LA CUESTIÓN PALPITANTE DE EMILIA PARDO BAZÁN

Una emblemática obra escrita por una mujer adelantada a su tiempo. Pardo Bazán nace en 1851 y fallece en 1921. La gallega que se asentó en Madrid fue no solo parte de la nobleza sino que además se destacó como novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante. Fue además una feminista precursora de los movimientos en pro de los derechos de las mujeres, sus libertades y su educación. Su narrativa la hizo escritora de múltiples libros, estudios, obras periodísticas, ensayos y críticas, pero si hay uno que nos trae hoy con gran pasión es "La cuestión palpitante. Con este trabajo Pardo se consolidó como introductora del naturalismo en España. (El término naturalismo se usa para denominar las corrientes filosóficas que consideran a la naturaleza como el principio único de todo aquello que es real). La cuestión vio la luz en 1882, desde aquel momento encendió la polémica por su temática y más en una sociedad como la de aquella época. Tomando ideas de Émile Zola, reconocido escritor naturalista francés, Pardo Bazán logró un escrito formidable que es indispensable para un estudioso de estos temas. Como dato curioso pero real, la controversia generada por este libro supuso la separación con su esposo José Quiroga y Pérez quien no soportó el lío en el que su esposa se había visto involucrada ante su sociedad por las ideas expresadas en el texto. Pardo Bazán fue una mujer intelectual en el mundo machista de los hombres, criticada simplemente por ser mujer y por tener la gallardía de escribir sobre algo que se suponía no era para féminas.



El libro se subdivide en los siguientes puntos:

- I -

Hablemos del escándalo

- II -

Entramos en materia

- III -

Seguimos filosofando

- IV -

Historia de un motín

- V -

Estado de la atmósfera

- VI -

Genealogía

- VII -

Prosigue la genealogía

- VIII -

Los vencidos

- IX -

Los vencedores

- X -

Flaubert

- XI -

Los hermanos Goncourt

- XII -

Daudet

- XIII -

Zola. Su vida y carácter

- XIV -

Zola. Sus tendencias

- XV -

Zola. Su estilo

- XVI -

De la moral

- XVII -

En Inglaterra

- XVIII -

En España

- XIX -

En España

- XX -

...y último

Apéndice

Epístola a la autora de «La cuestión palpitante»
Respuesta a la epístola del señor marqués de premio-real
Carta literaria
Bandera negra
Cartas, son cartas
Reincidiendo
Carta-pacio
Carta magna
Cartilla
Carta literaria



Fotografía de Emilia Pardo Bazán
publicada en 1908 en la revista Actualidades
Estamos pues ante una joya literaria que sigue teniendo vigencia. No voy a ser explicito de las ideas centrales del texto pues creo que es preferible que lo leas completo, por eso voy a dejar aquí un link para verlo completo en PDF, así que no hay excusas para disfrutar de Pardo Bazán y su interpretación del naturalismo desde su contexto y con un análisis que la hace merecedora de reconocimiento. Independientemente de si sigas esta tendencia o no, el libro es conveniente para situarnos en un punto definido y claro de las teorías del realismo y naturalismo desde una óptica reflexiva, crítica y que no busca convencer a nadie, más si presentarnos un panorama que no ha de pasar desapercibido. El texto comienza hablándonos del escándalo que implica la temática y cierra centrándose en Inglaterra y España para concluir con unas cartas cual epístola bíblica pero naturalistas.

Como complemento a "La cuestión palpitante" se considera a "La revolución y la novela en Rusia" texto publicado en 1887.


Respetando los derechos voy a incluir aquí las primeras tres partes el libro:



- I -
Hablemos del escándalo


Es cosa de todos sabida que, en el año de 1882, naturalismo y realismo son a la literatura lo que a la política el partido formado por el Duque de la Torre: se ofrecen como última novedad, y, por añadidura, novedad escandalosa. Hasta los oídos del más profano en letras comienzan a familiarizarse con los dos ismos.

Dada la olímpica indiferencia con que suele el público mirar las cuestiones literarias, algo desusado y anormal habrá en ésta cuando así logra irritar la curiosidad de unos, vencer la apatía de otros, y que todo el mundo se imagine llamado a opinar de ella y resolverla.

Este movimiento no sería malo, al contrario, si naciese de aquel ardiente amor al arte que dicen inflamaba a los ciudadanos de las repúblicas griegas; pero aquí reconoce distinto origen, y desatiende la cuestión literaria para atender a otras diferentes aunque afines. Muy análogo es lo que ocurre ahora con el naturalismo y el realismo a lo que sucedió con los dramas del Sr. Echegaray. Si teníamos o no un grande y verdadero poeta dramático; si sus ficciones eran bellas; si procedía de nuestra escuela romántica o había que considerar en él un atrevido novador, de todo esto se le importó algo a media docena de literatos y críticos; lo que es al público le tuvo sin cuidado; discutió, principalmente, si Echegaray era moral o inmoral, si las señoritas podían o no asistir a la representación de Mar sin orillas, y si el autor figuraba en las filas democráticas y había hablado in illo tempore de cierta trenza... El resultado fue el que tenía que ser: extraviarse lastimosamente la opinión, por tal manera, que harán falta bastantes años y la lenta acción de juiciosa crítica para que se descubra el verdadero rostro literario de Echegaray, y en vez del dramaturgo subversivo y demoledor, se vea al reaccionario que retrocede, no sólo al romanticismo, sino al teatro antiguo de Calderón y Lope.

Otro tanto acaecerá con el naturalismo y el realismo: a fuerza de encarecer su grosería, de asustarse de su licencia, de juzgarlo por dos o tres páginas, o si se quiere por dos o tres libros, el público se quedará en ayunas, sin conocer el carácter de estas manifestaciones literarias, después de tanto como se habla de ellas a troche y moche.

Fácil es probar la verdad de cuanto indico. ¿Qué lector de periódicos habrá que no tropiece con artículos rebosando indignación, donde se pone a naturalistas y realistas como hoja de perejil, anatematizándolos en nombre de las potestades del cielo y de la tierra? Y esto no sólo en los diarios conservadores y graves, sino en el papel más radical y ensalzao, que diría un personaje de Pereda. Publicaciones hay que después de burlarse, tal vez, de los dogmas de la Iglesia, y de atacar sañudamente a clases e instituciones, se revuelven muy enojadas contra el naturalismo, que en su entender tiene la culpa de todos los males que afligen a la sociedad. Aquí que no peco, dicen para su sayo. Hubo un tiempo en que la acusación de desmoralizarnos pesó sobre la lotería y los toros: el naturalismo va a heredar los crímenes de estas dos diversiones genuinamente nacionales.

En confirmación de mi aserto aduciré un hecho. El Sr. Moret y Prendergast asistió este verano a los Juegos florales de Pontevedra, haciendo gran propaganda democrático-monárquica: pero también lució su elocuencia en la velada literaria, donde, dejando a un lado las lides del Parlamento y las tempestades de la política, lanzó un indignado apóstrofe a Zola y felicitó a los poetas y literatos gallegos que concurrieron al certamen, por no haber seguido las huellas del autor de los Rougon Macquart.

Francamente, confieso que si me hubiese pasado toda la mañana en querer adivinar lo que diría por la noche el Sr. Moret, así se me pudo ocurrir que la tomase con Zola, como con Juliano el Apóstata o el moro Muza. Cualquiera de estos dos personajes hace en nuestra poesía tantos estragos como el pontífice del naturalismo francés: a poeta alguno, que yo sepa, se le pasa por las mientes imitarlo, ni en Pontevedra, ni en otra ciudad de España. Si el Sr. Moret recomendase a los poetas originalidad e independencia respecto de Bécquer, de Espronceda, de Campoamor o Núñez de Arce..., entonces no digo... Lo que es Zola bien inocente está de los delitos poéticos que se cometen en nuestra patria. Y en la prosa misma nos dañan bastante más, hoy por hoy, otros modelos.

El proceder del Sr. Moret me recuerda el caso de aquel padre predicador que en un pueblo se desataba condenando las peinetas, los descotes bajos y otras modas nuevas y peregrinas de Francia, que nadie conocía ni usaba entre las mujeres que componían su auditorio. Oíanle éstas y se daban al codo murmurando bajito: «¡Hola, se usan descotes! ¡Hola, conque se llevan peinetas!».

El lado cómico que para mí presenta el apóstrofe del Sr. Moret, es dar señal indudable de la confusión de géneros que hoy reina en la oratoria. Poca gente asiste a los sermones en la iglesia; pero, en cambio, casi no hay apertura de Sociedad, discurso de Academia, ni arenga política que no tienda a moralizar a los oyentes. Al Sr. Moret le sirvió Zola para mezclar en su discurso lo grave con lo ameno, lo útil con lo dulce; sólo que erró en el ejemplo.

Si entre los hombres políticos no está en olor de santidad el naturalismo, tampoco entre los literatos de España goza de la mejor reputación. Pueden atestiguarlo las frases pronunciadas por mi inspirado amigo el señor Balaguer al resumir los debates de la sección de literatura del Ateneo. Un insigne novelista, de los que más prefiere y ama el público español, me declaraba últimamente no haber leído a Zola, Daudet ni ninguno de los escritores naturalistas franceses, si bien le llegaba su mal olor. Pues bien: con todo el respeto que se merece el elegante narrador y cuantos piensen como él reuniendo iguales méritos, protesto y digo que no es lícito juzgar y condenar de oídas y de prisa, y sentenciar a la hoguera encendida por el ama de Don Quijote a una época literaria, a una generación entera de escritores dotados de cualidades muy diversas, y que si pueden convenir en dos o tres principios fundamentales, y ser, digámoslo así, frutos de un mismo otoño, se diferencian entre sí como la uva de la manzana y ésta de la granada y del níspero. ¿No fuera mejor, antes de quemar el ya ingente montón de libros naturalistas, proceder a un donoso escrutinio como aquel de marras?

Ni es sólo en España donde la literatura naturalista y realista está fuera de la ley. Citaré para demostrarlo un detalle que me concierne; y perdone el lector si saco a colación mi nombre, di necessitá, como dijo el divino poeta. En la Revue Britannique del 8 de Agosto de 1882 vio la luz un artículo titulado Littérature Espagnole Critique. Un diplomate romancier: Juan Valera. (Largo es el título; pero responda de ello su autor, que firma Desconocid). Ahora pues, este Mr. Desconocid, tras de hablar un buen rato de las novelas del Sr. Valera, va y se enfada y dice: «J'apprends qu'une femme, dans Un voyage de fiancés (Viaje de novios), essaye d'acclimater en Espagne le roman naturaliste. Le naturalisme consiste probablement en ce que [...]». No reproduzco el resto del párrafo, porque el censor idealista añade a renglón seguido cosas nada ideales; paso por alto lo de traducir viaje de novios «Voyage de fiancés», como si fuesen los futuros y no los esposos quienes viajan juntos mano a mano -cosa no vista hasta la fecha- porque también traduce «Pasarse de listo» por «Trop d'imagination»); y voy solamente a la ira y desdén que el crítico traspirenaico manifiesta cuando averigua que existe en España une femme que osa tratar de aclimatar la novela naturalista! Parece al pronto que todo crítico formal, al tener noticia del atentado, desearía procurarse el cuerpo del delito para ver con sus propios ojos hasta dónde llega la iniquidad del autor; y si esto hiciese Mr. Desconocid, lograría dos ventajas: primera, convencerse de que casi estoy tan inocente de la tentativa de aclimatación consabida, como Zola de la perversión de nuestros poetas; segunda, evitar la garrafalada de traducir viaje de novios por «Voyage de fiancés», y todas las ingeniosas frases que le inspiró esta versión libérrima. Pero Mr. Desconocid echó por el atajo, diciendo lo que quiso sin molestarse en leer la obra, sistema cómodo y por muchos empleado.

He de confesar que, viéndome acusada nada menos que en dos lenguas (la Revue Britannique se publica, si no me engaño, en París y Londres simultáneamente) de los susodichos ensayos de aclimatación, creció mi deseo de escribir algo acerca de la palpitante cuestión literaria: naturalismo y realismo. Cualquiera que sea el fallo que las generaciones presentes y futuras pronuncien acerca de las nuevas formas del arte, su estudio solicita la mente con el poderoso atractivo de lo que vive, de lo que alienta; de lo actual, en suma. Podrá la hora que corre ser o no ser la más bella del día; podrá no brindarnos calor solar ni amorosa luz de luna; pero al fin es la hora en que vivimos.

Aún suponiendo que naturalismo y realismo fuesen un error literario, un síntoma de decadencia, como el culteranismo, v. gr., todavía su conocimiento, su análisis, importaría grandemente a la literatura. ¿No investiga con afán el teólogo la historia de las herejías? ¿No se complace el médico en diagnosticar una enfermedad extraña? Para el botánico hay sin duda algunas plantas lindas y útiles y otras feas y nocivas, pero todas forman parte del plan divino y tienen su belleza peculiar en cuanto dan elocuente testimonio de la fuerza creadora. Al literato no le es lícito escandalizarse nimiamente de un género nuevo, porque los períodos literarios nacen unos de otros, se suceden con orden, y se encadenan con precisión en cierto modo matemática: no basta el capricho de un escritor, ni de muchos, para innovar formas artísticas; han de venir preparadas, han de deducirse de las anteriores. Razón por la cual es pueril imputar al arte la perversión de las costumbres, cuando con mayor motivo pueden achacarse a la sociedad los extravíos del arte.

Todas estas consideraciones, y la convicción de que el asunto es nuevo en España, me inducen a emborronar una serie de artículos donde procure tratarlo y esclarecerlo lo mejor que sepa, en estilo mondo y llano, sin enfadosas citas de autoridades ni filosofías hondas. Quizás esta misma ligereza de mi trabajo lo haga soportable al público: el corcho sobrenada, mientras se sumerge el bronce. Si no salgo airosa de mi empresa, otro lo cantará con mejor plectro.

Obedece al mismo propósito de vulgarización literaria la inserción de estos someros estudios en un periódico diario. Si a tanto honor los hiciese acreedores la aprobación del lector discreto, no faltará un in 8.º donde empapelarlos; entretanto, corran y dilátense llevados por las alas potentes y veloces de la prensa, de la cual todo el mundo murmura, y a la cual todo el mundo se acoge cuando le importa... Y aquí me ocurre una aclaración. El pasado año se discutió en el Ateneo el tema de estos artículos, a saber: el naturalismo. La costumbre -con otra causa más poderosa no atino ahora, tal vez por la premura con que escribo- veda a las damas la asistencia a aquel centro intelectual; de suerte que, aun cuando me hallase en la corte de las Españas, no podría apreciar si se ventiló en él con equidad y profundidad la cuestión. Así es que al asegurar que el asunto es nuevo, aludo en particular a los dominios de la palabra escrita, donde definitivamente se resuelven los problemas literarios.

Sentado todo lo anterior, hablemos del escándalo. Cada profesión tiene su heroísmo propio: el anatómico es valiente cuando diseca un cadáver y se expone a picarse con el bisturí y quedar inficionado del carbunclo, o cosa parecida; el aeronauta, cuando corta las cuerdas del globo; el escritor ha menester resolución para contrarrestar poco o mucho la opinión general; así es que probablemente, al emprender este trabajo, añado algunos renglones honrosos a mi modesta hoja de servicios.

Tal vez alguien vuelva a hablar de aclimataciones y otras niñerías, afirmando que quise abogar por una literatura inmunda, vitanda y reprobable. A bien que la verdad se hace lugar tarde o temprano, y el que desapasionada y pacientemente lea lo que sigue, no verá panegíricos ni alegatos, sino la apreciación imparcial de la fase literaria más reciente y característica. Y, por otra parte, como las ideas se difunden hoy con tal rapidez, es posible que en breve lo que ahora parece novedad sea conocido hasta de los estudiantes de primer año de retórica. Para entonces tendrá el naturalismo en España panegiristas y sectarios verdaderos, y a los meros expositores nos reintegrarán en nuestro puesto neutral.


- II -
Entramos en materia


Empezaré diciendo lo que en mi opinión debe entenderse por naturalismo y realismo, y si son una misma cosa o cosas distintas.

Por supuesto que el Diccionario de la Lengua castellana (que tiene el don de omitir las palabras más usuales y corrientes del lenguaje intelectual, y traer en cambio otras como of, chincate, songuita, etc., que sólo habiendo nacido hace seis siglos, o en Filipinas, o en Cuba, tendríamos ocasión de emplear), carece de los vocablos naturalismo y realismo. Lo cual no me sorprendería si éstos fuesen nuevos; pero no lo son, aunque lo es, en cierto modo, su acepción literaria presente. En filosofía, ambos términos se emplean desde tiempo inmemorial: ¿quién no ha oído decir el naturalismo de Lucrecio, el realismo de Aristóteles? En cuanto al sentido más reciente de la palabra naturalismo, Zola declara que ya se lo da Montaigne, escritor moralista que murió a fines del siglo XVI.

Entre las cien mil voces añadidas al Diccionario por una Sociedad de Literatos (París, Garnier, 1882), encuéntrase la palabra naturalismo, pero únicamente en su acepción filosófica: ni por asociarse se acuerdan más de la literatura los literatos susodichos. Así es que para fijar el sentido de las voces naturalismo y realismo, acudiremos al de natural y real. Según el Diccionario, natural es «lo que pertenece a la naturaleza»; real «lo que tiene existencia verdadera y efectiva».

Y es muy cierto que el naturalismo riguroso, en literatura y en filosofía, lo refiere todo a la naturaleza: para él no hay más causa de los actos humanos que la acción de las fuerzas naturales del organismo y el medio ambiente. Su fondo es determinista, como veremos.

Por determinismo entendían los escolásticos el sistema de los que aseguraban que Dios movía o inclinaba irresistiblemente la voluntad del hombre a aquella parte que convenía a sus designios. Hoy determinismo significa la misma dependencia de la voluntad, sólo que quien la inclina y subyuga no es Dios, sino la materia y sus fuerzas y energías. De un fatalismo providencialista, hemos pasado a otro materialista. Y pido perdón al lector si voy a detenerme algo en el asunto; poquísimas veces ocurrirá que aquí se hable de filosofía, y nunca profundizaremos tanto que se nos levante jaqueca; pero dos o tres nocioncillas son indispensables para entender en qué consiste la diferencia del naturalismo y el realismo.

Filósofos y teólogos discurrieron, en todo tiempo, sobre la difícil cuestión de la libertad humana. ¿Nuestra voluntad es libre? ¿Podemos obrar como debemos? Es más: ¿podemos querer obrar como debemos? La antigüedad pagana se inclinó generalmente a la solución fatalista. Sus dramas nos ofrecen el reflejo de esta creencia: los Atridas, al cometer crímenes espantosos, obedecen a los dioses; penetrado de una idea fatalista, el filósofo estoico Epicteto decía a Dios: «llévame adonde te plazca»; y el historiador Veleyo Patérculo escribía que Catón «no hizo el bien por dar ejemplo, sino porque le era imposible, dentro de su condición, obrar de otro modo». Más adelante, la teología cristiana, a su vez, discutió el tema del albedrío, en el cual se encerraba el gravísimo problema del destino final del hombre; porque, según acertadamente observaba San Clemente de Alejandría ni elogios, ni honores, ni suplicios tendrían justo fundamento, si el alma no gozase de libertad al desear y al abstenerse, y si el vicio fuese involuntario. El mérito singular de la teología católica consiste en romper las cadenas del antiguo fatalismo, sin negar la parte importantísima que toma en nuestros actos la necesidad. En efecto, reconociendo el libre arbitrio absoluto, como lo hacía el hereje Pelagio resultaba que el hombre podría, entregado a sus fuerzas solas y sin ayuda de la gracia, salvarse y ser perfecto, mientras que, anulando la libertad, como el otro heresiarca Lutero, el ente más malvado e inicuo sería también perfecto e impecable, puesto que no estaba en su mano proceder de distinto modo.

Supo la teología mantenerse a igual distancia de ambos extremos; y San Agustín acertó a realizar la conciliación del albedrío y la gracia, con aquella profundidad y tino propios de su entendimiento de águila. Para esta conciliación hay un dogma católico que alumbra el problema con clara luz: el del pecado original. Sólo la caída de una naturaleza originariamente pura y libre puede dar la clave de esta mezcla de nobles aspiraciones y bajos instintos, de necesidades intelectuales y apetitos sensuales, de este combate que todos los moralistas, todos los psicólogos, todos los artistas se han complacido en sorprender, analizar y retratar.

Tiene la explicación agustiniana la ventaja inapreciable de estar de acuerdo con lo que nos enseñan la experiencia y sentido íntimo. Todos sabemos que cuando en el pleno goce de nuestras facultades nos resolvemos a una acción, aceptamos su responsabilidad: es más: aun bajo el influjo de pasiones fuertes, ira, celos, amor, la voluntad puede acudir en nuestro auxilio; ¡quién habrá que, haciéndose violencia, no la haya llamado a veces, y -si merece el nombre de racional- no la haya visto obedecer al llamamiento! Pero tampoco ignora nadie que no siempre sucede así, y que hay ocasiones en que, como dice San Agustín, «por la resistencia habitual de la carne... el hombre ve lo que debe hacer, y lo desea sin poder cumplirlo». Si en principio se admite la libertad, hay que suponerla relativa, e incesantemente contrastada y limitada por todos los obstáculos que en el mundo encuentra. Jamás negó la sabia teología católica semejantes obstáculos, ni desconoció la mutua influencia del cuerpo y del alma, ni consideró al hombre espíritu puro, ajeno y superior a su carne mortal; y los psicólogos y los artistas aprendieron de la teología aquella sutil y honda distinción entre el sentir y el consentir, que da asunto a tanto dramático conflicto inmortalizado por el arte.

¡Qué horizontes tan vastos abre a la literatura esta concepción mixta de la voluntad humana!

Cualquiera pensará que nos hemos ido a mil leguas de Zola y del naturalismo; pues no es así; ya estamos de vuelta. El fatalismo vulgar, el determinismo providencialista de Epicteto y Lutero, los trasladó Zola a la región literaria, vistiéndoles ropaje científico moderno.

Mostraremos cómo.

Si al hablar de la teoría naturalista la personifico en Zola, no es porque sea el único a practicarla, sino porque la ha formulado clara y explícitamente en siete tomos de estudios crítico-literarios, sobre todo en el que lleva por título La Novela Experimental. Declara allí que el método del novelista moderno ha de ser el mismo que prescribe Claudio Bernard al médico en su Introducción al Estudio de la Medicina Experimental; y afirma que en todo y por todo se refiere a las doctrinas del gran fisiólogo, limitándose a escribir novelista donde él puso médico. Fundado en estos cimientos, dice que así en los seres orgánicos como en los inorgánicos hay un determinismo absoluto en las condiciones de existencia de los fenómenos. «La ciencia, añade, prueba que las condiciones de existencia de todo fenómeno son las mismas en los cuerpos vivos que en los inertes, por donde la fisiología adquiere igual certidumbre que la química y la física. Pero hay más todavía: cuando se demuestre que el cuerpo del hombre es una máquina, cuyas piezas, andando el tiempo, monte y desmonte el experimentador a su arbitrio, será forzoso pasar a sus actos pasionales e intelectuales, y entonces penetraremos en los dominios que hasta hoy señorearon la poesía y las letras. Tenemos química y física experimentales; en pos viene la fisiología, y después la novela experimental también. Todo se enlaza: hubo que partir del determinismo de los cuerpos inorgánicos para llegar al de los vivos; y puesto que sabios como Claudio Bernard demuestran ahora que al cuerpo humano lo rigen leyes fijas, podemos vaticinar, sin que quepa error, la hora en que serán formuladas a su vez las leyes del pensamiento y de las pasiones. Igual determinismo debe regir la piedra del camino que el cerebro humano. Hasta aquí el texto, que no peca de obscuro, y ahorra el trabajo de citar otros.

Tocamos con la mano el vicio capital de la estética naturalista. Someter el pensamiento y la pasión a las mismas leyes que determinan la caída de la piedra; considerar exclusivamente las influencias físico-químicas, prescindiendo hasta de la espontaneidad individual, es lo que se propone el naturalismo y lo que Zola llama en otro pasaje de sus obras «mostrar y poner de realce la bestia humana». Por lógica consecuencia, el naturalismo se obliga a no respirar sino del lado de la materia, a explicar el drama de la vida humana por medio del instinto ciego y la concupiscencia desenfrenada. Se ve forzado el escritor rigurosamente partidario del método proclamado por Zola, a verificar una especie de selección entre los motivos que pueden determinar la voluntad humana, eligiendo siempre los externos y tangibles y desatendiendo los morales, íntimos y delicados: lo cual, sobre mutilar la realidad, es artificioso y a veces raya en afectación, cuando, por ejemplo, la heroína de Una Página de Amor manifiesta los grados de su enamoramiento por los de temperatura que alcanza la planta de sus pies.

Y no obstante, ¿cómo dudar que si la psicología, lo mismo que toda ciencia, tiene sus leyes ineludibles y su proceso causal y lógico no posee la exactitud demostrable que encontramos, por ejemplo, en la física? En física el efecto corresponde estrictamente a la causa: poseyendo el dato anterior tenemos el posterior; mientras en los dominios del espíritu no existe ecuación entre la intensidad de la causa y del efecto, y el observador y el científico tienen que confesar, como lo confiesa Delboeuf (testigo de cuenta, autor de La Psicología Considerada como Ciencia Natural) «que lo psíquico es irreductible a lo físico».

En esta materia le ha sucedido a Zola una cosa que suele ocurrir a los científicos de afición: tomó las hipótesis por leyes, y sobre el frágil cimiento de dos o tres hechos aislados erigió un enorme edificio. Tal vez imaginó que hasta Claudio Bernard nadie había formulado las admirables reglas del método experimental, tan fecundas en resultados para las ciencias de la naturaleza. Hace rato que nuestro siglo aplica esas reglas, madres de sus adelantos. Zola quiere sujetar a ellas el arte, y el arte se resiste, como se resistiría el alado corcel Pegaso a tirar de una carreta; y bien sabe Dios que esta comparación no es en mi ánimo irrespetuosa para los hombres de ciencia; sólo quiero decir que su objeto y caminos son distintos de los del artista.

Y aquí conviene notar el segundo error de la estética naturalista, error curioso que en mi concepto debe atribuirse también a la ciencia mal digerida de Zola. Después de predecir el día en que, habiendo realizado los novelistas presentes y futuros gran cantidad de experiencias, ayuden a descubrir las leyes del pensamiento y la pasión, anuncia los brillantes destinos de la novela experimental, llamada a regular la marcha de la sociedad, a ilustrar al criminalista, al sociólogo, al moralista, al gobernante... Dice Aristófanes en sus Ranas: «He aquí los servicios que en todo tiempo prestaron los poetas ilustres: Orfeo enseñó los sacros misterios y el horror al homicidio; Museo, los remedios contra enfermedades y los oráculos; Hesíodo, la agricultura, el tiempo de la siembra y recolección; y al divino Homero ¿de dónde le vino tanto honor y gloria, sino de haber enseñado cosas útiles, como el arte de las batallas, el valor militar, la profesión de las armas?...». Ha llovido desde Aristófanes acá. Hoy pensamos que la gloria y el honor del divino Homero consisten en haber sido un excelso poeta: el arte de las batallas es bien diferente ahora de lo que era en los días de Agamenón y Aquiles, y la belleza de la poesía homérica permanece siempre nueva e inmutable.

El artista de raza (y no quiero negar que lo sea Zola, sino observar que sus pruritos científicos le extravían en este caso) nota en sí algo que se subleva ante la idea utilitaria que constituye el segundo error estético de la escuela naturalista. Este error lo ha combatido más que nadie el mismo Zola, en un libro titulado Mis Odios (anterior a La Novela Experimental), refutando la obra póstuma de Proudhon, Del Principio del Arte y de su Función Social. Es de ver a Zola indignado porque Proudhon intenta convertir a los artistas en una especie de cofradía de menestrales que se consagra al perfeccionamiento de la humanidad, y leer cómo protesta en nombre de la independencia sublime del arte, diciendo con donaire que el objeto del escritor socialista es sin duda comerse las rosas en ensalada. No hay artista que se avenga a confundir así los dominios del arte y de la ciencia: si el arte moderno exige reflexión, madurez y cultura, el arte de todas las edades reclama principalmente la personalidad artística, lo que Zola, con frase vaga en demasía, llama el temperamento. Quien careciere de esa quisicosa, no pise los umbrales del templo de la belleza, porque será expulsado.

Puede y debe el arte apoyarse en las ciencias auxiliares; un escultor tiene que saber muy bien anatomía, para aspirar a hacer algo más que modelos anatómicos. Aquel sentimiento inefable que en nosotros produce la belleza, sea él lo que fuere y consista en lo que consista, es patrimonio exclusivo del arte. Yerra el naturalismo en este fin útil y secundario a que trata de enderezar las fuerzas artísticas de nuestro siglo, y este error y el sentido determinista y fatalista de su programa, son los límites que él mismo se impone, son las ligaduras que una fórmula más amplia ha de romper.


- III -
Seguimos filosofando


Tal cual la expone Zola, adolece la estética naturalista de los defectos que ya conocemos. Algunos de sus principios son de grandes resultados para el arte; pero existe en el naturalismo, considerado como cuerpo de doctrina, una limitación, un carácter cerrado y exclusivo que no acierto a explicar sino diciendo que se parece a las habitaciones bajas de techo y muy chicas, en las cuales la respiración se dificulta. Para no ahogarse hay que abrir la ventana: dejemos circular el aire y entrar la luz del cielo.

Si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad la oposición del naturalismo y del idealismo racional. En el realismo cabe todo, menos las exageraciones y desvaríos de dos escuelas extremas, y por precisa consecuencia, exclusivistas.

Un hecho solo basta a probar la verdad de esto que afirmo. Por culpa de su estrecha tesis naturalista, Zola se ve obligado a desdeñar y negar el valor de la poesía lírica. Pues bien; para la estética realista vale tanto el poeta lírico más subjetivo e interior como el novelista más objetivo. Uno y otro dan forma artística a elementos reales. ¿Qué importa que esos elementos los tomen de dentro o de fuera, de la contemplación de su propia alma o de la del mundo? Siempre que una realidad -sea del orden espiritual o del material- sirva de base al arte, basta para legitimarlo.

Citemos cualquier poeta lírico, el menos exterior, lord Byron o Enrique Heine. Sus poesías son una parte de ellos mismos: esas quejas y tristezas y amarguras, ese escepticismo desconsolador, lo tuvieron en el alma antes de convertirlo en lindos versos: no hay duda que es un elemento real, tan real, o más, si se quiere, que lo que un novelista pueda averiguar y describir de las acciones y pensamientos del prójimo: ¿quién refiere bien una enfermedad sino el enfermo? Y aun por eso resultan insoportables los imitadores en frío de estos poetas tristes; son como el que remedase quejidos de dolor, no doliéndole nada.

El gran poeta Leopardi es un caso de los más característicos de lo que puede llamarse realidad poética interior. Las penas de su edad viril, la condición de su familia, la dureza de la suerte, sus estudios de humanidades y hasta los miedos que pasó de niño en una habitación obscura, todo está en sus poesías, como indeleble sello personal, de tal modo que, si suponemos a Leopardi viviendo en diferentes condiciones de las que vivió, ya no se concibe la mayor parte de sus versos. Y digo yo: ¿no es justísimo que quepa en la ancha esfera de la realidad una obra de arte donde el autor pone la médula de sus huesos y la sangre de su corazón, por decirlo así? Aun suponiendo, y es mucho suponer, que el poeta lírico no expresase sino sus propios e individuales sentimientos, y que éstos pareciesen extraños, ¿no es la excepción, el caso nuevo y la enfermedad desconocida lo que más importa a la curiosidad científica del médico observador?

Pero si todas las obras de arte que se fundan en la realidad caben dentro de la estética realista, algunas hay que cumplen por completo su programa, y son aquellas donde tan perfectamente se equilibran la razón y la imaginación, que atraviesan las edades viviendo vida inmortal. Las obras maestras universalmente reconocidas como tales, tienen todas carácter anchamente realista: así los poemas de Homero y Dante, los dramas de Shakespeare, el Quijote y el Fausto. La Biblia, considerada literariamente, dejando aparte su autoridad sagrada, es la epopeya más realista que se conoce.

A fin de esclarecer esta teoría, diré algo del idealismo, para que no pesen sobre el naturalismo todas las censuras y se vea que tan malo es caerse hacia el Norte como hacia el Sur. Y ante todo conviene saber que el idealismo está muy en olor de santidad, goza de excelente reputación y se cometen infinitos crímenes literarios al amparo de su nombre: es la teoría simpática por excelencia, la que invocan poetas de caramelo y escritores amerengados; el que se ajusta a sus cánones pasa por persona de delicado gusto y alta moralidad; por todo lo cual debe tratársele con respeto y no tomar la exposición de sus doctrinas de ningún zascandil. Busquémosla, pues, en Hegel y sus discípulos, donde larga y hondamente se contiene.

Entre naturalistas e idealistas hay el mismo antagonismo que entre Lutero y Pelagio. Si Zola niega en redondo el libre arbitrio, Hegel lo extiende tanto, que todo está en él y sale de él. Para Zola, el universo físico hace, condiciona, dirige y señorea el pensamiento y voluntad del hombre; para Hegel y sus discípulos ese universo no existe sino mediante la idea. ¿Qué digo ese universo? Dios mismo sólo es en cuanto es idea; y el que se asuste de este concepto será, según el hegeliano Vera, un impío o un insensato (a escoger). ¿Y qué se entiende por idea? La idea, en las doctrinas de Hegel, es principio de la naturaleza y de todos los seres en general, y la palabra Dios no significa sino la idea absoluta o el absoluto pensamiento. Consecuencias estéticas del sistema hegeliano. En opinión de Hegel, la esfera del arte es «una región superior, más pura y verdadera que lo real, donde todas las oposiciones de lo finito y de lo infinito desaparecen; donde la libertad, desplegándose sin límites ni obstáculos, alcanza su objeto supremo» Con este aleteo vertiginoso ya parece que nos hemos apartado de la tierra y que nos hallamos en las nubes, dentro de un globo aerostático. Espacios a la derecha, espacios a la izquierda, y en parte alguna suelo donde sentar los pies. Y es lo peor del caso que semejante concepción trascendental del arte la presenta Hegel con tal profundidad dialéctica, que seduce. Lo cierto es que con esa libertad pelagiana que se despliega sin límites ni obstáculos, y con ese universo construido de dentro a fuera, cada artista puede dar por ley del arte su ideal propio, y decir, parodiando a Luis XIV: «La estética soy yo». «El arte -enseña Hegel- restituye a aquello que en realidad está manchado por la mezcla de lo accidental y exterior, la armonía del objeto con su verdadera idea, rechazando todo cuanto no corresponda con ella en la representación; y mediante esta purificación produce lo ideal, mejorando la naturaleza, como suele decirse del pintor retratista». Ya tiene el arte carta blanca para enmendarle la plana a la naturaleza y forjar «el objeto», según le venga en talante a «la verdadera idea».

Pongamos ejemplos de estas correcciones a la naturaleza, tomándolos de algún escritor idealista. Gilliatt, el héroe de Los Trabajadores del Mar de Víctor Hugo, es en realidad un hombre rudo, que casualmente se prenda de una muchacha y se ofrece a desempeñar un trabajo hercúleo para obtener su mano. Nada más natural y humano, en cierto modo, que este asunto. Pero, por medio del procedimiento de Hegel, el hombre se va agigantando, convirtiéndose en un titán; sostiene lucha colosal con los elementos desencadenados, con los monstruos marinos, venciéndolos, por supuesto; por si no basta, concluye siendo mártir sublime, y el autor decreta su apoteosis.

Sin salir de esta misma novela, Los Trabajadores del Mar, aún encontramos otro personaje más conforme que Gilliatt con las leyes de la estética idealista: el pulpo. Pulpos sin enmienda los vemos a cada paso en nuestra costa cantábrica; cuando aplican sus ventosas a la pierna de un bañista o de un marinero, basta por lo regular una sacudida ligera para soltarse; por acá, el inofensivo cefalópodo se come cocido, y es manjar sabroso, aunque algo coriáceo. Pero éstos son los pulpos tal cual Dios los crió, la apariencia sensible del pulpo, que diría un hegeliano; lo real del pulpo, o sea su idea, es lo que Víctor Hugo aprovechó para dramatizar la acción de Los Trabajadores. Allí el pulpo ideal, o la idea que se oculta bajo la forma del pulpo, crece, no sólo física, sino moralmente, hasta medir tamaño desmesurado: el pulpo es la sombra, el pulpo es el abismo, el pulpo es Lucifer. Así se corrige a la naturaleza.

Un héroe idealista de muy diversa condición que Gilliatt es el Rafael de Lamartine. Éste no representa la fuerza y la abnegación, no es el león-cordero, sino la poesía, la melancolía, el amor insondable e infinito, el estado de ensueño perpetuo. Complácese el autor en describir la lindeza de Rafael, muy semejante a la del de Urbino, y además le atribuye las cualidades siguientes: «Si Rafael fuese pintor -dice- pintaría la Virgen de Foligno; si manejase el cincel, esculpiría la Psiquis de Canova; si fuese poeta hubiera escrito los apóstrofes de Job a Jehová, las estancias de la Herminia del Tasso, la conversación de Romeo y Julieta a la luz de la luna, de Shakespeare, el retrato de Hydea, de lord Byron...». Ustedes creerán que Rafael se conforma con pintar lo mismo que su homónimo, esculpir como Canova y poetizar como Job, el Tasso, Shakespeare y Byron en una pieza. ¡Quiá! El autor añade que, puesto en tales y cuáles circunstancias, Rafael hubiese tendido a todas las cimas, como César, hablado como Demóstenes y muerto como Catón. Así se compone un héroe idealista de la especie sentimental. ¡Cuán preferible es retratar un ser humano, de carne y hueso, a fantasear maniquíes!

Los hombres de extraordinario talento suelen poseer la virtud de la lanza de Aquiles para curar las heridas que abren. En la Poética de Hegel doy con un párrafo que es el mejor programa de la novela realista. «Por lo que hace a la representación, la novela propiamente dicha exige también, como la epopeya, la pintura de un mundo entero y el cuadro de la vida, cuyos numerosos materiales y variado fondo se encierren en el círculo de la acción particular que es centro del conjunto. En cuanto a las condiciones especiales de concepción y ejecución, hay que otorgar al poeta ancho campo, tanto más libre, cuanto menos puede, en este caso, eliminar de sus descripciones la prosa de la vida real, sin que por eso él haya de mostrarse vulgar ni prosaico». Si se tiene en cuenta la época en que Hegel escribió esto, cuando la novela analítica era la excepción, es más de admirar la exactitud de la apreciación independiente del sistema general hegeliano, como lo es también en cierto modo lo que dice acerca del fin y propósito del arte. En este terreno lleva inmensa ventaja a Zola: para Hegel, el arte es objeto propio de sí mismo, y referirlo a otra cosa, a la moral, por ejemplo, es desviarlo de su camino verdadero.

«El objeto del arte -declara el filósofo de Stuttgart- es manifestar la verdad bajo formas sensibles, y cualquiera otro que se proponga, como la instrucción, la purificación, el perfeccionamiento moral, la fortuna, la gloria, no conviene al arte considerado en sí». El error que aquí nos sale al paso es que Hegel, al decir verdad, sobreentiende idea, pero al menos no saca a la belleza de su terreno propio; no confunde, como Zola, los fines del arte y de las ciencias morales y políticas.

El idealismo está representado en literatura por la escuela romántica, que Hegel consideraba la más perfecta, y en la cual cifraba el progreso artístico. Esta escuela, que tanto brilló en nuestro siglo, fue al principio piedra de escándalo, como lo es el naturalismo ahora. Sus instructivas vicisitudes merecen capítulo aparte.




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