulta que el criminal era la criada pelirroja, de
la que nunca sospeché), miré mi reloj y quedé sorprendida al ver que eran las tres
menos veinte. Me levanté, puse en orden mi uniforme y salí al patio. Abdullah seguía
lavando cacharros y cantando su depresiva canción. A su lado, el señor Emmott
clasificaba las piezas y dejaba en unas cajas las que necesitaban ser reconstruidas. Fui
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hacia ellos, y, al mismo tiempo, vi que el doctor Leidner bajaba por la escalera de la
azotea.
- No se ha dado mal la tarde - dijo alegremente -. Estuve haciendo un poco de
limpieza arriba. A Louise le agradará. Se quejó últimamente de que no había sitio ni
para pasar. Voy a decírselo.
Fue hacia la puerta del cuarto de su mujer, dio unos golpecitos y entró.
Al cabo de minuto y medio, según mis cálculos, volvió a salir. Yo estaba
precisamente mirando la puerta cuando apareció en el umbral. Parecía que acabara de
ver un fantasma. Cuando entró en la habitación era un hombre vivo y alegre. Ahora
parecía estar borracho; se tambaleaba y su cara reflejaba una extraña expresión de
aturdimiento.
- Enfermera... - llamó con voz ronca -. Enfermera...
En el acto comprendí que algo malo había pasado y corrí hacia él. Tenía un aspecto
espantoso, con la cara palidísima y crispada. Vi que estaba a punto de desmayarse.
- Mi mujer... - dijo -. Mi mujer... ¡Oh, Dios mío...!
Lo aparté un poco y entré en la habitación. Allí me quedé sin respiración.
La señora Leidner yacía junto a la cama.
Me incliné sobre ella. Estaba muerta; debía de haber muerto hacía una hora, por lo
menos. La causa de la muerte estaba perfectamente clara. Un terrible golpe en la
frente, justamente sobre la sien derecha. Debió levantarse de la cama y la derribaron
donde ahora yacía.
La toqué lo estrictamente necesario.
Di una ojeada a la habitación, por si veía algo que pudiera constituir una pista, pero
nada parecía estar fuera de su sitio o en desorden. No había ningún sitio en que el
asesino pudiera estar oculto. Era evidente que el culpable se había marchado algún
tiempo antes.
Salí y cerré la puerta.
El doctor Leidner se había desmayado. David Emmott estaba junto a él y se volvió a
mirarme con cara pálida y expresión interrogante.
En pocas palabras le puse al corriente de la situación. Como siempre sospeché, era
una persona en quien podía confiarse cuando las cosas no iban bien. Tenía una calma
perfecta y sabía dominarse. Sus ojos azules se abrieron de par en par, pero aparte de
ello no hizo otro aspaviento.
Recapacitó durante un momento y luego dijo:
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- Supongo que debemos avisar a la policía lo más pronto posible. Bill regresará de
un momento a otro. ¿Qué hacemos con Leidner?
- Ayúdeme a llevarlo a su habitación.
Asintió.
- Será mejor cerrar con llave esa puerta - observó.
Dio la vuelta a la llave y me la entregó después.
- Creo que es mejor que se quede usted con ella, enfermera. Vamos.
Entre ambos recogimos al doctor Leidner y lo llevamos hasta su propia habitación,
acostándole en la cama.
El señor Emmott salió a buscar coñac. Volvió acompañado por la señorita Johnson.
La cara de esta última tenía un aspecto conmovido e inquieto, pero conservaba la
calma y su competencia, por lo que quedé satisfecha de dejar al doctor Leidner en sus
manos.
Salí corriendo al patio. La "rubia" entraba en aquel momento por el portalón. Creo
que nos dio a todos un sobresalto el ver la cara sonrosada y alegre de Bill, quien al
saltar del coche, lanzó su familiar:
- ¡Hola, hola, hola! ¡Aquí traigo la tela! No me han atracado por el camino.
El señor Emmott le dijo secamente:
- La señora Leidner ha muerto... la han matado.
- ¿Qué? - la cara de Bill cambió en forma cómica; se quedó petrificado, con los ojos
desmesuradamente abiertos -. ¡Ha muerto mamá Leidner! ¿Me estás tomando el pelo?
- ¿Muerta? - exclamó una voz detrás de mí.
Di la vuelta y vi a la señora Mercado.
- ¿Dicen ustedes que han matado a la señora Leidner?
- ¡Sí - contesté -, asesinada!
- ¡No! - replicó sin aliento -. Oh, no. No lo creo. Tal vez se suicidó.
- Los suicidas no se golpean en la frente - dije con aspereza -. Se trata de un
asesinato, señora Mercado.
Tomó asiento de pronto sobre una caja de embalaje.
- ¡Oh! Pero eso es horrible... horrible...
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Claro que era horrible. No necesitábamos que ella lo dijera. Me pregunté si acaso no
se sentía un poco arrepentida por el rencor que alimentó hacia la muerta y por todo lo
que había dicho de ella.
Al cabo de unos momentos preguntó:
- Qué debemos hacer?
El señor Emmott se hizo cargo de la situación con sus modales sosegados.
- Bill, será mejor que vuelvas a Hassanieh lo más rápidamente que puedas. No
estoy muy enterado de lo que debe hacerse en estos casos. Busca al capitán Maitland
que, según creo, tiene a su cargo los servicios de policía. O localiza primero al doctor
Reilly; él sabrá qué hay que hacer.
El señor Coleman asintió. Toda su alegría parecía habérsele evaporado. Ahora
parecía muy joven y asustado. Subió a la "rubia" sin pronunciar una palabra y se fue.
El señor Emmott comentó con acento indeciso:
- Supongo que debemos hacer unas cuantas indagaciones - con voz potente llamó :
¡lbrahim!
- Na 'am.
Llegó corriendo uno de los criados indígenas. El señor Emmott le habló en árabe.
Entre los dos sostuvieron un animado coloquio. El criado pareció negar
vehementemente alguna cosa.
Al final, el señor Emmott dijo con tono perplejo:
- Asegura que por aquí no ha venido ni un alma esta tarde. Ningún desconocido.
Supongo que, quien fuese, entró sin que nadie se diera cuenta de ello.
- Claro que sí - opinó la señora Mercado -. Aprovechó una ocasión en que nadie pudo
verlo.
- Sí - dijo el señor Emmott.
La ligera indecisión de su tono me obligó a mirarle con atención.
Dio la vuelta y le hizo una pregunta al muchacho que lavaba los cacharros.
El chico contestó sin titubear.
Las cejas del señor Emmott se fruncieron aún más de lo que estaban.
- No lo entiendo - dijo -. No lo entiendo en absoluto.
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CAPÍTULO XI
Un asunto extraño
Me estoy limitando a contar solamente la parte en que personalmente intervine en
el caso. Pasaré por alto lo ocurrido en las dos horas siguientes. La llegada del capitán
Maitland, de la policía y del doctor Reilly. Reinó gran desasosiego entre los
componentes de la expedición; se hicieron los interrogatorios de rigor y, en fin, se llevó
a cabo toda la rutina que supongo se emplea en estos casos.
Opino que empezamos a dedicarnos verdaderamente al asunto cuando el doctor
Reilly, hacia las cinco de la tarde, me dijo que le acompañara a la oficina. Cerró la
puerta y tomó asiento en el sillón del doctor Leidner.
Con un gesto me indicó que me sentara frente a él y dijo con rapidez:
- Vamos a ver, enfermera, si llegamos al fondo de esta cuestión. Hay algo raro en
todo esto.
Sacó del bolsillo un cuaderno de notas.
- Hago esto para mi propio convencimiento - observó -; y ahora, dígame: ¿qué hora
era cuando el doctor Leidner encontró el cuerpo de su mujer?
- Creo que eran exactamente las tres menos cuarto.
- ¿Cómo lo sabe?
- Pues porque miré mi reloj cuando me levanté. Eran entonces las tres menos
veinte.
- Déjeme dar un vistazo a su reloj.
Me lo quité de la muñeca y se lo entregué.
- Lleva usted la hora exacta. Excelente. Bien; ya tenemos un punto preciso. ¿Ha
formado usted una opinión respecto a la hora en que ocurrió la muerte?
- Francamente, doctor, no me agrada asegurar una cosa tan delicada.
- No adopte ese aire profesional. Quiero ver si su parecer coincide con el mío.
- Pues bien; yo creo que hacía una hora que estaba ya muerta.
- Eso es. Yo examiné el cadáver a las cuatro y media, y me inclino a fijar la hora de
la muerte entre la una y cuarto y la una cuarenta y cinco. En términos generales
podemos poner la una y media. Eso es bastante aproximado.
Me dijo que a esa hora estaba usted descansando. ¿Oyó algo?
62
- ¿A la una y media? No, doctor. No oí nada; ni a esa hora ni a ninguna hora. Estuve
en la cama desde la una menos cuarto hasta las tres menos veinte. No oí nada excepto
el monótono canto del muchacho árabe y los gritos que, de vez en cuando, dirigía el
señor Emmott al doctor Leidner, que estaba en la azotea. - observé.
- El muchacho árabe... sí.
Se abrió la puerta en aquel momento y entraron el doctor Leidner y el capitán
Maitland. Este último era un hombrecillo vivaracho, en cuya cara relucían unos
astutos ojos grises. El doctor Reilly se levantó y cedió el sillón a su propietario.
- Siéntese, por favor. Me alegro de que haya venido. Le podemos necesitar. Hay algo
verdaderamente raro en este asunto.
El doctor Leidner inclinó la cabeza.
- Ya lo sé - me miró -. Mi mujer se lo contó todo a la enfermera Leatheran. No
debemos reservarnos nada en una ocasión como ésta, enfermera - me dijo -. Por lo
tanto, haga el favor de contar al capitán Maitland y al doctor Reilly todo lo que pasó
entre usted y mi mujer ayer por la tarde.
Relaté nuestra conversación lo más aproximadamente posible.
El capitán Maitland lanzaba unas breves exclamaciones de sorpresa. Cuando
terminó, se dirigió al doctor
- ¿Es verdad todo esto, Leidner?
- Todo lo que ha dicho la enfermera Leatheran es cierto.
Calló y con los dedos tamborileó sobre la mesa.
- Es un asunto extraño - comentó -. ¿Puede usted contarme algo sobre él, Leidner?
- ¡Qué historia tan extraordinaria! - exclamó el doctor Reilly -. ¿Podría enseñarnos
estas cartas?
- No me cabe la menor duda de que las encontraremos entre las cosas de mi mujer.
- Las sacó de una cartera que estaba sobre la mesa. Probablemente estarán todavía
allí.
Frunció el ceño.
Se volvió hacia el capitán Maitland, y su cara, generalmente apacible, tomó una
expresión rígida y áspera.
- No es cuestión de mantener el secreto, capitán Maitland. Lo necesario es coger a
ese hombre y hacerle pagar su delito.
63
- ¿Cree usted que se trata, en realidad, del primer esposo de la señora Leidner? -
pregunté.
- ¿Acaso no opina usted así, enfermera? - intervino el capitán.
- Estimo que es un punto discutible - repliqué, no sin antes titubear un instante.
- De cualquier forma - siguió el doctor Leidner - ese hombre es un asesino y hasta
diría que un lunático peligroso. Deben encontrarlo, capitán Maitland. No creo que sea
difícil.
El doctor Reilly dijo lentamente:
- Tal vez sea más difícil de lo que usted cree... ¿verdad, Maitland?
El interpelado se retorció el bigote y no contestó.
De pronto di un respingo.
- Perdonen - dije -. Hay una cosa que tal vez deba mencionar.
Relaté lo del iraquí que habíamos sorprendido cuando trataba de mirar por la
ventana, y cómo, dos días después, lo había encontrado husmeando por los
alrededores; trataba posiblemente de hacer hablar al padre Lavigny.
- Bien - dijo el capitán -. Tomaremos nota de ello. Será algo en que la policía podrá
empezar a trabajar. Ese hombre puede tener alguna conexión con el caso.
- Probablemente habrá sido pagado para que actúe como espía - sugerí -, para saber
cuándo estaba el campo libre.
El doctor Reilly se frotó la nariz con aire cansado.
- Eso es lo malo del asunto - dijo -. Suponiendo que el campo no estuviera libre...
¿qué?
Lo miré algo confusa.
El capitán Maitland se volvió hacia el doctor Leidner.
- Quiero que escuche esto con mucha atención, Leidner. Es una especie de resumen
de las pruebas que hemos recogido hasta ahora. Después del almuerzo, que fue servido
a las doce y terminó a la una menos veinticinco, su esposa se dirigió a su dormitorio,
acompañada por la enfermera Leatheran, que la dejó acomodada convenientemente.
Usted subió a la azotea, donde estuvo durante las dos horas siguientes, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Bajó usted en alguna ocasión de la azotea durante todo ese tiempo?
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- No.
- ¿Subió alguien allí?
- Sí, Emmott lo hizo, estoy seguro. Vino varias veces desde donde Abdullah estaba
lavando cerámica en el patio.
- ¿Miró usted en alguna ocasión hacia allí?
- Una o dos veces y en cada caso para decirle algo a Emmott.
- ¿Y en cada una de ellas vio usted que el muchacho árabe estaba sentado en mitad
del patio lavando piezas de cerámica?
- Sí.
- ¿Cuál fue el período más largo que Emmott estuvo con usted ausente del patio?
El doctor Leidner recapacitó.
- Es difícil de decir, tal vez diez minutos. Yo diría que dos o tres minutos; pero sé
por propia experiencia que mi apreciación del tiempo no es muy buena cuando estoy
absorto o interesado en lo que estoy haciendo.
El capitán miró al doctor Reilly y éste asintió.
- Es mejor que lo tratemos ahora - dijo.
Maitland sacó un libro de notas y lo abrió.
- Oiga, Leidner, le voy a leer exactamente lo que estaba haciendo cada miembro de
su expedición entre la una y las dos de la tarde.
- Pero, seguramente...
- Espere. Se dará usted cuenta en seguida de lo que me propongo. Tenemos, en
primer lugar, al matrimonio Mercado. El señor Mercado dice que estaba trabajando en
el laboratorio y su mujer afirma que estuvo en su habitación lavándose el pelo. La
señorita Johnson nos ha dicho que no se movió de la sala de estar, ocupada en sacar
las impresiones de unos sellos cilíndricos. El señor Reiter asegura que estuvo
revelando unas placas en la cámara oscura. El padre Lavigny dice que estaba
trabajando en su habitación. Y respecto a los dos restantes componentes de la
expedición, tenemos que Carey estaba en las excavaciones y Coleman en Hassanieh.
Esto por lo que se refiere a las personas que forman parte de la expedición. En cuanto
a los sirvientes, el cocinero indio estaba en la parte exterior del portalón hablando con
los soldados de la guardia, mientras desplumaba un par de pollos. Ibrahim y Mansur,
los dos criados se reunieron con él alrededor de la una y cuarto. Permanecieron allí,
charlando y bromeando, hasta las dos y media... y por entonces ya había muerto su
esposa, ¿no es así?
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- No comprendo... me confunde usted. ¿Qué está insinuando?
- ¿Hay otro acceso a la habitación de su esposa, además de la puerta que da al
patio?
- No. Tiene dos ventanas, pero ambas están defendidas por fuertes rejas... y,
además, creo que estaban cerradas.
- Estaban cerradas y tenían echadas las fallebas por la parte interior - me apresuré
a observar.
- De cualquier modo - dijo el capitán Maitland -,aunque hubieran estado abiertas,
nadie podía haber entrado o salido de la habitación por tal conducto. Mis compañeros y
yo nos hemos asegurado de ello. Lo mismo ocurre con las tres ventanas que dan al
campo. Todas tienen rejas de hierro que están en buenas condiciones. Cualquier
extraño, para entrar en la habitación de la señora Leidner, tenía que haber pasado por
el portalón y atravesado el patio. Pero tenemos la afirmación conjunta del soldado de
guardia, del cocinero y de los criados, de que nadie hizo una cosa así.
El doctor Leidner se levantó de un salto.
- ¿Qué quiere decir? ¿Qué quiere decir?
- Repórtese, hombre - dijo el doctor Reilly sosegadamente -. Ya sé que le causará
una mala impresión, pero debe hacerse el ánimo. El asesino no vino del exterior... y
por lo tanto, tenía que estar dentro. Todo parece dar a entender que su esposa fue
asesinada por uno de los de la expedición, señor Leidner.
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CAPÍTULO XII
"Yo no creía..."
- ¡No, no!
El doctor Leidner empezó a pasear agitadamente por el despacho.
- Eso que ha dicho es imposible, Reilly. Absolutamente imposible. ¿Uno de nosotros?
¡Pero si todos apreciaban mucho a Louise!
Una extraña expresión hizo que las comisuras de los labios del doctor Reilly
descendieran un poco. No le era posible decir nada, dadas las circunstancias, pero si
alguna vez fue elocuente el silencio de un hombre, no hay duda de que fue entonces.
- Completamente imposible - reiteró el doctor Leidner -. Todos la apreciaban. Louise
poseía un carácter encantador y todos experimentaban su atracción.
El doctor Reilly tosió.
- Perdone, Leidner; pero ésa, al fin y al cabo, es sólo su opinión. Es natural que si
alguno de los de la expedición hubiera aborrecido a su esposa, no se lo hubiera
confesado a usted.
- El doctor Leidner pareció sentir angustia.
- Es cierto.., tiene razón. Pero así y todo, Reilly, creo que está equivocado. Estoy
seguro de que todos apreciaban a Louise.
Calló durante unos instantes y luego exclamó:
- Esa idea suya es ignominiosa. Es... es francamente increíble.
- No puede usted eludir... ejem... los hechos - observó el capitán Maitland.
- ¿Hechos? ¿Hechos? No son más que mentiras contadas por un cocinero indio y dos
criados árabes. Maitland, usted conoce a esa gente tan bien como yo; y usted también,
Reilly. Para ellos no representa nada la verdad. Dicen lo que uno quiere que digan, y lo
tienen como una cortesía.
- En este caso - comentó el doctor Reilly con sequedad - están diciendo lo que no
quisiéramos que dijeran. Además, conozco bastante bien las costumbres de su
servidumbre. Hay una especie de lugar de reunión al otro lado de la cancela del
porche. En cuantas ocasiones me acerqué por allí esta tarde, siempre encontré a varios
de sus criados.
- Sigo creyendo que está usted dando muchas cosas por sentado. ¿Por qué no pudo
ese hombre... ese demonio... haber entrado mucho antes y esconderse en algún sitio?
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- Convengo en que eso no es totalmente imposible - observó fríamente el doctor
Reilly -. Supongamos que un extraño pudo entrar sin ser visto. Tuvo que permanecer
escondido hasta el momento adecuado. Esto no pudo hacerlo en la habitación de la
señora Leidner, pues no hay sitio para ello. Además, tuvo que correr el riesgo de que lo
vieran entrar o salir del cuarto, teniendo en cuenta, por otra parte, que Emmott y el
chico estuvieron en el patio durante la mayor parte del tiempo.
- El chico. Me olvidé del chico - dijo el doctor Leidner -. Es un muchacho perspicaz.
Seguramente, Maitland, debió ver al asesino entrar en la habitación de mi mujer.
- Ya hemos aclarado esto. Abdullah estuvo lavando cacharros durante toda la tarde,
a excepción de unos momentos. Alrededor de la una y media, Emmott, que no puede
precisar más la hora, subió a la azotea y estuvo con usted durante unos diez minutos,
¿verdad?
- Sí. No podría decirle la hora exacta, pero debió ser por entonces.
- Muy bien. Durante esos diez minutos, viendo el muchacho una ocasión para
holgazanear un poco, salió del patio y fue a reunirse con los demás que estaban
hablando fuera de la cancela. Cuando Emmott bajó al patio vio que no estaba el chico y
lo llamó, enfadado, preguntándole qué era aquello de dejar el trabajo porque sí. En
consecuencia, creo que su esposa fue asesinada durante esos diez minutos.
Exhalando un gemido, el doctor Leidner se sentó y escondió la cara entre sus
manos.
El doctor Reilly reanudó su disertación con voz sosegada y en tono práctico.
- La hora coincide con mis apreciaciones - dijo -. Cuando examiné el cadáver, hacía
tres horas que había muerto. La única pregunta que queda es... ¿quién lo hizo?
Se produjo un silencio general. EL doctor Leidner se irguió y pasó una mano sobre
su frente.
- Admito la fuerza de sus razonamientos, Reilly - dijo reposadamente -. Parece, en
realidad, como si se tratara de lo que la gente llama un "trabajo casero". Pero estoy
convencido de que, fuese como fuere, hay una equivocación. Lo que ha dicho es
plausible, pero debe de haber un fallo en todo ello. En primer lugar, da usted por
seguro que ha ocurrido una sorprendente coincidencia.
- Es curioso que use usted esa palabra - dijo el doctor Reilly.
Sin prestarle atención, el doctor Leidner continuó:
- Mi mujer recibe cartas amenazadoras. Tiene ciertas razones para temer a
determinada persona. Y luego... la matan. Y quiere usted hacerme creer que la ha
matado... no esa persona... sino otra bien diferente. Le digo que es ridículo.
Miró al capitán Maitland.
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- Coincidencia... ¿eh? ¿Qué dice usted, Maitland? ¿Es usted partidario de la idea?
¿Se lo decimos a Leidner?
El capitán asintió.
- Adelante - dijo escuetamente.
- ¿Oyó usted hablar nunca de un hombre llamado Hércules Poirot? - preguntó el
doctor Reilly a Leidner.
El interpelado lo miró sorprendido.
- Creo que lo oí nombrar - dijo, indeciso -. En cierta ocasión un tal señor Van Aldin
habló de él en los términos más elogiosos. Es un detective privado, ¿verdad?
- Eso mismo.
- Pero ¿cómo va a ayudar si vive en Londres?
- Es cierto que vive en Londres - replicó el doctor Reilly -; pero aquí es donde se da
la coincidencia. Porque ahora se encuentra, no en Londres, sino en Siria; y mañana
mismo pasar por Hassanieh, camino de Bagdad.
- ¿Quién se lo ha dicho?
- Jean Berat, el cónsul francés. Cenó con nosotros anoche y habló de Poirot. Parece
que ha estado en Siria, desenmarañando cierto escándalo relacionado con el Ejército.
Pasará por aquí pues quiere visitar Bagdad. Después volverá de nuevo a Siria para
regresar a Londres. ¿Qué le parece la coincidencia?
El doctor Leidner titubeó durante unos momentos y miró al capitán Maitland como
pidiendo disculpas.
- ¿Qué cree usted, Maitland?
- Que será bien recibida cualquier cooperación - se apresuró a responder el capitán -
. Mis subordinados son muy buenos cuando se trata de recorrer el campo para
investigar las fechorías sangrientas de los árabes, pero francamente, Leidner, este
asunto de su esposa me parece que cae fuera de mis aptitudes. La cosa en sí tiene un
aspecto detestablemente embrollado. Estoy más que deseoso de que ese detective le dé
una ojeada al caso.
- ¿Sugiere usted que debía pedir a ese Poirot que nos ayudara? - preguntó el doctor
Leidner -. ¿Y si rehúsa?
- No rehusará - replicó el doctor Reilly.
- ¿Cómo lo sabe?
69
- Porque yo también tengo en gran aprecio mi profesión. Si se cruzara en mi camino
un caso específico, no sería capaz de rehusar. Éste no es un crimen vulgar, doctor
Leidner.
- No - dijo el arqueólogo. Sus labios se contrajeron como si sufriera un dolor
repentino -. ¿Querrá usted, Reilly, hablar por mi cuenta con ese Hércules Poirot?
- Lo haré.
El doctor Leidner hizo un gesto como si quisiera darle las gracias.
- Aún ahora - dijo lentamente -, no puedo creer... que Louise esté muerta.
No pude contenerme más.
- Oh, doctor Leidner! - exclamé -. Yo debo decirle lo mucho que lo siento. No supe
cumplir con mi deber. Tenía que haber vigilado a la señora Leidner... guardarla de que
le sucediera algo malo.
El doctor Leidner sacudió la cabeza con aire apesadumbrado.
- No, no, enfermera. No tiene que reprocharse nada - dijo lentamente -. Dios me
perdone, pero soy yo quien tiene toda la culpa. Yo no creí... nunca creí... no sospeché, ni
por un momento, que existiera un peligro real...
Se levantó. Tenía la cara crispada.
- La dejé ir al encuentro de la muerte... Sí, la dejé ir a su encuentro... por no creer...
Salió tambaleándose de la habitación.
El doctor Reilly me miró.
- También yo me siento culpable - dijo -. Pensé que la buena señora estaba jugando
con sus nervios.
- Yo tampoco lo tomé muy en serio - confesé.
- Los tres estábamos equivocados - terminó el doctor Reilly con gravedad.
- Así parece - dijo el capitán Maitland.
70
CAPÍTULO XIII
Llega Hércules Poirot
Creo que no me olvidaré nunca de la primera vez que vi a Hércules Poirot. Más
tarde me acostumbré a su presencia, como es natural, pero al principio su visita me
produjo una gran sensación, y creo que cualquiera hubiera sentido lo mismo que yo.
No sé cómo lo había imaginado; algo así como un Sherlock Holmes alto y flaco, con
una cara astuta y perspicaz. Ya sabía que era extranjero, pero no esperaba que lo
fuera tanto como en realidad resultó.
Al contemplarlo, le entraban a una ganas de reír. Tenía un aspecto como sólo se ve
en las películas o en el teatro. Medía unos cinco pies y cinco pulgadas; era un
hombrecillo algo regordete, viejo, con un engomado bigote y la cabeza en forma de
huevo. Parecía un peluquero de comedia cómica.
¡Y aquél era el hombre que iba a averiguar quién mató! Supongo que parte de mi
desencanto quedó reflejado en mi cara, pues casi inmediatamente me dijo, mientras los
ojos le brillaban de forma extraña:
- ¿No le acabo de gustar, ma soeur? Recuerde que no se sabe cómo está la morcilla
hasta que se come.
Tal vez quiso decir que para saber si una morcilla está buena, hay que probarla
primero. Es un refrán que encierra en sí bastante verdad, pero a pesar de ello no tuve
mucha confianza.
El doctor Reilly le trajo en su coche. Llegaron el domingo, poco después del
almuerzo. Su primera medida fue rogarnos que nos reuniéramos todos. Así lo hicimos
en el comedor, donde nos sentamos alrededor de la mesa. El señor Poirot tomó asiento
en la cabecera, con el doctor Leidner a un lado y el doctor Reilly al otro.
Cuando hubieron llegado todos, el doctor Leidner carraspeó y habló con voz
sosegada y vacilante.
- Me atrevería a decir que todos ustedes habrán oído hablar de monsieur Hércules
Poirot. Pasaba hoy por Hassanieh y, con mucha amabilidad por su parte, accedió a
interrumpir su viaje para ayudarnos. La policía iraquí y el capitán Maitland hacen
todo cuanto está en su mano, estoy seguro de ello, pero... existen ciertas circunstancias
en el caso... - vaciló y lanzó una suplicante mirada al doctor Reilly; al parecer pueden
presentarse dificultades...
- No está del todo claro, ni parece sencillo... ¿eh? - dijo el hombrecillo desde la
cabecera de la mesa.
¡Vaya, hasta sabía hablar bien el inglés!
71
- ¡Deben cogerlo! - exclamó la señora Mercado -. Sería intolerable que lograra
escapar.
Observé que los ojos del extranjero se posaban sobre ella, como aniquilándola.
- ¿Cogerlo? ¿Quién es él, madame? - preguntó.
- Pues el asesino, desde luego.
- ¡Ah! ¡El asesino! - exclamó Hércules Poirot.
Habló como si el criminal no fuera importante. Nos quedamos todos mirándolo. Y él
observó una cara tras otra.
- Según me parece - observó -, ninguno de ustedes ha tenido antes contacto directo
con un caso de asesinato.
Hubo un murmullo general de asentimiento.
Hércules Poirot sonrió.
- Está claro, por lo tanto, que no comprenden ustedes el abecé de la situación. Se
nota cierta desazón. Sí, hay mucha desazón. Deben tenerse en cuenta, ante todo, las
sospechas.
- ¿Sospechas?
Fue la señorita Johnson la que habló. El señor Poirot la miró con aspecto pensativo.
Tuve la impresión de que la contempló con aprobación. Parecía como si pensara: "He
aquí una persona razonable e inteligente".
- Sí, mademoiselle - dijo -. ¡Sospechas! Pero permítanme que no vaya con rodeos
respecto a ello. Todos los que viven en esta casa son sospechosos. El cocinero, los
criados, el pinche, el chico que lava la cerámica... sí, y también todos los de la
expedición.
La señora Mercado se levantó con la cara demudada.
- ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a decir una cosa así? Esto es odioso...
intolerable. Doctor Leidner, ¿cómo se queda ahí sentado y deja que este hombre... que
este hombre...?
El arqueólogo, con voz cansada, dijo:
- Trata de tener calma, Marie.
El señor Mercado se levantó a su vez. Le temblaban las manos y tenía los ojos
inyectados en sangre.
- Estoy de acuerdo con mi mujer. Esto es un ultraje... un insulto...
72
- No, no - replicó el señor Poirot -. No les he insultado. Sólo les ruego que se
enfrenten con los hechos. En una casa donde se ha cometido un crimen cada habitante
comparte las sospechas. Y ahora les pregunto, ¿qué pruebas existen de que el asesino
vino de fuera?
La señora Mercado exclamó:
- ¡Claro que vino de fuera! Tiene que ser así. Porque... - se detuvo y luego prosiguió
más lentamente -, otra cosa sería increíble.
- No hay duda de que tiene razón, madame - dijo Poirot inclinándose -. Le estoy
explicando la única manera plausible de abordar el asunto. Primero me aseguro de que
todos los que está n en esta situación son inocentes y luego busco al asesino en otro
sitio.
- ¿No cree usted que perder demasiado tiempo con ello? - preguntó suavemente el
padre Lavigny.
- La tortuga, mon père, venció a la liebre.
El padre Lavigny se encogió de hombros.
- Estamos en sus manos - dijo con resignación -. Convénzase usted mismo cuanto
antes de nuestra inocencia.
- Tan rápidamente como sea posible. Mi deber era aclararles su posición y, por lo
tanto, no deben ofenderse por la impertinencia de cualquier pregunta que pueda
hacerles. ¿Tal vez, mon père, la Iglesia querrá dar ejemplo de ello?
- Pregúnteme lo que quiera - dijo gravemente el padre Lavigny.
- ¿Es la primera vez que viene con esta expedición?
- Sí.
- ¿Cuándo llegó?
- Hace tres semanas. Es decir, el veintidós de febrero.
- ¿De dónde procedía?
- De la orden de los Padres Blancos, en Cartago.
- Gracias, mon père. ¿Había tenido ocasión de conocer a la señora Leidner antes de
venir aquí?
- No. Nunca la había visto hasta que me la presentaron.
- ¿Quisiera decirme qué es lo que estaba haciendo en el momento en que ocurrió la
tragedia?
73
- Estaba en mi habitación descifrando unas tablillas de caracteres cuneiformes.
Vi que Poirot tenía ante sí un plano de la casa.
- ¿Es la habitación situada en la esquina sudoeste, que se corresponde con la de la
señora Leidner en el lado opuesto?
- Sí.
- ¿A qué hora entró usted en su habitación?
- Inmediatamente después de almorzar. Yo diría que era la una menos veinte.
- ¿Y hasta cuándo permaneció en ella?
- Hasta poco antes de las tres. Oí que la "rubia" entraba en el patio y que luego
volvía a salir. Me extrañó y fui a ver qué pasaba.
- ¿Durante todo ese tiempo, salió alguna vez de su habitación?
- No, ni una sola vez.
- ¿Oyó o vio algo que pudiera tener relación con el crimen?
- No.
- ¿Tiene su dormitorio alguna ventana que dé al patio?
- No, sus dos ventanas dan al campo.
- ¿Pudo usted oír desde su habitación lo que ocurría en el patio?
- No muy bien. Oí que el señor Emmott pasaba ante mi cuarto y subía a la azotea.
Lo hizo una o dos veces.
- ¿Puede usted recordar la hora?
- No. Temo que no. Estaba absorto en mi trabajo.
Se produjo una pausa y luego Poirot dijo:
- ¿Puede contar o sugerirnos alguna cosa que arroje un poco de luz sobre este
asunto? ¿Notó usted algo, por ejemplo, en los días que precedieron al asesinato?
El padre Lavigny pareció sentirse incómodo.
Dirigió una mirada inquisitiva al doctor Leidner.
- Es una pregunta algo difícil de contestar, monsieur - dijo, por fin, gravemente -. Si
he de decirle francamente la verdad, en mi opinión la señora Leidner estaba asustada
de alguien o de algo. Los extraños, en particular, la ponían nerviosa. Creo que debía
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tener sus razones para sentir ese desasosiego, pero no sé nada. No me confió sus
secretos.
Poirot carraspeó y consultó unas notas de su cartera.
- Tengo entendido que hace dos noches se produjo un intento de robo.
El padre Lavigny respondió afirmativamente. Contó de nuevo que había visto una
luz en el almacén, así como la infructuosa búsqueda posterior.
- ¿Opina usted que cierta persona estuvo en el almacén la otra noche?
- No sé qué pensar - replicó con franqueza el padre Lavigny -. No se llevaron ni
revolvieron nada. Debió ser uno de los criados...
- O uno de los de la expedición.
- Sí, eso es. Pero en tal caso dicha persona no tenía por qué negarlo.
- ¿Y pudo ser, igualmente, un extraño a la casa?
- Supongo que sí.
- Y suponiendo que un extraño hubiera entrado sin ser visto, ¿no podía haberse
escondido durante día y medio con pleno éxito?
Dirigió esta pregunta al padre Lavigny y al doctor Leidner.
- Creo que no le hubiera sido posible - respondió este último con cierta repugnancia
-. No sé dónde podía haberse escondido, ¿qué le parece, padre Lavigny?
- No... yo tampoco lo sé.
Ambos parecían poco dispuestos a tomar en consideración la creencia.
Poirot se dirigió a la señorita Johnson.
- ¿Y usted, mademoiselle? ¿Cree posible tal hipótesis?
- No - respondió ella -. No lo creo. ¿Dónde podría esconderse? Todos los dormitorios
están ocupados y, además, tienen bien pocos muebles. La cámara oscura, la sala de
dibujo y el laboratorio se utilizaron al día siguiente, lo mismo que las habitaciones de
esta parte de la casa. No hay armarios ni rincones. Tal vez, si los sirvientes se
pusieron de acuerdo...
- Eso es posible, pero improbable - dijo Poirot.
Se volvió de nuevo hacia el padre Lavigny.
- Queda otra cuestión. Hace unos días la enfermera Leatheran le vio a usted
hablando con otro hombre, frente a la casa. Ya con anterioridad había visto al mismo
75
hombre cuando trataba de mirar por una ventana desde el exterior. Más bien parece
como si dicho individuo rondara esta casa deliberadamente.
- Es posible, desde luego - replicó el padre Lavigny con aspecto pensativo.
- ¿Se dirigió usted a ese hombre, o fue él quien le habló primero?
El religioso meditó por unos instantes y después contestó:
- Creo... sí, estoy seguro de que me habló él.
- ¿Qué buscaba?
El padre Lavigny pareció hacer un esfuerzo por recordar.
- Creo que me preguntó algo sobre si era ésta la casa ocupada por la expedición
americana. Y luego hizo un comentario sobre el número de gente que emplean los
americanos. En realidad, no le llegué a entender del todo, pero hice lo posible para
seguir la conversación al objeto de practicar el árabe. Pensé que, tal vez, tratándose de
un hombre que vivía en la ciudad, me entendería mejor que los que trabajaban en las
excavaciones.
- ¿Trataron sobre alguna cosa más?
- Todo lo que puedo recordar es que dije que Hassanieh era una ciudad grande, y
ambos convinimos en que Bagdad lo era todavía más. Después me preguntó si yo era
armenio o católico sirio. Algo parecido.
Poirot asintió.
- Puede usted describir a ese hombre?
El padre Lavigny frunció el ceño.
- Era más bien bajo - dijo por fin -. De constitución fuerte. Bizqueaba mucho al
mirar y tenía la tez muy blanca.
Poirot se dirigió a mí.
- ¿Coincide eso con la forma en que usted lo describiría? - me preguntó.
- No del todo - repliqué titubeando un poco -. Yo hubiera dicho que era más bien alto
que bajo, y muy moreno. Me pareció que era delgado y no vi que bizqueara.
Hércules Poirot se encogió de hombros con gesto de desesperación.
- ¡Siempre igual! ¡Si fueran ustedes de la policía lo sabrían muy bien! La descripción
de un mismo hombre, hecha por dos personas diferentes, no coincide nunca.
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- Estoy completamente seguro de que bizqueaba - insistió el padre Lavigny -. La
enfermera Leatheran tal vez tenga razón en cuanto a lo demás. Y a propósito, cuando
dije tez blanca, me refería a que, siendo iraquí, podía considerarse que la tenía.
Supongo que la enfermera la calificaría de morena.
- Muy morena - dije yo obstinadamente -. De un color de cobre sucio.
Vi cómo el doctor Reilly se mordía los labios y sonreía.
Poirot levantó ambas manos.
- ¡Passons! - dijo -. Este desconocido que ronda la casa puede ser interesante, o tal
vez no lo sea. De todas formas, debemos encontrarlo. Continuemos el interrogatorio.
Titubeó unos momentos, estudiando las caras, vueltas hacia él de los que rodeaban
la mesa. Luego hizo un rápido gesto afirmativo con la cabeza y escogió al señor Reiter.
- Vamos, amigo mío - dijo -. Cuéntenos lo que hizo ayer por la tarde.
- ¿Yo? - preguntó.
- Sí, usted. Para empezar, ¿cómo se llama y cuántos años tiene?
- Me llamo Carl Reiter y tengo veintiocho años.
- ¿Americano?
- Sí. De Chicago.
- ¿Es ésta su primera expedición?
- Sí. Estoy encargado de la fotografía.
- ¡Ah, sí! ¿Cómo empleó su tiempo ayer por la tarde?
- Pues... estuve en la cámara oscura la mayor parte de él.
- ¿La mayor parte?
- Sí. Primero revelé unas placas. Después estuve arreglando varios objetos para
fotografiarlos.
- ¿Fuera de la casa?
- No, en el estudio fotográfico.
- ¿Se comunica éste con la cámara oscura?
- Sí.
- ¿Y no salió usted en ningún momento del estudio?
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- No.
- ¿Oyó usted algo de lo que pasaba en el patio?
El joven sacudió la cabeza.
- No me di cuenta de nada - explicó -. Estaba ocupado. Oí cómo entraba la "rubia" en
el patio y, tan pronto como pude dejar lo que estaba haciendo, salí a ver si había
alguna carta para mí. Fue entonces cuando me... enteré.
- ¿A qué hora empezó su trabajo en el estudio?
- A la una menos diez.
- ¿Conocía usted a la señora Leidner antes de alistarse en esta expedición?
La cara sonrosada y regordeta del señor Reiter tomó un subido color escarlata. El
joven volvió a sacudir la cabeza.
- No, señor. No la había visto nunca hasta que vine aquí.
- ¿Puede usted recordar algo; algún incidente, por pequeño que sea, que pueda
ayudarnos en esto?
Carl Reiter movió negativamente la cabeza.
- Creo que no sé nada absolutamente, señor - dijo con acento desolado.
- ¿Señor Emmott?
David Emmott habló clara y concisamente, con voz agradable y suave, de acento
americano.
- Estuve trabajando en el patio desde la una menos cuarto hasta las tres menos
cuarto. Vigilaba cómo Abdullah lavaba las piezas de cerámica y, mientras, yo las iba
clasificando. De vez en cuando subía a la azotea para ayudar al doctor Leidner.
- ¿Cuántas veces lo hizo?
- Cuatro, según creo.
- ¿Por mucho tiempo?
- Por un par de minutos. Pero en una ocasión, cuando hacía ya media hora que
estaba trabajando, me quedé por espacio de diez minutos, discutiendo qué era lo que
debíamos conservar y qué cosas eran las que convenía tirar.
- Tengo entendido que cuando bajó usted se encontró con que el muchacho había
abandonado su puesto.
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- Sí. Le grité, incomodado, y apareció por el portalón. Había salido a charlar con los
otros.
- ¿Fue ésa la única vez que el chico abandonó el trabajo?
- Le ordené que subiera a la azotea, una o dos veces, para que llevara unos
pucheros.
Poirot dijo con acento grave:
- Es absolutamente necesario preguntarle, señor Emmott, si vio entrar o salir a
alguien de la habitación de la señora Leidner durante todo este tiempo.
El joven se apresuró a contestar:
- No vi a nadie. Ni siquiera entró nadie en el patio durante las dos horas que estuve
trabajando.
- ¿Y cree usted, realmente, que era la una y media cuando se ausentaron, usted y el
chico, y quedó el patio solitario?
- No pudo ser ni mucho antes, ni mucho después. Desde luego, no puedo asegurarlo
con exactitud.
Poirot se dirigió al doctor Reilly.
- ¿Coincide esto, doctor, con la hora en que, según su opinión, debió ocurrir la
muerte?
- Sí.
El señor Poirot se acarició los bigotes.
- Creo que podemos asegurar - dijo con aire solemne - que la señora Leidner
encontró la muerte durante esos diez minutos.
79
CAPÍTULO XIV
¿Uno de nosotros?
Hubo una corta pausa, y durante ella pareció flotar por la habitación una ola de
horror.
Me figuro que en aquel momento creí por primera vez que la teoría del doctor Reilly
era correcta. "Sentí" que el asesino estaba allí. Sentado... oyendo. Uno de nosotros...
Tal vez la señora Mercado tuvo la misma impresión, porque de pronto lanzó un
grito corto y agudo.
- No puedo evitarlo - sollozó -. Es... tan horrible...
- Valor, Marie - dijo su marido.
Nos miró como pidiendo disculpas.
- Es muy impresionable. Se afecta demasiado.
- Quería tanto... a Louise - gimoteó la señora Mercado.
No sé si algo de lo que pensé en aquel momento asomó a mi rostro, pero al instante
me di cuenta de que el señor Poirot me miraba y de que una ligera sonrisa distendía
sus labios.
Le dirigí una mirada fría y él se apresuró a reanudar el interrogatorio.
- Dígame, madame, ¿qué hizo usted ayer por la tarde?
- Estuve lavándome el pelo - sollozó la señora Mercado -. Parece espantoso que no
me enterara de nada. Era completamente feliz y estuve muy ocupada con lo que hacía.
- Permaneció usted en su habitación?
- Sí.
- ¿No salió de ella?
- No. No lo hice hasta que oí entrar el coche en el patio. Luego, me enteré de lo que
había pasado. ¡Oh, fue horroroso!
- ¿Le sorprendió?
La señora Mercado dejó de llorar y sus ojos se abrieron con expresión resentida.
- ¿Qué quiere decir, monsieur Poirot? ¿Está sugiriendo acaso...?
80
- ¿Qué podría sugerir, madame? Nos acaba usted de decir que quería mucho a la
señora Leidner. Tal vez ésta le hizo alguna confidencia.
- ¡Ah...! Ya comprendo. No, la pobrecita Louise no me dijo nunca nada... nada
definido, quiero decir. Se veía, desde luego, que estaba terriblemente preocupada y
nerviosa y luego todos aquellos extraños sucesos... los golpecitos en la ventana y todo
lo demás.
- Recuerdo que lo calificó usted de fantasía - intervine.
Me alegré de ver que, momentáneamente, pareció desconcertarse.
De nuevo me di cuenta de la divertida mirada que me dirigió el señor Poirot.
- En resumen, madame - dijo éste con tono concluyente -. Estaba usted lavándose el
pelo. No oyó ni vio nada. ¿Hay alguna cosa que, en su opinión, pueda sernos de
utilidad?
La señora Mercado no se detuvo a pensar.
- No, no hay ninguna, de veras. ¡Esto es un misterio indescifrable! Pero yo diría que
no hay duda... ninguna duda, de que el asesino llegó de fuera. Es cosa que salta a la
vista.
Poirot se volvió hacia el señor Mercado.
- Y usted, monsieur, ¿qué tiene que decir?
El interpelado pareció sobresaltarse. Se mesó la barba distraídamente.
- Puede ser. Pudo ser - dijo -. Y sin embargo, ¿cómo es posible que alguien deseara
su muerte? Era una persona tan dulce... tan amable... - sacudió la cabeza -.
Quienquiera que la matara debió ser malvado... sí, un malvado.
- ¿Y de qué forma pasó ayer la tarde, monsieur?
- ¿Yo? - dijo el señor Mercado mirándole con aire ausente.
- Estuviste en el laboratorio, Joseph - le insinuó su mujer.
- ¡Ah, sí! Allí estuve... eso es. Mi trabajo de costumbre.
- ¿A qué hora entró usted en el laboratorio?
El señor Mercado miró de nuevo interrogativamente a su mujer.
- A la una menos diez, Joseph - dijo ésta.
- Sí. A la una menos diez.
- ¿Salió usted alguna vez al patio?
81
- No... no lo creo - meditó un momento -. No, estoy seguro de que no.
- ¿Cómo se enteró del asesinato?
- Mi mujer vino a buscarme y me lo contó. Fue terrible... estremecedor. Casi no lo
pude creer. Aun ahora me es difícil hacerme a la idea.
De pronto empezó a temblar.
- Es horrible... horrible...
La señora Mercado se dirigió rápidamente junto a su marido.
- Sí, sí, Joseph; todos sentimos lo mismo. Pero no debemos exteriorizarlo. Ello
agravaría aún más la pena del pobre doctor Leidner.
Vi que un gesto de dolor se marcaba sobre la cara del aludido y me figuré que
aquella atmósfera sentimental no le estaba sentando bien. Dirigió una furtiva mirada
a Poirot, como si solicitara su ayuda. Poirot respondió rápidamente al llamamiento.
- ¿Señorita Johnson? - invocó.
- Me parece que yo le puedo ser de muy poca ayuda - dijo ésta.
Su voz culta y refinada produjo un efecto sedativo tras la atiplada voz de la señora
Mercado.
- Estuve trabajando en la sala de estar; tomando impresiones en plastilina de unos
sellos cilíndricos.
- ¿Y no oyó ni vio nada?
- No.
Poirot le dirigió una rápida mirada. Su oído había captado lo que el mío también
notara... una ligera indecisión.
- ¿Está usted completamente segura, mademoiselle? ¿No hay nada que recuerde
vagamente?
- No... de veras...
- Algo que vio usted, digamos, por el rabillo del ojo, y de lo que no se dio perfecta
cuenta.
- No; definitivamente, no - replicó ella con acento firme.
- Entonces, algo que oyó. Sí, algo que no está usted segura si oyó o no.
La señorita Johnson lanzó una risita nerviosa e irritada.
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- ¿No oyó usted nada más...? ¿El ruido al abrir y cerrar una puerta, por ejemplo?
La señorita Johnson sacudió la cabeza.
- Me acosa usted demasiado, monsieur Poirot. Temo que me esté animando a
contarle cosas que, posiblemente, sean imaginaciones mías.
- Supongo que estaría usted sentada ante una mesa. ¿En qué dirección miraba?
¿Hacia el patio, el almacén, el porche o el campo?
La señorita Johnson contestó lentamente, como si sopesara sus palabras
- Estaba mirando hacia el patio.
- ¿Podía usted ver, desde donde estaba, el chico que lavaba los cacharros?
- Claro, aunque tenía que levantar la vista para ello. Pero, desde luego, estaba muy
absorta en lo que hacía. Toda mi atención se centraba en mi trabajo.
- De haber pasado alguien ante la ventana del patio se hubiera usted dado cuenta,
¿verdad?
- Sí. Estoy segura de que sí.
- ¿Y nadie lo hizo?
- No.
- ¿Y si alguien hubiera pasado por el centro del patio, ¿lo hubiera usted visto
también?
- Creo que... probablemente, no. A no ser que, como dije antes, hubiera levantado
entonces la vista y hubiera mirado por la ventana.
- ¿Se dio usted cuenta de que Abdullah dejó el trabajo y salió a reunirse con los
demás criados?
- No.
- Entonces, ¿hay algo que usted... imaginó?
- He imaginado, pues, que hubo un momento en que oí un grito apagado... Es decir,
me atrevería a asegurar que oí un grito. Estaban abiertas las ventanas de la sala de
estar y se oía claramente el ruido que producían varios labradores en los campos de
cebada. Y desde entonces me ronda por la cabeza que se trataba... que se trataba de la
voz de la señora Leidner. Eso me ha tenido preocupada. Porque si me hubiera
levantado en seguida y hubiera corrido a su habitación... bueno, ¿quién sabe? Tal vez
hubiera llegado a tiempo.
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El doctor Reilly intervino con voz autoritaria.
- Vamos, no empiece a darle vueltas a eso en la cabeza - dijo -. No tengo ninguna
duda de que la señora Leidner fue derribada tan pronto como el asesino entró en su
habitación, y que aquel golpe la mató. No la golpearon por segunda vez. De otra forma
hubiera tenido tiempo de gritar y armar alboroto.
- No obstante, pude haber sorprendido al asesino - insistió la señorita Johnson.
- ¿A qué hora fue eso, mademoiselle? - preguntó Poirot -. ¿Alrededor de la una y
media?
La señorita Johnson levantó la cabeza y declaró:
- Sí... poco más o menos a esa hora - dijo ella tras reflexionar un momento.
- Tal cosa encajaría en la cuestión - comentó Poirot, pensativamente.
Se produjo un silencio momentáneo.
- Diez minutos - musitó Poirot -. Esos fatales diez minutos.
- Sepa usted, monsieur Poirot, que, sin proponérmelo, me figuro que le estoy
poniendo sobre una pista falsa. Pensándolo bien, creo que, desde donde estaba, no
pude oír ningún grito que profiriera la señora Leidner. El almacén estaba situado
entre ella y yo... y tengo entendido que las ventanas de su habitación estaban
cerradas.
- De todas formas, no se apene, mademoiselle - dijo Poirot, afablemente -. No tiene
mayor importancia.
- No, desde luego que no. Lo comprendo. Pero a mí sí me importa porque estoy
segura de que pude hacer algo.
- No te atormentes, Anne - dijo afectuosamente el doctor Leidner -. Sé razonable.
Posiblemente oíste a algún árabe que le gritaba a otro en el campo.
La señorita Johnson se sonrojó ligeramente ante la amabilidad de su tono. Hasta vi
que le brotaban unas lágrimas. Volvió la cabeza y habló más ásperamente aún que de
costumbre.
- Quizá fue eso. Después de una tragedia como ésta... se suelen imaginar cosas que
nunca ocurrieron.
Poirot estaba consultando de nuevo su libro de notas.
- No creo que haya que decir nada más sobre esto. ¿Señor Carey?
Richard Carey habló lentamente, de una manera mecánica y ruda.
84
- Me parece que no puedo añadir nada que le sirva de ayuda. Estuve en las
excavaciones. Allí me enteré de lo que pasaba.
- ¿Y no sabe, no puede pensar en algo significativo que ocurriera en los días que
precedieron al asesinato?
- No.
- Señor Coleman?
- No tengo nada que ver con esto - dijo el joven, con un tono en el que se notaba
como una ligera sombra de pesadumbre -. Me fui a Hassanieh para traer dinero con
que pagar a los jornaleros. Cuando volví, Emmott me contó lo que había pasado. Subí
otra vez a la "rubia" y me fui a buscar a la policía y al doctor Reilly.
- ¿Qué puede decirme de lo que ocurrió en los días precedentes
- Pues verá, señor. Las cosas andaban un tanto sobresaltadas; pero eso ya lo sabe
usted. Hubo lo del almacén, y antes de ello, uno o dos sustos más... Los golpecitos y la
cara de la ventana... ¿recuerda usted, señor? - se dirigió al doctor Leidner, quien
inclinó la cabeza en mudo asentimiento -. Yo creo que encontrarán a algún fulano que
se coló en la casa. Debió ser un tipo muy ingenioso.
Poirot lo contempló en silencio un momento.
- ¿Es usted inglés, señor Coleman? - preguntó por fin.
- Eso es, señor. Por los cuatro costados. Vea la marca. Artículo garantizado.
- ¿Es la primera vez que toma parte en una expedición?
- Ni más ni menos.
- ¿Y siente usted una desmedida afición por la arqueología?
Aquella descripción pareció turbar al señor Coleman. Se sonrojó y lanzó una mirada
de reojo al doctor Leidner, como si fuera un colegial travieso.
- Desde luego... es muy interesante - tartamudeó -. Quiero decir... que no soy lo que
se dice un tipo listo.
Su voz se desvaneció y Poirot no quiso insistir más. Dio varios golpecitos en la mesa
con el lápiz que tenía en la mano y enderezó el tintero que había frente a él.
- Al parecer - dijo -, esto es todo lo que podemos hacer, de momento. Si alguien de
ustedes recuerda cualquier cosa que le haya pasado por alto ahora, no dude en venir a
consultármelo. Creo que ser conveniente que hable ahora a solas con el doctor Leidner
y con el doctor Reilly.
85
Aquello fue la señal para una desbandada general. Nos levantamos y fuimos hacia
la puerta. Pero cuando estaba a punto de salir, oí que me llamaban.
- Quizá la enfermera Leatheran tendrá la amabilidad de quedarse - añadió Poirot -.
Creo que su ayuda nos puede valer de algo.
Volví a la mesa y me senté.
86
CAPÍTULO XV
Poirot sugiere
El doctor Reilly se había levantado de su asiento y cerró cuidadosamente la puerta
una vez que todos hubieron salido. Luego dirigió una inquisitiva mirada a Poirot y
procedió también a cerrar la ventana que daba al patio. Las otras estaban ya cerradas.
Después, a su vez, tomó asiento de nuevo ante la mesa.
- Très bien - dijo Poirot -. Estamos ahora en privado y no nos estorba nadie.
Podemos hablar con libertad. Hemos oído lo que los componentes de la expedición
tenían que decir sobre el caso... y... sí, ma soeur, ¿quería decir algo?
Me puse sumamente colorada. No podía negarse que el hombrecillo tenía una vista
de lince. Había visto pasar aquella idea por mi pensamiento. Supongo que mi cara
demostró bien a las claras lo que estaba yo pensando.
- ¡Oh!, no es nada... - dije titubeando.
- Vamos, enfermera - dijo el doctor Reilly -. No haga esperar al especialista.
- No es nada, en realidad - dije precipitadamente -. Se me ocurrió que si alguien
sabe o sospecha algo, no será fácil que lo exponga ante los demás y mucho menos ante
el doctor Leidner.
Ante mi sorpresa, monsieur Poirot afirmó vigorosamente con la cabeza.
- Precisamente, precisamente. Es muy cierto lo que acaba de decir. Pero me
explicaré. La reunión que hemos celebrado ha tenido un propósito. En Inglaterra,
antes de las carreras, se exhiben los caballos, ¿verdad? Pasan ante la tribuna para que
todos tengan una oportunidad de verlos y poder opinar sobre sus facultades. Tal fue el
objeto de la reunión que convoqué. Si me permite utilizar una frase deportiva, diré que
di una ojeada a los posibles ganadores.
El doctor Leidner exclamó violentamente:
- No creo, ni por un momento, que ninguno de los de mi expedición esté complicado
en este crimen.
Luego, volviéndose hacia mí, dijo con tono autoritario:
- Enfermera, le quedaré muy reconocido si le dice a monsieur sin más dilación lo
que pasó entre mi mujer y usted hace dos días.
Forzada de esta forma, no tuve más remedio que repetir mi historia, tratando en lo
posible de recordar exactamente las palabras y frases que usó la señora Leidner.
Cuando terminé, monsieur Poirot dijo:
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- Muy bien. Muy bien. Tiene una mente clara y ordenada. Me va a ser muy útil
durante mi estancia aquí.
Se volvió hacia el doctor Leidner.
- ¿Tiene usted esas cartas?
- Aquí las tengo. Me figuré que las querría ver antes que nada.
Poirot las cogió, examinándolas con sumo cuidado al tiempo que las leía. Quedé un
poco desilusionada al ver que no las espolvoreaba con polvos blancos, ni las
escudriñaba con la lupa, o algo parecido. Pero me acordé de que era un hombre de
avanzada edad y de que sus métodos tenían que ser anticuados por fuerza. Se limitó a
leerlas como lo hubiera hecho cualquiera.
Una vez leídas, las dejó sobre la mesa y carraspeó.
- Y ahora - dijo - procedamos a poner los hechos en orden. La primera de estas
cartas la recibió su esposa poco después de casarse con usted, en América. Había
recibido otras, pero las destruyó. A la primera carta siguió una segunda. Poco tiempo
después de recibir esta última, usted y su esposa se libraron, por poco, de morir
asfixiados a causa de un escape de gas. Luego se fueron al extranjero y por espacio de
dos años no llegaron más cartas. Pero empezaron otra vez a recibirse a poco de iniciar
la actual temporada de excavaciones; es decir, hace tres semanas. ¿Voy bien?
- Exactamente.
- Su esposa demostró gran pánico y usted, después de consultar con el doctor Reilly,
contrató a la enfermera Leatheran para que le hiciera compañía y mitigara sus
temores. Habían ocurrido ciertos incidentes, tales como manos que golpearon la
ventana; una cara espectral y ruidos en el almacén. ¿Presenció usted mismo algunos?
- No.
- De hecho, nadie los presenció, salvo la señora Leidner.
- El padre Lavigny vio una luz en el almacén.
- Sí. No lo he olvidado.
Guardó silencio durante unos instantes y luego dijo:
- ¿Su esposa hizo testamento?
- No lo creo.
- ¿Por qué?
- Opinaba que no valía la pena.
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- ¿Acaso no tenía bienes?
- Sí los tenía, pero mientras viviera. Su padre le dejó una considerable cantidad de
dinero en fideicomiso. No podía tocar el capital. A su muerte, éste debía pasar a sus
hijos, si los tuviera... y en otro caso al museo de Pittstow.
Poirot tamborileó con los dedos sobre la mesa, con aire pensativo.
- Entonces, creo que podemos eliminar un motivo del caso - dijo -. Como
comprenderán, es lo que busco antes que nada. ¿Quién se beneficia con la muerte de la
víctima? En este caso es un museo. Si hubiera sido de otra forma; si la señora Leidner
hubiera muerto ab intestato, pero dueña de una considerable fortuna, se me
presentaba un interesante problema, pues habría que dilucidar quién heredaba el
dinero, si usted o el primer marido. Pero entonces hubiera surgido otra dificultad. El
primer marido tenía que haber resucitado para poder reclamar la herencia y ello
implicaba el riesgo de que fuera arrestado, aunque creo difícil que pudiera imponérsele
la pena de muerte al cabo de tanto tiempo de haber terminado la guerra. Mas no hace
falta especular sobre ello. Como dije antes, me cuido siempre de dejar bien sentada la
cuestión del dinero. Mi siguiente paso es sospechar del marido o de la mujer de la
víctima. En el caso que nos ocupa se ha probado, en primer lugar, que ayer por la tarde
usted no se acercó a la habitación de su esposa; en segundo lugar, que con la muerte de
ella pierde en vez de ganar; en tercer lugar...
Se detuvo.
- ¿Qué? - preguntó el doctor Leidner.
- En tercer lugar - prosiguió lentamente Poirot -. Sé distinguir un amor profundo
cuando lo veo ante mí. Creo, doctor Leidner, que el amor que sentía por su esposa era
el principal objeto de su vida. Era así, ¿verdad?
El arqueólogo contestó simplemente:
- Sí.
Poirot asintió.
- Por lo tanto - dijo -,podemos continuar.
- Vamos, vamos. Ocupémonos del caso - opinó el doctor Reilly con cierta impaciencia
en la voz.
Poirot le dirigió una mirada de desaprobación.
- No pierda la paciencia, amigo mío. En un caso como éste, hay que abordar cada
cosa con método y orden. Ésa es, realmente, la regla que sigo en todos los asuntos de
que me encargo. Como hemos desechado varias posibilidades, que, como dicen ustedes,
se pongan todas las cartas sobre la mesa. No debe reservarse nada.
- De acuerdo - dijo el doctor Reilly.
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- Por eso solicito que me digan toda la verdad - prosiguió Poirot.
El doctor Leidner lo miró sorprendido.
- Le aseguro, monsieur Poirot, que no me he callado nada. Le he dicho todo lo que
sé. Sin reservas.
- Tout de même no me lo ha dicho usted todo.
- Sí, se lo dije. No creo que falte ningún detalle.
Parecía estar angustiado.
Poirot sacudió lentamente la cabeza.
- No - replicó -. No me ha dicho usted, por ejemplo, por qué hizo que la enfermera
Leatheran se instalara en esta casa.
El doctor Leidner pareció aturdirse aún más.
- Ya expliqué eso. Está claro. El desasosiego de mi mujer... sus temores.
- No, no, no. Hay algo en ello que no está claro. Sí; su esposa corre peligro... Ha sido
amenazada de muerte; perfectamente. Y busca usted... no a la policía... ni siquiera a
un detective privado... sino a una enfermera. ¡Esto no tiene sentido alguno!
- Yo... yo... - el doctor Leidner se detuvo. El rubor subió a sus mejillas -. Pensé que...
- calló definitivamente.
- Parece que llegamos a ello - animó Poirot -. ¿Qué fue lo que pensó?
El arqueólogo quedó silencioso. Parecía cansado de aquello y nada dispuesto a
proseguir.
- Ya ve usted - el tono de Poirot se volvió persuasivo y suplicante -. Todo lo que me
ha dicho tiene aspecto de ser verdadero, excepto esto. ¿Por qué una enfermera? Sí; hay
una respuesta para ello. De hecho, sólo puede haber una contestación. Usted mismo no
creía que su esposa corriera peligro alguno.
Y entonces, dando un grito, el doctor Leidner se derrumbó.
- ¡Válgame Dios! - gimió -. No lo creí... no lo creí...
Poirot lo contempló con la misma atención con que un gato mira el agujero por
donde se metió un ratón; listo para saltar sobre él en el momento en que asome de
nuevo.
- ¿Qué creía usted, entonces? - preguntó.
- No lo sé. No lo sé...
90
- Sí, lo sabe. Lo sabe usted perfectamente. Tal vez le pueda ayudar... con una
suposición. ¿Sospechaba usted, doctor Leidner, que esas cartas las escribía su mujer?
No hubo necesidad de que contestara. La verdad encerrada en la suposición de
Poirot se puso bien patente. El gesto de horror con que el doctor Leidner levantó una
mano, como pidiendo gracia, dijo bastante por sí solo.
Exhalé un profundo suspiro. Así, pues, mis conjeturas eran ciertas. Recordé el
curioso tono de voz del doctor Leidner cuando me preguntó qué me parecía todo
aquello. Hice un gesto afirmativo con la cabeza, lenta y pensativamente, hasta que, de
pronto, me di cuenta de que Poirot me estaba mirando.
- Cree usted lo mismo, enfermera?
- La idea pasó por mi pensamiento - repliqué de buena fe.
- ¿Por qué razón?
Expliqué la semejanza de la escritura del sobre que me enseñó el señor Coleman.
Poirot se volvió hacia el arqueólogo.
- Se dio cuenta también de la similitud?
El doctor Leidner inclinó la cabeza.
- Sí. La escritura era más pequeña y retorcida, no grande y amplia como la de
Louise; pero algunas letras tenían el mismo trazo. Se lo demostraré.
Sacó varias cartas del bolsillo interior de la chaqueta y después de repasarlas,
seleccionó una hoja que entregó a Poirot. Era parte de una carta que le escribió su
esposa.
Poirot la comparó cuidadosamente con las cartas anónimas.
- Sí - murmuró -. Sí. Hay algunos puntos de semejanza; una curiosa forma de hacer
las "s" y una "e" característica. No soy perito calígrafo y no puedo asegurar nada,
aunque nunca encontré a dos peritos calígrafos que coincidieran en una opinión; pero
por lo menos puedo decir que el parecido entre los dos tipos de letra es muy grande.
Parece altamente probable que correspondan a una misma mano. Pero no tenemos la
certeza de ello. Debemos tener en cuenta todas las contingencias.
Se recostó en su asiento y dijo pensativamente:
- Hay tres posibilidades: primera, que la semejanza de las caligrafías sea pura
coincidencia. Segunda, que estas cartas amenazadoras fueran escritas por la propia
señora Leidner con un propósito que desconocemos. Y tercera, que fueran escritas por
alguien que, deliberadamente, copió sus rasgos. ¿Por qué? Parece que no tiene sentido.
Una de estas tres posibilidades tiene que ser la correcta.
91
Reflexionó durante unos momentos y luego, volviéndose hacia el doctor Leidner, y
empleando de nuevo sus maneras vivaces, preguntó:
- Cuando se le hizo patente la posibilidad de que su propia esposa fuera la autora de
estas cartas, ¿qué teoría formó usted sobre sus causas?
El doctor Leidner sacudió la cabeza.
- Deseché la idea tan pronto como se me ocurrió. Me pareció monstruosa.
- ¿No trató de encontrar una explicación?
- Pues - titubeó -. Me pregunté si acaso la mente de mi mujer no estaría un poco
trastornada por culpa de sus rarezas y cavilaciones sobre el pasado. Pensé que,
posiblemente, hubiera escrito ella misma las cartas sin darse cuenta de lo que hacía.
Eso puede darse, ¿verdad? - añadió, dirigiéndose al doctor Reilly.
El interpelado frunció los labios.
- El cerebro humano es capaz de cualquier cosa - replicó evasivamente.
Pero dirigió una rápida mirada a Poirot, y éste, como si obedeciera una indicación,
abandonó aquel tema.
- Las cartas son un punto interesante del caso - explicó -. Pero debemos
concentrarnos en el asunto, considerándolo como un todo. En mi opinión, existen tres
posibles soluciones.
- ¿Tres?
- Sí. Solución número uno; la más simple. El primer marido de su esposa vive
todavía. La amenazó previamente y luego llevó a efecto sus amenazas. Si aceptamos
esta solución se nos plantea el problema de descubrir cómo pudo entrar en la casa sin
ser visto.
"Solución número dos. La señora Leidner, por razones que ella sabría, las cuales
podrían ser entendidas mejor por un médico que por un profano, se dirige a ella
misma las cartas amenazadoras. El incidente del escape de gas lo planea ella.
Recuerde que fue quien le despertó diciéndole que olía a gas. Pero si la señora Leidner
escribió esas cartas, no podía correr ningún peligro que viniera del supuesto autor de
las mismas. Por lo tanto, debemos buscar al asesino en otra parte. Debemos buscarlo,
en efecto, entre los componentes de la expedición. Sí - esto en respuesta a un murmullo
de protesta proferido por el doctor Leidner -, es la única solución lógica. Para satisfacer
un resentimiento privado, uno de ellos la mató. Podemos decir que tal persona estaba
enterada de lo de las cartas o, en todo caso, sabía que la señora Leidner temía o
pretendía temer a alguien. Este hecho, en opinión del asesino, hacía que la ejecución
del crimen le resultara bastante segura. Estaba convencido de que se atribuiría a un
misterioso intruso; el autor de las cartas.
92
"Como variante a esta solución, podemos considerar que el propio asesino escribiera
las cartas, conociendo el pasado de la señora Leidner. Pero en tal caso, no queda clara
la razón de por qué tuvo que imitar la escritura de ella cuando, por lo que sabemos,
pudo ser más provechoso para él que las cartas parecieran escritas por un extraño.
"La tercera solución es, para mí, la más interesante. Sugiero en ella que las cartas
son auténticas. Que están escritas por el primer marido de la señora Leidner, o por el
hermano menor de aquél; y que bien uno u otro forman parte de esta expedición.
93
CAPÍTULO XVI
Los sospechosos
El doctor Leidner se levantó de un salto.
- ¡Imposible! ¡Completamente imposible! ¡Esa idea es absurda!
El señor Poirot lo miró, imperturbable, y no dijo nada.
- ¿Quiere sugerir que el primer marido de mi mujer es uno de los de la expedición,y
que ella no le reconoció?
- Exactamente. Reflexione un poco sobre los hechos. Hace más de quince años, su
esposa vivió con ese hombre durante unos pocos meses. ¿Lo reconocería si le
encontrara de nuevo después de tanto tiempo? Creo que no. Su cara y su aspecto
pudieron cambiar. Su voz, tal vez no tanto; pero ése es un detalle que puede
esclarecerse. Y recuerde que ella no esperaba que estuviera entre los que convivían en
su misma casa. Se lo imaginaba como un extraño. No; no creo que lo reconociera. Y
existe una segunda posibilidad. El hermano menor; el niño de entonces, tan
encariñado con Frederick. Sí, debemos contar con él. Recuerde que, en su opinión, su
hermano no era traidor, sino un patriota, un mártir de su país, Alemania. Para él, la
traidora es la señora Leidner; un monstruo de maldad que fue capaz de enviar a la
muerte a su propio marido. Un niño puede sentir gran devoción por quien él considera
como un héroe, y una mente joven se obsesiona fácilmente con una idea, hasta el
extremo de persistir en ella muchos años después.
- Eso es verdad - comentó el doctor Reilly -. No es cierta, aunque sí generalmente
aceptada, la opinión de que los niños olvidan muy pronto. Hay muchas personas que al
llegar a la vejez retienen todavía imbuida en la mente una idea que se les quedó allí
grabada cuando eran niños.
- Bien - siguió Poirot -. Tenemos dos posibilidades. Frederick Bosner, un hombre
que ahora rondará los cincuenta años; y William Bosner, cuya edad debe andar cerca
de los treinta. Examinemos a los componentes de la expedición desde estos dos
aspectos.
- Eso es fantástico - murmuró el doctor Leidner -. ¡Mi propia gente! ¡La de mi propia
expedición!
- Habría que considerarlos entonces por encima de toda sospecha, ¿eh? - replicó
secamente -. Un punto de vista muy sutil. Commençons. ¿Quiénes son los que
categóricamente no pueden ser Frederick ni William?
- Las mujeres.
- Naturalmente. La señorita Johnson y la señora Mercado quedan eliminadas.
¿Quién más?
94
- Carey. Trabajamos juntos desde hace muchos años, antes de que yo conociera a
Louise...
- Y, además, su edad no coincide. Yo diría que tiene unos treinta y ocho años;
demasiado joven para ser Frederick y muy viejo para tratarse de William. En cuanto a
los demás, tanto el Padre Lavigny como el señor Mercado pueden ser Frederick
Bosner.
- Pero, mi apreciado señor - exclamó el señor Leidner con un tono en el que se
mezclaba la irritación con la chanza -, el padre Lavigny es conocido en todo el mundo
como uno de los mejores eruditos en inscripciones, y Mercado ha trabajado durante
muchos años en un popular museo de Nueva York. ¡Es imposible que ninguno de los
dos sea el hombre que usted cree!
Poirot agitó una mano, airado.
- Imposible... imposible... ¡No conozco esa palabra! Lo imposible es, precisamente, lo
que investigo más a fondo. Pero lo dejaremos estar por el momento. ¿Quién más hay?
Carl Reiter, un joven de nombre alemán. Y David Emmott...
- Recuerde que me acompañó durante dos temporadas.
- Ese joven posee el don de la paciencia. Si comete algún crimen, puede estar seguro
de que no será de prisa y corriendo. Lo tendrá todo muy bien preparado.
El doctor Leidner hizo un gesto de desesperación.
- Y, finalmente, William Coleman - continuó Poirot.
- Es inglés.
- ¿Pourquoi pas? ¿No le dijo la señora Leidner que el muchacho desapareció y no se
le pudo encontrar en América? No es absurdo pensar que creciera y se educara en
Inglaterra.
- Tiene usted respuestas para todo - dijo el arqueólogo.
Mi mente estaba entonces trabajando a toda presión. Desde un principio había
considerado que las maneras del señor Coleman, más que las de un joven de carne y
hueso, parecían copiadas de las de un personaje de cualquier libro de P. G. Wodehouse.
¿Habría estado fingiendo durante todo el tiempo?
Poirot tomó notas en su libreta.
- Procedamos con orden y método - dijo -. Por cuenta de Frederick tenemos dos
nombres: el padre Lavigny y el señor Mercado. Y por William, los de Coleman, Emmott
y Reiter. Pasemos ahora al aspecto opuesto de la cuestión; medios y oportunidades.
¿Qué componente de la expedición tuvo los medios y la oportunidad de cometer el
crimen? Carey estaba en las excavaciones. Coleman había ido a Hassanieh y usted
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estuvo en la azotea. Esto nos deja al padre Lavigny, al señor Mercado, a su esposa, a
David Emmott, a Carl Reiter, a la señorita Johnson y a la enfermera Leatheran.
- ¡Oh! - exclamé, dando un salto en mi silla.
El señor Poirot me miró con ojos parpadeantes.
- Sí. Temo, ma soeur, que tendremos que incluirla. Le pudo ser muy fácil entrar en
la habitación de la señora Leidner y matarla mientras el patio estuvo solitario. Tiene
usted suficiente fuerza y vigor, y ella no hubiera sospechado nada hasta recibir el
golpe que la abatió.
Estaba tan trastornada que no pude proferir ni una palabra. Me di cuenta de que el
doctor Reilly me miraba con expresión divertida.
- El interesante caso de la enfermera que asesinaba a sus pacientes uno tras otro -
murmuró.
Le dirigí una mirada fulminante.
La imaginación del doctor Leidner había corrido por otros derroteros.
- Emmott no, monsieur Poirot - objetó -. No puede incluirlo. Estuvo conmigo en la
azotea aquellos diez minutos.
- No puedo excluirlo, a pesar de ello. Pudo haber bajado al patio, dirigirse al
dormitorio de la señora Leidner, matarla y luego llamar al muchacho árabe. O pudo
matarla en una de las ocasiones en que envió al chico a que subiera algún objeto a la
azotea.
El doctor Leidner sacudió la cabeza y murmuró:
- ¡Qué pesadilla! Esto... es fantástico.
Con gran sorpresa mía, Poirot convino en ello.
- Sí. Es verdad. Se trata de un crimen fantástico. No se presentan a menudo. Por lo
general, el asesino es sórdido... simple. Pero éste es un caso extraordinario. Sospecho,
doctor Leidner, que su esposa fue una mujer extraordinaria.
Había dado en el clavo con tal precisión que me hizo sobresaltar.
- ¿Es verdad eso, enfermera? - me preguntó.
El doctor Leidner dijo con voz pausada:
- Cuéntele cómo era Louise, enfermera. Usted no tiene prejuicios acerca de ella.
Hablé con toda franqueza.
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- Era encantadora - dije -. No había quien pudiera dejar de admirarla y desear
hacer algo por ella. Nunca conocí a nadie que se le pareciera.
- ¡Gracias! - atajó el doctor Leidner, sonriendo.
- Es un valioso testimonio, teniendo en cuenta que proviene de un extraño - dijo
Poirot cortésmente -. Bueno, prosigamos. Bajo el encabezamiento de Medios y
oportunidad tenemos a siete nombres. La enfermera Leatheran, la señorita Johnson,
la señora Mercado y su marido, el señor Reiter, el señor Emmott y el padre Lavigny.
Volvió a carraspear. He observado que los extranjeros pueden hacer con la garganta
los más extravagantes ruidos.
- Vamos a suponer, de momento, que nuestra tercera teoría es correcta. Es decir,
que el asesino es Frederick o los componentes de la expedición. Comparando ambas
listas podemos reducir el número de sospechosos a cuatro. El padre Lavigny, el señor
Mercado, Carl Reiter y David Emmott.
- El padre Lavigny no tiene nada que ver con esto - insistió el doctor Leidner, con
decisión -. Pertenece a los Padres Blancos de Cartago.
- Y no lleva barba postiza - añadí yo.
- Ma soeur - dijo Poirot -, un asesino de primera clase nunca utiliza barbas postizas.
- ¿Cómo sabe usted que el asesino es de primera categoría? - pregunté
obstinadamente.
- Porque si no lo fuera, la verdad estaría ya clara para mí... y no lo está .
"¡Bah! Eso es pura presunción", pensé para mí.
- De todas formas - dije, volviendo al tema de las barbas - el dejársela crecer le ha
debido llevar mucho tiempo.
- Ésa es una observación de carácter práctico - replicó Poirot.
El doctor Leidner intervino con tono de desprecio y enfadado.
- Todo esto es ridículo... absolutamente ridículo. Tanto él como Mercado son
personas bien conocidas. Desde hace años.
Poirot se volvió hacia él.
- No ha comprendido usted la cuestión. No ha considerado un punto importante. Si
Frederick Bosner no ha muerto... ¿qué ha hecho durante todos esos años? Pudo haber
cambiado de nombre y dedicarse a otras actividades...
- ¿Y hacerse Padre Blanco? - preguntó el doctor Reilly.
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- Sí, resulta un poco fantástico - contestó Poirot -. Pero no podemos desechar la
hipótesis. Además, existen otras posibilidades.
- ¿Los jóvenes? - dijo Reilly -. Si quiere saber mi opinión le diré que, en vista de lo
ocurrido, sólo uno de sus sospechosos resulta admisible.
- Y cuál es?
- El joven Carl Reiter. En realidad, no hay nada contra él; pero profundice un poco y
tendrá que admitir unas cuantas cosas. Tiene la edad apropiada; su madre es de
origen alemán; es el primer año que viene y tuvo oportunidad de cometer el crimen.
Para ello le bastaba con salir disparado del estudio fotográfico, cruzar el patio, hacer el
trabajito y volver corriendo, mientras en el estudio, entretanto, podía haber dicho que
estaba en la cámara oscura. No quiero asegurar que sea el hombre que busca, pero si
ha de sospechar de alguien, le digo que ése es el más indicado.
Monsieur Poirot no parecía estar muy dispuesto a creerlo. Asintió con gravedad,
pero con aspecto dubitativo.
- Sí - dijo -. Es el más indicado, pero no creo que todo ocurriera tan simplemente.
Luego añadió:
- No comentemos nada más, por ahora. Me gustaría, a ser posible, dar un vistazo a
la habitación donde se cometió el crimen.
- No faltaba más - dijo el doctor Leidner, mientras se registraba los bolsillos
infructuosamente. Después miró al doctor Reilly -. Me parece que la llave se la llevó el
capitán Maitland - observó.
- Maitland me la dio, antes de salir a investigar un caso ocurrido en una aldea
curda - dijo Reilly.
Sacó la llave.
El doctor Leidner titubeó.
- ¿Le importaría... si yo no...? Tal vez, la enfermera...
- Desde luego - dijo Poirot -. Lo comprendo. Nunca fue mi propósito causarle un
dolor innecesario. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme, ma soeur?

- Claro que sí - respondí.












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